Dossier. "La conflictividad social en perspectiva regional: abordajes empíricos, reflexiones y debates"
Protesta social y dinámicas de movilización en Ecuador y Chile (2019-2020)[1]
Social protest and dynamics of mobilization in Ecuador and Chile (2019-2020)
De Prácticas y Discursos. Cuadernos de Ciencias Sociales
Universidad Nacional del Nordeste, Argentina
ISSN-e: 2250-6942
Periodicidad: Semestral
vol. 11, núm. 17, 2022
Recepción: 09 Marzo 2022
Aprobación: 01 Julio 2022
Resumen: El presente artículo se centra en el análisis de dos singulares experiencias nacionales, Ecuador y Chile, que hicieron parte del escenario de alta conflictividad social que vivió América del Sur a partir de octubre de 2019. Tomamos tres dimensiones de estudio para abordar el devenir de las protestas: los actores colectivos y los liderazgos que emergieron al calor de la lucha, los repertorios de acción y las demandas articuladas. Argumentamos que los procesos de movilización de ambos países presentan rasgos comunes en torno al carácter disruptivo de las protestas y la heterogeneidad de los actores que participaron, aunque se visibilizan diferencias notorias en cuanto a los liderazgos y las incidencias político-institucionales.
Palabras clave: actores sociales, repertorios de acción, demandas.
Abstract: This article focuses on the analysis of two unique national experiences: Ecuador and Chile, which were part of the scenario of high social conflict that South America experienced since October 2019. We take three dimensions of study to address the evolution of the protests: the collective actors and the leaderships that emerged in the heat of the struggle leading the protests, the repertoires of action and the articulated demands.We argue that the mobilization processes in both countries have many common features around the disruptive character of the protests and the heterogeneity of the actors who participated; but also we find some differences related to the leaderships and the political-institutional incidences.
Keywords: social actors, repertoires of action, demands.
Introducción
Desde fines de 2019, América del Sur se ha mostrado nuevamente como una región en ebullición. Distintas protestas afloraron en las diversas ciudades de los múltiples países del subcontinente, trayendo a escena malestares variados vinculados principalmente con la situación económica, la toma de decisión público-política y la insatisfacción con las elites gobernantes.
El presente artículo recupera ese escenario regional para puntualizar en dos experiencias nacionales que muestran vastas conexiones: Ecuador y Chile. Ambos contextos contienen las primeras protestas y estallidos del ciclo de conflictividad abierto en octubre de 2019, dando lugar a movilizaciones protagonizadas por un arco diverso de actores sociales. En ese momento, las demandas expresadas articulaban el rechazo hacia la reedición de medidas de ajuste, al tiempo que denunciaban las lesivas consecuencias socioeconómicas del neoliberalismo. En el caso de Ecuador, el detonante fue la decisión del presidente Moreno, de eliminar los subsidios a los combustibles.
Aunque ambas protestas corresponden a ciclos históricos diferentes de lucha contra el neoliberalismo. En el caso de Chile, el reclamo puntual por el alza del boleto guardaba una profunda relación con el rechazo al llamado “modelo chileno” que implicaba décadas de ajustes neoliberales y autoritarismo político (Astroza Suarez, 2021; Castiglioni, 2019;Atria y Rovira Kaltwaser, 2021) que se arrastraban desde la dictadura. De esta manera, las demandas actuales se articulaban directamente con la primera ola de transformación neoliberal y hacían eco de la segunda y tercera (Seoane y Hayes, 2020)[4]. Mientras que el caso de Ecuador se enmarca dentro de lo que se conoce como la cuarta ola de transformación neoliberal iniciada a partir de 2015 con la derrota electoral de las fuerzas políticas progresistas en Argentina. Este ciclo presenta un carácter “profundamente conservador y autoritario” (Seoane y Hayes, 2020: 97) que tiene como objetivo impulsar un programa de reformas promercado, tendiente a funcionar como un “segundo Consenso de Washington” (2020: 98) incorporando a la conocida receta neoliberal algunas propuestas legislativas o resoluciones ejecutivas tales como la eliminación de los ministerios de Trabajo en Argentina y Brasil, la intención de debilitamiento de las organizaciones sindicales, entre otras. De acuerdo con los autores, la pandemia desatada por el Covid-19 facilitó el reforzamiento del carácter autoritario y antidemocrático de esta ola neoliberal.
A lo largo del texto argumentamos que los casos bajo análisis fueron mostrando diferencias en el desarrollo de las protestas entre 2019 y 2020, tanto con relación a los actores protagonistas como a las incidencias político-institucionales que lograron concretar. En Ecuador, la participación mancomunada de diversos sectores sociales y políticos logró la derogación del decreto que eliminaba el subsidio a los combustibles, aunque encontró dificultades para establecer cambios estructurales. En el caso de Chile, las protestas contaron también con una multiplicidad de actores, pero en ellas no sobresalieron liderazgos evidentes ni banderas políticas. Los logros de las movilizaciones trascendieron la suspensión del aumento en el boleto del metro, canalizándose en la demanda y, posterior concreción, de una Convención Constituyente encargada de redactar una nueva constitución, en reemplazo del texto elaborado durante la dictadura de Pinochet.
Sobre la base de lo expuesto anteriormente, la propuesta de este escrito consiste en indagar el ciclo de conflictividad ecuatoriano y chileno, iniciado en 2019, a partir de tres dimensiones de análisis: los actores colectivos y los liderazgos que emergieron al calor de la lucha, los repertorios de acción y las demandas articuladas.
Para la recolección de la información, se emprende un relevamiento de datos a partir de periódicos y revistas de Ecuador y Chile, como así también de documentos propios de organizaciones sociales, sindicales y políticas movilizadas. En el análisis de ese material cobran especial relevancia algunas categorías teóricas provenientes de la teoría laclausiana de la hegemonía, que resultan pertinentes para interpretar las equivalencias y diferencias que se fueron trazando en el devenir del accionar colectivo.
Finalmente, en cuanto a la organización del texto, el primer apartado se destina a establecer algunas precisiones teóricas y metodológicas para abordar los ciclos de conflictividad. En segundo lugar, nos referimos a la experiencia ecuatoriana según las dimensiones de análisis arriba mencionadas y, en tercera instancia, hacemos lo propio con el caso chileno. En las conclusiones se recuperan los hallazgos centrales en el ejercicio de comparar y conectar ambas experiencias, centrándonos en las dinámicas de la movilización y sus incidencias político-institucionales.
Algunas presunciones teóricas de partida
El ciclo de protestas que se inauguró en la región latinoamericana, hacia finales de 2019, trajo nuevamente al centro de la escena un extenso conjunto de categorías teóricas y dimensiones de análisis vinculadas a los procesos de acción colectiva (Castro Riaño, 2020; Murillo, 2021;Malacalza, 2021;Bonilla Montenegro, 2021).
En este texto partimos de entender a las protestas sociales como una forma de acción colectiva situada que tiene carácter contencioso, deliberado, con visibilidad pública, protagonizada por actores sociales con demandas específicas que expresan un malestar o descontento[5]. Es preciso subrayar que, en el período que nos ocupa, estas iniciativas no se presentaron de manera aislada conformando una única irrupción en un solo lugar y momento, sino que más bien se trataba de acciones encadenadas en el tiempo y dispersas en varios espacios simultáneos, lo que iría conformando un ciclo de protestas.
Esta última categoría ha sido trabajada especialmente por Sidney Tarrow (1997) para dar cuenta de los patrones de flujo y reflujo en el accionar colectivo, es decir, la adopción de una dinámica que puede admitir variaciones en su frecuencia e intensidad.
Desde nuestra óptica, el ciclo de protestas es un concepto fructífero para aprehender la intensidad, diversidad, expansión, innovación e impacto de las acciones colectivas contenciosas en el juego de la política en las sociedades. En otros términos, de alguna manera permitiría dar cuenta de las protestas como modos heterogéneos de hacer política en un contexto histórico, mostrando las variaciones en su trayectoria y en las posibilidades de incidir en el orden instituido.
Vale aclarar, además, que en nuestro escrito la protesta y el ciclo de protestas aparecen íntimamente ligados a las nociones de conflicto y conflictividad. En definitiva, se trata de la manifestación de un litigio y la construcción de un sentido político, a partir de inscribir en el espacio público una demanda concreta que cuestiona la distribución preestablecida de roles y recursos en un orden social determinado. En ese sentido, precisamos que la protesta se vincula tanto con un conflicto puntual (que visibiliza en un litigio concreto aquí y ahora) como también con trayectorias y ciclos de conflictividad más amplios en los que se insertan esos conflictos puntuales.
Al respecto, Calderón Gutiérrez (2012) explica que la categoría de conflicto social es útil para observar y analizar un conflicto social coyuntural, pero no da cuenta de una visión de conjunto y de las situaciones que se producen cuando los conflictos se propagan, extienden y perpetúan. Entonces, es importante introducir la noción de conflictividad, porque da cuenta de una situación integral, no de un hecho particular.
Esto resulta de suma pertinencia en nuestro análisis, ya que las protestas detonadas por circunstancias puntuales que exacerbaron el escenario político estaban vinculadas con algunos malestares de más largo plazo, relacionados no solamente con las consecuencias de la implementación de políticas neoliberales, sino también con antiguas demandas de reconocimiento político.
En términos operativos, hemos delimitado el abordaje del ciclo de protestas, tanto en Ecuador como en Chile, a partir de tres ejes de indagación que remiten a sus dinámicas de movilización[6]. El primero hace referencia a los actores y los liderazgos. Por un lado, nos preguntamos por los colectivos sociales que participaron activamente de las intervenciones en el espacio público, es decir, ¿quiénes formaron parte de las acciones de protesta? ¿Cómo estaban estructurados y de qué forma se organizaron? Por otro lado, indagamos en torno a los liderazgos, ¿quién/es condujeron las movilizaciones? ¿Cuáles fueron las principales vocerías?
El segundo eje alude a las demandas, el para qué de la iniciativa, esto es, ¿cuáles fueron las solicitudes/reivindicaciones más frecuentes que plantearon los actores?, ¿a quién/es demandaban? El tercer eje está compuesto por los repertorios de la movilización, el formato en que adquirió visibilidad la acción de protesta, es decir, ¿qué modalidades utilizaron los colectivos para protestar?, ¿habría formatos más frecuentes que otros?, ¿cuáles?
Luego, en el análisis de la vinculación existente entre la heterogeneidad de actores, demandas y repertorios que se ponen en juego en ambos escenarios, apelaremos a algunas nociones de la teoría laclausiana del discurso. Fundamentalmente, nos referiremos a la construcción de cadenas de equivalencias cuando se produce cierta solidaridad entre determinados discursos, a partir de la negación de la satisfacción de algunas demandas. Las distintas demandas serán equivalentes con relación a aquello que las niega, la institucionalidad que no les hace lugar; por ello, se dice que se entrelazan equivalencialmente, al tiempo que delimitan una frontera política con los que identifican como responsables de tal insatisfacción.
Desde esta óptica, se enfatiza que, a través del surgimiento de una cadena equivalencial de demandas insatisfechas, se construye una frontera interna y una dicotomización. Por un lado, el campo de la institucionalidad excluyente, el lugar de los poderosos; por el otro, el lugar de los excluidos, los que no obtienen respuesta y que Laclau (2005a y 2005b) resume en la idea de “los de abajo” [underdogs].
En el caso de la primacía de la lógica equivalencial, necesariamente entrará a jugar el carácter tendencialmente vacío de los significantes, a través de los que demandas diversas pueden articularse a pesar de sus particularidades. Ello conlleva, por un lado, a la extensión de las cadenas equivalenciales; pero, al mismo tiempo, a su “pobreza” de contenido en la medida en que los discursos deben hacerse más vacuos e imprecisos para abarcar nuevas demandas.
A partir de ello, indagamos de qué forma la multiplicidad de actores que ocupan el espacio público en ambos países para manifestar por sus demandas insatisfechas logran identificarse con otros en la contienda política, tejer redes y elaborar consignas con cierto grado de generalidad. En tanto, simultáneamente también establecen fronteras políticas y construyen antagonismos con aquellos responsables por la falta de respuestas a sus reclamos.
Ecuador: el estampido de una revuelta popular
Aun cuando el interés esté centrado en analizar las jornadas de protesta de 2019 insertas en un período histórico conocido como la cuarta ola de transformación neoliberal (Seoane y Hayes, 2020), es necesario mencionar como antecedente las protestas y acciones de lucha del movimiento indígena durante la década de los 90, en respuesta a la tercera ola neoliberal, teniendo un papel destacado en la destitución de dos presidentes: Bucaram en febrero de 1997 y Mahuad en enero de 2000. El levantamiento indígena de 1990 “mostró no solamente la existencia de un Ecuador profundo, con pueblos olvidados y excluidos, sino que además planteó serios cuestionamientos a un modelo de democracia absolutamente excluyente en el que los pueblos indígenas no tenían cabida y un modelo de desarrollo construido sobre ellos, de espaldas a ellos y sin ellos” (Larrea Maldonado, 2004: 68).
Este potencial que representaba la emergencia de este nuevo actor en la escena pública animaba a los dirigentes a dar el salto hacia los escenarios de la política institucional. Razón por la que en 1995 surgió el Movimiento Plurinacional Pachakutik-Nuevo País. Tras una breve alianza con Lucio Gutiérrez, perteneciente al Partido Sociedad Patriótica, y presidente de Ecuador entre 2003 y 2005, el movimiento indígena acabaría con fracturas y nuevos dilemas organizativos producto de la desarticulación de la comisión política del movimiento, la interrupción de la movilización permanente como mecanismo de presión frente al gobierno y el silencio mantenido en ocasión de la designación de Mauricio Pozo como ministro de Economía, con claras conexiones con el Fondo Monetario Internacional (Harnecker, 2011; Ramírez Gallegos, 2003). Durante el gobierno de Rafael Correa se dio paso a una de las demandas fundamentales del movimiento indígena vinculado con la convocatoria a una nueva Constituyente, destinada a establecer el carácter plurinacional y multiétnico del Estado.
En 2019, el movimiento indígena volverá a adquirir centralidad en la conducción de la lucha y en la definición de los objetivos, teniendo en cuenta algunos factores políticos y económicos de la realidad política ecuatoriana.
Entre dichos factores cabe tener en cuenta, en primer lugar, la figura de Lenin Moreno, vicepresidente de Correa entre 2007 y 2013. En 2017 fue ungido como su “sucesor” y resultó electo presidente en segunda vuelta. A pocos meses de iniciar su gestión, dio un giro inesperado, acercándose a los sectores de derecha. El caso Odebrecht[7] fue el punto final de la relación entre ambos líderes al quedar involucrado el vicepresidente, Jorge Glas, quien fue privado de sus funciones y posteriormente condenado a 6 años de prisión. Esta inestabilidad política hizo que, entre 2017 y 2019, se sucedieran tres vicepresidentes distintos (Glas, Vicuña y Sonnenholzner).
Un segundo elemento a considerar ha sido el proceso de judicialización política dirigido sobre todo a la oposición y, en especial, hacia aquellos actores vinculados al correismo. En los últimos años, este proceso es conocido bajo el nombre de “lawfare” para hacer referencia a la utilización de instrumentos jurídicos con motivo de persecución política, ataques a la imagen pública o directamente para eliminar a un adversario de la competencia política (Vollenweider y Romano, 2017).
Por otra parte, en el ámbito económico, Ecuador es un país que carece de moneda propia y, desde 1999, la moneda de curso legal es el dólar. A lo largo de su mandato, Moreno implementó medidas económicas tendientes a beneficiar a los grandes capitales en detrimento de las mayorías como, por ejemplo, la Remisión Tributaria que tendió a favorecer a los grupos económicos más importantes del país (CDES, 2018).
En marzo de 2019, el gobierno de Moreno suscribió un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) por un monto de 4200 millones de dólares. Dicho acuerdo exigía una drástica reducción del déficit fiscal. En este marco, el 1 de octubre el presidente anunció por cadena nacional un conjunto de medidas económicas que no habían contado con un tratamiento parlamentario. La más polémica de todas las medidas fue la decisión de eliminar los subsidios a los combustibles, cifra que ascendía a 1500 millones de dólares anuales[8]. El problema de los subsidios se presentó como una dicotomía alegando que el presidente había sido obligado a elegir entre prorrogar los subsidios o mantener la dolarización, contribuyendo a instalar en la opinión pública la idea errónea de que no existía alternativa posible. Sin embargo, la disputa central era determinar quién pagaba el ajuste. Esto teniendo en cuenta que para junio de 2019 el nivel de pobreza había alcanzado al 25,5% de los ecuatorianos, siendo la marca más alta de los últimos seis años, mientras que la desigualdad había retrocedido a los niveles registrados en diciembre de 2012 (Enemdu, 2019).
La respuesta ciudadana no tardó en hacerse escuchar. Los gremios del transporte de carga, de los autobuses y del sector del taxi convocaron a una huelga de transporte suspendiendo el servicio durante dos días. A lo largo de estas jornadas, específicamente en la ciudad de Quito, los actores movilizados más visibles fueron los transportistas, los estudiantes y los sindicatos. En el caso del movimiento estudiantil, aunque las protestas ya venían de años anteriores en rechazo a otras políticas de Moreno[9], ahora la demanda de este sector estaba relacionada con el ajuste que pretendía imponer el FMI y lo que esto supondría en términos de recortes de fondos para la educación superior. Por su parte, en el caso de los sindicatos, el Frente Unitario de Trabajadores (FUT) denunció el “paquetazo neoliberal” ordenado por el FMI a Moreno expresando que “todo el peso del proyecto económico lo pone a las espaldas del pueblo ecuatoriano [...] los premia a los empresarios” (Menéndez, Twitter, 2019a).
Otro actor fundamental en los sucesos de octubre fue la bancada de la Revolución Ciudadana, encabezada por los asambleístas pertenecientes al partido del expresidente Correa. La demanda de este sector incluía no solo la derogación de las medidas económicas, sino también la destitución del presidente Moreno y la instalación del mecanismo de “Muerte cruzada”, contemplado en el artículo 130 de la Constitución, por el que la Asamblea Nacional puede destituir al Presidente de la República por grave crisis política y conmoción interna, y el Consejo Nacional Electoral, convocar a elecciones legislativas y presidenciales anticipadas. Si bien fue la bancada de la Revolución Ciudadana la que insistió en la necesidad de una sesión extraordinaria del órgano parlamentario, este pedido no tuvo éxito, lo que también contribuyó a abonar una profunda crisis de representación.
Las concentraciones y movilizaciones asimismo contaron con la participación de la sociedad civil. Además, este actor fue fundamental para sostener los albergues universitarios[10] que se armaron para recibir a los miembros de los colectivos indígenas que marcharon con sus familias hacia Quito de cara a la movilización convocada para el 9 de octubre.
Si bien desde el comienzo del conflicto el movimiento indígena[11] inició movilizaciones en todo el territorio nacional reclamando por "la restricción de derechos laborales, destrucción de la naturaleza por el extractivismo, la corrupción y el alto costo de la vida" (Menéndez, Twitter, 2019b), fue durante el fin de semana del 5 y 6 de octubre cuando su presencia se volvió fundamental al declarar el Estado de excepción en sus territorios y emprender la marcha desde las provincias de la sierra para llegar a Quito y sumarse a las protestas. Dos liderazgos fueron clave en este escenario: Jaime Vargas, presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), y Leonidas Iza, presidente del Movimiento Indígena y Campesino de Cotopaxi (Micc). En un comunicado, la Conaie puntualizó que sus demandas estaban relacionadas con “la insistencia del Gobierno nacional de avanzar sobre nuestros territorios con la explotación de minería, petróleo y bienes de la naturaleza, destruyendo entornos de vida y respaldando con fuerzas militares la presencia de las empresas” (Menéndez, Twitter, 2019c).
La centralidad del movimiento indígena fue determinante en la conducción de la lucha: “Sin insistir en cualquier particularidad étnica, las organizaciones indígenas hablaron, desde el punto cero del estallido, los lenguajes generales de la explotación, de la injusticia social, del litigio entre ‘los de arriba’ y ‘los de abajo’, en fin, de la violencia de las élites contra el común” (Ramírez Gallegos, 2020: 16)
Así, mientras en un primer momento el conflicto estuvo liderado por los transportistas, el principal repertorio de protesta utilizado fue la paralización del servicio de transporte público, la toma de calles y la quema de llantas para evitar la circulación de vehículos en las ciudades más importantes. Particularmente, en Quito, los enfrentamientos entre los manifestantes y la fuerza pública se dieron en el Centro histórico, al sur de la ciudad, donde se ubica el Palacio presidencial. Posteriormente, la protesta se desplazó hacia otros barrios de la capital, la zona de los valles y las vías de acceso a la capital.
Los repertorios incluyeron algunos episodios de saqueos, retención de militares y policías y destrozos a edificios públicos, específicamente en las instalaciones de la Contraloría General del Estado, como así también la toma momentánea de la Asamblea Nacional (Gómez Martín, 2020).
La respuesta del gobierno osciló entre la represión, la criminalización de la protesta y la persecución judicial a la oposición política. Se decretó el Estado de excepción por 60 días, lo que en la práctica significaba la presencia de las Fuerzas Armadas en las calles. Hubo hechos de violencia inusitados como, por ejemplo, el ataque con bombas lacrimógenas por parte de la policía a la Universidad Politécnica Salesiana que funcionaba como Centro de Ayuda Humanitaria y albergue del movimiento indígena. Un elemento importante a tener en cuenta fue la falta de difusión de los enfrentamientos y de la violencia policial por parte de los medios de comunicación públicos y privados, tornándose fundamental la cobertura de portales alternativos. Algunos incluso señalan que los medios de comunicación tuvieron un rol central en fomentar el racismo acusando a la población indígena de “sembrar el caos, ensuciar y destruir los espacios públicos, comportarse irresponsablemente y generar violencia” (Gómez Martín, 2020: 20).
Frente a la convocatoria de las marchas, el gobierno había anunciado que procedería a detener a los manifestantes que participaran en los bloqueos viales, resultando detenidas 350 personas entre las que se encontraban dos líderes transportistas, por presunta paralización de servicio público[12]. Asimismo, varios miembros del correísmo enfrentaron procesos penales por su participación debiendo incluso cumplir prisión preventiva y, en algunos casos, solicitar asilo a México para posteriormente radicarse en dicho país. El gobierno, a través de una cadena nacional, se encargó de señalar como organizadores de la movilización a Correa y a Maduro: “el sátrapa de Maduro ha activado junto con Correa su plan de desestabilización [...] ellos son quienes están detrás de este intento de golpe de Estado y están usando e instrumentalizando algunos sectores indígenas” (T13, YouTube, 2019, 1: 06).
Finalmente, tras 48 horas, el gremio de transportistas tomó la decisión de levantar el paro luego de una negociación con el gobierno que dio como resultado el incremento en el costo de los pasajes. En dicha oportunidad, los transportistas entregaron un petitorio donde solicitaban la libertad de los detenidos y la derogatoria del Decreto 883 (Rivadeneira Mantilla, 2019). Además, marcaban distancia con algunos hechos vandálicos acontecidos en la protesta y rechazaban la estrategia empleada por los medios de comunicación en consonancia con el gobierno que condenaba a los dirigentes del transporte por los daños ocasionados, al tiempo que publicitaba las deudas de los dirigentes transportistas con el Estado, sus evasiones de impuestos y su patrimonio sin justificar (Olivares y Medina, 2020).
Pese a esto, el conflicto estaba lejos de terminar. Las fallas en el procesamiento político de los acontecimientos por parte del presidente, sumado a la permanente descalificación de la protesta, ya sea acusando a los movilizados de correístas o de recibir financiamiento ilegal del narcotráfico, terminó incrementando el descontento (Olivares y Medina, 2020). Tras la negociación de los transportistas con el gobierno nacional, la convocatoria al “Paro Nacional” para la jornada del 9 de octubre por parte del movimiento indígena afianzó su liderazgo en la protesta y sirvió para tender puentes con los demás sectores movilizados. Algunos autores (Ramírez Gallegos, 2020) señalan que, si bien el repertorio clásico del movimiento indígena es el levantamiento, fue la invocación de un paro lo que “abrió el horizonte compartido de quienes se reconocen en los mundos del trabajo ampliado” (2020: 16). En otras palabras, “más que una suerte de vanguardia étnica al frente de la contestación colectiva se activó, entonces, un modo de confluencia entre “quienes viven de su trabajo” (2020: 17). En este sentido, vale destacar que aun cuando la demanda particular inicial del movimiento indígena estuviera relacionada con una cuestión ambiental, de explotación de minería y petróleo, el reclamo de los demás sectores se vinculaba al rechazo de las políticas económicas que pretendía implementar Moreno, la preocupación por el encarecimiento de la vida cotidiana y el malestar con las elites gobernantes servía de puente para la unificación de las demandas. Como lo afirman Stoessel e Iturriza (2020), el movimiento indígena “procuró trascender el repliegue particular hacia una representación de lo universal” (2020: 251), lo que tomaría aún más fuerza posteriormente en la mesa de negociación con el gobierno cuando Vargas señale: “Hoy no estamos hablando como movimiento indígena. La Conaie busca construir un verdadero estado plurinacional” (2020: 264).
Frente a la magnitud de la convocatoria al “Paro Nacional”, el presidente tomó la decisión de trasladar la sede del gobierno a la ciudad de Guayaquil, implementar el toque de queda, militarizar la ciudad de Quito y restringir la movilidad en áreas aledañas a edificaciones e instalaciones estratégicas del Estado. La elección de la ciudad de Guayaquil como resguardo del Poder Ejecutivo guardaba relación con la alianza que había mantenido Moreno con los sectores de derecha del Partido Social Cristiano (PSC) que gobernaban esa localidad desde 1992.
Finalmente, en una mesa de negociación pública y televisada, el gobierno entabló un diálogo con el movimiento indígena donde participaron representantes de la Conaie, del Consejo de Pueblos y Organizaciones Indígenas Evangélicos del Ecuador (Feine) y de la Confederación Nacional de Organizaciones Campesinas Indígenas y Negras (Fenocin). Más allá de reclamar por la derogación del decreto y la violencia observada en las calles, los líderes indígenas llamaron la atención sobre la falta de acción del Ejecutivo en tanto numerosas políticas que se habían concertado con anterioridad aun no encontraban cumplimiento (Stoessel e Iturriza, 2020). El resultado de esta negociación fue la eliminación del Decreto 883 y el anuncio de comisiones integradas por el movimiento indígena y representantes del gobierno con la mediación de Naciones Unidas y la Conferencia Episcopal Ecuatoriana para la redacción de un nuevo decreto. El presidente lo anunciaba en estos términos: “¡Se recobra la paz y se detienen el golpe correísta y la impunidad! (El Comercio, 2019).
Los saldos de las protestas fueron contabilizados por la Defensoría del Pueblo: 1192 personas fueron aprehendidas, de las cuales el 76% corresponde a detenciones arbitrarias e ilegales, ya que no se les formuló cargos. Hubo 1340 heridos[13]. Según la información recabada por este organismo, las protestas dejaron 8 muertos (Rea Romero, 2020). Algunos análisis (Puente-Izurieta, 2021) señalan que fue el propio nivel de violencia generado por la fuerza pública lo que “activó sentimientos que impulsaron a los y las jóvenes a reanudar sus acciones el siguiente día, ya no solo con el objetivo de reclamar sus derechos, sino para defenderse y atacar a la fuerza pública” (2021: 222). También se habla de la solidaridad para enfrentar a las fuerzas públicas movilizadas, de forma tal que “el malestar, el miedo y la solidaridad cumplieron paulatinamente un papel decisivo en la configuración y diversificación de la acción colectiva” (2021: 223).
Para noviembre de 2021, seis meses después del cambio de gobierno y en un contexto marcado por la crisis sanitaria desatada por la pandemia de Covid-19, el movimiento indígena retomó las jornadas de movilización con tres días de protestas focalizados principalmente en la provincia de Cotopaxi, mientras que el Frente Unitario de Trabajadores junto con los estudiantes hicieron lo propio en la ciudad de Quito. El petitorio incluía: revisión del precio de los combustibles, moratoria, renegociación de las deudas y reducción de las tasas de interés del sistema financiero, precios de sustentación y compras públicas de los productos campesinos, generación de empleo digno, moratoria a la ampliación de la frontera extractiva petrolera, auditoría de los impactos socioambientales y étnicos de los proyectos en ejecución, no a los proyectos mineros a cielo abierto y a la ejecución de proyectos de megaminería, y plena garantía de cumplimiento y vigencia de los derechos colectivos, consulta previa vinculante, formalización y protección de territorio y libre determinación. Asimismo, exhortaban al gobierno nacional a brindar aclaraciones respecto a las acusaciones que lo vinculaban con paraísos fiscales y dejar de escudarse en “supuestas desestabilizaciones y golpes de Estado” (Conaie, 2021). La respuesta del flamante presidente Lasso se asemejó a la dada por el gobierno de Moreno en 2019: la amenaza de la utilización de la fuerza pública para que “quienes quieren anarquizar este país, interrumpir servicios públicos y profundizar una crisis económica ya de por sí afectada por la pandemia terminen con sus huesos en la cárcel” (France 24, 2021).
Chile: el estallido, la movilización persistente y los cambios por venir
Octubre de 2019 también se mostró altamente convulsionado en Chile, con masivas protestas frente al aumento del pasaje del metro que comenzó a regir a principios de ese mes en el área metropolitana de Santiago. Con el correr de los días, las demandas explicitadas fueron adquiriendo más densidad y virulencia, articulando el reclamo puntual por el alza del boleto con el rechazo al llamado “modelo chileno”. En ese sentido, antes de adentrarnos en el análisis de las dinámicas de movilización de 2019, resulta pertinente tener en cuenta algunas referencias histórico-contextuales. En primer lugar, considerar que la historia chilena reciente estuvo signada por una dictadura cívico-militar que gobernó de facto desde 1973 a 1990. El golpe destituyó a Salvador Allende que, de la mano de una coalición de partidos de izquierda, denominada Unidad Popular (UP), había sido electo presidente en 1970, impulsando la “vía chilena al socialismo” con medidas tendientes a la consolidación de los mecanismos de participación social y política, la estatización de áreas clave de la economía, el control de precios, la profundización de la reforma agraria, entre otras. A contramano, el gobierno dictatorial se caracterizó por el autoritarismo político y notorio personalismo en torno a la figura de Augusto Pinochet, la represión social y el fuerte impulso a la liberalización de la economía. Muchos de estos lineamientos persistieron aun cuando retornó la democracia en 1990.
Con relación a ello, la segunda cuestión que vale tener en cuenta es el fuerte condicionamiento del poder militar en la transición democrática. Dicho proceso, en palabras de Moulian (1997), adquirió el tono de una “democracia protegida”, esto es, tutelada por las Fuerzas Armadas, ya que las estructuras básicas del proyecto dictatorial –por ejemplo, la Constitución nacional y la economía de mercado– continuaron vigentes. En lo sucesivo veremos que la demanda por desterrar esos enclaves autoritarios se hizo visible en el reciente ciclo de protestas chileno.
En tercer término, vale destacar que los años de democracia evidenciaron el protagonismo en el gobierno de la coalición de partidos de centro-izquierda denominada Concertación de Partidos por la Democracia hasta el triunfo del opositor Sebastián Piñera, por la opción de centro-derecha Renovación Nacional (RN), en 2010 y siendo reelecto en 2018. Durante este segundo mandato, Piñera enfrentó reclamos vinculados con la identidad mapuche y el territorio, la criminalización de la protesta, el encarecimiento del costo de vida –destacando el alza en el transporte que citaremos a continuación–, el advenimiento de la pandemia por Covid-19, entre otras.
El 6 de octubre de 2019, el Metro de Santiago (empresa privada en cuya propiedad participa el Estado chileno) incrementó en 30 pesos el precio del billete en hora punta, hasta situarse en 830 pesos (equivalente aproximadamente a 1,2 dólares). Se trataba de la tercera alza anual en el transporte público, decidida por un comité de asesores expertos. Ello despertó el descontento de los usuarios y fue el puntapié para el desarrollo de acciones colectivas de protesta cada vez más masivas.
En cuanto a los actores de estas protestas, vale señalar que las mismas comenzaron con el marcado protagonismo de jóvenes estudiantes, principalmente de secundaria. Luego, se fueron plegando colectivos de mujeres, trabajadores sindicalizados, profesionales, movimientos indígenas, sectores medios y populares en general. Esos jóvenes, a través de las evasiones[14] masivas en las estaciones de metro, expresaban su descontento ante los aumentos del transporte y lo sumaban al malestar por las dificultades económicas que implicaba acceder y permanecer en el sistema educativo[15]. Los otros actores, que se incorporaron crecientemente a las movilizaciones, vincularon esas críticas con la existencia de una sociedad profundamente desigual que llevaba décadas de consolidación.
Los sectores movilizados se congregaban espontáneamente a partir de las redes sociales y el “boca en boca”, sin que sobresalieran centrales convocantes u organizaciones renombradas. Sentaron sus bases de acción en el territorio en que intervenían (la estación de metro, la calle, la plaza) y privilegiaron la toma de decisión a través de asambleas. Si bien diversos actores manifestaron que este octubre significaba un “despertar” (González Suazo, 2020: 420), cabe también advertir que muchos de ellos y ellas recogían experiencias previas de organización y resistencia, como la larga lucha del pueblo mapuche en defensa de la tierra y el territorio, sumado al accionar más reciente de diversos movimientos socioambientalistas en reivindicación del agua y los recursos naturales, las protestas estudiantiles, secundarias y universitarias de 2002, 2006 y 2011, la resistencia masiva y articulada a las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) que se activó en 2016, la creciente visibilización de los feminismos desde mayo de 2018, entre otras.
En general, dentro de ese heterogéneo abanico de actores no se destacaba el liderazgo de alguna organización o figura, tampoco banderas u orientaciones políticas claramente evidentes. En esa línea, Astroza Suárez (2021) señala que los manifestantes “se expresaron sin banderas de partidos políticos, gremios, sindicatos u otro liderazgo institucional”, sino que más bien ponían de manifiesto “la desconexión de la clase política, los medios dominantes y el poder económico con la ciudadanía” (Astroza Suárez, 2021: 3).
Otras lecturas coincidieron con estas apreciaciones afirmando que el estallido social de octubre se explicaba en gran medida por la desconexión entre elite y ciudadanía, lo que revelaba los graves problemas de legitimidad preexistentes en los actores e instituciones políticas chilenas (Castiglioni, 2019;Atria y Rovira Kaltwaser, 2020). De esta manera, no resultaba extraño que las protestas evitaran exaltar liderazgos personales y/o referentes provenientes de espacios ya instituidos.
En adición a ello, diversas crónicas y noticias afirmaron el carácter masivo y horizontal de las protestas, destacando la falta de liderazgos: “La mayor ola de protestas de Chile carece de líder y se autoconvoca sola” (Efe, 2019). “Son todos ellos y ninguno a la vez. La protesta se muestra diversa y acéfala, nadie sabe ni puede capturarla” (Tinta Limón, 2021: 14). “Sin líderes visibles ni discursos, cerca de un millón y medio de manifestantes desbordan las calles en torno a plaza de la Dignidad” (Tinta Limón, 2021: 15).
Por otra parte, cabe advertir que la heterogeneidad de los sectores sociales que fueron sumándose a la lucha también se vio reflejada en la creciente diversificación y masificación de los repertorios de acción que incluyeron las citadas evasiones, las movilizaciones, cacerolazos, cortes de calles, ocupaciones de plazas, saqueos de supermercados y cadenas de farmacias, entre otras. Si bien estas iniciativas intentaron ser disuadidas por las fuerzas de seguridad y terminaron con altos saldos de heridos y detenidos, en el marco de la declaración del Estado de emergencia, no dejaron de formar parte del escenario cotidiano. Así, se extendieron de norte a sur en el mapa chileno, al menos desde Iquique hasta Punta Arenas, con mayor intensidad en Valparaíso y Concepción, las dos ciudades más pobladas después de Santiago.
Para Calderón Castillo et al. (2019), un rasgo característico de los repertorios desplegados a lo largo del país resultó en la combinación de una trama de apoyo en redes sociales, con estrategias de divulgación a través de Internet y el accionar de influencers, personajes culturalmente influyentes o célebres del mundo del espectáculo. A su vez, los autores afirman que la creatividad de las protestas generó impactos de orden global[16], buscando adicionar música, vestimenta, colores y arte a las irrupciones en el espacio público.
Desde nuestra óptica, la consolidación y persistencia de este conjunto heterogéneo de actores y su permanente combinación de repertorios se basó sobre un proceso de construcción de equivalencias entre demandas particulares, pero igualmente insatisfechas (Laclau, 2005b), antes que sobre la base de liderazgos o referentes clave. Es decir, tal como expresamos antes, el ciclo de conflictividad abierto en octubre de 2019 no respondía solo al malestar desencadenado por el aumento en el transporte, sino que se articulaba con el deterioro de las condiciones de vida y el endeudamiento creciente para amplios sectores sociales[17], desde la última dictadura militar hasta la actualidad. Ello se resumía claramente en el lema “no eran 30 pesos, sino 30 años” que vociferaban con vehemencia los manifestantes.
En ese sentido, coincidimos en que las demandas eran múltiples y divergentes, pero hacían causa común en el rechazo de dos significantes clave que se fueron conformando como lo “otro” de las protestas: neoliberalismo y democracia autoritaria. Dicha frontera política se expresó a través de la crítica a la Constitución Política de 1980, identificada por los actores movilizados como basamento fundamental del referido “modelo chileno” (Castiglioni, 2019;Van Lier, 2019).
En una línea similar de argumentación, González Suazo (2020) indica que las cuatro principales áreas sensibles por las que se manifestaba la ciudadanía (el transporte público, la educación, la salud y las pensiones), se traducían en una demanda final: un nuevo pacto social mediante asamblea constituyente y nueva constitución política. De ahí que el significante “cambio constitucional” se impusiera como demanda mayoritaria de las movilizaciones, propuesto como la vía más eficaz para poner fin a un sistema económico, político y social de exclusión para las grandes mayorías.
Otro elemento importante que, desde nuestra óptica, contribuyó a reforzar las equivalencias de actores, repertorios y demandas, radicó en las dificultades o resistencias gubernamentales para percibir el grado de descontento social acumulado. Las estrategias gubernamentales abarcaron desde la estigmatización que equiparaba a las protestas con los disturbios y la violencia, y a los protestantes con vándalos[18], hasta la judicialización y la represión[19] que incluyó víctimas fatales, centenares de heridos (víctimas de mutaciones oculares, heridas con balines de goma, torturas, violencia sexual) y miles de detenidos (Amnistía Internacional, 2020). La decisión del Poder Ejecutivo, de suspender los aumentos del transporte, no pudo contener la crispación generalizada, tampoco lo lograron la extensión temporal y espacial del toque de queda y el Estado de sitio.
El 25 de octubre tuvo lugar una masiva movilización, que diversas noticias catalogaron como “la más grande de la historia de Chile” (La Tercera, 2019b; Emol, 2019), la que influyó en los cambios de estrategias del gobierno o, al menos, en la ampliación de su abanico de respuestas. El presidente reconoció que se sentían conmovidos ante el mensaje de la ciudadanía, por lo que se levantaba el Estado de emergencia. A su vez, anunció el inicio de la etapa del “Gran Acuerdo Nacional” con una serie de medidas sociales[20], las que fueron inmediatamente calificadas como “insuficientes” por parte de la población movilizada (El Mundo, 2019).
Las acciones colectivas no cesaron y, tal como repasábamos antes, cobró vigor la demanda por una Asamblea Constituyente. En este contexto, el viernes 15 de noviembre, el parlamento, acogiendo el clamor ciudadano y evaluando los alcances de la crisis, impulsó un acuerdo para iniciar un proceso constituyente. El primer paso sería la convocatoria a un plebiscito, donde se aprobaría o rechazaría la iniciativa de redacción de una nueva constitución y se acordarían los mecanismos para hacerlo efectivo.
Los posicionamientos en torno a esta iniciativa gubernamental pasaron al centro del debate en las asambleas y concentraciones de la ciudadanía que, con algunas diferencias internas, apoyó la convocatoria al plebiscito constitucional para el 26 de abril de 2020. No obstante, en marzo, el panorama se complejizaría con el advenimiento de la pandemia y el retorno al Estado de excepción para controlar los movimientos de población, argumentando que ello evitaría o al menos reduciría la propagación del nuevo coronavirus. También alegando razones sanitarias, el gobierno decidió posponer por seis meses el referéndum constitucional.
Frente a este nuevo escenario, las movilizaciones menguaron su intensidad y frecuencia, en comparación con los meses iniciales, e incorporaron algunas modificaciones en su accionar como, por ejemplo: el uso de mascarillas y alcohol sanitizante, mantener distancia entre los cuerpos movilizados, viralizar por redes sociales intervenciones artísticas, entre otras. A su vez, se incrementaron los malestares producto de la agudización de muchos de los problemas que afectaban a la sociedad chilena; la pandemia trajo nuevamente al centro de la escena las dificultades e inequidades en el acceso a la salud y significó un golpe adicional al bolsillo de amplios sectores sociales[21]. En este sentido, la pandemia no solo implicó una crisis sanitaria, sino también la profundización de la recesión económica, lo que generó una agudización de las tensiones sociales (Seoane, 2021).
En octubre de 2020, finalmente pudo realizarse el plebiscito constitucional, donde el “apruebo” se impuso por amplia mayoría[22]. De esa manera, la ratificación de la Convención Constituyente fue celebrada como consecuencia directa del estallido social iniciado un año antes. Los asambleístas se eligieron entre el 15 y el 16 de mayo de 2021, con la novedad de la paridad de género, algunos escaños reservados para representantes indígenas y amplia participación de figuras vinculadas a la movilización social.
El proceso constituyente propiamente dicho comenzó en julio de 2021 y su desarrollo corrió en paralelo con el recambio gubernamental (producto de las elecciones presidenciales y parlamentarias de noviembre de 2021). Si bien su desenlace permanece aún abierto, representa una oportunidad histórica para Chile en la búsqueda por construir ordenamientos más plurales y equitativos.
Algunos hallazgos y conclusiones venideras
Pensar conjuntamente los recientes ciclos de protestas en Ecuador y Chile, para sopesar sus dinámicas de movilización e incidencias político-institucionales, requiere trascender la reconstrucción cronológica de los hechos, para dar cuenta más bien de los procesos de construcción de equivalencias y el trazado de fronteras políticas en el devenir de las acciones colectivas. De esta manera, como primera cuestión general coincidente podríamos señalar que se trata, en ambos casos, de estallidos sociales. Tal denominación apuntaría a subrayar el carácter disruptivo de las protestas, ya que conformaron un ciclo álgido e intenso en el que se articularon actores diversos, apelando a variados repertorios de acción para intervenir con visibilidad en el espacio público. Al mismo tiempo, advertimos que una reacción puntual actuó como detonante del estallido (siendo “la gota que rebalsó el vaso”), pero ese malestar concreto se mancomunaba con el descontento popular de mediano y largo plazo.
Un segundo elemento convergente muestra que estos estallidos resultaron previos a la pandemia, pero se extendieron aun después de que esta se hubiera desplegado. Incluso, cuando se derogaron los aumentos que detonaron el conflicto, el clima social continuó en estado de crispación y la percepción de la ciudadanía respecto a los presidentes cayó abruptamente. En el caso de Ecuador, durante los sucesos de octubre la imagen de Moreno rondó el 8% de aceptación finalizando su mandato en 9,3% (Cedatos, 2021), mientras que, en Chile, Piñera recogía un 14% de aprobación a su gestión, la cifra más baja para un gobernante desde el retorno de la democracia en 1990 (La Nación, 2019).
En lo que atañe a las dinámicas de movilización, cabe reconocer para ambos casos una tercera coincidencia que apunta a la heterogeneidad de los actores sociales involucrados en las protestas: trabajadores, estudiantes, mujeres, indígenas, ciudadanía en general. Todos ellos se movilizaron canalizando experiencias previas de lucha y apelando, con más o menos sistematicidad, a sus organizaciones de base. En Ecuador, destacamos la participación inicial de los transportistas y posteriormente, de los colectivos indígenas. En Chile, comenzamos con el protagonismo estudiantil y, con el correr de los días, resaltamos la incorporación de otros sectores sociales: trabajadores urbanos, mujeres, indígenas, sociedad civil en general. No obstante, vale advertir que, mientras en el contexto ecuatoriano fue notoria la participación de actores político-partidarios provenientes del correísmo, en la experiencia chilena se rechazaron banderas de los partidos políticos tradicionales y se exaltó la figura de “los independientes”. En este sentido, cuando en Ecuador la demanda era contra el gobierno de turno y se pedía por la destitución del presidente, en Chile la demanda adquiría cada vez más un tinte estructural, bregando por la edificación de un nuevo sistema.
Es importante resaltar en este punto que, más allá de las particularidades en los protagonismos, pudimos reconocer la construcción de cadenas de equivalencias entre actores heterogéneos portadores de demandas diversas, pero comúnmente insatisfechas. La frustración ante la falta de respuestas y la violencia desplegada por las fuerzas de seguridad fue abonando la solidaridad y la mancomunión entre quienes protestaban por el trasporte, pero también por el alza en el costo de vida, las dificultades en el acceso al sistema educativo y sanitario, los sucesivos ajustes, entre otros.
En cuarto lugar, quisiéramos remarcar que en ambas situaciones se construyó una frontera política con los gobiernos en ejercicio, no solo a partir de identificarlos como responsables del malestar generado, sino también por su reacción ante las protestas, apelando a estrategias de invisibilización, judicialización y represión como parte del carácter autoritario de esta cuarta ola neoliberal (Seoane, 2021). En esa línea, las gestiones de Moreno y Piñera mostraron serias dificultades y resistencias para percibir el grado de descontento social e inicialmente negaron toda legitimidad a las protestas y sus protagonistas, tildándolos de “maduristas”, “vándalos”, “enemigos de una guerra” o “alienígenas”.
Si bien estos elementos acercan a nuestras experiencias, asimismo podrían inferirse algunas diferencias notorias que fuimos anticipando en las descripciones precedentes. La composición social de los manifestantes fue heterogénea en ambos contextos, aunque el rol y el protagonismo de estos mostró variaciones. En Chile, por ejemplo, no divisamos liderazgos políticos o sociales evidentes, es decir, allí no se reconocía la vocería o participación destacada de alguna organización o figura especialmente convocante, tampoco banderas u orientaciones políticas sobresalientes. Muchos/as de quienes se movilizaban lo hacían de forma espontánea, como influencia de la cobertura en redes sociales y a través de la difusión del boca en boca, afirmando haber “despertado” en ese octubre. Entretanto, la demanda por la Asamblea Constituyente fue adquiriendo un lugar destacado en las protestas, articulándose con el rechazo a la cerrazón política previa y animando futuras representaciones que tomarán distancia de los partidos políticos tradicionales y exaltarán modos alternativos para la toma de decisión. En cambio, en Ecuador el estallido sí tuvo un liderazgo claramente centrado en algunas figuras del movimiento indígena más allá de que muchas personas se sumaron a participar en las movilizaciones motivadas por la difusión de redes sociales, medios de comunicación alternativos e incluso en solidaridad con los compañeros que se encontraban en las calles. Aun con las disputas en su interior, esta centralidad del sector indígena tendría luego su impacto en la reconfiguración de las opciones políticas de cara a los comicios de febrero de 2021, aunque no le alcanzaría para entrar en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.
En estrecha vinculación con lo anterior, el impacto político-institucional de las protestas ha mostrado, hasta el momento, desenlaces diferentes. En la experiencia chilena, justamente, la puesta en marcha de una Convención Constituyente se ha celebrado como el alcance directo de las movilizaciones, sosteniendo que las acciones colectivas iniciadas en octubre lograron cristalizar en una iniciativa concreta de carácter estructural-institucional capaz de modificar las bases del modelo chileno. Cabe destacar, además, que el espíritu protestatario y alternativo de octubre influyó en que la Convención adquiriera rasgos diferentes de las instancias tradicionales de representación[23] y recogiera, a priori, una agenda con demandas populares y progresistas. En Ecuador, si bien el estallido logró la eliminación del decreto de quita de subsidios a los combustibles, los impactos político-institucionales a largo plazo fueron limitados si se tiene en cuenta que en las elecciones presidenciales de 2021 resultó electo el candidato de la derecha, Guillermo Lasso, con una agenda neoliberal de gobierno. Si bien la inscripción de la candidatura presidencial por parte del movimiento indígena pareció avizorar un horizonte de transformación, la misma fue motivo de disputa ya que no había sido consensuada al interior de los pueblos y nacionalidades indígenas que conforman la Conaie.
En definitiva, los sucesos de 2019 mostraron, en ambos países, la potencia de la movilización social y la capacidad de articulación de un conjunto de actores que se sintieron agraviados en sus derechos y demandas. Ese accionar colectivo supuso un límite a las aspiraciones de ajuste de los gobiernos neoliberales, que debieron dar marcha atrás con sus iniciativas puntuales y, de alguna manera, repensar los modos en que hacían frente a las protestas y sus protagonistas. A lo largo de 2020, la proliferación de la pandemia por Covid-19 alteró el escenario, dificultando las posibilidades de encuentro y redoblando las complicaciones en el marco de una crisis sanitaria y económica. A ello se sumaron los procesos electorales de recambio presidencial, primero en Ecuador y recientemente en Chile, inaugurando nuevos desafíos y tensiones. En esa línea, creemos que la cercanía temporal de los sucesos analizados, como su complejidad y dinamismo, invitan a profundizar y extender la mirada, siendo las protestas sociales una puerta de entrada interesante para pensar el devenir de nuestra región.
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Notas