Notas
RICARDO PALMA Y SUS TRADICIONES: MALICIA Y DONAIRE PICARESCOS
Boletín de la Academia Peruana de la Lengua
Academia Peruana de la Lengua, Perú
ISSN: 0567-6002
ISSN-e: 2708-2644
Periodicidad: Semestral
vol. 67, núm. 67, 2020
Recepción: 18 Marzo 2020
Aprobación: 25 Mayo 2020
Habría que empezar con un «érase que se era, y el mal que se vaya y el bien se nos venga…»[1] para presentar a un ingenioso hidalgo que prefiere llamarse Ricardo, aunque su primer nombre es Manuel; o bien, con un «Principio principiando; / principiar quiero, / por ver si principiando / principiar puedo»[2] para tener ya entre nosotros vivo el espíritu erudito, burlón y travieso de don Ricardo Palma.
Perseverante en la idea y en la obra, don Ricardo Palma es prócer, literato y, sobre todo, hombre en el más alto sentido de la palabra. Y, como prócer, literato y hombre, renace hoy y seguirá renaciendo en sus Tradiciones, que, según sus amigos, esconde en cada pelo de su abundante bigote. Coincidimos con Azorín en que, para penetrar en la escritura de un autor, hay que analizar minuciosamente su personalidad literaria, es decir, su obra, que es, en Palma, el espejo de su vida y de la de su pueblo. En ese espejo, se miran la ironía, la sonrisa, la decepción, el dolor, las emotivas referencias al mundo americano, la crítica que hiere para curar, la compasión, el amor discreto, puro, y el otro que, por no gozar del beneplácito de la gente seria, suena a campanillas y no, precisamente, de plata. «Yo cuento y no comento», dice con humilde ironía, pero comenta, y ¡cómo!, mientras la risa le «retoza en el cuerpo».
El conjunto de las Tradiciones, su gran obra, consta de once series: la primera data de 1872; la segunda, de 1874; la tercera, de 1875; la cuarta, quinta y sexta, de entre 1883 y 1887; la séptima, titulada Ropa vieja, de 1889; la octava, Ropa apolillada, de 1891; la novena, Mis últimas tradiciones peruanas, de 1906; la décima, Apéndice a mis últimas tradiciones, de 1910, y la undécima, Las mejores tradiciones peruanas, de 1918. Existía, además, un manuscrito con las Tradiciones en salsa verde[3], de 1901, «difícilmente editables por su pornografía», según Enrique Anderson Imbert. En realidad, en 1904, Palma le regala el manuscrito a su amigo Carlos Basadre, y, mucho más tarde, se publica la obra.
Nada es gratuito en estas amenas narraciones que constituyen un conjunto autónomo y logrado dentro de la literatura hispanoamericana del siglo xix. Miguel de Unamuno lo considera «el primer ironista de la lengua», pero, en esa ironía, también se cobija la ternura.
A Palma le gusta mezclar lo trágico con lo cómico, la historia con la mentira; revuelve archivos a sus anchas; interpreta los hallazgos y hasta cambia su contenido; rellena con «las telarañas de su ingenio» los claros que presentan los manuscritos; une «al carácter alegre de los peruanos de origen andaluz cierto fondo amargo que nace del contacto con el mundo de los incas, vencido y domeñado». Se unen en él el poeta sincero, el humorista, el romántico entusiasta y el escéptico áspero. En una «Carta-Prólogo» que encabeza la cuarta serie de Tradiciones de Buenos Aires, de nuestro escritor Pastor Servando Obligado[4], don Ricardo parece responder a lo que ya estamos preguntándonos: ¿qué es una tradición?
La forma ha de ser ligera y regocijada como unas castañuelas, y cuando su relato le sepa a poco al lector, se habrá conseguido avivar su curiosidad, obligándolo a buscar en concienzudos libros de Historia lo poco o mucho que anhele conocer, como complementario de la dedada de miel que, con una narración rápida y más o menos humorística, le diéramos a saborear. Tal fue el origen de mis Tradiciones…
Algo, y aún algos, de mentira, y tal cual dosis de verdad, por infinitesimal u homeopática que ella sea, muchísimo de esmero y cumplimiento en el lenguaje, y cata la receta para escribir Tradiciones.
Se la ha llamado cuento histórico y novela histórica. Palma usa otros apelativos antes de emplear el término tradición: cuento nacional, romance histórico, romance nacional, cuento de viejas, cuadro tradicional, cuento tradicional, cuento disparatado, cuento de abuela, crónica.
En otra carta que dirige a su entrañable amigo Juan María Gutiérrez[5], fechada el 5 de julio de 1875, reconoce que él es el iniciador de este género literario. Sus Tradiciones son —como dice Palma— «de ese cronista que se llama pueblo».
Algunos críticos lo definen como un «don Quijote no desprovisto del humor y de las actitudes de un Sancho». El humor es la clave de sus narraciones. Los temas, casi siempre tomados de la vida real, son múltiples: el gusto por el escándalo, la defensa de los indígenas, el culto del señorío español y de la independencia del Perú, el paisaje; los giros idiomáticos, las costumbres, los refranes, las anécdotas, los que litigan por una coma mal puesta, los hombres y las mujeres de su Lima natal, en síntesis, las distintas épocas que ha vivido el Perú, desde el período incaico hasta mediados del siglo xix.
Su hija Edith dice que constituyen «la única fuente viva de conocimiento de la realidad imaginativa del Perú». En ninguna tradición falta esa chispa que resquebraja intencionalmente la solemnidad del argumento. Esto ya se advierte en los títulos: «El que pagó el pato», «El que se ahogó en poca agua», «El ombligo de nuestro padre Adán», «Las orejas del alcalde», «La gatita de Mari-Ramos, que halaga con la cola y araña con las manos», «Los buscadores de entierros», «La pantorrilla del comandante», «¡Al rincón! ¡Quita calzón!» y otras. Su misión es reír y hacernos reír[6]. Uno de los ejemplos más claros es la tradición titulada «El latín de una limeña (1765)», en la que la muerta lengua del Lacio le da tema para una larga introducción que es pórtico para un «cuentecito» breve y sabroso:
En Medicina, los galenos, a fuerza de latinajos, más que de recetas, enviaban al prójimo a pudrir tierra.
Los enfermos preferían morirse en castellano…[7]
El realismo de la picaresca se escabulle entre sus bien trazadas oraciones y se une a la fantasía que quiere ser realidad. No escribe «austeras verdades evangélicas», sino ensarta «mentiras bonitas»[8]. «Ávido pasajero curioso de las cosas», le gusta —como dijimos— bucear en bibliotecas y archivos, consultar manuscritos, crónicas, documentos, a fin de extraer de ellos la pequeña anécdota, el suceso aparentemente vulgar, el episodio revelador, la agudeza que enciende su inspiración para «desenredar el ovillo» y componer su obra con fino humor, amenidad y gracioso donaire. De ahí que continuamente simule su fidelidad a las fuentes escritas y orales:
… bástame que el hecho sea auténtico para que me lance sin escrúpulo a llenar con él algunas cuartillas de papel[9].
Fruto de mis investigaciones es la tradición que va a leerse[10].
Lee la historia, la vive y la entiende a su manera; la embellece y la idealiza de acuerdo con las tendencias del siglo xix, pero no autoriza a su lector a dudar de la veracidad del relato, aunque advierte cuando introduce alteraciones:
Tonto de capirote será el que se proponga estudiar formalmente historia peruana en mis tradiciones y, en cuanto a si altero o no, de vez en cuando, la verdad, eso es cuenta exclusiva mía…[11]
Nos dice que la tradición «no es más que una de las formas que puede revestir la Historia, pero sin los escollos de esta. […] Menos estrechos y peligrosos son los límites de la tradición. A ella, sobre una pequeña base de verdad, le es lícito edificar un castillo. El tradicionista tiene que ser poeta y soñador»:
Yo no dicto un curso de Historia Nacional. Narro antiguallas como el pueblo y las viejas cuentan cuentos…[12]
Dice usted, amigo mío, que con cuatro paliques, dos mentiras y una verdad hilvano una tradición[13].
Pero no desmiente que cada tradición es hija de sus estudios históricos, pues, sin duda, su fundamento es histórico. Se vale de lo profundamente humano de la Historia, no de lo contingente:
Citada la autoridad histórica, a fin de que nadie murmure contra lo auténtico del hecho, toso, escupo, mato la salivilla y digo…[14]
A pesar de sus fundamentos para componer estas obras, aclara:
Yo no lo aseguro, y me atengo a afirmaciones ajenas y a lo que consignan plumas tenidas por muy veraces[15].
Su narración es festiva porque don Ricardo no puede abdicar de sus prerrogativas risueñas. Así, por ejemplo, cada virrey tiene su mote especial: el hereje, el poeta, el inglés, el de la adivinanza, el brazo de plata, el temblecón, el gotoso, el de los milagros, Pepe Bandos o el virrey de los pepinos. Y hace con tanta maestría los retratos señalando aquello que realmente define a cada uno de sus personajes que nosotros, los lectores, penetramos casi sin quererlo en su escenario y participamos regocijados de sus buenas y no tan buenas acciones. ¡Cómo olvidar a don Geripundio «con dos dientes ermitaños en las encías» porque los demás habían emigrado «por falta de ocupación»; a aquel que tenía la «barba más crecida que deuda pública»; a don Antonio de Arriaga, «avaro hasta el extremo de que, si en vez de nacer hombre hubiera nacido reloj, por no dar, no habría dado ni las horas»; al oidor Núñez de Rojas, «viejo más feo que un calambre»; a Pedro Gutiérrez, «hombrecillo con una boca que más que boca era bocacalle, y unos ojuelos tan saltones que amenazaban salirse de la jurisdicción de la cara», o al escribano don Dimas de la Tijereta, cuya capa lucía un «color parecido a Dios en lo incomprensible»!
Si los personajes masculinos son el blanco de sus dardos, los femeninos le despiertan una devoción sin límites:
Mariquita Castellanos era todo lo que se llama una real moza, bocado de arzobispo y golosina de oidor. Era como para cantarle esta copla popular:
Si yo me viera contigo
la llave a la puerta echada,
y el herrero se muriera,
y la llave se quebrara…[16]
Leonorcica Michel era lo que hoy llamaríamos una limeña de rompe y rasga, […]. Veintisiete años con más mundo que el que descubrió Colón, color sonrosado, ojos de más preguntas y respuestas que el catecismo […]. La moza, en fin, no era boccato di cardenale, sino boccato de concilio ecuménico[17].
… era doña Ana de Aguilar, […], una viuda bien laminada, con unos ojos que, por lo matadores, merecían ir a presidio, y que cargaba con mucha frescura la edad de Cristo nuestro bien[18].
Pero, a veces, le inspiran una crítica despiadada: doña Pulqueria es una vieja «más doblada que abanico dominguero», «con más lengua que trompa un elefante»; hay una tía «vieja como el pecado de la gula»; otra, Leocadia, entre gallos y media noche, se ha vuelto «loca de atar por la beatería»; las típicas doloridas o lloronas limeñas están «garabateadas de arrugas y más pilongas[19] que piojo de pobre»; son feas «como un chisme» y llevan dentro «un almacén de lágrimas»; la madre, que salvaguarda la pureza de su hija, parece un «escuerzo en enaguas, con un rostro adornado por un par de colmillos de jabalí que servían de muleta a las quijadas».
A pesar de todo, en el ambiente pueblerino de Lima, solo la mujer pone su nota inconfundible de gracia. Por eso, el piropo es «flor encendida y espontánea».
Clérigos socarrones, frailes pico de oro, ladrones sacrílegos, leguleyos astutos y sucios, viejos hidalgos, mujeres asesinas, atractivas damas españolas, monjas místicas, campaneros escuálidos y bellacos: todos poseen vida en el decir de Palma. Personajes y ambiente crean un mundo especial que posee el mágico secreto de tenernos entre paréntesis hasta que el narrador rompe el encanto con una de sus ingeniosas ocurrencias, como la de «Creo que hay infierno (1790)»:
—¡Vaya si tuvo razón el padre cura! Ahora sí que creo en el infierno, porque, con suegra y mujer, lo tengo metido en casa[20].
Si agrupamos las Tradiciones en épocas, advertiremos que las del siglo xvi tratan sobre «las apasionadas luchas civiles con el epílogo de la horca o la encomienda, época de tragedia, venganza y rigor…»; las del siglo xvii giran en torno del «misticismo, de querellas domésticas entre el arzobispo y el virrey, de esplendor y de fausto cortesano, de apogeo del Santo Oficio, milagros pueriles, disputas teológicas, excomuniones, motines de frailes, aparecidos, duendes, piratas y temblores»[21]; en las del siglo xviii, Palma demuestra que conoce el alma femenina, que siente debilidad por el sexo bello y por su erotismo sensual y romántico.
Las Tradiciones no son muy extensas y su estructura es sencilla: generalmente —y decimos «generalmente» porque cambian de forma y de carácter de acuerdo con el humor de su creador—, comienzan con una introducción en la que se pinta el ambiente o se declara de qué manuscrito, códice, periódico, texto, refrán o dato oral se extrae el tema que se ha de desarrollar. Cuando Palma advierte que la introducción resulta fatigosa para el lector, exclama:
Basta de introito. ¡Al avío y picar puntos!
Luego, aparece la narración propiamente dicha con su presentación, su nudo y su desenlace, y, en este, la infaltable moraleja:
Lo que es ahora, en el siglo xx, más hacedero me parece criar moscas con biberón que hacer milagros[22].
Cuando la tradición que cuenta parece poco real, aleja de sí toda responsabilidad, pues los cronistas que ha consultado así lo consignan: «Y si este no es milagro de gran fuste, que no valga y que otro talle; pue s lo que soy yo me lavo las manos como Pilatos y pongo punto final»[23].
Si no queda resuelto el tema, como sucede en la tradición «El ombligo de nuestro padre Adán (1607)», escribe: «… y con el resultado avíseme por telégrafo, averiguando si Adán tuvo o no tuvo ombligo; punto en que la Inquisición no dijo sí ni no, dejando en pie la cuestión. Por mí, la cosa no vale un pepino y espero salir de curiosidad y saber lo cierto el día del juicio a última hora»[24].
No crean que nuestro limeño narrador puede mantenerse calladito y al margen de lo que cuenta. No, no puede e interrumpe el hilo narrativo con alguna acotación de su propia cosecha, como la que aparece en «El pleito de los pulperos (1791-1797)»: «Algo a que no di por entonces importancia contome, cuando era estudiante (porque han de saber ustedes que, aunque lo disimulo mucho, yo he estudiado)…»[25]; «Dios me hizo feo (y no lo digo por alabarme)…».
¿Por qué hace esto? Para no alejarse de su lector, casi oyente, a quien se dirige en no pocas tradiciones. Estilo conciso, penetrante, animado; la palabra exacta para la ocasión que la reclama, mezcla de habla antigua y de castizo criollismo: «Mi estilo es exclusivamente mío: mezcla de americanismo y españolismo, resultando siempre castiza la frase y ajustada la sintaxis de la lengua…»:
Estilo ligero, frase redondeada, sobriedad en las descripciones, rapidez en el relato, presentación de personajes y caracteres en un rasgo de pluma, diálogo sencillo a la par que animado, novela en miniatura, novela homeopática, por decirlo así, eso es lo que, en mi concepto, ha de ser la tradición.
Así se suceden «latinazgos de colegial, jaculatorias de beata, dicharachos de abuelas picarescas, términos hurtados a taurómacos o tahúres, léxico retorcido de escribanos», refranes, coplas, pareados de risueño cascabeleo. Palma hace sonreír «a la plañidera musa romántica de los bohemios de su tiempo» —como bien dice Raúl Porras Barrenechea—, y en él «lo risueño, lo burlón es lo innato, lo distintivo». Sus tradicioncillas son, pues, «el mejor testimonio de su malicia y de su donaire picaresco» aunque no se canse de repetir que jura no proceder con malicia o con segunda intención. También el poeta festivo tiene cabida en estas narraciones:
El mentir de las estrellas
Es muy seguro mentir,
Porque ninguno ha de ir
A preguntárselo a ellas[26].
Uno de sus críticos ha dicho que su verdadera obra poética reside en las Tradiciones y no se equivoca, pues poesía denota ‘creación’, y esta es, sin duda, la más lograda en la producción de Palma, quien ve en el pasado la poesía de la historia: «Mi tiempo es el pasado, mi altar la tradición».
¡Cómo leer una tradición con el rostro grave! ¡Imposible! Ella «es una muchacha alegre»; la historia, «una dama aristocrática»: «Vamos, si, cuando empiezo a hablar de antiguallas, se me va el santo al cielo, y corre la pluma sobre el papel como caballo desbocado»[27].
No es «narrador directo» —dice José Miguel Oviedo, uno de sus críticos—, «le gusta hablarnos al oído, hacer acotaciones»; se permite «largos paréntesis explicativos para que se vea cuánto conoce a sus personajes»; «salta del pasado y se trae un comentario agudo sobre la época presente, monta una anécdota dentro de otra «como si engastase joyas»»[28].
La Lima actual conserva la tristeza del inca y la gracia del español, la misma tristeza y la misma alegría que lleva dentro de sí este don Manuel que desea ser don Ricardo y lo logra y lo proclama, pues cree que la modestia es «el tartufismo de la vanidad» y que la «última vanidad que tiene el hombre» es «un epitafio en el que esté su nombre».
¿Qué más decir de él? Habría que releer y releer cada una de sus tradiciones —«obras de arte», como él las llama— para componer otra acerca de su vida, pues, como advertimos, en cada una deja un pelo de su bigote. Y, como este cuento ya es muy largo, justo es que don Ricardo, el limeñísimo don Manuel, le ponga punto final: «Y con esto, buenas noches y que Dios y Santa María nos tengan en su santa guarda y nos libren de duendes y remordimientos»[29].
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