Dossier
Para leer «Para leer al Pato Donald»
To Read How to Read Donald Duck
Tram[p]as de la comunicación y la cultura
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 2314-274X
ISSN-e: 2314-274X
Periodicidad: Frecuencia continua
núm. 86, e056, 2021
Recepción: 20 Octubre 2021
Aprobación: 05 Noviembre 2021
Publicación: 25 Noviembre 2021
Resumen: Para leer al Pato Donald, la obra con mayor difusión del campo de la comunicación en América Latina, no puede ser leída escindida de su contexto. Este artículo propone leerla en esa clave: en el marco del debate del proyecto político-cultural de la Unidad Popular, en un tiempo histórico caracterizado por la radicalización política. Armand Mattelart y Ariel Dorfman, como autores, y Para leer el Pato Donald, su texto emblemático, son emergentes de un contexto donde la denuncia del imperialismo y la dependencia acompañaban el proyecto de cambiarlo todo, desde la propiedad de los medios de producción hasta las imágenes de la industria cultural.
Palabras clave: Pato Donald, Unidad Popular, Chile, intelectuales, contextos.
Abstract: How to read Donald Duck (1971), the book with the greatest diffusion in the field of communication in Latin America, cannot be read apart from its context. This article proposes that interpretation: read the book in the framework of the debate on the political and cultural project of the Unidad Popular, in a historical time characterized by political radicalization. Armand Mattelart and Ariel Dorfman, as authors, and How to Read Donald Duck, his emblematic text, are emerging from a context where the denunciation of imperialism and dependency accompanied the project of changing everything, from the ownership of the means of production to the images of the cultural industry.
Keywords: Donald Duck, Unidad Popular, Chile, intelectuals, contexts.
Para leer al Pato Donald (1971) fue un producto de su contexto. Esto quiere decir que la radicalización política, que lo permeaba todo a fines de los sesenta y en los primeros setenta, se expresa claramente en el fundamento del proyecto. Para leer este título emblemático de nuestro campo, entonces, hay que leer las coordenadas en las que se sitúa: una época, un sujeto colectivo, una sucesión de conquistas políticas dentro de las cuales plantea sus debates, una disputa de sentidos donde el libro opera como gran multiplicador de la denuncia de lo que en aquel momento eran acentuaciones semánticas clave como imperialismo cultural, dependencia o invasión cultural. Esa disputa tuvo enorme desarrollo y repercusión en América Latina, pero superó con creces las fronteras del continente. Este hecho cultural/político/ideológico es lo que se pretendía con Para leer al Pato Donald (1971), y es importante tenerlo presente en este momento que se lo revisita.
Si se pretende leerla, sencillamente, como una obra de análisis crítico del discurso, Para leer al Pato Donald (1971) puede resultar en la actualidad un trabajo objetable, con debilidades metodológicas y conclusiones apresuradas. Ahora bien, si se la entiende como un ensayo escrito al calor de las políticas culturales de la Unidad Popular sigue siendo una obra fascinante que abre la puerta de un intento de transformación de la cultura, de construcción –en palabras de uno de sus autores– de una «industria cultural revolucionaria» (Mattelart, 1973, p. 260).
Aunque su edición chilena –la que cumple 50 años– llevó el sello de Ediciones Universitarias de la Universidad Católica de Valparaíso, el libro es indisociable de otra experiencia editorial: la Editorial Nacional Quimantú, posiblemente, la iniciativa más potente del gobierno de Salvador Allende en el ámbito de la comunicación y la cultura, donde estaba fuertemente condicionado por los acuerdos que le permitieron acceder a la Presidencia.1
Quimantú fue el resultado de la adquisición por parte del Estado de la antigua casa editorial Zig-Zag,2 tras un conflicto entre los propietarios de la empresa y sus trabajadores desatado dos días después de que iniciara el nuevo gobierno. A comienzos de 1971, se firmó la estatización que dio lugar a una empresa cultural de gran vitalidad. Con el eslogan «Una llave para abrir cualquier puerta», la editorial pública llegó a lanzar un título por semana, con tiradas de 50.000 a 100.000 ejemplares que se distribuían, mayoritariamente, en kioscos.3 Su principal soporte fue el libro de bolsillo, lo que dio lugar a un auge de las colecciones masivas que se «contagió» a otras editoriales. En su catálogo figuraban, por ejemplo, los Cuadernos de Educación Popular, dirigidos por Marta Harnecker y por Gabriela Uribe.
Además, Quimantú produjo buena cantidad de revistas semanales, quincenales y mensuales, que iban desde títulos sobre política nacional (Ahora, Mayoría) hasta tiras de historietas, pasando por revistas dirigidas a segmentos puntuales de la población como niños/as (Cabrochico), mujeres (Paloma) y jóvenes (Onda, en cuyo equipo trabajaba Michèle Mattelart). El impacto que tuvieron estas publicaciones puede deducirse de las reacciones de la derecha: entre ellos, un atentado con cinco bombas molotov a mediados de octubre de 1972.
La organización de Quimantú era compleja. Los distintos puestos directivos habían sido repartidos por un «sistema de cuotas» entre las fuerzas políticas que formaban la coalición de gobierno y también el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) (Mattelart, 2011, p. 78). Además de las clásicas direcciones editoriales, la estructura de la empresa incluyó una sección dedicada al estudio y la evaluación de publicaciones, de la que participó Armand Mattelart. Según Carla Rivera Aravena (2015), fue el presidente Salvador Allende quien, en 1971, convocó a los académicos Armand y Michèle Mattelart y Mabel Piccini a participar como asesores/as comunicacionales en la Editorial Quimantú y en Televisión Nacional.4 También Ariel Dorfman fue convocado a intervenir como asesor en empresas que intentaban producir alternativas culturales.
Desde la sección de evaluación, Mattelart buscó promover talleres populares para estudiar la recepción en las poblaciones, en los barrios obreros y en las nuevas unidades agrícolas (Mattelart, Biedma & Funes, 1971). Como evoca su compañera, muchos años después:
[…] se trató siempre en esta casa editorial de abrir talleres de discusión de esta línea de transformación, abrir células de debate en los liceos, en los sindicatos, en los centros de pobladores, para participar más directamente en un proceso de movilización y responder a un objetivo estratégico: hacer evolucionar esta línea de cambios de contenidos. Que los contenidos fueran cambiando no a partir de lo que algunos imaginaban que era un contenido de «izquierda»; sino a partir de otros actores, otros productores (Mattelart, 2011, pp. 78-79).
Fue en ese marco que se produjo Para leer al Pato Donald (1971). El libro nació por iniciativa de los obreros de Quimantú y fue escrito en tiempos acelerados (diez días, dijo Dorfman en 2021), al calor del proceso de transformación.
De hecho, si bien se convirtió en el trabajo de mayor trascendencia (en especial, a partir de su edición argentina, con Siglo XXI, y su proyección internacional gracias a la editorial italiana Feltrinelli), no fue el único libro en ese sentido. Dorfman (2016), por ejemplo, analizó en 1972 las Selecciones del Reader´s Digesty su «defensa del modo de vida occidental, cristiano, anglosajón, capitalista y norteamericano» (p. 56). Otro ejemplo es Superman y sus amigos del alma (1974), publicado luego del golpe de Estado por la editorial Galerna, en Buenos Aires. Este libro reunía dos trabajos,5 uno de Ariel Dorfman y otro de Manuel Jofré, otros de los integrantes del Equipo de Coordinación y Evaluación de Historietas de Quimantú. Al igual que Para leer al Pato Donald (1971), el libro se proponía como una intervención política, no como un sesudo análisis semiológico: «Escribimos este libro para contribuir a un mundo donde él no existiera» (Dorfman & Jofré, 1974, p. 7). Sus autores buscaban aportar ideas que debieran tenerse en cuenta en cualquier proceso de transformación de un medio –en este caso, las historietas–.
En un libro posterior, que recupera otros escritos elaborados durante el período de la Unidad Popular, Dorfman (2016) señala la imposibilidad de incluir
otros artículos, ensayos, apuntes e informes de 1973, que se referían a la política de comunicaciones de la Unidad Popular y la forma de mejorarla, así como a los problemas de movilización cultural en el seno del pueblo. Todo esto se perdió y no será posible recuperarlo (p. 92).
En el mismo sentido, Mattelart (2014) también refiere a la pérdida de muchos trabajos de esa época: «No he podido conservar ninguno, puesto que, en 1975, la policía de la dictadura confiscó nuestra biblioteca, justo cuando estaba todo preparado para ser embarcado, en Valparaíso, y llevado a Francia» (p. 85).
Para leer al Pato Donald (1971) es, fundamentalmente, una pieza –la más conocida– de ese proceso que conocemos en forma parcial. Entender ese rompecabezas inconcluso es otra clave para leer la obra, cincuenta años después.
Transformar las lógicas de producción/recepción
En el texto incluido en Superman y sus amigos del alma (1974), Jofré da cuenta de cambios en las rutinas productivas de las revistas. Señala que «nuevos mecanismos de trabajo abolieron la producción irracional imperante en la Editorial, cuando estaba en manos privadas» (p. 182). Entre los más importantes: «Se ubicó a los guionistas y dibujantes en determinadas series, permanentemente. Ellos, a su vez, eligieron un coordinador por cada revista […]. Estos Comités son, concretamente, los organismos colectivos encargados de elaborar los guiones» (p. 182). También menciona la asamblea de trabajadores y los talleres organizados por el equipo coordinador en diversos comités de producción de la empresa Quimantú, con una participación promedio de quince obreros por taller (p. 183):
Los resultados mismos de los talleres populares prueban la necesidad de emplear éste u otros medios (test y cuestionarios, entre las posibilidades más tradicionales y con menos participación; talleres de creación, donde los integrantes propondrían y discutirían guiones –posibilidad lejana–) para definir el perfil del lector. Se prueba que el grado de conciencia política es definitorio para la apreciación decodificadora que se hace de la serie (Dorfman & Jofré, 1974, p. 186).
Es interesante destacar la búsqueda de una lógica colectiva y participativa, que en los años posteriores se irá planteando como una de las dimensiones fundamentales de la comunicación popular (Badenes, 2020). Como autocrítica, Jofré (1974) reconocía que los productores de las historietas se quejaban del «exceso de reuniones» y, finalmente, no tomaron debida cuenta de los resultados de los talleres (p. 186). En rigor, toda la narración de Jofré (1974) refiere al estadio inicial de una utopía que «está naciendo» (p. 198). Es contrafáctico imaginar hasta dónde podría haber llegado este proceso, interrumpido por el golpe de Estado.
Otra cuestión discutida fue la circulación y la recepción. En octubre de 1972, Dorfman publicó en la revista De Frente el artículo «El libro organizado... nunca derrotado» (Dorfman, 2016), que constituye una síntesis o una presentación del programa que se pondría en práctica en 1973. De manera crítica, planteaba: «El Gobierno Popular carece de una política cultural» (p. 99), aunque reconocía que se habían estado «produciendo en el terreno cultural una gran cantidad de avances, nacidos del apremio», ya sea «iniciativas de aparatos de Gobierno [o] proyectos de las masas mismas» (p. 99). Entre los «triunfos más notables», el autor incluía las ediciones masivas de Quimantú:
Primordialmente, el acento se ha puesto en la producción. Nadie puede negar la importancia hegemónica de esta masificación, la existencia de los textos, los bajos precios, los quioscos engalanados. Pero para llevar a cabo la consumación de esa etapa en que el libro se hace agente para la liberación, para convertir la producción material en coexistente producción intelectual y afectiva, se confía más que nada en las leyes del mercado, en la voluntad individual del comprador, sus apetencias, capacidades, intereses espontáneos. Se utilizan los medios capitalistas para realizar tareas socialistas. Pero en este caso es como si vendiéramos dinamita, pero no entregáramos fósforos. No hay duda de que muchos consumidores tienen sus propios métodos para garantizar la detonación interior y debe haber, en este mismo momento, muchísimos estallidos de conocimiento multicolor en tantas vidas. Pero no es suficiente (Dorfman, 2016, p. 101).
Para Dorfman (2016), esos problemas debían superarse «utilizando métodos que el sistema capitalista no puede siquiera concebir y que –además– incidirán en mayores ventas» (p. 101). En ellos radicaba la ansiada política cultural:
Hay que organizar a los libros; darles un apoyo político, transformar ese enorme potencial que está ahí tan callado en instrumento de agitación y cambio. Imaginémonos que junto con venderle el libro al lector se le indicara en cuál de los talleres de lectura (en su barrio, en su fábrica, etc.), puede inscribirse para profundizar y para desabrochar el texto. O que se filmaran partes de los libros en radio y televisión, y se llevaran a cabo teleclases. O que incluido en el precio de venta de grandes partidas a empresas del área social o de la gran minería se garantizara la presencia de profesores, reverberadores de los textos. Que cada biblioteca popular tuviera orientadores que discutieran y que aclararan los problemas que se van suscitando (pp. 101-102).
A ese fin proponía orientar la extensión universitaria y el accionar de numerosos organismos. En tal sentido, desde el Departamento de Español de la Universidad de Chile, Dorfman organizó -junto con la Central Única de Trabajadores y con Quimantú– una serie de talleres literarios para los/as trabajadores/as. También impulsó un programa de televisión para acompañar las ediciones masivas de libros. La preocupación era una: «¿De qué manera convertir la cultura en poder, en participación, en control, de la clase proletaria?» (Dorfman, 2016, p. 100).
El debate de las políticas culturales
Las lógicas que sustentaron la publicación de Para leer al Pato Donald (1971) ya se habían presentado desde mucho antes en la vertiginosa experiencia de la denominada vía chilena al socialismo.
Tempranamente, un grupo de catorce escritores –entre ellos, Dorfman y Enrique Lihn– publicaron en diciembre de 1970 un documento titulado «Por la creación de una cultura nacional y popular».6 Allí planteaban: «Superar el subdesarrollo y la dependencia es a la vez una acción cultural» (p. 30) y llamaban a tomar las riendas de las políticas culturales y de comunicación:
[…] Medios dispersos hasta ahora abandonados a sus propios recursos, que han realizado tareas bien encaminadas, existen. Organismos o medios neutralizados, paralizados o falsificados, que deberían reorientarse, abundan. Sin distinguir, por ahora, entre unos y otros, podemos enunciar muchos: prensa, televisión y radio, editoriales, extensión y departamentos universitarios, bibliotecas, casas de cultura, organizaciones campesinas y obreras, sindicatos, centros ministeriales como el de perfeccionamiento del magisterio, asociaciones artísticas, intelectuales, artesanales. Penetradas del nuevo espíritu, dinamizadas y ampliadas, distinguidas por una nueva valoración de las funciones sociales de la cultura, dichas entidades tendrían que impulsar la investigación creadora de nuestras condiciones como país dependiente y subdesarrollado, poner al alcance del pueblo las herramientas de análisis, «traducirlas» cuando el lenguaje especializado las haga inabordables, provocar la formación de conciencia sobre los alcances perniciosos de la subcultura comercial y generar, de este modo, la autocrítica que abra paso al nacimiento de un lenguaje propio que suplante el lenguaje alienado –que una estructura obsoleta nos presiona a emplear– y que sea auténticamente revelador de nuestras características esenciales (p. 31, los destacados son nuestros).
El documento proponía una medida institucional –la creación de una Corporación de Fomento de la Cultura–, pero, sobre todo, ponía en discusión el rol que debían adoptar los intelectuales como orientadores, como críticos o como celadores del proceso revolucionario, más que como un grupo privilegiado. En el número de Los Libros (1971) que incluyó y que difundió en la Argentina este documento se publicaba, además, un artículo de Mattelart titulado «Los medios de comunicación de masas en un proceso revolucionario», que marcaba la agenda de lo que se discutiría a lo largo de 1971. Sus principales trazos se integraron en el texto que Mattelart incluyó en Comunicación masiva y revolución socialista (Mattelart, Biedma & Funes, 1971) y que luego del golpe reeditó –con algunas modificaciones– en La comunicación masiva en el proceso de liberación (1973).
El 9, 10 y 11 de abril de ese año –días después de unas elecciones municipales que fortalecieron la base electoral de la Unidad Popular– se realizó la primera Asamblea Nacional de Periodistas de Izquierda, inaugurada por Allende y a la que Mattelart fue convocado para dar una conferencia. Dos semanas antes de esa asamblea, el semanario Punto Final publicaba sus expectativas en un artículo firmado por «E. F.», bajo el título «La sorda voz de la izquierda» (30/03/1971). Allí hablaba de la «falta de una política de comunicación colectiva» y planteaba un panorama desalentador:
Después de cuatro meses de Gobierno de la Unidad Popular, los medios de comunicación colectiva y la publicidad estatal aparecen como aparatos estancados. Mientras la prensa de oposición lanza una ofensiva sin cuartel ni contemplaciones, el periodismo comprometido con la revolución socialista se mantiene a la defensiva, en una posición desconcertante (Punto Final, número 127, 30/03/1971).
El articulista planteaba que, mientras regía en Chile la plena libertad de expresión, no había un «enfrentamiento limpio», y enumeraba maniobras desestabilizadoras realizadas por medios de la derecha. Finalmente, cuestionaba que la comunicación estuviera en manos de empresas con fines de lucro, caracterizadas, además, por la concentración.
¿Qué alternativas se planteaban frente a ese panorama? El artículo de Punto Final (30/03/1971) solo anunciaba la asamblea prevista para días después, orientada a «estructurar un organismo de dirección política de los periodistas que están por el socialismo» (número 127). En ese encuentro, se consideraron varias opciones:
[…] desde la constitución de cooperativas de medios de comunicación, la sanción de una legislación que democratizara el acceso y la participación de los periodistas en sus lugares de trabajo y sus organizaciones profesionales, hasta las diversas variantes de control de los trabajadores de sus medios (sobre todo, a partir de que en algunos casos los periodistas habían conseguido expresar en columnas firmadas opiniones contrapuestas a las de la línea editorial de las empresas donde trabajaban), llegando a las propuestas de estatización lisa y llana como transición hacia la socialización de los medios de comunicación (Zarowsky, 2011, p. 85).
Como parte de esos debates, a fines de 1971 apareció con el sello de Prensa Latinoamericana (PLA) la primera edición del ya mencionado Comunicación masiva y revolución socialista, un libro donde convergían tres aportes, de tres autores vinculados pero, a su vez, con matices: Armand Mattelart, Patricio Biedma y Santiago Funes. La «fecha de cierre» del libro es julio de ese año, según consta en el prólogo –firmado el 26 de julio– y en la fecha de cada artículo.7
Lo que aglutinaba los ensayos era el campo de discusiones: los tres abordaban «el proceso de transformación de las formas de comunicación masiva y en general de las formas de cultura en el momento actual chileno» (p. 9), según plantea un breve texto inicial, sin firma.
Tres temáticas les vertebran y enlazan. En primer lugar, se trata de una interrogación acerca de las implicancias de la práctica comunicativa, instaurada por un sistema de relaciones mercantil […]. La segunda línea de fuerza procura situar –en función de los intereses del proletariado– el papel que le compete a la pequeña burguesía intelectual y técnica en esta labor de redefinición de los centros irradiantes de cultura. La última indaga sobre los posibles modos de superación de las diferentes formas de concentración de las fuentes de conciencia social o, en otras palabras, plantea los requisitos de la democracia cultural sin desvincularla, por supuesto, de la problemática de las exigencias de la democracia socialista toda (Mattelart, Biedma & Funes, 1971, p. 9).
El primero y más extenso de esos trabajos correspondía a Mattelart. Titulado «Comunicación y cultura de masas» (1971), recuperaba un conjunto de análisis que habían sido «desarrollados o insinuados» en artículos previos publicados en Cuadernos de la Realidad Nacional, Los Libros, Cine Cubano . Pensamiento Crítico.8 Su preocupación era cómo «poner el aparato de comunicación al servicio de la creación y de la vivencia de otra racionalidad, de otra cultura» (p. 13); o, en otras palabras, «la envergadura que debe cobrar una política revolucionaria de comunicación» (p. 46). Aunque reconocía como dificultad la falta de trabajos sobre el tema, aseguraba que sus reflexiones «se resisten a contribuir a un inventario de carencias y a un nuevo libro de lamentaciones. Convergen hacia una propuesta de acción» (p. 17).
Los campos de interpretación previos
Para referir al «restablecimiento» del «fluido comunicativo», Mattelart (1971) también citaba a Vsévolod Meyerhold –inspirador de formas teatrales que encontrarían su plenitud con Erwin Piscator y Bertolt Brecht–, quien buscó romper «la barrera entre el espectador y el espectáculo» y «superar el carácter convencional tanto del teatro académico como del arte llamado comprometido, y de hacer convivir goce y didáctica» (p. 179). Así, planteaba, finalmente, una ruptura con la idea mecanicista de que un cambio de propiedad sería suficiente para transformar las formas de comunicación:
Lenin pudo decretar la desaparición de la prensa burguesa; el gobierno revolucionario de Cuba pudo suprimir los comics; pero en Chile las cosas son obviamente distintas. Tampoco podemos avalar la concepción mecanicista de la transformación del medio de comunicación, consistente en creer que el camino en la infraestructura o en la base económica es el único elemento y el detonante de la modificación en la superestructura. Igualmente, rechazamos la concepción que no encara la lucha ideológica como un instrumento de toma del poder e insistimos en el hecho de que, tanto en la sociedad burguesa como en una sociedad en transición del capitalismo hacia el socialismo, el medio de comunicación masiva hace avanzar las conciencias más allá de la base.
El medio burgués prepara las conciencias para aceptar que no haya cambios sustanciales, que la base no experimente ninguna alteración estructural. Un medio revolucionario –si abandona su posición superestructuralista– no solo adquiere el impacto de los cambios en la base sino que puede cumplir una labor propedéutica o de aprendizaje del cambio, puede preparar y crear conciencias, encaminando a las masas hacia una actitud dinámica para lograr estos cambios y consolidarlos. En este sentido, dicho medio es una vanguardia (aunque debe evitar el profetismo), tanto en la creación de nuevas formas de expresión como de nuevas formas de pensar, de sentir y de ver la sociedad (Mattelart, 1973, p. 140. El destacado es nuestro).
Es muy interesante, a la luz de la experiencia de Quimantú, volver sobre el inicio de la cita: Cuba pudo suprimir los comics, en Chile las cosas son distintas. Páginas más adelante, Mattelart (1973) plantea –como «hipótesis»– que durante un período de transición –y para ciertos medios, géneros y formatos– «la problemática de transformación del medio» (p. 143) podría consistir «en revertir el orden burgués, cambiando el signo de la realidad» (p. 144). Y ejemplifica con la idea de cambiar los contenidos de la fotonovela y el cómic.
Décadas después, Mattelart (2014) reflexionaba que a la dificultad que tenía «la mayoría de la izquierda [para] pensar sobre los medios de comunicación» se añadía «el peso de una concepción instrumental de la comunicación y de la herencia del agitprop» (p. 107). La concepción de la agitación y la propaganda «chocaba con los referentes de una sociedad acostumbrada, en su quehacer diario, a las lógicas de la cultura de masas. La prueba de este choque la constataron Michèle y Mabel Piccini» (p. 107) en su estudio sobre audiencias de televisión en las poblaciones.
Por último, el ensayo abordaba el lugar de los mediadores intelectuales y técnicos. Planteaba que la «cuestión medular» era «la superación de las contradicciones de los que la burguesía ha consagrado como dueños del conocimiento» (p. 197), lo que requiere de un doble proceso de concientización: la proletarización del intelectual . la intelectualización del proletariado. Ambos sectores, sostenía el autor, deben enseñarse mutuamente.
La adquisición de herramientas intelectuales por parte del proletariado –o de «las masas»– aparecía asociada al sistema de corresponsales y de células informativas, y a experiencias como los talleres realizados en Quimantú. Y tenía como una referencia ejemplar el ensayo-manifiesto del cineasta cubano Julio García Espinosa, que abogaba por un «cine imperfecto».9
La clave de interpretación de los procesos que llevaron a la publicación del libro evidencian la atmósfera de precipitación ascendente de las propuestas, con claras referencias a las revoluciones rusa, china y cubana, así como a sus líderes, como parte del acervo de reconocimiento y destino.
Otra muestra de estas interpretaciones se reconoce en el artículo «Ruptura y continuidad en la comunicación: puntos para una polémica», que en abril de 1972 Armand y Michèle Mattelart publicaron en Cuadernos de la Realidad Nacional. En La comunicación masiva en el proceso de liberación –que salió en la Argentina, en noviembre de 1973– Mattelart complementa el ya comentado ensayo «Comunicación y cultura de masas», publicado dos años antes, con una nueva versión de «Ruptura y continuidad en la comunicación…», cuya escritura original databa de enero-febrero de 1972 y su actualización, de enero de 1973.
En sus páginas puede leerse el avance de las experiencias de organización popular y, como proceso articulado, la profundización de sus elaboraciones intelectuales en torno a la comunicación mercantil y a la búsqueda de alternativas. Una primera cuestión que discutían era la de los géneros y los formatos. Con una alusión intertextual a un discurso del «Che» Guevara, Mattelart (1973) define a los medios como «armas melladas» legadas por el capitalismo.
[…] en la sociedad capitalista cada género que da lugar a programas o revistas que encierran su problemática en universos restringidos, sea el femenino, el deportivo, el político, el cómico, que admiten ellos mismos ser parcelados en subdivisiones como el magazine femenino, la revista culinaria, la revista romántica, la revista de chistes, la revista de historietas, la revista pornográfica, escinde y origina mundos cerrados incontaminados que siguen las líneas del recorte de la realidad y el mundo que ofrece una clase para hacer imprescindible su orden […]. Estos géneros unidimensionales se albergan en la gran dicotomía que funda la cultura masiva de la burguesía, a saber, el divorcio entre el trabajo y el ocio, la producción y la diversión, lo cotidiano y lo extraordinario (Mattelart, 1973, pp. 191-192). 10
Otro aspecto discutido era el sensacionalismo, definido como «elemento esencial de la idiosincrasia mercantil» y «ley de bronce de la cultura masiva de la “sociedad moderna”» (p. 202), que no se limitaba a la prensa amarilla –su forma más vulgar– sino que alcanzaba a «todos los productores» (p. 202). El hecho noticioso –como objeto de consumo– se asocia a lo insólito o fuera de lo normal, separado del futuro y del pasado, por lo tanto efímero y anecdótico. La identificación y la crítica de estas lógicas tenía un sentido claro cuando se trataba de usar esas «armas melladas» con «propósitos adversos a los de la burguesía» (p. 203), y más aún en un contexto en que la Unidad Popular había aceptado las reglas de juego del mercado. Para Mattelart (1973), si los proyectos de comunicación masiva no lograban salir del sensacionalismo mantendrían «un carácter superestructuralista, despegado de la vida cotidiana» (p. 203).
Una revista deportiva, por ejemplo, concebida de una manera revolucionaria, es decir, una revista que no sea exclusivamente de consumo de acontecimientos deportivos y que tome en cuenta la educación física, la salud, el deporte popular, los juegos, etc., no tiene ya por qué permanecer en el ámbito de una producción editorial, en manos de periodistas «deportivos» (Mattelart, 1973, p. 204).
Escrito en esa coyuntura específica –signada por la profundización de las contradicciones–, la gran preocupación estaba en las posibilidades de movilizar y de organizar a las masas: que el pueblo tomara el protagonismo planteado en los textos previos. El tercer apartado del texto lleva por título una expresión de Fidel Castro durante su visita a Chile: «Los reaccionarios aprendieron más rápidamente que las masas». Más adelante, los Mattelart dirían, provocativamente: «El espectáculo que ofrece la comunicación masiva de la izquierda es desolador» (Mattelart, 1973, p. 252), si bien reconocen que «durante [ese] período nacieron por lo menos, o tuvieron un segundo nacimiento, productos comunicativos que [presentaban] la alternativa que antes, en el mercado anterior, faltaba» (pp. 254-255). Y frente a ese panorama, planteaban con certeza:
No podemos enfrentar exclusivamente la cultura masiva de la burguesía con instrumentos que derivan de un concepto artesanal y que pueden revelarse incapaces de sustituir el aparato industrial del ocio y de ayudar a forjar, a partir de una nueva práctica, una cultura cotidiana donde el ocio no sea necesariamente alienante (Mattelart, 1973, p. 249).
¿Cómo organizar, entonces, el ocio popular? ¿Cómo competir con el atractivo de la industria cultural imperialista y de qué manera concebir el tiempo libre? El gran desafío era «combinar el papel movilizador que debe asumir la comunicación con el carácter ameno, agradable, que hasta ahora parece haber sido exclusivo de la cultura de masas, del ocio que desarrolló la burguesía» (Mattelart, 1973, p. 248).
Los autores objetaban dos posiciones, muy presentes en el debate, a las que consideraban igualmente coercitivas: la que mantenía las formas de entretenimiento tradicionales, creyendo en su neutralidad; y la que adoptaba una posición aséptica, de «recato y represión» (p. 249). El nudo de la cuestión era, pues, «reconectar el ocio y el humor con la nueva práctica de construcción socialista» y planificar una industria cultural «tan prestigiosa y más talentosa que la que exhibe el signo capitalista» (p. 251).
Las propuestas que planteaban en ese sentido seguían y profundizaban la línea trazada en los textos y en las experiencias que comentamos: insisten en la participación como un aspecto central –y con un sentido formativo–, afirman la necesidad de pensar políticas para la recepción y ponen en agenda la capacitación –un tema que se había planteado en la Asamblea de Periodistas, realizada en abril de 1971, pero que «hasta ahora muy poco se cumplió»–.
Lo principal era la insistencia en el protagonismo popular:
Toda generación de un poder cultural proletario es progresiva y toda participación de los trabajadores directos en el control del proceso productivo requiere, para ser efectiva, una elevación del nivel de conciencia y un aprendizaje de la crítica, sobre todo cuando se trata de una empresa que elabora productos culturales (p. 258).
Abogaban, así, por la existencia de «comités de producción» en las empresas culturales –como los ensayados en Quimantú– que debían ser «los eslabones que permitirán la participación progresiva de todos los trabajadores de la empresa en la crítica de los productos» (p. 258). A su entender, «la condición esencial para que el pueblo pueda ser gestor de su propia cultura es que haya participación de los trabajadores en el control del proceso productivo» (p. 261).
Asimismo, cobraba centralidad la necesidad de pensar políticas para la distribución y la recepción, y no solo la producción. Aquí, podríamos señalar una afinidad con la propuesta –contemporánea– que Dorfman diera a conocer en octubre de 1972, como también con los círculos de lecturas que promovía Lenin. Escribían los Mattelart al respecto:
Uno de los obstáculos preponderantes para la democratización de la comunicación masiva y para su utilización como instrumento de agitación cultural es, sin lugar a dudas, el tipo de relación con el público que impone el sistema de distribución tradicional. Esta distribución trabaja con una imagen de receptor individualista que va apareada con el propósito de atomizar la masa de receptores y, en última instancia, desmovilizados (Mattelart, 1973, p. 205).
Más adelante, a propósito de las políticas que buscaban poner «a disposición del pueblo las obras relevantes» y los «valores consagrados» del pasado, sostenían que esto no debía realizarse sin un «encauzamiento hacia una recepción crítica y creativa de parte de las clases trabajadoras» (pp. 229-230). Igualmente –y en clara alusión a la experiencia de Quimantú–, señalaban que «una política editorial de masificación de libros […] debe preparar el terreno de recepción» (p. 230).
Del mismo modo, destacaban el rol de la investigación y lamentaban el desaprovechamiento de ese recurso por parte de la Unidad Popular, que solo recurrió a convenios con la universidad «en otros ámbitos». Cobra sentido, así, releer los trabajos de investigación realizados en la época por los Mattelart y por todo el equipo del Centro de Estudios de la Realidad Nacional (CEREN), como exploraciones y como contribuciones para producir formas populares de comunicación.
A modo de cierre
El contexto, esas apuestas políticas y la propia dinámica de las encendidas disputas de aquel Chile de la Unidad Popular están presentes en las páginas de Para leer al Pato Donald (1971). Es muy interesante advertir los procedimientos intertextuales con los que Dorfman y Mattelart integraban el discurso de la prensa liberal que intentaba deslegitimar la política editorial de Quimantú.
Por eso decimos que para leer a este, el libro más vendido de la comunicación en Latinoamérica, es indispensable entender las vinculaciones y los procesos previos que lo hicieron posible. Allí radica su densidad cultural. Cuando una comunidad de sentido específico se fortalece de la potencia colectiva y del deseo de transformación, se producen acontecimientos notables y distintivos. Para leer al Pato Donald (1971) es un emergente de su época. Un libro así no se produce en diez días: puede ser ese el tiempo que llevó poner las palabras en el papel, pero esas palabras surgían como evidencia, con una ejecución relámpago, de trabajo acumulado, de conceptos debatidos y asimilados, de procesos de transformación política en alza, donde todo el andamiaje de la cultura podía y debía discutirse a fondo.
Referencias
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Notas