Artículos de reflexión
Escuela, alteridad y retorno al cuerpo: una respuesta a las dinámicas dualistas de la modernidad
Revista de Investigaciones de la Universidad Católica de Manizales
Universidad Católica de Manizales, Colombia
ISSN: 2539-5122
ISSN-e: 0121-067X
Periodicidad: Semestral
vol. 20, núm. 35, 2020
Recepción: 30/09/2019
Aprobación: 31/10/2019
Autor de correspondencia: miguelangelsofia@gmail.com
Resumen: El presente artículo tiene por objetivos: disertar teóricamente sobre la implicación de la escuela en la vida de los sujetos y cómo su labor institucionalizadora se mantuvo gracias a las dinámicas de la modernidad; además, problematizar desde una perspectiva fenomenológica los discursos dualistas, que desde un tratamiento reduccionista del cuerpo, han mediado la gramática pedagógica; también, analizar algunas prácticas escolares consideradas icónicas que nacen de esta discursividad; por último, presentar una posibilidad pedagógica que se asuma desde la alteridad y desde el reconocimiento del sujeto encarnado. Metodológicamente, el trabajo está orientado por la revisión documental y la observación etnográfica, como técnicas propias en la reflexión de los acontecimientos pedagógicos. Como conclusiones, se presenta la relación propia, entre las concepciones del sujeto encarnado y de la alteridad, así como las posibilidades de una escuela abocada a reconstruir las prácticas y las percepciones sobre el cuerpo.
Palabras clave: Escuela, dualismo, cuerpo, práctica escolar, alteridad.
Abstract: This paper aims to: discuss theoretically the involvement of the school in the life of the subjects and how its institutionalizing work was maintained thanks to the dynamics of modernity; Furthermore, problematizing from a phenomenological perspective the dualistic discourses, which from a reductionist treatment of the body, have mediated the pedagogical grammar; also, to analyze some school practices considered as iconic that are born from this discursiveness; finally, to present a pedagogical possibility that is assumed from the otherness and from the recognition of the incarnated subject. Methodologically, the work is guided by documentary review and ethnographic observation, as proper techniques in the reflection of pedagogical events. As conclusions, we present our own relationship between the conceptions of the incarnated subject and otherness, as well as the possibilities of a school devoted to reconstructing practices and perceptions of the body.
Introducción
Una de tantas lecturas que se puede realizar en torno a la cultura occidental, es que esta, pertenece a una sociedad escolarizada, la cual exige la permanencia de sus sujetos dentro de la institución llamada escuela, desde su más temprana niñez hasta su prematura adultez. Esto implica que el paso por ella, es una de las experiencias que más puede condicionar la construcción de subjetividad. No en vano, es uno de los lugares por excelencia, en los que el sujeto socializa; es en definitiva una “poderosísima agencia de individuación y de construcción de nuevas identidades sociales” (Fanfani, 1999, p. 102), al ser un complejo instituyente que se sitúa en las vivencias y en las culturas de sus estudiantes, que sostiene permanentemente relaciones de sentido con otros elementos socializadores: la familia, los medios masivos de comunicación, la iglesia, etc. A su vez, la escuela es el lugar donde se planean, administran y ejecutan las reglas de la educación, que, según un determinado grupo, son las ideales para una sociedad. De esta manera, la escuela se visiona como un proyecto perteneciente a un sistema, que actúa sobre la construcción de subjetividades y la implementación de la educación. La escuela en cualquier cultura y bajo cualquier modo, tiene unas consecuencias en las vidas y experiencias de los seres que interactúan en ella (Bruner, 1999), consecuencias que son instrumentales tanto para el individuo como para la cultura y las instituciones sociales.
Dichas instrumentalizaciones, forjaron el proyecto de la modernidad, el cual direccionó unas tareas, aún vigentes para la escuela, consolidándola como una "construcción moderna constructora de modernidad" (Pineau, 2007, p. 1) y como uno de sus motores principales para su estamento, sostenimiento y perpetuación. A través de ciertos dispositivos, practicas, discursos y rituales, la escuela moderna promovió subjetividades que coincidieran con sus cosmovisiones, ya que, a través de la enseñanza, condicionaba el actuar en el mundo de acuerdo con ciertos ideales que se relacionaban con otros complejos instituyentes de la modernidad, como la familia, el Estado, la fábrica, el hospital etc.
Dichos ideales se pueden plantear como pilares que enarbolaron las máximas del pensamiento moderno: el progreso a través de la ciencia, el desarrollo de un sujeto autónomo, la universalidad del conocimiento, la libertad y la emancipación, el fortalecimiento de la ciudadanía, la justicia y la equidad social y política; aunque paradójicamente, también la pretensión de verdad, la generalidad universal, la competencia, la predominancia de la razón sobre otros tipos de conocimiento, la jerarquización del saber y el control institucional de los sujetos (Foucault, 2002). Es así como la escuela se vuelve la institución que, se supone, no solo resume esos principios, sino que, asimismo, ha sido la encargada de “transmitirlos y generalizarlos”, haciendo que formen parte “del sentido común y de la sensibilidad popular" (Tadeu da Silva, 1997, p. 274).
Para que estos principios calaran en la memoria histórica de los sujetos, la escuela, como el resto de las instituciones, ha recurrido a una de las operaciones más importantes en la consolidación de lo instituyente, los ritos, que a través de su capacidad realizadora, establecen actos, convicciones y creencias por medio de la repetición en lo habitual (Bourdieu, 1993). Con referencia a lo anterior, Van Leeuwen (2008), llama a estos actos repetitivos “prácticas sociales recontextualizadas”, las cuales se integran en el sentido común y en los hábitos de los sujetos, (el acto de saludar a la bandera, al profesor, a Dios, se vuelve algo necesario para tener un ambiente de respeto, de orden). Es gracias a los ritos o prácticas sociales recontextualizadas, que la escuela ha mantenido su poder social.
Ahora bien, si la escuela nació en la modernidad y se ha mantenido como una de las instituciones más importantes hasta nuestros días, no quiere decir que esta sea inmutable y, por ende, haya permanecido intacta desde su surgimiento, por el contrario, ha pasado por distintos cambios pragmáticos, pero no sustanciales. Ha trasformado sus maneras de operar y algunas de sus prácticas, porque evidentemente los sujetos han cambiado, pero, así como hay elementos que han mutado, hay otros que se han mantenido, y lo han hecho, debido a que algunos principios y necesidades sociales aún existen, resumiendo una forma de concebir la realidad y al sujeto que en ella habita. Estos principios direccionaron los modos de entender y de enseñar en la escuela: la llamada dualidad.
La dualidad[1]: elemento heredado de la modernidad en la escuela
Frente a las dinámicas que se han mantenido, es necesario entender que la escuela moderna a diferencia de la medieval, se desligó de las doctrinas clericales y se cimentó sobre un proyecto racional del conocimiento. El pensamiento racional, en su esfuerzo por construir un modelo de entendimiento de la realidad que sustituyera la fe por la razón y la ciencia, partió de la posición paradigmática de la filosofía que se basó en la perspectiva dualista de la cuestión ontológica: la relación entre el pensamiento y el ser (Gadotti, 2011).
La expresión cogito ergo sum[2], que traduce pienso luego soy, se consolidó como el primer principio filosófico de la tradición cartesiana ante la constante duda de lo que es falso o verdadero, que la única cosa cierta e irrefutable es que se piensa y que por tanto se es, lo que por defecto, conjura una relación ontológica en donde para “pensar es preciso ser” (Descartes, 2011, p.124). En este punto, es importante entender que para el racionalismo el pensamiento será el centro de las ideas y a su vez de la sensibilidad y, por ende, el elemento clave en la búsqueda de la verdad (Descartes, 1995). Se constituye así, la primera experiencia de certeza a saber: yo pienso y si pienso tengo alma (p. 26).
Esta postura plantea la división de la presencia del ser en dos planos; en el primero, se encuentra el pensamiento y/o el espíritu como fuente que llena, y en el segundo, al cuerpo como el receptáculo habitable, resultado de una suma de partes sin interior, con un alma, como un ser totalmente intrascendente por sí mismo, sin distancia que, a su vez, concreta físicamente el “nosotros y el fuera de nosotros” (Merleau-Ponty, 1984, p. 215), siendo el cuerpo la frontera entre el que percibe y lo percibido.
Siguiendo a Najmanovich (2001) la dualidad cartesiana, dará forma a una filosofía de la escisión que descuartiza en aparatos y sistemas los distintos componentes sociales. Se separó al hombre de la comunidad, la persona del organismo, la humanidad del cosmos; aislado de su medio nutriente, el cuerpo se volvió antónimo del alma. El punto es, que el dualismo se configuró como una de las principales manifestaciones y pilares de la cultura occidental que sigue permeando los discursos y prácticas de la actualidad. La escuela entonces, ha mantenido al dualismo como un precepto filosófico en sus elaboraciones administrativas y pedagógicas hacía la educación, generando así, toda una serie de acciones y discursos que la identifican y definen como una institución que tiene gran injerencia en la construcción de subjetividad de sus sujetos.
Estas prácticas y discursos se han dirigido de diversas maneras hacia los estudiantes, traduciéndose en distintos dispositivos, rituales, espacios, libretos, disposiciones y actitudes que actúan de múltiples maneras y hacia múltiples objetos. Uno de estos objetos es el cuerpo, y la forma como la escuela lo visiona y lo vivencia configura una de sus principales resonancias con los preceptos de la modernidad, la dualidad mente cuerpo.
La forma en que la escuela entiende al cuerpo
La escuela que heredó la dualidad como sustento filosófico, ve en el cuerpo, explícita e implícitamente, todo un objeto en el cual trabajar activamente. En ella se da la existencia de los cuerpos postmodernos, los cuales ya no son “(…) simplemente el producto de una totalidad homogénea de discursos sino más bien un lugar de lucha, de conflicto y de contradicciones” (McLaren, 1994, p. 96). Estos subsisten en contradicción del encarnamiento de la subjetividad, es decir cuando el sujeto es ubicado como el reproductor de significados de las relaciones hegemónicas predominantes, configurándose como campo de enunciación y de inscripción cultural, no solo por las instauraciones de lo institucional, sino por las vivencias que ocurren en su interior (McLaren, 1969).
La escuela vive del cuerpo y en él, sin embargo, ejerce una presión dicotómica que lo encasilla como un ente a domesticar. Para esta, el cuerpo es un mero receptáculo que, sin conciencia alguna, está al constante servicio de la mente. Es una fuerza, una pulsión que debe ser domesticada a través de la imposición de prácticas repetitivas, entrenamientos, normas y rituales como: el silencio, el estar sentado, la ubicación en el aula, los lugares en los que se puede estar, las formaciones, los uniformes, los ejercicios de gimnasia etc. Bruner (1999, p. 45) dimensiona esta fijación de la escuela por una cierta selectividad sobre los usos de la “mente” que desean cultivar, a través de la previa determinación de a quienes van dirigidos. De esta manera, los alcances básicos del conocimiento, las prácticas, los espacios, los valores, etc., se presentan diferentes, dependiendo su receptor; sean niños o niñas, clase obrera o clase dominante, la escuela opera según las prerrogativas del poder social.
El cuerpo es desde esta perspectiva, lo que Foucault (2002, p. 169) va a denominar como “maquina multisegmentaria”, siendo un elemento que se puede mover y articular con otros, definiendose no por lo que es, sino, por el lugar que ocupa, cómo se desplaza o la regularidad que sigue para una determinda tarea. La domesticación corporal es un proceso que se basa en castigos, los cuales no van dirigidos violentamente sobre el cuerpo, pero sí sutilmente, con un trabajo especializado llamado disciplina. Para Foucault, lo escolar toma como objeto de poder al cuerpo, lo manipula y domina, con el objetivo de producir seres de utilidad con cuerpos sumisos y dóciles (p.139). En la referencia que Foucault hace del homme machina de La Mettrie, se puede ver como la aplicación específica de la disciplina conduce a la vivencia de un organismo técnico político basado en la consolidación de un individuo con un (...) “cuerpo que puede ser sometido, que puede ser utilizado, que puede ser transformado y perfeccionado”. La disciplina es entonces “una anatomía política del detalle la cual, en el ámbito escolar pone su atención en la minucia y se centra en el encauzamiento de la conducta, los reglamentos, las inspecciones y las observaciones” (2002, p. 140-143).
La escuela moderna entonces, abarca los planos del ser dual al tomar el pensamiento como entidad que razona, mueve, decide y es consciente; y al cuerpo como objeto que obedece, se mueve, es inconsciente y debe ser controlado. De ahí, que se desligue una especie de comunicación silenciosa y desterritorializada con lo corpóreo, objetivando al cuerpo mediante la repetición, la observación, el señalamiento, dejando como única acción del ser hacia su cuerpo, la dominación de la expresión corpórea: los impulsos. No se pretende que los sujetos entiendan el cuerpo, se pretende controlarlo.
Contradictoriamente, el sistema escolar aunque mantiene una vigilancia constante sobre el cuerpo, lo relega como objeto de enseñanza, pues al partir de la dualidad mente-cuerpo, este último es concebido como la parte del ser sin trascendencia, como simple objeto que es síntoma de lo mental, por lo que el trabajo escolar, específicamente académico, se centra en el desarrollo cognitivo, cualquiera que sea la forma, y produce como resultado lógico, el desplazamiento del cuerpo en el proceso de enseñanza y aprendizaje, dado que, se parte del supuesto que lo único que aprende del sujeto es su mente.
Así pues, bien se puede ver en de la escuela, como lo señala Denis (1980), la omnipresencia de la palabra en el cuerpo que es asediado por la palabra, que es sabio y no habla su lenguaje sino el lenguaje. Según esta dinámica, el cuerpo es aprehendido por las disciplinas, ya que se supone carece de lenguaje, por lo que debe ser representado por él; esto implica que para la escuela este no tenga poder constitutivo alguno, sino, el deber conductual de demostrar que el pensamiento aprende. Y es que por mucho tiempo se mantuvo en la institución escolar, la tendencia a que la pedagogía fuese “sumisa a la tradición del signo, como vehículo conceptual de la objetividad, la verdad, la realidad” (Cárdenas & Ardila, 2009, p. 47). Estos últimos como conceptos inamovibles y determinantes en los procesos que impulsaron la modernidad. Radford (2017) analiza la postura moderna del lenguaje como un sistema estable de formas lingüísticas que son definidos por leyes generales que funcionan como normas en la enunciación y que hacen del lenguaje una entidad dependiente del mundo objetivo[3]. Estas formas estables, validan una sola clase de lenguaje, el verbal.
Lo anterior, irremediablemente conduce a la anulación de gran parte del cuerpo, en donde solo se tendrían en cuenta los sentidos del oído y de la vista. Al respecto, Restrepo (1994) explica que:
La escuela, auténtica heredera de tradición viso-auditiva, funciona de tal manera que el niño, para asistir al aula, se bastaría con tener un par de ojos, sus oídos y sus manos, excluyendo para su comodidad los otros sentidos y el resto del cuerpo. Si pudiera hacer cumplir una orden semejante, la escuela pediría a los niños que vinieran a clase solo con sus ojos y oídos, acaso acompañados por la mano en actitud de agarrar un lápiz, dejando el resto del cuerpo en su casa a buen recaudo (p. 50)
El cuerpo queda sentenciado por defecto, a la anulación de sus otras posibilidades, de sus otras formas estar y de comunicar; al momento de basar sus estrategias pedagógicas en la comunicación verbal y escritural, así como en un imaginario de aprendizaje únicamente logrado a través de la quietud. En ese sentido, se analizan a continuación, algunas de las prácticas que la escuela ha mantenido desde la modernidad y desde su percepción dualista de la realidad, que son consideradas las más icónicas con respecto al elemento esencial en su labor subjetivante, el cuerpo.
Las prácticas que traducen la dualidad en la escuela
Las premisas y actitudes escolares que se cimentaron sobre el dualismo filosófico y que están dirigidas hacia el control y dominio del cuerpo en su diario quehacer, son elementos que se traducen en múltiples y diversas prácticas, las cuales, suman gran parte de la identidad a las dinámicas de la escuela. Entre estas se destacan cuatro, que son representativas de la dualidad.
La primera, es una práctica muy marcada en las escuelas de hoy, la cual es conocida como hacer la formación. Es una actividad realizada a manera de ritual, el cual es entendido, desde los textos de Mclaren (2003), como un hecho político y como parte de las distribuciones objetivadas del capital cultural dominante de las escuelas (normas, sistemas de significados actitudes y preferencias). Los rituales son parte importante de la cultura escolar, la cual se da como una práctica y escenario, manifestándose entre la competencia y el conflicto: es una colectividad compuesta por concursos entre ideologías y disyunciones, entre condiciones de clase, culturales y simbólicas El ritual funge como transportador de códigos culturales, que se graban en la estructura de la superficie y en la gramática profunda de la cultura escolar. Volviendo al ritual de hacer la formación o izar la bandera, este se presenta como una rutina de refuerzo, por la cual se estructuran y representan las formas de clasificación social, resaltando la posición de cada uno en la sociedad (Guillén, 2008).
Esta se da de diversas maneras y en diversos escenarios y tiempos; casi siempre funciona en intervalos de una semana, un mes o una fecha conmemorativa (formaciones o izadas de bandera), en donde asemejando una estructura militar, se entonan los himnos, se hacen representaciones, se dan informaciones, se hacen correctivos y llamados de atención, se premian a los “mejores estudiantes”, etc. Siempre exigiendo de todos, silencio, atención y quietud. Muchas veces el maestro atenúa su papel policivo y vigilante, dando rondas, observando que la buena conducta sea el ambiente reinante. El cuerpo es interpelado como una parte de un todo, parte de la formación, el cual, si se sale del orden, afecta todo el sistema. Se deshumaniza a la persona, cosificándola como parte de un todo, en la que la forma es lo único que importa. Siguiendo a Amuchástegui, (2002) los rituales civicos, entre los que destaca las izadas de bandera, fungieron como elementos nacionalizadores que siempre estaban asociados a figuraciones militares. En la actualidad se puede ver en la investigación de Guillén, como los escolares, muchas veces manifiestan un descontento o desinterés por estas prácticas, traduciéndose en sensaciones de aburrimiento o vergüenza, produciendo un efecto contrario al orgullo o la identidad institucional que se quiere afianzar (p. 146-147). Se da una especie de relación de aprestamiento pasivo del cuerpo a una causa ajena y extemporánea, que genera la desconexión entre la escuela y los sujetos y por defecto una actitud apática frente a la labor política que esta institución puede tener.
La segunda, es una de las prácticas más comunes y representativas de la esencia escolar, que radica en la posición de los sujetos y su ubicación en las aulas. Es un prerrequisito demandado para generar la enseñanza, por lo que la mayoría del tiempo en el que el estudiante habita en el colegio, se le pide mantenerse en posición; este se conoce como la permanente demanda del estar sentados. En esta práctica, el docente exige a los estudiantes estar en un espacio y una postura corporal determinadas, así como en una actitud específica. Lo importante es la facilidad para a vigilancia del maestro a sus estudiantes y la rápida corrección de una mala conducta, con un breve movimiento o un gesto. Al respecto Foucault propone:
Entre el maestro que impone la disciplina y aquél que le está sometido, la relación es de señalización: se trata no de comprender la orden sino de percibir la señal, de reaccionar al punto, de acuerdo con un código más o menos artificial establecido de antemano (Foucault, 2003, p. 170)
¡Sentados mirando al frente!, es una de las expresiones más comunes en el aula; esta se ha convertido en una cábala de la enseñanza, que casi todos han escuchado alguna vez, puesto que asegura el constante monitoreo de los cuerpos. Se hizo del salón de clases un panóptico y un espacio en el que la anulación del movimiento estaba al orden del día. Es tan importante esta práctica que, en varias ocasiones, se felicita a un grupo y/o a su docente por la capacidad que ambos tienen para mantener la dinámica. El aula, con sus asientos, tableros, paredes, ubicaciones etc., se configura como una estructura de comunicación entre sujetos, la cual se concreta además de los aspectos materiales, por las relaciones de autoridad, jerarquía y comunicación, que son naturalizadas por todos sus actores (Dussel, y Caruso, 1999). Esta lógica se traduce en una labor titánica en el momento en que el estudiante intenta anular su movimiento y por ende una de sus maneras de existir, premiando o castigando si se cumple o no. Lo anterior produce enfáticamente un desarraigamiento entre la gramática pedagógica y las formas de ser y por supuesto de aprender. Por otro lado, la implementación del aula como mecanismo de poder, impide que se dé una relación humana entre maestro y estudiante y en cambio, impulsa una relación de poder que no favorece el reconocimiento del otro, sino el reconocimiento de un rol y de una posición en el sistema de relaciones de poder. Se naturalizan las formas de opresión por el que tiene el control.
La tercera práctica, es un proceso que deviene de la preponderancia del signo en la pedagogía y que reduce el papel del cuerpo en el aprendizaje a su mas mínimo nivel. Esta práctica es la llamada evaluación escrita y estandarizada que, en su intento por medir, ha convertido a lo escolar, en vez de un escenario de formación, en un taller de preparación para la adecuada contestación del examen[4]. Cuando se mira el examen estandarizado de una manera crítica, se pueden hallar varias problemáticas, pero una de las más marcadas es que se basan casi en su totalidad en la matemática y la lectoescritura y estas, por supuesto, no son las únicas habilidades que los sujetos obtienen en su aprendizaje. Gardner (1983) sostiene con respecto a la inteligencia, que es lo que se supone miden las pruebas, que pueden surgir nuevos tipos de inteligencia, ya que, la inteligencia deja de ser un concepto estático para convertirse en un modelo dinámico. Pero la evaluación con una perspectiva medidora y calificativa solo puede mirar lo que el sujeto escribe, mas no lo que habla y mucho menos como se mueve.
La cuarta y última práctica, es la del uso del uniforme. Aunque sus orígenes no nacieron en la modernidad, si es una característica de la escuela que marca los intereses modernos. Se sabe que se originaron en las escuelas públicas de Inglaterra en el siglo XVIII, en los centros educativos de orden religioso católico, para entre otras cosas, fomentar la disciplina y el orden, y por demás, evitar las distracciones de los estudiantes. En la actualidad y para el contexto colombiano, el uniforme es establecido como obligatorio[5] en la mayoría de instituciones, tanto públicas como privadas, fungiendo como un mecanismo para la “presentación social del cuerpo”. Ya que la sociedad solicita constantemente saber en todo momento quiénes son los sujetos dentro de la comunidad. (Martí, 2012). Pero es indudable que también la persona se imposibilita para verse como tal, ya que el uniforme lo descontextualiza y lo pone en representación de un rol. Así la estructura social ejerce un control sobre el individuo, no solo por observación del otro, sino, porque el mismo se empodera de su papel social (Martí, 2012a). El uniforme en el aula asume una postura de disciplinamiento del cuerpo, además de una delimitación de los imaginarios del género (hombre-mujer) (Suárez, 2001). La falda y el pantalón hacen que los sujetos se representen a sí mismos categorialmente y permite una adecuación actitudinal y corporal frente a la vestimenta. No es lo mismo sentarse, moverse o disponerse con una falda que, con un pantalón, por ejemplo.
La alteridad y el retorno al cuerpo. Otra forma de ver la escuela
Sin querer presentar una idea a modo de solución frente a los discursos y prácticas escolares que devienen de la dualidad, ni mucho menos dejar de lado sus logros y aciertos (porque los ha tenido), es importante reconocer en la alteridad y el retorno al cuerpo, potenciales sustentos en un modelo de escuela, la cual pueda visibilizar la posibilidad de una formación más cercana y contextual al estudiante; una alteridad que necesariamente debe contar con el cuerpo como constituyente de la enseñanza y el aprendizaje. Inicialmente se debe considerar que la alteridad es un concepto procedente del latín que significa alter: el otro. Lévinas, (2002), a partir de su idea del infinito en nosotros como condición de la alteridad, considera que se tiene la necesitad de existir separado, sosteniendo una correlación que restauraría la totalidad, puesto que yo y otro son complemento, es lo que se reconoce como heterogeneidad radical, que no es otra cosa que la influencia del Otro siempre que sea otro en relación con el ser Yo. De modo que, el ser yo se establece a partir de un sistema de referencias que hacen del yo un cambiante, dado que su existencia consiste en identificarse, en recobrar su identidad a través de todo lo que le acontece. Sousa (2011) lo define como:
(…) el principio filosófico de alternar o cambiar la propia perspectiva por la del otro, considerando y teniendo en cuenta el punto de vista, la concepción del mundo, los intereses, la ideología del otro, y no dando por supuesto que la «de uno» es la única posible (p. 27)
Entonces la alteridad es una forma de ver la relación del sujeto con el mundo, en donde a través de la experiencia del individuo con otros, de sus relaciones en la cotidianidad, (el trabajo, la escuela, la familia, la iglesia, la ciudad, etc.) surge la vivencia de uno a partir de la visión del Otro. El Yo y el Tú logran identificarse mutuamente al compartir sus experiencias, compartiendo sus ideas, experiencias y vivencias, estas serán complementadas con la información y la relación de ese compartir. Si ese otro comparte sus ideas, le complementará con información, sea en la concordancia o en la discrepancia, dándose una experiencia en la cual emerge la alteridad (Solla y Graterol, 2013).
Una pedagogía basada en la alteridad, puede ser sustentada por la perspectiva filosófica y ética que Bajtín asume desde una prima philosphia o filosofía de la vida (1997). Aquí el acto ético opera bajo una arquitectónica del mundo real, cotidiano y no teorizado, tomando como base la triple óptica: “yo-para-mí, otro-para-mí, yo-para-otro” (Bubnova, 1997, p. 260). A partir de esta triada, acontece otra actividad clave para la alteridad, el dialogismo; entendido este, como una construcción intralingüística que funciona como imagen de una forma del habla y no de una sociedad o de la relación interpersonal. Dialogismo encontrado en la palabra concreta o el enunciado, condicionado y orientado por la experiencia de la vida, haciéndolo perteneciente a un contexto histórico y cultural, que responde a un referente propio axiológico, solo posibilitado por la unicidad del momento. En ese entretanto, el dialogismo se produce como un intercambio de enunciados que permiten la acción del otro alterno. Así se puede entender como la vida es dialógica por naturaleza, por lo que el sujeto le pertenece por completo a través de la palabra, haciéndolo parte del tejido infinito de la vida humana (Llovet, 2005).
La escuela que parta de estos principios, es exhortada a trabajar con estrategias incluyentes, emergentes del dialogo y que contemplen en el conflicto, lo alterno y lo alterante[6], una oportunidad y una excusa pedagógica. Por esta razón, la alteridad necesariamente debe replantear el concepto de lenguaje como un sistema histórico cultural, el cual conlleva unas formas de expresividad específicas al espacio y al tiempo cultural (Radford, 2017). Esto hace que se le se revista con un carácter ideológico, ya que, como sistema de ideas, el lenguaje es valorizado por la cultura y una visión específica del mundo, siendo un sistema ideológico y político a la vez. Al decir que es un sistema histórico y cultural, pone en entredicho las posturas que reducían al lenguaje como un medio de transmisión o que lo alejaban de las implicaciones que este tiene en la constitución de la subjetividad y en la construcción de la historia de la humanidad.
Dicho sistema, incluye normas y estructuras que no están determinadas y, por ende, no son inmutables, por lo que son constantemente reubicadas, transformadas y recreadas por los sujetos. Esto implica que el sujeto no sea contemplado meramente como un paciente, sino como un actor que deja su huella histórica en los procesos de la vida social. Esta definición de lenguaje, trasciende la connotación de sus alcances cuando incluye la expresión como uno de sus procesos, lo que implica que no opera solo bajo la razón verbal sígnica, sino bajo todas esas formas de expresar que van más allá de los signos. El cuerpo juega aquí un papel esencial; las señas, los gestos y el movimiento se vuelven lenguaje, lo enriquecen y lo complejizan, a su vez que lo politizan; entonces, el lenguaje es en un sistema situado y coyuntural que desde la mirada del cuerpo construye la otredad y por ende la alteridad.
El retorno a los cuerpos como posibilidad pedagógica
En este punto se debe entender que el cuerpo no puede ser reducido a un conjunto de partes moleculares, por lo que, para el presente trabajo, el concepto cuerpo se establece como una complejidad histórica y ontológica. Históricamente el cuerpo se asume como una producción cultural que no solo existe en estado natural, sino siempre está inserto en una red de sentido (Le Breton 2002), por lo que se construye socialmente y a él son inherentes un amplio grupo de connotaciones simbólicas, que son las que permiten concebirlo como palabra, mensaje y fuente de una hermenéutica intelectual (Detrez 2002). No es posible entonces, hablar de un cuerpo, sino de los cuerpo-s construidos por las distintas culturas y sociedades.
Ahora bien, los cuerpo-s se relacionan ontológicamente en tano que son la fuente de toda percepción, al ser el modo primordial de habitar en el mundo (Barbero 2003); la existencia se realiza y se simboliza solo a través de él, al permitir el habitar en el marco de sus posibilidades. El cuerpo o los cuerpo-s se auguran como todo lo que existe, en ese sentido Merleau-Ponty (1984) afirma, “Si el cuerpo puede simbolizar la existencia es porque la realiza y porque es la actualidad de la misma” (p. 191), la simboliza a través de la expresión, no porque sea un acompañamiento exterior, sino porque es la misma existencia la que se realiza en él.
En este escenario, el retorno a los cuerpo-s nace en el reconocimiento postmoderno del sujeto encarnado (Najmanovich, 2001), el cual comenzó en la ruptura epistemológica que ofrecieron el relativismo de Einstein, las geometrías no euclidianas y el principio de indeterminación de Heisenberg, disolviendo las bases de la ciencia clásica y por ende el universo de las certezas. En la contemporaneidad, se ha dado inicio a la legitimación de los modelos de pensamiento no lineales, que poco a poco están dejando de lado la triada de la lógica clásica[7], y que, además proponen pasar del espacio de las tres dimensiones[8] a múltiples espacios autorreferentes.[9]
Gracias a esto, el reconocimiento de la corporalidad del sujeto fue posible, y se produjo que el sujeto encarnado entrara en el plano constitutivo del sujeto filosofa, trayendo como consecuencias: primero el torcimiento del espacio cognitivo; segundo la aceptación de la implicación fundamental que tiene la corporalidad en la construcción del conocimiento; tercero la admisión que el conocimiento de los objetos se da desde una posición determinada por la visión de los otros, es decir, no hay una visión inocua, objetiva o subjetivamente hablando; por último, la tenencia de un agujero cognitivo determinado y limitado por la propia corporalidad, donde, el sujeto encarnado es un linaje específico de transformaciones que impiden la completud o el establecimiento de un yo permanente.
El sujeto encarnado no tiene un cuerpo, sino existe desde el cuerpo vivencial, experiencial y multidimensional, a la vez material y energético, racional y emocional, sensible y mensurable, personal y vincular, real y virtual, que cuestiona las dicotomías del adentro-afuera, yo-otro, cuerpo-mente. Dichas dicotomías ya no son de carácter excluyente, sino que, trabajan como complemento. Desde esta perspectiva nace una corriente de pensamiento que recoge las nuevas formas de cuerpo y de ser sujeto; la llamada auto-organización, la cual plantea que el ser solo es respecto de un no ser. El sujeto encarnado, solo conoce y se reconoce a partir de la diferencia, de lo alterno, por lo que el mundo cognoscente, es un mundo enactuado[10], es decir un mundo co-creado entre sujetos y objetos en la interacción con el ambiente. La enacción, aleja a los sujetos de las metáforas visuales y propone considerar una multiplicidad de formas de percepción del sujeto en co-evolución con su ambiente. Es por esto que la enacción problematiza la representación como referente, al verla como un intento enfático porque el sujeto recobre lo externo del mundo y lo proyecte internamente, enfatizando el adentro y el afuera como escenarios de una frontera impenetrable. Las categorías que en la representación estarían dadas, para la enacción serían construidas por la experiencia de cada sujeto, por los atravesamientos teóricos, estéticos, éticos, afectivos, eróticos y emotivos, incluidos en su propio devenir.
En esta línea, la complejidad como sistema de pensamiento rompe con la dualidad, el cuerpo ya no es solo el territorio propio, sino el lugar múltiple de encuentro, al gestarse biológicamente y desarrollarse en el intercambio permanente de materia y energía con su medio ambiente; también está ávido de información al crearse y recrease en los encuentros afectivos con otros seres, creciendo en un mundo de sentido (Cárdenas 2016). El cuerpo se vivencia como una organización que, en su complejidad, ha manifestado nuevas opciones en el mundo de la vida: la autoconciencia y el inconsciente, la razón y la imaginación, haciendo que el eje del devenir en el mundo para el sujeto encarnado sea la producción de sentido. Se crea sentido en la acción, en el movimiento. Por este motivo el sujeto encarnado, piensa y se comunica a través de la expresión de otros lenguajes, (los gestos y las señales): el lenguaje del movimiento y el movimiento que habita en el lenguaje. El movimiento como acción constante, fluyente, natural y perpetua, se convierte en su idioma y en uno de sus modos de estar, de ser en el espacio. Este subvierte las dinámicas inertes y opresoras del mero ocupar un lugar y permite reconocer la vida del ser, la energía que él tiene; es en sí mismo, un espiral inacabado que se basa en energía, expresión, palabra y vida.
Conclusiones
Es importante dejar en claro que la alteridad y el reconocimiento del sujeto encarnado, son posturas filosóficas que se complementan, interpelan y constituyen mundo, dado que estas perspectivas se construyen, no desde un lenguaje, sino, desde los lenguajes en los que por supuesto, la presencia del cuerpo cobra total relevancia. Más allá del análisis de las prácticas reproductoras y hegemónicas del poder, se espera que surjan otras dinámicas que beneficien a la escuela, al reconocer la educación como el hecho social que, además, de permitir los procesos de “transferencia, adquisición” y “reproducción de diferentes tipos de saber”, “son expresiones de una determinada cultura” (Mariño & Cendales, 2004, p. 26). También, constituye a los sujetos en la sociedad al vincular históricamente, por un lado, a las configuraciones del conocimiento y poder, y por el otro, a las dinámicas culturales y políticas entorno al lenguaje y la experiencia. De esta manera, se enfatiza (Freire, 1997) que: “la educación nunca fue, es, o puede ser neutra, indiferente, dando cabida solamente a la “reproducción de la ideología dominante (ni tampoco) una fuerza reveladora de la realidad que actúa libremente, sin obstáculos ni duras dificultades” (Freire, 1997, p.95). Esto constituye a la escuela como un escenario social y político, donde es posible que las construcciones culturales excluyentes de género, clase y raza se subviertan y generen una conciencia que libera y emancipa.
De esta manera, una pedagogía de la alteridad que reconoce a sus estudiantes como sujetos encarnados, trabaja a partir de una reflexión y revalidación constante de sus prácticas. Esto implica, por ejemplo, el replantear prácticas que vulneran de alguna manera las relaciones de sus estudiantes con el mundo y promover alternativas para hacer más cercana la gramática pedagógica. Por consiguiente, se plantea poner en manifiesto como desde la alteridad, existen otras prácticas que pueden responder a los rituales y expresiones dualistas expuestas anteriormente.
Para una pedagogía de la alteridad, las filas o las izadas de bandera, como elemento pedagógico o comunicativo, carecen de validez al negar las relaciones entre espacio y movimiento, además de desconocer los intereses de los estudiantes, es decir negar la expresión del otro. En lugar de esta práctica es posible generar espacios de encuentro más propios, que partan de un de la acción concreta del recibimiento humano, de familiaridad y acogida solo ofrecida por la hospitalidad, que es en últimas, un acto que responde trascendentalmente a las posibilidades del ser (Lévinas 2002). En el momento que el otro recibe y acoge vivencia en la hospitalidad una relación de intimidad que hacen única la experiencia, en el encuentro por medio del lenguaje. Esto se traduce en encuentros de grupos no muy numerosos, que privilegien el encuentro y la comunidad y que, por supuesto no sean impuestos por los docentes, sino que se produzcan por los mismos estudiantes. De esta manera las expresiones lúdicas y artísticas, se convierten en la excusa pedagógica ideal para congregar y generar identidad grupal.
Frente al uso del aula como elemento de poder, es claro que la pedagogía de la alteridad contradice y propone establecer en el aula un lugar de encuentro, que beneficie el reconocimiento del otro, de su rostro y por ende el acceso al acto ético (Levinas, 2000). El ver el rostro del otro, permite entrar en relación con él, aprender de él y construir con él. Por esto nunca se ve como positivo establecer una organización jerárquica unidireccional, en la que la visión solo privilegie a uno, en este caso al docente. Por eso mismo, es útil la organización del espacio en forma de ovalo, la cual beneficia el contacto de los cuerpos, con sus rostros incluidos. Además, se considera primordial el descentralizar las acciones pedagógicas del aula; la labor pedagógica debe salir a nuevos escenarios que contrapongan las lógicas aleccionadoras del silencio del movimiento, debido a que el aprendizaje se sobrepone al pupitre y al pizarrón.
Respecto a la predilección del signo con respecto a otras formas de comunicación y como factor productor del conocimiento, la alteridad y sobre todo los conceptos del sujeto encarnado, comprenden la complejidad del lenguaje, por lo que no solo existe una única forma de construcción del pensamiento. Para Bruner (1986) existen como mínimo dos modalidades de pensamiento: la paradigmática lógico-científica, la cual tiene como principal característica un lenguaje coherente sin contradicciones, que se compone de las funciones de explicación, descripción, categorización y conceptualización.; por otro lado, la modalidad de pensamiento narrativo, la cual se encarga de las intenciones, de las acciones humanas, de las distintas vicisitudes y tramas, de la experiencia y las percepciones de un momento y lugar determinado que marcan el transcurro de los acontecimientos. Por lo tanto, se debe reconocer la universalidad del lenguaje y de la construcción del lenguaje y por supuesto del conocimiento; esto conducirá a trabajar sobre los distintos lenguajes y habilidades que surgen de la palabra, la experiencia, las emociones, los gestos y el movimiento. Preguntas válidas en este aspecto serian ¿Por qué en las pruebas estatales, no se contempla otro tipo de habilidades, fuera de la lógica matemática y la comprensión lectora, tales como el arte plástico o escénico? Y ¿en que benefician a los estudiantes el medirse únicamente en dichos elementos?
Frente al uso diferenciador del uniforme, la pedagogía de la alteridad entiende las distintas maneras en las que los sujetos y sus cuerpos presentan resistencia frente al control masculino del cuerpo femenino legitimado por la estructura jurídica, a partir de la implementación de normas que establecen los limites culturales, políticos y económicos de la mujer (Zuñiga, 2018). Se entiende que las distintas discursividades, median el rol social de la mujer u otras identidades sexuales diferentes a la masculina heterosexual. De esta manera, surgen como respuesta a las distintas formas de discriminación de género y por ende de rol social, nuevas formas de sexualidad y del género (Serrano, 2002) redefiniendo el cuerpo como territorio de resistencia y de re-existencia, y a su vez figuran como alternativa ante la masificación de un cuerpo cosificado. Las comunidades diversas, asumen posturas biopolíticas de carácter disruptivo frente al saber y el poder, alterando constantemente los arquetipos culturales y, en consecuencia, alterando y alternando los ideales de cuerpo. Estas nuevas discursividades replantean el uso pedagogico del uniforme, el cual desde estas perspectivas ven como fútil su implementación.
Todos estos replanteamientos coadyuvan a la consolidación de una escuela que vivencie el conocimiento como un aspecto problematizador, dado a partir de las experiencias y necesidades de los sujetos, que entienda que las relaciones entre objeto y sujeto no son estables ni determinadas, en tanto que dependen de múltiples factores de la experiencia y el contexto (Mclaren, 1969) y por tanto, no se llega al conocimiento a punta de especialidades que segmentan, sino a partir de la reflexión y el entendimiento holístico de la realidad. Entonces solo así, se podrá superar la postura ideológica del conocimiento, según la cual, este solo genera validez en tanto se considere correcto o no para ser transmitido de una generación a otra, legitimando la naturaleza opresora de quien lo posee. Se produce de este modo, el conocimiento-poder que adjudica a alguna clase dominante, la labor de su producción y su transmisión.
Una escuela que se comunique a partir del diálogo y de su naturaleza conflictiva y tensionante, en vez de negarla; y que también, reconozca la posibilidad de convergencia para determinar así, su naturaleza emancipadora. Es necesario comprender que un diálogo en la misma dirección, sin crítica ni discusión no es un diálogo, es un canal persuasivo que no produce nada. Como puente mediador, la comunicación no debe segmentar ni objetivar al ser, en un reducto de sus conductas, debe en cambio, reconocerlo en su totalidad sujeta, que está en constante transformación de sus prácticas innumerables. Entonces, el lenguaje como mediación, es decir como comunicación, se percibe en la red de signos y de símbolos, que media el imposible acceso inmediato del ser a las cosas. Esta mediación de los símbolos en el lenguaje no se puede concebir sin la expresión; expresión como su “potencialidad principal: la de hacer existir la significación”; la que hace el enraizamiento de la subjetividad en el cuerpo propio”, la que habita en el cuerpo y es la que posibilita el lenguaje (Martín Barbero, 2003, pp. 32-36). No se trata aquí de “reducir la subjetividad al cuerpo” sino de reconocer su “potencialidad original”, pues es la “corporeidad la que engendra un mundo, un tiempo y un espacio propios”. (Martín Barbero, 2003, p. 38), que desde el estar y el actuar configuran la capacidad de las personas de historizar particularmente la realidad social. Al entender el papel de la expresión, se supera la visión reduccionista del cuerpo porque no se la puede concebir fuera de los límites de este, debido a que ya no es una cosa sin trascendencia ni finalidad. En cambio, al considerar al cuerpo como fuente de percepción, y la principal forma de habitar en el mundo, se entiende que él simboliza la existencia, pues es quien la posibilita. La realidad y la existencia lo habitan y se permiten de acuerdo a sus posibilidades; el cuerpo media lo existente.
Referencias
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Notas
Notas de autor
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