Dossier
La academia norteamericana se come un pato bien asado
The American Academy Eats a Well Roasted Duck
Tram[p]as de la comunicación y la cultura
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 2314-274X
ISSN-e: 2314-274X
Periodicidad: Frecuencia continua
núm. 86, e051, 2021
Recepción: 06 Octubre 2021
Aprobación: 11 Noviembre 2021
Publicación: 25 Noviembre 2021
Resumen: Este análisis busca cartografiar la recepción en el campo académico norteamericano de la obra Para leer al Pato Donald (1971), de Ariel Dorfman y de Armand Mattelart. Se identifican en la crítica norteamericana: una insistencia en el análisis de la figura del autor-creador de las historietas de Disney (suerte de romantización del autor), la complejización de las mediaciones sociales en la producción-circulación-consumo de los productos Disney, una obstinación por subrayar la dimensión ambigua de los contenidos del Pato Donald que permitiría lecturas democráticas o anti modernizadoras y, por último, la subestimación de los vectores imperialistas o de propaganda en el corazón de las producciones Disney.
Palabras clave: Pato Donald, recepción, Estados Unidos, Disney.
Abstract: This analysis seeks to map the reception in the North American academic field of the work How to Read Donald Duck (1971), by Ariel Dorfman and Armand Mattelart. They are identified in the North American critics: an insistence on the analysis of the figure of the author-creator of Disney comics (a sort of romanticization of the author), the complexity of social mediations in the production-circulation-consumption of Disney products, an obstinacy to underline the ambiguous dimension of the Donald Duck contents that would allow democratic or anti-modernizing readings and, lastly, the underestimation of imperialist or propaganda vectors at the heart of Disney productions.
Keywords: Donald Duck, reception, United States, Disney.
Donald, Go Home!
Dorfman y Mattelart
Enero de 1975, en el exilio
El presente trabajo explora la recepción de la obra de Ariel Dorfman y de Armand Mattelart, Para leer al Pato Donald (1971), en el campo académico norteamericano: las críticas, los desplazamientos, las ponderaciones y ciertas obstinaciones. La intención es mapear el territorio de diálogos intertextuales desplegados tras la publicación en inglés de la obra; aquellas lecturas e interpretaciones de un análisis chileno sobre una historieta norteamericana.
En 1973, el historiador del arte David Kunzle, durante su visita a Chile, conoce la obra (académica y política) de Dorfman y de Mattelart y les propone traducirla al inglés. Tras una serie de avatares en relación con los permisos de reproducción de las historietas y del celo de la Corporación Disney, en 1975 el libro es publicado en Londres por la editorial International General, con una larga introducción del traductor. Es aquí donde podemos comenzar a trazar los diferentes trayectos que la obra de Dorfman y de Mattelart permite en su derrotero por el espacio norteamericano.
En su introducción, Kunzle ([1975] 1991) comienza señalando: «Los intelectuales norteamericanos se han adormecido en un silencio de complicidad con Disney»1 (p. 11) y, desde allí, indica un primer desvío de la lectura de Dorfman y de Mattelart que la complejiza y que abre espacio para ulteriores análisis. Curiosamente, es en una nota al pie donde Kunzle ([1975] 1991) despeja un camino que hará su agosto en las interpretaciones norteamericanas: «Si continuamos refiriéndonos a las producciones de Disney después de la muerte de Walt Disney [1966] como “Disney” y “él”, lo hacemos en respuesta al hecho de que su espíritu, el del capitalismo corporativista, continúa dominando la organización»2 (p. 14). Es decir, en Kunzle ([1975] 1991) son identificables (aunque imbuidos de una misma ideología) Walt Disney y la Corporación Disney. Sin embargo, el autor subraya las operaciones descentralizadas a través de subsidiarias, filiales y casas editoras –en Estados Unidos, pero también en el resto del mundo– que producían y que editaban las historietas Disney. Si el primero fue creador de personajes como el Pato Donald, la segunda merece un análisis más detallado.
Así, Kunzle ([1975] 1991) señala que la producción y la publicación de historietas se realizaba por fuera de la corporación Disney y que estas «nunca estuvieron bajo un control férreo por parte de los medios Disney» (p. 17). La producción de historietas se complejiza considerablemente y deja de ser la relación directa Walt Disney-público lector para desplegarse en un abanico de mediaciones:
Esta relativa autonomía con la que contaban las casas editoriales que explotaban la producción de historietas de Disney le permite a Kunzle ([1975] 1991) identificar «historietas Disney no-disneyscas», particularmente, las del dibujante Carl Barks (1901-2000), creador del personaje de Scrooge McDuck (traducido en hispanoamérica como Tío Rico, Rico McPato o Tío Patilludo; en España, como Tío Gilito; en Brasil, como Tio Patinhas). Barks, desde la temprana lectura de Kunzle ([1975] 1991), revela más que la simplista y totalmente reaccionaria ideología de Disney. Hay elementos de sátira en su trabajo que uno en vano buscaría en el mundo de Disney, así como elementos de realismo social en el de las historietas (p. 17). Para Kunzle ([1975] 1991), a diferencia de la lectura que hacen Dorfman y Mattelart, el trabajo de Barks es ambivalente3 y se revela, a veces, como liberal (p. 17).
Un primer movimiento, entonces, de la lectura norteamericana de Para leer al Pato Donald ([1975] 1991) es cortar el vínculo entre Walt Disney (como creador y como empresario) y la producción de historietas; en particular, con un dibujante (Carl Barks). De la compleja trama de actores sociales que intervienen en la producción y en la circulación de historietas Disney, la crítica centra su atención en un actor singular. Esto ha llevado a toda una serie de textos hagiográficos sobre el creador como Carl Barks and the Disney Comic Book: Unmasking the Myth of Modernity (2006), de Thomas Andrae, o Funnybooks: The Improbable Glories of the Best American Comic Books (2014), de Michael Barrier.
Andrae (2006), por ejemplo, señala que Dorfman y Mattelart «no conocían la existencia de Barks como autor individual y su libro no distingue el trabajo de Barks del realizado por el resto de los artistas de Disney». Así, al desconocer la figura de Barks y la descentralización de la producción de historietas, Dorfman y Mattelart desatienden «su grado único de autonomía en el imperio Disney» (p. 12).
Ignorando la lección batho-foucaultiana,4 en la lectura norteamericana se opera sobre Barks una suerte de romantización que orienta el análisis hacia la figura concreta del creador. Los estudios trazan su itinerario desde el ostracismo durante su carrera laboral (primero, en Disney Studios y, luego, como freelancer, en Dell Comics) hasta su reconocimiento internacional, mucho después de su jubilación, en 1966. Para Peter Bryan (2018), se trata del creador dominante: «En virtud de su reputación y de su prodigioso rendimiento, casi con certeza Barks es el más significante autor de historietas del Pato Donald» (p. 15).
Hay un tópico recurrente del retrato del artista (como genio creador) que insiste en la dimensión paradojal de ser un trabajador explotado (vivía muy precariamente), pero atravesado por una ideología conservadora.5 Daniel Immerwahr (2020) recoge el siguiente testimonio del mismo Barks: «Creo que la filosofía de mis historias es conservadora, conservadora en el sentido de que nuestra civilización alcanzó su punto máximo alrededor de 1910. Desde entonces, hemos ido cuesta abajo» (p. 19).
A partir de esa desconexión entre Walt Disney (con su falta de control sobre la producción de historietas) y Carl Barks (con su autonomía relativa), la crítica tiende a acentuar la independencia creativa de este último. No se señalan limitaciones externas al proceso creativo. Immerwahr (2020), el único que referencia el debate en los años cincuenta en Estados Unidos en torno a la censura moral sobre las historietas, advierte que las creaciones de Barks nunca fueron objetadas (p. 17). Kunzle ([1975] 1991) mismo, indica que las Especificaciones artísticas para historietas .Comic Book Art Specifications) «parecen representar una parte de las fantasías de Disney, una fantasía de control, una pureza que nunca fue realmente presente»6 (p. 17). Ningún otro crítico menciona siquiera la existencia de dichas Especificaciones.
Pero avancemos. Si se reconoce la distancia que media entre Disney y Barks, la academia norteamericana despliega un abanico de mediaciones que no estaban presentes en el trabajo de Dorfman y de Mattelart. Kunzle ([1975] 1991) apunta que toda la producción de historietas que se realiza fuera de los Estados Unidos, por ejemplo, la edición chilena, como otras ediciones extranjeras, crean su material a partir de fuentes por fuera de Estados Unidos («story-mix») (p. 15).
El plantel de personajes Disney se somete a una operación de traducción, de color local, propia de las ediciones en el exterior. Bryan (2018) estudia la traducción alemana del Pato Donald en la «recreación» de Erika Fuchs, quien «re-codifica los textos para adaptarlos a la audiencia alemana» (p. 105), mediante la introducción de referencias culturales muy precisas. A su vez, advierte en la edición italiana cierto contenido violento que llegó a desagradar al mismo Barks. Bryan (2018) recoge este testimonio clave del propio Barks:
Ciertamente, odio la distorsión de los personajes del Pato Donald que se hace en las nuevas historietas italianas. [...] es una repetición de lo que ocurrió en Chili [sic] años atrás, cuando los izquierdistas tomaron el control de las licencias de Disney y publicaron historietas que mostraban al Tío Rico robando a los pobres y oprimiendo al proletariado. La culpa por las villanías del Tío Rico me fueron dirigidas a mí (p. 154).7
Para complejizar el paisaje, al catálogo de desplazamientos que estaban ausentes en el trabajo de Dorfman y de Mattelart, desde el creador del Imperio Disney, a los historietistas tercerizados (como Barks), la independencia de las casas editoriales, las traducciones y las adaptaciones locales, se le suman las interpretaciones que efectúa la academia norteamericana sobre el controvertido personaje del Tío Rico.
Para Bryan (2018), Tío Rico es un «capitalista egoísta pero que tiene su momento de redención, [...] nunca cruza la línea de la inmoralidad, [...] es una caricatura del banquero capitalista» (p. 27). Es decir, «no es puramente un plutócrata codicioso» (p. 147), puesto que su riqueza es producto de un esfuerzo individual. Dirá Tío Rico: «Hice mi dinero pensando mejor que otra gente, abalanzándose antes».
Otro crítico norteamericano que profundizó sobre la figura de Barks fue Charles Bergquist (1996). A su entender, Tío Rico es una figura ambivalente y ambigua. Si en un inicio Barks pintó al personaje como un villano propietario de los medios de producción, que no se abstenía de amenazar inclusive al sistema judicial, con el tiempo lo volvió más heroico, producto del mito del emprendedor. Pero este emprendedor capitalista es paradójico: «Tío Rico nunca invierte su dinero en la producción y, por lo tanto, no puede ser identificado como fuente de explotación social» (p. 142). Para desmentir la interpretación de Dorfman y de Mattelart sobre Tío Rico como un capitalista empedernido, Bergquist (1996) recoge este testimonio del mismo Barks: «Tío Rico es un completo enemigo del sistema capitalista, lo destruiría en un año» (p. 143).
En el análisis de Bergquist (1996) hay hasta una historización sobre este personaje, producto de una retroalimentación entre los/as lectores/as de historietas (fans de su creador) y Barks. Este reconoció que después de 1949 hubo una matización de la personalidad de Tío Rico y que, deliberadamente, buscó evitar lecturas anticapitalistas por parte de sus lectores/as. Este último punto no es óbice para que Bergquist (1996) insista en el costado anticapitalista de Tío Rico, en sus valores democráticos y en las actitudes subversivas en relación con las jerarquías sociales y con la autoridad que encuentra en las historietas del Pato Donald y, a fortiori, de su tío millonario. Bergquist (1996) advierte que aunque no debemos esperar en las historietas de Disney un Donald exhausto por la explotación laboral u organizando una protesta salarial:
En un nivel simbólico, el potencial de lecturas democráticas de textos populares es mayor de lo que generalmente se acepta. Cuando Tío Rico envía a Donald de vuelta a trabajar con una patada, sintetiza en un gesto dramático la esencia del mundo entero de las relaciones laborales. Trabajadores y empleados en lo inmediato experimentan ese mundo en infinitas variaciones a diario. Pero los participantes en su vida cotidiana saben, como los académicos especializados que analizan y documentan esas interacciones, que la «disciplina laboral» (término capitalista) y la «dignidad laboral» (término laboral) constituyen el tema central de la producción. De manera similar, cuando en aquella historia Tío Rico pone a Donald de rodillas a través de la manipulación del mercado, los dos están re-actuando la esencia fundamental que define al capitalismo como sistema social. Están dramatizando la cuestión de que los obreros sindicalizados han hecho sus mejores esfuerzos por más de dos siglos para modificar o cambiar [el statu quo] (p. 154).8
Dentro de esta complejidad descripta por la academia norteamericana en relación con Tío Río, el tema de la riqueza se vuelve central. Con un personaje obsesionado con el dinero, que disfruta de zambullirse entre las monedas de su bóveda y que emprende aventuras hacia sitios exóticos con sus sobrinos, no podía menos que despertar algún interés analítico. En un trabajo cuantitativo sobre historietas, Russell Belk (1987) encuentra que Tío Rico es una «clara ejemplificación del espíritu calvinista y de la ética protestante del trabajo [...] [donde] la recompensa por el trabajo duro de Tío Rico es la riqueza y la fama»9 (p. 34). Además, descubre que entre el 23 y 33 % de las historias analizadas presenta la obtención de riqueza como indiscutiblemente buena y detecta que el 83 % de las historias refiere a viajes donde, en su mayoría, Tío Rico, junto con su sobrino y sus sobrinos-nietos, emprende viajes hacia tierras exóticas en busca de algún tesoro.
Dorfman y Mattelart cargaron sus tintas, de manera muy puntual, sobre la ideología de esos viajes de «aventuras». En este tópico, Michael Baker (1998) distingue dos ejes en las historias de Disney: dinero y poder. A su entender, si bien Tío Rico es un personaje profundamente ridículo, que «representa una parodia mordaz del emprendedor burgués en la fase del capitalismo competitivo [...] [cuya] personalidad está dividida entre la lógica del capital y el fetiche ridículo que crea en él por la forma del dinero»10 (p. 286); la clave de lectura no está en la ridiculez por el dinero (sugiere, incluso, que las historietas Disney se asocian fácilmente con el capitalismo) sino en la cuestión del poder: cuando en las historietas opera el poder, los nativos suelen desembarazarse de los «pato-exploradores».
En esta línea, Immerwahr (2020) da un paso más y sugiere que las historias de Barks describen una versión muy distinta a la ideología de la modernización característica de los años cincuenta. Las aventuras de Tío Rico y sus sobrinos hacia tierras lejanas no dramatizan la transformación hacia la modernización «sino la restauración» (p. 13). Después de una aventura, la cultura «exótica» es restaurada o dejada intacta. Para Immerwahr (2020), Barks comparte con el desarrollismo la distinción entre sociedades modernas / sociedades tradicionales pero no el optimismo sobre un intervencionismo modernizador. Así, «entender a los pueblos del Sur como irremediablemente primitivos y al contacto cultural como perturbador llevó a Barks a burlarse de la ayuda exterior»11 (p. 16). Por su parte, Bryan (2018) llega a decir que en Barks es posible encontrar hasta «efectos anticolonialistas» (p. 25).
Si hasta aquí la recepción norteamericana del trabajo de Dorfman y de Mattelart hacía pivote sobre una suerte de romantización de Barks y de la paleta semántica que despliegan personajes complejos como Tío Rico, el otro punto central es el problema de la recepción. ¿Qué concepto de lector/a subyace en Para leer al Pato Donald)?
Esta crítica, ya presente en tempranas reseñas elaboradas en el contexto latinoamericano,12 como las de Paula Wajsman, por ejemplo, quien en 1974 escribía que el concepto de lector que manejan los autores es la «imagen de un “niño” auténtico, estatuario, puro, vaciado de deseos propios y censurables impulsos aventureros, totalmente ajeno a la problemática del orden, la violencia, la crueldad» (p. 130). Y es la recepción un tema central, además, porque es aquí donde tanto Dorfman como Mattelart recogen el guante por las críticas recibidas. En una entrevista de 1996, Mattelart comenta:
En general, se dice que [Para leer al Pato Donald] era algo del momento, que se analizaba la estructura y no la recepción. Contra esos ataques, contra esas interpretaciones, me rebelo. Si bien es cierto –en relación con los interrogantes que se plantean hoy– que este libro no se pregunta cómo un niño argentino, chileno o francés lee a Walt Disney, debo decir que es un trabajo que ya había interiorizado la cuestión de la recepción. En este período, la cuestión principal no era tanto el consumo sino la producción de una alternativa (p. 10).
Y más tarde Dorfman (Ortiz-Torres & Lerner, 2017), en una suerte de balance, indicará: «Si tengo alguna crítica al libro sobre el Pato Donald es que no da suficiente crédito a la capacidad de la gente de reinventar al Pato Donald a partir de sí misma […] No di el suficiente crédito a la capacidad de resistencia cultural que existe» (p. 289).
Andrae (2006) califica al modelo de lector/a que Dorfman y Mattelart conciben como «elitista» (p. 15). Y esto, en razón de que postulan un/a lector/a pasivo/a e incauto/a que necesita de intelectuales que develen la verdad. Pero a nivel de estudio empírico, el trabajo más interesante es, quizás, el de Bryan (2018), quien rastrea el consumo de las historietas del Pato Donald en las audiencias norteamericanas a partir, fundamentalmente, de los/as fans (con sus fanzines The Barks Collector, Vacation in Duckburg y The Duckburg Times, y sus Convenciones) y de los/as coleccionistas. Asimismo, indaga sobre el intercambio y las interacciones entre fans norteamericanos y alemanes vehiculizados por los fanzines. Immerwahr (2020), por su parte, avanza en el análisis de la recepción que de las historietas del Pato Donald hacen dos eminentes fanáticos: George Lucas y Steven Spielberg. Esto le permite detectar elementos barkianos en la obra artística de ambos directores de cine.
Por contraste, si para un temprano Eliseo Verón (1974) el libro de Dorfman y de Mattelart es pura ideología –donde la denuncia política contaminaba la cientificidad–,13 la academia norteamericana nunca pondrá en tela de juicio el carácter científico de Para leer al Pato Donald. Más allá de las diferencias y de las objeciones presentadas, el campo académico recepcionó como legítimo el trabajo chileno. Tanto es así, que el mismo Andrae (2006) considera que se trata del único trabajo crítico de examinación de las historietas de Disney en lengua inglesa.
Pero volvamos al contexto de producción de esta obra. Si seguimos de cerca la genealogía que ofrecen Mariano Zarowsky (2010) y Jorge Rojas Flores (2016), nos encontramos que Para leer al Pato Donald no fue un simple ejercicio académico sino que estaba atravesado por un proceso político complejo e inédito: la construcción de un socialismo por vía democrática.
En 1970, llega a la presidencia de Chile Salvador Allende, por la coalición política y electoral Unión Popular. Si bien la política cultural del frente fue difusa, se emprendieron políticas muy activas que buscaron la democratización del acceso a la cultura a través de la edición de revistas y de libros de bajo costo. En este escenario, el funcionamiento de la editorial estatal Quimantú estuvo atravesado por la política del «cuoteo» partidario, efecto de la coalición electoral, y por la incorporación de intelectuales que colaboraron en la construcción de una nueva cultura socialista. Dorfman y Mattelart, que venían del campo académico, se incorporaron (ad honorem) al Departamento de Estudio y Evaluación de Historietas, y a Publicaciones Infantiles de la editorial.
En febrero de 1971, se produce una situación paradójica: Quimantú adquiere parte de la editorial Zig-zag (que, por aquel momento, editaba las historietas de Disney) y debe, como parte del acuerdo de adquisición, imprimir las historietas del Pato Donald. Mattelart (1996) recuerda: «Los obreros [de Quimantú] vinieron a buscarnos diciendo: “Es muy curioso, seguimos imprimiendo revistas que nos dan cachetazos; nos interesaría saber que hay detrás de todo esto”» (p. 16). Es decir, la traducción chilena del Pato Donald incorporaba en sus historietas críticas (¿veladas?) al gobierno de Allende y era la propia editorial del Estado la que debía imprimirlas. Esto, según Mattelart, gatilló la escritura de Para leer al Pato Donald.
La Unidad Popular distó mucho de conquistar sus metas, por errores propios pero también por miserias ajenas. El intervencionismo norteamericano en la historia de Chile ha conocido horas difíciles y un largo historial. El Proyecto Camelot,14 la financiación a la oposición por parte de la Corporación IT&T y el papel de la CIA en el derrocamiento de Allende son solo algunos ejemplos.
Cuando los estudios latinoamericanos de la comunicación abandonan hacia mediados de los ochenta toda referencia al imperialismo (Gándara, 2016), la crítica norteamericana (¿curiosamente?) no lo hace.15 Para estos últimos, el trabajo de Dorfman y de Mattelart no se inscribe en una lógica paranoica e ideológica del setentismo, sino que recoge vectores muy claros de intervención imperialista.
Si en un artículo de 1950, el productor de Hollywood y diplomático norteamericano, Walter Wanger, abogaba enérgicamente por la exportación de la cultura estadounidense como baluarte contra la propaganda soviética; Steven Watts (1995), en la misma línea pero de modo crítico, califica a muchas de las películas de Disney de posguerra como conformando un «Plan Marshall».
Aunque bien durante la Segunda Guerra Mundial Walt Disney había ejecutado encargos para las fuerzas militares, es durante su participación en la Oficina del Coordinador de Asuntos Interamericanos, y en las películas Saludos amigos (1942) y Los tres caballeros (1944), donde la propaganda adquiere sentido fuerte. Para Bryan (2018), estas dos películas vehiculizan una forma de propaganda muy propia de Disney: son herramientas para reafirmar los ideales de la Doctrina Monroe de manera «luminosa, optimista y culturalmente sensible» (p. 63).16
Aunque no lo desarrolla, y la fórmula es un poco enigmática, Bergquist (1996) considera que «los presupuestos de los historietas de Disney son los mismas que recoge la teoría social formal y la política norteamericana [Formal Social Sciences Theory and US Policy] en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial»17 (p. 133). El problema es analizar las mediaciones entre política exterior norteamericana y producción cultural de Disney. Aquí Baker (1998), sin descartar totalmente el imperialismo norteamericano en Latinoamérica, entiende que las relaciones estrechas entre el negocio de Walt Disney y el Estado norteamericano fue breve; y que, en todo caso, es pertinente referirse a «propaganda excéntrica» (p. 299). Por último, Toby Miller (2011) inscribe la producción Disney dentro de lo que denomina el Complejo Mediático-Militar-Industrial. Habría que contrastar esta atención hacia ciertas formas de propaganda o de imperialismo que la crítica norteamericana no deja de señalar con el giro que los estudios latinoamericanos de la comunicación operaron hacia mediados de los ochenta.18
Para finalizar, me gustaría mencionar una situación paradójica que presenta la lectura que realiza Salvador Oropeza (1992) sobre Para leer al Pato Donald. Para este autor, Dorfman y Mattelart «han obviado la dimensión utópica que se encuentra en los textos de la cultura masiva como son los de Disney» (p. 147). Es decir, acompaña al sector de la academia que encuentra en el Pato Donald la rendija por la que pueden colarse lecturas democráticas o subversivas (como sugiere Bergquist), anticapitalistas o anticolonialistas (como sugiere Peter Bryan),19 antimodernizadoras (como sugiere Immerwahr) o ambivalentes (como sugiere Baker).
Ahora bien, para Oropeza (1992) el modelo que Dorfman y Mattelart presentan como alternativa es maniquea, conservadora y ortodoxa: en la crítica al mundo Disney, los autores dejan intacta la estructura familiar y, simplemente, reemplazan «burguesía» por «proletariado». Es decir, se les niega a Dorfman y a Mattelart el optimismo de la lectura creativa y utópica. De allí que estas palabras de Dorfman (1998) cobren un singular sentido: «Disney había tratado de devorarme cuando yo era un niño en Nueva York; ahora, siendo adulto, yo me lo estaba comiendo en Chile, enviándole su pato bien asado y sus ratones hechos picadillo» (pp. 344-345).
Ese pato bien asado no es solo un gesto de rebeldía o de mera resistencia, se concibió (y quizás debamos aprender la lección) como una de las instancias en la construcción de una sociedad más justa.
Excursus
No deberíamos dejar que el pato nos tape la patada.
La revolución socialista en Chile, aquel impulso de alegría y de entusiasmo que propulsaba la idea de una sociedad más justa atravesó dificultades agudas y fue clausurada con violencia tres años después.
Y, en apenas tres años, la victoria del Frente Popular, el trabajo en los talleres, en las universidades, en la Editorial Quimantú. Modas académicas. Demandas de lectores. Restricciones presupuestarias. Dudas de trabajadores y de «expertos». Horizonte de una cultura nueva que no terminaba de nacer y de otra vieja de la que ocuparse.
Años arduos y fructíferos en sueños, en vislumbres y en expectativas.
Años en los que toda América Latina fue testigo de un proyecto que, por su carácter ambicioso y esperanzador, le fue dado también recibir un embiste de pruebas y de dificultades.
La crítica al Pato Donald (¡aquellos diez días febriles en los que Dorfman y Mattelart trabajaron en el estudio de las historietas Disney!) fue solo uno de los tantos primeros escalones para conocer el alcance de un imperialismo eficaz y de un colonialismo siempre dispuesto a cumplir y a imponer su único fin, el de una explotación inadmisible.
La Editorial Quimantú fue parte de una necesaria y contravenida utopía. Aquella sociedad, liderada por Allende, se preguntaba: qué clase de hombres y mujeres nuevos la conformarían, qué bienes culturales producir, hacer circular y consumir. Años en los que se cruzaron sueños y posibilidades que crearon una trama de la que aún recogemos imágenes, palabras y retazos de maravilla que espabilan acerca de lo que pudo un pueblo.
Hoy, 50 años después, entendimos que meterse con ciertos patos tiene consecuencias.
Y ni cuento si el deseo anima asarlo «a la criolla».
Hoy, a 50 años, la emancipación sigue pareciendo un descaro.
Una inexplicable rareza.
Una osadía.
O quizá, también, la embriaguez de sueño para no dormir un pulso sin restricciones de posibilidad.
Vivo.
Agradecimientos
Quiero agradecer especialmente a Jesse Lerner por la colaboración en la escritura de este trabajo.
Referencias
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Notas