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Stuart Hall: diez lecciones para los estudios culturales1

Lawrence Grossberg
University of North Carolina at Chapel Hill, Estados Unidos

Stuart Hall: diez lecciones para los estudios culturales1

Intervenciones en estudios culturales, vol. 3, núm. 4, 2017

Pontificia Universidad Javeriana

Como todos sabemos, Stuart Hall murió a comienzos de este año [2014]. Él no sólo fue el más influyente y articulado practicante de los estudios culturales en la versión inglesa, sino que, como lo muestra la respuesta que ha tenido su muerte, él fue un individuo único. Él trató de articular, en su vida y en su trabajo, una forma diferente de ser un intelectual político, una diferente posición de subjetividad política; encarnó, en su comportamiento, sus relaciones personales e institucionales y su producción intelectual, una forma diferente de luchar en aras de hacer de este mundo un lugar mejor.

Pero no quiero aquí comentar sobre mi amor por Stuart y mi pena por su muerte, compartida y expresada por muchos al rededor del mundo. Quiero, en su lugar, hablar aquí de lo que aprendí de Stuart Hall, hablar de cómo aprendí a acoger los estudios culturales como un intelectual político y de cómo aprendí a pensar los estudios culturales como un proyecto intelectual, una premisa y una práctica. Déjenme advertirles que algunas de las cosas que aprendí de Stuart pueden sonar poco novedosas o únicas, pero les pido que guarden sus juicios hasta que estén juntas y sobre la mesa todas las piezas. Creo, como lo hacía Stuart, que los estudios culturales son la única formación intelectual que, después de la Segunda Guerra Mundial, trataron de materializar las lecciones que intentaré mostrarles a lo largo de esta charla.

La primera cosa que aprendí de Stuart fue la de tomarseenserio la necesidad no sólode buscar fuentes del optimismo de la voluntad, sino también que ese optimismo depende de ofrecer una visión irresistible de las posibilidades políticas; una concepción nueva y ampliada de, por falta de un mejor término, lo que en este momento llamó socialismo. Pero, esta versión ampliada de las posibilidades políticas tiene que ser, lo que Stuart y otros han llamado, una política popular. Tiene, necesariamente, que conectarse con las vidas y realidades de la gente; tiene que dirigirse a la gente desde donde viven sus vidas, y debe procurar movilizar a la gente a la velocidad y distancia de la gente misma; no ayuda crear una política que le diga a la gente que son fascistas, conservadores, idiotas, etc. En el proceso de movilizar a la gente y comprometerla con su propia realidad, nos ponemos nosotros en riesgo: cambiamos nosotros mismos, y en el proceso es posible que cambiemos nuestras premisas y nuestro propio sentido de posibilidad política. En este orden de ideas, el optimismo político que Stuart me enseñó estaba en contra de todas las formas de elitismo, en las que alguien puede decirle a la gente, políticamente, que sabe lo que ellos deberían desear para su propio bienestar, incluso si ellos no lo saben aún.

La segunda cosa que aprendí de Stuart fue que tal optimismo tiene que estar construido en combinación con lo que Stuart llamaba, siguiendo a Gramsci, el pesimismo del intelecto. Esto es que el optimismo debe estar basado en un análisis renovado de las relaciones y dinámicas políticas, económicas y sociales de lo que llamamos “nuestros tiempos”. Necesitamos contar mejores historias, necesitamos contar las mejores historias posibles. Uno podría sugerir que, si hemos estado contando la misma historia sobre las maldades del capitalismo por doscientos años y este es el lugar al que nos ha traído, es posible pensar que necesitemos reconsiderar si esa es la mejor historia que podemos contar. No estoy diciendo que debamos abrazar el capitalismo de repente, pero sí que esa historia tal vez no es suficiente y no llega a la vida de la gente. Ahora bien, estas nuevas historias deben estar construidas sobre las prácticas y recursos más rigurosos, analíticos, intelectuales y teóricos que tengamos disponibles. Estoy tratando de decir aquí, y sobre esto volveré más adelante, que nuestras prácticas no deben caer, en primer lugar, en los valores, lógicas, normas y prácticas de la academia contemporánea, pues é principios de la década de 1970sta ha sido diseñada, en primera instancia, para responder a necesidades de momentos anteriores y también para reproducir las relaciones sociales de los sistemas existentes de dominación. En consecuencia, y como sugeriré más adelante, lo que necesitamos es llevar a cabo la “pequeña” tarea de reinventar la universidad.

Parte de lo que la lección del pesimismo del intelecto implica, y que es el argumento más radical que habría que decirle a la academia estadounidense –hablo sólo desde mi experiencia en los Estados Unidos– es que las ideas efectivamente importan, que el trabajo que hacemos es relevante. No se trata simplemente de la producción sin fin de cuestiones esotéricas, se trata de hacer el intento de entender qué está pasando en el mundo de manera que nos sea posible hacerlo mejor. Stuart Hall estaba absolutamente convencido, con toda la pasión de sus esperanzas políticas, que el conocimiento importa y que el mejor conocimiento importa aún más: si se quiere cambiar el mundo es necesario entenderlo mejor que “el otro lado”, y mi gran temor es que, al menos en los Estados Unidos, “el otro lado” ha entendido mucho mejor lo que está pasando. Tenemos que comprender cómo y por qué las sociedades continúan produciendo todo tipo de formas de inhumanidad, de inequidad, injusticia, violencia, esclavitud, subordinación, etc. Todas estas son formas de relaciones sociales que limitan la posibilidad de vida de la gente en nombre de las virtudes de la libertad, la individualidad y la justicia. Por lo tanto, es necesario aceptar la inseparabilidad de la lucha política e intelectual. Sin el conocimiento de realidades de poder específicas, de aspiraciones, esperanzas, miedos y rabias concretas de la gente viviendo dentro de estas relaciones de poder seguiremos contando malas historias y perdiendo la batalla, si no inmediatamente, eventualmente. Terminaremos, si nos va bien, en lo que Néstor García Canclini llamó “la vergüenza de la democracia”, o en lo que De Sousa Santos describió como una sociología de las emergencias sin una sociología de las ausencias.

Las dos lecciones anteriores definen, desde mi perspectiva, el proyecto de los estudios culturales. Es un proyecto que, espero, mucha gente comparta. Y aquí, en este proyecto, hay dos premisas centrales que Stuart me enseñó. La primera, que es también la tercera lección, es que, en medio de esta convergencia del trabajo intelectual y político, la cultura importa. De alguna manera, la cultura, en todas sus manifestaciones, debe estar en el corazón de la investigación que busca comprender qué esta pasando hoy en el mundo. La cultura, como un dominio –o un conjunto de dominios- históricamente constituido, ha sido frecuentemente entendida como la expresión de lo popular, las bellas artes, etc., pero también debe ser entendida en el plano discursivo, como una dimensión constitutiva de todas las vidas humanas. Como sugieren los estudios culturales, la cultura entendida como el medio donde suceden las articulaciones y relaciones de poder mismas; la cultura entendida como las formas de vida y los mapas que las organizan. En otras palabras, la cultura en relación con el sentido común, con lo que Raymond Williams llamaba “estructuras de sentimiento”, y la cultura en relación con lo que Stuart Hall llamaba las “lógicas populares de cálculo”, esto es, las maneras en las que la gente calcula qué decisiones deben ser tomadas. Por ejemplo, la manera en la que la gente calcula en qué medida es razonable salir a protestar y posiblemente ser arrestado en nombre de una causa. No debemos simplemente despreciar estos cálculos, debemos tenerlos en cuenta.

Ahora bien, los estudios culturales no son sobre la cultura. No son sobre convertirse en un intérprete del texto cultural, o del mundo imaginativo y comunicativo. Se trata, más bien, de las interconexiones entramadas de la cultura con las estructuras sociales, transiciones históricas, organizaciones económicas, relaciones sociales e instituciones políticas. En este orden de ideas, Stuart alguna vez dijo “si quieres estudiar la cultura, estudia todo menos la cultura”.

Cuarta lección, segunda premisa. Esta es tal vez la más común: la unidad fundamental del análisis social son las relaciones. El mundo está constituido por relaciones; juntas, la realidad de la vida, el cambio social y el análisis crítico, deben dar cuenta del hecho de que fundamentalmente vivimos en una realidad relacional. Los estudios culturales, en su versión inglesa, se referían a este plano relacional desde la noción de articulación, como la forma de hacer, rehacer y deshacer las relaciones. Como Stuart Hall me enseñó, las relaciones, estructuras, unidades e identidades son reales. En oposición a la deconstrucción que tiende a pensar que no existe una realidad, los estudios culturales, a través de Stuart Hall, sostiene que esas cosas son reales, sólo que nunca son fijas, estables, permanentes, universales y nunca son naturales. Son, de hecho, precisamente de lo que se trata la historia humana: la lucha por establecer relaciones, por deshacer relaciones. Sin embargo, y aunque las relaciones son reales, son siempre contingentes. Es lo que decía Stuart Hall en su famosa frase “no hay garantías”, la única garantía es que siempre habrá relaciones. Si pensamos que nuestro trabajo debe estar orientado a deconstruir estas relaciones, blanco versus negro, mujer versus hombre, clase trabajadora versus élites, si efectivamente creemos que este es el final de nuestra tarea habremos perdido la lucha, pues alguien más reestructurará dichas relaciones. Nos habremos convertido en los objetos y no en los sujetos de la historia. Entonces, la única garantía es que hay relaciones, y que aunque podamos deshacer ciertas relaciones, siempre habrá una disputa por rehacerlas. A la deconstrucción siempre la sigue la reconstrucción. En este sentido, Stuart Hall sugirió que los estudios culturales no son ni esencialistas, creyendo en identidades permanentes, pero tampoco son antiesencialistas, creyendo que todas las unidades pueden ser deconstruidas. Los estudios culturales son, como lo decía Paul Gilroy, anti-anti esencialistas, creen que hay relaciones, pero que éstas son contingentes. Estas son, entonces, las premisas que Stuart me enseñó acerca de ser un intelectual político.

Finalmente, déjenme hablar de lo que llamo la práctica de los estudios culturales, esto es, pensar contextualmente. Esto no significa, como sucede frecuentemente, poner el contexto en el último capítulo como una forma de telón de fondo o marco interpretativo. Se trata de ver el contexto tanto como el objeto del análisis como la fuerza que determina nuestro análisis. Entender el contexto como un campo multidimensional de relaciones, es de lo que se trata los estudios culturales; no se trata de entender la cultura sino de comprender el contexto con la cultura como un elemento absolutamente vital y, como lo es para muchos, la manera por la que entramos al contexto. Así, no debemos pensar el contexto como una entidad fija, estable, geográfica y temporalmente pre definida, ni tampoco como un caos desordenado y aleatorio. En su lugar, debemos entender el contexto como cambiante y activo, como organizado y organizador.

De alguna manera, esto que estoy diciendo aquí no es una idea completamente original. De hecho, tiene sus orígenes en lo que Stuart mencionaba como la aplicación rigurosa de las premisas marxistas acerca de la especificidad histórica. Está también en Foucault, de alguna manera Foucault era un contextualista radical. Está también en los pragmáticos, y aparece en algunos momentos en las criticas que le hacia la Escuela de Frankfurt a la dialéctica de la Ilustración y a la dialéctica negativa en la tradición del pensamiento marxista. Lo importante aquí es decir que toda verdad es contextual, y esto no nos conduce al relativismo.

Los estudios culturales no son relativistas, esto es crucial. Los estudios culturales creen que hay verdades, pero que todas las verdades son contextuales. Por tanto, no hay garantía de que lo que es verdad en un contexto particular sea verdad en otro contexto. De nuevo, la verdad es contextual, y más radical e importante aún, la teoría es contextual. La teoría es una respuesta estratégica a un contexto, a un set de luchas políticas y problemáticas que un contexto determinado revela. Hace un tiempo escribí sobre Stuart Hall, y decía que creía que él había sido uno de los grandes teóricos del siglo XX pero de forma única; él era un teórico sin teoría. Él nunca advocó una teoría y se oponía a la teoría por sí misma. Se oponía a quienes piensan que la teoría es la que provee las respuestas. Es decir, si soy marxista y no vuelvo sobre la teoría marxista ya no tengo que hacer ningún trabajo, ya sé que se trata de acumulación de capital. Para Stuart, la cuestión es siempre qué teorías son más útiles para exponer las complejidades del contexto y así abrir las posibilidades de la lucha política. Al respecto, Stuart una vez dijo que la teoría puede, fácilmente, liberarte de la responsabilidad. Lo anterior también significa pensar contextualmente para contextualizar la política. Uno no puede saber, por adelantado, cuáles son las problemáticas y luchas de un contexto, así como tampoco puede saber cuáles son las soluciones, porque la política, así como la teoría, puede también liberarte de la responsabilidad.

Ahora bien, me interesa decir algo sobre el contextualismo, pues creo que es parte del problema que existe cuando la gente lleva, horriblemente, a Latinoamérica el pensamiento de Stuart Hall y los estudios culturales británicos. Cuando Stuart Hall escribió sobre Gramsci dijo que se oponía a aquellos que, como Althusser, pretendían convertir su pensamiento en una teoría generalizable, universal. Por el contrario, a lo que Stuart nos invitaba (y lo cito textualmente) era a “hacer un uso más general de los conceptos gramscianos, a desenterrarlos con delicadeza de su lugar y su arraigo históricos para trasplantarlos, con suficiente cuidado, a nuevos terrenos”. Esto, por supuesto, no es una invitación a aplicar súbita y precipitadamente cualquier teoría en cualquier momento –sea esta la teoría de la subcultura, la de la codificación/decodificación o la de la hegemonía, propuesta por el mismo Hall–. El desafío radica realmente en descolocar las teorías, en movilizarlas, en insertar los conceptos que las constituyen en nuevos contextos, en explorar las posibilidades que les permiten abrirse a circunstancias diferentes y develar lo que nunca antes habíamos visto.

Me parece que este contextualismo radical suele ser pasado por alto en la obra de Stuart. Alguna vez él dijo que en Estados Unidos sus planteamientos eran poco comprendidos, malinterpretados. Nunca planteó ni estuvo interesado, por ejemplo, en una teoría general de la raza. Lo que en realidad le interesaba era la forma en que determinada sociedad era racializada en un momento específico de su historia. Le importaban el contexto de dicha sociedad y la manera en que, en el marco de ese contexto, la raza era construida para mantener y desplegar ciertas disputas políticas y no otras. Lo planteó explícitamente cuando dijo que no estaba interesado en ofrecer una teoría de la identidad y la diferencia.

Es cierto que, entre las décadas de 1970 y 1980, Stuart creía que el planteamiento según el cual la raza es constituida a través de relaciones de diferencia daba lugar a importantes debates y perspectivas políticas. No obstante, en la década de 1990, escribió que esa época en la que las relaciones de diferencia fueron enaltecidas había finalizado. En efecto, cualquiera que piense que la teoría de la identidad como diferencia es, hoy por hoy, en el contexto británico, una posibilidad políticamente progresista, no ha hecho un esfuerzo sensato por comprender las transformaciones profundas que el contexto ha experimentado en las últimas dos décadas; transformaciones suscitadas, en parte, porque el conservadurismo y el capitalismo son más inteligentes que nosotros. Estos, de hecho, nos leen: se apropiaron de la teoría de la diferencia y se dieron cuenta de que podían utilizarla para promover y prolongar la posición política que los sitúa como campeones. Esta es la quinta lección que aprendí de Stuart.

La sexta lección fue el llamado a aprender a vivir con la complejidad y la contradicción. Permítanme contarles una historia. En cierta ocasión, me encontraba en un escenario junto con un psicólogo debatiendo acerca del estado de la infancia en Estados Unidos. Habíamos acordado que cada uno llevaría y expondría su propia ponencia para, luego, abrir el debate y lanzar una serie de respuestas y observaciones a las presentaciones. Una vez las ponencias fueron expuestas, él respondió a la mía. Lo que dijo fue: “no entiendo lo que Grossberg ha hecho: ha tomado algo de por sí complicado y lo ha hecho aún mucho más complicado”. Yo me levanté y contesté: “No entiendo lo que el profesor (su nombre no importa ahora) ha hecho: ha tomado un tópico complicado y lo ha simplificado en exceso”.

Entonces, me pregunto: ¿Cómo es posible formular buenas respuestas a una problemática si ésta es simplificada al extremo, si la complejidad que la define y la vincula a un conjunto de relaciones humanas y de poder es descartada? En este caso, la cuestión no radicaba en la construcción abstracta de la infancia estadounidense ni de la psicología cognitiva. Los estudios culturales, decía Stuart, se oponen a cualquier forma de reduccionismo o simplificación. Nunca nada se trata de una sola cosa ni se inscribe en un campo exclusivo. Tampoco existen los ‘resultados finales’: no es posible aseverar, por ejemplo, que todo se trata de capitalismo o de heteronormatividad. La complejidad del mundo rebosa cualquier resolución categórica, entendida ésta en términos althusserianos como ‘sobredeterminación’ o, en términos deleuzianos, como ‘lógicas conectadas’ (la lógica de “y, y, y…”).

No tenemos, pues, opción diferente a abrazar la complejidad que nos enfrenta, a asumirla e incorporarla en nuestros análisis. No podemos retroceder a binarismos tipo “dominación/resistencia”, “políticas verticales vs. políticas horizontales”, “Estado vs. Autonomía”. Las elecciones binarias no nos permiten entender ni organizar ni transformar el mundo. Para entenderlo y transformarlo es preciso abordarlo en su complejidad y en sus hibridaciones. Y estas hibridaciones, aclaro, no constituyen la respuesta a ninguna pregunta política. Son, al contrario, la suposición con que se inicia el punto de partida de la investigación y el análisis.

La séptima lección tiene que ver con lo que Stuart Hall llamó los “niveles de abstracción” en que se desarrollan y organizan las investigaciones y las luchas políticas. Existen al menos tres niveles diferentes que uno podría identificar (quizá existan más, pero los simplificaré a tres). En primer lugar, uno puede enfrentar y abordar una situación concreta: por ejemplo, las elecciones intermedias en Estados Unidos, la pérdida de control demócrata sobre el Senado, el comercio de carbono, etc. Son luchas y apuestas locales. Muy a menudo y no tan acertadamente la gente asume que pensar contextualmente significa centrar la atención en este nivel, es decir, en una situación concreta.

En el otro extremo, está el nivel de lo que podríamos llamar “época”. El posmodernismo, por ejemplo, fue un muy mal intento de pensar la realidad desde esta perspectiva. Foucault, por su parte, también desarrolló su trabajo desde ese lugar: pensó en la época del poder disciplinar, en la del biopoder, etc. Este nivel opera en un nivel de abstracción que obliga a pensar el mundo en clave de la típica versión escolar de los anales de la historia, de las transformaciones a gran escala que ocurren en el transcurso de siglos enteros, lo cual puede resultar limitante en la medida en que impide analizar situaciones más concretas. Si usted, por ejemplo, está pensando en la transformación del capitalismo en capitalismo financiero no resulta de mucha utilidad tratar de entender lo que está ocurriendo concretamente en Argentina o en Estados Unidos porque lo cierto es que dicha transformación es un fenómeno global que inició a principios de la década de 1970 y desde entonces se ha venido desenvolviendo, cuando Richard Nixon derogó los acuerdos de Bretton Woods. Así pues, para entender un fenómeno que ha atravesado y transformado el mundo durante los últimos cincuenta años, no es muy buena idea apuntarle a entender lo particular, lo local.

Los estudios culturales, y Stuart Hall en particular, proponen un tercer nivelde abstracción que se ubica entre los dos niveles anteriormente mencionados llamado “coyuntura” (término que Hall tomó de Gramsci y le dio un nuevo significado). Pensar en una coyuntura implica entender una formación social no como una formación espacial y temporal predefinida, sino como la acumulación y articulación de múltiples contradicciones. Una conjunción es posible ahí donde múltiples disputas y contradicciones confluyen, establecen relaciones unas con las otras y redefinen el contexto como una lucha de más amplio alcance. Podríamos pensar en Estados Unidos de la década de 1970 como una coyuntura en la que confluyeron ciertos problemas de orden político, de acumulación capitalista, de crisis democrática, de proliferación de la inmigración, etc. Al confluir, estas problemáticas generaron un nuevo espacio político al que Gramsci denominaría “crisis orgánica” y Stuart Hall “coyuntura”, esto es, una situación compleja, constituida por múltiples ejes y líneas de fuerza y determinación.

Lo que realmente resultó decepcionante de la crisis financiera de 2007 es que la coyuntura y el conjunto de dimensiones y problemáticas que la constituían, nunca fueron explicitadas. Nosotros, desde la izquierda, pensamos que esta crisis sería un punto de articulación de otras luchas y que podríamos hacer visibles tales articulaciones. Pero eso no ocurrió. Las relaciones que atravesaban la coyuntura–quizá sea justo decir que la izquierda no hizo el trabajo adecuado- no fueron evidenciadas.

Una coyuntura es, en síntesis, una articulación de diferentes disputas y proyectos que se superponen, refuerzan y compiten en diferentes temporalidades: puede que algunos hayan emergido siglos atrás y otros, en la última década. Esto crea múltiples puntos de compromiso, lucha y resistencia. La primera lucha tiene que ver con la pregunta por la constitución de una coyuntura: ¿Dónde se encuentran sus multiplicidades y contradicciones? ¿Cómo se crea esa unidad frágil y temporal que Gramsci llama crisis orgánica? ¿Qué cosas nos permiten detectar lo que el antropólogo jamaiquino David Scott llama “el espacio problemático?

David Scott tiene un trabajo maravilloso fundamentado en la lectura de la historia de la Revolución Haitiana de Cyril Lionel Robert James3. Scott descubre un pequeño cambio en la segunda edición del libro de James que marca una gran diferencia respecto a la primera. En la segunda edición se afirma que la revolución estaba condenada al fracaso porque perdió de vista el “espacio problemático”, porque no entendió la coyuntura. El error radicó en que se pensó que el espacio problemático era el de la subjetividad política cuando en realidad no lo era (esa era más bien un preocupación europea). La problemática de los pueblos colonizados era la preocupación y el anhelo de una vida diferente. Nunca fue entendida como una necesidad contradictoria de crear nuevos sistemas o relaciones sociales, sino que fue predefinida como una cuestión de libertad y subjetividad.

Definir y construir un espacio problemático equivocado, dice Scott en sintonía con James, equivale a pelear una batalla equivocada. Ya lo decía Hall durante el Thatcherismo: si estás luchando en el espacio equivocado, estás jugando un juego equivocado; estás en el campo de cricket cuando el resto del equipo juega baloncesto.

El problema de la coyuntura nos remite a un segundo interrogante: ¿qué es lo viejo y qué es lo nuevo? A veces, viejas fuerzas como el capitalismo y la religión continúan operando, pero no del mismo modo en que lo hacían cincuenta años atrás. Fuerzas como estas se han re-articulado porque han establecido nuevas relaciones. Lo mismo ocurre con las nuevas fuerzas: los medios masivos de comunicación, por ejemplo, se re-articulan cuando entablan relaciones con el pasado, con lo viejo. La pregunta por “lo nuevo” resulta muy atractiva pues, hoy en día, todo aparenta ser nuevo. En este punto, Stuart Hall nos plantea una reflexión y es que si el pasado no estuvo del todo unificado, entonces es probable que el presente no esté del todo fragmentado; que si el pasado no estuvo tan dominado por sistemas de grandes narrativas, es probable que el presente no esté dominado por la ausencia los mismos.

En este sentido, en lugar de crear nuevos binarismos simplistas, a lo que le debemos apuntar es a descubrir y develar la complejidad de las relaciones que se tejen entre lo viejo y lo nuevo, entre el pasado y el presente. Es menester, en consecuencia, rechazar las teorías rupturistas de la historia, aquellas que pretenden abordarla exclusivamente desde la perspectiva de “la época”.

Finalmente, aparece un tercer interrogante: Si la coyuntura no es una situación específica, sino que se despliega en el transcurso de algunas décadas ¿cómo se transforma? De acuerdo con Stuart Hall, existen diferentes fuerzas políticas que intentan imponer distintas estrategias para solucionar los problemas que la coyuntura plantea. Dichas soluciones, a las que Gramsci denomina “arreglos”, pueden funcionar durante un tiempo, pero también pueden fracasar. Tal es el caso del Reaganismo en Estados Unidos: fue un intento por responder a los complejos problemas planteados por la coyuntura de la posguerra, pero fracasó. Clinton e incluso George W. Bush aparecieron, en algún momento, como soluciones. Para decepción nuestra, Barak Obama no ha tenido éxito al plantear salidas coherentes a la gran cantidad de crisis que se han presentado durante sus mandatos. En todo caso, estas “salidas” aparecen todo el tiempo. Blair, Thatcher, la Alianza Conservadora: todos se muestran como intentos para –en palabras de Gramsci– restablecer el equilibrio entre las fuerzas políticas. Así, en lugar de aplastar o dominar a sus contendores, les otorgan nuevos espacios para operar, les conceden una libertad limitada e incluso les permiten participar en las dinámicas del asentamiento de las soluciones, sin, por ello, propiciar una transformación radical de las relaciones de poder.

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Si los estudios culturales le apuestan a una forma diferente de avanzar en la lucha política desde la investigación intelectual (sin renunciar a la autoridad del conocimiento ni a la pasión de la política) resulta conveniente re-imaginar las formas en que pensamos la “autoridad” sin perder de vista la humildad. Esto implica inventar nuevas maneras de acercarnos, de dialogar, de propiciar conversaciones intelectuales que, como diría Paul Gilroy, nos permitan aproximar la diferencia y los desacuerdos con nuevas posibilidades de convivencia, pero, además, con la aceptación de la diversidad de conocimientos, potencialidades y habilidades. Conversaciones en las que reconozcamos que no podemos saber de antemano cuáles son las soluciones a los desafíos y dificultades que las coyunturas plantean, ni la forma en que dichas coyunturas se constituyen en diferentes geografías y temporalidades. Pero, sobretodo, conversaciones que nos conduzcan a aceptar que los interrogantes con los que cada coyuntura nos interpela pueden ser planteados y resueltos de distintas maneras.

Uno de los más grandes problemas que veo en el modelo de investigación académico estadounidense es la idea de la “globalización de la investigación”. Sucede, por ejemplo, que en una universidad se plantea una serie de preguntas sobre Venezuela; luego, se contacta a un grupo de investigación de venezolanos que finalmente dan respuesta a dichos interrogantes. Pero nadie nunca se pregunta si esos interrogantes son los que en realidad merecen y urgen ser resueltos.

¿Cómo puede uno entablar una conversación intelectual sin preguntarse primero si los interrogantes alrededor de los cuales va a girar la misma son los más pertinentes? Es necesario entender que, para hallar respuestas, es preciso explorar las coyunturas y las interrelaciones mundiales que allí están involucradas. Esto implica transformar la naturaleza de la conversación que sostienen los intelectuales del mundo, transcender las barreras de las nacionalidad, de la disciplina e, incluso, de la academia y del mundo que existe por fuera de ella.

De lo anterior se deriva una novena lección: las prácticas intelectuales deben ser radicalmente interdisciplinares. El término ‘interdisciplinariedad’ está de moda en Estados Unidos. Todas las universidades afirman que son interdisciplinarias y, de hecho, muchos pensamos que en realidad lo somos. Yo, particularmente, he luchado durante 45 años para ser interdisciplinar y no creo haberlo conseguido del todo. La interdisciplinariedad no es un asunto tan simple como pensamos. Leer teorías de disciplinas diferentes a la tuya e incluirlas en tu trabajo no te hace interdisciplinar. Leer a David Harvey para entender el mundo económico moderno no te hace interdisciplinar. ¿Cómo adentrarse en el mundo de la economía sin conocer el dominio del discurso económico en su complejidad?

Un amigo llamado David Ruccio –fundador de la revista “Repensado el marxismo”– hizo algunas investigaciones y encontró que, en la última década, han sido escritos más artículos sobre el capitalismo por gente involucrada en las humanidades que por economistas. Para Ruccio, la mayoría de esos artículos son “basura” en la medida en que sus autores no saben nada de economía y piensan que hablar de mercantilización es entender El Capital o que entender la acumulación capitalista es suficiente para comprender lo que ocurre en el mundo actualmente.

¿Cómo estudiar la sociedad sin ser interdisciplinario? Toda disciplina debería ser interdisciplinar y los estudios culturales, la conversación interdisciplinaria entre diversas disciplinas interdisciplinares. El trabajo intelectual tiene que ser colaborativo porque ninguno de nosotros, por su cuenta, consigue descifrar y entender la complejidad de la coyuntura. Esto nos obliga a abandonar el sistema de valores y recompensas individuales en el que la academia occidental se erige. No sé cómo se hace eso, pero me gustaría contarles que la gran ironía del Centro de Estudios Culturales de Birmingham fue que sus miembros más famosos nunca obtuvieron su doctorado debido a que los libros que escribieron fueron resultado de trabajos colaborativos. Nadie nunca imaginó que Policing the Crisis, que es quizá uno de los libros más importantes del siglo XXI, mereció un doctorado pese a que fue escrito por cuatro personas. ¿Cómo, entonces, reescribimos las prácticas intelectuales? Lo primero es disponernos a luchar contra los valores individualistas y la imagen del sabio solitario que escribe su tesis en absoluta soledad.

La décima y última lección de Stuart Hall es que la política intelectual sigue siendo, por encima de todo, responsable del estado de la humanidad que compartimos. En este contexto, Stuart se describía a sí mismo como “antihumanista teórico” y “político humanista”… ¿Cómo luchar para cambiar el mundo sin ser políticamente humanistas? Uno debe aprender a vivir con la complejidad, a vivir con el difícil y demandante trabajo de ofrecer mejores historias sobre lo que está ocurriendo para abrir paso a una lucha más imaginativa y efectiva; para rehacer el presente y reinventar el futuro. Un mundo más humano es posible para los estudios culturales (aunque este no puede ser el único campo comprometido con esta práctica política de transformación).

Quiero, finalmente, reafirmar que los estudios culturales británicos –con sus ideas, su vocabulario, con el discurso de Stuart Hall– no es la única forma de estudios culturales que existe o que debería existir. De lo que sí estoy convencido es de que éstos constituyen una práctica y un proyecto que es de mucho valor para el arsenal intelectual de aquellos que estamos luchando para hacer del mundo un lugar más progresista.

Notas

1 Conferencia inaugural I Congreso Cultura en América Latina: Prácticas, significados, cartografías y dis- cusiones. Universidad Autónoma de Aguascalientes, Aguascalientes (México), 13 de octubre de 2014. Transcripción y traducción de Mariana Valderrama Leongómez y María Luna Mendoza. Se hicieron algunas adecuaciones del texto oral para que pueda ser leído.
3. Grossberg se refiere al libro de James Los jacobinos negros: Tous-saint L Ouverture y la Revolución de Haití. 2003 [1938]. Madrid: Turner/Fondo de Cultura Económica. N. E.
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