Traducciones

Traducción. G. W. Leibniz – Sobre el uso de la meditación/Sobre la vida feliz/Sobre la generosidad

Translation. G. W. Leibniz – On the Usage of Meditation/On the Happy Life/On Generosity

Marvin Sebastián Estrada López
Universidad del Norte, Colombia

Revista Filosofía UIS

Universidad Industrial de Santander, Colombia

ISSN: 1692-2484

ISSN-e: 2145-8529

Periodicidad: Semestral

vol. 22, núm. 1, 2023

revistafilosofia@uis.edu.co

Recepción: 24 Noviembre 2021

Aprobación: 15 Diciembre 2021



DOI: https://doi.org/10.18273/revfil.v22n1-2023014

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1. Meditaciones leibnizianas

Los tres breves textos cuya traducción aquí presento aparecen, escritos en francés, en el séptimo tomo de Die philosophischen Schriften von Gottfried Wilhelm Leibniz. En el índice de dicho tomo, Gerhardt los incluye bajo el título “VI. Fragmentos sobre la Scientia generalis”, con esto señala que existe una conexión entre la ciencia general, la meditación, la felicidad, la sabiduría y la generosidad en el pensamiento de Leibniz. "Sobre el uso de la meditación" y "Sobre la vida feliz" constituyen la sección C del título. "Sobre la generosidad" es la sección G, originalmente sin título[1]. Siguiendo la aguda observación de Gerhardt, es posible identificar además una conexión clara entre la idea leibniziana de meditación, la vida feliz y la generosidad. Es más, creo que la comprensión de la meditación leibniziana nos permite entender mejor la función de las reglas para la vida feliz y de las máximas para alcanzar la generosidad.

1.

Conviene comenzar estableciendo qué es lo que Leibniz entiende por meditación. Para el filósofo alemán, la meditación es “hacer reflexiones generales sobre lo que uno es y lo que uno llegará a ser” (Leibniz, 1890, p. 77). Cuando alguien medita debe hacer una confesión general de su vida a sí mismo. Es una conversación con uno mismo, referente a la vida propia, concentrada en lo que uno ha hecho y en lo que uno podrá hacer. Es una “revista general de los eventos y circunstancias de la vida, con el fin de establecer un orden para el porvenir” (p. 79).

Si bien es cierto que Leibniz usa una definición propia en la que marca un claro énfasis sobre la vida del meditador, también es cierto que esta idea recoge varios aspectos de la definición de meditación generalmente aceptada en su época. En el siglo XVII, la meditación se entiende como “la acción por la cual se considera exactamente alguna cosa”. También, en términos de devoción, la meditación es “la consideración de los misterios divinos” y meditar consiste en un “recogimiento de la mente en el que se considera la grandeza y la bondad divina, la profundidad de los misterios, las debilidades, la muerte y otras cosas que motivan a vivir bien” (Furetière, 1690)[2]. Aunque se aparta de la consideración sobre “los misterios y verdades que enseña nuestra santa fe católica” (De la Puente, 1856, p. 11)[3], Leibniz afirma que la meditación es una consideración exacta y sincera de la vida propia, que incluye importantes reflexiones sobre nuestra similitud con la divinidad, sobre nuestras cualidades y nuestras faltas, sobre nuestras acciones y sobre nuestra muerte, las cuales ayudan a vivir de la mejor manera posible.

Si el componente básico de la meditación es el ejercicio de reflexión (Rubidge, 1990, pp. 28-29), Leibniz especificará que dicha reflexión estará centrada en las cualidades y los defectos que hemos expuesto en nuestra vida. La meditación permite al meditador ver "su miseria, sus pecados y su maldad" (Hilton, 1908, p. 19), pero también le permite entender qué tan "buenas, justas y beneficiosas" son las virtudes necesarias, lo que hará que las desee y avance en la obtención de las mismas (p. 20). La meditación aparta al meditador del mal y lo acerca al bien. Por ello, Leibniz denuncia la inconveniencia de la falta de meditación, debido a que la persona que no medita cometerá faltas que pudo evitar, dirigiéndose así hacia la imperfección, que hará aparecer una serie de pasiones desagradables como el miedo, la pena y el arrepentimiento. De esa manera, Leibniz hará visible la oposición entre la meditación, entendida como una reflexión interior ordenada, y los pensamientos confusos y mal asegurados que llevan a resoluciones vagas y precipitadas, las cuales serán el origen de amargos arrepentimientos. Así, vemos que la actividad mental ordenada que constituye la meditación leibniziana se opone claramente a las pasiones desagradables relacionadas con nuestros errores de pensamiento y de acción. Como señalaba Ignacio de Loyola (2019), los ejercicios espirituales ayudan a “quitar de sí todas las afecciones desordenadas” (p. 9), el conocimiento de nuestras faltas nos impulsa a alejarnos de ellas y nos permite evitar amargas penas.

Leibniz insistirá en esta oposición y afirmará que, entre menos actividad ordenada, es decir, entre menos meditación, más pasiones desagradables experimentaremos; entre menos meditemos, más nos arrepentiremos. Es necesario dedicar tiempo a reflexionar sobre nuestra vida y así ordenar adecuadamente nuestros pensamientos para comprender el bien. Sin dicha reflexión que nos ayuda a reconocer el bien es inevitable que estemos inclinados hacia el mal y hacia el arrepentimiento: “La meditación es como el ojo del hombre; si este no ve ni mira en dónde pone los pies, indispensablemente caerá” (De la Puente, 1847, p. v). Por eso, Leibniz afirma que el gran efecto de la meditación es familiarizarnos con el bien y alejarnos de pesares y arrepentimientos al evitarnos pecados y faltas.

Al hacer una revista general de nuestra vida, reflexionamos sobre nuestras capacidades y nuestras faltas, llevándonos a establecer un buen orden en nuestros pensamientos y en la ejecución de nuestras acciones basados en la firme resolución de hacer siempre lo mejor que esté en nuestro poder. De esa manera, podremos estar contentos incluso cuando erremos, porque tendremos la seguridad de haber hecho lo mejor posible para nosotros. La reflexión cuidadosa, honesta y ordenada, desarrollada en la meditación, nos permite saber que hemos hecho nuestro máximo esfuerzo por actuar bien y eso nos provoca contento.

Claramente, esa seguridad no puede estar basada en un error ni en un autoengaño. Por eso, el principal requisito para meditar es comprometerse a buscar la verdad. La meditación requiere que tenga conocimientos claros de “Dios, del alma y de la felicidad” (Leibniz, 1890, p. 79), los cuales formarán la base de la resolución de actuar bien en todas las circunstancias de la vida. La fuerza y la claridad de estos conocimientos tendrán un efecto importante sobre las decisiones que tomemos, sobre nuestra forma de vivir. Estos conocimientos conducirán al meditador a la sabiduría y las acciones basadas en ellos conducirán a la felicidad, es decir, a la perfección de la naturaleza humana. La meditación es una “obra de nuestro entendimiento, por la cual se busca el conocimiento de la verdad... una vista del alma ocupada en buscar la verdad” (Villlanueva, 1608, pp. 94-95). Y si la tradición cristiana considera que “Dios purifica los corazones con la fe” (De la Puente, 1856, p. 55) que acompaña al ejercicio intelectual, Leibniz se concentra en la actividad intelectual como fuente de la purificación: cuando el meditador “haya comenzado a tomarle el gusto a las verdades sólidas será el momento de su conversión” (Leibniz, 1890, p. 79). Si bien es cierto que se puede decir que el filósofo alemán tiene en mente la vía purgativa religiosa, cuyo fin es “mover la voluntad a los actos y ejercicios con que se alcanza la perfecta pureza y se abren las zanjas para el edificio de las virtudes” (De la Puente, 1856, p. 56), es claro ver que la vía purgativa leibniziana está fundada principalmente en la actividad intelectual: para reconocer el mayor bien “es necesaria la sabiduría, la cual no es otra cosa que el conocimiento del bien, como la bondad no es otra cosa que la inclinación a hacer el bien a todos y evitar el mal” (Leibniz, 1893, p. 47).

Pero, para aprender a conocer el bien, es necesario primero aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, aprender a hacer buen uso de la facultad intelectual, en materias más “fáciles en las que no sea peligroso equivocarse” (Leibniz, 1890, p. 79). Leibniz finaliza el texto recomendando una serie ordenada de ejercicios mentales para conocer la verdad en diversos asuntos los cuales permitirán que el meditador se acostumbre a distinguir adecuadamente lo verdadero de lo falso para evitar “los sofismas maquillados” y se concentre en la “verdadera filosofía” (p. 79). Así pues, la filosofía será también necesaria para la purificación y para nuestra conversión: una vez acostumbrados a los conocimientos sólidos que provee la filosofía, podremos abandonar el camino que nos lleva hacia el pesar y nos dirigiremos con seguridad hacia la perfección humana. Pero todo esto solo será posible si nos dedicamos seriamente a la meditación, esto es, si confesamos nuestras faltas para no repetirlas y planeamos ordenadamente las acciones que ejecutaremos en el futuro, basadas en el conocimiento sólido de la divinidad y de nuestra naturaleza.

2.

Tal vez una de las primeras cosas que pueden advertirse al leer “Sobre la vida feliz” es la evidente similitud de las ideas expuestas por Leibniz y las expuestas por Descartes en su carta a Elisabeth del 4 de agosto de 1645 (AT IV, 263-268). Sin embargo, no quiero detenerme demasiado en las notorias semejanzas con las ideas cartesianas; prefiero señalar la conexión de las tres máximas expuestas por Leibniz y su idea de meditación.

Si el meditador necesita tener conocimientos claros sobre Dios, el alma y la felicidad para poder planear sus acciones futuras, se entiende por qué Leibniz inicia ofreciendo esta definición: “La vida feliz en este mundo consiste en un alma completamente contenta y tranquila” (Leibniz, 1890, p. 81). Es fundamental tener claro el destino para saber cuál camino tomar. Luego, Leibniz ofrecerá tres “puntos” para alcanzar la vida feliz. El primero consiste en utilizar la razón de la mejor manera posible para distinguir lo bueno de lo malo y establecer el verdadero valor de las cosas (ver AT IV 284). El segundo recomienda fuertemente resolverse a hacer todo lo que la razón nos recomienda sin atender las distracciones provenientes de las pasiones, lo cual constituye el hábito que suele llamarse virtud. Finalmente, el tercero indica que cuando hemos actuado siguiendo firmemente el mejor consejo de la razón, no sufriremos frustración en los casos en que no conseguimos aquello que pretendíamos, sino que debemos contentarnos con lo sucedido, porque siempre tendremos la tranquilidad de haber actuado tan bien como podíamos; dicha tranquilidad duradera es la felicidad.

Leibniz deja claro que estos puntos no son un asunto meramente teórico que pueden ser leídos como un discurso cualquiera, sino que son conocimientos sólidos derivados de una definición clara de felicidad y que deben ser utilizados para la meditación y para el planeamiento ordenado de nuestras acciones futuras. Estas verdades tienen una utilidad práctica de suprema importancia, conducen a la vida feliz, por lo que deben tenerse en cuenta en cada decisión que tomemos en nuestra vida, “este es el verdadero medio de aprovecharlas” (Leibniz, 1890, p. 81). De esa forma, Leibniz rescata un importante tema de la meditación cristiana: “[meditar] no consiste en otra cosa que en deducir de una verdad propuesta las consecuencias prácticas que naturalmente de ella se deducen” (Genover, 1887, p. 9). Así, de una verdad propuesta, a saber, la definición de felicidad, Leibniz descubre tres máximas útiles para la conducta de la vida. Además de ser un ejercicio intelectual, la meditación propone un ejercicio de la voluntad que nos impulsa a hacer “propósitos particulares, prácticos y confirmándolos con vivos deseos de ejecutarlos” (pp. 9-10). Por eso, Leibniz afirma categóricamente que quien lee estas verdades, para aprovecharlas, debe usarlas a la hora de decidir y actuar; pero, si no consigue valorarlas correctamente, se expondrá a sentir pasiones desagradables (recordemos que no meditar ordenadamente nos conduce a experimentar amargos pesares y arrepentimientos).

3.

En el tercer texto, al analizar la generosidad, Leibniz (1890) ofrecerá sus consideraciones sobre los otros dos temas requeridos para nuestra conversión: el alma humana y su similitud con la divinidad. El filósofo alemán afirma que la generosidad es la virtud que nos motiva a realizar acciones “dignas de nuestro género, naturaleza… y origen, el cual es celeste” (p. 104). En la meditación, reflexionamos sobre lo que somos, nobles, excelentes y similares a la divinidad, y nos resolvemos a actuar de manera noble y excelente. Si no actuamos de esa manera, vamos en contra de nuestra naturaleza, nos rebajamos al nivel de las bestias. La meditación sobre la generosidad nos conduce a la virtud, porque nos inclina a actuar de manera elevada y razonable, nos inclina a ser justos y a alejarnos de la ambición y la vanidad.

La meditación sobre nuestra naturaleza excelente nos lleva a entender que el hombre bueno “busca el bien común tanto como puede” (Leibniz, 1999, p. 2761) y ese conocimiento lleva a que los seres humanos “tanto como ellos son elevados y capaces de imitar a la divinidad” se vean inclinados a hacer el bien (Leibniz, 1893, p. 94). Así, el generoso debe actuar mostrando que es virtuoso, exhibiendo las perfecciones y las virtudes que son difíciles de practicar, que no se encuentran en las “almas vulgares” (Leibniz, 1890, p. 105) ya que la luz y la virtud nunca han sido compartidas por la mayoría (Leibniz, 1885, p. 25)[4]. El generoso debe exhibir en sus acciones las tradicionales virtudes cardinales: coraje, templanza, justicia y prudencia.

De ahí que las máximas ofrecidas por Leibniz para regular la conducta de quien quiera ser generoso apuntarán hacia lo excelso y raro: debe evitar lo que es bajo y lo que quisiera ocultar a los demás (evitar lo vergonzoso, contrario a lo honorable); cuando dude, debe escoger la opción que más protegida esté contra sospecha de pecado y de injusticia (evitar aquello que pueda ser malo); sospechar de lo fácil y de lo que los hombres bajos pueden hacer fácilmente; sospechar de las decisiones en las que impera el interés propio, pues la perfección está en disfrutar del bien ajeno (Leibniz, 1893, p. 94).

Como la meditación sobre nuestra naturaleza debe ser honesta, debemos evitar cualquier falsa gloria que pueda ser confundida con la generosidad: el éxito de algunas acciones basadas en el interés propio puede parecer merecedor de gloria pero no lo es. Tanto el generoso leibniziano como el magnánimo aristotélico comprenden que merecen gloria porque su accionar es realmente excelente, “sus pretensiones son conformes a sus méritos” (EN 1123b14), no se pueden engañar a sí mismos. Por eso, entiende el generoso que solo la virtud, esto es, la preocupación por el bien público, lo hará merecedor de gloria, y también comprende que, por el contrario, aquello que vaya en contra de la virtud, por más éxito aparente que tenga, no merece gloria; debe medirse la intención justa, no el resultado.

El generoso sabe que debe actuar de manera excelente, a eso apunta toda la meditación sobre nuestra naturaleza, pero cuando ve que sus actos son reconocidos por los demás, dicha gloria le hace pensar bien de sí mismo, es la señal que muestra que los otros consideran sus acciones excelentes y eso aumenta su satisfacción, originalmente producida por la consciencia que tenemos de haber actuado excelentemente. Así, Leibniz no desprecia el honor otorgado por los demás. Sin embargo, no lo desea tanto como para aceptar algún tipo de autoengaño. Recordemos que la meditación nos hace confesar nuestras faltas, las cuales nos producen arrepentimiento y nunca satisfacción. Debemos preocuparnos, con mesura, por la opinión ajena con medida porque es importante saber qué desea el público de nosotros, esto es una forma de preocuparse por los demás (Leibniz, 1890, p. 108). Cuando el generoso busca honor, busca realmente ser reconocido por los excelentes; que los más sensatos juzguen sus acciones como excelentes, lo cual aumentará su satisfacción propia. Esta gloria asociada a la verdadera excelencia se opone claramente a la falsa gloria que proviene de la aprobación de los hombres corruptos. Dicha falsa gloria constituye más bien una señal de haber actuado mal. El generoso siempre buscará el mayor bien posible, señal de perfección. Sin embargo, solo podrá buscar un mal en los casos en que este sea necesario para obtener un mayor bien o para evitar un mayor mal (Leibniz, 1893, p. 48).

Así, la justicia siempre será el alma de la generosidad. Ahora, la meditación sobre la generosidad se torna en una meditación sobre la justicia y sobre el orden divino, y los conocimientos sólidos que obtenga el meditador sobre estos importantes asuntos determinarán sus acciones futuras, dirigirán su forma de vivir inclinándolo a castigar el mal y proteger la inocencia. La justicia es el bien de la sociedad, consiste en velar por el bien general, principio que Dios mismo sigue (Leibniz, 1893, p. 94). El generoso se alejará de la imperfección presente en el disfrute del mal ajeno y propiciará el bien ajeno, actuando de manera similar a Dios. Por eso, el que actúa por interés propio se alejará de la excelencia y, por más éxito aparente que puedan tener sus acciones, merecerá castigo.

El buen sentido, es decir, el ejercicio intelectual ordenado, permite comprender esta ley universal: solo somos parte de un gran todo y nuestro objetivo debe ser convenir con Dios, siguiendo la ley universal que obliga a buscar el bien ajeno y evitar el mal ajeno. La cuidadosa meditación permite al ser humano comprender el principio de la justicia, y al actuar según dicho principio, imitamos a Dios, quien procura el mayor bien, convenimos “con Él siguiendo nuestra elección” (Leibniz, 1890, p. 107) y exhibimos nuestra perfección. Por el contrario, cuando nos apartamos de este camino, caemos en la bajeza, actuamos como monstruos, contrariamos nuestra noble naturaleza, y somos castigados: "Se sufre porque se ha actuado; se sufre el mal porque se ha hecho el mal" (Leibniz, 1890, p. 262).

La generosidad es el reconocimiento de nuestra naturaleza noble, de nuestra virtud, la cual radica en la justicia y en la piedad, es decir, en procurar el mayor bien. Cuando el generoso cuida el bien común, cuida la ley universal que la meditación le ha permitido comprender. Cuando logramos obedecer la ley universal, nos acercamos a Dios, seguimos su intención cuando buscamos el bien común. Cuando nos preocupamos por la felicidad del otro, actuamos de manera similar a Dios, quien procura el mayor bien en el universo. El ser humano puede encontrar a Dios en la meditación, reflexionando sobre lo que es y sobre lo que hace. Sin embargo, pocas personas lo logran ya que la mayoría se deja afectar mucho por el exterior (Leibniz, 1885, p. 25; Leibniz, 1890, p. 77). La meditación leibniziana, al dirigir las facultades humanas a ocuparse de su propia naturaleza, constituye un medio efectivo para comprender nuestra similitud con la divinidad y nuestra perfección, nuestra felicidad. Es un ejercicio intelectual que motiva a la voluntad para que decida siempre actuar de manera excelente. La meditación leibniziana, como la meditación cristiana, ofrece como beneficios la purificación y el conocimiento de la verdad y de esa manera “se dispone el alma para mayores cosas” (Villanueva, 1608, pp. 110-111), se dispone al alma para conocer y para ejecutar las acciones de la mejor manera que le es posible.

2. Sobre el uso de la meditación

Veo que pocas personas meditan, ya sea porque están absortos en los placeres de los sentidos, ya sea porque se encuentran metidos en sus ocupaciones. Pero es fácil hacerles ver que, por no hacerlo, se arrepentirán un día y que todos los que han descuidado meditar se han arrepentido, pues meditar consiste en hacer reflexiones generales sobre lo que uno es y sobre lo que uno llegará a ser. Meditar es, por así decirlo, hacer una confesión general de su vida a sí mismo, calcular con frecuencia los ingresos y los gastos de nuestros talentos e imitar a un sabio comerciante que reporta toda la sustancia de todos sus diarios en un libro secreto con el fin de apreciar en él, con un solo vistazo, todo el estado de su negocio.

Ahora bien, es manifiesto que quien no lo hace cometerá una infinidad de faltas que el tiempo y los eventos le descubrirán demasiado tarde, y que estará particularmente más enojado cuando sepa que las hubiera podido evitar con la meditación. Pero esta pena no tendrá igual cuando se trate del momento de morir, porque se encontrará lejos de la condición y de cualquier esperanza de reparar su falta y porque estará terriblemente alarmado por el justo temor de un porvenir desconocido. Pues será entonces cuando nos abandonen los placeres de los sentidos y cuando abandonemos los asuntos. Así, el alma estará vuelta sobre ella misma, pero demasiado tarde y a pesar de ella los pensamientos serán confusos y estarán mal asegurados, las resoluciones vagas y precipitadas y la mente, destrozada por inquietudes morales, podría cargar la marca de su desgracia hasta una otra vida.

Los más libertinos, que tal vez deseen ser aniquilados, tampoco podrían despojarse de este temor. Sin entrar en las importantes razones de la filosofía sólida, no dejarán de estar impresionados por apariencias muy fuertes, aumentadas por el temor de la muerte presente y por las palabras conmovedoras de los asistentes.

Por eso, podemos juzgar que los que no meditan se arrepentirán por ello con una intensidad proporcional al tiempo que hayan dejado pasar. En cambio, cuanto más una persona haya meditado como debe, más estará en condición de evitar los pecados y las faltas y así podrá ahorrarse arrepentimientos inútiles y pesares desagradables, pues habiendo una vez tomado las medidas que la prudencia puede ofrecer después de una revista general y habiendo establecido un buen orden para la ejecución de la resolución tomada, en lo sucesivo, dicha persona estará contenta por todo lo que ocurra conforme a esta resolución, aunque algunas veces caiga en faltas y errores, porque reconocerá al mismo tiempo que estas faltas eran inevitables, en la condición en la que se encontraba entonces, por causa de la debilidad de la naturaleza humana, que no permite tener cuidado de todo a la vez, ni de acordarse de todo en el momento oportuno. Pues bien, aquellos que saben que no han podido actuar mejor están contentos, si son sabios, y aquellos que están contentos son felices.

Aquellos que tienen el propósito de meditar, es decir, de hacer una revista general de los eventos y circunstancias de la vida, con el fin de establecer un orden para el porvenir, deben sobre todo buscar alguna seguridad sobre lo que deben creer y seguir, en relación con Dios, el alma y la verdadera felicidad. Pues de eso depende la resolución que deben tomar para el resto de su vida y vemos que muchas personas muy sabias y de una elevada virtud han cambiado completamente su manera de vivir después de haber reflexionado sobre esto. Pero, como una deliberación de esta importancia requiere una gran exactitud y, además, es difícil distinguir entre las razones sólidas propias de la verdadera piedad y algunos sofismas maquillados propios de la superstición, aconsejo a quien quiera meditar seriamente sobre estos temas, si todavía no ha tomado gusto por la verdadera filosofía, que ejerza previamente su razonamiento en materias en las que sea menos peligroso equivocarse y más fácil asegurar la verdad, pues una persona que haya comprendido algunas demostraciones, admirará la fuerza y la claridad de la verdad y tratará de alcanzar alguna cosa similar en todas las otras materias. Se verá metamorfoseado al instante y notará él mismo la diferencia entre sus juicios pasados y presentes. Sus opiniones ya no serán vacilantes, las inquietudes se convertirán en verdadera tranquilidad y el momento en que haya comenzado a tomarle el gusto a las verdades sólidas será el momento de su conversión. La mayoría de los hombres están acostumbrados a las ideas confusas: las más bellas verdades no los conmueven y además ignoran que los conocimientos claros son necesarios para la sabiduría y que la sabiduría sola es capaz de volvernos perfectamente felices.

Concluyo que aquel que quiere meditar sobre las cosas aquí señaladas, de las cuales depende su felicidad y cuya experiencia es difícil o imposible en esta vida, debe sobre todo dedicarse algún tiempo a las cuestiones fáciles en las que no sea peligroso equivocarse ni sea difícil desengañarse. Y habiendo logrado esto, estará en condición de pretender los conocimientos claros de Dios, del alma y de la felicidad[5]. No hace falta más que un año, como mucho, para [dedicarse a] estos preparativos. Y este año bastará para contentarnos durante el resto de nuestra vida, pues, después de haber colocado en orden los deberes de nuestra vocación, solo tendremos cuidado por perfeccionarnos en el ejercicio de las virtudes y en el descubrimiento de las verdades y de los conocimientos, no solamente los apropiados para aliviar nuestros males y los de los otros hombres, sino los que incluso son capaces de hacernos admirar la perfección del autor de las cosas, cuya contemplación[6] deslumbrante es el único medio de satisfacernos[7]. Y de esta manera pasaremos el resto de la vida en una profunda tranquilidad y con un contentamiento que sobrepasa todo lo agradable que existe en este mundo.

3. Sobre la vida feliz

La vida feliz en este mundo consiste en un alma completamente contenta y tranquila. Para llegar a ella, es necesario tener en cuenta los siguientes puntos:

  1. 1) Es necesario usar la razón, tanto como sea posible, para conocer los bienes y los males y para distinguir los grandes de los pequeños y los falsos de los verdaderos, con el fin de juzgar lo que se debe hacer u omitir durante el transcurso de esta vida. En resumen, es necesario aprender lo que la razón ordena, de donde proviene la Sabiduría.

  2. 2) Es necesario proponerse firmemente ejecutar las órdenes de la razón, sin que ninguna alteración ni ninguna pasión nos puedan distraer de ese propósito tan noble. En resumen, es necesario esforzarse para seguir exactamente, en la práctica, lo que la recta razón nos enseña en la teoría, de donde proviene este hábito que llamamos la Virtud.

  3. 3) Finalmente, habiendo hecho lo que nos es posible para conocer los verdaderos bienes y para alcanzarlos, es necesario contentarse con lo que suceda y es necesario estar persuadido de que todo lo que está fuera de nuestro poder; es decir, todo lo que no hemos podido obtener después de haber cumplido nuestro deber no pertenece al conjunto de los verdaderos bienes. En consecuencia, es necesario, en resumen, tener siempre la mente tranquila, sin quejarse de ninguna cosa. Y este equilibrio de la mente es lo que constituye la felicidad o la tranquilidad del alma.

Como estos tres puntos son importantes y de gran extensión, será pertinente explicarlos distintamente, cada uno por separado. Pero las palabras serán inútiles si quien las lee no les presta toda su atención, tanto como sea capaz, y si no hace, con cada palabra, reflexión sobre lo que ha hecho hasta ahora y sobre lo que debe hacer en el futuro. Este es el verdadero medio de aprovecharlas. Pues si cree que esto se puede leer como un discurso pasajero, hecho más para agradar que para instruir, será mejor que no pase mucho tiempo delante de esta lectura, la cual solo servirá para hacerlo sentir más culpable.

4. Sobre la generosidad[8]

La generosidad[9], siguiendo el propio significado de la palabra, es la virtud que nos eleva a realizar acciones dignas de nuestro género, naturaleza, extracción y origen, el cual es celeste. Tal y como dice San Pablo, siguiendo a un poeta griego que él mismo cita: somos del género o de la raza de Dios, quien es la fuente de todos los espíritus[10].

También, es en este sentido que conviene a todos los hombres ser generosos y actuar siguiendo la nobleza de la naturaleza humana para no degenerarse ni rebajarse al nivel de las bestias. Esto ha sido bien expresado en estos versos de Boecio, senador romano:

Todos somos bien nacidos y de elevado origen

Si sentimos en nosotros la fuente divina[11]

Así, la generosidad, que significa originalmente la virtud de la verdadera nobleza[12], es tomada generalmente por la virtud, por la cual nos sentimos inclinados a realizar acciones que son al mismo tiempo elevadas y razonables, pues, sin las luces de la razón y de la justicia, esta elevación no es más que ambición y vanidad.

Es necesario, pues, que el verdaderamente generoso haga ver, por medio de sus acciones, que posee las perfecciones y las virtudes que son difíciles de practicar y que no se encuentran en las almas vulgares. Tendrá el coraje de Pompeyo quien, embarcándose para atender un asunto apremiante y corriendo el riesgo de naufragar, dijo a quienes querían que regresara: “Es necesario que vaya pero no es necesario que viva” (plein ananque, zein onc ananque[13]). Tendrá la templanza de Alejandro, quien, viendo en su poder a la esposa de Darío, que era tal vez la persona más bella de Asia, subordinó su pasión a su gloria[14]. En cuanto a la justicia, de la cual hablaré posteriormente, es lo que el generoso debe proponerse en sus acciones.

El generoso debe cuidar inviolablemente ciertas máximas apropiadas para regular su conducta. Primero, debe evitar todo lo que es bajo y todo aquello que no quisiera que fuera conocido por todo el mundo. Segundo, cuando tenga dudas sobre lo que debe hacer, debe tomar la determinación que parezca estar más protegida de cualquier sospecha de pecado y de injusticia. Y así como debe ser audaz cuando sus comodidades e incluso su vida estén en riesgo, también debe ser temeroso cuando se encuentre en riesgo de cometer un crimen, y solo en esto debe ser tímido. Tercero, considerará como sospechoso todo lo que sea más fácil y que el menor hombre de las heces del pueblo pudiera hacer tan fácilmente como él, si estuviera en su lugar. Cuarto, considerará como sospechosas todas las decisiones y todas las vías en las que domine el interés y debe actuar siguiendo un principio más noble. Ahora bien, como la falsa gloria frecuentemente se tapa con una máscara que la hace parecida a la generosidad, es necesario considerar que toda acción que vaya en contra de la justicia, es decir, en contra del bien público, y, en una palabra, en contra de la virtud, no es gloriosa. También es necesario considerar que todas las acciones que sean justamente reprochadas, e incluso castigadas, las cuales únicamente el azar puede justificar, no triunfarán y nunca serán gloriosas, por más éxito que puedan tener. Por el contrario, toda acción que sea alabada, incluso cuando tenga un resultado desafortunado, es digna de aquel que busca la gloria verdadera.

Sobre todo, es necesario cuidarse de las acciones que parezcan gloriosas a los hombres corruptos, pero que, en efecto, son detestables debido a los males que causan en el mundo. Ejemplos de ellas son las guerras injustas y poco necesarias, las sediciones y todas las que conducen a los asesinatos, los incendios y las desolaciones públicas, porque todas estas cosas solamente pueden ser excusadas cuando ellas sirven para evitar mayores males.

Solo falta, pues, decir alguna cosa sobre la justicia, la cual es el alma de la generosidad. En otro tiempo, fue la profesión de los héroes castigar a los malvados y proteger la inocencia. Y lo que es reconocido como injusto nunca será considerado generoso.

Ahora bien, el principio de la justicia es el bien de la sociedad, o, para decirlo mejor, el bien general, pues nosotros somos todos una parte de la república universal, de la que Dios es el monarca, y la gran ley establecida en esta república consiste en procurar al mundo el mayor bien que podamos. Esta ley es infalible dado que hay una providencia que gobierna todas las cosas, aunque los resortes que ella pone en acción estén aún escondidos a nuestros ojos. Es necesario, pues, tener como seguro que, entre más una persona haya hecho el bien, o al menos haya intentado hacer todo lo que esté en su poder (pues Dios, que conoce las intenciones, toma una verdadera voluntad como el efecto mismo), más feliz será. Y si ha hecho el mal, o incluso ha querido causar grandes males, recibirá por ello grandes castigos.

Para conocer esta importante máxima no es necesaria la fe: solo basta tener buen sentido. Pues, como en un cuerpo completo o perfecto, como lo es por ejemplo el de una planta o el de un animal, hay una estructura maravillosa que marca que el autor de la naturaleza ha tenido cuidado y ha regulado hasta las partes más pequeñas, con mayor razón, el más grande y más perfecto de todos los cuerpos, que es el universo, y las más nobles partes del universo, que son las almas, no dejarán de estar bien ordenadas, aunque este orden no nos sea manifiesto todavía, mientras no podamos ver más que una parte del universo, así como vemos que las piezas o fragmentos de algunos cristales de cuarzo rotos, o de alguna máquina artificial desarmada, consideradas por separado y fuera de su todo, no permiten conocer la figura regular ni el propósito del cuerpo completo.

No hemos, pues, nacido para nosotros mismos, sino para el bien de la sociedad, así como las partes están hechas para el todo. Y no debemos considerarnos más que instrumentos de Dios, pero instrumentos vivos y libres, capaces de convenir con Él siguiendo nuestra elección. Si no logramos hacer esto, somos como monstruos y nuestros vicios son como enfermedades de la naturaleza. Y por ello, sin duda, recibiremos castigo con el fin de que el orden de las cosas sea recuperado, así como vemos que las enfermedades debilitan y que los monstruos son más imperfectos.

Por eso, podemos juzgar que estos principios de la generosidad y de la justicia o piedad no son más que la misma cosa, mientras que el interés y el amor propio, cuando está mal regulado, son los principios de la vileza. Pues, la generosidad, como he dicho al inicio, nos aproxima al autor de nuestro género o ser, es decir, a Dios, tanto como somos capaces de imitarlo. Debemos, pues, actuar conforme a la naturaleza de Dios (que es Él mismo el bien de todas las criaturas). Debemos seguir su intención, la cual nos ordena procurar el bien común, tanto como depende de nosotros, porque solo en esto consisten la caridad y la justicia. Debemos tener respeto por la dignidad de nuestra naturaleza, cuya excelencia consiste en la perfección del espíritu o en la más elevada virtud. Debemos tomar parte en la felicidad de los que nos rodean tanto como en la nuestra, sin buscar nuestra comodidad ni nuestros intereses en aquello que sea contrario a la felicidad común. Finalmente, debemos pensar en lo que el público desea de nosotros y en lo que nosotros mismos desearíamos, si nos pusiéramos en el lugar de los otros, porque esto es como la voz de Dios y la marca de la vocación.

Pero si despreciamos estas importantes razones del bien general para el cual hemos sido hechos y buscamos nuestros beneficios exponiéndonos al riesgo de la miseria pública, no podríamos ser generosos, sea cual sea la profesión que hagamos de buscar con nuestras acciones únicamente la gloria, e incluso no podríamos ser felices, sea cual sea el éxito que puedan tener nuestras empresas, porque las leyes del universo son inviolables y es necesario creer con seguridad que no hay ningún crimen que no reciba un castigo proporcional a los males que ha causado o proporcional a los males que juzgamos que podría causar.

Referencias

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Notas

[1] N. del T. Adopto el título sugerido por Donald Rutherford (2002) en su traducción al inglés de este texto.
[2] Traducción propia.
[3] Ver también Leibniz (1890, p. 107)
[4] N. del T. El “bien es raro, laudable y hermoso” (EN 1109a30), “todo lo ilustre escasea, y no hay nada más difícil que encontrar un ser perfecto en su especie” (De Amicitia 21.79), “todo lo excelso es tan difícil cuanto raro” (Spinoza, 2020, p. 426; E542s).
[5] [Nota de Leibniz] En las cuestiones de la Matemática abstracta, de números y líneas, no es peligroso equivocarse ni es difícil desengañarse. En las cuestiones de la Matemática aplicada (al movimiento, derecho, etc.) no es peligroso fallar, pero aquí empieza la dificultad de mostrar bien los inconvenientes que tenemos, incluso cuando los problemas parezcan bastante simples. En las cuestiones de la verdadera Metafísica y Moral, fundadas sobre demostraciones claras y sobre revelaciones probadas, no se puede fallar en la última consecuencia y alcanzarla de buena manera es extremadamente difícil. Por eso es necesario comenzar por las primeras y subir de las segundas a las terceras. La razón de los grados de facilidad se debe a que, en las primeras cuestiones, la experiencia y la imaginación pueden acompañar el razonamiento paso a paso y así no solo encontramos que nos hemos equivocado sino también el sitio en el que nos hemos equivocado. En las segundas, la experiencia puede servir de examen pero no de guía, es decir, ella nos hace ver que nos hemos equivocado pero sin mostrar dónde. En las terceras, no podríamos llegar a esas experiencias durante el transcurso de esta vida.
[6] N. del T. ST IaIIae, q5a5: “La bienaventuranza perfecta del hombre consiste en la visión de la esencia divina” (Tomás de Aquino, 1989, p. 85). Tercera meditación: “Porque así como creemos por fe que en esta sola contemplación de la divina majestad consiste la suma felicidad de la otra vida, así también ahora experimentamos que de la misma, aunque mucho menos perfecta, se puede percibir el máximo placer de que somos capaces en esta vida” (Descartes, 2008, p. 129; AT VII 52).
[7] [Nota de Leibniz]

1) Es necesario comenzar por las matemáticas de números y líneas.

2) Es necesario ejercitarse para aplicarlas en ejemplos, conocer las leyes de los movimientos, en la consideración de los azares, en la jurisprudencia y, en una palabra, en cuestiones un poco sutiles y delicadas que están en nuestro poder pero que necesitan precauciones que son mucho más necesarias ahí que en la pura matemática. Esto se debe a que los ensayos y las figuras que nos ayudan y que nos confirman cosas en la aritmética y en la geometría comienzan a abandonarnos en esta clase de cuestiones relacionadas con cosas medio incorpóreas, como lo son el movimiento, la fuerza, el placer, los grados de probabilidad, el derecho. Esto nos hará subir a cosas completamente abstractas en las que no hay medio de asegurarse por ensayos.

3) De ahí, es necesario llegar a la primera filosofía o conocimiento de Dios y del alma. Y añadirle de la antigüedad lo suficiente para fundar bien la creencia relacionada con las revelaciones.

4) Es necesario, con esos conocimientos, establecer una buena moral.

5) Se puede dividir el resto del tiempo entre los deberes de la vida, las conversaciones, los placeres de los sentidos, las experiencias, las imaginaciones y las contemplaciones abstractas.

6) Finalmente, una vez habiendo tomado medidas para el porvenir y habiéndose preparado con antelación para todos los eventos en general, uno se acostumbrará a practicar continuamente las reglas que uno ha convenido con uno mismo.

7) Y de esta manera uno pasará el resto etc.

[8] N. del T. Sin título en Leibniz (1890). Los editores de la Akademie fechan este escrito entre 1686 y 1687 (Leibniz, 1999, p. 2718)
[9] N. del T. Magnanimidad, grandeza del alma. Las personas generosas tienen "el alma grande y noble”, “prefieren el honor antes que cualquier otro interés" y también son "valientes" y "liberales" (Furetière, 1690). Según Oudin (1616), existe una equivalencia en el uso de los términos generosidad y magnanimidad en francés y en español. Magnanimidad proviene del término latino magnanimitas, el cual es una adaptación del griego μεγαλόψυχος [ver EN IV.3]. Tanto la magnanimidad como la generosidad están relacionadas con la excelencia de la naturaleza humana.
[10] N. del T. Leibniz se refiere aquí al discurso que Pablo ofreció en el Areópago de Atenas, relatado en Hechos 17, 22-29, en el que cita un verso de Arato: “Pues somos también su progenie [de Dios]” (“τοῦ γάρ καὶ γένος εἰμέν”) (Arato, 2016, p. 13).
[11] N. del T. Boecio, Consolatione III, carm. 6. 7: “Autoremque Deum quaerimus/Nullus degener extat” (“si miráis a vuestro principio y reconocéis que Dios es vuestro creador, nadie habrá que no sea noble”). Leibniz había anotado en el manuscrito lo siguiente: Si primordia nostra/Autoremque Deum quaerimus/Nullus degener extat.
[12] N. del T. El término generosidad proviene de la palabra latina generositas, la cual se refería a la excelencia del linaje.
[13] N. del T. Plutarco, Vidas paralelas VI, Pompeyo 50.2: “Navegar es necesario, vivir no”.
[14] N. del T. Alejandro Magno venció a Darío III en la batalla de Issos (333 a. C.). Al ver que su derrota era inevitable, Darío huyó, dejando atrás el campamento persa y a su propia familia. Alejandro tomó como prisioneros a los miembros de la familia real, pero decidió tratarlos con respeto (ver Plutarco, Vidas paralelas VI, Alejandro 21). Estatira, esposa de Darío, tenía la fama de ser la mujer más bella de Asia, "pero, oponiendo a su belleza la hermosura de su propia continencia y temperancia, [Alejandro] pasaba frente a ellas [las mujeres persas] como si fuesen estatuas sin vida" (Alejandro 21.11). También cuenta Plutarco que, en una carta, Alejandro afirmó que “no sólo no se me podría acusar de haber visto o querido ver a la mujer de Darío, sino que ni siquiera he tolerado que delante de mí se hablase de su belleza” (Alejandro 22.5).
[15] N. del T. Ver carta de Descartes a Elisabeth, 6 octubre 1645: “esto no significa que los más fuertes y generosos deban despreciarse, sino que es necesario que se hagan justicia a sí mismos, reconociendo sus perfecciones tan bien como sus defectos. Y si la decencia impide que los publiquen, ella no impide por ello que los sientan” (AT IV 307-308).

Notas de autor

Información sobre el autor: colombiano. Filósofo de la Universidad del Atlántico, Colombia. Magíster en Filosofía de la Universidad Federal de Uberlândia, Brasil. Docente de la Universidad del Norte, Colombia.

La obra en la que se encuentran los textos traducidos es Leibniz, G. W. (1890). Die philosophischen Schriften von Gottfried Wilhelm Leibniz. Vol. VII (C. Gerhardt, ed.). Berlin: Weidmannsche Buchhandlung. Sobre el uso de la meditación: pp. 77-80. Sobre la vida fel iz: p. 81. Sobre la generosidad: pp. 104-108. Traductor: Marvi n Sebastián Estrada López. Revisado por: Andrés Botero Bernal.

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