Artículos español

SIRENAS QUE CANTAN LA VIDA: EL SUJETO FEMENINO MODERNO EN VIDA A VIDA (1932) DE CONCHA MÉNDEZ

Laura de la Parra Fernández
Universidad de Nebrija, España

REVISTA INTERNACIONAL DE CULTURAS Y LITERATURAS

Universidad de Sevilla, España

ISSN: 1885-3625

Periodicidad: Anual

núm. 23, 2020

marriaga@us.es



Resumen: El presente artículo analiza el poemario Vida a vida (1932), de Concha Méndez, desde la perspectiva de la escritura femenina en la vanguardia española. Tras analizar la representación de temas como el amor o la existencia, se argumenta, siguiendo a Altamirano, Quance o Capdevila-Argüelles, que la poesía de Concha Méndez propone una revisión de las vanguardias a partir de la expresión del sujeto femenino moderno que emerge a principios del siglo XX.

Palabras clave: Concha Méndez, Sinsombrero, vanguardias españolas, estudios de género.

Abstract: The present paper analyses Concha Méndez’s poetry collection Vida a vida (1932) from the perspective of female writing in the Spanish avant-garde. By analysing the representation of themes such as love or existence, I argue, following Altamirano, Quance or Capdevila-Argüelles, that Concha Méndez’s poetry proposes a revision of the avant-garde through the voice of the emerging twentieth-century modern female subject.

Keywords: Concha Méndez, Sinsombrero, Spanish avant-garde, gender studies.

SIRENAS QUE CANTAN LA VIDA: EL SUJETO FEMENINO MODERNO EN VIDA A VIDA (1932) DE CONCHA MÉNDEZ

Concha Méndez nació en Madrid en 1898 en una familia acomodada. Su familia, siguiendo las costumbres de la burguesía de la época, la obligó a dejar de estudiar a los catorce años, le impidió el acceso a libros y periódicos, y, por supuesto, a una formación universitaria (Nieva-de la Paz, 2009: 111). Méndez se escondía para leer, afirma en las memorias escritas por su nieta (Ulacia Altolaguirre, 1990: 45), e intentó formarse de manera autodidacta. Tras terminar un noviazgo de siete años con el cineasta Luis Buñuel—que nunca le presentó a sus amigos artistas de la Residencia de Estudiantes—, Méndez entró en contacto con Federico García Lorca. Este la invitó a un recital en el Retiro (Fernández Urtasun, 2013: 218). A partir de ahí, Méndez iniciaría una prolífica y variada vida artística, la cual relataremos brevemente para indicar la relevancia de su posición como mujer artista en una época en la que el arte femenino aún era denostado.

Deportista, nadadora y poeta, Méndez encarna a la new woman, flapper o garçonne. Este ideal llega a España debido a la renovación de los roles de mujer en países como Francia, Estados Unidos o Gran Bretaña a raíz del sufragismo y de que las mujeres ocuparan trabajos tradicionalmente masculinos durante la Primera Guerra Mundial. Estas mujeres de pelo corto, físico andrógino y aspiraciones cosmopolitas fueron llamadas “hijas de la masculinización impuesta por la guerra” (Barrera López, 2014: 223), pero también fueron denostadas y ridiculizadas tanto por progresistas como conservadores por ir en contra de la condición supuestamente natural de la mujer: ser esposa y madre (Barrera López, 2014: 224; Quance, 2001: 106; Quance, 1998: 193).

Concha Méndez fundó el Lyceum Club en 1926 junto con Ernestina de Champourcin, con sede en la calle de Infantas de Madrid. El Lyceum Club aportaba a las socias conferencias, exposiciones de pintura, conciertos y una biblioteca. Los hombres solo podían entrar en calidad de invitados, lo cual provocó sátiras y críticas entre escritores contemporáneos (Quance, 1998: 192). Por ejemplo, Ernesto Giménez Caballero, en “Las mujeres de Cogul” (publicado en La Gaceta Literaria el 1 de diciembre de 1932) indica su asombro ante el hecho de que “un buen día, breve grupo de señoras cogulenses se presentaban a los Tribunales solicitando permiso para inaugurar un local de señoras solas—que no sería convento ni casa de prostitución, sino una especie de locutorio presidido por la náufraga de Ken” (en Quance, 1998: 192n23)1. En efecto, estas autoras pertenecientes a la generación del 27 desafiaban a las normas sociales incluso dentro de los círculos artísticos más transgresores: Méndez, junto a Maruja Mallo, instauraron el “sinsombrerismo”2, movimiento por el que hoy se conoce al grupo de mujeres que quedaron excluidas de la generación del 27 en ensayos y antologías. Entre las “Sinsombrero” se encuentran artistas, pensadoras y escritoras como Ernestina de Champourcin, Josefina de la Torre, María Teresa León, María Zambrano, Margarita Manso, Ángeles Santos, y las propias Méndez y Mallo. Como afirma Méndez en sus memorias, el nombre del grupo surgió con un “simple gesto” que tenía un significado simbólico:

Íbamos por los barrios bajos, o por los altos, y fue entonces que inauguramos un gesto tan simple como quitarnos el sombrero. . . . De haber llevado sombrero, decía Maruja, hubiese sido en un globo de gas: el globo atadito a la muñeca con el sombrero puesto. En el momento de encontrarnos con alguien conocido, le quitaríamos al globo el sombrero para saludar. El caso es que el sinsombrerismo despertaba murmullos en la ciudad. (Ulacia Altolaguirre 1990: 48)

Esta actitud, señalada por los críticos como una forma de “desidentificarse de la burguesía, ya que entonces era obligado llevar sombrero entre las mujeres de clase media” (Barrera López, 2014: 235), puede interpretarse también en clave de performance y de transgresión vanguardista: de la vanguardia entendida como “otro modo de estar en el mundo” (Durán, 2012: 174). De hecho, los tres primeros libros de poemas de Concha Méndez, Inquietudes (1926), Surtidor (1928) y Canciones de mar y tierra (publicado durante su estancia en Buenos Aires en 1930), están ampliamente influidos por las vanguardias y “expresan una imagen de la mujer emancipada inusitada hasta entonces, y profundamente rupturista con la sociedad conservadora” (Calles Moreno, 2014: 153). Méndez también era una gran aficionada al cine: en 1927 escribe el guion Historia de un taxi, que da nombre a la película rodada en Sevilla en el mismo año. En 1931 publica la obra de teatro El personaje presentido (1931), de corte vanguardista, que encarna la dicotomía interior de la mujer moderna (Bellver, 1991). Con grandes ansias por viajar, Méndez se marcha a Londres en 1929, donde trabaja como traductora y profesora de español (Calles Moreno, 2014: 154), y después a Buenos Aires, donde entra en contacto con reconocidas poetas como Alfonsina Storni. Ya en Surtidor e Inquietudes se aprecia el ámbito doméstico como algo asfixiante, así como el deseo de volar lejos: “¡Alas quisiera tener/ y recorrer los espacios/ viviendo la libertad/ deliciosa de los pájaros!” (“Alas quisiera tener”; Méndez, 1995: 164).

Tras casarse con el poeta Manuel Altolaguirre, el matrimonio funda una imprenta que publicará algunas de las revistas literarias más importantes de la época: Héroe, 1616, Caballo verde para la poesía, Hora de España; así como las colecciones de libros como “La tentativa poética”, “El ciervo herido”, la colección “Héroe”. El piso de Altolaguirre y Méndez, en la calle Viriato de Madrid, se convierte también en lugar de reuniones de escritores y artistas contemporáneos. Durante su matrimonio con Altolaguirre, Méndez publica los poemarios Vida a vida (1932) y Niño y sombras (1936), que interrogan temas como el matrimonio, el deseo femenino, la mortalidad infantil y la pérdida, desde un tono que “delata un conocimiento de fray Luis de León y San Juan de la Cruz” (Quance, 1998: 194). La formación del sujeto femenino moderno en Vida a vida a través de la subversión de diferentes tropos vanguardistas ocupará nuestra investigación en este ensayo.

Méndez se exilia en Europa, Cuba y México, y aunque seguirá publicando hasta el año de su muerte, en 1986, su poesía no llegará a España hasta 1967 (Villancicos de Navidad y una antología de su obra poética en 1976). Como muchos críticos afirman, la obra de Concha Méndez ha estado falta de reconocimiento y análisis (Altamirano, 2007; Wilcox 2001; Mangini 2001; Bellver 1991). Shirley Mangini sugiere que “Concha Méndez es quizá la más olvidada de todas las modernas” (2001: 168). Entre los motivos que lo expliquen, a menudo se cita el carácter “masculinizado” que Ortega y Gasset otorga al arte moderno, a partir de un ensayo de Georg Simmel, en el número inaugural de la Revista de Occidente3. Otro motivo para su exclusión del canon puede ser la antología compilada por Gerardo Diego en 1932, que fue crucial para fijar los miembros de la Generación del 27, y que no incorpora ninguna mujer hasta su segunda edición, de 1934, en la que solamente incluye a Ernestina de Champourcin y a Josefina de la Torre. Hoy en día, rara vez los libros de texto, ni siquiera los universitarios, incluyen a las Sinsombrero.

El impacto de esta exclusión dura hasta nuestros días: en la introducción a la antología de Concha Méndez editada por Hiperión en 1995, edición que usaremos en nuestro artículo, James Valender “confiesa” que su obra es “muy desigual” (1995: 12), e incluso la contraportada del libro indica que “Concha Méndez no se encuentra entre las mayores [poetas de su generación], pero sería injusto desconocerla”. Por otro lado, es significativo que tanto en la antología de 1976 como en la de 1995 se excluyan en su mayoría los poemas de sus tres primeros libros, de corte más vanguardista, que críticos como Quance afirman que no son su mejor producción (1998: 194; 2001: 111), como si mujer y vanguardia estuviesen reñidas también sobre el papel. Altamirano (2007) desmiente esta afirmación, mostrando una continuidad de tropos y temas a lo largo de la obra de Méndez, a pesar de un giro hacia una tradición más “humanística” a partir de Vida a vida.

Si bien en la Segunda República española (1931-1936) la mujer obtiene igualdad legal ante la constitución, y se le reconocen por primera vez derechos como el voto, el divorcio, el seguro de maternidad, así como la promoción de la coeducación y la educación femenina a todos los niveles, la sociedad republicana seguirá sin considerar a la mujer como una igual. Por un lado, como hemos apuntado, la poesía de Méndez, y en general, la poesía escrita por mujeres de la generación del 27 quedó relegada al olvido. Por otro, la posición de la mujer moderna constituye una doble subversión: la propia del vanguardismo, que pretende romper con las normas establecidas del arte, y la posición de la mujer escritora, que se sale de su rol pasivo y silencioso. Como afirma Pilar Nieva de la Paz:

[c]ada vez que las mujeres han roto con los límites que social y culturalmente se les han impuesto, saliendo de los espacios domésticos y subvirtiendo los roles establecidos (la mujer pasiva, obediente, respetuosa y sumisa, fiel y abnegada, entregada hasta el sacrificio al cuidado de los suyos), aunque haya alcanzado el éxito en sus metas y haya logrado destacar en el mundo público, logrando una cierta visibilidad y/o un cierto acceso a la influencia y el poder, han sido estigmatizadas como antiheroínas, marcadas por la transgresión prohibida de su estatus social. (2009: 108-109)

Las escritoras vanguardias se enfrentaban, además, a otra paradoja: la vanguardia se consideraba eminentemente masculina. Como comentamos más arriba, Ortega y Gasset defendió la “deshumanización” del arte en la Revista de Occidente a partir del ensayo de Georg Simmel, “Cultura femenina”, que afirmaba sobre la poesía que la “rigidez de la forma es como una condición previa de masculinidad” (citado en Quance, 1998: 193). El verdadero arte, el arte “trascendental”, para Ortega, debía dejar a un lado los sentimientos. Todo aquello creado por mujeres se convierte, entonces, en “cursi”. Este calificativo de “cursi” a la escritura y el arte femenino puede deberse a una reacción contra la “eclosión poética que se había producido entre las sudamericanas y a los primeros pinitos que hacían en este sentido las españolas”, como apunta Quance (1998: 106). Así, afirman Nuria Capdevila-Argüelles y Roberta Quance que en el vanguardismo español “dejó de llevarse” el amor (2010: 1). Estas críticas matizan que no es que dejara de escribirse sobre este reconocido tema poético universal, sino que “el amor desempeña un papel negativo en el afianzamiento de la retórica de los años veinte. Tanto es así que, durante algún tiempo, para los primeros vanguardistas distanciarse del amor o, en general, del sentimentalismo constituye casi un rito de iniciación, como se ve en la actitud burlona de Dalí y Buñuel hacia Lorca y la ‘putrefacción’” (Capdevila-Argüelles y Quance, 2010: 1).

En su artículo sobre representación del amor y los espacios domésticos en las vanguardias españolas y francesas, Alicia Kent (2010) analiza la problemática representación de la mujer en obras de artistas supuestamente transgresores. Al tildar la realidad doméstica y la familia de “burguesa”, y situarse el artista en la posición antiburguesa, se llevan a cabo visiones de la mujer reduccionistas y hasta misóginas: por ejemplo, André Breton hace observaciones positivas sobre la violación o el sufrimiento psíquico (Kent, 2010: 174). Como afirma Kent, siguiendo a Gauthier, “ninguna de las representaciones [vanguardistas] de la mujer le permiten ser autónoma” (2010: 174; mi traducción)4. De hecho, Kent aduce que la mujer aparece en los espacios surrealistas como objeto de transformación, pero también de su propia negación, al tratarse del símbolo de la domesticidad burguesa (2010: 186), lo que problematiza así el rol de la mujer moderna, que es continuamente silenciada5.

Sin embargo, como afirman Capdevilla-Argüelles y Quance, esta posición “masculinizadora” del arte, aunque niegue el lugar enunciador de la mujer artista, era atractiva para jóvenes que deseaban desvincularse del pasado de sus madres y optar a un futuro distinto: “en lo que escriben o pintan, en su actividad cultural y en su persona, cancelan, problematizan o dejan en suspenso el amor, la maternidad y cualquier rasgo identitario asociado a la feminidad esencial” (2010: 3). Esto puede observarse en las nadadoras atléticas de Inquietudes y Surtidor de Méndez, así como en sus pescadoras o viajeras marineras, que se caracterizan por su libertad de movimiento y sus ansias de recorrer el mundo por sí misma (Calles Moreno, 2014: 162). Esto es, las artistas se unen a la vanguardia aunque la vanguardia las rechace, porque les permite explorar una conciencia subalterna hasta ahora vetada tanto por la sociedad como por el arte.

Hacia finales de los años veinte y comienzos de los treinta, la poesía vuelve a “humanizarse”, inspirándose en los poetas místicos y propugnando un nuevo romanticismo, tanto literario como político. Se permite así volver a hablar del amor y de lo “cursi” tras su negación (Capdevilla y Quance, 2010: 4). En nuestro análisis de Vida a vida, situado al final de la vanguardia y al comienzo de la rehumanización del arte, veremos que Concha Méndez recupera temas como el amor romántico o el deseo, pero de una forma rompedora y subversiva, pues permite que el sujeto femenino moderno exprese su experiencia, hasta ahora silenciada, otorgándole agencia individual y, hasta cierto punto, política.

Como hemos expuesto anteriormente, los críticos señalan que la vuelta a la humanización del arte y la influencia de los poetas místicos está presente en la época en la que Méndez publica Vida a vida (Quance, 1998: 194-195). Si bien algunos críticos han señalado que esto le permite a la poeta regresar a una voz “feminizada” (cayendo en la falacia de confundir el género del autor con el género de la voz poética)6, Quance señala otra situación de importancia para el cambio de tono respecto a libros anteriores: la transformación de la mujer en ciudadana de pleno derecho durante la Segunda República (2001: 113). En efecto, la voz de la poesía mística suele ser una voz femenina que habla del amor al Otro (Quance, 2001: 113), pero también es una voz carnal y sensual7. Así, Wilcox apunta que en Vida a vida se explora “abiertamente (…) la sexualidad física femenina” (2001: 214), un tema tabú hasta la fecha, y Quance afirma que en los poemas de dicho libro hay “francas alusiones al amor carnal y a la igualdad de dos cuerpos y dos vidas en lucha (sea esta amorosa o existencial)” (2001: 112). La voz poética de Vida a vida nombra plenamente su experiencia y su existencia.

En el prólogo a la edición de 1932, Juan Ramón Jiménez habla del “mono añil” que permite a la poeta ser “cajista de imprenta, enrolada de buque, polizón de zepelín, todo por la Poesía delantera que huye en cruz de horizontes ante las cuatro máquinas” (1995: 57). Desde el asombro, y quizás el fetiche, Jiménez se asombra de lo polifacético de la Méndez-autora (el mono azul se refiere al mono que Méndez se ponía para trabajar en la imprenta [Ulacia Altolaguirre, 1990: 87]), pero también de la voz poética:

Concha Méndez era la niña desarrollada que veíamos, adolescentes, con malla blanca, equilibrista del alambre en el casino de verano; la que subía con blusa de marinero del aire, prologuista de la aviación en el trapecio del Montgolfier cabeceante y recortaba su desnudo chiquito blanco negro sobre el poniente rojo; la sirenita del mar que sonreía secreta a los mocitos en su nicho de cristal, acuario esmeraldino, entre algas corales y otras conchas; la campeona de natación, de jiujitsu, de jimnasia [sic] sueca. La hemos encontrado en el Polo, el Ecuador, el cráter del Momotombo, la mina de Tarsis. (Jiménez, 1995: 57)

Si hay algo que llama la atención en la enumeración de Jiménez es su mirada, que encarna la mirada masculina. Las figuras que se enumeran—la nadadora, la viajera, la equilibrista—, además de que Méndez fuese campeona de natación en la vida real y viajase, son figuras que aparecen en sus poemas anteriores. En esos poemas, como comentamos más arriba, la figura femenina se caracteriza por su independencia y movimiento: es ella la que mira el mundo, quien lo describe, quien lo explora. Sin embargo, en el prólogo de Juan Ramón Jiménez, es a ella a la que la miran, como si de una rareza se tratara, y no sin cierto erotismo (“la niña desarrollada”, “recortaba su desnudo chiquito”, “sonreía secreta a los mocitos”). Hay un intento de aprehender la Otredad: de saber en qué piensa el Otro, de capturarlo y de fijarlo sobre el papel, como ya hemos visto que hacían los vanguardistas con las mujeres-musas-símbolo. Al final del prólogo, la muchacha vuelve a estar inmóvil y dormida, típica representación de la mujer pasiva, si pensamos en representaciones canónicas como La bella durmiente, Blancanieves, la Albertine de Proust, la Dama de Shalott de Lord Tennyson o la “mujer callada” del poema de Neruda:

Pero cuando la volvemos a ver en casa es la muchacha sin ir… Ahora está echada en la madreperla que se subió a su piso cuando fue buza, estática contra la ventana estrellada, mirando los paraísos de colores nocturnos que suman floras meteoros faunas accesibles por caminos de aire tierra fuego agua. (…) Se tiende del todo. Se entreduerme, brújula nerviosa de carnes sobre la rosa erecta de los vientos. (Jiménez, 1995: 58)8

Como vemos, hay un regreso al estatismo y al interior: la muchacha está dormida, lo que ha visto son solo imaginaciones, y duerme sobre una “rosa erecta de los vientos”, claro símbolo fálico, que además apunta a que es la rosa la que determinará su destino, no la muchacha. Vemos de nuevo un intento de dominación del sujeto femenino desde la escritura. Nada más lejos de lo que propone la voz poética de este libro: mostrar la subjetividad del Otro, permitiéndole hablar y enunciarse desde lo políticamente negado y hasta prohibido, como demostraremos en nuestra lectura.

Ya en el primer poema, “Recuerdo de sombras”, aparecen dos de los temas principales del libro: la memoria de otras vidas pasadas—o vidas posibles no realizadas—y el deseo sexual. La voz poética describe así el coito con el amante: “Síntesis de las horas./ Tú y yo en movimiento/ luchando vida a vida,/ gozando cuerpo a cuerpo.” (9)9. Como vemos, la primera persona del plural indica que la voz femenina también está implicada: es una parte activa, no pasiva, del acto sexual. La voz poética “lucha” y “goza”, hay una llamada a lo terrenal, al cuerpo, considerado tabú en la voz de la mujer—que debía ser reservada y casta. La parte oscura del deseo también se hace visible en el poema: “Dices que en estas sombras/ Vives en mi recuerdo,/ Y son las mismas sombras/ Que están en mí viviendo.” (9). El recuerdo de las sombras puede referirse tanto al amor pasado—que el amante recuerda a través del cuerpo de la amada—, como el ensombrecimiento “del alma” al encontrarse con la parte más material y animal del ser humano: lo que una “señorita” no debía decir, ni reconocer. El deseo también aparece como algo que la voz poética ya esperaba, que conocía antes de haberlo encontrado: “Te vi venir presintiéndote,/ Por el caminito estrecho./ (…)/ La mano que te tendía/ Tuvo un florecer de sueños./ Con el brillo de tu espada/ Las sienes se me encendieron.” (63). Como vemos, los sueños tienen un significado a lo largo del libro de conocimiento experiencial, como una forma de intuición o de acceso a lo prohibido: la “espada” del poema es una clara referencia fálica.

A diferencia de la mujer dormida y pasiva del prólogo de Juan Ramón Jiménez, la mujer dormida en los poemas de Concha Méndez alcanza la autonomía y el conocimiento. Otro ejemplo de esto es el poema “No me despiertes”: “No me despiertes, amor,/ Que sueño que soy sirena/ Y que eres el nadador/ Que va a una playa morena/ A bañarse a la claror/ En la noche de luna llena.// ¡No me despiertes, amor!” (65). En este poema, la amante le pide al amado que no le despierte, pide que le dejen seguir durmiendo y, como afirma Altamirano, “contemplando sus fantasías sexuales en sus sueños” (2007: 55; mi traducción)10, lo cual pone de manifiesto su autonomía como sujeto deseante. Altamirano observa que la nadadora ha pasado a ser una sirena, y el nadador ahora es un hombre, aunque la sirena de Méndez no es amenazadora ni tentadora, no canta para atraer a sus presas, sino que se mantiene inmersa en sus fantasías (2007: 55-56). Esta sirena, pues, no es “la sirenita del mar que sonreía secreta a los mocitos en su nicho de cristal” que afirmaba Jiménez en el prólogo del libro (1995: 57). La sirena canta su propia canción: la canción de Vida a vida, “que no se define a través de su relación con lo masculino, sino que determina su propio destino” (Altamirano, 2007: 57; mi traducción)11.

En otro poema, la voz femenina describe un posible orgasmo sin mencionar al amante. El deseo sexual se convierte, para la voz poética, en un encuentro consigo misma: “A tan alta presión llego/ que se saltará mi sangre/ y se me quedará viva/ y hecha de fuego en el aire.” (66). Aquí el deseo sexual y el autoerotismo se describen como un rapto místico y como un viaje en busca de una misma: “¡(…) por donde voy a mi encuentro/ y sin lograr encontrarme!” (66). Sin embargo, no hay en el texto temor ni pudor, en contra de los ideales de mujer del momento, sino una profunda búsqueda y aceptación de la experiencia tal como es. Así, la sirena de Méndez canta su propia subjetividad sin atender a normas ni a restricciones políticas, sino que expresa la conciencia de la mujer moderna demostrando que es una experiencia tan profunda y digna de ser escuchada como la masculina, y que no es “cursi” ni reduccionista, como podrían haber apuntado los vanguardistas.

Otro de los temas que el libro explora es la transformación de la vida junto al ser amado. No se idealiza el amor romántico, sino que se describe la experiencia con todos sus claroscuros, especialmente la pérdida de libertad que podía suponer para una mujer de la época. Como a implica el título, Vida a vida, las diferentes etapas de una vida constituyen un profundo cambio y transformación en el yo interno. En “¿Dónde?”, se recuerda con cierta nostalgia las vidas pasadas, o las vidas posibles, que nunca se llevaron a cabo: “Remonto mi memoria./ ¿Dónde estuve yo antes/ de esta vida?/ ¿Qué sueño fue / anterior a este sueño? (…) // Buceo en el pasado/ y me veo sin verme.” (60). El recuerdo de la mujer nadadora—presente en los anteriores libros de poemas de Méndez—se convierte en una referencia intertextual que apela también a las vidas pasadas y a los futuros que ya no serán, y que la nadadora observa desde la orilla. Cada vida se convierte en un sueño, pues de algún modo hace desaparecer a los “sueños” anteriores. Como ya hemos visto en el primer poema, el coito amoroso se describe como “gozo” y “lucha”: ambas sensaciones contradictorias van de la mano. La voz poética muestra ambivalencia también frente a que la vida en pareja sea mejor que en solitario, contradiciendo la opinión de la época de que una mujer debía casarse y tener hijos para servir a la sociedad, y combatiendo también la idea vanguardista de que la escritura de la mujer, especialmente si trataba del amor, había de ser “cursi”. En las preguntas “¿Era gloria?/ ¿Era infierno?” (60), se presenta la vida pasada como igualmente válida, ni mejor ni peor, e incluso, como un “reino” que se recuerda con nostalgia, es decir, se habla de un lugar donde la voz poética gozaba de mayor autonomía, y que ahora se ha convertido en “¿Un reino de cenizas?” (60).

En el poema “Ahondar en mí…” aparece también esta ambivalencia hacia la vida de la mujer que vive en pareja o casada. En él, la voz poética implica que no porque una mujer se “entregue” (sexual o vitalmente, dedicándose al hogar) significa esto que haya entregado a su “yo” más profundo: “Ahondar en mí./ No me encontraréis/ por más que me preste/ a unirme a vosotros/ y os muestre mi alma…/ y os hablen mis ojos…” (62). En el mismo poema, la poeta indica que aunque sacrifique su vida por otros, su yo sigue intacto, no lo encontrarán: “Por más que mi vida/ sea el sacrificio/ de todos los días/ y queráis rendirme/ lo que me debéis/ ¡no me encontraréis!” (62). Estos “sacrificios” pueden entenderse como la imposibilidad de las mujeres de participar en la vida pública, a pesar de ser reconocidas legalmente como iguales durante la Segunda República, a causa de sus deberes domésticos como madres y esposas, que tanto progresistas como conservadores consideraban “naturales” (Barrera López, 2014: 224).

El refugio interno o el deseo de permanecer dormida en sus propias ensoñaciones, lo que le facilitaba a la voz poética autonomía y libertad para imaginar un mundo mejor, se tornan ahora imposibles e inútiles. “Herida de experiencias”, como afirma en otro poema (68), la voz poética desea salir de sí misma, ya que se da cuenta de que la libertad con la que soñaba es imposible de alcanzar, especialmente en un clima político tenso: “Sin libertad posible,/ ¡cómo pesa en mis hombros!” (68). Siguiendo esta línea de confluencia del momento político y sentimental, este desencanto con las posibilidades del mundo y con los obstáculos políticos coincide también con la decepción y la pérdida del amor. En el poema titulado “Última cita”, se describe el final del amor y la separación. En esta descripción no idealizada del amor que tiene lugar en Vida a vida, la pérdida o decepción del amor también es un paso vital importante, una “vida” más: “Y tus ojos no eran tus ojos/ Y los míos no sé de quién eran./ Para no mirarnos miramos a un cielo,/ Faltaban estrellas.” (74).

Vida a vida es también un libro de aprendizaje, de asumir la pérdida y de dejar atrás ilusiones juveniles. La voz poética es una voz que madura y crece ante nuestros ojos, que es capaz de valorar el amor del Otro y el encuentro sexual no como mera idea o unión sacralizada y eterna, sino como experiencia transformadora que ha hecho evolucionar al yo: “Quedarás en mí pasando/ por este pasaje estrecho/ del amor que me estás dando.” (69). Si bien la poeta forma parte del mundo, el mundo también forma parte de la voz poética. Precisamente en este devaneo existencial se oyen claros ecos teresianos: “¡Qué angustiosa cárcel ésta/ De hierro por todas partes,/ Con las ventanas al mundo,/ A las sombras, a la nada!” (Íbid.). Si comparamos, Santa Teresa de Ávila escribe en “Vivo sin vivir en mí”: “¡Ay, qué larga es esta vida!,/ ¡qué duros estos destierros,/ esta cárcel, estos hierros,/ en que el alma está metida!” (en López del Castillo, 2012: 76). En el poema de la mística abulense, el alma busca escapar de la “cárcel” del cuerpo para poder reunirse con Dios: el objetivo último de la vida. En los poemas de Vida a vida también hay una espera, una búsqueda del objetivo de la vida, una incomprensión del motivo para vivir que se torna asfixiante. No obstante, en los poemas de Méndez la solución no es el encuentro con Dios, sino con el mundo, adentrándose en las sombras sin intentar comprenderlas. En su ensayo sobre escritura mística, el teórico Michel de Certeau explica que “la literatura del misticismo da un camino a aquellos que ‘preguntan el camino para perderse. Nadie lo sabe’. Enseña ‘cómo no volver’” (1986: 80; mi traducción)12. Por lo tanto, la escritura mística sirve para una exploración tanto de la propia identidad como del mundo. Hay un cambio de tono tras esta pérdida del amor y esta incomprensión; ante el camino que se cierra y la imposibilidad de entender, la voz poética recurre a otros medios para ello.

En “Silencio”, otro poema con motivos místicos, la voz poética alude de nuevo al sueño, y a la imposibilidad de estar en el mundo en soledad. A través del descubrimiento carnal y espiritual del Otro, pero también del desasosiego existencial, la voz poética se da cuenta de que es imposible estar en el mundo sin que este le afecte y le cambie: “Tendida estoy a la noche/ —árbol de sombra sin ramas—.// Parece el tiempo dormido,/ parece que no soy yo/ quien está a solas conmigo.” (71). La poeta es parte del mundo, pero el mundo también es parte de la poeta. Así, se rompe con el individualismo propio de la voz masculina, que se piensa independiente y libre de lazos, y se recobra la importancia de la comunidad para forjar la identidad. Sin embargo, ha habido un cambio en la voz poética: mientras que a comienzos del libro el mundo exterior parecía un mundo de sombras, amenazador y restrictivo del que la hablante quería huir a través de los sueños, ahora el mundo la insta a despertar y a estar en él para poder cambiarlo, para salir de esa “cárcel de hierro”. Esta liberación se logra a través del encuentro con el Otro, del amor entre iguales. La voz poética de Méndez interpela al amado: “¿Te duele la vida/ de tanto esperarme?” (76). Aparece una aceptación del cuerpo, en su dolor y en su goce, que ya se venía adivinando desde las primeras experiencias de los textos, ensoñaciones y fantasías tras las que la poeta se escondía en “No me despiertes” al comienzo del libro.

Así, la memoria y el ser-con-el-Otro se convierten en partes esenciales del conocimiento de uno mismo. La voz poética, habiendo intentado escapar hacia sí misma, ignorando el mundo, percibe el poder transformador de la unión y el amor entre iguales como herramienta para estar en el mundo. Lo transgresor del sujeto moderno en Vida a vida es que la voz poética no deja a un lado su parte femenina—relacionada con la comunidad y la conexión con el Otro—, sino que la pone de manifiesto en todo su potencial, apelando directamente a su interlocutor, y asumiendo un rol activo en la sociedad. Al expresarse así en lo completo de su experiencia, la poesía de Méndez supera las dicotomías tanto sociales como las dictadas por las vanguardias en cuanto a roles de género. El sujeto femenino moderno de Méndez se enuncia, dirigiéndose al amado y expresando sus temores sobre el mundo y la existencia. De este modo, se expresa una concepción del amor cambiante, nada romantizada y de un cariz casi político en su misticismo: una nueva “vida” de las muchas que la voz nos ha relatado, que se transforma y cambia también lo que hay a su alrededor, incluyendo la posibilidad de ser motor de cambio, también, en el Otro.

En Vida a vida (1932) Concha Méndez logra expresar las experiencias e inquietudes de una mujer moderna: la que aspira a viajar y crear pero la que también quiere conocer la experiencia del amor y del sexo; la que conoce las limitaciones que le impone el mundo debido a su género y la que está dispuesta a enfrentarlas, a no ceder en el recoveco más íntimo de su ser. La voz poética, a través de las metáforas de los sueños y las sombras, comparte estas inquietudes y a la vez las reserva para sí, describiendo experiencias íntimas, en compañía del amado o sin él, pero donde la voz protagonista la tiene la mujer. Hacia el final del libro, la voz poética sale al mundo—sale de su sueño—y se da cuenta del poder transformador de su voz, política y socialmente, al enunciar esos sueños y sombras.

A partir de la libertad que le permiten las vanguardias de la modernidad, Méndez transforma el discurso poético para enunciar a la mujer moderna, sin negar su subjetividad. No hacerlo—por ejemplo, no hablar de amor para adoptar la estética “anti-sentimental” de Ortega—no subvertiría la propia vanguardia, sino que la seguiría. Sin embargo, Méndez recupera temas “vetados” por la vanguardia, como el amor romántico, para expresarlos desde la complejidad de la experiencia femenina: el deseo sexual experimentado desde el gozo a la vez que la amenaza a la autonomía; el amor como sacrificio de vidas posibles pero también como conocimiento entre iguales y transformación vital; y las distintas etapas de la vida como viaje en el que la voz poética se descubre a sí misma una y otra vez sin necesidad de una subjetividad masculina que la guíe. En este conocimiento profundo del mundo, el sentimiento y el yo interactúan con el Otro y lo trasforman, la voz poética despierta de sus “ensoñaciones” para estar en el mundo y descubre lo importante de actuar en él, de interactuar con el Otro.

Vida a vida da voz al sujeto moderno femenino, pues permite que este ese exprese con libertad, no solo sobre temas “masculinos”, como el viaje, el asombro ante el desarrollo tecnológico y el deporte y el movimiento, sino que recupera y da profundidad a temas “femeninos” como el amor, los sentimientos y el deseo, para expresar una experiencia que aún, casi un siglo después, se sigue invisibilizando. Recuperar a autoras como Concha Méndez para hacer un canon más diverso y variado sigue siendo necesario, como muestran obras con tanta hondura como Vida a vida.

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