Editorial

Sobre la libertad e independencia académicas

ANTONIO REMIRO BROTÓNS
Universidad Autónoma de Madrid, España

Paix et Sécurité Internationales – Journal of International Law and International Relations

Universidad de Cádiz, España

ISSN-e: 2341-0868

Periodicidad: Anual

núm. 5, 2017

domingo.torrejon@uca.es

Publicación: 22 Diciembre 2017



Resumen: analizo mi producción bibliográfica, al cabo de unos cuarenta y cinco de actividad como publicista, tanto los tratados como el territorio han ocupado un papel central muy importante.

Siempre me atrajeron las cuestiones territoriales. Me encontré con ellas, en cierto modo, de repente, en mis primeros pasos como publicista, y ya no las dejé a lo largo de mi carrera. Los contenciosos territoriales a los que me he dedicado, no solo como profesor, sino también como abogado, son con- tenciosos enormemente volátiles, con muchos elementos de carácter irracio- nal. No hay cosa que altere más la vida social que un conflicto territorial mal planteado por los medios de comunicación. Y eso explica por que muchos contenciosos territoriales acaban pudriéndose, insepultos, durante decenios e incluso siglos. Los políticos que buscan compromisos racionales y prácticos pueden acabar siendo acusados de traición.

SOBRE LA LIBERTAD E INDEPENDENCIA ACADÉMICAS

He de agradecer al profesor del Valle Gálvez y a su equipo por invitarme una vez más a participar en las actividades del Área de Derecho Internacional Público de la Universidad de Cádiz. Siempre es un placer venir hasta aquí; aunque sean muchos kilómetros los que en mi caso he de recorrer, la meta lo merece. También quisiera agradecer la absoluta libertad que se me ha dado para enfocar mi intervención, una reflexión sobre algunos aspectos de mi ya larga experiencia como profesor, investigador y abogado internacionalista. Se trata de un curioso desafío.

Acabo de acceder a la condición de emérito, lo que no tiene mucho mérito, dicho sea de paso, en este país nuestro, a diferencia de lo que sucede en otros países. Esta condición ahora adquirida no ha aumentado mi grado de libertad o independencia, porque siempre dispuse de ella. Viendo mi vida retrospectivamente creo que la razón por la que opté por la carrera académica fue por la seducción de una forma de vida relativamente libre e independiente. Ahora, eso sí, dispongo de más tiempo para disfrutar de esos valores tan queridos por mí; porque no tengo el pie forzado del mercado cautivo del alumno de grado, sino que voy predicando por el mundo conferencias fuera de currículo o actuando como abogado en casos que me suscitan un gran interés. Esa perspectiva del tiempo me permite compartir muchas experiencias y transmitir vivencias habidas con quienes nos antecedieron en las aulas y en el foro, personas, que mis oyentes no han conocido, o solo de oídas.

En eso es en lo que noto que los años se van cumpliendo. Uno va acumulando un acervo que se acompasa con su propia vida. Y dentro de mi vida profesional, el Territorio y los Tratados han sido elementos muy destacados. No es que me haya dedicado solo y exclusivamente a estos dos ámbitos temáticos, pero si analizo mi producción bibliográfica, al cabo de unos cuarenta y cinco de actividad como publicista, tanto los tratados como el territorio han ocupado un papel muy importante.

Siempre me atrajeron las cuestiones territoriales. Me encontré con ellas, en cierto modo, de repente, en mis primeros pasos como publicista, y ya no las dejé a lo largo de mi carrera. Los contenciosos territoriales a los que me he dedicado, no solo como profesor, sino también como abogado, son contenciosos enormemente volátiles, con muchos elementos de carácter irracional. No hay cosa que altere más la vida social que un conflicto territorial mal planteado por los medios de comunicación. Y eso explica por que muchos contenciosos territoriales acaban pudriéndose, insepultos, durante decenios e incluso siglos. Los políticos que buscan compromisos racionales y prácticos pueden acabar siendo acusados de traición.

¿Qué político va a entrar a negociar una solución que satisfaga a todas las partes del juego, bajo el riesgo de verse vilipendiado, o arrastrado por las calles? De hecho, grupos políticos que no conseguirían ni un adarme de voto en unas elecciones generales son capaces de movilizar a grandes masas para derribar cualquier proyecto de pacto o de negociación constructiva. Y, en esas condiciones cuando sólo se admiten las posturas maximalistas, las simplificaciones del todo o nada lo seguro, si partimos de la nada y no nos acompaña el poder, es que sigamos en la nada con derecho al pataleo, eso sí, por trescientos, cuatrocientos o quinientos años más, siempre renovables. Nunca se solucionarán los problemas porque es menos arriesgado vivir con ellos alimentando en la población el síndrome de la víctima. Responsables de todo ello son en gran medida las escuadras de los patriotas. No quisiera ser mal interpretado. Amar la patria, la propia identidad, es encomiable. Es bueno que se te erice la piel ante determinados símbolos , trátese de himnos o banderas. Pero el patriotismo se hace pernicioso cuando alimenta la frustración colectiva y altera el relato histórico para convertir en epopeya las obtenciones propias y en crimen las ajenas. En este sentido los patriotas son una peste para cualquier país.

Empezaré con algunos casos que lo ponen de relieve, por ejemplo, el caso de la península de La Guajira, disputada entre Colombia y Venezuela. En el siglo XIX, dos políticos beneméritos, colombiano y venezolano, llegaron al acuerdo de partir por la mitad la península; el oeste, para Colombia, el este, para Venezuela. Este acuerdo, conocido como Tratado Santos Michelena

Pombo, nunca fue ratificado por la Asamblea Legislativa venezolana porque a la mayoría le sabía a poco, querían toda la península para ellos. ¿Qué pasó? Pues que años después se acudió a un arbitraje de la Reina Regente de España, María Cristina de Habsburgo, tan vinculada desde cierto punto de vista a esta ciudad de Algeciras, y mediante laudo arbitral se adjudicó casi toda La Guajira a Colombia; de manera que solo una mínima parte de la península es hoy venezolana. El señor Guzmán Blanco, presidente que fue de Venezuela, era para entonces embajador acreditado en seis capitales europeas, no por amor al trabajo, sino por su afán de acumular las consignaciones presupuestarias de todas ellas, gracias a lo cual vivía en París y se paseaba en un caballo blanco por los jardines de Boulogne. Mientras Guzmán Blanco practicaba la equitación sobre su albo y elegante equino, el embajador colombiano visitaba frecuentemente la antecámara de la Reina viuda (lo dejaremos ahí). Hoy no se plantearía el problema inquietante sobre la delimitación de espacios marinos en el golfo de Venezuela ni tendría Venezuela que sostener la doctrina de la costa seca para negar en él derechos a Colombia si los patriotas no hubieran tumbado el tratado Santos Michelena-Pombo.

Otro ejemplo lo ofrece la difícil cuestión de los límites entre Ecuador y Perú en la región amazónica. Sometido el asunto al arbitraje del rey de España (Alfonso XII), se filtró un proyecto de laudo que, manejado por los patriotas ecuatorianos, condujo a graves alteraciones del orden público en Quito y Guayaquil e intentos de asalto de la misión española, porque los ecuatorianos creían tener derecho a más de lo que se les atribuía. Dadas las circunstancias, el rey de España engavetó el proyecto y el laudo ya no se dictó. Y, ¿qué pasó años después? Pues que Perú ganó una guerra al Ecuador, se firmó en Río un Protocolo en 1942 y y cincuenta años más tarde, tras decenios destinando una parte sustancial del presupuesto nacional al gasto militar, pudo ejecutarse el protocolo, con quebranto de las expectativas territoriales ecuatorianas, que habrían sido mejor satisfechas de haberse aceptado el laudo del Rey de España. Otro buen ejemplo de patriotismo.

ticos, pero si analizo mi producción bibliográfica, al cabo de unos cuarenta y cinco de actividad como publicista, tanto los tratados como el territorio han ocupado un papel central muy importante.

En relación con España, en el último tercio del siglo XIX, cuando con- templábamos nuestra propia decadencia y por todas partes se nos acosaba tratando las potencias emergentes de quedarse con los restos del Imperio, se planteó en los confines de Oceanía el contencioso con Alemania sobre la soberanía en las islas Carolinas. Los alemanes querían ocuparlas aducien-

do que nuestra presencia allí era formal y no real. Al final la mediación del Santo Padre evitó el conflicto reconociendo el fuero de España y dando el huevo a Alemania. Pero mientras, la insolente reclamación (¡ los alemanes quieren apoderarse de las Carolinas!) provocó en Madrid unos desordenes públicos de gran intensidad, con manifestaciones ante la embajada alemana con airados patriotas que, seguramente, no tenían la menor idea de donde se encontraban estas islas.

Este patriotismo peyorativo podría calificarse como patrioterismo. Hay que dar cauce a la patria, ciertamente, pero no desbocarla; sus intereses vitales se salvaguardan con sentido común y realismo, no con aproximaciones viscerales que se expanden en una atmósfera política y mediática volátil. Conviene tenerlo en cuenta, porque nuestro país, territorialmente, no está consolidado. Hay países que tienen una dimensión territorial establecida, consolidada; pero España es un país, que por activa y por pasiva, no goza de esa cualidad.

Tenemos territorios polémicos e incluso, por si no tuviéramos suficientes enanos en el exterior, los creamos en el interior, cuando desde dentro del Estado se intenta desvertebrarlo. No se trata de que tengamos reclamaciones territoriales frente a terceros, y terceros tengan reclamaciones territoriales frente a nosotros, en el orden internacional, sino que nosotros mismos perturbamos nuestra identidad colectiva a base de crear identidades paralelas en línea de contradicción, que no de suma. En este sentido, nuestros herma- nos catalanes se han arrogado un llamado derecho a decidir como un derecho de autodeterminación, pasando por alto el carácter antidemocrático de una reclamación que implica despojar a todos los españoles del derecho a decidir sobre el futuro común. Los catalanes tienen más intereses que los demás españoles en Cataluña; pero no más derechos. Tienen más intereses, porque viven allí, y entendemos por catalanes, aquellos que están empadronados en Cataluña, lo cual es otro elemento que barbarizaría un derecho a separarse del Estado. Pues si yo mañana me empadrono en Tarragona, ya soy catalán a todos los efectos. En cambio, un catalán, no de Ocho Apellidos como los de Karra Elejalde en la película de Emilio Martínez Lázaro, sino simplemente con dos, que viva aquí, en Algeciras, no tiene ningún derecho, ninguno, a decidir, aunque hable catalán, aunque sea catalán culturalmente. Serán los extremeños, andaluces o murcianos empadronados en Cataluña y sus hijos, los que en el proyecto independentista tendrían que decidir la separación de Cataluña

de una España democrática en la que las comunidades autónomas gozan de un amplio autogobierno. Tenemos un territorio, pues, en una frágil situación vinculada a la discusión doméstica sobre nuestra propia identidad. El riesgo de descomposición del Estado es grave hasta tal punto que las reclamaciones de carácter territorial que se plantean frente a terceros, por activa y por pasiva, a ambos lados del Estrecho, aparentan ser ya una cuestión menor.

Cuando yo comencé mis estudios sobre el territorio me interesaba tanto lo uno como lo otro. Recuerdo que acababa de nacer el periódico El País (en aquella época, recién fundado, era muy digno de consideración. Ahora lo es bastante menos). Darío Valcárcel dirigía las páginas de Opinión. Cuando abandonó El País creó la revista Política Exterior y otras, a las que ha dedicado toda una vida. Se trata de una persona espléndida, aguda y generosa con la que guardo una relación excelente, de aprecio recíproco; pero en aquel momento no lo conocía. Sin que nadie me lo pidiera escribí un artículo sobre la libre determinación, centrado en los procesos de desintegración que a partir de los movimientos nacionalistas se iban a producir en España, y al cabo de un tiempo me devolvieron el artículo, acompañado de una carta, en la que se decía cortésmente que a pesar del indudable valor del texto remitido, renunciaban a publicarlo porque el tema ya no era de actualidad. De esto hace más de cuarenta años. Con que ¿no era de actualidad?

Por otro parte, me he encontrado frecuentemente con las cuestiones de los territorios de Ceuta, Melilla y los presidios menores de un lado, y Gibraltar de otro, y ahora puedo revelar, a título anecdótico, que los primeros intentos de censura editorial editorial que padecí tuvieron que ver justamente con un librito que publiqué bajo el título Territorio Nacional y Constitución en 1978. (Adelantaré que a lo largo de mi vida, y por ahora, se me ha pretendido cen- surar en tres ocasiones, y en todas ellas se ha cumplido la sabia consideración de Santa Teresa de que cuando se cierra una puerta, se abre una ventana). Pensé que el lugar apropiado para publicar el trabajo era la Revista de Estudios Políticos, ya desaparecida, que dirigía el profesor Don Luis Sánchez Agesta a quien, según se dice, Franco quiso de ministro de Educación y por error o dolo se nombró a su sucesor en el Rectorado de la Complutense. Pasaron unas semanas y he aquí que el Director me escribe y me devuelve el estudio porque tratándose de un tema delicado es mejor no escribir sobre él, decía. Yo contesté muy atentamente al profesor Sánchez Agesta indicándole que cuando decidiera

ocuparme de un tema absolutamente intemporal, aburrido y muerto consi- deraría que su Revista sería el lugar más adecuado para su publicación. Fue entonces, al cerrarse esta puerta, cuando se abrió la ventana de la que hablaba Santa Teresa. Algo así como el ángel que le buscaba aparcamiento al Ministro del Interior Fernández Díaz. Un gran amigo mío, Antonio García Berrio, Catedrático de Lingüística, hombre brillantísimo, erudito y con inmejorables contactos en el mundo editorial, me comentó su amistad con los respon- sables de las Colecciones Universitarias de Planeta, que existían entonces. Dicho y hecho. A las pocas semanas el librito estaba en la calle con contrapor- tada de Peridis. Lo que iba a ser un modesto artículo publicado en una revista de circulación limitada se convirtió en un libro que incluso se vendía en El Corte Inglés (un par de años después encontré en una de sus tiendas treinta o cuarenta ejemplares en un gran cesto a precio de saldo, los compré todos y, finalmente, me quedé sin ninguno, hasta que hace unos meses un médico amigo, de Málaga, Ángel Rodríguez Cabezas, dueño de una editorial, la 33, se empeñó en una reimpresión facsimilar).

En los orígenes del Constitucionalismo español, en la única Constitución, la de 1812 –«La Pepa»–, que menciona todos los Reinos que conforman el territorio de España, no se mencionan Ceuta y Melilla. Eso fue deliberado, no una casualidad. En las sesiones secretas de las Cortes que trataban estos temas llegó a autorizarse la venta de Melilla al Sultán de Marruecos por corce- les blanco para combatir a las fuerzas napoleónicas. La diferenciación que se hacia entre ambas plazas era patente. El estatuto de Melilla no era equivalente al de Ceuta. Hoy día, identificamos ambos territorios como dos ciudades autónomas, pero por aquel entonces no se consideraba que estuvieren en el mismo nivel. Ceuta era más que Melilla y en aquel momento también se observaba que la esencia de España era una cosa territorialmente hablando y la propiedad de España era otra. Es decir, que Ceuta y Melilla, especialmente Melilla, más aún los llamados presidios menores, eran propiedad de España, pero no eran esencia de España. De ahí que fuera factible negociar su cesión a otro país si eso convenía al propietario por cualesquiera motivos. Una cosa era ser y otra poseer. España poseía el norte de África, pero no era en el norte de África. Tengo en mi poder, como una de mis más preciadas pertenencias bibliográficas, un opúsculo brevísimo redactado a mediados del siglo XIX por el presbítero Acosta en el que dice que «más que Ceuta y mil Ceutas vale

Gibraltar», anticipando la idea, que hizo suya el general Primo de Rivera, entre otros, de intentar un canje de Ceuta y Melilla por Gibraltar. En mi trabajo trataba de relativizar este tipo de cuestiones al hilo de una experiencia histó- rica determinada. Lo cierto es que me vino mucho mejor publicarlo como un librito que como artículo.

La segunda ocasión en que se trató de censurarme se produjo cuando el afamado y elogiable Instituto de Estocolmo SIPRI3 me pidió a través de uno de sus editores, Josef Goldblatt, que escribiera un artículo sobre las ra- zones por las qué España no era parte en el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP). Era propósito del Instituto sueco publicar un libro sobre los países que, estando en el umbral atómico, no eran parte del TNP y podían dotarse eventualmente de armas atómicas. Acepté la oferta, pero cumplido el en- cargo me devolvieron el original con dos páginas de anotaciones críticas, pues su propósito era desacreditar la no participación en el TNP y el mío, en cambio, justificarla. Así que les escribí más o menos lo siguiente: «ustedes me habían pedido un artículo sobre por qué España no es parte en el Tratado de No Proliferación Nuclear, no sobre por qué es tan idiota de no ser parte en el TNP. Para esto último yo no soy la persona adecuada». España no tenía ningún plan, ninguna política –salvo una pura especulación– para obtener el arma atómica. España se comprometía consigo misma, pero ¿por qué tenía que comprometerse con los americanos, con los ingleses, franceses o rusos, con los miembros del Club Atómico que habían sellado en el TNP un régimen discriminatorio que los privilegiaba a cambio de prácticamente nada, salvo cultivar la retórica del desarme progresivo de nunca empezar?

Dí por retirado mi capítulo del libro; pero no me quedé quieto. Me di cuenta que había asumido el encargo pensando en un lector inocente y me propuse reescribirlo para los ojos de un lector hostil. Así que consideré todas las críticas que me habían hecho los del SIPRI, para imaginarme un lector SIPRI, y contestarlas. El resultado fue un artículo enriquecido con la réplica a esas críticas, sin mencionar expresamente a SIPRI, publicado en Sistema, la Revista que dirigía Elías Díaz.

Llegamos a la tercera tentativa de censura, superada finalmente en este número de Cuadernos de Gibraltar, que se va a presentar esta tarde4. Se trata de

la voz Gibraltar. He escrito bastante aquí y allá sobre Gibraltar. Una última y extensa contribución apareció precisamente en un libro publicado por este departamento, titulado Gibraltar 300 años. Fue al poco cuando el Max Planck Institute, que auspicia la Encyclopedia of Public International Law, me pidió a tra- vés de su director, el profesor Rüdiger Wolfrum, que escribiera la voz Gibraltar para la Enciclopedia. Así lo hice tomando como referencia el trabajo publi- cado en Gibraltar 300 años, combinando síntesis y actualización. Contempo- ráneamente se me había pedido la redacción de otra voz sobre las Spanish Zone of Morocco Claims. Se trataba de comentar las sentencias pronunciadas por Max Huber en relación con reclamaciones planteadas por Gran Bretaña por hechos ocurridos en el Protectorado español del norte de Marruecos. Al principio, dado que se me había pedido la voz sobre Gibraltar, creí apresura- damente que se pretendía, lo que no dejaba de tener lógica, que me ocupara de Ceuta, Melilla y sus dependencias, reclamadas por Marruecos. Pronto salí de mi error al releer de nuevo la cabecera de la voz y me procuré los medios para satisfacer la encomienda adicional. Escribí y envíe las dos contribuciones y he aquí que al cabo de un año y medio el profesor Wolfrum, me devuelve la voz de Gibraltar, diciendo que, según sus asesores, su contenido es sesgado y no corresponde a los criterios de objetividad que la Enciclopedia requiere. Lo cierto es que yo ya era miembro del Instituto de Derecho Internacional; es decir, que no era un tuercebotas que acaba de empezar la carrera, me habían solicitado expresamente un análisis crítico de la situación y era eso lo que ha- bía hecho, no endosando por cierto las tesis oficiales españolas, porque yo no soy un partidario del Gibraltar español, así a lo loco, ni muchísimo menos. Yo soy un internacionalista que cree que hoy la población de Gibraltar no puede quedar al margen de cualquier negociación y que eso estaría en línea con el proceso histórico de cambio que se produce en nuestra sociedad. Por tanto, mi posición es muy abierta. Naturalmente, no guardo la mejor de las opinio- nes del señor Wolfrum, a quien requerí la retirada de la otra voz que había redactado, pues bajo estas circunstancias no quería que mi nombre apareciera en la Enciclopedia. El señor Wolfrum contestó que, entendiendo mi punto de vista, así se haría. Pero no cumplió. Y me encontré con la voz sobre las Spanish Zone of Morocco Claims. en el volumen IX de la Encyclopedia publicado en el 2012. Dada su misma naturaleza, esta voz tiene la virtud de su rareza

Esta –la voz Gibraltar redactada por encargo para la Encyclopedia– fue, como digo, mi tercer encontronazo con la censura editorial. ¿Qué ocurrió después? Simplemente archivé el artículo durante años y así habría seguido de no ser porque un buen día, hablando precisamente con el profesor Alejan- dro del Valle y sus colaboradores, surgió la idea de publicarlo en los Cuadernos, pero con una nota a pie de página explicando sucintamente su historia. Y así se ha hecho.

bibliográfica y la nula necesidad de mantenimiento, lo que hace innecesaria actualizaciones que yo, en todo caso, no estaba dispuesto a hacer.

Esta la voz Gibraltar redactada por encargo para la Encyclopedia fue, como digo, mi tercer encontronazo con la censura editorial. ¿Qué ocurrió después? Simplemente archivé el artículo durante años y así habría seguido de no ser porque un buen día, hablando precisamente con el profesor Alejandro del Valle y sus colaboradores, surgió la idea de publicarlo en los Cuadernos, pero con una nota a pie de página explicando sucintamente su historia. Y así se ha hecho.

Con estas anécdotas pongo de relieve que todos nos podemos sentir en un momento determinado perseguidos por visiones sectarias y prejuicios de quienes disponen de la prerrogativa de aceptar o no la publicación de nuestros trabajos, pero que al final, volvamos a los dichos de Santa Teresa, las puertas que se nos cierran abren ventanas que, en ocasiones, son más amplias que las puertas que se nos cerraron.

Voy ahora a dar un giro moderado a esta conferencia-confidencia planteando desde otra perspectiva la cuestión de la libertad e independencia académica a partir de los soportes editoriales en que han de manifestarse.

Tenemos que distinguir lo que es una publicación científica independiente de aquellas que se presentan como tales, sin serlo realmente. Por ejemplo, nunca se podrá comparar un cuaderno del Real Instituto Elcano con la Revista Española de Derecho Internacional. ¿Por qué? Porque la Revista Española de Derecho Internacional, la REDI, es una verdadera revista científica independiente mientras que los boletines de Elcano, –que pueden estar muy bien hechos–, parten de unas consignas, de unos prejuicios, parten de unos objetivos políticos, que mediatizan sus contenidos. Se publica sobre lo que la dirección quiere y en los términos en que quiere. Yo mismo tuve una experiencia personal cuando tras solicitarme la elaboración de un informe sobre Ceuta y Melilla y las reclamaciones de Marruecos, me abonaron puntualmente los honorarios y guardaron el documento, que nunca vio la luz, en un cajón. Es el caso de los think tanks americanos, de los desconfío enormemente, porque el auténtico investigador académico no establece las conclusiones antes de hacer el análisis. Llega a las conclusiones después de haber hecho el estudio y esas conclusiones probablemente no responden a su intuición, a los prejuicios que pudiera tener, pero que no asumió para escribir. El investigador debe buscar la verdad honestamente, aplicando métodos rigurosos, no tratando de tapar la verdad o de hacer pasar como verdad una falacia al servicio de una política determinada.

Los think tanks pueden ser servidores de esto último. Recordemos lo que pasó cuando Estados Unidos, con el gobierno de Aznar como uno de sus palme- ros, agredió a Iraq en marzo de 2003. Elcano se constituyó en la plataforma a partir de la cual el Gobierno de Aznar trató de legitimar la agresión, legitimar la guerra, y debo decir en honor de los internacionalistas que cuatrocientos profesores de Derecho Internacional firmaron un manifiesto contra la agresión. Elcano, sin embargo, tuvo la desfachatez de publicar un libro y llamarlo Irak y el Derecho Internacional firmado por cinco señores, ninguno de los cuales era iusinternacionalista.

He dicho que la REDI, en cambio, sí es una revista científica independiente y de ello hemos tenido una prueba recientemente. Entre el público de esta conferencia está presente un profesor de la Universidad de Cádiz que en el número uno de 2014 publicó un impresionante artículo sobre la falacia de la costa seca de Gibraltar. Mediante documentación histórica y análisis de la práctica el autor llega de una forma indiscutible a la conclusión que la costa seca nunca existió, salvo en los planteamientos políticos posteriores a la segunda mitad del siglo XX. La práctica, aportada al artículo, sobre la interpretación que las autoridades españolas hacían del Tratado de Utrecht, confirma que, de una forma u otra, Gibraltar tenía aguas. Cuestión distinta es determinar cuales eran esas aguas, lo que estaría en función de la reclamación sobre el territorio terrestre que se pudiera mantener. El territorio cedido al Reino Unido contaba con aguas propias. Evidentemente, no es lo mismo a este respecto el istmo que el resto del Peñón. El artículo publicado en la REDI no gustó evidentemente en instancias políticas por discrepar de la tesis oficial de que hay una costa seca en Gibraltar. Pero la REDI lo publica porque es una re- vista científica, que no tiene que dejarse llevar por un ideario partisano, por unas consignas; para eso está Elcano. La libertad y la independencia científica, consiste en escribir sin prejuicios, sin responder a consignas, sin plegarse a políticas predeterminadas.

Esa misma REDI, en el número 2 de 2015, incluyó un artículo que trata- ba de dar réplica al artículo del que acabo de hacer mención. Una iniciativa alentadora al propiciar el debate, sin considerarlo una ofensa personal. El debate siempre enriquece, al menos cuando se basa en razonamientos y no

en descalificaciones. No es que este segundo artículo se presentase explíci- tamente como una respuesta al anterior, pero que lo era se desprendía cla- ramente de su contenido y algunas críticas que se hacía al autor del artículo precedente. En mi opinión el segundo artículo fracasa en su intento. Porque sustenta su argumentación en un punto que nadie ha discutido, a saber, que las partes en un Tratado o incluso un sujeto unilateralmente pueden renunciar a la proyección marina de su territorio terrestre y hay casos de costa seca. Por supuesto que los hay ¿quién dice lo contrario? Se citan algunos casos que co- nozco bien, como el del río San Juan, ejemplo de costa seca fluvial. En efecto, mediante el Tratado de 1858 conocido como Cañas – Jerez, entre Costa Rica y Nicaragua, se dispuso que la frontera se localizaba en la ribera oriental del río, nicaragüense en todo su recorrido. También se cita el caso de la Laguna Merín, entre Uruguay y Brasil. La laguna era totalmente brasileña, pero Brasil renunció a su derecho y compartió sus aguas con Uruguay porque advirtió que Argentina quería aplicar la misma doctrina al Mar del Plata, decretando costa seca la ribera de la República Oriental en el estuario. La costa seca siempre es posible, pero no presumible. Evidentemente, el principio de que la tierra se proyecta sobre el mar es un principio dispositivo, no imperativo. Todo Estado puede renunciar a su costa mediante acuerdo. Pero debe probarse que así ha sido.

Por último, a lo largo de mi vida he ido desarrollando mi condición de abogado internacionalista. Inicialmente era solo un profesor, pero con el paso del tiempo, fundamentalmente a partir de la segunda mitad de los años 80 del pasado siglo, empecé a asumir un papel como consejero y abogado en con- tenciosos ventilados ante la Corte Internacional de Justicia. Fue Nicaragua el primer país que solicitó mi concurso, primero en casos que giraban en torno al uso de la fuerza y luego en los muy numerosos resultantes de la judiciali- zación de su política territorial y de fronteras. Nicaragua ha sido el principal cliente de la Corte, unas veces como demandante y otras como demandado. Eso hizo que durante muchísimos años haya tenido la fortuna de encontrar- me trabajando en un ámbito que a cualquier internacionalista apasionaría. A Nicaragua se añadieron España, El Salvador y más recientemente Bolivia. El hecho de ver el derecho en otra forma, tener quince jueces, o incluso dieciséis o diecisiete (cuando a los miembros de la Corte se agregan uno o dos jueces ad hoc), delante de ti en unas audiencias orales es excitante. La adrenalina se

dispara.

Los casos de Bolivia, en particular el relativo a la obligación de Chile de negociar un acceso soberano de Bolivia al océano Pacífico, concitan una amplia simpatía en la opinión pública de terceros países. Uno puede sentirse muy cómodo en su papel. Perder un territorio de ciento veinte mil kilómetros cuadrados y cuatrocientos kilómetros de costa a manos del ejército chileno en 1879 – 1884, para convertirse en un Estado mediterráneo, sin litoral, fue una experiencia muy amarga que ha quedado impresa en el ADN de los bo- livianos. Con independencia del discurso legal y judicial parece poco com- prensible, política, moral y humanamente, que un país como Chile con cuatro mil kilómetros de costa, muchos de ellos conquistados a Bolivia y a Perú, se niegue a dar a Bolivia diez o quince kilómetros de costa y un corredor de mil quinientos kilómetros cuadrados en un territorio que no ha sido tradicio- nalmente chileno. Chile no lo heredó de España, Chile ocupó las provincias y departamentos bolivianos y peruanos en una época en que el derecho de conquista se tambaleaba ya como título de dominio, que consolidó con los tratados de paz. Naturalmente, ahora predica el pacta sunt servanda. ¡Ojo!, El del tratado sacrosanto de 1904; no ciertamente el tratado de 1866, ni el tra- tado de 1876, que Chile violó desde la fecha en que ocupó Antofagasta sin previa declaración de guerra. Es el privilegio del vencedor.

La conjunción del profesor con el abogado y del abogado con el profesor anima la última reflexión con la que voy a concluir mi intervención. Hace unos años el profesor Jiménez Piernas, catedrático en la Universidad de Al- calá, me invitó a dictar un curso de doctorado sobre la práctica de la asesoría jurídica externa a la Administración pública. En aquel momento pensé que el curso iba a ser visto y no visto. Para mi sorpresa encontré, al prepararlo sobre la base de mi propia experiencia, que tenía largo recorrido. Aquello funcionó, se puso blanco sobre negro y se publicó tanto en español como en inglés. Más adelante, la Universidad de Cádiz me quiso invitar también a que hablara de mi experiencia como abogado internacionalista, pero sobrevino entonces la oprobiosa crisis sistémica de la economía capitalista que acabaron pagando los ciudadanos y no los banqueros, y el proyecto quedó aparcado. La idea me gustaba; tenía interés y permitía presentar con sentido práctico situaciones que suelen quedar en los márgenes de la información publicada.

Si recurrimos a la caricatura, que es un noble arte gráfico, podríamos

decir que el profesor publica y no cobra y el abogado cobra y no publica. Sería, en efecto, desleal que el abogado, siendo profesor, caiga en la tentación de transformar un dictamen, un informe de parte, en artículo científico, sin señalar que ha actuado como abogado. Eso hay que tenerlo deontológica- mente muy claro. El precio de ser abogado es no publicar sobre aquello que se está trabajando (el deber de confidencialidad así lo impone, por otro lado) y si eventualmente, en determinadas circunstancias, la ventana -de nuevo la ventana- de la publicación se abre, ha de constar con toda claridad que el autor ha actuado como abogado de parte. Es una regla fundamental de la moral pública y profesional desvelar el contexto de un trabajo para que nadie se llame a engaño y el lector (o el oyente) aplique los elementos reductores de credibilidad que considere oportunos. Personalmente tengo como norma, mientras siga en activo, no publicar sobre las cuestiones en las que trabajo como abogado, aunque en seminarios de posgrado no tengo inconvenien- te, siempre partiendo de -y respetando las exigencias de-tal condición, en abrir debates sobre puntos candentes que acaban siendo de mutuo provecho. Cuando me vaya a disfrutar por fin de la vida eterna, lo que espero retrasar en la medida de mis posibilidades, mis herederos se encontrarán con decenas y decenas de papeles no publicados, que tienen que ver con los casos en los que he intervenido. Me temo que su destino será el fuego o la polilla. El pro- fesor lee de forma distinta al abogado. Cuando lees como profesor, lo lees todo queriendo captar una cuestión en todas sus dimensiones; cuando eres abogado, lees en diagonal, desechando lo que no te conviene, enfatizando lo que te conviene y esperando que el adversario sea menos diligente o despierto que tú. El abogado antepone el objetivo, siempre el objetivo.

Deseo terminar señalando la vinculación afectiva que me une a este Cam- pus y al departamento de Derecho Internacional Público de la Universidad de Cádiz por varios motivos, subjetivos y, también, objetivos. Uno de estos es su acierto al decidir integrar su investigación en el entorno natural. Hay univer- sidades tierra adentro que se dedican al mar y universidades próximas al mar que hurgan en las profundidades de la tierra. Una universidad, especialmente si vive en una periferia determinada, tiene que priorizar, si quiere ser útil y provechosa, los problemas que interesan a su entorno. La Universidad de Cá- diz, este Campus de Algeciras, el departamento de derecho internacional lo ha interpretado de maravilla y hoy es una referencia inexcusable en las relacio-

nes de vecindad transfronterizas en un entorno complejo en que las reclamaciones territoriales de ida y vuelta se mezclan con la emigración irregular o la contaminación marina. Y es, digo, una referencia inexcusable porque quienes componen el departamento actúan con un método científico, con libertad y con independencia; no respondiendo a consignas, no como un eslabón de políticas predeterminadas; buscando la cooperación de los vecinos, de los próximos, en pos de propuestas constructivas, compartidas. Al hilo de eso se ha formado un grupo humano, aparentemente bien avenido –elemento que se agradece, porque hay Campus españoles que viven en estado de guerra preventiva y hospitalario del que he sido beneficiario repetidas veces, lo que convoca a esos motivos subjetivos que, junto con los ya mencionados, alimentan mi vinculación a esta Universidad, a este Campus, a este departamento, a quienes lo forman.

Muchas gracias.

Referencias

Transcripción de la Conferencia por el Prof. Dr. D Antonio Remiro Brotóns el 27 de Noviembre de 2015, en la inauguración de las Jornadas Soberanía y Territorio de las Españas, 200 años después de la Constitución de Cádiz: el Área del Estrecho, celebradas en la sede de la Facultad de Derecho en Algeciras.

Referencias

Catedrático Emérito de Derecho Internacional Público (Professeur des Universités– Emeritus Professor), Universidad Autónoma de Madrid.

Referencias

Stockholm International Peace Research Institute (Nota del Editor).

Referencias

El autor se refiere su artículo BROTÓNS, R., «Gibraltar», Cuadernos de Gibraltar/Gibraltar Reports, 1 (2015), pp. 13-24 (Nota del Editor).

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