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LAS DOS VOCES NARRATIVAS EN «LA AGONÍA DE RASU-ÑITI»
The two narrative voices in “La agonía de Rasu-Ñiti”
Les deux voix narratives dans « La agonía de Rasu-Ñiti »
Boletín de la Academia Peruana de la Lengua
Academia Peruana de la Lengua, Perú
ISSN: 0567-6002
ISSN-e: 2708-2644
Periodicidad: Semestral
vol. 75, núm. 75, 2024
Recepción: 01 septiembre 2023
Aprobación: 24 enero 2024
Publicación: 29 junio 2024
Resumen: El cuento «La agonía de Rasu-Ñiti», de José María Arguedas —madurado durante ocho años y escrito en dos días según una carta enviada por el escritor al etnohistoriador John Murra—, muestra, entre sus principales rasgos, una voz narrativa con características muy especiales. En este artículo, prestamos atención a los recursos con los que Arguedas construye esta voz y, desarrollando una propuesta de Zevallos Aguilar (2009), concluimos que estamos en verdad ante dos narradores. Desde un punto de vista narratológico, encontramos que ambas voces se distinguen por el nivel narrativo en que se ubican y por su relación con la historia, así como por su saber, su orientación temporal y su identificación étnico-cultural. Al final, nos preguntamos por el sentido de esta combinación de opciones en el marco de la producción arguediana.
Palabras clave: José María Arguedas, voz narrativa, focalización, quechua, español.
Abstract: The short-story “La agonía de Rasu-Ñiti” [The Agony of Rasu-Ñiti], by José María Arguedas —matured during eight years and written in two days according to a letter sent by the writer to the ethnohistorian John Murra—, shows, among its main features, a narrative voice with very special characteristics. In this paper, we pay attention to the resources with which Arguedas constructs this voice and, based on a proposal made by Zevallos Aguilar (2009), we conclude that we are indeed dealing with two narrators. From a narratological point of view, we find that both voices are distinguished by the narrative level in which they are located and by their relationship with the story, as well as by their knowledge, their temporal orientation and their ethno-cultural identification. In the end, we wonder about the meaning of this combination of options in the framework of Arguedas’s production.
Keywords: José María Arguedas, narrative voice, focalization, Quechua, Spanish.
Résumé: Le conte « La agonía de Rasu-Ñiti », de José María Arguedas — mûri pendant huit ans et écrit en deux jours, d’après une lettre envoyée par l’écrivain a l’ethno-historien John Murra—, présente, parmi ses principaux attributs, une voix narrative aux caractéristiques bien particulières. Dans cet article, nous examinons les ressources avec lesquelles Arguedas construit cette voix et, en développant ce que propose Zevallos Aguilar (2009), nous concluons que nous sommes en fait devant deux narrateurs. D’un point de vue narratologique, nous observons que les deux voix se distinguent par le niveau narratif où elles se placent et par leur rapport à l’histoire, ainsi que par leur savoir, leur orientation temporelle et leur identification ethnico-culturelle. Finalement, nous nous interrogeons sur le sens de cette combinaison d’options dans le cadre de la production d’Arguedas.
Mots clés: José María Arguedas, voix narrative, focalisation, quéchua, espagnol.
1. Introducción
Existe consenso en las aproximaciones críticas en cuanto al lugar destacado que ocupa «La agonía de Rasu-Ñiti» en la producción narrativa de José María Arguedas (Cornejo Polar, 1973; Loayza, 1974; Vargas Llosa, 1996/2011). Incluso el propio autor, siempre tan autocrítico, no dudó en destacar, en carta fechada el 12 de noviembre de 1961 y dirigida al etnohistoriador John V. Murra, que estaba «feliz con este relato» basado en un «bailarín legendario de Puquio» (Murra y López Baralt, 1996, p. 66). En la misma carta, Arguedas detalló que el proyecto estético estuvo gestándose durante ocho años antes de su concreción textual, que le tomó dos días. Este testimonio da cuenta de la larga maduración de un relato que fue considerado por Antonio Cornejo Polar como «el más bello de todos los que escribiera Arguedas» (1973, p. 182) y que fue descrito tempranamente, desde la imaginería de las bellas artes hegemónicas, como «una escena de ballet» (Tamayo Vargas, 1965, p. 850).
La trama de «La agonía...» es muy simple: un día, Pedro Huancayre, el danzante de tijeras Rasu-Niti ‘El que aplasta la nieve’, se entera de su próxima muerte a través del sonido particular que tiene esa mañana la cascada de Saño. Se dispone a cumplir el ritual de transmisión del estatus de danzante y representante del wamani (‘dios montaña’; en su caso, «una montaña con nieve eterna»; Arguedas, 1962/1983, p. 206) a su pupilo Atok’ Sayku ‘El que hace cansar al zorro’. A lo largo del día, Rasu-Ñiti y algunos de sus allegados confirman la presencia del wamani, que asume la figura de un cóndor. El cóndor se posa, primero, sobre distintas partes del cuerpo del agonizante y, finalmente, sobre la cabeza del pupilo, quien recién entonces empieza a bailar con gran vitalidad. Los familiares y el pueblo reunidos son testigos de este importante ritual de traspaso. Al final, la hija menor de Rasu-Ñiti confirma que el danzante no ha muerto; que, en verdad, se encuentra reencarnado en Atok’ Sayku: «No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!» (Arguedas, 1962/1983, p. 209)[1].
Algunos críticos han abordado la simbología andina presente en el cuento. Por supuesto, han tomado en cuenta la función de la danza de tijeras (Lienhard, 1983; Zevallos Aguilar, 2009). También han estudiado la figura del wamani, la presencia del maíz (Ayuque Cusipuma, 1976) y el papel de algunos animales, como la mosca azul llamada chiririnka (Marín, 1973). Otras lecturas han señalado el carácter «milenarista» del texto (Lambright, 2007, pp. 142-145; Portugal, 2011), en un momento en que la estela dejada por el «descubrimiento» del mito de Inkarrí hacía pocos años aún era muy intensa (Arguedas, 1956; Bourricaud, 1956; Roel Pineda, 1966). En la misma línea, se ha destacado la presentación «esencialista» que el cuento hace de la cultura quechua (Zevallos Aguilar, 2009, p. 103) e, incluso, se ha sugerido la existencia en ciernes de una utopía indígena de desarrollo cultural autónomo en el texto (Rowe, 1984/2021, p. 27).
También en el campo cultural, se ha destacado como una virtud la ambivalencia de lecturas posibles de los acontecimientos, entre opciones «realistas» y alternativas «mágicas» (Escajadillo, 1991; Lienhard, 1983). De manera más radical, Lienhard ha propuesto que estamos ante un cuento «indígena» y no indigenista, porque su ritmo ha sido trabajado en gran medida a partir de los estadios musicales del ritual de la danza de tijeras. En otra línea de análisis, se ha planteado una analogía entre el danzante Rasu-Ñiti y el Arguedas diarista de El zorro de arriba y el zorro de abajo, por cuanto el escritor, al morir, «cumple el destino de los danzak’ y espera el futuro, cuando otro danzak’ tome las tijeras para danzar en un mundo de cóndores y zorros» (Vokral, 1984, p. 303).
Las características del narrador también han sido abordadas en las aproximaciones al cuento, pero creemos que no con la suficiente profundidad y detalle. Zevallos Aguilar (2009) plantea que, en realidad, estamos ante dos narradores. Cornejo Polar (1973) propone, más bien, un solo narrador, que «oscila» entre diferentes posturas subjetivas: una «mirada objetiva» y una «afectividad desenfrenada». Morales Ortiz (2011) coincide en este punto al señalar que estamos ante un narrador «inestable» y, en cierto modo, «contradictorio», pues al inicio se muestra como una voz externa y «omnisciente», para luego revelarse como parte del público que se encuentra presenciando el ritual, con un saber limitado y muy concreto. Otro aspecto importante de esta voz narrativa, que entendemos como parte de la «afectividad desenfrenada» señalada por Cornejo Polar (1973), es la frecuencia con que emplea preguntas y exclamaciones. Morales Ortiz (2000, 2011), quien es la estudiosa que más ha trabajado este punto, relaciona este rasgo con la «posición intermedia» que ocupa el narrador porque así expone al lector su «grado de implicación […] con la escena relatada» (2000, p. 182). En efecto, las preguntas y exclamaciones generan en el receptor la impresión de que el narrador está presenciando en ese momento lo que está reportando.
Asimismo, Morales Ortiz (2000, 2011) ha destacado la función transculturadora de este narrador, que se manifiesta, por ejemplo, en el énfasis que pone en el registro de los más mínimos detalles del mundo animal y del entorno físico. También Lambright (2007, pp. 142-145) ha enfatizado el papel de «mediación entre culturas» que cumple esta voz. Más recientemente, esta lectura se ha profundizado desde un enfoque antropológico atento a la diferencia entre las ontologías indígenas y las no indígenas, así como al lugar que tienen, en las primeras, las perspectivas no humanas (Elguera, 2021). El trabajo de Elguera coincide con la aparición, en los últimos años, de un conjunto de propuestas críticas que destacan la importancia de los aspectos ecológicos en diferentes momentos de la obra arguediana (Favaron, 2022; Feldman y Daly, 2020).
En este artículo, nos proponemos aportar a este debate preguntándonos por la naturaleza de la voz narrativa a partir de las nociones narratológicas de focalización, saber y perspectiva. Partiremos por precisar la terminología empleada para analizar el cuento, pues Cornejo Polar (1973), Zevallos Aguilar (2009) y Morales Ortiz (2011) se refieren indistintamente al narrador como una voz, que puede hablar en primera o en tercera persona, y al narrador como focalizador, que puede ser externo, interno o presentar focalización variable, al margen de la persona gramatical que emplee. Asimismo, abordaremos el saber del narrador o narradores del relato, su relación con el mundo narrado y su identificación étnico-cultural. Finalmente, nos preguntaremos por la función de estos aspectos técnicos en el tipo de lectura que Arguedas estaba buscando para el cuento. Tomaremos en cuenta en nuestro análisis, desde una perspectiva textual, la presencia de recursos lingüísticos como las preguntas y las exclamaciones, y, desde un enfoque más amplio, el lugar de «La agonía...» en el conjunto de la producción arguediana.
A continuación revisaremos el lugar de este texto en la obra de Arguedas tomando en cuenta su largo periodo de gestación (Sección 2); expondremos con más detalle las ideas planteadas sobre la voz narrativa en algunos de los trabajos previos (Sección 3), para luego desarrollar nuestra propuesta explicitando algunas nociones narratológicas útiles para el análisis (Sección 4). Al final, nos preguntaremos por el sentido de esta combinación de voces narrativas en el cuento (Sección 5).
2. El lugar del cuento en la producción arguediana
Por su año de publicación (1962), «La agonía...» se sitúa cronológicamente entre las novelas El Sexto (1961) y Todas las sangres (1964); pero, si tomamos en cuenta sus ocho años de gestación, deberíamos asumir como fecha de inicio del proyecto el año 1956, momento en el que Arguedas estaba por publicar Los ríos profundos (1958). Para nuestro problema, esta coincidencia temporal resulta clave, dado que la propuesta de que en el cuento se combinan dos narradores (Zevallos Aguilar, 2009) encuentra algunos paralelos importantes en la mencionada novela: en Los ríos profundos se ha identificado una voz narrativa principal autodiegética, surgida de un adulto que se focaliza en sus propias experiencias de niño —Ernesto, el protagonista—, y un segundo narrador «etnógrafo», entendido muchas veces como un alter ego de Arguedas (Rama, 1980; Tauzin, 2008).
En una argumentación algo oscura, enmarcada en el estructuralismo, Cornejo Polar (1973) postuló una relación de oposición y complementariedad entre «La agonía...» y El Sexto, la novela que la antecede, basándose «en el nivel del sentido, mas no en los del lenguaje y la representación» (p. 180). También Portugal (2011, p. 250) propuso una relación estrecha entre ambos textos, pero centrada en el vínculo maestro-neófito y el diálogo entre ellos (Cámac-Gabriel, por un lado; Rasu-Ñiti-Atok’ Sayku, por otro)[2]. En el terreno de la cuentística arguediana, Morales Ortiz ha destacado, por su parte, las cercanías formales entre «La agonía...» y el relato «El forastero», publicado por primera vez en 1964 y ambientado en Guatemala.
Tomando en cuenta también la producción poética de Arguedas, Zevallos Aguilar ha destacado la coincidencia temporal entre la publicación del cuento y la del poema Túpac Amaru kamaq taytanchisman, haylli taki («A nuestro padre creador Túpac Amaru, himno-canción»). El investigador argumenta que mientras «La agonía...» estaba dirigido a un público hispanohablante, el poema apelaba, en primer lugar, a un oyente quechua y, en segundo término, a un lector bilingüe. Desde un punto de vista sociolingüístico, se trata de un momento clave en la producción arguediana, pues el quechua deja de ser considerado por Arguedas como un «sustrato» de su creación en castellano para pasar a convertirse en un medio legítimo de producción artística. Sería promisorio relacionar este giro con la pérdida de entusiasmo hacia las teorías del mestizaje y la antropología funcionalista por parte del escritor, y con el desarrollo inicial de la «propuesta de socialismo mágico que se puede percibir en el cuento y en el poema» (Zevallos Aguilar, 2009, p. 101)[3].
A diferencia de Zevallos Aguilar, Lienhard ha planteado que este cuento apunta no solo a un público hispanohablante, sino que Arguedas tiene en mente a dos lectores ideales posibles, que son un lector occidentalizado, no involucrado con la cultura quechua, y un lector bicultural:
Para el lector «indigenista» (es decir, no indígena), se trata de un cuento «mágico» que narra acontecimientos imaginarios, reales sólo para el conjunto de los protagonistas del cuento. Para un lector quechua alfabetizado en español, por el contrario, La agonía de Rasu-Ñiti es expresión de un mundo absolutamente real, verosímil y además conocido. (Lienhard, 1983, p. 155)
En este sentido, Lienhard apunta que el relato es, en cuanto a su «modo de producción», una pieza ambigua, ya que, «por su enfoque y su escritura, es un cuento “indígena”, comparable a Pongog mosqoynin (El sueño del pongo)», pero «su redacción en español presupone en un principio a un lector no indígena» (1983, p. 155). En otro momento, y en referencia a El zorro de arriba y el zorro de abajo, el mismo investigador argumentará que Arguedas parece estar pensando, en distintos momentos de su producción, en un lector ideal, tal vez situado en el futuro, con un conocimiento interno y profundo de la cultura quechua (Lienhard, 1983, pp. 53-56). Retornando a «La agonía...», el autor resalta que «no deja de ser significativo que Arguedas no volviera, posteriormente, a usar tal modo de producción ambiguo» (Lienhard, 1983, p. 155).
Desde el foco de nuestro interés, que consiste en la naturaleza y la función de la voz narrativa, habría que recordar que, a lo largo de su producción creativa, Arguedas intentó llegar a un equilibrio arduo entre dos fuerzas en principio antagónicas, como ha apuntado Cornejo Polar:
Habrá en él siempre dos caras: una que mira hacia el mundo que origina la creación y que se norma por los conceptos de autenticidad, verdad, realismo; y otra que mira hacia el destino de la obra y que tiene como problema básico el de la inteligibilidad. Comprender tal situación, y la contradicción íntima que importa la presencia simultánea de una y otra, es indispensable para interpretar con acierto el sentido y la naturaleza de la obra que nos ocupa. (1973, p. 44)
¿De qué modo Arguedas resuelve esta tensión en el relato que analizamos y, de manera más específica, cómo se refleja esta solución en la construcción de su voz narrativa? ¿Predomina el interés por «revelar por escrito y en español una realidad que él aprendió en quechua y gracias a la transmisión oral» (Morales Ortiz, 2011, p. 243) o prima la necesidad de «escribir [el mundo quechua] tal cual es, porque yo lo he gozado, yo lo he sufrido» (Arguedas, 1969, p. 41), tal como lo expresó el escritor, en referencia a los cuentos de Agua, en el Primer Encuentro de Narradores Peruanos? Como veremos en la discusión final del presente artículo, la respuesta a esta pregunta dista de ser sencilla.
3. Aproximaciones previas al problema
Tal vez fue Cornejo Polar (1973) quien hizo notar por primera vez las particularidades del narrador de «La agonía...». Al abordar la representación del paisaje en el cuento, señaló que esta voz transitaba de «un objetivismo extremado, distante, ascético» a «una afectividad desenfrenada, cuyo resultado es un claro alejamiento de la objetividad inicial» (p. 181). La primera posición fue ilustrada por el estudioso mediante el párrafo inicial del cuento:
Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín.
(Arguedas, 1962/1983, p. 203)
(Arguedas, 1962/1983, p. 203)
Y ejemplificó la «afectividad desenfrenada», la segunda posición, con el siguiente fragmento, marcado formalmente por el paralelismo sintáctico y referido a los tipis, los coloridos racimos de maíz de carácter ritual que Rasu-Ñiti le pide a su esposa disponer en el escenario en que llevará a cabo su performance:
Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. (Arguedas, 1962/1983, p. 204)
Se trata, apunta Cornejo Polar (1973, p. 181), de una «pluralidad de perspectivas» para la voz narrativa. Asimismo, el estudioso hace notar que parte importante de la complejidad del cuento reside en que «está narrado en primera y tercera personas» (Cornejo Polar, 1973, p. 182). Zevallos Aguilar (2009, p. 106) afirma que estamos, en realidad, ante dos narradores y asume que Cornejo Polar ya lo había planteado. Nosotros entendemos que Cornejo Polar identificó un solo narrador «oscilante», que transita entre la objetividad de un narrador frío y distante y la «subjetividad» («afectividad desenfrenada», en sus términos); es decir, uno que cambia de «registro». Para Cornejo Polar (1973), esta voz «oscilante» incluye también la que habla en primera persona; así, este estudioso no percibe como distinto el que para nosotros es el segundo narrador. Asimismo, al hablar de «pluralidad de perspectivas», en realidad, se está refiriendo al cambio de registro que implica el tránsito de la objetividad a la subjetividad, y no a la noción de «perspectiva» o «focalización» en el sentido narratológico.
Un narrador inestable, fluido y hasta contradictorio es identificado también por Morales Ortiz (2011) en su importante trabajo sobre los cuentos de Arguedas. Lejos de observarlo como un problema técnico, la estudiosa propone que este es un hallazgo al que el escritor llegó después de haber experimentado con dos recursos en sus relatos previos: en primer lugar, un narrador autodiegético que recuerda hechos de su infancia desde la adultez, pero que por momentos se mimetiza con la actitud del niño (como sucede en Los ríos profundos, en los tres cuentos de Agua, así como en Orovilca y La muerte de los Arango); en segundo lugar, un narrador externo o heterodiegético, pero focalizado en un protagonista niño (como ocurre en los cuatro cuentos de Amor mundo). Respecto al primer narrador, Morales Ortiz señala que, en la producción arguediana, en múltiples ocasiones, este «se deja influir por el estado anímico de los personajes, empapándose no sólo de su voz, sino también de su tono emocional y su visión del mundo» (2011, p. 199).
En estos dos recursos previos, el escritor se sirvió de la mirada infantil para llevar a cabo el «trasvase» de contenidos culturales «sin demasiada brusquedad y haciéndolo asequible al lector occidental», ya que en Occidente la perspectiva de los niños ha sido investida de un carácter emotivo y con tendencia a lo mágico (Morales Ortiz, 2011, p. 227). De este modo, el lector externo a la cultura quechua podía encontrar más verosímil la «exaltación emocional» del narrador, su «constante actitud interrogativa» y su «percepción sorprendida y fascinada de la naturaleza» (Morales Ortiz, 2011, p. 208).
En una tercera etapa, Arguedas se habría despojado de la voz y la focalización infantil para dejar al narrador «en un estado más puro, más libre», y así llegamos a «La agonía...», un momento creativo donde el escritor «maneja con mayor confianza sus instrumentos expresivos» (Morales Ortiz, 2011, pp. 227, 243). En este cuento, sin embargo, Arguedas habría mantenido la exaltación e inestabilidad emocional, así como la percepción obsesivamente detallada de los fenómenos naturales, adjudicándoselas a una voz narrativa adulta. Así, el narrador «fluctuante» de «La agonía...», similar en características formales al de «El forastero», resulta siendo, desde la mirada de esta estudiosa,
la estructura discursiva más adecuada para expresar esta conciencia de heterogeneidad y de indefinición que sustenta la propia voz de Arguedas en tanto que autor: como hemos dicho, está tratando de revelar por escrito y en español una realidad que él aprendió en quechua y gracias a la transmisión oral. En este narrador plural e indefinido nos parece que se concreta la relación dialógica e irresuelta entre esos dos mundos: el indígena y el occidental. (Morales Ortiz, 2011, p. 243)
Desde la perspectiva presentada por Morales Ortiz, la principal contradicción relativa a este narrador consiste en su oscilación entre la omnisciencia, que le permite conocer detalles mínimos no solo de la naturaleza, sino también del interior de algunos familiares de RasuÑiti, y un saber acotado y restringido a una experiencia vital específica como miembro del conjunto de «indios y mestizos» que están presenciando el ritual. Este saber estaría expresado abruptamente mediante el paso de la tercera a la primera persona en el siguiente fragmento, calificado de «casi sobrenatural» por Lienhard (1983, pp. 151, 154):
Yo vi al gran padre «Untu», trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre «Untu» aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto a la torre. Su viaje duró acaso un siglo. (Arguedas, 1962/1983, p. 206)
Sin embargo, esa contradicción desaparece si consideramos que, en realidad, ese yo que corta el discurso con tal fuerza retórica no es el mismo que habla en tercera persona desde una cierta omnisciencia y que transita de un registro objetivo a uno subjetivo (ver la Sección 4).
Tal vez la fuerza de este giro hacia la primera persona —pero, tal vez más importante, hacia un sujeto con memoria y con una identificación étnica clara— llevó a Lienhard a enfatizar en su lectura el anclaje de esta voz en los modos de comprensión indígena. Para Lienhard, «la perspectiva narrativa […] es interior a la cultura que proporciona el tema del cuento» (1983, p. 154) y, deducimos, corresponde a un solo narrador. El investigador ilustra este posicionamiento cultural «interior» con fragmentos como el siguiente, correspondiente al final del relato, una vez producida la reencarnación de Rasu-Ñiti:
Era él, el padre «Rasu-Ñiti», renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando. (Arguedas, 1962/1983, p. 209)
Sin embargo, nosotros entendemos, con Zevallos Aguilar (2009), que en la última cita estamos ante una instancia narrativa distinta de la que reporta haber visto al gran padre Untu. En la lectura de este estudioso, hay una primera voz que corresponde al «narrador en tercera persona que hace una presentación de hechos observados en un trabajo de campo» y hay un segundo narrador que «emplea una voz en primera persona, en calidad de testigo […] desde una posición bicultural para autorizar la “observación participante” que narra la voz en tercera persona» (Zevallos Aguilar, 2009, pp. 105-106). Si bien adoptaremos la identificación de dos narradores, nos parece necesario profundizar, desde un punto de vista narratológico, en la caracterización que de ellos hace Zevallos Aguilar. A esto nos dedicaremos en la siguiente sección.
4. Narradores, focalización y complejidad de «La agonía…» En nuestra lectura de «La agonía...» encontramos, como Zevallos Aguilar (2009, p. 106), dos narradores. El primero es el narrador que consideramos principal, responde a las características del narrador heterodiegético y habla desde la tercera persona. El segundo narrador es el que aparece tan súbitamente como desaparece y habla en primera persona. Lo consideramos homodiegético porque parece formar parte del público que se ha ido reuniendo en la casa del danzante para observar el suceso y por su conocimiento profundo de la cultura de la que emana el relato; en este sentido, cumple las condiciones del narrador observador y testigo, incluido por Genette entre las posibilidades de la voz homodiegética (1989, p. 299). Además, como veremos al atender a la noción de niveles narrativos (Genette, 1989, pp. 283-286), es un narrador intradiegético.
El narrador principal presenta una característica peculiar: cambia de registro en tanto transita desde la objetividad de quien observa la escena hasta la subjetividad de quien se hace preguntas, duda y se inquieta frente a lo percibido. Por esa razón lo calificamos de heterodiegético, pues no está presente en el universo narrado, ni como protagonista ni como personaje —es un narrador no representado—; pero, cuando se desplaza al registro subjetivo, pareciera reunir características del narrador homodiegético, como si fuera testigo de lo que ocurre. Narra los sucesos, describe los lugares y personajes, y les da la palabra a estos últimos interviniendo con verba dicendi neutros, tales como dijo y preguntó. Este narrador neutral se limita, la mayor parte de las veces, a narrar solo lo que ve. En este sentido, coincidimos con la idea de que «hace una presentación de hechos observados en un trabajo de campo» (Zevallos Aguilar, 2009, p. 105) como si fuera un etnógrafo tradicional que observa los acontecimientos desde afuera:
Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio. (Arguedas, 1962/1983, p. 203)
Este narrador no forma parte del universo narrado y, por lo menos al inicio, refiere los acontecimientos desde su no saber, limitándose al registro de aquello que ve y oye. Está «fuera de la historia» en el sentido narratológico: cuenta los hechos referidos a la muerte y reencarnación de Rasu-Ñiti como eventos que ocurren en un nivel distinto de su acto de enunciación; es decir, se trata de un narrador extradiegético (Genette, 1989, p. 284). No se percibe explícitamente como indio ni como mestizo, como sí lo hace el segundo narrador. Nótese, en la cita anterior, la distancia que podría atribuirse a la frase nominal «un indio», con el artículo indefinido.
Ahora bien, este narrador, que Zevallos Aguilar (2009) ha calificado de «etnógrafo», va cambiando de registro; no de perspectiva, como erradamente señaló Cornejo Polar (1973). Después de sus descripciones panorámicas, empieza a desplegar cierta emoción que va in crescendo a medida que avanza el relato y se acerca la muerte de RasuÑiti. De esta manera, pierde su inicial objetividad y parece ser presa de la inquietud, de la incertidumbre ante lo que acontece. Entonces, formula preguntas sobre lo que pasará, duda, elabora hipótesis y transita a lo que Cornejo Polar (1973) llamó «afectividad desenfrenada». Abandona la neutralidad y se convierte en un narrador que opina, interpreta y emite juicios, al punto de que pareciera perder su condición de heterodiegético y convertirse en un narrador homodiegético, casi como un personaje del mundo narrado que se muestra conmovido e incluso perturbado ante la muerte del danzante y la ceremonia de renacimiento a la que asiste:
Lurucha cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que Lurucha estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos. (Arguedas, 1962/1983, p. 209)
Filinich (1997/2013) afirma que el discurso del narrador se caracteriza por tender a la neutralización de aquellos rasgos que pudieran dar cuenta de su propia subjetividad, pues su tarea es mostrar una subjetividad ajena. En ese sentido, «cuanto más descubre el narrador su subjetividad, más se acerca a la función del personaje; cuanto más la neutraliza, más despliega su rol de narrador», en tanto que «el discurso del personaje […] lleva siempre las huellas de una subjetividad propia» (Filinich, 1997/2013, p. 166). Pero este tránsito es solo un cambio de registro, no de voz: se trata del mismo narrador, solo que en un inicio observa con cierta distancia; narra como observador y, luego, desde su subjetividad, se ubica como alguien más cercano a la función del personaje. De allí surge la tentación de considerarlo homodiegético; o sea, una voz distinta. Sin embargo, nosotros sostenemos que la voz es la misma.
Conviene recordar aquí que Gerard Genette, en Figuras III, advirtió que las nociones de voz y punto de vista, que la crítica literaria había tratado tradicionalmente de manera conjunta, respondían a dos fenómenos diferentes y, por tanto, requerían ser analizadas de manera separada. La voz refiere a la pregunta sobre «quién habla» (narrador o personajes) en el relato, en tanto que el punto de vista—que Genette prefiere llamar «focalización» para evitar restringir la noción al ámbito específico de la «visión» o «campo visual»— apunta a la pregunta de «quién ve o vive» los sucesos (Genette, 1989, pp. 244-248). Con el fin de estudiar de manera más precisa el fenómeno de la focalización, separándolo de la voz, Filinich considera que «conviene hablar de “observador”, quien es el que percibe, y de “informador”, el que sabe» (1997/2013, 2013, p. 196)[4]. De esta manera, esta autora desdobla el proceso perceptivo en dos vertientes: una relativa a la selección de los hechos relatados y otra al saber con el que se cuenta para realizar esta selección, en la medida en que «el “observador” percibe tanto cuanto el “informador” le hace saber» (Filinich, 1997/2013, p. 195).
Una «focalización cero» en términos de Genette implica, según Filinich, un «informador» doble, por cuanto maneja un saber general y un saber derivado de su conocimiento de los personajes, y un «observador» que «adopta una perspectiva que sobrepasa las posibles evaluaciones de los personajes, por cuanto emite afirmaciones generales, sanciona las acciones» y «puede acceder al mundo interior de los personajes como situarse por encima de ellos como portavoz de un saber superior y de una mirada más abarcadora» (1997/2013, p. 196). En el caso de la «focalización interna fija» genettiana, Filinich señala que el observador percibe todo lo que el «informador» le hace saber.
Filinich se refiere también al «carácter único o múltiple del sujeto y del objeto de la percepción; es decir, al hecho de que el acto perceptivo puede poner en interacción sujetos y objetos únicos o múltiples» (1997/2013, p. 202). Hablamos, entonces, de un sujeto de la percepción, el «observador» o «focalizador», y de un objeto de la percepción o «focalizado» (el agente que ve y aquello que es visto, respectivamente; Bal, 1985). El focalizador es «único» cuando «no hay alteración en el ángulo de visión desde el cual se focaliza el objeto; en cambio, se hablará de sujeto u observador “múltiple” cuando hay varios puntos de vista en juego» (Fontanille, citado en Filinich, 1997/2013, p. 202). En cuanto al objeto de la percepción, «puede estar constituido por un actor, por objetos del mundo exterior o interior, concretos o abstractos, en fin, por todo aquello hacia lo cual el sujeto puede orientarse» (Filinich, 1997/2013, p. 202).
Esta distinción permite considerar que, en un relato, puede haber diversos objetos de percepción. El objeto será considerado «único» cuando «genera una imagen homogénea, integrada; por el contrario, se dirá que es “múltiple” cuando da lugar a una imagen heterogénea, disgregada» (Filinich, 1997/2013, p. 203). De acuerdo con este criterio, se configuran «cuatro posibilidades de interacción entre los participantes en la actividad perceptiva: 1) observador único / objeto único; 2) observador único / objeto múltiple; 3) observador múltiple / objeto único, y 4) observador múltiple / objeto múltiple» (Filinich, 1997/2013, p. 203). Para Fontanille, la primera interacción la constituye el tipo «integrador»; la segunda, el tipo «reclusivo»; la tercera, el tipo «inclusivo», y la cuarta, el tipo «exclusivo» (citado en Finilich, 1997/2013, p. 202).
El tipo «integrador» correspondería a una mirada ubicua, un punto de vista omnicomprensivo que da una imagen homogénea del objeto. El tipo «reclusivo» implica un observador constante cuyos objetos de percepción, que son saberes diversos por adquirir, resultan incompatibles entre sí; es decir, el observador es el mismo, pero el objeto focalizado le ofrece informaciones contradictorias. El tipo «inclusivo» comporta la variación de puntos de vista sobre un mismo objeto; pero tales ángulos, a pesar de ser cambiantes, presentan aspectos compatibles y ofrecen una imagen homogénea del objeto. Finalmente, el tipo «exclusivo» se refiere a una configuración perceptiva en la cual, por una parte, los observadores se sitúan en perspectivas incompatibles y, por otra, los objetos se presentan como heterogéneos (Filinich, 1997/2013, pp. 202-205).
Estas nociones nos permiten caracterizar al que consideramos como el narrador principal de «La agonía...» con mayor precisión: en su rol de «observador», podemos afirmar que es un focalizador único, porque el ángulo de visión desde el que observa no se altera; focaliza objetos del mundo exterior —concretos o abstractos—, el paisaje, los personajes, y también, excepcionalmente, sucesos del mundo interior. Siguiendo a Fontanille (citado en Filinich, 1997/2013), lo consideramos un focalizador del tipo «integrador»: una mirada ubicua, un punto de vista omnicomprensivo que da una imagen homogénea de los objetos del universo ficcional y que, en contadas y breves ocasiones, abandona su lugar de observador externo y da cuenta del sentir de algunos personajes, especialmente de las hijas y la esposa de Rasu-Ñiti:
La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron. (Arguedas, 1962/1983, p. 203)
A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. (Arguedas, 1962/1983, p. 208)
En cuanto al «segundo narrador», resulta evidente que no es el «subjetivo», como se podría pensar, sino aquel que súbitamente aparece en medio del relato principal: un narrador en primera persona, que parece ser homodiegético en la medida en que participa en los eventos narrados como testigo, como parte del público allí reunido, y que, por su saber cultural «interno», suponemos está presente. Además, al relatar una historia subordinada al relato de la muerte y resurrección de Rasu Ñiti —la del padre Untu—, se ubica en un nivel intradiegético, distinto del nivel asumido por el narrador «etnógrafo». Sin embargo, para Cornejo Polar (1973), este nuevo narrador es el mismo que antes habló desde la tercera persona.
Nosotros sostenemos que es otro narrador no solo porque habla desde la primera persona, sino sobre todo porque está construido con características diferentes por el autor implícito o instancia enunciadora. Y es que, como hemos visto, el fenómeno de la voz no se vincula tanto con la persona gramatical (primera, segunda o tercera persona) como con la identidad del narrador[5]. Se trata, en «La agonía...», de dos identidades narrativas. El primer narrador se ha definido básicamente como externo, y lo consideramos el narrador principal, pues asume la responsabilidad del relato: cede la palabra a los personajes, describe, comenta, juzga. Y, como ya se ha dicho, el hecho de que transite de la objetividad a la subjetividad no lo convierte en otro narrador. Mientras tanto, el segundo brinda una información cultural desde su propia memoria. Se trata claramente de otra voz que interrumpe la secuencia narrativa de manera abrupta luego de que la madre instruye a la hija sobre el manejo y el sonido de las tijeras:
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo. (Arguedas, 1962/1983, p. 205)
Y, sin transición alguna, este narrador inicia un discurso que explica las características de la danza, el uso de las tijeras; detalla de qué depende el «genio de un danzak’», etcétera; es decir, es dueño de un saber del que el narrador heterodiegético carece. Además, ha sido testigo de la performance del «gran padre Untu» y se esmera en afirmarlo con un categórico «Yo vi». Termina su exposición identificando el origen de Rasu-Ñiti, «hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna» (Arguedas, 1962/1983, p. 206). Podríamos entender que habla desde la memoria de la comunidad, en la medida en que posee un saber del que carece el narrador etnógrafo externo. Y así como súbitamente habló, calla y desaparece. Inmediatamente, lo reemplaza en su registro «objetivo» el narrador principal, el heterodiegético, quien retoma el relato de los sucesos: «Llegó Lurucha, el arpista…» (Arguedas, 1962/1983, p. 205).
Ahora bien, la complejidad de «La agonía...» no radica, a nuestro juicio, en la introducción de dos narradores para el mismo relato, aunque este sea tan corto. Ya para la época en la que Arguedas escribió el cuento, los escritores latinoamericanos venían experimentando con diferentes tipos de narradores. Basta mencionar Pedro Páramo (1955), novela en la que Juan Rulfo trabajó diversidad de opciones para esta instancia, tanto así que inicialmente su título era Los murmullos, lo que daba cuenta de una novela coral poblada de voces narrativas. La complejidad técnica del cuento de Arguedas radica en el sutil y progresivo cambio de registro de la voz narrativa principal; ese tránsito de la neutralidad a la subjetividad; esa fluctuación del ánimo y, diríamos, de su compromiso con aquello que narra y observa, al pasar de una actitud distante, reporteril, a una inquietud existencial ante la muerte. La conmoción de los asistentes ante el espectáculo del deceso de Rasu-Ñiti y la transformación de Atok’ Sayku al ser poseído por el wamani altera también al narrador, quien cambia su lenguaje y recurre a comparaciones y reflexiones que dan cuenta de su incertidumbre, de la súbita conciencia de que ha asistido a un hecho portentoso.
5. Discusión
Concluido nuestro examen, hemos confirmado que Cornejo Polar (1973) acertó en identificar la oscilación entre los diferentes posicionamientos subjetivos del narrador principal de «La agonía...» como un elemento clave para explicar la originalidad y la belleza de este cuento. Nosotros hemos propuesto que esta transformación corre paralela al desarrollo de los acontecimientos relatados, y que corresponde solo a esta voz narrativa y no al narrador secundario, que el mencionado estudioso no identificó. Hemos caracterizado la voz del narrador principal como una externa o heterodiegética que, a medida que se suceden los eventos, se instala progresivamente en un registro subjetivo. Esta creciente afectividad alimenta el carácter vívido del cuento, ya que, desde un punto de vista temporal, esa voz está centrada en el presente. Desde un enfoque étnico, este narrador parece resultar externo a la comunidad, aunque al final de su experiencia se encuentra comprometido con el punto de vista y la epistemología de la cultura de la que emana el relato.
La temporalidad del narrador secundario parece, más bien, orientarse al pasado y su saber surge de la memoria comunitaria, de la que el primer narrador carece: él ha visto al «gran padre Untu», conoce los pormenores del ritual y es capaz de explicar sus conexiones con los dioses tutelares. Étnicamente, se ubica como uno más de los «millares de indios y mestizos» que vieron avanzar a ese legendario bailarín «desde el inmenso eucalipto a la torre», en un viaje que «duró acaso un siglo» (Arguedas, 1962/1983, p. 206). Por eso, Zevallos Aguilar (2009, p. 106) destaca su «calidad de testigo». En verdad, este segundo narrador parece hablar desde la memoria cultural quechua del sur central andino; de ahí que pueda ser entendido como un alter ego del autor, tal como el llamado «narrador etnógrafo» de Los ríos profundos. Esta posibilidad se refuerza tomando en cuenta el momento de producción del relato (ver la Sección 2) y recordando que Rasu-Ñiti está basado, según declaraciones del propio Arguedas, en un «bailarín legendario de Puquio» (Murra y López Baralt, 1996, p. 66).
Para Zevallos Aguilar (2009, p. 106), la función del segundo narrador de «La agonía...» reside en «complementar la información que está ofreciendo la voz en tercera persona» y en «autorizar la “observación participante”» que esta realiza. Si bien es cierto que el segundo narrador tiene un saber del que el primero carece, nos parece necesario detenernos un poco más en el sentido de esta opción técnica tomando en cuenta el proyecto estético global y la trayectoria general de la obra arguediana. En esta línea, podríamos preguntarnos por qué el escritor no empleó simplemente esta segunda voz, más informada e interna, para llevar adelante el relato.
En este punto, es relevante recordar las dos fuerzas antagónicas que, según Cornejo Polar (1973), Arguedas intentó equilibrar a lo largo de su producción creativa: el registro fiel de la cultura andina y la claridad con que lograba comunicar sus características centrales a un público más amplio. En este momento de su trayectoria —marcado por el giro hacia el «socialismo mágico» y por el inicio de una escritura quechua desde el propio idioma indígena—, resulta llamativa la presencia de estos dos narradores, que bien podrían entenderse como reflejos formales de las dos fuerzas en pugna. Desde este punto de vista, por un lado, el saber autorizado del narrador secundario imprimiría fidelidad a la representación literaria; por otro, las preguntas y exclamaciones del narrador principal anticiparían y acompañarían la sorpresa del lector no familiarizado con la cultura quechua mientras descubre el carácter prodigioso de lo que está ocurriendo. También se podría relacionar esta dualidad de voces narrativas con la ambigüedad que Lienhard (1983) ha encontrado en el «modo de producción» del texto.
Es importante resaltar, finalmente, que no todo resulta inteligible ni transparente en el relato, y este es un punto que una lectura abarcadora haría bien en recoger, en la medida en que contribuye a la estética del texto. No se trata solo de que hay historias a las que se alude, pero que no se desarrollan, como la violencia sexual que ha sufrido la hija mayor de Rasu-Ñiti a manos del patrón y su caballo. Sucede también que hay preguntas del narrador principal que quedan sin respuesta («¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera»; «¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esta despedida?»; Arguedas, 1962/1983, pp. 207-208) y algunas de sus minuciosas observaciones no terminan de encontrar un sentido pleno («esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana»; Arguedas, 1962/1983, p. 209). Desde un saber cercano al espacio cultural chanca de los Andes surcentrales del Perú, el trabajo clásico de Ayuque Cusipuma (1976) brinda un ejemplo de este carácter incompleto de la transmisión cultural en el cuento, al comentar el accidente que sufre una de las hijas de Rasu-Ñiti:
[…] caer dañándose una de las extremidades inferiores, para la gente campesina, significa que uno de sus familiares más cercanos pronto morirá […]. José María sabía minuciosamente los diferentes signos previos a la muerte, pero el significado del tropiezo, creencia relacionada con la muerte, no aparece explicado, en este sentido, en el cuento. (p. 203)
Partiendo de los silencios en torno al personaje de Rendón Willka en Todas las sangres y recogiendo ejemplos de las diferentes obras arguedianas, Vich ha postulado, desde la noción de heterogeneidad sociocultural del propio Cornejo Polar (1994), la existencia en Arguedas de «una terca voluntad de no narrar el mundo andino, sino solamente de presentarlo, con contundencia —eso sí— pero de una manera esquiva», como expresión de una «estrategia política de representación de la cultura diferente» (Vich, 2005, p. 373). Tal vez podríamos leer mejor desde esta tendencia las elipsis y los silencios previamente mencionados, así como el contraste entre las temporalidades que marcan a las dos voces narrativas: mientras el narrador principal reporta con creciente involucramiento la escena ritual y descubre con inquietud, aquí y ahora, algo de su sentido —no todo, como lo haría el lector externo—, el narrador secundario remarca la hondura cultural del acontecimiento, recordándonos entre líneas que todavía hay mucho que se ha quedado sin narrar.
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Notas