Ensayo
CINCO PAISAJES DE POESÍA Y VISUALIDAD EN CHILE. RESISTENCIAS Y CONTRAGOLPES
FIVE PANORAMIC OF POETRY AND VISUALITY IN CHILE. RESISTENCE AND COMEBACK
Revista Académica UCMaule
Universidad Católica del Maule, Chile
ISSN-e: 0719-9872
Periodicidad: Semestral
vol. 64, 2023
Recepción: 26 Mayo 2023
Aprobación: 13 Junio 2023
Autor de correspondencia: jorge.polanco@uach.cl
Resumen: En este ensayo delineamos cinco constelaciones de prácticas poéticas y visuales, partiendo por la dictadura en Chile (1973-1990), pero conectándolas con obras de las décadas anteriores. Sin querer ser exhaustivos, nuestra intención es mostrar cómo la poesía y las prácticas afines han conformado una respuesta creativa de contra- golpe y antítesis, así como formas de vida resistentes a través del arte en diversos momentos y zonas de Chile.
Palabras clave: Poesía chilena, visualidad, contragolpe, antítesis, dictadura.
Abstract: In this essay we outline five constellations of poetic and visual practices, starting with the dictatorship in Chile (1973-1990), but connecting them with works from previous decades. Without wanting to be exhaustive, our intention is to show how poetry and related practices have shaped a creative response of counterattack and antithesis, as well as resistant ways of life through art at different times and areas of Chile.
Keywords: Chilean poetry, visuality, backlash, antithesis, dictatorship.
Todo parece corroído por lo intolerable. El golpe dejó esta marca agazapada en la cotidianidad. La falta de soportes y la modificación de la escritura conformaron una experiencia radical. Cincuenta años. Cincuenta golpes. ¿Ha dejado de prevalecer el golpe de Estado? La poesía chilena ha manifestado una resistencia literaria y gráfica en una labor de testimonio clave para persistir. La izquierda ha conformado históricamente una cultura acendrada en nombres, figuras e ímpetus vinculados a una pugna contra la injusticia del capitalismo; sentido común que prevalece en las formas económicas, políticas y culturales en la nueva época del capital —el neoliberalismo—, instalada desde la dictadura. La escritura y las artes conformaron en su precariedad una respuesta de organización y comunidad en los espacios dañados. Un tejido lábil y potente a la vez. Sergio Mansilla aludía a este fenómeno como una práctica de contragolpe (2010). Una continuación resistente a pesar de los quiebres y violencias de un país sometido a la catástrofe; aquella que incide en la implosión de las expectativas en la vida cotidiana. Puede leerse la poesía escrita en dictadura en constelación con el trabajo de las décadas anteriores; quizás este rasgo, esta materialidad del trabajo poético, permita la existencia de un pensamiento que va incorporando la experiencia de la letra: cualquier persona puede tener un lápiz para escribir y comenzar —más allá de los resultados— una vida ligada a la escritura.
Por cierto, esta continuación de la poesía no impide mirar materialmente los quiebres. La desmesura de la violencia política no fue una clave artística de desadaptación, usualmente considerada como rasgo característico del creador; la dictadura entró muy pronto en la revolución de derecha, resquebrajando los impulsos utópicos de los cincuenta y sesenta. La dictadura legó una clave siniestra de lectura tanto en la recepción historiográfica, estética como en la acción política. En aquel momento de inflexión, en la fisura de la escritura como malla corrida por muchos filos, se puede aquilatar también la puesta en cuestión de los recursos artísticos. Había que sintonizar el repertorio de gestos clausurantes de la vida cotidiana con el repertorio de procedimientos poéticos, dando cuenta a su vez de aquellos gestos tachados y desbordados. Las relaciones de textos e imágenes que empezaron a emplearse implicaron poner el ojo en las poéticas de la historia. Bajo este prisma, Carla Grandi en Contrapoyecto (1984), Jorge Torres en Poemas encontrados & otros pretextos (1991), Juan Luis Martínez en El poeta anónimo (2013), Luz Sciolla en Retratos hablados (2015), José Ángel Cuevas en Álbum del Ex Chile (2008; 2016), Bruno Serrano en Exhumación del olvido (2013), entre otros, recurren a los recortes de periódico como procedimiento. Dentro de estas ediciones, salvo el libro de Grandi, las publicaciones aparecieron con retardo como si se tratase de una elaboración artística traumática. La falta de soportes constituye una experiencia radical de la historia. La categoría estética de lo sublime-ominoso ha prevalecido como un modo de comprender las representaciones quebradas de Chile1.
La poesía entrecruza el montaje y el filo del recorte como una manera de testificar la época. Emplea fotogramas, intervenciones de documentos, tachas y reutilización de materiales; de esta manera las imágenes visuales interpelan la imaginación y la reflexión ante una historia en crisis y vigilancia. En el caso de Luz Sciolla, conforma una experiencia de tal manera inabordable que el registro pareciera exceder las posibilidades de un libro. Su labor de inventariar la violencia y tachar victimarios podría haber continuado infinitamente. Retratos hablados articula una compulsión de testimonio y repetición; una experiencia del libro como desfondamiento. Crisis expresiva que mimetiza la brutalidad, mostrándola y reutilizándola a partir de los procedimientos de los recortes. Aunque suene paradójico, la potencia frágil de la escritura constituye su respuesta: la ampliación hacia nuevos registros.
Lo podemos apreciar también en Enrique Lihn. El poeta comienza a modificar su escritura y al mismo tiempo retorna decididamente a “contaminar” cada vez más sus poemas con otras tesituras y formatos (digo “retorna” porque a temprana edad ingresó a la Escuela de Bellas Artes). Lihn explora soportes precarios como una manera de destrabar la vigilancia al libro e ilustra él mismo La aparición de la virgen (1987) en un formato que escamotea la censura. La respuesta a las represiones del lenguaje y la vida pulsó el trabajo colectivo y, junto con ello, el desarrollo de registros que sobrepasan lo “literario”. Lihn aborda el teatro, el video, el libro como book-action, el cómic, la radio, incluso la poesía como discurso espectacular. Sin quizás leer a Debord, el poeta establece una diferencia con el apocalipsis de La sociedad del espectáculo: al oponer el espectáculo de la dictadura frente al teatral y poético; el uniforme versus el disfraz, como titulará uno de sus ensayos incluido en El circo en llamas (1997). Si bien esta necesidad de extralimitar las formas ya estaba en Lihn, a partir de los setenta insiste en el personaje Pompier como una exhibición de los discursos del poder. Los trabajos colectivos son claves en la incorporación de imágenes visuales: Eugenio Dittborn edita el resultado de la puesta en escena colectiva de Lihn & Pompier (1978), el poeta publica El Paseo Ahumada (1983) con las fotografías de Paz Errázuriz e ilustraciones de Germán Arestizábal, insiste en los écfrasis y la colaboración con fotógrafos, elabora obras de teatro para ser presentadas con su hija y amigos, crea un videoarte esperpéntico reuniendo a los personajes artísticos de la época, entre otras pulsiones que desbordan la planificación y conciencia de la escritura. Un exceso que resquebraja las fronteras de los géneros y disciplinas, integrando procesos de creación, investigación, dibujo, videos, en un largo etcétera. A pesar de que Lihn no alcanzó a sobrevivir la dictadura, su integración de las artes permite ver cómo la punta de lanza de la poesía crea una apertura y un respiradero en la clausura.
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Quizás en un futuro podrá hacerse una historiografía del diseño de libros, donde los escritores y editores de los cincuenta y sesenta ocupen un lugar relevante en la historia popular y crítica de las publicaciones. Es una muestra de la incidencia de la poesía como creación y respuesta al mundo administrado2; más todavía en los movimientos sociales de los cincuenta, sesenta y la Unidad Popular. Con el índice de los años de publicaciones, es posible avizorar el proceso cultural vigente en las energías de las ediciones y el entramado entre disciplinas y géneros. Fenómeno que resistió incluso como práctica en dictadura, a pesar del denominado “apagón cultural”; quizás porque el entramado literario, sobre todo poético, conformó un espacio de respuesta en los primeros atisbos de articulación colectiva. Una especie de nudo o pivote, gracias a la paradójica conjugación entre precariedad de los medios y el ímpetu de una tradición literaria construida por diversos escritores durante el siglo XX.
Solo por citar el caso de la zona de Valparaíso, una provincia: en dictadura, Carlos Hermosilla publicó el libro de poesía Caminos al andar (1982), con algunas entradas gráficas y grabados en la portada y contratapa. Ignacio Balcells editó A un pueblo de palomas (1984), con fotos de dibujos de Manuel Casanueva, incluidos en pequeños paspartús al interior del ejemplar. La diagramación y composición estuvieron a cargo de Sylvia Arriagada y Berta Muñoz. La Editorial Archivo, de Juan Luis Martínez, publicó a Soledad Fariña y Gonzalo Muñoz; incluso, el importante trabajo del poeta y editor de Ganymedes, David Turkeltaub, quien publicó varios libros desde Valparaíso, entre muchos otros. Vale decir, es una historia de resistencias, persistencias y suspensiones que requieren contarse con mayor frecuencia desde las provincias3. En efecto, en esta continuación, Osvaldo Rodríguez había publicado Estado de emergencia (1972), un hermoso foto libro de poemas creado por Ediciones Universitarias de Valparaíso, diseñado por Alejandro Rodríguez. Marilyn Monroe que estás en el cielo (1972), de Alfonso Alcalde, publicado por la misma editorial, tuvo como diseñadores a Allan Browne, Patricio Díaz, Alejandro y Cristián Rodríguez. Allan Browne diseñó asimismo el libro de Jorge Teiller Para un pueblo fantasma (1978), con dibujos en la portada y una especie de portadilla, de su hermano visual Germán Arestizábal. Entre los cincuenta y sesenta, los libros de Arturo Alcayaga Vicuña resaltan en su extrañeza de época, especialmente Las ferreterías del cielo (1954), que integra tipografías fabricadas por presidiarios, y Entredios (1968) donde incorpora fotos de sus pinturas al óleo en blanco y negro. Si vamos más hacia atrás, como ha investigado Cristián Olivos, nos encontramos con el grupo de La Rosa Náutica (1922-1923) y los libros de Zsigmond Remenyik, por ejemplo, además de las múltiples colaboraciones de Carlos Hermosilla, ilustrando narradores y poetas que ofrecen una representación al mundo popular de esos años. Son interesantes, en ese sentido, las migraciones visuales que se provocan entre arte y poesía en esas décadas, y, por supuesto, en las siguientes.
En 1968, el músico de Los Jaivas, Eduardo Parra, había publicado La puerta giratoria, cuyos poemas conjugan relatos con una vertiente surrealista de lo insólito. Siguen, en cierto modo, la tendencia hacia el objeto que una vez describió Hugo Rivera Scott —y Justo Pastor Mellado resaltó cuando murió Juan Luis Martínez— sobre el arte plástico en Valparaíso, pero llevado al terreno poético. La edición y las ilustraciones proyectadas por Hugo Rivera Scott conforman un aspecto contrapuntístico del libro. Tanto Manual de sabotaje (1969), de Thito Valenzuela, como La puerta giratoria tienen una filiación con el pop, en el sentido de un lenguaje concreto y cotidiano, donde cierto juego con la imagen da cuenta de la relevancia de la mirada. Manual de sabotaje, en su portada, acusa recibo de una alegoría de la colonización, tal como se verá en los poemas a “los padres de la patria” y, en cierta medida, la muestra de una versión de la historia que se verá confirmada con el golpe del Estado. Conformaun registro iconoclasta e inusual, que anuncia los estallidos y quiebres en los modosde representación de la historia, incluidas las estatuas.
Es sugerente el trabajo editorial y material que expande Thito Valenzuela: a inicios de los setenta fue el diagramador de la revista Nueva Atenea de la Universidad de Concepción, dirigida sorpresivamente por Enrique Lihn. Eran ediciones con una gráfica explosiva; el número 424 emplea un naranjo intenso, con una flecha rosada y blanca, donde asoma UP en el centro. Frente a las actuales revistas universitarias, esta Nueva Atenea de la Universidad de Concepción ofrece aires transgresores. Las entradas gráficas expresan una vanguardia popular, donde textos e imágenes establecen diálogos, cruces, contrapuntos o simetrías, en un pensamiento que vuelve indiscernible visualidad y escritura. Es decir, una vuelta de tuerca a la habitual idea de la ilustración como sumisión a la escritura. Los dibujos y los murales, las fotos y las columnas, adquieren una libertad que permite pensar la revolución de los signos en concordancia con la transformación popular. En un dato a considerar, es relevante señalar que, tal como Lihn, Thito Valenzuela estudió en la Escuela de Bellas Artes y asistió a las habituales conversaciones del Grupo Cinema de Viña del Mar, donde varios poetas, artistas plásticos, cineastas, músicos, entre otros, conformaron un tejido de relaciones que permitió crear en Valparaíso un campo de experimentación4.
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La pantalla del cine ha influenciado los modos de comprender la escritura y el libro. En los sesenta, esta memoria afectiva es plausible en la escritura poética. Por mucho tiempo olvidado, Cinepoemas (1963), de Sergio Escobar, incluye dicho formato en el montaje de los capítulos y fotografías como fragmentos no tanto de una película, sino de la función en la sala. Al interior de esta actualizada alegoría de la caverna, las miradas, la luminosidad y la soledad en la compañía de una masa ofrece una experiencia sonora y visual. Aun cuando no lo pareciera en un primer momento, Cinepoemas puede leerse en constelación con las formas de trabajo de Guillermo Deisler. Es preciso recordar que Deisler se dedicó en el exilio a su trabajo de coreógrafo. Así como el escenario de las obras de teatro puede verse como un libro, donde el lector ocupa un ángulo determinado para mirar, el lector a su vez puede disponerse a ver las páginas como un espectáculo de las letras. Deisler bosqueja ejemplares para ser expuestos como cuadros o para montarse como instalaciones —al modo de otros trabajos que realizó tempranamente de esta manera—, haciendo de la edición una coreografía visual; es decir, las páginas son desplegadas en un escenario, donde el lector se ubica a la manera de un espectador.
Montaje, escenografías, fotos y grabados, una expansión desde la mirada horizon- tal a la vertical, y viceversa. Pared y papel. Pantalla y ejemplar. Judson Hall Tower, el libro experimental de Jorge Narváez —publicado en 1986—, fue diseñado como Raymond Queneau en Cien mil millones de poemas: las viñetas de las páginas se intercalan, creando nuevos textos y formas de mirar. De este libro, que conservo el recuerdo del préstamo que me hizo Gabriel Indey en un viaje al norte, podrían escribirse múltiples entradas y comprensiones de la escritura; poeta extraño y sugerente tanto en su investigación ensayística como en la forma de articular su testimonio de Nueva York. Hernán Miranda escribió una hermosa e intrigante despedida en 1995 que recuerda su paso por el grupo Arúspice. Da la impresión que Narváez hizo de sus viajes una propuesta experimental y de conocimiento que quedó trunca con su pronta muerte.
Sergio Escobar comienza Cinepoemas (1963) con la hermosa imagen de la sala en la oscuridad. En una suerte de fenomenología de la luz, la poesía da cuenta de una pantalla circular. Las imágenes que incorpora el libro parecen pequeños fotogramas que incluso titulan algunos poemas. Recursos y procedimientos de montaje, las páginas son tomas de cámara. Cine de poesía —como gustaba decir a Pasolini—, los versos entrecomillados asoman como diálogos de la nouvelle vague francesa (¿estos poemas podrían articular guiones delirantes de Raúl Ruiz o podría pensarse a su vez la poesía de Ruiz como perspectiva de una cámara?). Entre las elipsis, la imagen fija, la expresión poética, se busca provocar una integración de los sentidos. Los poemas sugieren un ritmo, un tono que escapa de la secuencia narrativa; exploraciones que las imágenes en movimiento y los sonidos llevan a cabo a través de las desviaciones e irrupciones del montaje. Las anotaciones de Carlos Hermosilla a estos poemas perfilan una continuidad experimental y colaborativa en Cinepoemas. Es un libro en que el reparto está conformado por Andrés Sabella, en la “cinepresentación”; Roberto Solari, en los fotogramas; Carlos Hermosilla, en “Apunte”; además de mimetizar en la secuencia los intermedios y el orden de aparición de los poemas, e incluir una sinopsis crítica de lo que se ha dicho sobre la escritura de Escobar. El acontecimiento creativo se concibe como construcciones de mundo, potencias siderales de la escritura que permitiría una sinestesia y explosión de formas de vida gracias a las huellas incalculables de las imágenes.
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“La pena de ver postergados por algunos años más los grandes anhelos del pueblo de Chile no impide que sigamos trabajando precisamente por el porvenir y para preparar el porvenir”5, le escribe en una carta de agradecimiento Carlos Hermosilla a Guillermo Deisler, quien le había enviado Personajes de mi ciudad, el libro de 1964 con poemas de Rolando Cárdenas y estampas sobre papel volantín. El compromiso popular se nota en las publicaciones, aunque no al modo identitario como usual- mente se piensa la cultura desde el nacionalismo. Las ediciones de los sesenta y, luego, durante la Unidad Popular, destacan en cantidad y combinación de registros. “Alta cultura” (extraño término), gráfica huasa, música docta y pop, poesía de paya y vanguardista, etc.; en estos cruces transitan escrituras diversas, mixturando tonos y formas de vida. La Unidad Popular cristalizó un proceso de décadas, donde los tonos y registros de lo permitido y lo posible se expanden de tal modo que las fronteras del arte se ven sobrepasadas. Gustavo Becerra, Hans Stein, Violeta Parra, Víctor Jara, por ejemplo, pueden musicalmente alternar entre ámbitos universitarios y populares. El peculiar “fascismo” chileno6 quiere siempre volver a supuestos valores sólidos que nunca fueron tales. El lugar de la mirada poética, de la escucha y la apertura a lo insospechado, trae consecuencias en la percepción y la concepción de mundo. No medibles y dominables (primera garantía de la sujeción en el lugar de clase); la naturalidad de la mercancía y la distinción del gusto estético se ven sobrepasados por la contaminación de los diferentes estratos de construcción social.
La puesta en juego de esta crisis de la lógica de la identidad encuentra en otra experiencia su lugar; otro espacio en que lo poético se desplaza. Gustavo Becerra compone la música de Altocopa. Cantata en 144 versos y una sed (1970); poemas de Andrés Sabella y la gráfica de Pedro Olmos se reúnen en el libro-vinilo. Rojo en la portada, un campesino pobre y un huaso con botas y espuelas asoman cantando borrachos. Al modo de la Leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth, la publicación juega con el carácter mítico del alcohol y la vida ensoñada; Noé con chuica, dama- juanas y durmiendo la mona; el anatema del barco en la botella; un santo vestido de huaso, bebido, creciéndole parras por las piernas y pisando uvas con un pie; poesía, dibujo, música y canto, donde San Vicente vinatero lleva una guitarra y una épica del gozo. El vino blanco, bebida de salón y música acorde con su rol, rivaliza con el vino tinto, gracias a la comida y la cueca popular; música de Becerra que alterna con los versos de Sabella, tonadas de gran rivalidad que Hans Stein pronuncia con el tono de un alemán tenor, cuya última trifulca es ganada por el tinto: “¡Nuestro señor Jesucristo/ me tuvo de compañero!” (p. 24).
Este grupo de músicos doctos, poetas y dibujantes populares contienen la aspiración que adquiere mayor fuerza en los sesenta y principios de los setenta. Convergen en las expansiones de una época que no requiere llamarse inter o transdisciplina, sino simplemente popular. Andrés Sabella quizá sea una figura sugerente de pensar en ese comunismo heterodoxo y aventurero; era un poeta que conocía de estas relaciones entre poesía, dibujo, edición, crítica y política. Explorador de la visualidad, hay varias publicaciones que llevan el sello de sus ilustraciones. Colaboró en Los rostros de la lluvia (1970), de Marino Muñoz Lagos, y escribió sobre la relación entre poesía y dibujo. Sus ilustraciones son una especie de muralismo de papel. Evocadores y sencillos, las formas y los colores empleados lo acercan a la impronta popular de las brigadas de la Ramona Parra. Con la sencillez del trazo, que Francois Cheng observa en los dibujantes chinos, Sabella va incrustando pequeñas piezas gráficas de sustracción. Sintetiza las líneas y colores de rostros, por ejemplo, entre fondos que componen un ritmo visual. Sus dibujos podrían pensarse como ventanas en el papel. En ellas se abren mundos insospechados, ensoñaciones que conectan el despertar con el fantaseo, el sueño y los jeroglíficos de la imaginación. Mixturas que la poesía y el dibujo llevan a materialidad. John Berger (2012) asocia el acto de dibujar a una compleja filosofía, como si la mano se orientara en la oscuridad a la manera de un murciélago; el nombre del artista, firmado a menudo en negro abajo en el papel, confirma el resultado del naufragio en los ríos de la representación. Tanto Sabella como Carlos Hermosilla siguieron publicando poesía y sus dibujos en el apagón de la dictadura. Si Hermosilla fue el que dio formato —entre las décadas del treinta y sesenta— a las imágenes de Pablo de Rokha con sus hermosos grabados de es- cenas populares y el retrato del poeta, coincidiendo con los movimientos sociales de la época, en dictadura persistió en este trabajo editando sus propios libros de poesía y colaborando con otros escritores en la visualidad de las palabras. Hermosilla conforma un ejemplo de vida en la épica del creador popular.
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Un editor puede ser un asesino en serie. El Gringo Richard, editor de Kultrún, es un personaje del western sureño Disparos sobre Valdivia, de 1997. Esta novela, hecha de cuentos cortos, comienza con una descripción detallada de una imprenta y de una prensa tipográfica; el lugar del crimen y las fechorías de poetas, pintores, actrices, buscados afanosamente por la BRICOVAC, brigada contra el vicio del arte y la cultura. Maleantes asociados al oscuro mundo del jazz, al taller de teatro municipal y a sucios mafiosos del negocio editorial, hacen del hampa valdiviano una concertación de personajes variopintos: O’Hara, el detective, y su rival, el maleante Pedro Guillermo Jara, alias Cuentobreve; Maha Vial, la Poeta; Ricardo Mendoza, el Gringo Richard; Claudia Constable, la Gringa Flaca; Víctor Ruiz, el Vitoco; Yanko González, Poeta Precoz; Clemente Riedemann, el Kaiser, y hasta los mismismos Germán Arestizábal y Jorge Teillier, entre otros personajes de gánster y detectives salvajes. Con su Colt 45, O’Hara vestido con un gabán es el sheriff de la imaginación sureña que participa cual Taxi Driver . Harry, el sucio, en esta ordalía gótica de escritores que se organizan frente a la vigilancia del fiscal. Los mismos que, en años de dictadura, se reunieron a través de piños artísticos para crear lasuralidad (2012), tal como Riedemann y Arellano denominaron a la literatura del sur de Chile.
Pedro Guillermo Jara, autor de esta pequeña zaga, era un microcuentista fabuloso. Lo conocí con su bici y relaté dicho encuentro en una pequeña crónica7. Vino a dejarme en aquella ocasión un telegrama. Los vendía a quinientos pesos en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral, su espacio vital. El sendero de la mariposa (antología personal) (2018) fue su última publicación en vida; reúne ediciones muy diversas y exploratorias, que no se contienen en un ejemplar. Narrador mitológico, Pedro Guillermo Jara llega a finales líricos como Alfonso Alcalde, gracias a historias desopilantes y al mismo tiempo entrañables, siempre al filo de la poesía. Y, al mismo tiempo, conjugaba los formatos con los tipos de narraciones; por ejemplo, hizo una casaca con microcuentos; editó junto a Ricardo Mendoza Caballo de proa; creó el rollo de Chile Chico —donde vivió cuando niño— y sus telegramas, los que repartía individualmente o en una cajita de 10 hojas, cuidadosamente dobladas tal como todavía entregan los carteros, desplegando hermosas piezas breves de una imaginación prodigiosa.
Los personajes del cine de Pedro Guillermo Jara habitan un espacio similar a los de Germán Arestizábal. La suralidad conformaba una ensoñación con la bruma, los trenes, las bandurrias, los teatros, los grupos en los bares y, en general, ese mundo imaginado por poetas y escritores de Patagonia blues. Poesía, narraciones y cine B, detectives y maleantes, actrices eróticas como Maha Vial —su compañera de vida— o editores, poetas, pintores, actores y gringos, todo a la vez, como Ricardo Mendoza.
Imagino a Pedro Guillermo Jara en un western moderno, abriendo las puertas del bar y con su Colt en la mesa pedirle a la barwoman un Manhattan Chilean —la poeta Maha Vial inventó, dicen, una nueva receta— para terminar la noche con un trago. Noche, eso sí, que recién comenzaba en la Valdiviana o en el Tragabar, donde los artistas seguían planificando nuevos asesinatos en serie en el mundo del hampa, es decir, publicando libros, revistas y pantallas luminosas en papel. Es la labor que en Valdivia cumplió este grupo, editando y organizando actividades frente a la dictadura, sobre todo la revista Caballo de proa, que en la transición cambió de formato para ser editada como la revista más pequeña de Chile; es también una imagen mínima, de baja intensidad, pero que reverbera el lugar resistente de la poesía y el arte en el país: un contragolpe que, en su repliegue frente a la sociedad comprendida como extensión del mercado, proporciona hallazgos y creaciones imaginativas en las formas de vida.
Estas hermosas ediciones, ya sea por sus formatos precarios, materialidades y, sobre todo, la confluencia de voluntades colectivas, dan cuenta de órbitas de escrituras poéticas que hicieron frente a una sociedad embarcada en las nuevas formas del capitalismo y al desprecio e ignorancia del dictador. El peso de la noche de Chile. Si tuviéramos un archivo en alguna institución dedicado a los diseños de libros, es muy probable que encontrásemos más ejemplares donde estos cruces propicia- rían una versión amplia acerca de las relaciones entre textos e imágenes. La figura futbolística del “contragolpe” empleada por Sergio Mansilla puede extenderse en este sentido no solo a las prácticas de resistencias literarias ante el golpe de Estado, sino también al carácter antitético del arte, ya sea como negatividad frente al curso del mundo o bien como formación alterna en las experiencias de vida. En ambos casos, se trata de un asunto de testimonio contrapuntístico de la potencia frágil de la poesía y las artes al crear, en su inmanencia, una práctica libertaria.
Agradecimientos
Fondecyt Iniciación N° 11190215
Referencias bibliográficas
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Notas
Notas de autor
jorge.polanco@uach.cl