Dossier

¿Por qué seguimos leyendo a Mattelart y a Dorfman?

Why do We Keep Reading Mattelart and Dorfman?

Luciano Sanguinetti
Facultad de Periodismo y Comunicación Social Universidad Nacional de La Plata, Argentina

Tram[p]as de la comunicación y la cultura

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 2314-274X

ISSN-e: 2314-274X

Periodicidad: Frecuencia continua

núm. 86, e057, 2021

trampas@perio.unlp.edu.ar

Recepción: 19 Octubre 2021

Aprobación: 01 Noviembre 2021

Publicación: 25 Noviembre 2021



DOI: https://doi.org/10.24215/2314274xe057

Resumen: En el presente artículo, el autor reflexiona sobre la vigencia del reconocido texto sobre la historieta del Pato Donald, elaborado por Armand Mattelart y por Ariel Dorfman, en el contexto de las transformaciones sociopolíticas del Chile de los años setenta. «¿Por qué lo seguimos leyendo?», es la pregunta que vertebra una reflexión que toma a esta obra más como un ensayo que como un paper académico, buscando las coordenadas literarias, culturales, sociales y políticas que le dieron origen y que aún en la actualidad le otorgan una vigencia más allá de las discusiones metodológicas y epistémicas.

Palabras clave: Armand Mattelart, Ariel Dorfman, ensayo, vigencia.

Abstract: In this article, the author reflects on the validity of the recognized text on the Donald Duck comic strip, prepared by Armand Mattelart and Ariel Dorfman, in the context of the sociopolitical transformations of Chile in the 70s. «Why do we keep reading it?», is the question that backs up a reflection that takes this work more as an essay than as an academic paper, seeking the literary, cultural, social and political coordinates that gave rise to it and still today give it a validity beyond the methodological and epistemic discussions.

Keywords: Armand Mattelart, Ariel Dorfman, essay, validity.

El ensayo entre nosotros no es un divertimiento literario,

sino una reflexión obligada

frente a los problemas que cada época nos impone.

Germán Arciniegas (1963, p. 7)

Un texto en la encrucijada de la cultura1

El título en el periódico France-Soir (https://www.francesoir.fr/) fue sin duda premonitorio: «El Pato Donald contra Allende».2 De este modo, se ponía de relieve internacional uno de los textos fundacionales del campo de los estudios de comunicación en América Latina. De paso anticipaba (¿casualidad?) el cerco político que los Estados Unidos estaban tramando contra la experiencia política más particular en los años setenta: la vía pacífica al socialismo.

En la actualidad, sabemos que el título del libro no era una humorada, aunque lo parecía en su alusión al clásico tratado de Louis Althusser.3 Después de su publicación, muy poco después, vendría la campaña de desestabilización, el lockout y, finalmente, el golpe de Estado. El ataque sobre el Palacio de La Moneda, el asesinado del presidente Salvador Allende, los campos de concentración, los exilios, las desapariciones, la Dictadura. ¿Dónde estaba la broma? Es cierto que no había ninguna ingenuidad, Mattelart y Dorfman lo sabían, ¿pero podían, entonces, intuir la profundidad de la reacción? Lo dudo. Sin embargo, en el texto, de algún modo, se abría el paraguas (el «Pro-logo para Pato-logos», las palabras finales de las conclusiones rescatadas por Héctor Schmucler (1971) para la edición de Siglo XXI). Entonces… ¿Estaba ya preparada la trampa, la sedición, el terror? El caso chileno ha sido tema de profundos estudios sociológicos y politológicos. ¿La tragedia se podría haber previsto? ¿Es posible una revolución socialista dentro del orden liberal-burgués? ¿Estaba en condiciones la sociedad chilena para la profundidad de los cambios que la Unidad Popular pretendía alcanzar?

Resulta paradójico, pero el texto trataba de desenmascarar la ideología dominante de una historieta infantil y terminaba por develar la trama de dominación, de violencia y de terror más oscura de la historia reciente de América Latina. ¿La más oscura? ¿No sobrevendrían luego otras? Un dato: recién en 2019, es decir, casi medio siglo después, el texto pudo leerse en Estados Unidos, traducido y publicado por una editorial norteamericana. Bajo el título How to Read Donald Duck. The Imperialist Ideology in the Comic Disney, los norteamericanos pueden, en la segunda década del siglo XXI, acceder al texto, después de que, a mediados de los años noventa, fuera decomisada una edición británica. ¿No es sospechoso? A confesión de parte, relevo de prueba. Entonces, es cierto, aquel titular era premonitorio. ¿Norteamérica contra Dorfman y Mattelart? ¿O había otra cosa en juego?

Ariel Dorfman (2016) parece intuirlo cuando, pocos días después del asalto sobre La Moneda, asilado en la embajada argentina en Chile, ve pasar los cargados camiones que llevan los libros de Quimantú, la experiencia editorial más interesante de la historia cultural latinoamericana como intento de democratización de los bienes culturales. Son cientos de miles de ejemplares: los libros de Cortázar,4 los poemas de Pablo Neruda, los ejemplares de la revista de historietas infantiles Cabrochico, pero también los clásicos de la literatura universal; todo será incinerado o lanzado al mar sobre las costas del Pacífico. Sí, pensó Dorfman, mientras miraba pasar los camiones por la avenida, como en Auschwitz, como los nazis. ¿Era Goebbels el que decía que cuando escuchaba la palabra cultura le daban ganas de sacar el revólver?

Vuelvo a la pregunta del título: ¿por qué todavía lo seguimos leyendo? A fin de 2021 se cumplen 50 años desde que se publicó por primera vez en Chile y gran parte del contexto que le dio sentido se ha olvidado. La «cara risueña» del Pato Donald ya no aparece casi por ningún lado y las apuestas a las utopías sociales que expresara ese texto son en la actualidad más modestas; sin embargo, el libro sigue recorriendo el mundo, leyéndose en cada carrera de periodismo y comunicación social de Latinoamérica. Traducido a más de 17 idiomas, y con millones de ejemplares, su publicación es imparable desde aquella modesta primera de las Ediciones Universitarias de Valparaíso. ¿Es una nostalgia teórica? ¿Sigue siendo una posible referencia académica? ¿Hay algo más en ese texto que el análisis de contenido de una historieta? En la web, aún es fácil encontrar diatribas funestas contra el texto, alusiones despectivas, referencias solapadas a una suerte de izquierdismo infantil que pretendía hacer la revolución con dibujitos, pero ninguna tan meditada, exhaustiva –obsesiva, podríamos decir, incluso–, como la que le dedicó todo el equipo de Eliseo Verón desde la revista Lenguajes, en 1974, desde Buenos Aires. ¿Por qué había necesidad de dedicarle toda la revista?5

Una tradición crítica nos dice que, en realidad, los libros son de los/as lectores/as; que apenas impreso por aquella máquina diabólica inventada por Gutenberg el autor pierde el control sobre el texto y que, como dijera De Certeau, los/as lectores/as son cazadores furtivos. Más desconfiado, Platón, allá lejos y hace tiempo, recordó que la escritura tiene influencia, incluso, en los/as que no saben leer, porque los textos viajan con los/as lectores/as y pasan de los ojos a la boca y de ahí al oído, en una rueda interminable, que incluso nos permite escuchar a los muertos con los ojos, como recordó Roger Chartier en su lección inaugural del College de Francia. ¿Qué es lo que seguimos leyendo, entonces, en este texto? ¿Qué sigue provocando su lectura?

La revolución en el Pacífico

Pongamos un poco de contexto. Para leer al Pato Donald se publicó en diciembre de 1971, en Chile, un año después de asumido el gobierno de Salvador Allende, el primer gobierno socialista de América Latina surgido del voto popular. Así, aparecían los rasgos más reconocibles de los estudios en comunicación en América Latina convertidos en un paradigma fundacional (Sanguinetti, 2001);6 un a priori intelectual: denunciar la penetración ideológica norteamericana sobre el tercer mundo; desconfiar del academicismo funcionalista con el que se asociaba el saber científico de la época, y su prosa aséptica y positivista («el investigador quiere estudiar la lluvia y sale con paraguas» [p. 9], se burlan sus autores); y venir por fuera de la academia y los centros de investigación, mezclados en el barro de la historia, las luchas políticas y la militancia social («Este libro no ha surgido de la cabeza alocada de individuos, sino que converge hacia todo un contexto de lucha para derribar al enemigo de clase en su terreno y en nuestro terreno», dirán sus autores [p. 159]), para dar pelea en el mismo terreno que su objeto de estudio, los medios masivos de comunicación.

¿Fueron estas particulares características las que dieron a este texto la trascendencia que tuvo? Es cierto que allí se amalgaman, como quizás en ningún otro caso con tanta densidad, las historias intelectuales de sus autores, el contexto que determinó su escritura y los modos de exponer un discurso sobre los medios de comunicación. A diferencia de otro tipo de estudios, más estructurales –como los que ya se habían hecho desde las teorías críticas alemanas y desde la economía–, se tomaban de una simple (¿o no tan simple?) historieta para denunciar todo un aparato ideológico de dominación. Los autores lo sabían cuando pensaron que en aquellos dibujos infantiles no había inocencia alguna. Tal vez no imaginaban sus repercusiones, era una historieta. ¡Pero era la historieta más conocida del mundo, de la nación más poderosa de la tierra! No eran solo unos dibujitos infantiles. ¿Por qué no iba a crujir toda la cultura, toda la vida, todo el poder?

La idea de que el quehacer científico tiene una condición previa a partir de las coordenadas teórico metodológicas que le son impuestas por condiciones externas (Thomas Kuhn las llamó paradigmas; Michel Foucault, epistemes) no era nueva en aquella época. Ya se habían producido sendos trabajos en el que esta dimensión se destacaba en particular: a mediados de los años sesenta, Foucault había escrito Las palabras y las cosas; y en 1970, Althusser había publicado Ideología y aparatos ideológicos de Estado; sumado a toda la tradición crítica de los sociólogos y los filósofos alemanes de la Escuela de Frankfurt que en los años treinta había denunciado la supuesta independencia del saber científico. Como lo observó Max Horkheimer ([1937] 2008), en Teoría tradicional y teoría crítica:

[…] la ilusión de independencia corresponde a la libertad aparente de los sujetos económicos dentro de la sociedad burguesa. Estos creen actuar en base a decisiones individuales, cuando hasta en sus más complicadas especulaciones son exponentes del inaprensible mecanismo social (p. 231).

Todavía mucho antes, Karl Marx (1888) lo había condensado en la onceaba tesis sobre Ludwig Feuerbach: «No se trata de comprender el mundo sino de transformarlo». Pero, en los años sesenta, había surgido otro modelo: el del intelectual militante. De algún modo, se recuperaba el romanticismo de los antiguos referentes de las izquierdas, como Lenin o Rosa Luxemburgo, que se empeñaban en la lucha política como en la producción intelectual; América Latina habría de tener su propio paradigma: Ernesto «Che» Guevara. Fue sin duda toda esta tradición de intelectuales (orgánicos, los había llamado Gramsci), la que constituyó e impulsó un tipo de trabajo teórico que se fundaba en su inscripción en los procesos políticos, como herramienta ideológica, discursiva e interpretativa del decurso de los acontecimientos. En la Argentina son clave, en ese periodo, expresiones como las de los intelectuales que se reúnen alrededor de la revista Pasado y Presente,7 o las que producen una renovación dentro del marxismo, como las de Juan Carlos Portantiero o Abelardo Ramos, como también las que orbitan en torno del peronismo, me refiero a Rodolfo Puiggrós o José Hernández Arregui.8

Otra clave que hemos mencionado es la crítica al funcionalismo norteamericano. A esa idea de la ciencia objetiva, descarnada, prolija, que Mattelart y Dorfman ([1971] 2005) van a impugnar en sus primeras líneas. Esto no es un informe científico aséptico, dicen los autores, advirtiendo a sus críticos cómo podrían tratarlos:

Los responsables de este libro serán definidos como soeces e inmorales (mientras que el mundo de Walt Disney es puro), como archicomplicados y enredadísimos en la sofisticación y el refinamiento (mientras que Walt es franco, abierto y leal), miembros de una elite avergonzada (mientras que Disney es el más popular de todos), como agitadores políticos (mientras que el mundo de Walt Disney es inocente y reúne a todos en torno a planteamientos que nada tienen que ver con los intereses partidistas) (p. 15).

Sin embargo, esta crítica no es solo un juego ingenioso. Busca sentar las bases de una discusión más profunda. La de la metacrítica al discurso científico y a la relación que ese discurso tiene con el poder. Para leer al Pato Donald (1971) se inscribe, así, en una tradición que impugna el avance de la cientificidad americana, tan bien representada por el funcionalismo, que, vía la adaptación de la teoría parsoniana en el campo de las comunicaciones, viene realizando el gran padre de la teoría sobre los medios, Paul. F. Lazarsfeld. No es casual. Desde mediados de los años cincuenta, los norteamericanos han exportado su gran escuela sociológica. La «internacional sociológica», una suerte de Plan Marshall intelectual, como la caracteriza Josep Picó (1994). Las vías son muchas, pero el mascarón de proa en América Latina es la Alianza para el Progreso, lanzada en 1962 por JFK en Montevideo, y la teoría sobre la modernización de inspiración «lerneriana», que sale a confrontar con la teoría de la dependencia que impulsaban autores como Fernando Cardoso o Theotonio Santos. Su punto de apoyo será el Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina (CIESPAL), (https://ciespal.org/) fundado en Quito, del que surgirán los primeros comunicadores funcionalistas latinoamericanos (aunque apenas puestos a andar, como lo recuerdan Luis Ramiro Beltrán o José Marques de Melo, la mayoría se volverán críticos del poder que los había formado). Pero también está detrás Charles Wright Mills y La imaginación sociológica (1959), una furibunda crítica al pensamiento social norteamericano, como los otros ensayos que escribe desde Cuba.

¿Por qué un texto científico de análisis de contenido no surge de la academia, como podría suponerse, hasta el punto que sus autores justifican sus licencias en esos ámbitos para escribirlo? ¿No es acaso ese, en particular y específicamente, su trabajo? Aquí, obviamente, hay que mencionar la tardía institucionalización de las ciencias sociales en la región. Recién en los años cincuenta, la sociología habría de llegar a nuestras costas de la mano de Gino Germani, y el propio Centro de Estudios de la Realidad Nacional (CEREN)9 parecía corresponder a ese mismo gesto dentro de la cultura académica chilena. Si vamos hacia el campo más específico de los estudios comunicacionales, el panorama era más yermo. Hasta mediados de los años sesenta solo existía una institución académica dedicada a la formación de comunicadores y de periodistas, era la Escuela Superior de la Universidad Nacional de La Plata. En general, los/as comunicadores y/o los/as periodistas venían del oficio, es decir, se formaban en las redacciones. Algunos podían ser economistas o abogados, otros podían fantasear con ser escritores y el periodismo era una vía razonable para vivir de la escritura. Esa fue la escuela de Roberto Arlt, de Raúl González Tuñón o, más adelante, de Tomás Eloy Martínez o de Rodolfo Walsh. Recién a mediados de la década del sesenta, las carreras de periodismo y de comunicación comenzaron a desarrollarse en las instituciones formativas de la Iglesia, después del impulso que le dio a la comunicación social el Concilio Vaticano II, a partir del Decreto Inter Mirífica, en el cual la Iglesia pareció perdonar a la imprenta y a los medios de masas los dolores infringidos por la modernidad. Por eso la política será el terreno preferido de la comunicación. Si bien el trabajo de Antonio Pasquali,Comunicación y cultura de masas(1964), se había anticipado al texto de Mattelart y de Dorfman, no había logrado salir del gueto de la «intelectualidad». Por el contrario, el texto sobre el Pato Donald rompía todos los cercos, quizá, en parte, porque reflejaba el vigor, la espontaneidad y la convicción de la experiencia de la que emergía. Los autores lo dicen de arranque: «Desde luego, no se trata aquí de negar la racionalidad científica, o su ser específico, ni de establecer un burdo populismo; pero sí de hacer la comunicación más eficaz, y reconciliar el goce con el conocimiento» (p. 9).

Pero también es evidente que este es un trabajo político, una lectura política, y todo el texto está cargado de esas señales. Hay, además, un lenguaje, un tipo de discursividad, que mezcla el análisis, la sentencia y los textos de referencia de un mundo que, obviamente, no es la historieta: los editoriales del diario El Mercurio o La Segunda contra la política cultural del gobierno o Selecciones de Reader´s Digest. ¿Qué sentido tiene esta hipertextualidad en el análisis que se lleva adelante de la historieta? ¿Qué justifica esta intromisión en el desarrollo de las observaciones al comic norteamericano sino la decisión de reenviar el análisis al contexto del que surge y en el que los autores pretenden fortalecer su sentido? Desde el título, que alude al famoso ensayo de Althusser, y la bajada, Comunicación de masa y colonialismo, sabemos que los autores no serán neutrales. Ni siquiera se conciben como los autores exclusivos del texto (tal vez aquí las referencias paratextuales del inicio cobren sentido; ¿O Mattelart y Dorfman ya habían leído el texto de Roland Barthes sobre la muerte del autor?). Pero lo que menos se puede obviar es que toda la experiencia política chilena estuvo fuertemente influenciada por el autor de Para leer el Capital (1965) de la mano de una autora clave: Marta Harnecker, traductora y autora del manual del foquismo latinoamericano (Los conceptos elementales del materialismo histórico, 1969) y militante de la Unidad Popular. Del mismo modo que la referencia al proceso de descolonización, mucho antes de que Edward Said con Orientalismo (1978) prefigurara ese campo en los estudios sociales con la teoría poscolonial, el texto sobre el Pato Donald invocaba el discurso en boga del tercer mundo.

¿Moros en la costa?

Todos estos datos nos permiten comprender su trascendencia. ¿Pero es suficiente? ¿O hay algo más? Una tradición literaria nos llevaría a pensar en sus autores. ¿Acaso podríamos deducir de sus biografías el sentido del texto? ¿Quiénes son estos dos, todavía entonces ignotos y jóvenes intelectuales, que desde la periferia de aquel país sudamericano se le animan al Tío Sam? Precisemos quiénes son.

Ariel Dorfman, 1941. Escritor de ficciones aún inédito, profesor de literatura, crítico literario, militante político del socialismo chileno, miembro activo de la Unidad Popular, dedicado a dictar cursos sobre lo que entendía, entonces, que eran las «subliteraturas».10 En los años sesenta, es clave esta perspectiva que recoge para el estudio de la «literatura» los márgenes de la escritura que se hacen visibles en la cultura de masas: la historieta, la canción popular, la televisión. Ya lo había hecho Umberto Eco en Obra abierta (1962) y en Apocalípticos e integrados (1964), pero también Oscar Masotta en La historieta en el mundo moderno (1970). Hay un movimiento que va del Sartre que se sale del canon literario con su texto sobre Genet a los avances de una semiología de la literatura popular, de la publicidad, del cine, que se destaca en trabajos de Barthes como El grado cero de la escritura (1953) o Mitologías (1957).

De ese espíritu de época participa Dorfman hacia mediados de esta década, cuando integra, junto con otros escritores, la cofradía literaria «los novísimos», como la bautizó José Donoso. En ese contexto comienza a desarrollar sus experiencias en la didáctica de la literatura para estudiantes secundarios, enseñanza a la que integra la problemática mediática: desde la televisión a las historietas. Así, encarar la lectura crítica del Pato Donald no es, entonces, aleatoria, pero las circunstancias siempre ayudan; la empresa Disney tiene en Chile, en la editorial Zig Zag, su cabeza de playa para todo el continente de habla hispana, que, nacionalizada en los inicios del gobierno socialista, pone en evidencia la circulación latinoamericana de ese producto.

Por el otro, Armand Mattelart, 1936. Belga. ¿Qué hace un belga en Chile en los años sesenta? ¿Cómo llegó a estas playas? (Otra vez la metáfora ribereña. ¿Tendrá algo que ver el título de la primera novela de Dorfman? Es indudable que había algo en el ambiente. Dorfman lo menciona en Moros en la costa, título que le regaló Antonio Skármeta, otro integrante de los novísimos, cuando él pensaba llamarla Reseñas). El periplo de Mattelart no es menos sintomático. Formado en la cultura progresista del catolicismo europeo, demógrafo, dedicado a la sociología, con estudios en París, busca una beca para trabajar en países de la periferia del capitalismo. Son los años sesenta y los contactos de la Iglesia lo llevan a Chile en 1962, angosto territorio subdesarrollado, pero con fuertes redes internacionales (Mattelart, 2014). Viaje en barco, largas lecturas de teoría social y la incorporación a un equipo de investigadores para formar el área de sociología de la Universidad Católica de Chile.

En ese contexto, toma contacto con los sectores del trabajo, sindicatos y partidos políticos de izquierda. No es posible olvidar, aquí, la fuerte presencia del Partido Comunista y el Partido Socialista en la vida política chilena, pero también la de una izquierda cristiana que se escindirá del Partido Demócrata Cristiano (como recuerda Mattelart, muchos de esos cuadros jóvenes son los que asisten a sus seminarios). Su siguiente paso académico fue integrar el CEREN, en 1968, el Centro de Estudios de la Realidad Nacional fundado en la misma universidad, pilar fundamental de una ingeniería político cultural de larga trascendencia en el país andino.

Pero el azar juega con los dados marcados. Los dos terminan juntos en la editorial del Estado, Quimantú: el sol del saber. La portada del texto lo aclara bien:

Ariel Dorfman, miembro de la división de Publicaciones Infantiles y Educativas de Quimantú, pudo participar de la terminación de este libro gracias a la comisión de servicios que le otorgó el Departamento de Español de la U de Chile y Armand Mattelart, jefe de sección de Investigación y Evaluación de Comunicación de Masas de Quimantú y profesor-investigador del Centro de Estudios de la Realidad Nacional, gracias a una medida parecida (Dorfman & Mattelart, [1971] 2005, portada).

Pero el texto no dice qué fue Quimantú. Y es imposible explicar este texto fundacional de los estudios de comunicación de masas sin Quimantú. Hagamos un breve apartado.

Es habitual que los autores de un libro señalen bajo qué condiciones escribieron los textos que se presentan. En este caso, sin embargo, tales menciones especiales resuenan de maneras diferentes a nuestros oídos. Más que una editorial del Estado o un centro de investigación, Quimantú y el CEREN representan los puntos neurálgicos de un proyecto cultural y científico: la idea de crear una nueva cultura.11 ¿Qué es lo que intentan aclarar los autores con esta referencia paratextual? ¿Acaso no se conecta, en realidad, con esa idea que los autores mencionan en la introducción? Este texto no es nuestro, no somos «los autores», apenas los escribientes, que tomamos la voz de muchos. ¿La voz de Quimantú? ¿La voz del CEREN? ¿Las usinas culturales de la Unidad Popular?

Hacia principios de la gestión de la Unidad Popular, estaba clara en el gobierno la idea de producir una serie de transformaciones en el ámbito cultural: el programa era explícito. Producir cambios en el campo de los medios de comunicación, en el ámbito general de la cultura, en la educación. Aunque el acuerdo con la Democracia Cristiana puso freno a estas aspiraciones12 (como si las fuerzas conservadoras hubieran leído el famoso ensayo de Althusser sobre los aparatos ideológicos de Estado), una crisis empresaria desatada en Zig Zag, la empresa editora más importante de Chile, obligó de manera concertada a su estatización. Con más de 1500 empleados, y una rica historia editorial, Quimantú13 nació, en alguna medida del azar, pero sirvió, inmediatamente, para que desde allí el gobierno lanzara un novedoso proyecto cultural que apuntaba a la democratización del acceso a la lectura. Imbuida fuertemente de las ideas de renovación presentes en el campo literario, la empresa estatal comenzó una fuerte ofensiva, publicando libros de distribución accesible, revistas culturales para jóvenes, una revista de historietas para niños y una serie de documentos con fuerte compromiso político, en los cuales las políticas culturales y educativas se ponían en debate. De inmediato, Quimantú recibió el rechazo de los medios dominantes, de la tradicional maquinaria periodística que, históricamente, estuvo en manos de los sectores conservadores. En especial, el diario El Mercurio, de la familia Edwards. Muchos años después, cuando recuerde el contexto de escritura de la obra, Mattelart (2014) dirá:

Se trata de un libro que realicé con el escritor Ariel Dorfman, en aquel entonces profesor de literatura latinoamericana de la Universidad de Chile y que fue publicado en diciembre de 1971 por las ediciones universitarias de Valparaíso, pertenecientes a la Universidad Católica instalada en esa misma ciudad. Y dado que es justo antes de Navidad que los productos Disney, destinados a la infancia, salen al mercado, nuestro libro fue lanzado, simbólicamente, la semana anterior a las fiestas navideñas. Para redactarlo, nos aislamos, junto a una colección de revistas Disney, en los alrededores de Isla Negra, no lejos de la residencia del poeta Pablo Neruda. Trabajando día y noche, sin interrupción y de una sola tirada, la redacción no nos llevó más de dos semanas (p. 163).

¿No hay moros en la costa? Entonces, ¿por qué tuvieron que refugiarse en aquel pueblito cerca de Isla Negra para escribir el libro? Imagino a los autores en sus obsesivas noches del Pacífico, buscando terminar el texto (antes de Navidad, recuerda Mattelart), asediados por los plazos de entrega, por las discusiones políticas, por la coyuntura. No me cuesta hacerlo, es lo que se refleja en la lectura de Moros en la costa. Publicada en 1973 –segunda en el premio Sudamericana de novela de ese año en Buenos Aires–, esta obra es reconocida como el testimonio más paradigmático de los debates critico-literarios de los años setenta y de la exigencia, para los autores de la llamada izquierda latinoamericana, de un compromiso político-artístico.14 Dorfman integraba la pléyade más renombrada de la nueva novela chilena (junto con Skármeta, entre otros, autor de Soné que la nieve ardía, [1975]) que durante el final de la década del sesenta y en pleno auge del gobierno popular de Salvador Allende conformaron el nuevo consenso crítico literario del país andino. ¿Quiénes eran los invasores? Así, en su primera novela, luego de funcionar como un crítico de excepción dentro del campo literario, Dorfman pone en juego todas las contradicciones intelectuales y los debates en el campo literario como los experimentalismos formales de las nuevas narrativas.

Según Marco Antonio Quezada Sotomayor (2011), en Novela y Revolución en la Unidad Popular. El caso de Moros en la costa, de Ariel Dorfman, la novela refleja una estructura descentrada y fragmentaria (en línea con Rayuela, [1963]), que juega con la desacralización del autor y su ficcionalización, como también con la búsqueda de una democratización de la lectura representada por la invocación a un lector activo. ¿Acaso en esta frondosa construcción narrativa Dorfman estaba sublimando los debates de política cultural que a diario se sostenían en Quimantú, como integrante del consejo editorial de la empresa estatal? No lo sabemos, pero podemos imaginarlo. Lo cierto es que en esa historia compleja y multifacética, en la que una sucesión de escritores-personajes cuenta sus novelas, se viven las peripecias de la política cultural del gobierno. Escrita durante 1972, circunstancia en la que se produce el álgido conflicto en el transporte que para el país, la novela «problematiza la noción de compromiso con la que trabajaban algunos escritores chilenos y latinoamericanos de la época, así también como la noción de experimentación con la que otros escritores defendían la autonomía de la literatura» (Quesada Sotomayor, 2011, p. 9).

Si bien Dorfman pareciera cabalgar en medio de aquella tensión, en el primer capítulo, en el que se narra una novela que transcurre en un campo de concentración nazi, donde un detective tiene que descubrir el asesinato de una mujer judía (compleja y cruel paradoja: la mujer, de todos modos, iba a morir en las cámaras de gas y el asesino, probablemente, también), la historia tiene inevitables alusiones premonitorias. Luego, la trama salta en el tiempo y el espacio, y el mismo argumento sucede en un «campo de concentración» en «algún» país sudamericano (puede ser Bolivia, Brasil, Paraguay, comenta el crítico). ¿Dorfman ya imaginaba el final de la historia? ¿Esta metanarrativa se inspiraba en sus preocupaciones más íntimas? Cualquiera que revise en la actualidad aquellos años tenebrosos puede hacer esta fácil conjetura. Pero ¿Dorfman tenía la bola de cristal?

La novela sigue, otras historias se nos cruzan en las diferentes «reseñas»: un escritor que vuelve a Santiago en la noche de la victoria de Salvador Allende y le pide a su amigo que lea su novela antes de tirarla a la basura; una escritora religiosa, una especie de Sor Juana Inés de la Cruz marxista, escribe una novela sobre la papa, bajo la inspiración de otro escritor cristiano y revolucionario: Ernesto Cardenal. En todas estas historias hay un hilo en común, como dice Quezada Sotomayor (2011): la protagonista de Moros en la costa es «la novelística». ¿Qué se debe escribir en un proceso revolucionario? ¿Cuál es el lugar que debe ocupar el arte? ¿Qué responsabilidad tienen los/as intelectuales sobre la cultura en los momentos de crisis, en el sentido gramsciano? Es obvio que este debate literario se podía trasladar al ámbito cultural más amplio, desde los periódicos,15 hasta las revistas infantiles de historietas o las ciencias sociales. Schmucler (1971) lo explica bien en su prólogo: la dimensión superestructural es vital y reconduce a la totalidad social. ¿No fue acaso esa intención la que inspiró el desarrollo en Quimantú de una revista con historietas infantiles «nacional» como Cabrochico? (Donoso, 2016). Si la superestructura es todo, y ese todo condiciona todas las prácticas, la revolución tiene que empezar por los primeros, los más pequeños.

Para leer al Pato Donald no puede leerse desvinculado de aquella experiencia. Lanzada en julio de 1971 (recordemos que la crítica al Pato Donald se edita en diciembre de ese año y el texto incluye un editorial del diario El Mercurio que alude a una revista infantil y a su «pretensión» de adoctrinar a los/as niños/as), esta revista infantil contaba con la dirección de Saul Schkolnik, un reconocido historietista y especialista en literatura infantil que años más adelante recibirá valiosos reconocimientos internacionales, más un vasto equipo de dibujantes, de especialistas en educación y de guionistas. La apuesta es fuerte, construir desde abajo una nueva cultura. ¿Desde el jardín de infantes? ¿Por qué no?

¿Se puede hacer la revolución en dos semanas?

¿Se puede escribir un tratado científico en dos semanas? Parece que sí. ¿Querían desmitificar el quehacer científico? Lo lograron. ¿Por qué? Quizás porque el experimento de alcanzar el socialismo pacíficamente tenía atrapada a la audiencia internacional, en especial, en Francia. El Mayo francés todavía estaba en el aire, sin dudas, aunque la consigna de la imaginación al poder parecía más verosímil en las periferias (uno de los apartados del texto se titula: «¡La imaginación al joder!») y, por supuesto, América latina estaba de lleno metida en la guerra fría.

Hagamos un resumen. Para leer al Pato Donald [1971] es «un análisis de contenido ideológico» de un corpus de 100 historietas del personaje de Walt Disney, donde los autores tratan de revelar «las representaciones de las realidades del tercer mundo que portaban las aventuras destinadas a los niños y que, en su aparente inocencia, hacían creer que trascendían toda ideología» (Dorfman & Mattelart, [1971] 2005, p. 164). Por el contrario, para los autores, la historieta del Pato Donald

mostraba que las relaciones que estos héroes mantenían con los autóctonos de países lejanos, en el curso de sus desplazamientos exóticos, eran emblemáticas de un tipo de relación desigual, a la vez que etnocéntrica, y perpetuaban la mitología del pueblo-niño, tan vieja como la conquista de las Américas (p. 164).

Pero el interés de los autores no se centraba exclusivamente en hacer un análisis de la historieta. El interrogante era cómo desmitificar el dominio cultural e ideológico norteamericano que esta historieta, como todo el mundo imaginario de Disney, promovía en la región. Como recuerda el propio Mattelart (2014), la pregunta central dentro del gobierno era: ¿Qué hacer con los medios de comunicación? ¿Dejaban que el poder de fuego de la derecha reaccionaria manejara la opinión pública? ¿Acaso las transformaciones estructurales devienen luego, instantáneamente, en transformaciones culturales? ¿O no será a la inversa, como sugiere Schmucler (1971) en el prólogo, que las dimensiones superestructurales se vuelven tan fuertes que retardan, aprisionan, confabulan, contra cualquier intento de tocar la base material, las formas de producción de la vida?

De esta forma, intentaba contribuir al debate sobre las políticas de comunicación que era esencial para la Unidad Popular, ya que la vía chilena al socialismo se desarrollaba en un paisaje mediático, en el que la oposición ocupaba un papel preponderante, ya que poseía los principales medios de difusión (Dorfman & Mattelart, [1971] 2005, p. 164).

Según Harnecker (2003), la prensa burguesa controlaba el 90 % de los medios de comunicación: 113 radios sobre 155. Y por si hubiera alguna duda, Schmucler (1971) lo aclara en el prólogo:

Cuando este libro apareció en Chile, hacía poco más de un año que la Unidad Popular había asumido el gobierno. En todos los sectores de la sociedad comenzaba a evidenciarse –más o menos dramáticamente– que el intento de transformar una realidad pone en tensión al conjunto de la estructura existente.

Todos los elementos que constituyen el aparato social se reordenan y en ese reacomodo surgen conflictos específicos aun en las zonas cuyas formas de existencia parecieran trascender a los proyectos de cambios sociales. Se volvía a comprobar que las relaciones estructura/superestructura mantienen un vínculo mucho más estrecho que el vulgarizado por un pensamiento que, aunque se quiere revolucionario, repite los gestos de un positivismo rigurosamente mecanicista (p. 9).

Es evidente que ya ha pasado el primer año del gobierno. Después de la desorientación de los primeros meses, las fuerzas conservadoras retoman la ofensiva: la victoria del candidato demócrata-cristiano en la elección universitaria por el cargo de rector de la Universidad de Chile marca un punto de inflexión. También el asesinato por parte de la Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP) del ex ministro del interior del gobierno democratacristiano de Eduardo Frei, Edmundo Perez Zujovic (Harnecker, [1974] 1995). A esto se va a sumar el lockout patronal y la insistente campaña mediática de los diarios contra el gobierno. La Unidad Popular entra en debate: ¿avanzar más radicalmente con las reformas? ¿O mantener el statu quo?[16 El texto no es neutral aquí. El Pato Donald ya se puso las jinetas. Esa es la segunda hipótesis de Schmucler (1971): contra toda pretensión de exquisitez o de lejanía teórica sobre la coyuntura, el libro trata sobre la vida real de los/as chilenos/as, pero también sobre las responsabilidades y las metas de aquel proceso de cambio.

Hablar del Pato Donald es hablar del mundo cotidiano –el del deseo, el hambre, la alegría, las pasiones, la tristeza, el amor– en que se resuelve la vida concreta de los hombres. Y es esa vida concreta –la manera de estar en el mundo– la que debe cambiar en un proceso revolucionario (p. 25).

No caben dudas, ya que le están hablando al gobierno, en especial, a los representantes directos de sus políticas culturales. Quien dará la respuesta será Carlos Maldonado, encargado de esa política cultural y referente del Partido Comunista, cuando en «¿Dónde está la política cultural?» (1972) aluda

[al] sector intelectual que visualiza la revolución cultural como un acto voluntarista, entendiendo el mundo de la conciencia en cuanto solo a su autonomía. Tratan, por ejemplo, de dotar de un poder que no tienen (y nunca alcanzarán) a los factores semánticos, los eslogan publicitarios, los personajes de historietas o de telenovelas (en Anwandter Donoso, 2020, p. 15).

¡Es el contenido, estúpido!

La tesis central del análisis[17 refleja que «patolandia» es un mundo descontextualizado, sin historia, inmaterial, alejado de todas las contradicciones y los conflictos. ¿Qué hay de malo en eso? ¡Pero no hay padres ni madres en el mundo del Pato Donald! Ni origen ni descendencia, ni sexo, ni trabajo, y menos producción. Solo consumo y, en todo caso, si hay alguna referencia al mundo productivo este es el tercer sector (postindustrial). ¿Cómo? ¿Y el Tío Rico? Ah, sí, hay riqueza, hay tesoros, pero estos vienen como por arte de magia, del orden natural: oro, joyas, reliquias, siempre un dinero que viene de algún lado, como si emergiera de la nada, nunca del trabajo, nunca de la producción.

Así, Mattelart y Dorfman observan perspicaces el mundo de Disney: pura superestructura. Y en esta fantasmagoría inocente, lavada, desrealizada, hay una cadena de equivalencias: el niño, el buen salvaje y el subdesarrollado. En esta contigüidad interpretativa, los autores ven el modo en que Disney quiere que nosotros/as (los/as lectores/as de los países subdesarrollados) nos interpretemos el mundo. Así, la historieta funciona como una ideología destinada a ser nuestra identidad, nuestra cultura, nuestros deseos.

¿Es cierto, entonces, que no existen los padres? Sí, solo hay sobrinos, tíos, primos, es un mundo tribal, en el que los progenitores han desaparecido.

Lo primero que salta a la vista en cualquier de estos relatos es el desabastecimiento permanente de un producto esencial: los progenitores. Es un universo de tíos-abuelos, tíos, sobrinos, primos y también en la relación macho-hembra un eterno noviazgo (Dorfman & Mattelart, [1971] 2005, p. 23).

¿Por qué? Porque esta desvinculación del origen, como la de la constitución de un «mundo aberrante» que desexualiza a los personajes, es la condición necesaria para crear un mundo sin historia, sin pasado, pero también sin futuro. «Estos personajes, al no estar engendrados en un acto biológico, aspiran a la inmortalidad» (p. 25), pero a su vez, al no ser posible su articulación fuera de su mundo de ficción, el mundo del Pato Donald puede idealizarse para que el/la niño/a, identificado/a, sueñe con una realidad paralela, con un mundo infantil de semejanzas, de antropomorfismos. Para los autores, la historieta fomenta una idealización del mundo infantil, que además plantea una crítica al mundo adulto en general, representado por el Pato Donald, paradigma de torpeza, de ingenuidad. De este modo, los niños (los sobrinos) son presentados como «astutos, inteligentes, eficaces», y los adultos (el Pato Donald) como «torpes, mentirosos, flojos».

En este marco de infantilización del mundo (en el que Disney buscaría la identificación del niño lector con el niño personaje), esa relación que establece la obra se potencia mediante la relación del mundo infantil con el mundo natural; animales, plantas, montañas, de modo tal que pueda darse aquella primera equivalencia: el niño y el buen salvaje. Pero a diferencia de otras fábulas infantiles, el uso que hace Disney de los animales representa una contradicción, porque lo hace, según los investigadores,

para atrapar a los niños no para liberarlos. Se los invita a un mundo en el cual ellos piensan que tendrán libertad de movimiento y creación, al cual ellos ingresan confiados y seguros, respaldados por seres tan confiables e irresponsables como ellos mismos y de los cuales no se puede esperar ninguna traición, con los cuales ellos podrán jugar y confundirse. Después, una vez adentro de las páginas de la revista, no se dan cuenta cuando, al cerrar las puertas tras ellos, los animales se convierten, sin perder su forma física, sin sacarse la máscara simpática, y risueña, sin perder su cuerpo zoológico, en monstruosos seres humanos (Dorfman & Mattelart, [1971] 2005, p. 42).

Así, este mundo infantilizado que se asocia a la idea del buen salvaje da paso a la idea de la relación de los personajes con los explotados, con el subdesarrollo. Esta relación se articula en una persecución del exotismo, representada por los viajes en busca de tesoros o de aventuras provocadas por el azar o las catástrofes. Es una huida de Patolandia hacia una exterioridad que, paradójicamente, refuerza la infantilización del mundo. Ahora, el «buen salvaje» se corresponde con el subdesarrollado. La historieta trata, entonces, a los pobladores de esos países como personajes de mundos exóticos, como niños/as, sin cultura, necesitados/as, destinados/as a ser gobernados por los mayores. Es significativa la forma en que la revista representa esta alteridad, las culturas que están fuera de la civilización, de las ciudades, en general, los países periféricos (México, Perú, Oriente). La asociación entre incultura –estado de naturaleza– y civilización, representada por el dinero, por las tecnologías, etc., es clara a lo largo de toda la revista. En esta lógica, la tradicional antinomia entre civilización y barbarie se reactualiza. La historieta nos cuenta de nuevo, o de un modo distinto, la cruzada civilizatoria de Occidente, en la representación paradigmática de Estados Unidos, que convoca, asiste, impulsa, obliga, a las periferias a modernizarse. Y no es, como señalan los autores, a través de pretender que los países latinoamericanos y/o subdesarrollados asuman el american way of life, sino lo que los autores llaman el american dream of life, es decir, «el modo en que los EEUU se sueña a sí mismo, se redime, el modo en que la metrópoli nos exige que nos representemos nuestra propia realidad, para su propia salvación» (Dorfman & Mattelart, [1971], 2005, p. 151).

Dos ensayos y una revolución

¿Qué definición genérica le cabe a Para leer al Pato Donald? ¿Es un tratado? ¿Una tesis científica? ¿Una monografía? ¿Un informe académico? En aquel histórico trabajo crítico, Verón (1974) señaló que como investigación científica había primado la política y que sus autores se habían desentendido del método. Esta palabrita (el método) parecía separar para Verón la cuestión política de la ciencia, asumiendo que estos mundos debían correr caminos diferentes. Schmucler ([1975] 1997) respondió a estas objeciones un año después, en un texto de la revista Comunicación y Cultura, recordándole a Verón que para los autores «la práctica política es condición de verdad para las ciencias sociales» (p. 134), dado que no hay disyuntiva entre ciencia y compromiso político; por lo que, en ese sentido, jamás habían imaginado que esa separación fuera posible, tanto para leer al Pato Donald, como para leer cualquier otra cosa. Así, la pretensión de separar ciencia y política, recordó Schmucler (1975), era ideología (la ideología que concibe una ciencia aséptica). Al menos, Mattelart y Dorfman eran menos contradictorios que el grupo de Verón, que, en la presentación de aquel primer número de Lenguajes reconocían la dependencia cultural del campo científico e intelectual y, sin embargo, pretendían que de igual modo podía haber una producción científica objetiva y distante de aquellas determinaciones. La apuesta de Mattelart y de Dorfman era clara y tenía, como lo señaló Germán Arciniegas (1963), una necesidad histórica. Pero no eran los primeros. ¿O alguien le pidió a Sarmiento que rindiera cuenta del método en el Facundo (1845)? ¿Qué podríamos decir, entonces, de Eduardo Galeano y Las venas abiertas de América Latina (1971)? ¿De Latinoamérica. Las ciudades y las ideas (1976), de José Luis Romero? ¿O de La ciudad letrada (1984), de Ángel Rama?

Es indudable, a estas alturas, que hay un saber reconocido y valorado en el ensayo equiparable a los de la investigación científica. Y es evidente que el género ha sido determinante en la conformación de un campo de conocimiento en América latina, aunque una larga tradición al respecto haya dicho que es algo más que una aproximación intuitiva al saber; que, si bien podía producir conocimiento, no debía ser considerado científico. En esta perspectiva, el ensayo sería más bien una forma amateur de la producción del saber, cercano a las artes o a la ficción; conocimiento pero sin pruebas, como señaló José Ortega y Gasset (en Alfón, 2020). Sin embargo, aunque resulte paradójico, el ensayo ha servido, en muchos campos (historiográfico, antropológico, sociológico), para inaugurar modos nuevos de ver lo mismo (casi un oxímoron), que en sus relaciones aparentemente contradictorias o paradojales inauguraron perspectivas originales de relevancia, formas de interpretación que abrieron nuevos horizontes al conocimiento, narrativas que configuraron pensamientos y valores, se diría ahora, de larga influencia. Estoy pensando en La cabeza de Goliat (1940), de Ezequiel Martínez Estrada o en Raúl Scalabrini Ortiz y El hombre que está solo y espera (1931).

Pero es evidente que el texto no es, como tal vez quería Verón (1974), un análisis semiológico al estilo de los formalistas rusos, o cualquier otro estructuralista (quizás, él mismo). Cargado de interpolaciones, de referencias externas al objeto de estudio, con giros literarios, con guiños al lector, se convierte en mucho más que una intervención científica, un informe técnico, un análisis del contenido de una historieta. ¿O acaso Umberto Eco tuvo que exiliarse de Italia cuando escribió Apocalípticos e integrados (1964)? Es evidente que el texto de Mattelart y de Dorfman hablaba de otra cosa, pero también hablaba de otro modo; por momentos, en la lectura, reverberan los debates acalorados de la Unidad Popular, también las diatribas de la prensa y las presiones políticas; las dudas y los interrogantes sobre el quehacer cultural, pero también las pasiones de los autores.

Para leer al Pato Donald (1971) es un claro anticipo de los hipertextos que vendrían después, en el que todas las herramientas de la paratextualidad y de la metatextualidad se ponen en juego para crear otra cosa (¿acaso ya Dorfman estaba prefigurando su novela?). Sino, ¿qué libro científico parodia en el mismo estudio las críticas que recibirá de sus lectores/as? ¿Qué libro incluye a sus detractores/as en el texto mismo para reflejar las tensiones que le dan origen y sentido? Sino, ¿cómo explicar este principio, tal vez uno de los mejores de las ciencias sociales latinoamericanas?

El que abra este libro seguramente se sienta desconcertado. Tal vez no tanto porque observa unos de sus ídolos desnudado, sino más bien porque el tipo de lenguaje que aquí se utiliza intenta quebrar la falsa solemnidad con el que la ciencia por lo general encierra su propio quehacer. Para acceder al conocimiento, que es una forma del poder, no podemos seguir suscribiendo con la vista y la lengua vendados, los rituales de iniciación con que las sacerdotisas de la espiritualidad protegen y legitiman sus derechos exclusivos a pensar y opinar. De esta manera, aun cuando se trata de denunciar las falacias vigentes, los investigadores tienden a reproducir en su propio lenguaje la dominación que ellos desean destruir. Este miedo a la locura de las palabras, al futuro como imaginación, al contacto permanente con el lector, este temor a hacer el ridículo, y perder su «prestigio» al aparecer desnudo frente a su particular reducto público, traduce su aversión a la vida y, en definitiva, a la realidad total. El científico quiere estudiar la lluvia y sale con paraguas (Dorfman & Mattelart, [1971] 2005, p. 9).

En El ensayo como forma (1958), Theodor Adorno sostiene que el ensayo tiene la característica primordial de ser un texto herético, que se escribe a contracorriente, que utiliza materiales ya creados para hablar de otra cosa, que su función es la parodia, la iluminación, el juego infantil, «la crítica por excellence» en la que «el ensayo querría salvar al pensamiento de su arbitrariedad, reasumiéndola reflexivamente en el propio proceder, en vez de enmascarar aquella arbitrariedad disfrazándola de inmediatez» (p.30). Por eso, el ensayo no tiene objeto, ni extensión ni programa, avanza sobre su objeto creándolo con su lenguaje, consciente de ese mecanismo demiúrgico. Pero, además, lo que diferencia al ensayo de cualquier otro texto, es la idea del juicio, la exigencia de sostener una posición, de marcar la cancha, diría alguno. Como sostiene Fernando Alfón (2020):

El ensayo es la preminencia y el despliegue del juicio de alguien (un yo, un nosotros) en torno a algo (el alma, la política, una obra de arte) bajo una forma determinada (diálogo, discurso, manifiesto) en una situación concreta. Es esta situación, en definitiva, la que nos advierte la presencia de un ensayo y no de una obra de teatro o un informe militar, y esta situación puede ser creada, incluso, por el lector, que puede llegar a leer en forma ensayística un texto que comúnmente no se aprecie como ensayo. La lectura laica del Eclesiastés, en un curso de filosofía antigua (p. 36).

Entonces, es evidente que estamos en presencia de un ensayo, que podemos leer a Dorfman y a Mattelart como ensayistas. ¿Pero un ensayo sobre qué? ¿Sobre otro ensayo? ¿El político, el transformador, en el que el texto está embarcado, como los autores, conscientes del mundo nuevo que pretendieron fundar? Porque ya es evidente, para nosotros, que el tema central del libro es más que la historieta del Pato Donald. ¿Cuál es, entonces, la narrativa que inauguran Mattelart y Dorfman?

Una respuesta a este interrogante la podemos encontrar en el texto de Renato Ortiz, «Imperialismo cultural», incluido en el libro de Carlos Altamirano, Términos críticos de sociología de la cultura (2020). Allí, el antropólogo brasileño señala que la noción de imperialismo cultural no existía antes del texto de Mattelart y de Dorfman. Si bien, desde principios del siglo XX, el concepto de imperialismo era claro y conocido, la dimensión simbólica de esa dominación solo había comenzado a definirse a partir de los procesos de independencia posteriores a la Segunda Guerra Mundial, que cobraron una especial visibilidad luego de la conferencia de Bandung (1955), con el nacimiento del Movimiento de Países No alineados y el denominado Tercer Mundo. El autor señala que fue el mismo Armand Mattelart, quien, en un texto escrito con su compañera, Michelle, Pensar los medios (1987), observó que la primera vez que había escuchado aquel concepto fue en un encuentro ocurrido en la Habana, en 1968.

De este modo, podemos concluir que Para leer al Pato Donald (1971) es un ensayo que inaugura las narrativas de denuncia del imperialismo cultural norteamericano en América Latina. Una narrativa que hará pie en la encrucijada de la cultura en el contexto de una transformación social en curso y que utiliza como pretexto una historieta para hablar de la revolución social, y cuyo lenguaje directo, provocativo, moderno, llega a los/as lectores/as con la misma pasión de su escritura. En línea con toda una tradición ensayística de libros que están escritos para actuar –como el famoso texto de Rodolfo Walsh, Operación Masacre (1957)– el análisis de Dorfman y de Mattelart, en realidad, habla de esa otra cosa, ¿de la epopeya que están llevando adelante Salvador Allende y sus camaradas?, ¿de la utopía que marcará a fuego a toda una generación? En realidad, ¿Para leer al Pato Donald habla en verdad del Pato Donald? ¿O de Chile? ¿O de América? ¿O de la revolución del texto científico en la revolución del país periférico?

Walter Benjamin ([1935] 2003) tiene un párrafo en el celebérrimo texto sobre la obra de arte en la modernización tecnológica en el que no se suele reparar con suficiente atención: «El revolucionamiento de la superestructura avanza mucho más lentamente que el de la infraestructura, ha requerido más de medio siglo para hacer vigente en todos los ámbitos culturales la transformación de las condiciones de producción (p. 37).

Publicado conjuntamente con el también célebre ensayo Sobre el jazz, de Adorno, en la Revista del Instituto de Investigación Social, Benjamin ([1935] 2003) discutía ahí la vieja y conocida polémica de la relación, siempre compleja, entre la base material y el edificio jurídico cultural señalado por Marx en los también famosos manuscritos. Ya conocemos las diferencias que expresaban aquellos dos textos sobre la dimensión simbólica, pero no podemos dejar de observar que ambos son contemporáneos al estreno de la primera película de Walt Disney, Blancanieves (1937), sobre la que se edificaría su emporio, ni que Benjamin ([1935] 2003), en particular, tomara nota de su importancia al dedicarle unos de sus apartados al Ratón Mickey. De ese modo, siguiendo los lineamientos argumentales de este autor, podríamos pensar que las transformaciones superestructurales de una potencial revolución social también serían tardías. ¿Tenían razón, entonces, los conservadores del Partido Comunista? ¿Había que esperar cincuenta años para poder observar las consecuencias culturales de la revolución social en curso? A simple vista, puede parecer que la visión de Dorfman y de Mattelart fuera más impaciente.

Dos ensayos escritos por Dorfman en ese contexto testimonian las urgencias y las preocupaciones de la Unidad Popular. Uno, muy interesante, referido a las denominaciones de las empresas públicas, «El frío robot: las siglas», donde Dorfman (2016) relata el debate sobre la «renominación» de las empresas estatizadas y de ciertos espacios públicos, en el cual se propone que sean los/as trabajadores/as quienes les pongan los nuevos nombres, como parte de un proceso de reapropiación simbólica de los bienes del Estado, entendiendo que «la toma del poder se traduce en el campo del lenguaje» (p. 114). El texto, como menciona el autor, no era solo un artículo periodístico, sino un informe político elaborado para quien ejercía, en ese entonces, el Ministerio de Gobierno del frente Unidad Popular. La segunda reflexión a la que hacemos referencia es un artículo destinado a rescatar la experiencia cultural que, por entonces, se desarrollaba en Quimantú. Dorfman (2016) es consciente, ahí, de la gravitación particular de ese proceso, aunque observa que no basta con imprimir miles y miles de libros para tener una política cultural. En el artículo El libro organizado… nunca derrotado, rescata la experiencia editorial que el gobierno viene gestando, pero admite que hay que organizar una política sobre la lectura para hacer que los libros no se vuelvan objetos muertos. No basta con imprimir «50 mil, 80 mil, 120 mil» ejemplares, porque un libro «se consume de otra manera que un alimento, que una tela, que una tuerca»; el libro exige, además de «su presencia material, un acto comunicativo» (p. 137). ¿En qué está pensando Dorfman, sino en transformar las prácticas tradicionales de la lectura, aquellas que, desde el principio de la modernidad, hacían de la lectura una producción individual? ¿El libro podría habilitar esas transformaciones o, como sugiere Benjamin ([1935] 2003), hay que esperar ahí que se produzcan cambios en la base material de las formas de producción y de circulación de la cultura?

Volviendo a los años setenta, es sintomático que toda la crítica inicial que la revista Lenguajes detallaba en su editorial se inscribiera en el mismo lenguaje que Mattelart y Dorfman habían fundado. Paradójicamente, los críticos hablaban el mismo idioma que los criticados, aunque para hacer ciencia el registro debiera cambiar para ser aceptado por la misma cientificidad que denuncia. ¿Acaso no fue ese el resultado de aquellas dos semanas vertiginosas, en un contexto político también acelerado, en un país que parecía caminar hacia el abismo? Inaugurar un campo semántico, un nuevo lenguaje, un ensayo de transformaciones posibles que, como en un juego de dominó, pudiera hacer caer desde una primera pieza (una historieta infantil) todo el andamiaje jurídico político que sostenía el edificio.

Ya no necesitamos evidencia para sostenerlo: hoy sabemos que Chile fue un teatro de operaciones en el que jugaban, como en el poema de Borges, muchos más actores que los que se divisaban a simple vista (el título de la novela parece también premonitorio). Fue la preparación de una estrategia, el laboratorio de otro ensayo, el represivo, la anticipación preliminar de un plan de Terrorismo de Estado que abarcaría a todo el continente. Alguien estaba preparando el desembarco, la recuperación del terreno perdido.

Tal vez por eso lo seguimos leyendo, porque el debate sigue abierto y la pregunta sobre la encrucijada cultural es la misma: ¿hasta qué punto las transformaciones voluntaristas de las dimensiones culturales son efectivas en los procesos de transición social y ¿política? ¿De qué modo, en el nivel de la cultura, se articulan las relaciones de poder y se expresan las diferentes posiciones de los sectores en pugna? Si es cierto que la toma del poder se traduce en el campo del lenguaje, ¿basta con la toma del lenguaje para incidir en el campo del poder? Finalmente, la consagrada autonomía de la cultura, ¿cómo se articula en las crisis, donde, como decía Gramsci, lo viejo no termina de desaparecer y lo nuevo no puede emerger? Mattelart y Dorfman ([1971] 2005) lo saben, por eso el texto cierra con una inquietud demoledora:

Así, a la acusación de que este estudio sería meramente destructivo, sin proponer una alternativa que reemplazara al derribado Disney, hay que responder justamente que nadie puede «proponer» desde su voluntad individual una solución a estos problemas, no hay expertos en reformulación de la cultura. Lo que vendrá después de Disney surgirá, o no, desde la práctica social de las masas que buscan su emancipación (p. 160).

¿O no?

Breve epílogo

Edward Said dijo en Orientalismo ([1978] 2002) que, en realidad, aquella alteridad construida (en su caso, la imagen que de Oriente se hacen los europeos) es clave en la constitución de la propia imagen de Occidente, y que, paradójicamente, esta diferencia termina siendo constitutiva de lo mismo. Así, estudiar las formas de construcción de lo Otro, también es una forma de comprender la construcción de lo uno, porque, como dice Said ([1978] 2002, «Oriente es una parte integrante de la civilización y de la cultura material europea» (p. 20). ¿Acaso entonces, construir el contrarelato de la historieta norteamericana, como en el caso de Cabrochico, no fue en realidad una forma, por la negativa, de reconocer la influencia de esa alteridad en nuestro propio campo? ¿Walsh, entonces, tenía razón? ¿Hacer un Borges de izquierda no era superarlo? ¿Qué sería, en verdad, superar el colonialismo? ¿Asumir críticamente sus cruces, sus influencias, sus resistencias, sus retroalimentaciones, sus mixturas?

Como parte de estas reflexiones, el campo de la comunicación en los años noventa asumió la problemática de la multiculturalidad, problemática en la que Renato Ortiz es uno de sus referentes. Si bien al referirse al imperialismo cultural, el autor matiza sus alcances cuando esta categoría se vuelve «noción», haciendo lugar a sus limitaciones para interpretar las relaciones culturales en el contexto de los actuales procesos de globalización (en los años ochenta, el sociólogo Heriberto Muraro había hecho una de las primeras críticas a este concepto), lo cierto es que esta problemática, bajo otras denominaciones, vuelve a actualizarse. ¿Cómo, sino, pensar los procesos de concentración y de convergencia que actualmente se dan en el marco del salto tecnológico digital? El mismo Mattelart se refirió a este proceso en Un mundo vigilado (2008). Pero también se observa en trabajos que, en la línea de la economía política de las comunicaciones (Becerra, 2003, 2015; Mastrini, 2012), reconocen las implicancias de un proceso de dominación tecnológica que se inscribe en una lógica imperial de vieja data. No debería así resultar extraño que en todo este ensayo sobre el texto de Mattelart y de Dorfman nunca me vi en la necesidad de fundamentar esa presencia dominante de la producción cultural norteamericana, que ya en los años cincuenta, por ejemplo, en la producción cinematográfica, acaparaba el 90 % de su exhibición en el mundo. Setenta años después, cinco empresas digitales –las GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft), como las llamó Ignacio Ramonet en El imperio de la vigilancia (2016)–, todas ellas norteamericanas, dominan el tráfico info-comunicacional de 3.500 millones de internautas. Y ya sabemos, junto con Leo Panitch (2015), que no hay mercados sin regulaciones estatales y que el capitalismo, lejos de guiarse por manos libres e invisibles, ha sido siempre un capitalismo de Estado (Escalante Gonzalbo, 2015), como lo prueban en la actualidad los procesos de competencia y de conflicto entre los dos gigantes del mundo tecnológico: China y Estados Unidos. De algún modo, Mattelart y Dorfman nos siguen hablando de eso, de la dominación simbólica que siempre acompaña a la otra, la fáctica; ¿o acaso serían comprensibles, sino, los movimientos que luchan por el reconocimiento como variables culturales del poder y la política, desde el feminismo a #BlackLivesMatters? No importa si antes era el Pato Donald y hoy son las aplicaciones o los algoritmos.

Referencias

Adorno, T. (1958). Notas de literatura. Barcelona, España: Ariel.

Alfón. F., (2020). La voluntad de juicio. Una teoría sobre el ensayo. Córdoba, Argentina: Caterva.

Altamirano, C. (2002). Términos críticos de sociología de la cultura. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentinta: Paidós.

Anwandter Donoso, C. (2020). La Literatura en Quimantú: una revolución incómoda. Perfiles Filológicos, (66), 7-24. Recuperado de http://revistas.uach.cl/index.php/efilolo/article/view/6328

Arciniegas, G. (1963). Nuestra América es un ensayo. Latinoamerica. Cuadernos de Cultura Latinoamericana, (53). Ciudad de México, México: Universidad Nacional Autónoma de México

Becerra, M. (2003). Sociedad de la información. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina: Norma.

Becerra, M., (2015). De la concentración a la convergencia. Políticas de medios en Argentina y América Latina. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina: Paidós.

Benjamin, W. (2003) [1935]. La obra de arte en la época de su reproductividad técnica. Ciudad de México, México: Itaca.

Bergót, S. (2004). Quimantú: Editorial del Estafo durante la Unidad Popular Chilena (1970-1973). Pensamiento Crítico, (4).

Donoso, C. (2016). Pequeño hombre nuevo. Cabrochico y los imaginarios de infancia de la izquierda. Tebeosfera, 3ra época-8. Recuperado de https://acortar.link/NrYkWb

Dorfman, A., y Mattelart, A. (2005) [1971]. Para leer al Pato Donald. Medios de comunicación de masa y colonialismo. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI.

Dorfman, A. (2016). Ensayos quemados en Chile. Inocencia y colonialismo. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina: Godot.

Harnecker, M. (1995) [1974]. Chile, la lucha de un pueblo sin armas. Archivo Chile. Recuperado de https://www.archivochile.com/Ideas_Autores/harneckerm/6cl/harnechile0001.pdf

Harnecker, M. (2003). Estudiar el pasado para construir el futuro. Reflexiones sobre el gobierno de Salvador Allende. Historical Materialism: Research in Critical Marxist Theory, 11(3). Recuperado de http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/otros/20111026114216/allende.pdf

Horkheimer, M. (2008) [1937]. Teoría tradicional y teoría critica. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina: Amorrortu.

Mastrini, G. (2012). Siete debates nacionales sobre políticas de comunicación. Bernal, Argentina: Universidad Nacional de Quilmes.

Mattelart, A. (2008). Un mundo vigilado. Barcelona, España: Paidós.

Mattelart, M. (2014). Por una mirada-mundo. Armand Mattelart. Conversaciones con Michel Sénecal. Barcelona, España: Gedisa.

Ortiz, R. (2020). Imperialismo cultural. En C. Altamirano (Dir.), Términos críticos de sociología de la cultura (pp. 140-145). Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina: Paidós.

Massotta, O. (1970). La historieta en el mundo moderno. Mundo moderno, núm. 39. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina: Paidós.

Panitch, L. (2015). La construcción del capitalismo global: la economía política del imperio estadounidense. Madrid, España: Akal.

Pasquali, A. (1964). Comunicación y cultura de masas. Caracas, Venezuela: Monte Ávila.

Picó, J. (1994). Teoría y empiria en el análisis sociológico. Paul Lazarsfeld y sus críticos. Papers. Revista de Sociología, (54).

Pigna, F. (s/f). El golpe de Estados Unidos contra Salvador Allende. El Historiador. Recuperado de https://www.elhistoriador.com.ar/el-golpe-de-los-estados-unidos-contra-salvador-allende-por-felipe-pigna

Quezada Sotomayor, M. A. (2011). Novela y revolución en la Unidad Popular: el caso de Moros en la Costa de Ariel Dorfman (Tesis de Maestría). Universidad de Chile.

Ramontet, I. (2016). El imperio de la vigilancia. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina: El Dipló/Capital Intelectual.

Said, E. (2002) [1978]. Orientalismo. Barcelona, España: Ramdom House Mondadori.

Sanguinetti, L. (2001). Comunicación y medios. Claves para pensar y enseñar una teoría latinoamericana sobre comunicación. La Plata, Argentina: Ediciones de Periodismo y Comunicación (EPC).

Schmucler, H. (1971). Pro-logo para Pato-logos. En A. Dorfman y A. Mattelart, Para leer al Pato Donald. Medios de comunicación de masa y colonialismo (pp. 9-10). Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI.

Schmucler, H. (1975). La investigación sobre comunicación masiva. Comunicación y Cultura, (4).

Schmucler, H. (1997). Memorias de la comunicación. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina: Biblos.

Notas

1 El presente artículo forma parte del trabajo realizado para el seminario «Una nueva epistemología para América Latina: el ensayo como método», dictado en 2021 por el Dr. Fernando Alfón, en el marco del Doctorado en Comunicación de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata.
2 La sospecha sobre la participación norteamericana en el golpe militar a Salvador Allende fue siempre una referencia ineludible en todos los análisis políticos de la época, pero la desclasificación de los archivos secretos de la CIA, la Casa Blanca y el Pentágono puso blanco sobre negro esa conjetura. Como señala Felipe Pigna (s/f), estas operaciones comenzaron ni bien se conoció el resultado electoral que le daba la victoria al dirigente socialista (habían intentado comprar los votos de los parlamentarios demócrata cristianos para impedir su asunción) y continuaron hasta lograr su caída, sin dejar de cometer todo tipo de tropelías, entre las que se cuenta el asesinato del general René Schneider que se oponía a encabezar un golpe militar contra el presidente constitucional.
3 En referencia a Para leer El Capital, publicado en 1965.
4 Julio Cortázar publicó en la editorial Quimantú el libro de cuentos Reunión (1966).
5 En 1974, Eliseo Verón, Oscar Steimberg, Oscar Traversa y Juan Carlos Indart lanzaron el primer número de la revista Lenguajes, cuyo completo material está dedicado, desde diferentes perspectivas (la semiótica, el psicoanálisis, el estructuralismo), a objetar el texto de Dorfman y de Mattelart.
6 Hice un desarrollo más extenso de esta hipótesis en mi tesis de licenciatura, Comunicación y medios. Claves para pensar y enseñar una teoría latinoamericana sobre comunicación (EPC, 2001).
7 La referencia a la revista Pasado y Presente no es aleatoria, ya que el prologuista de Para leer al Pato Donald, en su edición de 1971, en Siglo XXI, es Schmucler una figura clave en el grupo de marxistas cordobeses, junto con José Aricó y Oscar Del Barco.
8 En esta tradición intelectual, no es un dato menor que el género prevaleciente, para muchos de estos autores, fuera el ensayo.
9 El Centro de Estudios de la Realidad Nacional (CEREN) fue una institución académica y de investigación fundada en 1968 por la Universidad Católica, fuertemente comprometida con los procesos de transformación sociopolítica de Chile en los años setenta.
10 La biografía de Ariel Dorfman es una peripecia de exilios recurrentes. Nacido en Buenos Aires, su familia migra a los Estados Unidos por razones políticas en los años cincuenta, y de ese país vuelven a emigrar perseguidos por el macartismo. Se instalan en Chile, para luego volver a exiliarse en los Estados Unidos después del Golpe de Estado. Allí se convierte en un reconocido novelista y autor dramático. La pieza más conocida es La muerte y la doncella (1992), adaptada al cine por Román Polanski. Su primera novela fue Moros en la costa, segundo premio literario del concurso organizado por el diario La Opinión y la Editorial Sudamericana en 1973, donde Julio Cortázar fue jurado. Como en un juego de cajas chinas, anoto: Héctor Schmucler estudió en París en los años sesenta; en 1965 escribe un ensayo sobre Rayuela (Rayuela, juicio a la literatura), que le envía a Cortázar, con el que traba, a partir de entonces, una larga amistad. Moros en la costa (1973), entre otras cosas, es una novela cortazariana en grado extremo y un anticipo contundente de toda la novelística posmoderna; por ejemplo, de Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004), de Roberto Bolaño, uno de cuyos ejes narrativos es la deconstrucción de la figura del autor.
11 El caso de la Editorial Quimantú es paradigmático. Con más de 5 millones de ejemplares editados en sus primeros dos años, a través de sus colecciones más reconocidas (Minilibros, Quimantú para todos, Cordillera, etc.), la política cultural de la Unidad Popular, asociada a las transformaciones impulsadas en el sistema educativo, se convirtió en el centro de un fuerte debate sobre las políticas culturales, sobre el sentido de la cultura en los contextos revolucionarios y sobre el valor de las obras artísticas de la sociedad burguesa. ¿Hasta qué punto las grandes manifestaciones del arte de las sociedades pasadas son, diríamos, universales? ¿Qué lugar ocupan ante la construcción presunta del «Hombre Nuevo»? ¿Qué lugar tiene el pasado en una sociedad revolucionada?
12 Como señala Harnecker (2003), el apoyo de la Democracia Cristina no fue gratuito: «Su precio fue que el gobierno aceptara el Estatuto de Garantías Constitucionales por el cual se comprometía a no tocar las fuerzas armadas, la educación y los medios de comunicación» (p. 2).
13 La rica historia de Quimantú ha sido rescatada en épocas recientes por una serie significativa de investigaciones y de artículos académicos. A los efectos de este artículo, tomamos el trabajo de Solegne Bergót (2004) y algunos aspectos del trabajo de Christian Anwandter Donoso (2020).
14 La devolución de Rodolfo Walsh como parte del jurado (una selección mayor de la ficción progresista del continente, conformada por Onetti, Cortázar, Walsh, Roa Bastos) no puede ser más elocuente, y a su modo, siempre irónico, borgeana: «Onetti y yo coincidimos en suponer que no es una novela sino una antología de crítica literaria, cuyo tic formuló Borges, creo que en Almostásim: mejor que escribir vastos libros es imaginarlos y resumirlos en una gacetilla bibliográfica. Mi resistencia a Moros no es simplemente formal, admito que los límites a la novela sean hoy imprecisos, pero un Borges socialista no es a mi juicio una superación del Borges reaccionario que conocemos: dicho esto como una simplificación y con las excusas que merece el brillo de Dorfman» (Quezada Sotomayor, 2011, p. 52). El premio lo ganó Los tigres de la memoria (1973), de Juan Carlos Martelli.
15 De manera previa a la escritura de Para leer al Pato Donald (1971), Mattelart había realizado un estudio crítico sobre los editoriales del diario El Mercurio.
16 Los debates al interior de la editorial del Estado son fuertes: loteada el área en manos del partido comunista, Mattelart y Dorfman parecen representar el ala izquierda, más ligada al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).
17 En el largo reportaje de Por una mirada-mundo (2014), Mattelart recuerda que en el capítulo 4, «Del buen salvaje al subdesarrollado», se encuentra el meollo de la cuestión.
Modelo de publicación sin fines de lucro para conservar la naturaleza académica y abierta de la comunicación científica
HTML generado a partir de XML-JATS4R