Dossier

Justificando el golpe chileno. Las operaciones del pasado en los escritos políticos e historiográficos de Gonzalo Vial[1]

Justifying the Chilean Coup. The Operations of the Past in the Gonzalo Vial’s Political and Historiographical Writing

Marcelo Casals *
Centro de Investigación y Documentación - Universidad Finis Terrae (CIDOC-UFT), Chile
Gorka Villar *
Facultad de Ciencias Sociales - Universidad de Chile (FACSO-UCH), Chile

Contenciosa

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN-e: 2347-0011

Periodicidad: Anual

núm. 12, 2022

revistacontenciosa@fhuc.unl.edu.ar

Recepción: 31 Marzo 2022

Aprobación: 08 Agosto 2022



DOI: https://doi.org/10.14409/rc.10.12.e0017

Resumen: Este artículo analiza el devenir político-historiográfico por el que transitó el historiador conservador Gonzalo Vial para justificar el golpe de Estado de 1973 en Chile. El principal hito al respecto fue su participación en el Libro Blanco del cambio de gobierno en Chile, una de las más destacadas operaciones de manipulación histórica para legitimar a la dictadura militar. Proponemos que Vial utilizó la misma matriz interpretativa para justificar el golpe de Estado y la represión posterior tanto en sus intervenciones políticas como en producción historiográfica anterior y posterior a 1973. Dicha interpretación se basó en principios constantes a lo largo de todo este período: la tesis de la decadencia sostenida de la nación, la ruptura de los consensos y la inminencia de una guerra civil. Ese tipo de discursos legitimadores del golpe lograron proyección pública no solo a través de su obra periodística e historiográfica, sino también en instancias estatales particularmente sensibles como la llamada Comisión Rettig. De esa manera, a la operación inicial le siguió una racionalización intelectual que no renunció al objetivo de justificar históricamente la existencia de la dictadura militar.

Palabras clave: dictadura, Chile, justificación, historiografía, Gonzalo Vial.

Abstract: This article analyzes the political-historiographical evolution that the conservative historian Gonzalo Vial went through to justify the 1973 coup in Chile. The main milestone in this regard was his participation in the Libro Blanco del cambio de gobierno en Chile (White Book of the Change of Government in Chile), one of the most outstanding operations of historical manipulation aimed to legitimize the military dictatorship. We argue that Vial used the same interpretive matrix to justify the coup d'état and the subsequent repression both in his political interventions and in his historiographical production before and after 1973. This interpretation was based on certain constant principles throughout this entire period: the thesis of the sustained decline of the nation, the breakdown of consensus and the imminence of a civil war. This type of legitimizing discourses of the coup achieved public projection not only through his journalistic and historiographical work, but also in particularly sensitive state initiatives such as the so-called Comisión Rettig (Rettig Commission). In this way, the initial manipulation was followed by an intellectual rationalization that did not renounce to the objective of historically justifying the existence of the military dictatorship.

Keywords: dictatorship, Chile, justification, historiography, Gonzalo Vial.

Introducción

Gonzalo Vial Correa (1930-2009) es considerado como uno de los historiadores más relevantes del siglo XX chileno. Su producción historiográfica ha sido reconocida por historiadores e intelectuales de gran parte de las corrientes ideológicas, en especial la conservadora (Gazmuri, 2009). Su visión de la historia de Chile plasmada en su prolífica obra se ha transformado en una importante interpretación global del proceso de construcción nacional hasta el siglo XXI. Hoy por hoy, este abogado, periodista, historiador y hombre público, continúa siendo considerado por un sector de los intelectuales de derecha como un referente a la hora de dar sentido al devenir histórico de Chile, llegando incluso a atribuírsele una supuesta clarividencia que lo habría llevado a predecir el Estallido Social de octubre de 2019.[2] Con todo, es en la explicación histórica de la historia chilena reciente donde sus tesis han tenido mayor influencia. A medida que el orden y las jerarquías sociales se ponían en cuestión en los años 1960, Vial abandonó su agenda intelectual dedicada a la historia colonial chilena para centrar sus energías en, primero, ofrecer herramientas a la lucha política contra la izquierda y, luego, justificar el golpe de Estado de 1973 y la dictadura militar contrarrevolucionaria que le siguió. En su juventud, su compromiso con la defensa de los valores y el orden de la elite chilena lo llevó a adherir al Partido Nacional. Posteriormente, fue un implacable detractor del gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular (UP) (1970-1973). Esa batalla ideológica la libró principalmente a través de dos medios de comunicación que ayudó a fundar, las revistas Qué Pasa y Portada (Arancibia Clavel, 2006; M. González, 2014). Para deslegitimar el proyecto revolucionario y democrático de la izquierda chilena, Vial no solo criticó sus políticas económicas y sociales, sino que también intentó desnacionalizar históricamente la “vía chilena al socialismo”, argumentando que se trataba de una ideología foránea, de origen oriental y determinada hasta sus últimos detalles por el comunismo internacional y la Unión Soviética.

Vinculado a las Escuelas de Derecho y de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, en los 1950 y 1960, Vial también participó de los debates historiográficos de su tiempo, interpelando a aquellos historiadores que validaban a través de la argumentación histórica ciertas tesis políticas de la “vía chilena al socialismo” (Villar, 2020). Entre otras cosas, acusó a los historiadores de izquierda de haberse alejado del método histórico y de la objetividad, dando por sentado que la producción historiográfica conservadora tenía un carácter neutral y objetivo, precisamente porque no planteaba la necesidad de realizar cambios estructurales dentro del ordenamiento político y social de la sociedad chilena. Por cierto, dichas críticas obviaban el hecho de que la historiografía conservadora elaboraba sus interpretaciones con idéntico o aún mayor compromiso político que la historiografía de izquierda, cuestión que se hizo aún más urgente desde esa perspectiva cuando Chile, como buena parte de la región, se vio sacudida por intentos de cambio social radical. Ante las necesidades del momento, Vial no se limitó a los marcos de los debates propiamente intelectuales en torno a la historia chilena, sino que saltó a la arena pública al colaborar con la dictadura militar y justificar a través de operaciones de la historia el orden autoritario y contrarrevolucionario al que adhirió con entusiasmo. Fue así como unos meses después del golpe de Estado, la Junta Militar hizo circular un detallado documento anónimo, el Libro Blanco del cambio de gobierno en Chile (1973), que explicaba las “verdaderas razones” que habían llevado al “pronunciamiento” y, de esa manera, desmentir la “campaña” de “desprestigio de la noble causa militar, que contaban y distorsionaban los extremistas de izquierda en Chile y el mundo” (Libro Blanco, 1973, p. 3;5). El Libro Blanco fue distribuido en las principales embajadas de todo el mundo, con el propósito de deslegitimar los análisis que le atribuían características de golpe de Estado a la derrota de la Unidad Popular.

En el año 1999, el historiador Gonzalo Vial admitió haber sido “uno de los tantos colaboradores” de esta iniciativa de “blanqueamiento” del golpe militar. Entre 1973, año en que fue publicado el Libro Blanco, y el año 2008, Gonzalo Vial escribió una docena de libros y varios artículos académicos sobre la Unidad Popular, que fueron celebrados por diversos intelectuales e historiadores por su supuesta originalidad y erudición. El objetivo último de los planteamientos de Vial en su producción historiográfica era el de legitimar el relato justificativo del golpe de Estado de 1973. En otras palabras, lejos de desdecirse de aquellos esfuerzos tempranos de instrumentalización de la historia para fines contingentes, Vial basó buena parte de su trabajo historiográfico y político posterior en las mismas tesis que presentaban a la dictadura como una necesidad histórica que, por añadidura, habría venido a salvar a la nación de una decadencia continua que se habría verificado desde finales del siglo XIX, con el gobierno de la UP como su momento culmine. En ese sentido, en este artículo proponemos que las intervenciones políticas e historiográficas de Vial deben leerse en conjunto, toda vez que constituyen registros distintos de un mismo esfuerzo por fundamentar conceptual e históricamente el proyecto autoritario, contrarrevolucionario y refundacional que los militares delinearon y aplicaron con enormes dosis de violencia una vez en el poder. En ese sentido, la historia -y en particular la de cuño conservador- sirvió como herramienta tanto para justificar el nuevo orden de cosas en 1973 y también para mantener esas posiciones en las luchas por la memoria que se sucedieron durante la dictadura militar y la transición a la democracia de los años 1990.

Vial, el historiador conservador

Gonzalo Vial Correa (1930-2009) provenía de una de las familias más acaudaladas de la sociedad chilena. Hijo de Wenceslao Vial Ovalle y de Ana Correa Sánchez, estudió en el exclusivo Colegio de los Sagrados Corazones para luego ingresar a la Pontificia Universidad Católica de Chile como estudiante de Derecho y Pedagogía en Historia. Miembro de la Academia Chilena de la Historia a partir de 1964, ejerció como abogado al servicio de los grandes latifundistas de la zona central. Posteriormente, se desempeñó como periodista en distintos medios de comunicación conservadores, transformándose en un destacado opositor al gobierno de la Unidad Popular. Académico en las universidades Finis Terrae y Metropolitana de Ciencias de la Educación, en 1978 fue también ministro de Educación, el primer civil en asumir esa cartera en la dictadura militar. En 1990, al inicio de la transición, fue convocado por el presidente Aylwin a formar parte de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (1990-1991). Este organismo debía esclarecer las violaciones a los derechos humanos con resultado de muerte cometidas por la dictadura militar y contribuir a lo que entonces se denominaba “reconciliación nacional” (M. González, 2017).

Antes y durante el gobierno de la Unidad Popular, Gonzalo Vial puso su pluma a disposición de la campaña destinada a deslegitimar el programa de la izquierda marxista chilena. Algunas de las ideas fuerza de la producción periodística de Vial durante este periodo fueron la defensa irrestricta del concepto de propiedad privada; la inevitabilidad de una guerra civil propiciada por el proyecto político-social de la Unidad Popular;[3] la permanencia de las estructuras socioeconómicas de la sociedad; y la denuncia del supuesto propósito de la Unidad Popular de alcanzar el poder por la vía armada.[4] Todo ello lo hizo desde una posición epistemológica que reclama para sí la posibilidad de acceder a un plano de verdad inobjetable, a diferencia de sus rivales intelectuales y políticos. Vial, como la mayoría de los historiadores conservadores de su época, estaba convencido de que su investigación y producción historiográfica contribuían al fortalecimiento de la identidad nacional y a la construcción de una “verdad histórica”. Es lo que se desprende del artículo publicado en 1972, “La historia de Chile como novela del oeste”, en el cual sostenía que solo existían dos formas de escribir la historia: la primera sería el fruto de numerosas investigaciones, lentas y a menudo controvertidas realizadas por intelectuales afines a él. Y la otra, la historia escrita “al vuelo de la pluma”, basada en hipótesis que quedaban en el aire, “y que nadie se da el tiempo de demostrar”, en directa alusión a la historiografía de izquierda de la época.[5] Posteriormente, de su análisis de la producción historiográfica durante la UP, concluiría que las investigaciones “al volar de la pluma” eran una simple utilización de la historia con fines propagandísticos, artilugio propio, según Vial, de los historiadores marxistas chilenos.

En opinión de Vial, el explosivo desarrollo del marxismo en los medios universitarios durante el gobierno de la UP debió haber hecho de esa corriente la línea hegemónica y, en virtud de ello, debió haber dado paso a la formación de una verdadera escuela histórica. Sin embargo, según su criterio, “los frutos eran de una lamentable pobreza. Los dos o tres nombres de historiadores marxistas no estaban, evidentemente, a la altura del más ‘porro’ de los discípulos de Labrousse o de Vilar”, reduciendo, según Vial, su producción historiográfica a mera propaganda.[6]

En este caso, Vial se refería a un libro de la editorial estatal Quimantú, “Capítulos de la Historia de Chile”, una interpretación marxista de la historia de Chile. Lo que más escozor causaba a Vial era el prólogo, firmado por un ayudante del Departamento de Historia Económica y Social de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Fernández Canque, quien afirmaba: “Este libro es audaz, y a quienes al comenzar a leer se sientan ofendidos por la irrespetuosidad hacia los valores y normas establecidos, que cierren el libro y que vuelvan a su sarcófago”.[7] Vial, ante ese desafío, lamentaba que el ayudante Fernández Canque no diese una pauta de acción a los lectores que se sintieran ofendidos por la pretensión de los autores de los Capítulos de la Historia de Chile de que “todos tuvieran que comulgar con las ruedas de su carreta”.[8]

El conflicto en torno a la objetividad de la historia era un problema de larga data entre las historiografías conservadora y marxista. Un ejemplo de ello lo encontramos en las reseñas que escribían los historiadores conservadores sobre los libros de los historiadores marxistas en la Revista de Historia de la Universidad Católica, especialmente aquellas que impugnaban la producción historiográfica del historiador comunista Hernán Ramírez Necochea. Las críticas conservadoras apuntaban a su falta de objetividad, y a que Ramírez forzaba la interpretación de las fuentes para que estas confirmaran sus hipótesis políticas. Gonzalo Vial, discípulo de Jaime Eyzaguirre, el conocido historiador de corriente franquista-hispanista, tampoco se quedó atrás para criticar a Ramírez Necochea:

El señor Ramírez, de ideología marxista, busca en esta pequeña obra las causas económicas de la emancipación. Los resultados no son felices. El credo inflexible del autor le obliga a hallar en la economía el factor determinante de los hechos y estos, naturalmente, en la Historia de Chile como en cualquier otra, solo retorcidos entran al zapato chino del materialismo.[9]

La crítica sostenida a la historiografía marxista, como mencionamos, trasuntaba la creencia en la existencia de una verdad histórica objetiva, a la que el historiador podía acercarse a partir del desprendimiento de todos sus prejuicios. Pero también reflejaba algo más fundamental en la mirada historiográfica y política de Vial, que por cierto sobrepasaba con creces el mero debate metodológico. La historiografía marxista era el reflejo del intento por amoldar la historia a concepciones preconcebidas que tenían como fin la construcción de una sociedad socialista. Para Vial, el socialismo marxista constituía el más formidable de los enemigos de la modernidad, y su entronizamiento en el poder significaría la cancelación de las formas aceptables de vida social. En ese sentido, Vial se inscribía en el amplio y diverso imaginario anticomunista de su época, y que en círculos políticos e intelectuales conservadores constituía una importante seña de identidad. Como ha señalado Rodrigo Patto Sá Motta (2002) para el caso de Brasil, el anticomunismo latinoamericano se nutre de distintas combinaciones de tres matrices fundamentales: el catolicismo, el nacionalismo y el liberalismo. Tanto por contrastes verificables con fuerzas políticas locales y globales, como también por extrapolaciones y ansiedades transformadas en narraciones, las distintas manifestaciones políticas y culturales de anticomunismo construyen un imaginario cambiante y en permanente reelaboración que le adjudica a su temido enemigo todos los males reales o potenciales imaginables. En el Chile de los años 1960, la proyección pública de anticomunismo había alcanzado el paroxismo en las elecciones presidenciales de 1964, cuando en un esfuerzo conjunto entre actores conservadores locales y fuerzas políticas internacionales (principalmente norteamericanas) se desplegó un enorme y bien financiado aparato propagandístico anticomunista contra la candidatura del socialista Salvador Allende y en favor del democratacristiano Eduardo Frei. En los afiches, avisos radiales e insertos de periódicos se enfatizó el peligro que la candidatura de izquierda significaba para la democracia, la familia y la libertad, toda vez que Allende no habría sido más que un agente del comunismo soviético y cubano (Casals, 2016). Vial no solo participó de ese esfuerzo propagandístico particular, sino que se insertó plenamente en un imaginario anticomunista conservador, que se apoyó sobre todo en un nacionalismo esencialista y un catolicismo reaccionario para articular un discurso urgente ante la amenaza roja que se cernía sobre Chile y el mundo.

El anticomunismo conservador de Vial se insertaba a su vez en una extendida noción dentro del mundo intelectual conservador de que Chile había sufrido un continuo proceso de decadencia desde un supuesto glorioso pasado decimonónico. Mezclando tanto el transversal mito del excepcionalismo chileno -aquel que enfatizaba la diferencia fundamental entre Chile y el resto de América Latina en función de una supuesta estabilidad institucional superior- con interpretaciones conservadoras europeas de la primera parte del siglo XX (Spengler, Toynbee, entre otros), la noción decadentista identificaba el régimen parlamentario instaurado luego de la Guerra Civil de 1891, y en especial el auge de la política de masas y la crisis del Estado oligárquico de los años 1910 y 1920, como el principio de la decadencia nacional. Atrás habrían quedado las grandes gestas de hombres de Estado -principalmente Diego Portales- que habrían dado forma a la nación a partir de gobiernos autoritarios, probos e impersonales, cuestión que habría llegado a su clímax con las “hazañas” militares de la Guerra del Pacífico contra Perú y Bolivia (Collier, 1977; Gazmuri, 1981; Sznajder, 2015). Dicha visión de la historia fundamentó al mismo tiempo a la derecha política, sobre todo aquella que surgió a mediados de los años 1960 tras la disolución y fusión de los antiguos partidos Conservador y Liberal, y que tuviera en el Partido Nacional a su principal representante y arma de lucha política (J. F. González, 2013; Valdivia Ortiz de Zárate, 2008). Vial no solo se identificó con esos principios compartidos de la imaginación histórica conservadora chilena, sino que -como veremos más adelante- sería uno de sus principales articuladores, actualizando esas narrativas en el contexto de la dictadura militar.

Vial y el Libro Blanco

Uno de los tópicos más reiterados de los intelectuales, políticos y la prensa conservadora durante los tres años de gobierno de la Unidad Popular fue el del deterioro constante de las formas civilizadas de convivencia y la multiplicación de actos de violencia. El responsable directo de todo ello sería, por acción u omisión, el gobierno y la izquierda marxista en su búsqueda implacable del poder total (Winn, 2010). Todo ello tenía un corolario que estaba inscrito de distintas formas en la imaginación histórica y política del Chile de entonces. A medida que la polarización política y social aumentaba, distintos sectores conservadores y contrarrevolucionarios acusaron el advenimiento inevitable de una guerra civil. La propia categoría de guerra civil se transformó entonces en un espacio de disputa, negada por algunos, afirmada por otros y temida por muchos. Como ha señalado Kirsten Weld (2018), la “conciencia reaccionaria” de la derecha chilena se alimentaba del recuerdo de la Guerra Civil Española, una experiencia política transnacional fundante para buena parte del arco político chileno de entonces. También pesaba en el recuerdo la Guerra Civil de 1891 que enfrentó a las fuerzas del Presidente Balmaceda contra aquellas reunidas en torno al Congreso Nacional. De hecho, la historiografía de izquierda había hecho propia la figura de Balmaceda como ejemplo de gobierno progresista y modernizador frente a las fuerzas de la reacción. El propio Salvador Allende reivindicaba su actitud heroica de acudir al suicidio antes que rendirse a sus opositores, algo que él mismo tuvo la oportunidad de llevar a la práctica durante el golpe de 1973 (Moya, 2009; Veneros, 2003; Villar, 2020).

La idea de una guerra civil inminente logró difundirse durante el mismo proceso de polarización y radicalización de las fuerzas políticas y sociales durante la Unidad Popular, en especial desde mediados de 1972 en adelante. Al mismo tiempo que parte importante de las bases sociales de la izquierda empujaban los límites establecidos de la propiedad a través de tomas de campos, terrenos urbanos y fábricas, la reacción contrarrevolucionaria acudió a movilizaciones, presión mediática y atentados terroristas para alimentar aún más el clima de desorden adjudicado a las impericias del gobierno. El paro de octubre de 1972 -liderado por el poderoso gremio de los camioneros y apoyado por una diversidad de organizaciones sociales de clase media, además de empresarios, políticos y medios de centro y derecha- constituyó el principal desafío al gobierno, que solo pudo sortearlo con la inclusión de los altos mandos de las Fuerzas Armadas al gabinete. Ya para entonces existía un bloque social contrarrevolucionario sólidamente establecido y en rápido proceso de radicalización. En ese esfuerzo, Gonzalo Vial ocupó una trinchera importante al mando de las revistas Portada y la mucho más popular Qué Pasa, desde donde se acusaba al gobierno de abrigar oscuras intenciones que terminarían en un baño de sangre y en la instauración de una dictadura revolucionaria. Una vez que las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 dejaron en claro que no era posible destituir a Allende por vías legales, ese bloque se lanzó a la agitación callejera y a la violencia aguda hasta generar las condiciones que hicieron posible el golpe militar del 11 de septiembre (Casals, 2021; Winn, 2014).

La dictadura militar iniciada ese día tenía un grave problema de legitimación. A diferencia de lo que había sucedido en Chile desde los años 1930, era un gobierno que carecía de la legitimidad republicana que entregaban las elecciones y la sucesión constitucional. De hecho, uno de los principales problemas del bloque contrarrevolucionario que se había creado para combatir a la Unidad Popular en el poder era precisamente el hecho de que el objetivo era derrocar a un gobierno legítimamente electo según las reglas electorales de entonces. De allí el intento continuo por borrar la originalidad de la “vía chilena al socialismo” -un proceso a la vez que un régimen revolucionario con arreglo a la Constitución y las leyes- e igualarla en los hechos o en sus intenciones a las revoluciones socialistas paradigmáticas -como la soviética y la cubana- tanto en el uso de las armas para llegar al poder como en la construcción de órdenes autoritarios para defenderse de sus enemigos y avanzar en su programa socialista. La dictadura, entonces, tenía que buscar la manera de reemplazar la legitimidad republicana para así justificar la destrucción de la democracia y el uso de la violencia estatal contra la izquierda marxista y sus bases sociales. De allí que acudieran a lo que podríamos llamar una “legitimidad contrarrevolucionaria”: los militares en el poder y los más conspicuos representantes civiles de la lucha contra la Unidad Popular repitieron una y otra vez que el “pronunciamiento” había sido consecuencia del desesperado llamado de la nación para deshacerse de un peligro mortal representado en Allende. Ese llamado habría sido respondido por las Fuerzas Armadas en virtud del peligro de la guerra civil y de los planes ocultos de la izquierda para hacerse del poder total. Para justificar la naciente dictadura, entonces, se requería apelar a un peligro mayor que habría corroído a la democracia y que, por ende, hacía necesaria la suspensión temporal de las garantías constitucionales. En el lenguaje castrense que inundó la controlada esfera pública de entonces, esa situación fue entendida como una guerra preventiva contra un enemigo local a la vez que global, con el objeto de evitar la aniquilación física de toda la oposición a Allende.

Por supuesto, las evidencias que fundamentaban esa narrativa bélica eran más bien débiles. A pesar de que las fracciones más izquierdizadas dentro y fuera de la Unidad Popular habían cultivado una retórica afín a la lucha armada inspirados sobre todo por el ejemplo cubano, lo cierto es que las fuerzas políticas y sociales de la izquierda no habían desarrollado aparatos militares significativos. Evidencia de ello fue el hecho de que, más allá de algunos actos de resistencia en el Palacio de La Moneda y algunos barrios de la capital, los militares habían podido controlar la totalidad del territorio nacional en cuestión de horas (Garcés & Leiva, 2005; Huneeus, 2016). Los miles de guerrilleros escondidos que la prensa conservadora había denunciado durante los últimos meses de gobierno democrático no aparecieron por ninguna parte. Por ello fue necesario diseñar montajes propagandísticos para mostrar que, a pesar de la falta de resistencia armada, el golpe militar había llegado justo en el momento para evitar una catástrofe irreversible que habría llevado a Chile a una dura dictadura revolucionaria. Fue en ese esfuerzo que la pluma de Gonzalo Vial mostró ser fundamental.

El primer intento de la dictadura por justificar su existencia fue el Plan Z, difundido a pocos días de hacerse con el poder. Según denunció el nuevo Ministro del Interior, Óscar Bonilla, la Unidad Popular tenía pensado llevar a cabo una masacre sin precedentes de opositores aprovechando las festividades nacionales del 18 de septiembre y la tradicional parada militar del día siguiente. Con el pasar de los días, y con la difusión de la sensacional noticia en la prensa oficialista,[10] se fueron añadiendo más elementos al siniestro plan. El asesinato masivo de opositores iba a tener lugar en todo Chile, incluyendo a las familias de las potenciales víctimas y, en sus versiones más elaboradas, incluso a dirigentes de izquierda y al propio Salvador Allende. El “marxismo”, en ese registro, no reconocía límite ético alguno a la hora de planear el asalto al poder total y la inclusión de Chile en la órbita soviética. Según testimonios recogidos por Steve Stern (2006), las autoridades militares alimentaron aún más la socialización de este peligro mortal: algunos opositores a la Unidad Popular recibieron llamadas personalizadas indicándoles que habían encontrado sus nombres en las listas negras de individuos a ser eliminados. En un escenario de aguda polarización social detenida abruptamente por un violento golpe de Estado, esas acusaciones resultaban para muchos creíbles, o al menos necesarias para dar sentido a una realidad perturbante y anormal. Como haya sido, lo cierto es que las revelaciones del Plan Z consolidaron aún más la imagen inhumana, caníbal, asesina y monstruosa de los dirigentes, militantes y bases sociales de izquierda -en línea con las representaciones tradicionales del anticomunismo chileno, latinoamericano y global-, justificando con ello la aplicación de toda la violencia estatal disponible para conculcar ese peligro latente. Al mismo tiempo, como es evidente, la propia existencia de la dictadura militar quedaba plenamente justificada al haber tomado el poder junto en el momento indicado, a solo días del desastre final.

La construcción de una legitimidad contrarrevolucionaria, sin embargo, aún no estaba completa. Las revelaciones de los militares en el poder y la prensa oficialista necesitaban de un sustrato empírico para hacerlo creíble. El punto no era importante solamente para la justificación del golpe al interior de Chile, sino también más allá de sus fronteras. Ya por entonces existía preocupación ante lo que empezaba a concebirse como una política sistemática de violación a los Derechos Humanos. Más aún, en virtud de la popularidad entre organizaciones políticas y sociales de distintas latitudes de la “vía chilena al socialismo” -y la violencia inaudita representada en el bombardeo al Palacio de La Moneda transmitida a todo el mundo-, el golpe recibió un abrumador repudio internacional (Christiaens et al., 2014; Eckel, 2010; Kelly, 2018; Power, 2009). La dictadura, entonces, requería de dispositivos de legitimación para hacer frente a esa reacción tanto en instituciones internacionales como la ONU como también al interior de las sociedades civiles y gobiernos de países occidentales. Para ello, a solo un mes de dar a conocer el Plan Z, confeccionó, publicó y distribuyó el Libro Blanco del cambio de gobierno en Chile, con Gonzalo Vial como uno de sus principales autores.

Según confesaría años después el propio Vial, militares de alto rango le habrían hecho llegar documentos incriminadores encontrados en las oficinas del Presidente Allende y también de directivos del Banco Central. Ante estos hallazgos, Vial habría propuesto preparar una publicación de estas “peligrosas fuentes” para que tanto la población chilena como el mundo comprendieran la dimensión de la amenaza que había sido sorteada gracias a la intervención militar.[11] El objetivo fundamental de la publicación no dejaba espacio a dudas: justificar el golpe militar mediante una verdad supuestamente irrefutable, a saber, la sorprendente bajeza moral del enemigo derrotado. Para ello, la dictadura contaba con las habilidades disciplinares del historiador Vial.

No es casualidad, en ese sentido, que la primera cita del libro aluda justamente a que estos documentos permiten conocer y fundamentar la “verdad objetiva” que, según Vial, era deseable y alcanzable en el estudio de la historia. “Verdad objetiva” que, por cierto, daba pie a un sinnúmero de asertos destinados exclusivamente a justificar el golpe militar tanto en Chile como en el extranjero y a desmentir las atrocidades que estaba cometiendo la dictadura contra la izquierda y sus bases sociales. En otras palabras, lavar la imagen de la dictadura mediante un doble ejercicio de desmentir las acusaciones y afirmar una verdad alternativa:

La verdad sobre los sucesos de Chile ha sido deliberadamente deformada ante el mundo. Quienes, dentro del país, lo arrastraron a una ruina económica, social, institucional y moral sin precedentes en su Historia, y quienes, desde fuera de Chile, colaboraron activamente a la catástrofe, se han confabulado para ocultar y falsificar esa verdad. Cómplices han sido quienes, en cualquier parte del mundo, por pasiones doctrinarias, ligereza o afán sensacionalista prefieren no ver la realidad de los hechos chilenos. El pueblo y el gobierno de Chile no tienen miedo alguno a la verdad y, con este Libro Blanco, la presentan con todos sus antecedentes y pruebas a la opinión universal. Que ella juzgue si los chilenos tuvimos o no derecho a sacudir, el 11 de septiembre de 1973, el yugo de un régimen indigno y oprobioso, para iniciar el camino de la restauración y de la renovación nacional (Libro blanco, 1973, p. 3)

En el corto plazo, este documento, planificado por la Junta Militar y redactado y avalado por un grupo indeterminado de intelectuales conservadores -los que, excepto Vial, hasta hoy ocultan sus nombres- fue un elemento clave del proceso de legitimación histórica de la dictadura militar. Aunque sin autoría conocida en ese momento, el Libro Blanco fue presentado como el documento oficial de la dictadura militar de Chile. La primera edición estuvo a cargo de Talleres Lord Cochrane, vendido en 1.500 escudos y distribuido a todas las embajadas que mantenían relaciones con el régimen. La difusión del texto, además, buscaba colaborar con la campaña de captación de fondos para la estabilización económica impulsada por los militares en el poder. Entre otras cosas, ello incluía la donación de joyas por parte de familias acomodadas, sobre el entendido de que la reversión de la crisis económica dejada por la Unidad Popular requería de un compromiso civil similar al de un esfuerzo de guerra. Según se afirmaba en sus primeras páginas, la totalidad de la recaudación por venta sería donada “íntegramente a la reconstrucción nacional de Chile” (Libro blanco, 1973, p. 1).

El Libro Blanco como tal no es una narración de hechos, sino más bien una descripción cronológica de una serie de “documentos” que involucraban a los partidos de izquierda en un supuesto plan de carácter subversivo. Las premisas para la construcción del relato golpista eran las siguientes: para Salvador Allende el salto del poder legal al poder dictatorial “siempre fue una posibilidad teórica”. Este se “haría posible a través de la asunción violenta de la dictadura -el autogolpe - que se preparó desde un comienzo con la acumulación de armas y con el adiestramiento de milicias paramilitares”. Luego, “el gobierno de Salvador Allende nunca fue democrático, ya que había sido elegido con poco margen de porcentaje”. Según el Libro Blanco, no fueron los institutos castrenses quienes desencadenaron el movimiento final, sino la Unidad Popular bajo la dirección o al menos el consentimiento de Allende. En última instancia, las razones que llevaron a las Fuerzas Armadas a intervenir habrían sido la política económica “descabellada” de la UP, las restricciones democráticas y, lo más peligroso, su voluntad de perpetuarse en el poder con un autogolpe, que incluía el asesinato de líderes políticos y militares y la instalación de una “dictadura del proletariado” (Libro blanco, 1973, p. 6, 21 y 41).

Para fundamentar todo eso, Vial y los autores acudieron a dos estrategias. La primera, consistió en la reproducción de citas descontextualizadas de Allende para evidenciar cómo el carácter democrático e institucional de la “vía chilena al socialismo” no era más que un acomodo táctico superficial, que no negaba en ningún momento aquella naturaleza violenta y autoritaria que el pensamiento anticomunismo le adjudicaba a toda opción transformadora. Así, por ejemplo, se reprodujeron extractos de la célebre entrevista de Allende con el intelectual francés y defensor acérrimo del guevarismo Regis Debray. Ante el intento de Debray por enmarcar la experiencia chilena en los estrechos marcos de las teorizaciones estratégicas del “Che” Guevara, Allende apuntó a que cada experiencia nacional requiere trazar su propio camino. En ese sentido, el “Estatuto de Garantías Democráticas” -la reforma constitucional que la Democracia Cristiana le exigió a Allende para confirmar su elección en el Congreso- habría sido una “necesidad táctica” en el camino estratégico escogido en Chile por la izquierda (Libro blanco, 1973, p. 31). Esa aseveración, en la propaganda dictatorial ideada por Vial, era confesión clara de que las intenciones democráticas y legalistas de la UP no eran sino toscos intentos por encubrir las verdaderas intenciones de la izquierda, que habrían alcanzado su mayor grado de maldad en los preparativos abortados de asesinatos selectivos contenidos en el espurio Plan Z.

La segunda estrategia consistió en la reproducción facsimilar de una serie de supuestos documentos oficiales de la Unidad Popular capturados por las nuevas autoridades militares. Es posible que algunos de ellos hayan sido reales, como aquel que mostraba preocupación por la violencia política -un documento esperable por parte de un gobierno bajo las condiciones en las que se vivía-, pero otros muestran muchos elementos que no se condicen ni con el lenguaje político de la izquierda marxista de entonces ni mucho menos con el camino estratégico marcado por el gobierno de la Unidad Popular. Quizás el más importante de ellos, reproducido en la página 55 del Libro Blanco, describía los pasos a seguir para aplicar el Plan Z, conquistar el “poder total” e imponer la “dictadura del proletariado”. Si bien ambas nociones eran parte del lenguaje de la época, lo cierto es que en las filas gobiernistas su uso era escaso dada la incompatibilidad evidente con un camino institucional hacia el socialismo. Más aún, hacia finales de la UP hubo intentos por parte de intelectuales del Partido Comunista de renunciar a la noción de dictadura del proletariado por no avenirse con las condiciones chilenas y el tipo de socialismo que emergería desde un camino democrático (Riquelme, 2009). Más allá de esas consideraciones, los documentos -reales e inventados- que Vial incluyó en el Libro Blanco buscaron en su gran mayoría dejar en claro que la izquierda marxista chilena era en esencia violenta, arbitraria y engañosa, y que las divisiones al interior de ella no eran sino acomodos tácticos para un fin mayor.

El Libro Blanco no fue obra exclusiva de Vial. Peter Kornbluth, especialista en el estudio y la difusión de los archivos desclasificados de la CIA, demostró que dos agentes colaboradores de los servicios de inteligencia norteamericanos colaboraron activamente en la campaña por mejorar la imagen de la Junta. En efecto, el 19 de septiembre de 1973, el entonces Embajador de Estados Unidos, Nathaniel Davis, logró que se aprobara una solicitud para financiar la adquisición de una “pequeña red” de medios de comunicación, que tendría un rol fundamental en “una campaña de propaganda para popularizar los programas de la Junta”. Los mismos dos colaboradores de la CIA participaron después en la redacción, publicación y difusión del Libro Blanco, colaborando también en la distribución de copias en personajes claves de la política norteamericana (Kornbluh, 2003, p. 215).

El 30 de octubre de 1973, en el marco de una ceremonia oficial, el nuevo Secretario General de Gobierno, coronel Pedro Ewing, presentó el Libro Blanco del Cambio de Gobierno en Chile e intentó bloquear temporalmente las informaciones sobre los hechos ocurridos en Chile difundidas a través de las agencias internacionales.[12] La responsabilidad de la edición del texto le correspondió a la Secretaría General de gobierno, y fue distribuido en el país mediante los procedimientos de la industria editorial.[13] A pesar de la importancia del texto en los esfuerzos legitimadores de la dictadura, lo cierto es que no fue la única iniciativa al respecto. El impacto del Libro Blanco se vio reforzado gracias a otras publicaciones similares dentro y fuera del gobierno que apuntaban en la misma dirección. La prensa siguió haciendo eco de los “descubrimientos” de armas y otros elementos en las antiguas dependencias de la izquierda. Al mismo tiempo, preocupados por el repudio internacional y por lo que veían era una incomprensión generalizada del proceso chileno, algunas organizaciones sociales que se habían plegado al bloque contrarrevolucionario contra la UP -y que ahora apoyaban entusiastas a la dictadura- también participaron de estos intentos de presentar un relato coherente que hiciera digerible la destrucción de la democracia chilena. Quizás el caso más claro al respecto fue el Libro Blanco de la Ingeniería chilena (1974), publicado por el Colegio de Ingenieros, en el que se relataban y documentaban las “desdichas” de los profesionales y los gremios de clase media en el gobierno de Allende. El golpe, en ese relato, habría venido a salvar a la nación del desastre total. En el ambiente contrarrevolucionario de entonces, la demonización de la izquierda permitía aceptar el nuevo orden de cosas. Gonzalo Vial fue una pieza clave en ese esquema (Pinto, 2016, p.74).[14]

El golpe según Vial: del relato historiográfico a la Comisión Rettig

Buena parte de la producción historiográfica temprana de Gonzalo Vial se fundamentó en la ya mencionada idea de decadencia, común a la matriz conservadora en la que se insertaba y derivada de su descontento ante el ambiente político y social de la década de 1950 y 1960. Por ejemplo, en uno de sus primeros trabajos históricos aún antes de su giro hacia problemáticas contemporáneas -“Decadencia y ruina de los aztecas”-, Vial identificó características negativas intrínsecas a la sociedad azteca, las que, inevitablemente la llevarían a su “ruina”, independientemente de los “factores externos”, como la invasión española al continente (Vial, 1961). Tras su rol de opositor a la izquierda desde las filas del Partido Nacional durante 1960, y desde las trincheras del periodismo durante la Unidad Popular, Vial articuló la tesis de la inevitabilidad del “pronunciamiento militar”, como consecuencia de la decadencia de la democracia chilena y la “mala” calidad de la clase política. Ello fue evidente en su intento por escribir una “Historia de Chile” del siglo XX, desde Balmaceda en adelante, con el propósito de completar el marco cronológico que había dejado pendiente Francisco Antonio Encina en su “Historia de Chile” hasta 1891. Según Vial, era precisamente en esa guerra civil donde se podía situar el inicio de la decadencia del sistema político chileno que, de manera lineal, habría llevado al golpe de Estado de 1973. De hecho, en el prólogo de su Historia, publicada desde 1981, mencionaba que, independientemente de la opinión que cualquier persona pudiera tener de todo ese proceso histórico, “el país no tuvo sino la salida tomada: la militar”. Por lo tanto, la “clave del derrumbe democrático” residía en las falencias estructurales de la misma democracia chilena, la que fue desarrollando “una enfermedad congénita, oculta y fatal, que la llevaba hacia la muerte y no nos dábamos cuenta… es importante ahora, cuando queremos y buscamos construir otra democracia, saber qué enfermedad mató a la primera” (Vial, 1981, p. 8).[15]

Al mismo tiempo que Vial retomaba su labor historiográfica, continuó ofreciendo narrativas legitimadoras de la dictadura desde su labor como periodista y columnista en Qué Pasa. Por ejemplo, en el artículo “El futuro político”, publicado en 1976, afirmaba que las bases del país eran la disciplina, el orden, la unidad nacional, la propiedad privada, la tradición y el orden. Con estos conceptos, afines al ideario castrense, intentaba tanto legitimar históricamente la ejecución del golpe de Estado como una necesidad histórica, como también proyectar el régimen autoritario hacia el futuro:

Por estos principios se luchó y murió el 11 de septiembre. No están, pues, en discusión ni lo estarán por muchas generaciones. No es ni será aceptable en nombre de ninguna libertad (...) discutirlos (...) salvo en un contexto privado, sin connotaciones políticas (...) Las Fuerzas Armadas saben que ya no podrán abandonar la lid política. Tienen en ella un papel permanente y por ello necesitan una vinculación permanente, institucional con el poder (...) Hoy ya es necesario distinguir entre régimen y gobierno. El régimen que el país quiere es un régimen militar. El gobierno, en cambio, o sea, la conducción diaria del país debería estar bajo la tutela inmediata de las Fuerzas Armadas, pero sin que se corriese el riesgo de comprometer su prestigio, que nos es tan vital.[16]

A pesar del rol clave de Vial en la legitimación del golpe de Estado y de la dictadura militar, en 1980, el historiador conservador mostraría algunas diferencias con el régimen, sobre todo en torno a las violaciones a los Derechos Humanos que la oposición local y transnacional había denunciado desde los primeros días. Esas diferencias se habrían iniciado durante su breve nombramiento como Ministro de Educación en 1978 tras un soterrado conflicto con el temido jefe de inteligencia del régimen, Manuel Contreras. En algunos de sus artículos posteriores, ya en los años 1980, denunció los “excesos” de las fuerzas represivas de la dictadura, aun cuando eso no lo llevaría a abjurar de las justificaciones iniciales que había elaborado para el régimen (Vial, 2002, p. 707). Todo ello le valió que, años después, el propio Manuel Contreras lo acusara de “traidor” y de haber sido “envenenado por el marxismo”.[17]

Fueron probablemente esas desavenencias con el régimen las que permitieron que Vial fuera invitado a participar en la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación -conocida coloquialmente como Comisión Rettig a raíz del apellido de quien la presidió- convocada por el recientemente electo Presidente Patricio Aylwin en 1990. El contexto era particularmente complejo. Luego de que en 1988 la dictadura perdiera el plebiscito con el que buscaba extender su mandato hasta 1997, se celebraron elecciones presidenciales y parlamentarias en 1989, en las que la oposición moderada -con Aylwin a la cabeza- lograra una resonante victoria. Si bien ello indicaba el final formal de la dictadura, la balanza de poder aún seguía en favor de los militares y sus bases de apoyo. No solamente el sistema electoral binominal había traducido la estrepitosa derrota de la derecha política en un Congreso empatado, sino que el propio Pinochet se había asegurado de que el rango de acción del nuevo gobierno fuese lo más estrecho posible con la dictación de varias “leyes de amarre” en los últimos días de su mandato. Por si no fuera poco, Pinochet siguió en su cargo de Comandante en Jefe del Ejército, haciendo carne el principio constitucional diseñado por la propia dictadura según el cual las Fuerzas Armadas eran garantes de la institucionalidad. A ojos del nuevo gobierno democrático, ese escenario indicaba que las demandas por verdad y justicia debían amoldarse a los imperativos del realismo político. De allí que Aylwin convocara a una Comisión de Verdad con un mandato tan urgente como limitado: investigar, sin nombrar a los perpetradores, las violaciones a los Derechos Humanos con resultado de muerte, para así hacer frente al muro de negación que la propia dictadura había erigido con respecto a ejecutados políticos y detenidos desaparecidos (Stern, 2010, cap. 2).

La tarea de la Comisión no era fácil. No solamente contaba con poco tiempo para recopilar la información de 17 años de víctimas de la represión, sino que dado el frágil escenario de la transición temprana estaba obligada a mantener los equilibrios políticos del momento y, de esa manera, no afectar su credibilidad. De allí la inclusión de Vial -luego de que dos figuras de la derecha chilena rechazaran la invitación presidencial (Da Silva, 2021)-, en tanto reconocido intelectual de derecha pero, a esas alturas, relativamente crítico con las expresiones más flagrantes de violaciones a los Derechos Humanos. Junto a Vial y otros representantes del mundo conservador, el Presidente Aylwin nombró a destacados políticos y activistas de los Derechos Humanos -como Jaime Castillo, José Zalaquett o el propio Raúl Rettig-, por lo que se auguraban duras discusiones respecto a temas sensibles del Informe que debían redactar. Con todo, como señala Stern (2010), los trabajos de la Comisión se vieron fuertemente influidos por los duros testimonios de los familiares de las víctimas, anulando todo espacio posible a tendencias negacionistas que habían sido comunes en la retórica dictatorial. Vial, consciente de la dimensión de las consecuencias de la represión por haber apoyado y participado de la dictadura, orientó sus esfuerzos a preparar la narrativa histórica que enmarcaría las investigaciones caso a caso de los muertos como consecuencia de la acción del Estado o la violencia política. Fue en ese esfuerzo donde volvieron a aparecer -esta vez de manera más matizada- tesis históricas similares a las utilizadas para la justificación del golpe y la dictadura en medios de prensa, libros de historia y, por supuesto, el Libro Blanco.

El extenso Informe Rettig fue dado a conocer a principios de 1991, luego de un sentido discurso del propio Aylwin en el que pidió perdón a las víctimas a nombre del Estado chileno. El ánimo general en la esfera pública era de reparación y reconciliación, aunque flanqueado por las críticas de izquierda a los estrechos límites judiciales impuestos por el mandato de la Comisión, y por las críticas de derecha (y militares) a las “deformaciones” en las que habría incurrido el Informe.Todo ello a pesar de que, por una parte, el documento era un reconocimiento oficial a una verdad largamente negada y que, al mismo tiempo, había contado con la colaboración de destacados intelectuales conservadores con el objetivo manifiesto de acallar las críticas de ser una Comisión y un Informe partisano. Gonzalo Vial, quizás el más conocido de los integrantes conservadores de la Comisión, asumió las funciones comunes a todo el equipo, es decir, escuchar los testimonios de familiares, recolectar evidencia de represión estatal con resultado de muerte y evaluar caso a caso si correspondía su inclusión en el Informe final o no. Pero también asumió una función particularmente sensible y afín a sus habilidades profesionales. Por insistencia del propio Vial, el Informe estuvo antecedido por un breve texto histórico titulado “Marco Político” con el fin de “contextualizar” la evidencia empírica del resto del documento. La redacción de ese texto quedó a cargo de Vial, aunque sus contenidos debían ser negociados con el resto de la Comisión antes de su aprobación final.

En el “Marco Político” se pueden observar dos argumentos propios de la interpretación histórica de Vial. Por una parte, la crisis vivida en los años de la Unidad Popular habría sido a su vez consecuencia de “la destrucción o debilitamiento de un gran número de puntos de consenso entre los chilenos” (Informe, 1991, p. 33), fenómeno que a su vez tendría un cariz fuertemente político-ideológico (antes que, por ejemplo, material o económico). La “decadencia” de Chile es ahora interpretada como “polarización”, consecuencia del enmarcamiento del conflicto político local en la Guerra Fría y de la consecuente sobreideologización de sus fuerzas políticas extremas de izquierda y derecha. A pesar de que en el “Marco Político” se explicitaba que esta situación en caso alguno justificaba las violaciones a los Derechos Humanos posterior a 1973, el hecho de que la historia previa al golpe se presentara bajo principios semejantes a los que animaron el Libro Blanco implicaba cierta intención en esa línea. Eso es más notorio aún, por otro lado, a partir de la adhesión del texto a la tesis de que bajo la Unidad Popular se configuró “un clima objetivamente propicio a la guerra civil” (Informe, 1991, p. 38). Si bien la responsabilidad caía en las alas extremas tanto de izquierda y derecha, el “Marco Político” dedicaba mucho más espacio y detalles a la especificación de las formas en que partes de la izquierda marxista había asumido la retórica de la vía armada bajo inspiración cubana. El hecho de que esa retórica no se hubiese traducido en poder de fuego real antes o después del golpe no parecía preocupar al Vial del Informe, dado que era información con la cual los militares parecían no contar, primando más bien los ataques verbales cruzados y la presión de cierto sector ciudadano a las Fuerzas Armadas para actuar contra el gobierno establecido.

En suma, el “Marco Político” redactado por Vial constituyó una versión matizada y negociada del marco interpretativo general al que Vial adscribía, y que había inspirado su esfuerzo mucho más explícito de manipulación de la historia que redundó en la confección del Libro Blanco. Con todo, los avatares de la transición empujarían a Vial en varias ocasiones más a la arena y debate público, en la defensa férrea de la justificación original del golpe y la dictadura militar.

Coda: Vial, la transición y las luchas por la memoria

Los años de la transición democrática no trajeron la pacificación del debate público sobre la traumática experiencia autoritaria chilena. Si bien los gobiernos democráticos de centro-izquierda -y no pocos de sus opositores políticos en la derecha- buscaron “cerrar la caja de la memoria” en aras de la gobernabilidad (Stern, 2010), lo cierto es que las querellas por el pasado continuaron, entre quienes seguían en la búsqueda de verdad y justicia y entre quienes defendían la “obra” del régimen, incluyendo la represión y asesinato de opositores. En ese contexto, la obra periodística e historiográfica de Vial siguió insistiendo en sus tesis ya de larga data sobre la inevitabilidad del golpe dado el proceso de decadencia nacional a raíz del quiebre de “consensos” durante el siglo XX. En columnas de opinión en medios conservadores -como el periódico La Segunda-, por ejemplo, siguió legitimando el golpe de Estado por parte de las Fuerzas Armadas “precisamente porque tienen el monopolio de las armas. Y será moralmente lícito cuando no quede otra alternativa, cuando haya que elegir entre él y el caos o la guerra civil, como sucedió en 1973”.[18] Al mismo tiempo, retomó la publicación de ensayos historiográficos basados en ese mismo marco interpretativo (Vial, 1998).

Las disputas por la memoria en el Chile post-autoritario tomarían un nuevo impulso con la detención de Augusto Pinochet en Londres en 1998 por orden del juez español Baltazar Garzón. En su larga detención, Pinochet intentó defender su imagen pública y la de la dictadura que encabezó a través de un polémico documento titulado “Carta a los chilenos”. Allí, destacó su rol como “salvador de Chile ante la amenaza marxista”, tildando al golpe de “gesta patriótica” y “restauración de la nación”.[19] En paralelo, Vial publicó una serie de fascículos históricos en el periódico La Segunda en los que mantuvo la interpretación del golpe de Estado como un hecho inevitable producto de la decadencia de la democracia y la ruptura de los consensos. Fue en este contexto que apareció el Manifiesto de historiadores, el 2 de febrero de 1999. Once historiadores e historiadoras -con el apoyo posterior de centenares de sus colegas- redactaron un manifiesto que refutaba las ideas expresadas por Pinochet, y también lo expuesto en el discurso historiográfico de Gonzalo Vial. Este breve texto planteaba una idea central: Los argumentos que Pinochet y Vial esgrimían en sus publicaciones tenían la función de “manipular y acomodar la verdad pública sobre el último medio siglo de la historia de Chile, al objeto de justificar determinados hechos, magnificar ciertos resultados y acallar otros” (Grez & Salazar, 1999, p. 7). A pesar de las refutaciones de Vial -en las que defendía, una vez más, que su visión era “objetiva” y veraz, a diferencia de la de sus críticos- lo cierto es que el Manifiesto marcó un quiebre en el ámbito historiográfico con respecto a las interpretaciones prevalecientes sobre el golpe de Estado, que en no poca medida se alineaban con el “Marco Político” del Informe redactado por el propio Vial.

La labor de defensa del golpe de Estado de Vial no acabaría allí. Desde 1998 en adelante la figura de Salvador Allende sufrió un proceso de reivindicación constante en la producción historiográfica y cultural, reforzando una visión extendidamente positiva del ex-Presidente en la sociedad civil. Como señala José del Pozo (2017), todo ello generó una reacción conservadora a principios del siglo XXI, que tuvo a Vial entre sus principales exponentes.[20] A través de su libroSalvador Allende: el fracaso de una ilusión (2005) reforzó sus tesis sobre la necesidad del golpe de Estado en virtud del caos desatado bajo la Unidad Popular y la multiplicación de grupos paramilitares que habrían significado un peligro intolerable para la existencia de la nación. La labor de defensa de sus tesis historiográficas funcionales a la legitimación de la dictadura continuaría hasta su muerte, el año 2009.

En suma, Gonzalo Vial fue uno de los puntales intelectuales conservadores en la legitimación del golpe de Estado y la dictadura militar. Si bien sus tesis historiográficas entran en el plano del legítimo debate racional sobre el pasado reciente de Chile, ello no obstó a que Vial se sumara entusiasta a operaciones de manipulación histórica al mismo tiempo que los militares aplicaban dosis inauditas de violencia contra toda disidencia política. Más aún, como hemos querido demostrar en este artículo, existe una fuerte vinculación entre el marco interpretativo del Libro Blanco y la labor periodística, historiográfica y política que Vial desarrollo tanto antes como después del golpe de 1973. Así lo demuestran la pervivencia de las tesis de la decadencia nacional, de la ruptura de consensos y de la inminencia de la guerra civil, todo lo cual habría hecho del golpe un acontecimiento inevitable que habría venido a revertir la tendencia negativa del devenir histórico de la nación. Para sostener esas ideas, Vial acudió al trabajo periodístico en democracia y dictadura, a la participación política en instancias sensibles para la transición como el Informe Rettig, y a su labor como historiador. También, no hay que olvidarlo, a su participación en montajes de propaganda funcionales al más violento y brutal régimen político de la historia de Chile republicano.

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Notas

[1] Este artículo contó con el apoyo del Proyecto Fondecyt Regular No. 1220238 de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID), Chile.
[2] Corral, Hernán. “Gonzalo Vial, un adelantado: sus columnas imprescindibles”. La Segunda, 12 de enero de 2021.
[3] Gonzalo Vial, Editorial, Qué Pasa, núm. 122, 1973.
[4] El compromiso político de Vial se puede apreciar en su texto: Gonzalo Vial, “Jorge Prat, el amor por la patria y el peso de la gloria”, Portada, núm. 26, 1972.
[5] Gonzalo Vial, “La historia de Chile como novela del oeste”, Qué Pasa, núm. 64, julio 1972, p.25.
[6] Ibid, 26. “Porro”, por cierto, es un modismo local utilizado para referirse de manera despectiva a los estudiantes mediocres.
[7] Ibid, 27.
[8] Íbidem.
[9] Gonzalo Vial, “Reseña de Hernán Ramírez Necochea: Antecedentes Económicos de la Independencia de Chile”, Historia No. 1, 1961, 337.
[10] V. gr. “El ex gobierno marxista preparaba un autogolpe de Estado”, El Mercurio, 18 de septiembre 1973, 4.
[11] Véase la confesión de Vial en La Segunda, 2 de febrero de 1999.
[12] “Diez episodios desconocidos del golpe”, La Tercera, 3 de agosto de 2003.
[13] “Libro Blanco dirá la verdad en todo el mundo”, La Tercera, 31 de octubre de 1973. Estos procedimientos se relacionaban con la completa hegemonía que tenía la dictadura en el control de los contenidos de libros y artefactos culturales (Subercaseaux, 2010, p.195).
[14] Vial, por cierto, no fue el único que contribuyó a la legitimación del golpe de Estado desde una perspectiva histórica. Uno de los casos más conocidos fue el manual para la educación secundaria escrito por Francisco Frías Valenzuela, Manual de Historia de Chile, Santiago, Ed. Nacimiento, 1974, donde se afirmaba la legitimidad del Libro Blanco y la supuesta veracidad del “Plan Zeta” (Frías, 1974, Cap. El autogolpe). También existió una legitimación de los símbolos a través de objetos y monumentos de la dictadura (Errázuriz y Leyva, 2012) y otras expresiones de la cultura militar como la música (Donoso, 2019), actos legitimatorios del “surgimiento de una nueva juventud”, como el acto de Chacarillas en 1977 (González, 2021), entre otros.
[15] Como señala M. González (2017), la Historia de Vial de 1981 tuvo también por objetivo la legitimación de las reformas económicas neoliberales aplicadas desde 1975 en adelante, y que más de una incomodidad habían generado en el mundo conservador al que Vial adscribía. Para ello, proyectó hacia las primeras décadas del siglo XX la crítica a la ineficiencia del Estado y la primacía del mercado como distribuidor de recursos que venían realizando con insistencia los economistas e ideólogos neoliberales.
[16] Gonzalo Vial, “El futuro político”, Qué Pasa, n°194, febrero 1976.
[17] Manuel Contreras, “Régimen militar y responsabilidades institucionales” (carta al director), El Mercurio, 21 de junio de 2000. El conflicto entre Vial y Contreras no impidió que el primero utilizara la capacidad estatal para vigilar y excluir a los profesores identificados como “marxistas” durante su paso en la cartera de Educación. Mauricio Weibel, “Gonzalo Vial: el gran espía de Pinochet y la CNI”, The Clinic, 2 de junio de 2015.
[18] Gonzalo Vial, “Democracia protegida”, La Segunda, 30 de enero de 1996.
[19] Augusto Pinochet, Carta a los chilenos, sin pie de imprenta, diciembre de 1998.
[20] Vial, por supuesto, no fue el único. En esa reacción conservadora también se inscriben intentos por caracterizar a Allende como un temprano adherente a la eugenesia racista de matriz nacional-socialista, todo ello mediante citas descontextualizadas y manipulaciones de su tesis de grado como médico. Véase Farías (2005).

Notas de autor

* Marcelo Casals (1983) es Doctor en Historia de América Latina, University of Wisconsin-Madison. Profesor e investigador del Centro de Investigación y Documentación (CIDOC) y de la Escuela de Historia, Universidad Finis Terrae, Chile. Autor de El alba de una revolución: la izquierda y el proceso de construcción estratégica de la “vía chilena al socialismo” 1956-1970 (Santiago: LOM Ediciones, 2010); y La creación de la amenaza roja. Del surgimiento del anticomunismo en Chile a la “campaña del terror” de 1964 (Santiago: LOM Ediciones, 2016).
* Gorka Villar Vásquez (1990). Magíster en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile. Estudiante del Doctorado en Educación en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile. Autor de Compromiso militante y producción historiográfica: Hernán Ramírez Necochea y Julio César Jobet (1930-1973) (Santiago: Editorial Universitaria - Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2020). Sus áreas de interés se enfocan en la historia de la historiografía, historia educacional e intelectual de los partidos políticos, y los usos políticos de la historia de Chile durante el siglo XX.
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