Dossier
Recepción: 12 Abril 2022
Aprobación: 25 Junio 2022
Resumen: Si bien el concepto de negacionismo se empleó originalmente para denotar la negación del Holocausto, su uso pronto se diversificó: es así que en Argentina suele remitir a los discursos que pretenden refutar la existencia y ejecución de un plan represivo que, con antecedentes en los años de María Estela Martínez de Perón, fue desplegado durante la dictadura instaurada en 1976. De forma paralela a tales mecanismos, existe otro uso de la historia que puede llamarse relativización, la cual tiende a disminuir la gravedad del terrorismo de Estado al ubicarlo en una serie narrativa que lo normaliza y/o banaliza. En este trabajo analizaremos la implementación de estas estrategias por un amplio abanico de actores, contextualizándolas en las transformaciones de la historia política y cultural reciente para así dar cuenta, cuando fuera posible, de su eficacia.
Palabras clave: negacionismo, relativización, Argentina, dictadura, memoria.
Abstract: Although the concept of negationism was first employed to denote Holocaust denial, its use soon diversified: thus, in Argentina it usually refers to those discourses which aim to debunk the existence and execution of a repressive plan that, preluded during the María Estela Martínez de Perón years, was deployed under the dictatorship established in 1976. Parallel to those mecanisms, there is another use of history which could be called relativization, as it tends to understate the graveness of State terrorism by positioning it in a narrative series that normalizes and/or banalizes it. This paper will analyze the implementation of such strategies by a wide array of actors, situating them in the context of recent political and cultural developments as to make sense, whenever possible, of their efficacy.
Keywords: negationism, relativization, Argentina, dictatorship, memory.
Introducción. De las atrocidades del nazismo al COVID-19
El concepto de negacionismo se empleó originalmente para dar cuenta de los fenómenos de negación de la Shoá, sobre la que se afirmó que era una exageración o una mentira desde los tiempos contemporáneos a su desarrollo, tal como se sostiene en la introducción de este dossier y han analizado diversos autores (Evans, 2001; Eatwell, 1991 y Vidal-Naquet, 1994). Una vez que el Holocausto se constituyó –desde fines de la década de 1960– como paradigma de la cultura de la memoria, el uso de la noción se extendió para nombrar otros casos en los que se pretendió denegar, ocultar o “desmentir” hechos de violencia masiva, genocidios y matanzas, como los ocurridos en América Latina entre los años sesenta y los ochenta. A partir de allí, las resignificaciones se ampliaron una vez más para abarcar la negación de problemas no ya del pasado sino del presente, como los referidos al cambio climático y, más cerca de nuestros días, a la pandemia de SARS-CoV-2. En Argentina, por su parte, el término suele referirse a aquellos discursos que pretenden refutar la existencia y ejecución de un plan represivo sistemático que, si bien con antecedentes en los años del gobierno de María Estela Martínez de Perón, se desplegó sustancialmente durante la dictadura instaurada en 1976. Si hubo secuestros y torturas, asesinatos clandestinos y desapariciones forzadas, apropiaciones de niñas y niños, para estas versiones no fueron más que los resultados lamentables pero inevitables de toda guerra.
De forma paralela a tales mecanismos de negación, existe otro uso de la historia que preferimos llamar relativización, en tanto tiende a disminuir la gravedad del terrorismo de Estado al ubicarlo en una serie narrativa que permite normalizarlo, equiparándolo con los hechos de violencia perpetrados contemporáneamente por otros actores o con episodios parangonables de otras épocas y latitudes. La relativización puede asumir también la forma de la banalización, esto es la omisión y/o distorsión de hechos y procesos para condicionar su legibilidad y significación. La estrategia negacionista extrema fue la de la propia dictadura, la cual –no son divergencias y contramarchas– procuró silenciar sus propias dinámicas represivas y borrar las huellas de sus crímenes. Tras el “show del horror”, las investigaciones y los juicios, hubo quienes continuaron minimizando los asesinatos, pero esta táctica defensiva perdió eficacia frente a la opinión pública. Proponer una interpretación que atenuase la responsabilidad de los perpetradores, por el contrario, adquirió viabilidad. En vez de negar la masacre, se la integró en una serie argumental que la matizó, convirtiéndola así en un discurso más audible, sobre todo al ser divulgado a través de los medios de comunicación y, luego, las redes sociales. Cuestionar el número de desaparecidos, afirmar que no fueron 30.000, sino 8.000 o 9.000, no encubre ni desconoce el fenómeno de la desaparición: busca suavizarlo, mitigarlo, asimilarlo.
En este trabajo analizaremos las estrategias de negación, banalización y relativización desplegadas por un amplio conjunto de actores, desde el período dictatorial hasta la actualidad. Buscaremos enmarcar la emergencia de estos actores y discursos en el contexto de la historia política y de las transformaciones culturales de las últimas décadas intentando, cuando fuera posible, dar cuenta de su eficacia.
Los primeros pasos. De la dictadura a los inicios de la transición democrática
Desde el momento mismo de la ejecución del plan represivo, los militares argentinos lo negaron. El carácter ambiguo de lo que se mostraba de ese despliegue de terrorismo estatal, presentado como si fuera una guerra, a la vez visible e invisible; la extendida creencia en los tres primeros años de la dictadura de que los grupos de tareas escapaban al control de Jorge Rafael Videla, así como del resto de la Junta Militar; la reiteración por parte del régimen dictatorial de que las denuncias por violaciones a los derechos humanos (DD.HH) eran parte de una “campaña anti-argentina”; estos y otros argumentos jalonaron ese camino de negación (Feijóo, Micieli, Mira, Pelazas y Picotti, 2019). La célebre respuesta del presidente de facto a una pregunta del periodista José Ignacio López, en diciembre de 1979, expresa el cinismo del ocultamiento del crimen:
Frente al desaparecido en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… Ni muerto ni vivo, está desaparecido.[1]
El carácter clandestino de la acción estatal contribuyó por un breve tiempo al encubrimiento. El empleo de un lenguaje burocrático y engañoso para referirse a los procesos de exterminio –denominando los asesinatos de los desaparecidos como “traslados” o “disposición final”, y escondiendo los cadáveres– contribuyó, al menos fugazmente, a la negación de que acontecía. Cuando se volvió imposible hacer caso omiso, comenzaron a emplearse otras estratagemas: se aseveró entonces que lo ocurrido había sido la trágica consecuencia de una conflagración fratricida, que las víctimas estaban en Europa, que se exageraba su número, o que los uniformados no hicieron más que cumplir con la orden de aniquilamiento dictada por el gobierno constitucional en 1975. Este mismo tipo de razonamiento fue esgrimido en el juicio a las Juntas Militares de 1985, y se sostuvo a posteriori en un discurso que se mantuvo en un segundo plano, pero de ningún modo se desvaneció, en los años de la transición democrática.
Empíricamente, las memorias sostenidas por el sector militar retrocedieron fuera de los cuarteles y de los cenáculos afines, en virtud sobre todo de la pérdida de acuerdo en sus posturas. A partir de 1983, el recuerdo de la represión, otrora silenciada e ignorada, ocupó abrumadoramente el espacio público y logró así imponer su propia versión del pasado. Esto no implicó, por supuesto, que la memoria castrense se evaporase: la narrativa de la “guerra sucia” continuó siendo sostenida por reconocidos comunicadores sociales, partidos de derecha y extrema derecha y organizaciones como Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión (FAMUS). En este sentido, no se alejó de aquellos fenómenos que Ludmila Da Silva Catela denominó “memorias denegadas”, es decir aquellas que se afirman en acontecimientos de violencia previos al golpe de Estado y, en especial, las que se construyeron en relación con los recuerdos de los familiares de uniformados asesinados por la guerrilla y que se auto-proclaman “completas” (2010: 104).
Pese a ello, las memorias de la dictadura y del terrorismo de Estado distaban de resultar unánimes. Las sucesivas crisis económicas y sociales que atravesó la democracia argentina, entre otras causas debido a las enormes presiones que ejerció la deuda externa contraída por el régimen cívico-militar, colaboró con el debilitamiento del consenso anti-dictatorial. En ese marco, los sucesivos levantamientos castrenses que se desarrollaron en las presidencias de Raúl Alfonsín y Carlos Menem contaron entre sus fundamentos con la idea de que se estaba juzgando indebidamente a los vencedores de una contienda a la que reivindicaban como inobjetablemente justa. Así, en abril de 1987 estalló la rebelión carapintada de Semana Santa: el 16, dos días después de que el mayor Ernesto Barreiro no se presentara a declarar ante las autoridades judiciales, un centenar de oficiales y suboficiales dirigidos por el teniente coronel Aldo Rico tomaron la Escuela de Infantería de Campo de Mayo. El objetivo primordial de la rebelión era imponer un límite a los procesos legales enmarcados, según ellos, en una campaña de desprestigio dirigida contra las Fuerzas Armadas. Según un volante entregado a los periodistas por los rebeldes, “la guerra es un hecho político y la solución debe ser política, no jurídica. Su seguridad nos costó mucha sangre” (Lvovich y Bisquert, 2008: 46-7).
En 1988 se produjeron otras tres rebeliones militares que aspiraron, entre otros objetivos, a rehabilitar la memoria de la “lucha antisubversiva”: en enero, el breve copamiento del porteño Aeroparque Jorge Newbery por un núcleo que comandaba el Vicecomodoro Luis Estrella, así como un nuevo alzamiento carapintada acaudillado por Rico, esta vez en Monte Caseros; y, hacia el final del año, el motín de Villa Martelli encabezado por el coronel Mohamed Alí Seineldín. Mientras los organismos de derechos humanos repudiaron las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, sancionadas en paralelo a estas asonadas, su poder de convocatoria comenzó paulatinamente a decrecer, otra señal del fin de la “primavera alfonsinista”. En contrapartida, empezaron a escucharse nuevamente las voces apologistas de los militares: Federico Lorenz señaló que, ya para la conmemoración del golpe de Estado del 24 de marzo de 1987, se hicieron oír en el espacio público tanto el discurso del movimiento de derechos humanos como el de los que defendían el “Proceso de Reorganización Nacional” (2002: 53-80).
A comienzos de 1989, un ataque al cuartel de La Tablada llevado a cabo por el Movimiento Todos por la Patria (MTP), el cual reunía a sobrevivientes de organizaciones armadas y militantes universitarios de izquierda, fue brutalmente reprimido por el Ejército: la acción dejó como saldo una treintena de muertos y cuatro desaparecidos. A pesar de ser repudiado por la mayor parte de las entidades de derechos humanos, este acontecimiento contribuyó a deslegitimar sus posiciones ante la opinión pública, sobre todo porque dos de los participantes del asalto habían sido miembros de organismos afines. Los hechos no podían dejar de impactar sobre las representaciones del pasado, ya que por primera vez los apologistas del terrorismo de Estado pudieron volver a esgrimir sus argumentos abiertamente.
A poco de asumir la presidencia, y de evidenciarse la orientación políticamente conservadora y económicamente neoliberal de su gobierno, Menem buscó asumir una genealogía que diera cuenta de la metamorfosis del peronismo. Fue en función de esta maniobra que, al poco tiempo de ocupar la Casa Rosada, firmó un primer conjunto de indultos. Entre sus 277 beneficiarios había militares procesados por delitos de lesa humanidad, otros condenados por su participación en la guerra de Malvinas o en las sublevaciones ocurridas durante el gobierno radical, así como civiles penados por actividades guerrilleras. Fueron excluidos del decreto los ex comandantes Jorge Rafael Videla, Roberto Viola, Emilio Eduardo Massera y Armando Lambruschini, al igual que los generales Ramón J. Camps, Ovidio P. Ricchieri, Carlos Guillermo Suárez Mason y el jefe montonero Mario Firmenich, encarcelado desde 1984. La medida, se aseguraba, buscaba cerrar definitivamente las heridas del pasado reciente. Sin embargo, en diciembre de 1990 se produjo una nueva insurrección que aceleró la tan anunciada implementación de la segunda serie de indultos, la cual amplió los beneficios a aquellos presos cuyas penas no habían sido todavía perdonadas. En otras palabras, se hizo efectiva la libertad de Videla, Viola, Massera, Ricchieri, Camps, Suaréz Mason y Firmenich, al tiempo que se exoneró al ex ministro de economía José Alfredo Martínez de Hoz, procesado –pero sobreseído en 1988– por el secuestro de los empresarios Federico y Miguel Gutheim.
En los fundamentos de ambas resoluciones no había posturas negacionistas, aunque se destacaba la perspectiva relativizadora: primaba ante todo la idea de “reconciliación nacional”, la cual entroncaba con la medida, tomada poco antes, de repatriar los restos de Juan Manuel de Rosas. Esta política se basaba en el supuesto de que, enfrentando a las partes que debían avenirse, no estaban el reclamo de justicia por un lado y los intentos deliberados por limitarla o anularla por el otro, sino el odio y la búsqueda de venganza. En ese sentido, se llamaba al reconocimiento mutuo de errores propios y aciertos ajenos, desdibujando así la magnitud atroz del terrorismo de Estado. En otras palabras, la represión desplegada por el gobierno era colocada en el mismo plano que las acciones de los “subversivos”, igualadas en la medida que se estimaba necesario que cada uno, humildemente, reconociera en el otro vicios y virtudes.
Algunos indicadores exhiben patentemente los alcances sociales de dichos argumentos: en 1991, el gobernador de facto de Salta entre 1977 y 1982, Roberto Ulloa, fue elegido para ocupar ese mismo cargo; y, en 1995, las urnas consagraron titular del Ejecutivo tucumano a quien ejerciera dicha función durante el período dictatorial, Antonio Domingo Bussi. Ambos casos resultaron notorios, ya que sus protagonistas estaban acusados por gravísimas violaciones a los derechos humanos, pero no fueron los únicos: hubo numerosos intendentes, ministros y funcionarios de diverso rango que ocuparon posiciones después de 1983 habiéndose desempeñado ya durante el régimen cívico-militar. El antropólogo Alejandro Isla estudió la elección de Bussi y apuntó que, en el contexto de la profunda crisis socioeconómica provincial, tanto el desempleo cuanto la erosión de los roles de género tradicionales eran relacionados por una buena parte de la población con la democracia, a la que vinculaban con el desorden y la corrupción, concluyendo por ello que en la etapa autoritaria se vivía mejor debido a que existía “orden”, “respeto” y “familia”. De tal modo, la aplicación del terror durante el Operativo Independencia –desde febrero de 1975– y su continuación durante la dictadura lograron moldear la subjetividad de un sector de la población que identificó los períodos constitucionales como causa del caos, la inmoralidad, la “subversión” y el crimen, reclamando por ello un Estado fuerte –del cual el “Proceso” sería modelo– que reimpusiera la armonía a través de una “mano dura” (Isla, 2000).
En todas estas instancias, la perspectiva sobre el pasado dictatorial oscilaba entre la negación y la reivindicación velada del terrorismo estatal (Lvovich y Bisquert, 2008: 62-63). De hecho, a lo largo de esos años continuaron generándose relatos “revisionistas” y hasta celebratorios de la “guerra contrarrevolucionaria”, destacándose la crónica en tres volúmenes publicada por el Círculo Militar bajo el título In memoriam (Lorenz, 2017). Tales versiones también hallaron espacio en los medios masivos de comunicación, con periodistas como Mariano Grondona recibiendo en su reconocido programa televisivo al Almirante Massera para que justificara su accionar (Grinchpun, 2018: 37-38). Las posiciones que defendían las prácticas represivas de los uniformados, leídas como una exitosa “lucha contra el terrorismo”, ensayaron una impugnación del Nunca Más al declamar que el icónico texto no estaría contando toda la verdad de lo sucedido, en tanto no daría cuenta de la “violencia subversiva”, de los crímenes de las organizaciones armadas y de su ambición de imponer un totalitarismo marxista. Fue en esta línea que Miguel Etchecolatz, ex comisario de la policía bonaerense y perpetrador durante la dictadura, tituló un libro de su autoría –donde defendía abiertamente “lo actuado”– como La otra campana del Nunca Más (Pérez, 2012: 370). En 1997, en momentos en que “la negación lisa y llana del sistema desaparecedor parecía un exabrupto”, Etchecolatz fue invitado a Hora Clave, el ciclo que conducía el ya aludido Grondona (Feld, 2016: 82). El escenario que planteó el anfitrión fue el de un debate entre el represor y el diputado socialista Alfredo Bravo, quien había sido secuestrado en 1977 y torturado por el propio ex comisario. Más allá de lo acontecido en el supuesto e imposible intercambio entre víctima y victimario, el efecto de sentido que se intentó generar era que
la negación de los centros de tortura y desaparición de la dictadura es una opinión más dentro del abanico de opiniones que presenta el programa. Como si el poner en duda la realidad de lo sucedido pudiera someterse a debate del mismo modo que en los programas periodísticos de opinión se somete a debate cualquier otro tema a través de la presentación de dos opiniones enfrentadas (Feld, 2016: 86-87).
La “otra campana” se hace oír. Los cambios del siglo XXI
A lo largo de las últimas décadas del siglo XX estas memorias denegadas articularon un amplio repertorio argumental, proceso que se profundizaría a comienzos de la centuria siguiente. De hecho, surgió un lema que sintetizó y catalizó su activismo: la “memoria completa”, entendida como incorporación de las víctimas del “terrorismo” a una historia “hemipléjica” que los discriminaba (Palmisciano, 2017: 113-117). La consigna, sostenida ya en octubre del 2000 por el entonces Jefe del Estado Mayor del Ejército, Ricardo Brinzoni, connotaba una relativización al equiparar los muertos por las organizaciones armadas con aquellos asesinados por la acción represiva ilegal del Estado (Badaró, 2012). Es conveniente señalar que la noción misma de “víctima” había sido redefinida por los apologistas del pretorianismo en los decenios anteriores, de manera tal que los militares –antaño “vencedores” y “señores de la guerra”– fueron asimilados progresivamente con sujetos sacrificiales más usuales en las narrativas bélicas, como los civiles, los niños y las mujeres (Ferrari, 2009: 39 y Salvi, 2009: 105).
A esto habría que añadir dos arietes argumentativos contra los organismos de derechos humanos: en primer lugar, la “batalla de las cifras”, iniciada durante la propia dictadura. En una operación similar a la realizada con el Informe de la CIDH, los datos recolectados por la CONADEP se volvieron objeto de un capcioso escrutinio: equívocos e imprecisiones, inevitables en el estudio de procesos represivos a gran escala, fueron sobredimensionados y hasta ridiculizados. Los errores, atribuidos a la impericia o directamente a la malicia, fueron utilizados para arrojar un manto de duda sobre los desaparecidos en su conjunto, banalizando así los delitos de lesa humanidad y cuestionando su carácter sistemático (Fresco, 1979 y Sémelin, 2013). Si los números difundidos por el Nunca Más eran vistos con escepticismo, cuando no con sorna, servían no obstante para rebatir los 30.000 que históricamente había enarbolado el movimiento de derechos humanos. La acumulación de inexactitudes sugería que todos los guarismos eran artificiales, poniendo en entredicho la honestidad y la intencionalidad política de quienes exigían “Memoria, Verdad y Justicia”.
Aquí entraba en juego la segunda pieza del arsenal: las acusaciones de lucrar con las víctimas, inflexión de la retórica anti-corrupción que convertía a los familiares de los afectados por el terrorismo estatal en seres codiciosos al punto de la inmoralidad, cuando no en mentirosos desvergonzados. En efecto, no contentos con mistificar su pasado personal y la historia nacional, defraudarían a sus compatriotas, actitud que los emparentaría con gobernantes inescrupulosos pero también con el “populismo” que, según denunciaba la “nueva derecha” liberal-conservadora, inflaba innecesariamente el gasto público (Morresi, 2008: 73-77). Al mezclar el plano moral con el histórico, la política con la economía, estas invectivas los retroalimentaban (Bensoussan, 2018: 236-244).
Finalmente, a la “versión oficial” de lo ocurrido en los setenta, igualada sin más a la pléyade de discursos presentes en las organizaciones de derechos humanos, la memoria denegada continuó oponiéndole relatos propios. Una de sus raíces fueron los alegatos castrenses para justificar su accionar, los cuales enmarcaron la “guerra interna” en un “combate mundial contra el comunismo internacional”: relatos que decantaron, con el tiempo, en lo que Lorenz denominó la “vulgata procesista” (2005). Pero, lejos de regodearse en ella, la fortalecieron y extendieron al afirmar que la “subversión” podía haber perdido en el campo de batalla, pero había prevalecido legal, política y culturalmente desde 1983. El triunfalismo exhibido por las Fuerzas Armadas en los setenta se vio trastocado, en el transcurso de los ochenta y noventa, en un derrotismo no exento de elementos conspirativos: si la “verdadera historia” era tapada y los auténticos héroes quedaban olvidados, cuando no eran escarnecidos, se debía a que perversos intereses en los medios, la academia, las artes y la política pugnaban conjuntamente por ello.
Enunciados, ideologemas y mitologías inescindibles de una estructura de sentimiento subyacente (Williams, 2009: 174-185), manifestada en una plétora de grupos a los que se podría distribuir, un tanto esquemáticamente, en una tipología triple. Primero, quienes ante todo se describían etariamente, mostrándose como egresados recientes del nivel secundario y universitario a los que aglutinaba la convicción de que existía un relato diferente al “oficial”. Dado lo que experimentaban como indiferencia estatal, o directamente como hostilidad, sus actividades tuvieron que ser sostenidas por los esfuerzos de sus miembros, cuando en Europa –según aseguraban– ya contarían con algún subsidio. Entre otros, estos fueron los rasgos más salientes del Movimiento por la Verdadera Historia –coordinado por Agustín Laje–, y de Jóvenes por la Verdad.[2]
En un segundo conjunto podría ubicarse a los familiares de los asesinados por la “subversión”, amparados por “el legítimo derecho que nos otorga el haber vivido en carne propia los horrores de la década del setenta”.[3] Así lo expresaba al menos la Asociación de Víctimas del Terrorismo en Argentina (AVTA), capitaneada por el hijo mayor de Argentino del Valle Larrabure, Arturo. A ellos podrían agregarse los parientes y camaradas de los “presos políticos” encerrados por la “vendetta terrorista”, como los reunidos en la Unión de Promociones (UP) y la Asociación de Familiares y Amigos de los Presos Políticos de Argentina (AFyAPPA), cuya figura más resonante fue probablemente Cecilia Pando.[4] Mantener vivo el recuerdo de sus seres queridos y de lo ocurrido estaba entre sus metas, aunque también se hacía hincapié en asistir a las “víctimas” y cooperar con las acciones judiciales que contribuyesen a limpiar sus nombres, así como a “esclarecer” los hechos.
Por último, hubo entidades que no se auto-percibieron a partir de su pertenencia generacional o filial, sino que eligieron por plataforma una vocación educadora, revisionista y republicana.[5] Tal cual lo hiciera la dictadura en sus postrimerías, convocaron unánimemente a la “reconciliación”, aunque lejos de llamar al olvido exigieron “memoria y verdad”. Dos ejemplos pueden encontrarse en la Asociación Unidad Argentina (AUNAR) y, sobre todo, en el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTyV), liderado por la abogada Victoria Villaruel (Palmisciano, 2017 y Tordini, 2021).
¿Podría ensayarse una clasificación de esta galaxia y sus constelaciones a partir de sus dispositivos retóricos? ¿Era la banalización predominante en ciertos círculos, mientras en otros la negación tenía más predicamento? ¿Existía una separación, ética, intelectual o práctica, entre cada mecanismo y los demás? Es difícil dar una respuesta unívoca: además de diferencias entre las organizaciones de “memoria completa”, había también disenso al interior de las mismas, mientras que tópicos y tácticas discursivas podían alterarse de un momento al siguiente. Lo que sí puede aventurarse es que, lejos de haber una desemejanza determinante entre estos ejes argumentales, podría hablarse de un espectro dentro del cual estos actores, tanto a nivel individual como colectivo, se movían. Al compartir un enemigo político e ideológico, los cruces se aceitaban. Otro tanto podría decirse de su adscripción a visiones sustancialmente similares de los años setenta: a contracorriente de lo ocurrido al interior del movimiento de derechos humanos y entre los estudiosos, no se han dado grandes reyertas historiográficas en las fracciones “anti-terroristas”. Por ello, puede plantearse que las disimilitudes habrían surgido de preferencias personales, sea de carácter moral, ideológico o afectivo; del acervo identitario de estos grupos, resultante en sí mismo de complejas dinámicas intestinas; en el caso de folletos, libros y revistas, de los pactos de lectura –explícitos o no– con los públicos virtuales; y, en especial, de las tácticas empleadas, condicionadas ellas mismas por las metas perseguidas, el contexto de aplicación y los vínculos –armónicos o no– con entidades similares.
En la conformación, expansión e interconexión de estos espacios, el rol de Internet difícilmente pueda exagerarse. Según información del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el acceso a la “red de redes” en Argentina avanzó exponencialmente durante el cambio de siglo: si en 1998 tan solo un 0,83% de la población hacía uso de esta tecnología, dos años después la misma variable había trepado al 7,03% y, a pesar de la crisis desatada bajo la presidencia de Fernando De la Rúa, en 2003 había llegado casi al 12% (Creus, García Zaballos y Marín, 2013). De seguro, ese uso tendió a concentrarse en las áreas urbanas y en las provincias más ricas, donde emergió buena parte de los agrupamientos arriba mencionados. No obstante, hubo zonas de “baja conectividad” y activa militancia por parte de estos sectores, lo cual muestra la vigencia de enlaces “analógicos” junto a las incursiones “digitales”. Al mismo tiempo, pone de relieve la permeabilidad de estos discursos e idearios en franjas sociales, económicas y culturales heterogéneas.
Estos actores tenían entonces una larga trayectoria previa a 2003, aunque este año resultó determinante en tanto, con la llegada de Néstor Kirchner a la Casa Rosada, se produjo un giro sustantivo en la actitud del Estado hacia los crímenes de lesa humanidad del pasado reciente. Ya en su discurso inaugural, el mandatario aseveró formar “parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias; me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones a las que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada”.[6]Este aserto se vio reforzado por la presencia en el gabinete de figuras que en los años setenta habían estado vinculadas con la Tendencia Revolucionaria, como el Canciller, Jorge Taiana, y el Subsecretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde. Nombramientos a los que se sumaron gestos aún más concretos, como la creación del Archivo Nacional de la Memoria y de un Espacio de Memoria y Derechos Humanos en el predio de la antigua Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA); la remoción de los cuadros, todavía exhibidos en el Colegio Militar de la Nación, de los presidentes de facto Videla y Reynaldo Bignone; el pedido oficial de perdón “por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia tantas atrocidades”; la instauración del 24 de marzo como “Día de la Memoria por la Verdad y la Justicia”, al cumplirse el trigésimo aniversario del golpe; y la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, así como de los indultos otorgados por Menem. Estas últimas determinaciones tuvieron importantes reverberaciones, permitiendo por ejemplo el inicio de juicios a figuras como Etchecolatz y el sacerdote Christian Von Wernich, al igual que el regreso de Videla a prisión en 2008.
La relación entre el kirchnerismo y el movimiento de derechos humanos distó de ser sencilla: el apoyo al oficialismo expresado por organismos como Madres de Plaza de Mayo en el acto realizado el 24 de marzo de 2006, así como la adición –meses después– de un nuevo prólogo para el Nunca Más, provocó una creciente polarización que cristalizó en la realización de distintas manifestaciones y marchas a partir del año siguiente (Pastoriza, 2009: 320-322 y Loretti y Lozano, 2017: 136-147). A pesar de estas mutaciones, los paladines de la “memoria denegada” vislumbraron una colusión sin paliativos. Como en la década del ochenta, afirmaron que quienes transitaban los pasillos de las principales dependencias estatales serían personeros de la “subversión”, si es que no habían sido “terroristas” ellos mismos. No habría sido así casual la actualización de vetustos tópicos anti-alfonsinistas, como la denuncia de una justicia “vengativa”, de un complot para desmembrar las Fuerzas Armadas y de iniciativas “nocivas” en el plano familiar y educativo (Mazzei, 2019 y Milanesio, 2021). De hecho, los rumores sobre casos de corrupción fueron utilizados, como los que salpicaron a la gestión radical, para probar la “hipocresía” de un oficialismo que se jactaba de su moralidad (Adair, 2020: 81-87). Ciertamente, ambos gobiernos intentaron encarnar –no sin conflictos– un ethosprogresista que despertó reacciones particularmente virulentas en los nostálgicos del “Proceso”, así como en los defensores de su plan represivo (Álvarez y Minutella, 2019: 186-213).
A tono con su propia variedad, las organizaciones de “memoria completa” utilizaron en esta instancia distintas herramientas. Por un lado, podría percibirse una continuidad con prácticas cimentadas en ámbitos castrenses y de extremas derechas, tales como cierto accionar a través de la prensa y los medios. Aquí podrían ubicarse las cartas de lectores redactadas por familiares de muertos en acciones de las organizaciones armadas, como el ya mencionado Arturo Larrabure y la hija del pensador nacionalista Jordán Bruno Genta, María Lilia. Las misivas llegaron a aparecer en algunos diarios de gran tirada como el matutino La Nación, el cual respaldó las reivindicaciones revisionistas con notas editoriales del mismo tenor (Ferrari, 2009: 28-41). También se podrían incluir ciertos emprendimientos periodísticos efímeros, aunque no por ello intrascendentes, como la revista B1, vinculada con el AFyAPPA. De mejor factura que Tributo –el órgano de FAMUS– y el Boletín de la UP, el pasquín vertió sus cáusticas diatribas entre 2006 y 2009, contribuyendo a soldar relativización y banalización del terrorismo de Estado con anti-kirchnerismo. Aunque el negacionismo no era infrecuente en ambos tipos de publicaciones, podría apuntarse –grosso modo– que el último de los mecanismos era más corriente en las hojas de menor circulación.
Por su parte, los libros avocados a rescatar una historia “vapuleada” por partidismos políticos se multiplicaron. Algunos de ellos, como Fuimos todos, de Juan Bautista “Tata” Yofre, propusieron una reinterpretación afincada en la reputación del autor –periodista, titular de la Secretaría de Inteligencia del Estado (1989-90) y asesor presidencial de Menem– y potenciada por los dispositivos del best-seller, cuyo formato atrae a públicos ampliados al tiempo que legitima contenidos aún por fuera de los lectores potenciales (Saferstein, 2021). De esta forma, la relativización explícita de los crímenes perpetrados por “ambos bandos” adquiría aceptabilidad en tanto actualización pro-militar de la “teoría de los dos demonios” (Feierstein, 2018: 34-37). Otros trabajos, como La mentira oficial, del abogado marplatense Nicolás Márquez, y La guerrilla en sus libros, del académico mendocino Enrique Díaz Araujo, circularon de manera más restringida, con pequeñas tiradas preparadas por sellos “para entendidos” cuando no financiadas por sus propios autores. Por cierto, la contrapartida fue la posibilidad de una mayor audacia, como el planteo de Márquez de que “no hubo ningún ‘genocidio’” ni “tampoco existieron ‘crímenes de lesa humanidad’ ni ‘terrorismo de Estado’ alguno”, de la misma manera que “el número de ‘desaparecidos’ es matemáticamente igual al de terroristas abatidos […] salvaguardando excepciones inherentes a toda guerra y metodologías reprochables, el margen de error en el blanco fue virtualmente nulo” (Márquez, 2007). Las cantidades relativamente reducidas de ejemplares no habrían sido un obstáculo para la propagación de estos contenidos, en tanto los boletines y los foros online daban cuentan de un impacto considerable.[7]
Más innovadoras fueron las iniciativas emprendidas por estas organizaciones en el espacio público, donde pretendieron disputarle ciertos sitios emblemáticos al movimiento de derechos humanos.[8] En lugar de quedarse en iglesias o recintos privados, como los salones del Círculo Militar, estos grupos pujaron por símbolos tan gravitantes como la Plaza de Mayo, contendiendo así por la legitimidad de su propia militancia en una operación asimilable a la que Abuelas y Madres de Plaza de Mayo se habían visto obligadas a librar décadas antes (Franco, 2018: 343-363 y Salvi, 2012). Todavía más confrontativas fueron las participaciones en los juicios a figuras vinculadas con el terrorismo de Estado, cuando chocaron –a veces, violentamente– con activistas pertenecientes a los organismos de derechos humanos (Ferrari, 2009: 68). Más subrepticias, pero no menos relevantes, fueron las redes tendidas por estos sectores con sus contrapartes de otras latitudes, en especial con los de Iberoamérica. Así, en abril de 2008 el Hotel Sheraton de Buenos Aires fue sede de un encuentro entre miembros del CELTYV y víctimas del grupo nacionalista y separatista Euskadi Ta Askatasuna (ETA). Meses antes, Villaruel había participado en Madrid del IV Congreso Internacional de Víctimas del Terrorismo junto a figuras afines de Chile, Colombia, Perú y Uruguay, con los cuales constituyó una Federación Latinoamericana de Víctimas del Terrorismo.[9]
Todavía más disruptivo fue el desembarco en la arena digital, coadyuvado por la explosión de la conectividad en Argentina y el lanzamiento de plataformas como Facebook, Twitter, YouTube e Instagram. En cuanto al primer fenómeno, el acceso a Internet creció más de dos veces durante el gobierno de Néstor Kirchner, y para 2015 había superado el 68% de la población (Creus, García Zaballos y Marín, 2013). Respecto del segundo, la ya referenciada aptitud de los actores “revisionistas” y de las extremas derechas en la era de los sitios HTML 4.0, los foros y los blogs se vio replicada en las redes sociales, con la proliferación de perfiles y grupos dedicados a la discusión y propagación de estos argumentos (Pozzo, 2021). Las dinámicas propiciadas por estas tecnologías, por entonces aún novedosas, redundaron en ganancias para las “memorias denegadas” en al menos dos sentidos: primero, porque el algoritmo tendió a consagrar a los usuarios más cáusticos como opinion leaders, nodos en torno de los cuales se formaron racimos (clusters) que, a su vez, amplificaron la resonancia de las posturas más extremas (Aruguete y Calvo, 2020: 69-74). Puesto de otra manera, los dispositivos del capitalismo 4.0 le habrían ofrecido réditos crecientes a los más ácidos micro-emprendedores de la memoria (Jelin, 2021). Un itinerario verificable en influencers, tardíamente “descubiertos” por los medios más tradicionales, como Emmanuel Danann y Eduardo “El Presto” Prestofelippo.[10]
Segundo, porque la preferencia por lo breve, lo fugaz y lo visual favoreció una simplificación de estos contrarrelatos que, en lugar de debilitarlos, redundó en lo contrario: banalizar la represión ilegal con una escena de Los Simpsons permitía cuestionar y vandalizar en una misma acción comunicativa. Siguiendo a Hito Steyerl, no es descabellado considerar esos memes como “imágenes pobres”, tanto por su pésima calidad –gráfica e historiográfica–como por los efectos de su circulación, que
[…] construye así redes globales anónimas igual que crea una historia compartida. Construye alianzas al viajar, provoca traducciones acertadas o erróneas, y produce nuevos públicos y debates. Al perder su sustancia visual, recupera algo de su impacto político y crea una nueva aura alrededor suyo. Esta aura ya no está basada en la permanencia del “original”, sino en la transitoriedad de la copia. Ya no está anclada en una clásica esfera pública mediada y sostenida por el marco del Estado-nación o de las corporaciones, sino que flota en la superficie de bases de datos temporales y ambiguos (2020: 45).
En línea con el “pensamiento débil” teorizado por Gianni Vattimo y Pier Aldo Rovatti (1988: 18-23), la suspicacia sistemática ostentada por las organizaciones de “memoria completa”, obsesionadas por la búsqueda de intereses inconfesables detrás de las versiones “oficiales” del pasado, contribuyó a desdibujar todo horizonte de “verdad objetiva”.
Si el período 2003-7 puede ser descrito como una escalada para los enemigos de la historia “hemipléjica”, los mandatos de Cristina Fernández podrían ser considerados como el “paso de la guerra de movimiento (y del ataque frontal) a la guerra de posición” (Gramsci, 2013: 292). En otras palabras, la fase 2007-15 supuso una prolongación bastante armónica de la anterior, con nuevas causas y condenas para individuos conectados con el terrorismo de Estado. Lo mismo podría decirse de sus colaboradores, entre los que se siguieron contando figuras asociadas personal o familiarmente con la “izquierda peronista” y/o afectadas por el terrorismo de Estado: el jefe de gabinete entre diciembre de 2011 y noviembre de 2013, Juan Manuel Abal Medina; el canciller desde junio de 2010, Héctor Timerman; y, en especial, Juan Cabandié, nieto recuperado en 2004 quien se volvió legislador porteño en 2007 y diputado nacional seis años después.[11]
Por su parte, las agrupaciones de “memoria completa” prosiguieron con una agenda basada en mensajes, prácticas y elencos ya establecidos. Ciertas coyunturas les permitieron incrementar la visibilidad de sus reclamos y la aceptabilidad de sus posiciones, como el conflicto –motivado por la Resolución 125– entre el gobierno y franjas de los sectores agropecuarios, desde marzo hasta julio de 2008. Sin ir más lejos, Pando y representantes de otras agrupaciones se sumaron a varias de las marchas por el “campo”.[12] Asimismo, la biblioteca “revisionista” continuó engrosándose, con obras como Mentirás tus muertos, del ex carapintada y ex director de B1 José D’Angelo; Las otras víctimas, de Victoria Villaruel y Carlos Manfroni, con edición del gigante Random House-Sudamericana; y Operación Primicia, del periodista Ceferino Reato. No obstante, hubo algunas novedades, como el acercamiento de figuras previamente asociadas con el “progresismo” a estas posturas: no puede omitirse aquí El diálogo, documental realizado en 2014 a partir de una conversación entre Héctor Leis y Graciela Fernández Meijide en la que el primero afirmó que “Firmenich, Perdía, Vaca Narvaja, son Videla”, mientras la segunda aseguró que “detesto el número de los 30.000” (Goldentul y Saferstein, 2019: 19-25).
Puede entonces aventurarse que la ruptura más relevante tuvo lugar recién a fines de 2015, con la elección de Mauricio Macri como presidente. La relación de los sectores revisionistas y negacionistas con el candidato de la alianza Cambiemos no había sido del todo feliz: durante la campaña que lo consagró jefe de gobierno porteño por primera vez, en 2007, B1 le reprochó no haber hecho explícita su opinión sobre los acontecimientos de la década del setenta. También se cuestionó que el bloque del PRO en la Cámara Baja votara divido cuando “se trató la inconstitucional medida de no dejarlo jurar como diputado a Luis Patti”, y que apoyara la designación del “montonero” Mario Kestelboim como defensor general de la ciudad.[13] No obstante, se rescató que el partido emitiera una carta “dirigida a la familia militar” donde se pedía “mirar hacia el futuro” y “justicia para todos”.[14] El empresario clarificó su posición con el correr de los años: en 2014, durante una entrevista para La Nación, aseveró que “los derechos humanos no son Sueños Compartidos y los ‘curros’ que han inventado. Con nosotros, todos esos curros se acabaron”.[15] Al fabricar la cita “conmigo se acabaron los curros en derechos humanos”, el periódico invitó a una lectura sesgada que acabó por validar la propia Cristina Fernández, cuando criticó al magnate desde su cuenta de Twitter.[16] En cualquier caso, los principales exponentes de la contra-memoria “anti-subversiva” asumieron durante los comicios de 2015 una actitud ambigua, cuando mucho tibia. Por ejemplo, en las filas del CELTYV reinaron, más que la euforia y el jolgorio, la expectativa y la incertidumbre (Palmisciano, 2021).
A pesar de estos recelos, los primeros movimientos de la nueva administración fueron promisorios para estos grupos. Poco más de un mes después de asumir sus funciones, el Secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, recibió en su despacho a Villaruel junto a otros miembros de su entorno. La abogada se mostró exultante, aseverando que por “primera vez en treinta años de democracia […] un funcionario nacional recibe a las ONG de las víctimas del terrorismo”.[17] La posición de Avruj fue ambigua: si bien intentó restarle relevancia en el momento, tras un tiempo después declamó en Infobae –desde una pose relativizadora– que “se acabó la etapa de los derechos humanos para unos”.[18] No fue el único miembro del elenco oficial en emitir mensajes de este cariz: podría sumarse el caso del Ministro de Cultura porteño, Darío Lopérfido, quien días después de la reunión con el CELTYV negó que haya habido 30.000 desaparecidos en la Argentina;[19] el de Juan José Gómez Centurión, ex carapintada y titular de la Dirección Nacional de Aduanas, para quien “ocho mil verdades no son lo mismo que veintidós mil mentiras”;[20] y el propio primer mandatario, quien banalizó la cuestión al confesar no tener idea de las cifras y remarcar que la discusión le parecía improcedente.[21]
Estos dichos se vieron acompañados por las intervenciones de varios intelectuales cercanos al gobierno, quienes ampararon y dieron credibilidad a aquellos que abrazaban la estrategia de la relativización. Así, al coro de voces revisionistas que regularmente aparecía en la histórica hoja de los Mitre se sumaron –entre otros– el historiador Luis Alberto Romero y el sociólogo Marcos Novaro, quienes coincidieron en criticar el carácter “autoritario” de la memoria kirchnerista, pero también del movimiento de derechos humanos.[22] Retomando posicionamientos previos, el primero aseguró que el país necesitaba “un nuevo relato”, el cual no podría venir de entidades “asimilables” con las organizaciones armadas de los años setenta, por no mencionar sus conexiones con “los métodos de Mussolini o Hitler, en tanto la fuerza pública que los reprime ejerce su inalienable derecho al orden y sufre «el desafío de la violencia política»”.[23] Por el contrario, proponía –en la vena de Leis– “un monumento conmemorativo que reúna, sin distinciones, a todas las víctimas de la violencia”.[24] Por su lado, Novaro llamó a sustituir el 24 de marzo en tanto fecha que “oculta más de lo que recuerda” e “instrumento extorsivo”, al igual que el “mito de los 30.000”.[25] En su lugar, propuso otros “hitos”, todos ellos previos al golpe, como la Masacre de Ezeiza, el Operativo Independencia o el fin de la tregua declarada por la guerrilla.[26]
A la par de estas iniciativas, hubo acciones igualmente significativas, como el brusco recorte presupuestario en el área: solo en términos nominales, la partida de la Secretaría de Derechos Humanos se contrajo un 19% entre 2015 y 2019, lo que se tradujo en despidos y deterioro en diversos espacios y organismos dependientes. El ritmo de las condenas por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura se redujo, al tiempo que el otorgamiento automático de la prisión domiciliaria a represores se volvió una práctica corriente. De hecho, el gobierno retiró su apoyo al procesamiento de responsables civiles y removió querellas.[27] Un pico de tensión se alcanzó con el respaldo a la decisión de la Corte Suprema de aplicar la Ley de 2x1 a los perpetradores, resolución que fue revertida tras masivas reacciones en contra.[28]
No resulta entonces sorpresivo que el balance de los organismos de derechos humanos, tanto los más afines como los más refractarios al kirchnerismo, haya sido abrumadoramente negativo respecto del macrismo. Irónicamente, la opinión del CELTYV no era muy distinta: en octubre de 2019, tras la categórica derrota en las elecciones primarias, Villarruel afirmó que “el Estado argentino no puede seguir ignorando a las víctimas del terrorismo”.[29] Un distanciamiento similar puede verificarse en figuras como Laje y Márquez, quienes incrementaron sus críticas a la gestión de Cambiemos con el correr del año sin por ello dejar de apoyarlo tácticamente frente a un eventual retorno del peronismo.[30] En otras palabras, fusionar las organizaciones de “memoria completa” con la presidencia de Mauricio Macri, así como considerar que su postura “oficial” y monolítica fue el negacionismo o la relativización, resulta reduccionista, aunque los enlaces entre ambos sean inocultables.
Con estas premisas, el triunfo de Alberto Fernández parecía preanunciar un reflujo, tanto en materia de agenda política como de discusión en la esfera pública. Sin embargo, no fue este el caso: la pandemia de COVID-19, desencadenada a los pocos meses de iniciada la nueva administración, y las medidas tomadas para contener sus efectos, con su saldo de muertos y deterioro económico, hicieron que el gobierno cediera espacio y margen de maniobra a sus adversarios. Entre ellos, se encontraban integrantes de la “memoria anti-subversiva” así como sectores que, sin militar en esas filas, compartían su discurso, ideario y metas. Capitalizando la atención de una población que pasaba cada vez más tiempo frente a las pantallas de sus teléfonos, computadoras y televisores, voceros de estos grupos le dieron creciente visibilidad y aceptabilidad a sus planteos desde las redes sociales y el primetime (Méndez Shiff, 2010). Una de las derivaciones se hizo patente durante la campaña legislativa de 2021, durante la cual no faltaron declaraciones revisionistas como la de Ricardo López Murphy, ex ministro de economía de Fernando de la Rúa y candidato a diputado por Juntos (sucesor directo de Cambiemos), para quien el número de los 30.000 había sido “artificialmente inflado”.[31] No solo eso: hubo también candidatos abiertamente negacionistas, como Gómez Centurión, quien se postuló como diputado bonaerense por el Frente NOS, y Villaruel, segunda en la lista del mediático economista “libertario” Javier Milei, principal candidato del Frente La Libertad Avanza en CABA. La consagración de la abogada como diputada, con nada menos que el 17% de los sufragios, comporta la primera conversión “exitosa” de una militante de la “memoria completa” en parlamentaria, al tiempo anuncia un futuro de capítulos turbulentos en este “campo de batalla de la memoria”.
Conclusión. ¿Hacia un “afirmacionismo”?
Tras este racconto, nos encontramos en condiciones de ofrecer algunos apuntes interpretativos. Por empezar, remarcar que revisionismo, relativización, banalización y negacionismo representan categorías heurísticamente útiles, pero no definen entidades discretas: más bien, dan nombre a gradientes de un espectro. En otras palabras, la vinculación de un enunciado, un discurso o un actor a una o varias de estas estrategias puede cambiar según el contexto cronológico, social, cultural o político. En este sentido, la segunda reflexión final pone el acento sobre la sinergia entre los niveles micro y macro de estos fenómenos: en otros términos, cómo las “memorias denegadas” y las elucubraciones para “entendidos” ganaron visibilidad, notoriedad y aceptabilidad gracias a la habilitación recibida de grandes medios de comunicación, sellos editoriales de amplio alcance y, en ocasiones, el propio Estado nacional.
De todos modos, quizás el negacionismo, la banalización y la relativización correspondan a una época que está terminando. Como tercera conclusión tentativa, puede plantearse que el surgimiento a nivel planetario de unas nuevas derechas potentes, radicales y combativas ha dado origen a casos de reivindicación abierta de los horrores del pasado. Más que narrativas “subterráneas”, podría argüirse que ha emergido una alt-history en toda regla (Forti, 2021: 151-155). Por ejemplo, en boca del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, ha podido escucharse una frecuente reivindicación de la dictadura militar de 1964 a 1985 y más en particular de sus crímenes, ejemplificada con su afirmación de agosto de 2019 de que Carlos Alberto Brilhante Ustra era “un héroe nacional que evitó que Brasil cayera en lo que la izquierda quiere hoy”,[32] tras haberle dedicado su voto en el impeachment a Dilma Roussef cuando era diputado. Es fácil multiplicar ejemplos: en un homenaje a la División Azul, una joven militante española, muy activa en las redes sociales, proclamaba en febrero de 2021 que “es nuestra suprema obligación luchar por España y por una Europa ahora débil y liquidada por el enemigo, el enemigo que siempre va a ser el mismo, aunque con distintas máscaras: el judío. Porque nada hay más certero que esta afirmación: el judío es el culpable”.[33] Podríamos continuar con declaraciones de los presidentes de extrema derecha de Europa del Este, de los diputados reaccionarios que ganan posiciones en el Viejo Continente, de diversos líderes latinoamericanos, de las manifestaciones necrófilas en Argentina.[34] ¿Será que, en la nueva configuración de las derechas radicales, el recurso a la negación y a la relativización se torna insuficiente? En esta nueva estructuración político-cultural que contribuyen a configurar, ¿tendrá lugar la reivindicación directa? ¿Será que, derruidas desde los años ochenta y noventa las bases de los consensos antifascistas y anti-dictatoriales en muchos países a uno y otro lado del Atlántico, las novísimas derechas han roto sus inhibiciones y plantean hoy con orgullo elementos que antes solo podían recuperar con vergüenza?
En este punto, se hace necesario introducir una cuarta constatación: la enorme difusión que estos discursos, desde el revisionismo más moderado hasta la negación más furibunda, alcanzaron gracias a Internet en general y las redes sociales en particular. Desde ya, las investigaciones sobre nodos, racimos y algoritmos no deben conducir a un pesimismo cuasi-estructuralista, culpando a la mecánica misma de estos sistemas por reforzar el statu quo. Por el contrario, lo que aquí se propone es una doble advertencia: en primer lugar, contemplar los nuevos derroteros de la historia intelectual, cultural y –por ende– política, que ya no parecen discurrir principalmente por los diarios, las revistas y los libros. O sí, pero en formato digital, de la misma manera que el tiempo de esparcimiento y trabajo es cada vez más repartido entre dispositivos diversos, pero aunados por el denominador común de la pantalla. En cualquier caso, el advenimiento de Facebook, Twitter, Instagram y YouTube sugiere que se ha abierto una nueva era para lo que Michel Foucault denominó “intelectuales específicos” (2019: 37-44): una fase en la cual sus competencias técnicas se alejen, quizás, todavía más del escritor para acercarse al publicista y el diseñador gráfico.
Finalmente, ¿qué puede decirse de la Argentina? Hasta el momento, se han producido algunos casos de reivindicación abierta de la última dictadura por parte de militares retirados, pero resultaron expresiones muy esporádicas y minoritarias, en relatos en que predominaron la negación, el falseamiento o el ocultamiento (Feld y Salvi, 2019). ¿Será este el momento en que el negacionismo y la relativización se muestren insuficientes para estos actores? ¿Habrá llegado una instancia en la que actores relevantes reivindiquen abierta y afirmativamente al terrorismo de Estado?
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Notas
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