Artículos
Hannah Arendt: la desobediencia civil como expresión de la libertad política en tiempos de oscuridad
Hannah Arendt: Civil Disobedience as An Expression of Political Freedom in Dark Times
Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 22, núm. 2, 2023
Recepción: 19 Septiembre 2022
Aprobación: 10 Noviembre 2022
Resumen: el objetivo de este ensayo es analizar las reflexiones arendtianas sobre la desobediencia civil. Según Arendt, la desobediencia civil no se puede confundir con la objeción de consciencia. En el contexto específico de la República Americana, es una acción política colectiva que es compatible con el espíritu de las leyes constitucionales, dado que los ciudadanos pueden hacer valer su libertad de disentimiento frente a medidas injustas tomadas por el gobierno de turno. De esta manera, para Arendt, la desobediencia civil promueve la creación de un espacio público para el ejercicio de la libertad ciudadana ante los peligros de despolitización contenidos en agendas gubernamentales que buscan satisfacer los intereses de ciertos partidos políticos y grupos de presión. Desde esta perspectiva, se intenta explicar cómo este tipo de acción reafirma el poder de la ciudadanía y rompe con el conformismo social al inaugurar espacios públicos de participación directa que revitalizan la vida política en el contexto de democracias en crisis.
Palabras clave: desobediencia civil, acción política, libertad, protestas ciudadanas.
Abstract: the aim of this paper is to analyze Arendt’s reflections on civil disobedience. According to Arendt, this type of action cannot be confused with conscientious objection. In the specific context of the American Republic, civil disobedience is a collective action that it is compatible with the spirit of the constitutional laws, due to the citizens can assert their freedom of dissent against unjust measures, when these are taken by the government in power. In this way, for Arendt, civil disobedience promotes the creation of a public space for the exercise of citizen freedom in the face of the dangers of depoliticization, when these are contained in governmental agendas that seek to satisfy the interests of certain political parties and pressure groups. From this perspective, I try to explain how this type of action reaffirms the power of citizenship and it breaks with social conformism; this action opens public spaces for direct participation and revitalizes political life in the context of democracies in crisis.
Keywords: Civil Disobedience, political action, freedom, citizen protests.
En 1970, Hannah Arendt publicó el ensayo “On Civil Disobedience”[1], donde desarrolla una reflexión muy lúcida sobre la acción colectiva de la desobediencia civil en el contexto norteamericano de finales de los años sesenta, el cual se caracterizó por una enorme crisis política e institucional. En estos años, las principales calles de las ciudades de EUA se transformaron en los epicentros de masivas protestas ciudadanas. Por un lado, emergieron fuertes movilizaciones en contra de la guerra en Vietnam y, por otro lado, los movimientos afroamericanos se congregaron para reclamar sus derechos civiles en contra de la segregación y violencia racial. Estas movilizaciones fueron reprimidas, en varias ocasiones, violentamente por las fuerzas de seguridad de algunos Estados Federales, desencadenando un enorme descontento social en amplios sectores de la ciudadanía.
Frente a la emergencia de las protestas ciudadanas y las sucesivas tensiones con el gobierno, se suscitaron los siguientes cuestionamientos en el ámbito intelectual de la época: ¿El abuso de poder de los gobernantes en las democracias representativas puede socavar la confianza de los ciudadanos en la fidelidad y el cumplimiento de la ley?, ¿las campañas de desobediencia civil son eficaces para lograr cambios deseables en la legislación?, ¿cuáles son los alcances de este tipo de protestas? Las reflexiones de Arendt son un ejercicio de comprensión sobre estas coyunturas, y constituyen un intento iluminador por analizar la desobediencia civil como acción política con sus alcances propios. El propósito de este ensayo es comprender críticamente los aportes de Arendt frente a este tema con sus repercusiones y límites teóricos. En la primera parte, se analizará el caso de Sócrates en el Critón que la pensadora trae a colación para analizar sus reflexiones sobre el concepto de ley. En la segunda parte, se expondrá por qué para Arendt la desobediencia de Henry David Thoreau es un caso de resistencia individual. En la tercera parte, se examinará la concepción arendtiana de la desobediencia civil y, en la última parte, se reflexionará los límites de las reflexiones arendtianas a partir de las agudas críticas de Judith Butler.
1. La relación moral de Sócrates con el nómos
Para comenzar su reflexión, Arendt toma como punto de partida las imágenes de Sócrates y Thoreau, quienes aparecen como dos referentes ejemplares en la literatura sobre este tema, en la medida en que en la tradición occidental es comprensible que en una situación límite el acuerdo de un ciudadano con lo demás pase a ser secundario frente a una decisión individual tomada in foro conscientiae. En el caso de Sócrates, la pensadora judeoalemana dirige su atención a los argumentos presentados por Platón en el Critón. Mientras Sócrates estaba en la cárcel, esperando su ejecución, Critón lo visita con el fin de convencerlo de que escape de Atenas. Sin embargo, Sócrates decide no aceptar la ayuda de su amigo, alegando básicamente tres razones: 1) Su desgracia personal no le autorizaba a romper su consentimiento con las leyes de la ciudad; su pugna no era con las leyes, sino con los dictámenes arbitrarios de los jueces. 2) Si hubiera decidido escapar, el veredicto del juicio parecería justo. 3) Como ciudadano ateniense había asumido un contrato político y, por ende, era una deuda de honor civil quedarse en Atenas.
Si nos preguntamos cuál es la relación moral entre Sócrates y la ley, es importante dirigir nuestra atención a su obra The Human Condition. En esta, Arendt (1998) introduce una aclaración importante: para los antiguos griegos, el establecimiento de una ley por parte de los legisladores era una acción de carácter prepolítico que tenía por fin fijar los límites dentro de los cuales los ciudadanos podían vivir libremente. La autora señala: “La ley de la ciudad-estado no era el contenido de la acción política […] Literalmente era una muralla, sin la que podría haber habido un conjunto de casas, una ciudad (asty), pero no una comunidad política. Esta ley-muralla era sagrada, pero solo el recinto era político” (Arendt, 1998, p. 64). Las leyes eran fundamentales, porque constituían el espacio público y establecían las instituciones que regulaban la relación entre los ciudadanos como seres iguales. En esta dimensión legal, se jugaba la vida política, donde los ciudadanos podían hacer ejercicio de su libertad y distinguirse entre sí a través de la acción y el discurso. Así, la esfera política surge con la acción de los ciudadanos y las fronteras de la ley son las que delimitan un espacio público preexistente y garantizan su protección.
Arendt nos advierte que el nómos solo tenía un rango de aplicación local; en la Antigua Grecia cada ciudad-estado tenía sus propias leyes particulares, las cuales no eran necesariamente extensivas unas a otras. Según la pensadora judeoalemana, la legislación de las polis griegas emergía de la labor artesanal de los legisladores, no de la acción conjunta de los ciudadanos:
Debemos recordar sumariamente la noción griega, tan distinta, de lo que en origen es una ley. Esta, tal como la entendían los griegos, no es ni acuerdo ni tratado, no es en absoluto nada que surja en el hablar y actuar entre hombres, nada, por lo tanto, que corresponda propiamente al ámbito político, sino esencialmente algo pensado por un legislador, algo que ya debe existir antes de entrar a formar parte de lo político propiamente dicho (Arendt, 1997, p.121).
Las leyes encarnaban formas prepolíticas de vivir y actuar y, por supuesto, distinciones sobre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. De aquí que en las polis antiguas no hubiera una distinción entre lo que hoy comprendemos por la moral y el derecho. A juicio de Arendt, el legislador era como el arquitecto de las murallas de la ciudad-estado, alguien que debía realizar y acabar su trabajo para que comenzara la actividad política. Por su parte, los jueces tenían el deber velar por el cumplimiento del nómos y no podían renunciar a sus principios por intereses particulares, ya que el fin de cualquier legislación y su aplicación era el bien común; una concepción que vamos a encontrar en las reflexiones de Aristóteles en La Política.
El legislador (nomothetes) no era necesariamente algún miembro de la polis, de aquí que sus actividades estuvieran claramente diferenciadas de las actividades auténticamente políticas de los ciudadanos en las ágoras, pero debía tener los estudios y la prudencia para crear las leyes que se le encargaban, así como cuando a un escultor o a un arquitecto se les solicitaba algo que la ciudad necesitaba. Teniendo en cuenta lo anterior, Arendt considera que si Sócrates desobedecía las leyes fundacionales de Atenas, renunciaba a su propia identidad política como ateniense; infringir el nómos equivalía a sobrepasar una frontera impuesta a la existencia, es decir, caer en la hybris. La ley no tenía ninguna validez fuera de la polis, su capacidad de vínculo solamente se extiende al espacio que contiene y delimita.
En el Critón, podemos observar que, sin considerar su interés personal, Sócrates rechaza escapar de prisión y acatar el nómos. Sin embargo, podríamos preguntarnos ¿Por qué lo hace? En un principio, nada lo obliga a acatarlas. Podría haber salvado su vida, a costa de violar las leyes de la ciudad. Pero, por el contrario, se obliga a sí mismo a cumplirlas, situándose en un punto de vista que supera su interés personal. En su caso, podemos ver que su obediencia no es ciega, sino que, por el contrario, se desprende de un ejercicio de reflexión que le permite elegir el respeto a las leyes, porque estas iluminan los principios constitucionales que dieron origen a la ciudad-estado. A partir de lo anterior, Arendt deduce que el acto de Sócrates no es propiamente un acto de desobediencia ante la ley; por el contrario, su decisión de morir respetando las leyes constitucionales y demostrando la invalidez de todos los cargos que los jueces le imputaron, dejó al descubierto otro gran problema: cuando las decisiones de los jueces no eran aplicadas con justicia e imparcialidad, los ciudadanos quedaban expuestos a la tenebrosa situación de ser totalmente vulnerables a los dictámenes arbitrarios de las autoridades.
Las leyes fundacionales de la polis podían ser justas, pero si los jueces realizaban interpretaciones amañadas que iban en contravía del ejercicio de la libertad política en el espacio público, podemos encontrarnos que infringieron paradójicamente las leyes que tanto pregonaban defender, lo cual desencadenó a la larga que su autoridad se resquebrajará; sus ordenamientos perdieran validez y su poder vinculante ante la comunidad. Por el voto de confianza que les había sido conferido por la ciudad-estado, los jueces tenían el enorme compromiso moral y político de dar ejemplo con sus palabras y acciones en la esfera pública; pero esto no ocurrió, sus actos arbitrarios terminaron subvirtiendo el orden mismo de la ciudad-estado.
En la The Fragility of Goodness: Luck and Ethics in Greek Tragedy and Philosophy, Martha Nussbaum (1999) señala que en el momento en que esta situación acontece podemos presenciar “la completa desintegración de una comunidad moral, el declive y la corrupción (…) La comunidad ética cambia de carácter. Actúa como lo hacen sus agentes; ninguna ley puede detener este deterioro orgánico” (p. 404). Este problema muestra el carácter frágil de las leyes, puesto que su sentido y poder vinculante depende del respeto y compromiso compartido entre las autoridades y los ciudadanos. De modo que las leyes se transforman en letra muerta cuando no son puestas en práctica, porque no es posible garantizar su cumplimiento y, en el peor de los casos, esta corrupción puede llegar a malograr incluso el carácter de los mismos ciudadanos, quienes pueden actuar como lo hacen las autoridades en la vida cotidiana, violando las leyes o tolerando impunemente las injusticias que sufren otros. En el caso de Sócrates, su condena arbitraria fue la máxima expresión de la enorme decadencia política y moral de la democracia ateniense del siglo V a. de. c.
Luego, Arendt pasa a analizar una diferencia importante entre el concepto de nómos de la Antigua Grecia y el concepto de lex de la República Romana. Si bien el nómos abarca el espacio en que los hombres viven cuando renuncian a la violencia, contiene en sí misma un componente violento, tanto por lo que respecta a su surgimiento como a su esencia. Ha surgido de la producción, no de la acción conjunta de los ciudadanos en las ágoras; el legislador es igual que el urbanista y el arquitecto, no al hombre de estado y el ciudadano. La ley produce el espacio de lo político y contiene, por lo tanto, lo que de violento tiene el acto de producir. En este sentido, la acción de los ciudadanos queda subordinada a la ejecución de legislativas, lo cual guarda correspondencia con la teoría política de Platón en la República y Las Leyes. Por ende, la ley griega no poseía una dimensión relacional e intersubjetiva que se encuentra como, por ejemplo, en el concepto romano de ley (lex).[2] Es con la constitución de la República Romana, tras la guerra entre patricios y plebeyos, que la res pública emerge del espacio intermedio entre ciudadanos diversos. La ley romana instaura relaciones entre los hombres, unas relaciones que no son ni las del derecho natural, en las que todos reconocen por naturaleza a través de la voz de la conciencia, lo que es bueno y malo, lo que es justo o es injusto; ni las de los mandamientos, que se imponen desde fuera, sino las del acuerdo participativo directo entre contrayentes (consensus universalis). Este acuerdo tiene lugar por el interés compartido de las diversas partes de erigir una ley común que tuviera en cuenta todas las partes:
La lex romana a diferencia e incluso en oposición a lo que los griegos entendían por nómos, significa propiamente «vínculo duradero» (...) Por lo tanto, una ley es algo, que une a los hombres entre sí y que tiene lugar no mediante una acción violenta o un dictado sino a través de un acuerdo y un convenio mutuos. Hacer la ley, este vínculo duradero que sigue a la guerra violenta, está ligado a su vez al hablar y replicar, es decir, a algo que, según griegos y romanos, estaba en el centro de todo lo político (Arendt, 1997, p. 120).
Como podemos ver, Arendt traza una distinción crucial entre el sentido griego de nómos y el sentido romano de lex. Para los romanos, la actividad legisladora y las leyes mismas correspondían al ámbito de lo propiamente político en la medida en que se creaba un espacio intersubjetivo con vínculos estables, mientras que, conforme a la noción griega, la actividad del legislador estaba tan radicalmente diferenciada de las actividades auténticamente políticas de los ciudadanos de la polis. Según su interpretación, aunque la República Romana cayó tras la expansión del Imperialismo, el sentido original de lex fue recuperado siglos más tarde por los padres fundadores de los Estados Unidos, quienes vieron en la Constitución el más importante y noble de todos los actos revolucionarios; su acto de fundación estaba centrado en la felicidad pública, y en la creación de un cuerpo político que garantizara el ejercicio de la libertad política y su manifestación. La Constitución Norteamericana emergió a partir de principios compartidos que brotaban de un consensus universalis, es decir, nació del consenso de todo un pueblo tras las batallas por su independencia frente al colonialismo británico. Los padres fundadores no veían en la Constitución meramente un mecanismo para limitar la acción del joven Estado ante posibles arbitrariedades, sino un acuerdo duradero para apoyar a las futuras generaciones en el ejercicio de su libertad política. En este caso, la autoridad que emana de la Constitución y la libertad no son contradictorias, porque la autoridad ejemplifica el poder de la ciudadanía de inaugurar autónomamente un espacio político a partir de la creación de leyes democráticas compartidas y abre la posibilidad para que las generaciones futuras puedan decidir el rumbo del cuerpo político.
2. La resistencia moral de Thoreau ante una ley injusta
Si bien la pensadora judeoalemana reconoce la novedad de la fundación de la Constitución Norteamericana, advierte que desafortunadamente no garantizó la inmediata abolición de la esclavitud. Por ende, vemos en la puesta en práctica de los principios constitucionales una contradicción: si bien en la Constitución se reconocía que todos los hombres en el suelo norteamericano eran libres e iguales y tenían los mismos derechos civiles, los padres fundadores no reconocieron estos mismos derechos en las poblaciones esclavas, puesto que la manutención de la esclavitud estaba ligada a los intereses económicos de la clase burguesa, capitalista e industrial dominante. Las comunidades afroamericanas fueron consideradas unidades de fuerza de trabajo económicamente rentables; por ende, los esclavos fueron desprovistos de su humanidad y su libertad política para actuar.
Solo hasta el año 1865, más de 87 años desde que se desencadenaron las guerras de independencia, Abraham Lincoln sancionó la Décima Tercera Enmienda Constitucional que puso fin a esta cruel institución tras los sucesivos enfrentamientos entre los abolicionistas y esclavistas. Sin embargo, esta enmienda no fue aceptada especialmente por los Estados Federales del Sur y las disposiciones sobre la igualdad racial quedaron prácticamente incumplidas. El no reconocimiento de los Derechos civiles de las poblaciones afroamericanas dio lugar a la segregación racial. Las leyes Jim Crow fueron promulgadas inicialmente en el año 1876 por algunas legislaturas estatales blancas bajo el auspicio de demócratas ultraconservadores, para separar políticamente a estas comunidades de todas las instituciones públicas por mandato de iure.
Teniendo en cuenta este complejo contexto, Arendt pasa analizar el caso de Thoreau que a primera vista parece más pertinente para tratar el tema de la desobediencia civil. En 1846, el escritor norteamericano pasó una noche en la cárcel por negarse a pagar un impuesto que financiaba el sistema estatal esclavista. A diferencia de Sócrates, su protesta era en contra de la injusticia de una ley durante su estancia en Walden. A partir de esta situación, Thoreau publicó en el año 1849 el famoso ensayo On the Duty of Civil Disobedience, donde introduce la expresión “desobediencia civil” y esta comienza hacer parte de nuestro vocabulario político y la tradición del pensamiento político occidental. Lo problemático de su posición es que “esta no estaba basada en la relación moral de un ciudadano con la ley, sino en la conciencia individual y en la obligación moral de la conciencia” (Arendt, 1972, p. 49). Thoreau reconocía que su acto no buscaba abolir la esclavitud, ni extirpar el mal del mundo, sino que no pretendía apoyar una ley injusta, ni ser obligado a convertirse en el agente de la injusticia hacia otros.
El pensador norteamericano era consciente de la fragilidad y la naturaleza contingente de su acción: “Él llegó a este mundo, no fundamentalmente para convertirlo en un buen lugar en que vivir, sino para vivir en él, fuese bueno o malo” (Arendt, 1972, p. 49). Por estas razones, la autora hace la siguiente advertencia: si tenemos la suerte de ser arrojados al mundo y nacer en un buen lugar para vivir, en un país cuyas leyes garanticen la libertad política y donde sus males no nos obliguen a ser los cómplices de los padecimientos de otras comunidades, podemos hacer un alto en el camino para hacer frente a una ley específica cuando esta sea cruel y arbitraria. En caso contrario, si somos arrojamos a un contexto extremo, donde se ha normalizado la maldad y la violencia hacia otras comunidades, relativamente pocas personas tendrán los recursos necesarios para resistir la corrupción moral del carácter y el conformismo a ordenamientos jurídicos injustos.
Tanto Sócrates como Thoreau tomaron decisiones personales, respondiendo solamente a su propia conciencia moral; por ende, sus actos son individuales y esencialmente, apolíticos. La pensadora señala que “la consciencia es apolítica. No se halla interesada en el mundo donde se cometen los males o en las consecuencias que esos males tendrán para el curso del futuro” (Arendt, 1972, p. 49). De forma similar a Sócrates, para quien era mejor sufrir un daño que infligirlo, Thoreau se negó a pagar la captación que promovía la esclavitud, porque su conciencia se negaba a ser cómplice de un acto atroz. Su acción individual de desobediencia a la ley no pretendía cambiar el contexto político y moral que legitimaba esta práctica inhumana, sino mantener su integridad personal siendo coherente con sus propios principios éticos.
Arendt observa que la discrepancia entre “el deber oficial” y “el deseo personal” evidencia el antiguo conflicto entre “el buen ciudadano” y “el hombre bueno”; entre la política y la moral personal. Según Aristóteles, “el hombre bueno” solo puede ser un buen ciudadano en un buen estado; sin embargo, en contextos perversos, donde se ha normalizado la opresión a otros, los ciudadanos más fieles al gobierno pueden llegar a transformarse en criminales o tolerar el mal que sufren otros, dejando de lado cualquier tipo de coherencia ética personal. Thoreau fue tan consecuente consigo mismo al reconocer explícitamente que estaba expuesto a la acusación de ser “un ciudadano irresponsable” por no pagar el impuesto local al cual estaban obligados sus conciudadanos. Dado que él no apoyaba como ciudadano la maquinaria institucional que legalizaba la esclavitud, no podía considerarse responsable políticamente de las consecuencias de esta institución, sino que a la sumo sólo podía asumir una responsabilidad personal por sus opiniones y sus acciones. Arendt considera que los actos tanto de Sócrates como Thoreau revelan que los dictámenes de la consciencia no solamente son apolíticos, sino que además son puramente subjetivos. Son principios éticos evidentes para aquellos que reflexionan y examinan constantemente sus opiniones y sus acciones; para quienes no reflexionan, para quienes no mantienen el diálogo reflexivo consigo mismos, no son necesariamente evidentes (Cohen, 1966). Estos dictámenes dependen del cuidado de uno mismo y la coherencia entre lo que se piensa y se hace; siguiendo las palabras de Albert Camus, se enraízan “en la propia salud espiritual y bienestar del individuo que resiste moralmente situaciones arbitrarias” (Arendt, 1972, p. 64).
En este punto, es importante preguntarse ¿qué entiende la autora por la palabra moral? En el artículo “Existencial Values in Arendt´s Treatment of Evil and Morality”, George Kateb (2013) señala muy iluminadoramente que en la obra arendtiana hay por lo menos dos usos de la noción de moral que no debemos confundir (pp. 342-373). En primer lugar, se encontra la moral comprendida como las costumbres, los hábitos y las creencias, que son convenciones que se reconocen y practican en un contexto cultural. Las costumbres y las creencias cambian debido a la naturaleza contingente e impredecible de los asuntos humanos, aunque algunas de ellos se “solidifican a través de la tradición” y son válidas “sobre la base de acuerdos comunes” o “la conformidad de los individuos”. Por ejemplo, el mandamiento moral “no debes matar” es un principio moral que posee una validez casi universal y se ha solidificado en la tradición occidental a partir de un enorme consenso entre diversos contextos culturales. El hogar de la moral es la vida cotidiana, pero las personas manifiestan sus costumbres, hábitos y creencias también en la esfera pública.
Aunque Arendt aborda el tema de la moral no demarca una distinción tajante entre lo público y lo privado; su naturaleza es híbrida por emerger de la esfera de lo social y por surgir de ella hay que tener cuidado en el momento en que las costumbres y las creencias se orientan a la alienación de las opiniones y acciones individuales. No todas las costumbres y creencias morales son justas, algunos pueden provocar en otros un enorme sufrimiento al reproducir mecanismos de dominación y/o exclusión. Tanto la moralidad como la legalidad dependen de las relaciones de poder y conformismo que se establecen en un contexto político y cultural dado. La esclavitud fue una institución legal y justificada moralmente desde el mundo antiguo hasta la modernidad. El exterminio de las comunidades judías, gitanas y soviéticas en el totalitarismo nazi fue legitimado legal y moralmente por gran parte de la ciudadanía alemana. La segregación racial en EUA fue también legal y contó con la aprobación moral de la mayor parte de la población blanca en el siglo XIX.
Debido a lo anterior, Arendt advierte que las normativas políticas, civiles y penales deben ser examinadas críticamente, y producto de “pactos comunes” anclados al reconocimiento de la pluralidad humana y la libertad política de todos los ciudadanos. La legalidad debe ser moralmente neutral y su validez ejemplar depende de la constitución de un espacio público institucional y jurídico que realmente garantice el respeto por la diferencia; por ende, las leyes deben estar abiertas al cambio de acuerdo con el carácter cambiante de los asuntos humanos. De esta manera, la vinculación entre la ética y la política solo es posible cuando las personas reflexivas actúan juntas, inspiradas por una opinión crítica que vela, realmente, por el respeto de la pluralidad humana y la defensa de la libertad política. Si un sector de la población comete una injusticia hacia una comunidad minoritaria en un contexto político republicano, este daño amenaza la constitución del espacio público y sus pilares y, por consiguiente, este tipo de actos deben ser sancionados jurídicamente y evitados. De modo que cuando se legitima la participación ciudadana a través de las leyes, sin excluir a ciertas comunidades por su origen étnico, su género, su orientación sexual o su estatus social, la libertad política se despliega en un espacio público enriquecedor en pluralidad de opiniones y acciones con sus respectivas heterogeneidades en relación a un interés común.
En un segundo sentido, en el pensamiento arendtiano la moral tiene un significado más profundo y auténtico:
La moral tiene que ver con el individuo en su singularidad. El criterio de lo que está bien y lo que está mal, la respuesta a la pregunta ¿Qué debo hacer?, no depende en última instancia de los hábitos y las costumbres que comparto con quienes me rodean, ni de un mandamiento de origen divino o humano, sino de lo que yo decido en relación conmigo mismo (…) Estar conmigo mismo y juzgar por mí mismo se articula y actualiza en los procesos de pensamiento, y cada proceso de pensamiento es una actividad en la que hablo conmigo mismo acerca de todo aquello que me afecta (Arendt, 2003, p. 97).
En este segundo significado, se puede deducir que la persona que posee “un auténtico carácter ético” es aquella que no seguía necesariamente por lo ya previamente establecido, sino que mantiene un diálogo interno consigo misma, que la lleva a reflexionar constantemente sus creencias, sus opiniones y sus acciones. Esta actividad de pensamiento moral puede tener ciertas implicaciones políticas bastante interesantes en circunstancias inusuales. Arendt (1972) señala: “Los hombres buenos solo se manifiestan en las situaciones de emergencia, cuando de repente, como si no vinieran de parte alguna, aparecen en todos los estratos sociales. El buen ciudadano ha de resultar conspicuo” (p. 65). En el caso de Thoreau, se ve claramente cuando se percata que su acto de negarse a pagar la ley de captación llamó la atención pública y propició el debate sobre la resistencia del ciudadano de a pie frente a una ley injusta. Su decisión, no obedeció a su apego a leyes federales, ni a las creencias morales que legitimaban la esclavitud, sino a que su pensamiento crítico activó su conciencia y su capacidad de juzgar por sí mismo los acontecimientos. El acto virtuoso de Thoreau es, más bien, un acto de resistencia individual que tuvo cierta repercusión pública, pero que no posee una dimensión política en la medida en que no buscaba cambiar directamente las políticas estatales que legalizaban esta cruel institución, sino salvar su consciencia moral. En realidad, fueron los movimientos abolicionistas colectivos los que lograron frenar esta práctica terrible con las comunidades afroamericanas a través de arduas luchas. Desde este punto de vista, la posición de Thoreau se halla anclada a la perspectiva liberal que busca proteger la libertad de disentimiento del ciudadano frente a las injerencias del Estado.
En este aspecto, Arendt establece una diferencia crucial entre la objeción de consciencia y la desobediencia civil. ¿Qué diferencia hay entre ambas? Mientras el objetor de consciencia rechaza acatar una medida apelando a su conciencia personal, la cual es apolítica; el desobediente civil:
[…] aunque normalmente disiente de una mayoría, actúa en nombre y en favor de un grupo; desafía a la ley y a las autoridades establecidas sobre el fundamento de un disentimiento básico y no porque como individuo desee beneficiarse de una excepción para sí mismo (Arendt, 1972, p. 76).
En otras palabras, mientras la objeción de conciencia es un acto individual y de carácter apolítico que implica una resistencia moral personal frente a una ley o medida arbitraria, la desobediencia civil es una acción política colectiva que cuestiona la arbitrariedad de una ley específica en pos de un interés común o por el respeto de principios constitucionales loables[3]. Por estas razones, como muy bien lo señala Stefania Fantauzzi (2018):
El análisis de Arendt sobre la desobediencia civil no se inscribe en lo que podríamos llamar la tradición cartesiana, que hace del yo el terreno ontológico y único locus de la verdad, ni en la tradición americana inaugurada por Thoreau. Su objetivo no es establecer una libertad individual profundamente sentida frente a las maquinaciones cínicas del Estado, sino subrayar el poder potencial de una forma plural de discusión y debate que no busca protegerse de lo político, sino apropiarse de lo político para sí mismo (p. 137).
Siguiendo este hilo de reflexión, la desobediencia civil expresa el poder de oposición de la ciudadanía, no responde a impulsos particulares, sino que se inspira en un juicio colectivo compartido que se levanta contra leyes contrarias a los pactos comunes constitucionales (Petherbridge, 2016). Este tipo de acción puede revitalizar el espacio público como esfera de participación ciudadana directa, reafirmando el poder de la ciudadanía en su diversidad. Para Arendt, la desobediencia civil es, así, un tipo de acción política genuina en la medida en que su espontaneidad e insurgencia excluye formas “no políticas” de relación, piénsese, por ejemplo, “en la violencia, el dominio, y las relaciones instrumentales entre los representantes políticos y los ciudadanos” (Birulés, 2007, p. 93). El respeto a ley no reposa en la obediencia irreflexiva a un Estado omnipotente en un esquema vertical, sino más bien en la deliberación entre iguales, donde el diálogo permite la posibilidad de expresar opiniones disidentes dentro de una comunidad pluralista con sus tensiones y coyunturas específicas. Su visión de la desobediencia civil está inspirada, por tanto, en el republicanismo norteamericano y su visión del contrato social como un acuerdo común horizontal, donde el poder ejecutivo está subordinado a una comunidad política participativa, y la dignidad de la política se juega en el diálogo y el consenso.
3. La desobediencia civil como acción colectiva ciudadana
Arendt piensa que la desobediencia civil como acción política aparece en el contexto de democracias representativas en crisis que han perdido con el correr del tiempo las instituciones que permitían la participación efectiva de los ciudadanos y en parte por el hecho de verse afectado por la enfermedad que sufre el sistema de partidos: “La burocratización y la tendencia de estos a representar sus propios intereses y su propia maquinaria” (Arendt, 1972, p. 89). Una crisis no solo se manifiesta cuando la libertad política de los ciudadanos es obstruida y la esfera pública es hecha escombros a causa de la violencia permanente que impone el miedo y el silencio, sino que también se expresa cuando las pautas y normas tradicionales fracasan para comprender lo acaecido ante el derrumbamiento ético en todas las esferas de la vida humana. En el artículo “Desafíos a la ética tradicional: una respuesta a Michael Polanyi”, Arendt (2019) señala de forma muy aguda que una crisis se caracteriza por:
sobrepasar todas las esferas de la vida y se manifiesta de forma distinta en cada país […] Teniendo en cuenta que la realidad cambia constantemente debido a los desarrollos científicos y políticos, nos enfrentamos casi a diario con problemas respecto a los cuales nuestras tradiciones guardan silencio por la sencilla razón de que dichos problemas carecen literalmente de precedentes (p. 263).
La desobediencia civil se desprende del ejercicio de la libertad política, por ende, es erróneo calificar al desobediente civil como un traidor o un delincuente, ya que los creadores de la constitución norteamericana fueron sensibles a los peligrosos de las democracias representativas: la tiranía de las mayorías, el autoritarismo de los gobernantes y las élites empresariales que apoyan sus políticas de gobierno. La pensadora judeoalemana destaca que la no-violencia es una de las principales características de la desobediencia civil y por eso, hay que distinguirla de la revolución. Mientras que en la gran mayoría de ocasiones el desobediente acepta los principios constitucionales; el revolucionario rechaza el marco de autoridad establecido y la legitimidad general del sistema de leyes en busca de cambiar el sistema de gobierno e instaurar una nueva constitución a partir de un nuevo contrato social[4]. Por supuesto, no hay que ser ingenuos políticamente, las revoluciones en cuanto procesos de liberación o cambios constitucionales profundos pueden ir acompañados de expresiones violentas en aras de hacer valer sus principios en contra de la opresión ejercida por un gobernante autoritario. Ahora bien, en ciertas circunstancias tanto el desobediente civil como el revolucionario pueden compartir el deseo de cambiar el mundo a través de acciones políticas colectivas y el cambio al cual aspiran puede a ser drástico, como en el caso de Mahatma Gandhi, quien al liderar un movimiento de acción no-violenta cuestionó el marco de autoridad establecido que estaba bajo la dominación británica en India (Arendt, 1972).
La desobediencia civil emerge como manifestación política colectiva cuando un significativo número de ciudadanos ha llegado a convencerse o bien de que:
[…] los canales de participación ciudadana ya no funcionan y de que sus quejas o reclamos no serán escuchados o no darán lugar a acciones ulteriores o, bien, cuando el gobierno de turno persiste en modos de acción cuya legalidad y constitucionalidad son claramente cuestionables (Arendt, 1972, p. 74).
De este modo, como arte de asociación busca promover una opinión y cambios políticos en el mundo al aspirar transformar el sistema de representaciones y disminuir el poder moral de un grupo de presión. La libertad política siempre implica libertad para disentir: “La capacidad de decir si o no es una de las libertades básicas de la persona, sea cual sea la forma de estado” (Birulés, 2007, pp. 238-239). En las democracias representativas, un gobernante con el apoyo de ciertas élites puede tomar medidas políticas desdeñando el poder de asentimiento de la ciudadanía, lo cual se transforma en la caja abierta de pandora de un sin número de conflictos y tensiones.
Cabe destacar que las reflexiones arendtianas guardan ciertos puntos de coincidencia importantes con las reflexiones de John Rawls, pese a pertenecer a corrientes de pensamiento político diferentes. Según el filósofo norteamericano, la desobediencia civil emerge cuando se han agotado los mecanismos de participación ciudadana contemplados legalmente. En las democracias representativas, aun cuando puedan existir órdenes justos, puede haber injusticias graves que no pueden ser enmendadas por los medios institucionales ordinarios; en este caso, “la desobediencia civil puede resultar la solución más adecuada” (Rawls, 1971, p. 363). De esta manera, la desobediencia civil es un llamado político a las mayorías que han infringido de forma irresponsable unos principios constitucionales que comparten con quienes han sido maltratados y violentados en su diferencia. Estos lo vemos claramente, por ejemplo, en la lucha por los derechos civiles de las comunidades afroamericanas liderados por Martin Luther King frente a la segregación racial[5].
Arendt afirma que, como todas las acciones humanas, la desobediencia civil es contingente, impredecible y frágil; puede ser, en algunos contextos democráticos, el remedio para el fracaso de las instituciones representativas, al inaugurar espacios de participación de ciudadana de forma directa y al generar cambios institucionales; pero su éxito no se puede asegurar necesariamente de antemano. El problema político de la desobediencia civil es cómo lograr que las manifestaciones no se agoten, sino que su poder se cristalice en instituciones o cambios institucionales reales. Teniendo en cuenta que la posibilidad de la vida política en una democracia se juega en lograr elevar el poder de disentimiento de la ciudadanía contra la dominación que ejercen ciertos “grupos de presión”.
Arendt fue más allá y advirtió un grave problema: en el contexto norteamericano, la libertad de disentir y protestar de los ciudadanos norteamericanos ante medidas arbitrarias no estaba jurídicamente garantizada en los años sesenta. La puesta en práctica de los principios de la Constitución que proclamaban la libertad política ciudadana fue vulnerada por “la voluntad” de los gobernantes de turno y las fuerzas de seguridad del Estado. Incluso, en esa época en las altas cortes se discutió el derecho a la libertad de asociación en las vías públicas y sus restricciones. Este problema se vio claramente reflejado con la posición que adoptó el Estado Norteamericano ante las innumerables manifestaciones ciudadanas en contra de la guerra en Vietnam. Entre los años 1963-1973, se desarrollaron en las principales ciudades norteamericanas levantamientos pacíficos para impedir esta guerra; sin embargo, los reclamos de los ciudadanos no fueron escuchados por los presidentes de estos períodos, hasta que alcanzaron su punto más álgido en el año 1968 en Chicago durante la Convención Demócrata, cuando la Guardia Nacional y los militares bloquearon el paso de los manifestantes y usaron la violencia para acallarlos, tratándolos como si fueran “criminales”; desencadenando violentos disturbios, los cuales dejaron innumerables víctimas dentro de la población civil. Frente a esta terrible situación, Arendt advirtió como el Gobierno Norteamericano optó por usar la violencia para acallar y reprimir las manifestaciones ciudadanas e imponer sus agendas políticas, de modo que el derecho de los ciudadanos a protestar pacíficamente no fue garantizado, sino estigmatizado y arrebatado bajo el argumento de que había que apelar a la seguridad del país y el mantenimiento del orden público.
Para Arendt, era evidente que aquellos gobernantes que convirtieron la soberanía norteamericana en ideología nacionalista en contra del espíritu libertario de la Constitución para justificar la guerra en Vietnam, mostraron en sus discursos y acciones una gran irreflexión y desconexión con la compleja realidad. Por lo cual, la autora hace énfasis en que la desobediencia civil es compatible con los derechos de la libertad ciudadana y con los principios que fundaron las instituciones americanas de gobierno. El desobediente civil no puede ser tratado, por ende, como un transgresor común; este último, aunque pertenezca a una organización criminal, vulnera la ley para su propio beneficio. A diferencia del criminal, los desobedientes civiles actúan a favor de un grupo ante la evidente cuestionabilidad de una medida política y no buscan excepciones para sí mismos; su acción puede ser altruista y solidaria con otros. La desobediencia civil es, así, una manifestación de la libertad de disentimiento de la ciudadanía ante injusticias estructurales palpables, y puede apelar al reconocimiento o la preservación de derechos constitucionales, el restablecimiento del adecuado del equilibrio de poder en el Gobierno; puede frenar también el enorme crecimiento del poder de los Estados Federales o puede detener proyectos de ley arbitrarios antes de ser aprobados por las Cámaras del Congreso.
Teniendo en cuenta que la Constitución de los Estados Unidos debe su origen a la revolución americana y esta emergió a partir de un novedoso concepto de ley que implicaba un consensus universalis, se ve como la desobediencia civil puede rememorar el espíritu revolucionario de los principios fundacionales. La Constitución Norteamericana se halla inspirada en tres principios fundamentales: la libertad política, la felicidad pública y el espíritu libertario. La aspiración revolucionaria a través del acto de fundación era crear un espacio político permanente en el que los ciudadanos norteamericanos pudieran disfrutar de la libertad política, entendida por Arendt como la participación activa en la vida pública. Por estas razones, la República Norteamericana descansa en el poder del pueblo y el poder concedido a las autoridades puede ser revocado en situaciones límites, dado que su Constitución se funda en una concepción horizontal del contrato social. La obligación tanto ética como política de los ciudadanos de respetar los principios constitucionales se halla definida en un sentido activo como el apoyo y la continua participación en todas las cuestiones de interés público.
Arendt piensa que este asentimiento que se desprende de un contrato social horizontal implica también el derecho a disentir. El consensus universalis se basa en una adhesión tácita que no puede verse como voluntaria si no está contenida en ella la posibilidad de disentimiento y resistencia. Ella presenta “este consenso como una adhesión comprensiva a las leyes del estado y que se realiza plenamente solo cuando la disidencia y la disputa se reconocen como requisitos previos de un país verdaderamente libre” (Fantauzzi, 2018, p. 138). Este asentimiento de los principios constitucionales conlleva la responsabilidad política de respetar la carta constitucional; este es el precio que los ciudadanos pagan por vivir en una república democrática; en caso contrario, cuando se violan estos principios, puede emerger un autoritarismo. Arendt establece una distinción crucial entre este asentimiento tácito de los ciudadanos a los principios constitucionales del asentimiento a leyes específicas. El asentimiento a la Constitución no implica necesariamente el asentimiento a resoluciones o decretos de la rama ejecutiva y aún más cuando estas últimas no son necesariamente legítimos e inclusivos. Así, aunque resulte paradójico, en algunas ocasiones, la desobediencia civil puede transformarse en una ruptura responsable a una normativa específica por respeto a un principio constitucional justo.
Los movimientos de desobediencia civil rememoran la tradición americana de las asociaciones voluntarias (councils) como marcos para el ejercicio de la libertad pública; Arendt esperaba que este tipo de acciones procurasen una enmienda constitucional que garantizará el derecho a la libertad de asociación en las vías públicas y le otorgará a los desobedientes civiles el mismo reconocimiento que se otorgaban a otros “grupos de intereses” (lobbies). Sin embargo, era muy consciente que estos grupos de presión boicoteaban las protestas ciudadanas a propósito en aras de impedir que las demandas ciudadanas disminuyeran su control, puesto que, detrás de la fachada de sus “causas ideológicas” se encontraban inescrupulosos fines económicos. Tanto los demócratas como los republicanos auspiciaron la libertad de empresa y el capitalismo por encima de la libertad política de los ciudadanos sin medir las consecuencias, entre ellas guerras internacionales innecesarias, políticas imperialistas que sumieron en la depresión a otros países, la pobreza de las masas, la precarización de la vida y la destrucción del medio ambiente. Al respecto, Arendt agrega: “El crecimiento económico puede un día dejar de ser algo bueno para convertirse en una maldición, y bajo ninguna circunstancia podría conducir a la libertad ni constituir una prueba de su existencia” (Young-Bruehl, 2004, p. xxv)[6].
Por otra parte, la autora señala que los intentos de un gobernante de neutralizar las manifestaciones pacíficas, como sucedió en EUA en los años sesenta, a través de la violencia policial ponen en evidencia cierres autoritarios. Cuando un gobierno impide las manifestaciones ciudadanas ante medidas cuestionables, puede apelar al miedo y a formas de violencia cada vez más extremas, para contrarrestar su impotencia y hacer valer su autoridad que se ha resquebrajado. Incluso, puede crear leyes para imposibilitar la libertad de reunión en las calles y garantizar “la seguridad del estado” o en casos de conflictos internos muy profundos, puede recurrir a la figura de estado de excepción. Pero esto va desencadenando paradójicamente su propia deslegitimación, porque puede acrecentar la potencia de los movimientos ciudadanos ante la negativa del Estado de escuchar sus peticiones o ver sus expectativas totalmente defraudadas. En este último caso, algunos manifestantes pueden recurrir a las vías de hecho ante los abusos policiales. La pensadora judeoalemana señala que cuando ya no queda alternativa para la manifestación pacífica, la resistencia violenta “puede servir para dramatizar los agravios y exponerlos a la atención pública” (Arendt, 1970, p. 79).
En este orden de ideas, es importante aclarar que Arendt fue muy cuidadosa al advertir que la violencia no es necesariamente la solución a los problemas políticos, pero cuando emerge por parte de las comunidades oprimidas como “mecanismo de defensa” busca llamar la atención y traer al debate público las injusticias que han sido invisibilizadas. La autora ofrece el ejemplo significativo de las protestas de mayo de 1968 en Francia, cuando los estudiantes universitarios decidieron manifestarse pacíficamente en contra del sistema universitario, pero posteriormente recurrieron a las barricadas, los bloqueos y las tomas de las universidades para defenderse del abuso policial. Estos levantamientos se recrudecieron cuando miles de obreros y funcionarios públicos entraron también en huelga, mostrando la inconformidad generalizada de la mayoría de la población francesa ante las políticas arbitrarias del sistema gubernamental.
Frente al problema del abuso policial, quisiera traer una anécdota que quizás pueda ser valiosa. Según cuenta su biógrafa Young Bruehl, el 17 de diciembre de 1967, Arendt participó en un debate público con Noam Chomsky, Conor Cruise O´Brien y Robert Lowell en el Theatre for Ideas sobre el problema de la violencia en las manifestaciones públicas (Young-Bruehl, 2004). A dicho encuentro, asistió la filósofa Susan Sontag, quién cuestionó las reflexiones teóricas arendtianas y concretamente, abordó la cuestión de la opción de la violencia ante la impotencia de las manifestaciones pacíficas. Como respuesta a este cuestionamiento, Young Bruehl recuerda que Arendt fue bastante precavida, respondió que dependía del contexto. El contexto norteamericano era muy distinto al contexto francés en los años sesenta. La represión de la policía norteamericana era más brutal y había demostrado su faceta más cruel. Ella estaba de acuerdo con Chomsky en que la no-violencia era fundamental para el movimiento pacifista en contra de la guerra en Vietnam, puesto que por razones tácticas si los manifestantes recurrían a las vías de hecho podría convertir la protesta en un acto suicida frente al arsenal del gobierno y en este sentido, el uso de la fuerza por parte la policía podría ser aplastante. Cuando el ejercicio de la libertad política a través de la protesta no es garantizado en las vías públicas, como sucedió en el contexto norteamericano, y los abusos policiales son extremadamente fuertes, se puede encontrar refugio en la creación de redes de resistencia conjunta que promuevan el cuidado de los manifestantes; pero cuando la población se cansa definitivamente de los abusos del Estado, es muy comprensible que recurra a la revolución con todos los efectos impredecibles que trae consigo.
Por estas razones, para contrarrestar los sistemas que generan injusticias estructurales, Arendt hace un llamado contundente a que los ciudadanos asuman una responsabilidad política; un compromiso real y desinteresado por preservar la res publica en todas las instancias de participación ciudadanas. No solamente a través del ejercicio responsable del derecho al voto, sino también creando veedurías, examinando críticamente las condiciones que generaron los daños estructurales a través de espacios educativos, promoviendo la institución de asambleas y consejos populares como espacios de deliberación, donde se puedan tramitar los consensos y desacuerdos. Tanto las asambleas como los consejos, como expresiones asociativas, constituyen enriquecedores marcos para el ejercicio de la libertad política frente a los límites de las democracias representativas.
En las reflexiones arendtianas, no se va a encontrar un diseño institucional de cómo solucionar los problemas de las democracias contemporáneas. Sin embargo, se puede vislumbrar ciertas señales que invitan a ser ciudadanos más activos y asumir una responsabilidad política, para garantizar el respeto por la pluralidad humana y los principios constitucionales cuando estos últimos se hallan inspirados en la libertad política. Más aún, teniendo en cuenta que el conformismo social y la indiferencia de ciertos sectores de la ciudadanía contribuyen a la aparición de gobernantes fascistas en contextos democráticos. Al ser indiferentes a los asuntos políticos, algunos ciudadanos, al no estar interesados en diálogo y el examen crítico de sus creencias, pueden:
[…] preferir los métodos que concluyen en la muerte más que en la persuasión, que difunden el terror más que la convicción. Presentan los desacuerdos como originados invariablemente en profundas fuentes sociales o psicológicas, más allá del control del individuo y por ello, más allá de la razón (Arendt, 1951, p. 312).
Esta indiferencia política de ciertos sectores de la ciudadanía, Arendt la detectó en EUA en los años sesenta. Si bien muchos ciudadanos estaban en contra de la guerra y estaban de acuerdo con las protestas con argumentos críticos, otros sectores no. La población estaba dividida políticamente. La falta de una memoria histórica sobre los orígenes revolucionarios americanos y la falta de conocimiento sobre la tradición constitucional que protege a sus asociaciones voluntarias condujeron a que ciertos sectores conservadores dentro de la población condenaran las protestas pacíficas en contra de la Guerra en Vietnam y justificaran la violencia policial; así como también desaprobaran las manifestaciones por los derechos civiles por parte de las comunidades afroamericanas. La enseñanza de esta situación es que, aun en contextos republicanos, la irreflexión de ciertos sectores de la ciudadanía es demasiado peligrosa, porque posibilita la llegada al poder de líderes con tendencias autoritarias. Estos ciudadanos irreflexivos son los que tienden a legitimar el uso de la violencia por parte de las fuerzas de seguridad del Estado, se niegan a escuchar las demandas de los grupos minoritarios frente a medidas arbitrarias, tienden a reproducir mecánicamente discursos racistas e incluso, pueden llegar a justificar a través de narrativas de odio el exterminio de opositores políticos. Su actitud los conduce a normalizar la violencia, y a no sentir indignación moral por quienes la padecen. De ahí que la desobediencia civil sea tan fundamental a los ojos de Arendt, dado que quiebra el conformismo social y trae al debate público la lucha de colectivos frente a normativas arbitrarias y olvidos institucionalizados.
4. Con Arendt y contra Arendt: la perspectiva de Judith Butler
Sin duda alguna, el libro Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea de Judith Butler (2017), cuyas reflexiones son un diálogo crítico con Arendt, pueden dar luces para comprender los acontecimientos políticos de nuestro tiempo. La filósofa norteamericana pone en cuestionamiento algunos planteamientos arendtianos sobre las manifestaciones ciudadanas, especialmente, aquellos que se desprenden de su obra The Human Condition(1998) al desconocer una política de los cuerpos. En esta obra, no es claro cómo los cuerpos participan en la performatividad de la acción política y en los actos de habla que se materializan a través del discurso y los juicios compartidos en la esfera pública. Arendt no desarrolla claramente una reflexión minuciosa y profunda sobre el problema del cuerpo en su forma de ser interior y exterior, emocional y racional, individual y colectiva, en su diversidad con sus tensiones y superposiciones. Lo que se va a encontrar son planteamientos dispersos e inconclusos en sus diferentes escritos. Si bien en The Human Condition aparece una distinción latente entre cuerpo y mente, su visión de los agentes que actúan en la esfera pública posee un carácter impersonal y racional; mientras que las pasiones quedan relegadas a la esfera privada, lo cual plantea otro interrogante: ¿Cuál es el rol de las pasiones y las emociones en las acciones políticas? A los ojos de Butler, su concepción del cuerpo posee limitaciones teóricas y parece ir, en ciertos momentos, en contravía de su carácter contingente y plural.
Sin embargo, años más tarde, cuando Arendt publica su obra On revolution(2006), observa que la acción revolucionaria incorpora los cuerpos. En el caso de la revolución francesa, cuando los ciudadanos que vivían en condición de pobreza, se sublevaban en las calles, actuaron guiados por la necesidad, el hambre y la indigencia; su manifestación no solamente hizo visible su vulnerabilidad corporal, sino también la libertad de luchar en contra de la opresión impuesta. Pero, desafortunadamente, su intento de liberación, al ser guiado por la venganza y el resentimiento, los condujo a usar medios violentos que transformaron la joven república en un verdadero régimen del terror. De estos planteamientos, un lector podría inferir que estas manifestaciones de los vulnerables pueden ser más aterradoras que las manifestaciones de los hombres que tenían satisfechas sus necesidades básicas. Esta lectura, al establecer una distinción entre la liberación y la libertad, podrían llevarnos a concluir erróneamente que los movimientos de liberación pueden actuar en un sentido menos auténtico de libertad y, por otro lado, a que el dominio de la política debe diferenciarse claramente del campo de la necesidad económica, una idea que se halla inspirada, a su vez, en la distinción que Arendt traza entre lo político y lo social.[7] Una distinción que fracasa totalmente, según Butler, cuando nos enfrentamos al problema real de que la economía liberal estructura cada vez más los servicios e instituciones públicas, excluyendo a diversos sectores de la población, sometiéndolos a la precariedad y condenándolos a la invisibilización política, lo cual exige una reflexión crítica de la economía desde una perspectiva ético-política.
Siguiendo las interpretaciones de Linda Zerilli, Butler cuestiona abiertamente las interpretaciones sobre la concepción arendtiana del cuerpo que han identificado este exclusivamente con la esfera de la necesidad biológica (Zerilli, 1995). En lugar de ello, propone otra interpretación: el cuerpo marca “el ritmo de lo transitorio y lo contingente”; todas nuestras obras y acciones aparecen y desaparecen signados por ello; algunas alcanzan cierta durabilidad gracias al recuerdo. Cuando se pierde la existencia corporeizada, sujeta a la necesidad, también se pierde la libertad, porque en el cuerpo “la libertad se concilia con la necesidad”. De modo que quien busca una forma de acción humana que pueda imponerse a la vulnerabilidad del cuerpo, quiere algo imposible y, a la vez, peligroso; pero además pierde de vista la fragilidad de la vida humana: “El cuerpo impone un principio de humildad” y la idea de que “toda acción humana es frágil y contingente” (Butler, 2017, p. 53).
En la esfera pública, el cuerpo habla políticamente en su diversidad, no solamente de forma oral o escrita, lo hace a través de una performatividad corporeizada. En el momento en que la gente se congrega en una asamblea; sus cuerpos se hacen visibles en su contingencia como agentes políticos de cambio político; pueden mostrar su precariedad a través de sus demandas o poner en cuestión ciertas institucionalidades y leyes arbitrarias; pero también pueden expresar su poder de resistencia frente a las fuerzas que intentan invisibilizarlos, discriminarlos o en el peor de los casos, erradicarlos. En el pensamiento arendtiano no se va a encontrar una reflexión de la acción política con enfoque de género. Por ende, Butler se opone a los planteamientos arendtianos en este punto, porque considera que la performatividad del género crea un campo de aparición y un marco de reconocimiento en sus diversas formas; los espacios públicos se transforman en lugares de emancipación. La lucha de los movimientos feministas y las minorías sexuales por el reconocimiento de sus derechos y su respeto adquiere una enorme importancia en el marco de una lucha más amplia por la justicia social.
Pese a las limitaciones teóricas de Arendt, la filósofa norteamericana piensa que hoy en día es urgente pensar la precariedad, dado que, si existiera un compromiso político serio con los principios de la igualdad y la justicia, “se impondría en todas las instituciones el cuidado de las vidas precarias y de las subyugadas, atendiendo a su exposición diferenciada a la muerte que generalmente es producto del racismo sistemático o el abandono calculado” (Butler, 2017, p. 54). Las poblaciones afrodescendientes, las comunidades nativas, las minorías sexuales y de género, los inmigrantes y las personas en condición de pobreza son la que están más expuestas a la precarización extrema, generada y reproducida por las instituciones gubernamentales y económicas, y sus formas necropolíticas de discriminación. Estos sectores de la población pueden ser condenados día tras días a condiciones de vida no dignas; a partir de un proceso que va precarizando las condiciones de vida a través de la erosión de cualquier política social inclusiva y la obstrucción de su participación ciudadana.
En las agendas políticas actuales existen agendas empresariales que defienden ferozmente desde una perspectiva ideológica “la obligación de maximizar el valor de mercado convirtiéndolo en objetivo prioritario de vida” (Butler, 2017, p. 22). Las reformas políticas neoliberales pretenden desmantelar cualquier tipo de socialismo, socavando los derechos básicos de los ciudadanos y privatizando los bienes públicos. Detrás de las manifestaciones ciudadanas que luchan en contra de este tipo de agendas se encuentran demandas políticas vitales. Cuando los ciudadanos se congregan, lo hacen corporalmente. Aunque sus cuerpos se enfrenten a la precariedad y esta sea el principal principio de sus manifestaciones, es a través de sus cuerpos que se ponen en riesgo enfrentando la censura o la violencia policial; pero a su vez manifestando la libertad de disentir de este tipo agendas que privilegian intereses económicos y ciertos mecanismos de dominación. Butler afirma que las manifestaciones ciudadanas no solamente plantean reivindicaciones a través del lenguaje, de la acción, de la gestualidad y el movimiento; sino que también establecen modalidades corporales, para resistir las amenazas que pueden enfrentar por parte de la policía y las autoridades. Los cuerpos forman en estos casos “redes de resistencia conjunta”, lo cual nos recuerda que “su resistencia muestra las dimensiones abandonadas o no sostenidas por las agendas políticas estatales” (Butler, 2017, p.185).
Como los asuntos humanos son tan complejos, Butler reconoce que frente a las manifestaciones ciudadanas no-violentas pueden aparecer manifestaciones violentas; en ciertas situaciones límites, cuando se frustra la acción política pacífica a través de la represión de las autoridades, algunos manifestantes pueden resistir violentamente. En las democracias neoliberales, algunos gobernantes pueden condenar moralmente estas formas de violencia a partir de discursos eufemísticos sobre la paz y el orden, pero no asumir la responsabilidad política sobre la violencia que ejercen sobre los ciudadanos para someterlos a sus directrices autoritarias. Butler (2020) agrega “el Estado y sus aparatos de seguridad pueden llamar violencia aquello que se opone a su propia legitimidad, de modo que esa práctica nominativa se convierte en una forma de promover, disimular y justificar su propia violencia” (p. 126). Desde esta perspectiva, el Estado no solamente ejerce una violencia a través del uso arbitrario de las fuerzas policiales y militares, sino que más allá de ello ejerce una violencia estructural más profunda y sistemática en el momento en que socava cualquier política de bienestar social y controla los medios de su representación, ocultando a través de mentiras políticas los mecanismos a través de los cuales ejerce y perpetúa dicho control. Pero esto conlleva a conflictos civiles más profundos que agudizan la crisis política y la desigualdad social.
En otras ocasiones, frente a las manifestaciones pacíficas pueden emerger levantamientos movilizados por “encapuchados”, quienes prefieren usar radicalmente las vías de hecho para romper con todo. Por supuesto, para Butler, el vandalismo no es una acción política genuina, es una expresión violenta; casi siempre cuando los vándalos se infiltran en las protestas pacíficas lo hacen, con la intención de apartarlas de sus principios. También puede ocurrir en otras circunstancias que algunos policías se infiltren como civiles en las movilizaciones ciudadanas y actúen violentamente, para justificar el uso de la fuerza hacia los manifestantes por parte de los escuadrones antidisturbios.
Este tipo de acciones se conocen militarmente como “las operaciones de la Bandera Falsa”, las cuales son actividades encubiertas por el Estado y sus fuerzas de seguridad, y consisten en atribuir a los manifestantes, quienes son considerados “enemigos”, acciones violentas con el propósito de justificar el uso de la fuerza para reprimirlos y ejercer un control policial en el espacio público. En EUA, en los años sesenta, durante la lucha por los derechos civiles, agentes del FBI acusaron a algunos líderes afroamericanos de “terroristas” a través de evidencias falsas y montajes, para arrestarlos e intentar disuadir las manifestaciones en contra de la segregación racial; de forma similar, silenciaron los líderes de las manifestaciones pacíficas en contra de la guerra en Vietnam. La violencia policial es usada por los gobiernos para impedir que la población ejerza su poder a través de la protesta.
En The Origins of Totalitarianism(1951), Arendt advertía enfáticamente ya, en los años cincuenta, que en contextos tanto autoritarios como totalitarios la tarea de la policía no consiste necesariamente en proteger a los ciudadanos de la delincuencia, sino en hallarse en la disposición de colaborar con el gobierno de turno, cuando este decide reprimir a ciertos sectores de la población que representan una oposición. La policía disfruta de la confianza de la más alta autoridad y de grandes bonificaciones económicas por sus servicios al saber qué línea política debe ser aplicada. Esta institución puede controlar los ciudadanos a través del uso de la fuerza, para mantener el orden impuesto a través de un sistema de espionaje, y los lugares de detención policial se transforman en centros de detención arbitraria, tortura y desaparición.
En la Declaración Actual de los Derechos Humanos, la libertad de reunión de la población se describe como “una libertad fundamental” que debe ser garantizada por los gobiernos en países democráticos; sin embargo, se da la paradoja que son los mismos gobiernos los que deben proteger la libertad de la ciudadanía frente a las injerencias estatales y esto implica que “no pueden hacer uso ilegítimo de la fuerza policial y de los poderes judiciales para arrestar, censurar, encarcelar, torturar o matar a las personas que quieran detentar este derecho” (Butler, 2017, p. 161). Por estas razones, pueden recurrir clandestinamente a las operaciones de bandera falsa para justificar públicamente el uso de la fuerza policial y en circunstancias extremas, la militar. Para Arendt, era una ilusión bastante peligrosa medir el poder de un país por su armamento militar y el control policial en los espacios públicos, porque se termina obstruyendo la realización de una república democrática plena y termina emergiendo, en realidad, una dictadura.
La violencia es un problema político que debe ser pensado muy seriamente en su contextualidad. Cuando aparece en la esfera pública es la manifestación de una crisis insondable que amenaza la pluralidad política. Butler (2017) señala:
(…) la violencia es una posibilidad inherente a toda asamblea, no solo porque la policía generalmente se mantiene a la espera y porque hay facciones violentas que quieren dominar las asambleas no violentas, sino porque ninguna asamblea política puede superar por completo sus propios antagonismos constitutivos (p. 192).
Este antagonismo también puede hacerse visible en las calles cuando salen a protestar grupos de ultraderecha. La cuestión es que estas formas de participación tienen potencialidades antidemocráticas; su levantamiento y sus discursos en los espacios públicos buscan apoyar agendas claramente autoritarias.
Siguiendo los interrogantes planteados por Arendt, Butler sostiene que una filosofía política que erradique la pluralidad humana en el espacio público puede justificar la idea de que el uso de la violencia por parte del Estado a través del control militar o policial es el mejor mecanismo para mantener el orden social; empero, esta cosmovisión es peligrosa y perpetua el legado del dominio dictatorial y los abusos de la fuerza militar. Especialmente, el populismo de derecha se adhiere irreflexivamente a la aparición de autoritarismos y supone que las fuerzas del Estado son esenciales en el espacio público para garantizar la seguridad y la vigilancia de los ciudadanos (Butler, 2020). Pero este tipo de justificaciones solo son útiles para ensanchar los poderes de la policía y los militares, y someter a quienes son excluidos políticamente a formas de represión y precariedad más intensas.
Para finalizar, Butler recuerda que las reflexiones arendtianas se alejan de ciertas posturas políticas de extrema izquierda que sostienen que solamente la violencia revolucionaria está en condiciones de llevar una transformación política y socioeconómica radical. La práctica de la violencia, como la acción política pacífica, cambia el mundo; pero el cambio más probable originará un mundo más violento. La acción colectiva no-violenta es mucho más poderosa; puede frenar y superar la violencia ejercida por el aparato estatal e introducir enormes cambios políticos en materia institucional. En la esencia de la contestación democrática es importante articular los antagonismos a través del diálogo, políticas reales de inclusión, justicia y reparación. No se puede promover la no-violencia cuando no se presta atención políticamente a los conflictos estructurales y sus detonantes de manera táctica y responsable.
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Notas
Información adicional
Información sobre la autora: olombiana. Licenciada en filosofía. Doctora en ciudadanía y derechos humanos
Sobre el artículo: es
producto del Grupo de Investigación Cultura y Política del Departamento de
Filosofía de la Universidad del Cauca.
Forma
de referencia (APA): Leal, Y. (2023). Hannah Arendt: la
desobediencia civil como expresión de la libertad política en tiempos de
oscuridad. Revista Filosofía UIS. 22(2), 193-219. https://doi.org/10.18273/revfil.v22n2-2023008