Artículos
Discurso, política y verdad: Michel Foucault y la función del intelectual
Discourse, Politics and Truth: Michel Foucault and the Role of the Intellectual
Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 22, núm. 1, 2023
Recepción: 06 Julio 2022
Aprobación: 14 Octubre 2022
Resumen: el objetivo del siguiente artículo es identificar los elementos que componen la función del intelectual en Michel Foucault y explicar el modo cómo ellos actúan. La tesis que se desarrollará es que dicha función se entiende a partir de los efectos políticos producidos por discursos de verdad. Se argumentará que en ella se concatenan estos tres elementos (Discurso, política y verdad) siendo atravesados por las relaciones de poder. Finalmente, se demostrará que su campo de acción se encuentra articulado con el análisis de los discursos que funcionan políticamente conforme a unos regímenes de verdad.
Palabras clave: Foucault, intelectual, discurso, verdad, poder.
Abstract: the objective of the following article is to identify the elements that compose the function of the intellectual in Michel Foucault and to explain the form in which they act. The thesis that will be developed is that this function is understood from the political effects produced by discourses of truth. It will be argued that these three elements (discourse, politics and truth) are concatenated in it, being crossed by power relationships. Finally, it will be shown that its field of action is articulated with the analysis of discourses that operate politically according to regimes of truth.
Keywords: Foucault, intellectual, discourse, truth, power.
1. Introducción
Me parece que la verdadera tarea política en una sociedad como la nuestra es realizar una crítica del funcionamiento de las instituciones que parecen neutrales e independientes; hacer una crítica y atacarlas de modo tal de desenmascarar la violencia política que se ha ejercido a través de éstas de manera oculta, para que podamos combatirlas.
(Foucault & Chomsky, 2006, p. 19)
Los efectos producidos por las dos guerras mundiales, entre otros sucesos bélicos, se han constituido en un caldo de cultivo de la inquietud en torno a cuál es y en qué consiste el papel del intelectual en la época contemporánea. Pareciera que detrás de la noción de intelectual se escondiera una suerte de “dignidad” casi que adquirida por el sólo hecho de estar vinculada con el saber y con habilidades como la escritura y la lectura. Una figura que rápidamente fue ganando espacio en el espectro social como un paradigma moral para las masas, como quizá pretendió presentarlo el marxismo.
El objetivo de este artículo es identificar cuáles son aquellos aspectos que integran la función del intelectual en Michel Foucault y de qué manera ellos se conectan funcionalmente. En principio, se analizará hasta qué punto la función del intelectual visto por Foucault se ve afectada por la descentralización del sujeto a partir del tránsito del pensamiento de lo idéntico (continuidad) al análisis de las diferencias (discontinuidad), para mostrar el modo en que la comprensión de las condiciones históricas a través del discurso opera en la práctica política.
Posteriormente, indagaremos sobre la forma en la que la función del intelectual se encamina al análisis de las cosas mediante el binario verdad-poder, pues esta función se entiende a partir de los efectos políticos de los discursos de verdad que circulen. Se explicará que la tarea de analizar el poder no lo excluye ni lo margina del sistema mismo que analiza, por lo que su función girará en dirección a atacar el orden del saber totalizante partiendo de su especificidad. Esto es lo que aquí hemos denominado como politización del intelectual, la cual consiste en poner de presente, sobre un registro microfísico, la manera cómo funcionan los mecanismos de poder y no en la adjudicación de un rol profético sobre las masas. Después se mostrará que la politización del intelectual encauzará su accionar al acoplamiento con el funcionamiento del dispositivo que integra el sistema donde se encuentra articulado. De no lograrlo, la función del intelectual se desplazaría a dos escenarios: uno, donde su labor se enmarca en la vigilancia de los abusos de poder al interior de la política; y dos, donde pueda crear modos mediante los cuales su práctica pueda actuar dentro de este dispositivo. No obstante, esta politización de la práctica del intelectual conduce también a contrastarla con el quehacer filosófico, es decir que conlleva a presentar la filosofía como un “contra-poder”.
La tesis que se pretende desarrollar en este trabajo es que los elementos discurso, política y verdad se entretejen para disponer un aparato de análisis en cuya interacción se constituye el rol del intelectual. En otras palabras, en la función del intelectual se conectaría el despliegue operativo de un dispositivo discursivo que funcionaría políticamente conforme a unos regímenes de verdad, lo cual no significaría que el intelectual “fuera” propiamente el dispositivo; por el contrario, lo que se estaría aseverando es que en su función se concatenarían estos tres elementos.
2. Descentralizar al sujeto
Entre finales de la década de los sesenta y la primera mitad de los ochenta, en no pocas ocasiones el filósofo francés hizo referencias puntuales y directas en torno a lo que, para él, significaba ejercer la función de intelectual. En muchas de ellas hacía alusión a su propio trabajo como un rasgo de tal función, mientras que en otras trataba, sin éxito alguno, hablar de ello buscando ganar una distancia prudente frente a este problema. Si bien, en ninguna de sus obras pertenecientes a lo que se conoce como periodo arqueológico o genealógico habló de forma tácita sobre la función o el papel del intelectual, fueron en sus variadas entrevistas o conversatorios donde el filósofo francés discernió al respecto. No obstante, en todas esas intervenciones, la referencia indirecta a esas obras[1] permite denotar que el análisis que Foucault realizó sobre el intelectual estuvo atravesado por tres elementos, a saber: el discurso, la política y la verdad.
Quizá, con extrañeza o no, se notó que, en la afirmación anterior, no se hizo mención de la noción de poder, ¿por qué? Porque, como el mismo autor afirmó: “El poder no puede ser definido […]no existe” (Foucault, 2012a, p. 7; 1985a, p. 132). En este caso, el poder traspasa estos tres elementos hasta ponerlos en red, en un circuito de interacción e intercambio de tensiones. Por ello el pensador francés insistió en explicar la necesidad de desmantelar al intelectual de su figura como “soberano de la escritura” o “representante de las conciencias colectivas” que, en parte, obedecía a las pretensiones del marxismo de entablar nuevas formas de relaciones entre la teoría y la práctica con relación al poder.[2] Una de las razones que animó el “desmantelamiento” del rasgo “universal” del intelectual fue el dar paso al carácter específico en el que detentaba un saber local, particular y que, por lo tanto, representaba una amenaza política. Pero, ¿de qué tipo?, ¿frente a quién o a qué puede representar una amenaza? Foucault explica que, o bien puede ser por su vinculación al sistema de producción capitalista o por los efectos ideológicos de su discurso al mostrar una verdad que, a la vez, revelan ciertas relaciones políticas que no eran evidentes (Foucault, 1981a, p. 31).
Un hecho que puede resultar útil para ilustrar esta “amenaza” que pueden acarrear los intelectuales es el seguimiento realizado por Central Intelligence Agency (CIA) a un grupo de pensadores franceses dentro de los cuales se encontraba, desde luego, Foucault. En el marco de la Guerra Fría, el gobierno estadounidense ve en un círculo de académicos franceses una señal de “alerta” que obliga a seguirlos de cerca, incluso a estudiar sus obras. Dentro de este círculo se encontraban los nombres de L. Althusser, J. Lacan, M. Foucault, J. P. Sartre, entre otros. Los resultados de tal “seguimiento” fueron condensados en 1985 a través de un informe de un poco más de veinte páginas titulado France: Defection of the Leftist Intellectual, donde se exponían las estrategias implementadas por parte de pensadores posmarxistas y críticos del Partido Comunista para generar un ambiente beligerante al marxismo, aspecto que no le resultada del todo indiferente al gobierno norteamericano. El documento referenciaba a Foucault como “el pensador más profundo e influyente de su época” por sus investigaciones sobre el poder y la incidencia de la política en la vida de las poblaciones. La CIA veía en las teorías posmarxistas como una suerte de “aliado indirecto” porque creían que la crítica al marxismo, así como al Partido Comunista, iba a provocar una migración de intelectuales de izquierdas al otro extremo —la derecha— (CIA, 1985, p. 6).
Es bien sabido que Foucault, en la época de su juventud, militó en el Partido Comunista y, posteriormente, hizo parte del Grupo de Información sobre las Prisiones.[3] Este hecho indica que, para el francés, difícilmente la labor del intelectual podría entenderse por fuera del escenario político y su relación con el saber. Ahora bien, ¿es el intelectual un modo de ser del sujeto?, es más, ¿qué tipo de sujeto sería el intelectual? Cuando Foucault hablaba de “intelectual”, ¿se refería a su labor misma como investigador, es decir, un sujeto que, por estar vinculado al saber, debe adoptar una posición crítica frente al desenvolvimiento de la historia o a un adjetivo que califica una condición de subjetividad? Es claro que, para el francés, el sujeto se constituye dentro de una red complejas de relaciones de poder, lo cual muestra que la responsabilidad del intelectual se comprende al interior de estas conexiones. En ese sentido, ¿sería preciso hablar de “responsabilidad” propiamente y no más bien de “función”? En efecto, uno de los propósitos que desarrolla Foucault es, precisamente, ir en dirección a desembarazar al intelectual del rasgo de “responsable”. El creer que una de las características del intelectual es responsabilizarse de todo cuanto pueda atentar contra el deber ser de la sociedad es una demostración de continuidad y de universalidad de su rol. Dicho esto, ¿de qué sería responsable el intelectual? Es más, ¿qué o quiénes lo harían responsable?
La función del intelectual es entendida, entonces, por Foucault a partir de la confrontación coyuntural tanto histórica y política de una época específica. No puede estar renuente a esta fricción. Como él mismo explica, dicha función se irá a entender a contrapelo de aquella continuidad universalista que hacía ver al intelectual como un sujeto soberano portador de una verdad. Por tanto, será la discontinuidad de los sucesos o el vacío entre ellos lo que permitirá que su rol se fuera focalizando a registros mucho más específicos.
Frente a este panorama vale la pena preguntar: ¿es función del intelectual salvaguardar el interés por la verdad y la relación con la política? Es más, ¿es el intelectual el sujeto portador de la razón que sea renuente cualquier intento que la contraríe? De ninguna manera. En Foucault, ni el sujeto es portador de la razón ni esta se define per se. Tanto el uno como lo otro se encuentra atravesado por experiencias que los “define”. Es decir que son los procesos de subjetivación, atravesados por las racionalidades, las que constituyen al sujeto. Un aspecto que puede ilustrar esta idea es los “juegos de exclusión” donde, refiriéndose a la lepra, el autor explica que hay una “especie” de enfermedad mucho más agresiva que la somática. Se trata de la lepra del miedo (Foucault, 1967, p. 19). El leprosorio cumple aquí un papel simbólico a través del cual Foucault nos advierte del debilitamiento de las relaciones estructurales de poder vigentes en la historia de la humanidad. En este caso, estas relaciones de poder estarían siendo menguadas por algo contrario a ellas. Justamente, si el poder estaba representado en la razón, el elemento atenuante sería la sin-razón, es decir, la locura. La condición de enfermo no está definida solamente por el ordenamiento racional de un saber, sino, también por las técnicas con que era implementado en el tratamiento patológico.
Cuando Foucault (1967), considerando la relevancia que Descartes le da a la razón, se pregunta: “¿qué razón podría hacerle juez de la locura?” (p. 77), en el fondo está denotando una firme intención de sacar al hombre como el centro de la razón. Y el modo de hacerlo es a través de algo contrario a la razón, es decir, la sin-razón, la locura, como ya lo habíamos anotado. Su estrategia consistió en tomar la posición de Descartes y revertirla contra él, al sostener que, como no aceptaba por verdad ninguna contradicción, siendo la locura una contradicción misma para la razón, como decir, por ejemplo: “no tengo razón (certeza) de vivir en una sinrazón”, entonces no aceptaría la locura y, por lo tanto, escribe Foucault: “el peligro de la locura ha desaparecido del ejercicio de la razón” (p. 77).
Así, el sujeto, en tanto soberano de razón, queda expulsado del centro donde se le había ubicado, y pasa a formar parte la estructura de las relaciones. En este sentido, Foucault sitúa a Kant como punto referencial en el papel de la filosofía al impedir que la razón sobrepase los límites de la experiencia, pero también ha sido el de vigilar los abusos de poder de la racionalidad política (Foucault, 1990a, p. 96). Es por esto que el autor cree que su labor, en tanto intelectual, fue la de analizar las relaciones entre experiencias, es decir, encuentros entre objetividades y subjetividades. Dicha descentralización implica considerar una traslación al interior de la función del intelectual. ¿En qué consiste tal traslación? ¿De qué manera incide en dicha función? De estas preguntas esperamos ocuparnos a continuación.
3. Discurso, política y sujeto
a función del intelectual según Foucault guarda mucha relación con lo que él mismo explicaba acerca de la manera como se daba el tránsito del cambio de pensamiento por el análisis de las diferen
La función del intelectual según Foucault guarda mucha relación con lo que él mismo explicaba acerca de la manera como se daba el tránsito del cambio de pensamiento por el análisis de las diferentes transformaciones de este. Esto se lograría, por un lado, distinguiendo los modos tradicionales, o sea las maneras lineales y continuas en que un pensamiento cambiaba y, por otro, dar lugar al surgimiento de la diferencia, esto es, definir las transformaciones que no habían sido constituidas por el cambio; es decir que lo anterior se trataría de “reemplazar el tema del devenir […] por el análisis de las transformaciones en su especificidad” (Foucault, 1985a, p. 52). Ahora, este reemplazo, ¿en qué afecta la función del intelectual? Las consecuencias de pasar del cambio idéntico al análisis de las diferencias son entendidas por el filósofo francés a partir de cuatro aspectos. El primero es que las transformaciones discursivas desplazan sus líneas que limitan con un saber; esto significa que el objeto de saber en un discurso ya no es definido por el modo como se venía dando, en donde el sujeto era quien tenía la labor de delimitar al objeto. El segundo aspecto es que el sujeto hablante adquiere una nueva función dentro del discurso, adopta un rol diferente, pues ya no es él quien define un saber, sino que son las reglas las que lo condicionan. Tercero, el lenguaje toma una nueva función respecto a los objetos, pues este no interviene en la definición de las cosas, sino que transcribe los “diferentes modos de ser” que hacen posible definirlas. Y, por último, los discursos se sitúan en un orden distinto en la sociedad, debido a que no serán solamente las instituciones que los producirán; por el contrario, la producción se logrará también en otros espacios y bajo condiciones diferentes, lo que significa que los discursos serán producto de mutaciones o tensiones al interior de la red de relaciones sociales.
Estos cuatro aspectos son fundamentales a la hora de comprender que la función del intelectual está vinculada con el papel del discurso, del sujeto y del saber. Para Foucault es necesario que se entienda que el análisis de las diferencias no consiste en separar lo idéntico con lo diferente, así sin más. Por el contrario, dicho análisis pasa por la zaranda de las posibilidades que han escapado a “eso” idéntico del discurso para fijarse en las prácticas discursivas. Puesto en otras palabas, no se trata, pues, de saber qué es lo idéntico en un discurso, sino saber el modo como se lograron franquear las diferencias. En este sentido, es necesario demostrar que no existe un “sujeto parlante” que define o delimita los campos discursivos, pues “el discurso no es el lugar de irrupción de la subjetividad pura, es un espacio de posiciones y de funcionamientos diferenciados para los sujetos” (Foucault, 1985b, p. 55).
Así las cosas, el análisis de las diferencias no propenderá por continuar entendiendo las cosas a partir de sus causas, sino de los modos en que ellas emergen. Entonces, analizar las condiciones discursivas por las que las cosas emergen implica irrumpir el sentido continuo en que tradicionalmente ellas venían siendo entendidas. De ahí que el análisis de las diferencias consiste en explicar la emergencia de la discontinuidad, la cual el filósofo francés define como: “un juego de transformaciones especificadas, diferentes unas de otras (cada una con sus condiciones, sus reglas, su nivel) y ligadas entre sí según esquemas de dependencia” (Foucault, 1985b, p. 56). De lo anterior resulta que en este juego de las discontinuidades es donde el discurso no sólo emerge, sino que además se despliega.
Ahora bien, ¿de qué manera imbrica Foucault el análisis del discurso con la práctica política? En principio, para el francés un paso obligado es establecer o parcelar los límites del discurso, es decir, bordear sus fronteras, dejando claro que él se constituye a partir de unas reglas prácticas y no por un sujeto soberano que viene a insertarlas, como si el significado de las cosas fuera una adjudicación subjetiva. Estos dos argumentos llevan a Foucault a proponer un tercero: cuestionar radicalmente el origen como un insumo del cual la historia se vale para alimentar recuerdos (Foucault, 1985b, p. 160). El francés pretende poner de presente un problema que en la práctica política no había sido tenido en cuenta: las condiciones teleológicas del discurso, o sea, pensar en torno a las condiciones históricas que hacen funcionar el discurso dentro una red de relaciones. Lo que de alguna manera advierte el autor es que la práctica política está llamada a salir afuera del refugio de la historia de las continuidades o totalidades para quedar a la intemperie del análisis de las transformaciones de lo discontinuo, en últimas, de la diferencia.
Pensar la operatividad del discurso y su relación con la práctica política conlleva a que dicha relación no dependa del sujeto “discursante”[4], sino de la transformación de las condiciones de posibilidad y de funcionabilidad del discurso[5]. Sin embargo, esto no quiere decir que ella -la transformación- sea tomada como una reducción de la práctica política respecto al discurso, pues el primero no (se) agota en lo segundo. Si bien la práctica política no cuestiona el estatuto científico del discurso, lo que sí puede hacer es indagar por sus condiciones teleológicas y de posibilidad (Foucault, 1985b, p. 69). Dicho esto, una conclusión a la que se puede llegar es que la comprensión del despliegue operativo de las prácticas políticas se encuentra atravesada por el análisis de los discursos, dentro de cuyas implicaciones se tiene el desembarazarse del rol del sujeto. Esto nos lleva a afirmar que en Foucault se presenta es una des-subjetivación de la política y no una despolitización del sujeto, pues, a fin de cuentas, no es que se propenda por su desaparición de la escena discursiva y de la práctica política, pero por sí su descentralización en ellas.
4. El intelectual y verdad
Hace un instante veníamos analizando los argumentos que Foucault desarrolló alrededor de la necesidad de descentralizar al sujeto en la práctica política. La pregunta que nos asalta ahora es si la desubjetivación de esta práctica guarda cierta relación con el enfoque metodológico de la genealogía. Puesto en términos de indagación, sería: ¿la función del intelectual tiene algún tipo de alcance genealógico?, de ser así, ¿cuál sería? En efecto, uno de los intereses de Foucault era explicar la constitución de las cosas al interior de una trama histórica sin necesidad de hacer alusión a un sujeto constituyente, ya que: “Hay que desembarazarse del sujeto constituyente, desembarazarse del sujeto mismo, es decir, llegar a un análisis que pueda dar cuenta de la constitución misma del sujeto en su trama histórica” (Foucault, 1981b, p. 178).
En esta dirección, la genealogía sería aquel método que explica las condiciones históricas que hacen posible la emergencia de saberes o discursos, sin que ello requiera de la referencia de un sujeto trascendental (Kant) y su eventual vinculación con los eventos en la historia.[6] El hecho de no hacer referencia a un sujeto trascendental o soberano del discurso es clave para entender la función del intelectual según Foucault. El autor empieza describiendo el paradigma del intelectual que se mostraba como el “portador de la palabra” o “maestro de la verdad y de la justicia” (Foucault, 1981b, p. 183). Ese sujeto que se mostraba como “la conciencia colectiva” era el reflejo de los efectos del marxismo en la política. Pero la relación teoría-práctica desmanteló ese rasgo universal y lo situó sobre coordenadas mucho más particulares. Se trataba de pasar una figura en la se sacralizaba la escritura a otra donde la politización de lo particular hizo que se desvaneciera esa marca sacralizante y así facilitara la transversalización de saberes. Una vez ocurre esto, la politización del intelectual provoca que emerjan espacios intersticios de transferencia de saberes. Esta sería una de las razones del porqué en la universidad, a finales de los sesenta y principios de los setenta, se empieza a agudizar una crisis que de ningún modo fue entendida por Foucault como un sinónimo de debilitamiento de la institución; antes bien, para el francés consistía en un robustecimiento de sus relaciones de poder. La labor del intelectual como sujeto de escritorio empezaría a desmantelarse y padecería una transición de estadios, pues Foucault explica que el ejercicio del intelectual pasa de ser un tanto universalista a ser más concreto en su trabajo. O sea que pasamos de ver aquel intelectual de escritorio que se sumerge en especulaciones de corte universalista a un intelectual cuyo campo de reflexión es más específico porque tratará en adelante problemas más reales, más cotidianos, en suma, más definidos.
De ahí que a este rasgo diferente del intelectual haya sido denominado por el autor como intelectual específico (Foucault, 1981b, p. 184) cuyo origen, en cuanto figura social, emerge a partir de la segunda guerra mundial con todas las vicisitudes nucleares del momento. En este contexto, el intelectual ejercería un rol copular entre el discurso universalista y el trabajo específico. El caso con el cual Foucault ejemplifica el punto convergente entre el intelectual universalista y el específico es el del padre de la bomba atómica Robert Oppenheimer (1904-1967). Según Foucault, este físico encarna el intelectual que ejercía su práctica como puente entre el saber y el poder. Si nos ponemos a pensar en este aspecto, es bastante evidente que el intelectual comience a determinar su posición y función específica en el orden del saber, generando una cierta amenaza o peligro político para quienes detentaban el poder desde las instituciones del gobierno, pues así se confirma que quien poseía el saber, ejercía el poder. De ahí que la categoría del intelectual “específico” surja del sabio-experto (Foucault, 1981b, p. 185), con figuras como Charles Darwin quien, en palabras de Foucault, “representa este punto de inflexión en la historia del intelectual” (p. 186). La imagen de este “nuevo intelectual” adquiere, entonces, sus funciones en relación con el diálogo con otros saberes y es en esta retroalimentación epistémica donde se nutre el ejercicio del poder.
Junto con el anterior ejemplo, resulta necesario hacer referencia a un hecho histórico que, para Foucault, fue relevante en esta coyuntura: los efectos del movimiento de mayo del 68 en la educación, sobre todo a nivel universitario. Se había generado una oleada de protestas estudiantiles debido a la imposibilidad de su participación política al interior de las universidades porque -en palabras del francés- la enseñanza estaba sometida por el conservadurismo. Esto hizo que la protesta del Mayo francés hiciera una fina incisión que dejara al descubierto la crisis por la que estaría atravesando el pensamiento occidental: “Deja a la sociedad en una perplejidad y en un atolladero de los que no se ve la salida” (Foucault, 1979c, p. 35).
Ahora bien, de alguna manera esta coyuntura nutrió el desmantelamiento del rasgo “universalista” y “conciencia de masas” del intelectual para posibilitar la irrupción de su especificidad. Esto ha conducido al autor a presentar una advertencia: la función del intelectual específico debe ser reelaborada pero no abandonada, ya que su importancia reside en los efectos políticos del saber que comporta y que logran su despliegue discursivamente. En consecuencia, la función del intelectual se entiende a partir de los efectos políticos de los discursos de verdad. De ahí que discurso, política y verdad se entretejen para disponer operativamente un aparato de análisis. En otras palabras, en el quehacer del intelectual se encarnarían las funciones de un dispositivo discursivo que opera políticamente conforme a unos regímenes de verdad. No estamos diciendo con ello que el intelectual sea propiamente el dispositivo. Lo que se está afirmando es que en su función se estarían concatenando estos tres elementos.
La relación del intelectual específico con la verdad se constituye en un requisito indubitable para comprender su función. Foucault parte del hecho de que verdad y poder no pueden verse ni mucho menos entenderse aisladamente. Al decir que: “la verdad no está fuera del poder […] es de este mundo” lo que quiere indicar es que, al interior de las relaciones efectuadas en el mundo, se producen ciertas regulaciones acerca de lo que es verdad. Así, los efectos de poder que producen los regímenes de verdad conformaran los discursos que funcionan como lo verdadero o lo falso y definirán las técnicas por las que “algo” se dice como verdadero (Foucault, 1981b, p. 187). Ahora, ¿qué o quiénes generan estos efectos de poder, los cuales, a su vez, producen regímenes de verdad? Al respecto, son dos las instancias de tales efectos. La primera es el discurso científico que delimita la frontera de lo “verdadero”; y la segunda son las instituciones que producen el discurso en una sociedad. En consideración de lo anterior, podemos señalar que el intelectual especifico pone en evidencia o exhibe, según Foucault, tres tipos de especificidades, a saber: primero, ser específico con su posición de clase. Segundo, ser específico con sus condiciones de vida y de trabajo. Y tercero, ser específico en la política. En este último, Foucault establece que los problemas políticos han de abarcase en clave de verdad-poder para que a partir de allí pueda enfrentarse a una nueva política de la verdad (p. 189). No se trata de la conciencia del sujeto que recibe la verdad; se trata es de la estructura de producción de esa verdad y de las técnicas con las que la producen.
En esta dirección, para poder entender cómo funciona una sociedad se requiere identificar el modo como funcionan los regímenes de verdad que en ella operan. Por verdad Foucault entiende como “el conjunto de reglas según las cuales se distingue lo verdadero de lo falso y se aplica a los verdaderos efectos específicos de poder” (Foucault, 1981b, p. 189). Por consiguiente, el intelectual no va en pos de lo que se acepta por verdad. Todo lo contrario, su análisis se dirige a la función política que ella juega al interior de la trama de poder. Así las cosas, verdad-poder será la perspectiva desde la cual los problemas de diversa índole deberán ser analizados, ya que son los sistemas de poder los que la producen (regímenes de verdad). De ahí que no tendrá mucho sentido si la labor del intelectual se centra en criticar las pretensiones ideológicas de las ciencias y deja de lado el análisis de la función política de la verdad. En palabras del autor: “El problema no es cambiar la “conciencia” de la gente o lo que tiene en la cabeza, sino el régimen político, económico e institucional de producción de verdad” (p. 190).
De lo anterior se deduce que el punto neurálgico de la política de la verdad no reside en combatir la ideología o el estado de las conciencias sometidas; antes bien, son los modos en que operan discursivamente los regímenes de verdad dentro de la trama de poder.
5. El análisis de poder como tarea del intelectual
En páginas precedentes hemos analizado la manera en que la función del intelectual tiene una aguda relación con las implicaciones políticas del discurso verdadero donde hay una evidente conexión entre el despliegue de las relaciones de poder y la producción de regímenes de verdad, ambos frentes atravesados por la política. Siendo el problema la política y su relación con el intelectual, vale la pena traer a colación algunas ideas expresadas por Foucault en la entrevista de 1972 realizada por Deleuze en donde aclara que la politización de un intelectual se debe a dos razones fundamentales: primera, tener una posición como intelectual en la sociedad; segunda, que su discurso, en tanto que técnica de la verdad, permita descubrir y percibir las relaciones políticas (Foucault, 1981a, p. 31). De modo que, cuando se dice una verdad, es porque no está expuesta a los ojos de todos y, por ende, no todos pueden decirla.
Sin embargo, tras hechos ocurridos como la guerra de Vietnam y el mayo francés, que ya hemos comentado rápidamente en renglones anteriores, se produce una suerte de “giro de tuerca” en la función de los intelectuales, ya que no serían necesarios para que la sociedad entendiera lo que estaba ocurriendo y esto empezó ganar protagonismo al interior de las dinámicas sociales, o sea, fueron conquistando terreno en los imaginarios colectivos. Poco a poco, la gente empezó a ir comprendiendo que no necesitaban a alguien que les explicara el mundo. Foucault señala que, a pesar de esto, hay un sistema de poder al cual están vinculados los intelectuales que censura ese saber que la sociedad logra adquirir sin que “alguien” se lo proporcione. Eso significa que ellos no deben ser vistos como agentes externos al sistema; por el contrario, están en él, hacen parte de su constitución, por lo que el “vuelco operativo” de su función es atacar al orden totalizante del saber partiendo de su registro específico.
En este sentido, el intelectual ejerce su función política describiendo críticamente y a nivel microfísico el modo como el poder circula dentro de esta red de relaciones. No obstante, esta politización del intelectual hace que él mismo identifique sus propias contradicciones como es la de saber que las masas ya no tienen necesidad de él para poder saber. El saber en la sociedad no es un problema. Lo es el hecho de tener obstáculos que prohíben e invaliden tanto el discurso como el saber mismo. Por esta razón, el intelectual debe ejercer su papel en la sociedad “ante todo luchando contra las formas de poder allí donde éste es a la vez el objeto y el instrumento” (Foucault, 1981a, p. 32). Ahora bien, la lucha del intelectual no debe estar encaminada a la “toma de conciencia”, puesto que es algo que las masas ya tienen, sino más bien a poder tomar aquello por lo que han luchado. No obstante, la consecución del poder no se limita a su ejercicio.
Se hace necesario un medio para lograr este objetivo. Para esto, Foucault propone la teoría como medio de consecución de poder, a lo que Deleuze la simbolizó con la metáfora de la “caja de herramientas” para elaborar nuevas teorías y no volver sobre ellas (Foucault, 1981a, p. 32). Pero, ¿cuál es, entonces, el papel de la teoría? Foucault (1979d) es claro al afirmar que las teorías tienen como rol principal el “analizar la especificidad de los mecanismos de poder, percibir las relaciones, las extensiones, edificar, avanzando gradualmente en un saber estratégico” (p. 173). Esto significa que la teoría cumple un papel instrumental que permite la identificación de las relaciones de poder partiendo de una reflexión de las situaciones dadas. Pero hay que tener en cuenta que bajo ninguna circunstancia esto debe entenderse como una “teoría” del poder que el autor ofrece, ya que ella obedecería más a un enfoque totalizante y homogenizante y no al análisis microfísico del mismo[7]. Esto explica un poco el hecho de que Foucault haya retomado la imagen del panóptico para simbolizar un tipo de ejercicio de poder que él mismo llamó panoptismo cuya base es el examen, entendido éste como “la reconstrucción de alguien que es preciso vigilar” (Foucault, 1999a, p. 229). El panóptico se constituyó así en un signo de relaciones de poder ejercido sobre aquellos que requerían ser vigilados y, a partir de dicha vigilancia, se construiría un saber que se erige alrededor de una norma. Esta sería la estructura que Foucault definiría bajo el binomio de saber-poder.
Con base en lo anterior, se dirá que el intelectual tiene como función poner en evidencia la manera en que los mecanismos de poder operan en un registro microfísico. Esto significa, situar el análisis del poder por fuera del sentido totalitario, a contrapelo de la continuidad teórica universalista, para dirigirse a las zonas locales donde se ejercen sus efectos, de manera que pueda comprobar que el poder no se limita a reprimir, sino a producirlos. Esto no significa que se pretenda salir del poder, puesto que es imposible. Lo que sí se busca es descapotar sus sedimentos e ir haciendo visibles sus efectos. De esta manera, Foucault vuelve y constata que, al desaparecer el papel del intelectual como “profeta universal”, su trabajo se torna aún más específico (Foucault, 1999a, p. 296). Él no puede mostrarse como la síntesis de todas aquellas actividades que estén ligadas al manejo de información, al registro de eventos políticos o activismos reivindicativos, como queriendo acaparar diferentes frentes de acción. Si esto llegase a ocurrir, sería, precisamente, convalidar el rasgo “universalista” del cual ya se había despojado.
En últimas, decir qué es lo que se debe o no hacer o decir es, ciertamente, la tesis que Foucault mantiene con relación a lo que no es el papel del intelectual. No le corresponde a él ofrecer orientaciones funcionales de las luchas o las tensiones; por el contrario, son quienes luchan los que proporcionan las líneas de acción o el método de abordaje para alcanzar sus apuestas o demandas. Sin embargo, el autor entiende que el intelectual debe ofrecer insumos de análisis partiendo de una perspectiva holística del presente que posibilite identificar los puntos de fractura, pero también de conectividad en las relaciones de poder (Foucault, 1979d, p. 109).
6. Práctica intelectual
En el punto anterior se explicaron las razones por las que el intelectual fue despojado de su investidura de “profeta”, con la cual había sido revestido por el marxismo, en su contribución al análisis de la sociedad. No obstante, el papel del intelectual se ha visto tan doblegado por esta visión que incluso ha llegado a quedar arrinconado -pero no por fuera- de las dinámicas de poder limitando así su campo de acción. Si bien es cierto que Foucault propone la imagen de un intelectual específico, la limitación a la que nos referimos en este caso es que los efectos de su actuar son parcelados. Por ejemplo, para el maestro, el periodista, el médico ¿hasta dónde puede llegar su práctica como intelectuales? Recordemos que por práctica se entiende aquello que los hombres realmente hacen cuando hablan o cuando actúan. Las relaciones de poder entre el gobierno y el intelectual se van efectuando a través de prácticas discursivas formando así un tipo de dispositivo de poder que debe contar con una racionalidad, es decir, un modo con el que funcionan determinadas prácticas históricas (Castro-Gómez, 2013, p. 31). Es por esto que el esfuerzo del intelectual debe gravitar en torno a que su acción específica logre articularse con racionalidad política, es decir, pase de un plano subjetivo a un plano colectivo. En efecto, hablamos de racionalidad política en cuanto que es una estrategia empleada para alcanzar un objetivo (Foucault, 2001b, p. 249). La pregunta, por consiguiente, de la que nos ocuparemos en este apartado es: ¿puede la racionalidad del gobierno impedir que la acción del intelectual logre su articulación con los dispositivos de poder? Si un gobierno trunca la articulación entre la acción del intelectual y los dispositivos de poder, tendríamos que pensar en dos aspectos importantes aquí. Primero, el intelectual se debe convertir en un vigilante de los abusos del poder de la racionalidad política (Foucault, 1991, p. 97). Lo segundo que debemos considerar es que el intelectual debe crear modos en que las prácticas actúen al interior de un dispositivo de poder. Estos modos son llamados por Foucault como tecnologías. Según Castro-Gómez (2013), “las tecnologías forman parte integral de la racionalidad de las practicas, en tanto que son ellas los medios calculados a través de los cuales una acción cualquiera podrá cumplir cierto fines u objetivos” (p. 35).
Así las cosas, sólo se podría considerar la posibilidad de que la forma de actuar del intelectual logra influir en las decisiones de la gente cuando pueda aclarar una situación específica o una coyuntura de la cual él sea también su teórico (Foucault, 2012a, p. 159). Pero ¿qué ocurriría si no lo es? Allende a esta posibilidad, una de las principales preocupaciones es la de establecer la relación entre teoría y práctica. Lo cual nos permite creer que Foucault mismo encarnó su propia idea de intelectual. De hecho, él mismo admite que muchas de sus obras fueron producto de experiencias directas con coyunturas a fines. Mas aún, Foucault nos enseña que aun en las instituciones de poder donde se ejercen técnicas de vigilancia y corrección a la conducta humana como lo son las cárceles también el intelectual comparte cierto tipo de responsabilidad, pues su accionar se nutre de su confrontación con las circunstancias históricas donde está inmerso. En este contexto, el intelectual examina la relación de poder establecida entre sujeto vigilado, sanado o corregido y el saber que legitima las técnicas con las que habrían logrado tales efectos. Así, pues, un efecto de poder que se afirme es poder que llama oposición. De este modo lo especifica el autor cuando se refiere al binomio saber-poder:
Quizás haya que renunciar también a toda una tradición que hace imaginar que no puede existir un saber sino allí donde se hallan suspendidas las relaciones de poder, y que el saber sólo puede desarrollarse al margen de sus combinaciones, de sus exigencias y de sus intereses. […] hay que admitir más bien que el poder produce saber; […] que poder y saber se implican uno al otro; que no existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo relaciones de poder. (Foucault, 2009, p. 37)
En esta tensión, el punto de anclaje, según Foucault, no está representado o simbolizado por el sujeto de conocimiento, sino el uso de poder que se ejerce con relación a ese rol. En nuestro caso, el intelectual tratará de no aislar al delincuente, ni al loco, ni al homosexual, porque “si rompe sus lazos con los otros, obliga al individuo a recogerse en sí mismo y atarlo a su propia identidad” (Foucault, 2001a, p. 245).
Es evidente que Foucault insinúa que cuando el intelectual analiza los mecanismos de poder en su expresión más específica, no pretende que sean tomadas como plataforma para emitir críticas anacrónicas a las realidades circunstanciales del momento. Así se expresó cuando hizo referencia a los libros sobre la locura: “su descripción y análisis se detienen en los años 1814-1815. No era pues, un libro que se presentara como crítica de las instituciones psiquiátricas actuales” (Foucault, 2012a, p. 160). Parecería obvio creer que la obra sobre la prisión elaborada por Foucault fuera precisamente una crítica directa -en el sentido trivial del término- a las instituciones enraizadas en el tiempo en que fueron estudiadas. Pero no. Es claro que nuestro autor lo que hace es analizar las condiciones de posibilidad de las relaciones de poder que se entretejen al interior estas instituciones, y no se enfoca en ellas por ser lo que son. Es decir, lo que Foucault elabora es un análisis a la institucionalidad de las prisiones, más no unos señalamientos morales sobre las instituciones per se. Se interesó por el conjunto de discursos de saber que, creados en una circunstancia histórica específica, se habrían concatenado en un complejo circuito o red de relaciones de poder para que, mediante la implementación de técnicas y estrategias de todo tipo, funcionaran en la constitución de subjetividades.
Son errores muy comunes en los que se caen cuando se toma la obra de Foucault como textos históricos que, aunque están estructurados sobre un andamiaje de tal índole, no representan una elaboración de esa naturaleza. Sería un completo anacronismo tomar alguna obra como armazón conceptual sobre el cual se emita acusaciones o denuncias referidas a la actualidad. Vemos aquí, como quizá en pocas ocasiones, la manera en que Foucault habla de sí mismo cuando alude al trabajo del intelectual. En efecto, su trabajo mismo contribuye a desnaturalizar los problemas que están soportados sobre nociones universales o que sitúan al sujeto en un espectro soberano para dirigir la mirada a las prácticas locales, al registro molecular (Deleuze) de los discursos y entender que lo que usualmente se define no lo hace porque esté inmanente en “eso” definido, sino en las relaciones que se establecen y en las cuales está vinculado. En esencia -dice Foucault- el poder son relaciones, esto es:
que los individuos, […] estén en relación unos con otros, no meramente bajo la forma del deseo, sino también bajo cierta forma que les permite actuar unos sobre otros y, si se quiere, dando sentido más amplio a esta palabra, “gobernarse” los unos a los otros. (Foucault, 2012a, pp. 163-164)
7. Filosofía y política
Uno de los rasgos del papel del intelectual propuestos por Foucault está relacionado con su vinculación con el presente. O sea, el intelectual no tiene la función profética de anunciar verdades sobre cómo debe ser la sociedad. Por el contrario, la labor de diagnosticar el presente radica en “hacer visible lo que es visible a partir del ámbito específico que le compete al intelectual” (Foucault, 1999a, p. 173). Para ello es necesario su aproximación a los diferentes acontecimientos para establecer sus riesgos, para describir sus separaciones, pues el filósofo francés considera que el saber en el marco del siglo XX se ha convertido en el “inconsciente” de la sociedad, lo cual quiere decir que el sujeto desconoce los alcances del saber y sus efectos en las relaciones de poder. Los efectos del saber se entienden a partir de los procesos y el dinamismo de los acontecimientos; por lo tanto, comprender, o mejor, conocer el modo en que ellos se despliegan en la actualidad motiva la labor del intelectual a diagnosticarlo.
Aquí Foucault asocia la figura del intelectual con la del filósofo, pero desmarcando a este último de la concepción tradicional del término. Es decir que, en lugar de preguntarse por un principio indivisible, eterno e inmutable, el filósofo indaga sobre las condiciones ontológicas actuales. Fue a esto lo que el francés llamó como ontología del presente, de lo que ocurre, en sí, del acontecimiento (Foucault, 1999a, p. 152). Y, ¿qué es aquello que ha acontecido? Pues bien, Foucault ve en el acontecimiento una plataforma histórica para preguntarse por el problema del poder, ya que la prolongación y la instauración de los mecanismos de exclusión en la estructura social ha obligado a preguntarse por ello. Si bien, ya en el siglo XIX la principal preocupación giraba alrededor de la producción de la riqueza y en el siglo XX fue cómo ella se circunscribió en las relaciones de poder de los gobiernos totalitarios, la función del filósofo, en cuanto intelectual, era establecer unos límites al exceso de poder, de manera que no lograra convertirse en una amenaza. En este sentido, la función del intelectual se aproxima a una suerte de politización una vez se originan lo que Foucault llamó “Estados-filosofía”, o sea, aquellos en cuyos regímenes políticos operaron orgánicamente ciertas ideas filosóficas tales como, por ejemplo, las tesis de Rousseau en la Revolución francesa, Nietzsche en el estado hitleriano o Marx en el Estado soviético (Foucault, 1999b, p. 115).
Quizá cada uno se fue edificando en contraposición con el poder, mostrándose como una “antítesis” de los mecanismos de represión y como una apología a la libertad. Sin embargo, dichas ideas se fueron incorporando por las instituciones políticas al punto que llegaron a legitimar las formas excesivas del poder mismo. En este orden de ideas, se podría decir que la filosofía fue legitimando el ejercicio del poder en la medida que se fue adentrando a las entrañas del Estado. Ante este panorama, estamos en la necesidad de preguntarnos: ¿es la politización del intelectual el resultado de su vinculación con el ejercicio de gobierno? ¿Fuera de él -del gobierno- no es posible que la labor del intelectual se politice? En el artículo El sujeto y el Poder (2001a), al explicar la especificidad de las relaciones de poder, Foucault define gobierno como el modo de dirigir la conducta de individuos o grupos. El gobierno no debe ser tomado aquí como una entidad institucionalizada sino más bien como un modo de acción destinado a actuar sobre las posibilidades de acción de otros individuos. Dicho esto, gobernar consiste entonces en la capacidad de estructurar el posible campo de acción del otro (Foucault, 2001a, p. 254). Pero dejemos que sean las palabras del autor las que ilustren al respecto:
El estalinismo [v.gr.] que se presenta como estado […] era al mismo tiempo una filosofía, una filosofía que precisamente debía anunciado y predicho la desaparición del Estado, y que, transformado en Estado, se convirtió en un Estado privado separado de cualquier reflexión filosófica y de cualquier reflexión posible. Es el estado filosófico convertido literalmente en inconsciente bajo la forma de Estado puro. (Foucault, 1999b, p. 116)[8]
Claramente, a lo que está haciendo referencia Foucault es -a nuestro modo de ver- una estatalización de la filosofía en la que, paradójicamente, ella se ve desencarnada de toda acción reflexiva al decantar su labor como legitimadora del poder. Aquí la relación entre la filosofía y el poder está atravesada por la política, pues es a partir de ella como la filosofía puede delimitar los excesos del poder. Sin embargo, Foucault advierte que, en su defecto, la filosofía no tiene ninguna injerencia con relación al poder, ya que su primer interés es, de hecho, la verdad. Ahora, ¿qué ha llevado a Foucault a hacer tal aclaración?, ¿acaso la verdad no tiene repercusiones históricas en el ejercicio del poder como para que la filosofía no tenga tal injerencia?, ¿en qué sentido la filosofía puede preguntarse por el poder? A pesar de haber mostrado cierta radicalidad en su postura, Foucault no obvia del todo que la filosofía se pueda relacionar con el poder toda vez que ella funcione como “contra-poder” y abandone su visión profética para dar cuenta de las luchas o las resistencias alrededor de él, allí donde pareciera que ella se plantea el problema en términos de bondad o maldad.
La filosofía, en tanto contra-poder, no se pregunta por el despliegue moral del poder, sino que indaga sobre el modo en que operan sus relaciones. Entonces, no se trata de preguntarse por “el” poder en sí mismo, como si se tratara de un universal. Al contrario, la filosofía debe dirigir su mirada analítica al funcionamiento de los elementos que la conforman. En últimas, la relación de la filosofía y el poder no puede comprenderse más allá de la indagación sobre las relaciones. Así, para Foucault, la función de la filosofía consiste en hacer visible lo que es precisamente visible, es decir, hacer aparecer lo que está próximo, inmediato, lo que está íntimamente ligado a nosotros mismos que, por ello, no somos capaces de percibirlo (Foucault, 1999b, p. 117).
Pero, ¿cómo visibiliza la filosofía aquello que, por cercanía, no era posible “ver”? ¿de qué instrumento se valdría para tal propósito? Por nuevo o extraño que parezca, Foucault ve en la filosofía analítica un modelo para hacer uso de una herramienta que permita dicho propósito: el uso del lenguaje.[9] Hace bien el francés en aclarar que el interés de la filosofía no gravitó alrededor de una estructura ontológica del lenguaje, sino sobre el uso cotidiano que se hace de él en diferentes discursos. En otros términos, para Foucault la filosofía analítica no se preguntó por cómo estaba estructurado el lenguaje y, a partir de allí, de qué manera se definió. Antes bien, analizó la función del pensamiento manifestado mediante la forma como se dicen las cosas.
Este particular aspecto representó para el francés una clave de lectura para entender la tarea de la filosofía, la cual no es otra que analizar lo que usualmente acontece en las relaciones de poder, señalando sus objetivos (Foucault, 1999b, p. 118). Entonces, así como la filosofía analítica se ocupó de los juegos del lenguaje, pues de la misma manera debería haber una filosofía que se ocupe de los juegos del poder. Surgiría, en consecuencia, una filosofía analítico-política, cuyo papel, según el autor, consistiría en medir la relevancia de las tensiones libradas al interior de los juegos del poder dentro de cuyos efectos se encuentra la exclusión de luchas (movimientos femeninos, el de las prisiones, etc.) que no se efectúan en el plano de la institucionalidad política pero que se mantienen vigentes y que le son adjudicadas el carácter de “revolución” en el sentido que ellas indican hasta dónde pueden llegar dichos juegos.
Pero tal “alcance” de la revolución no le es dado por un agente externo a ella; no es un atributo que se le confiere debido a sus proyecciones. La capacidad contestataria de sublevación hace parte de la historia porque, así como se ejerce el poder para producir represión, pues del mismo modo se puede ejercer para producir resistencia, porque “[…] el poder no está en un lado y la resistencia en otro, sino que se tiene una concatenación recíproca; existe poder solo donde hay resistencia” (Foucault, 2012b, p. 10). En este sentido, las relaciones de poder se constituyen en una situación estratégica porque ellas se dan asimétricamente, es decir que en su interior no se registran relaciones de un mismo modo ni en un mismo nivel. Sin embargo, esto tampoco significa que los sujetos involucrados se coloquen al margen de ellas como reflejo de una ausencia de libertad que les permitiera garantizar su participación en su interior (Foucault, 1999d, p. 422). Así lo expresó tiempo más tarde en una entrevista:
No puede haber relaciones de poder más que en la medida en que los sujetos son libres. Si uno de los dos estuviera completamente a disposición del otro y llegara a ser una cosa suya, un objeto sobre el que se pudiera ejercer una violencia infinita o ilimitada, no habría relaciones de poder. Para que se ejerza una relación de poder hace falta, por tanto, que exista siempre cierta forma de libertad por ambos lados. (Foucault, 1999b, p. 405)[10]
Dicho esto, la resistencia sería la condición de posibilidad de las relaciones de poder. De no haber resistencia, no habría relaciones, ya que el poder sólo demandaría el cumplimiento de lo que dispone quien lo ejerce. Por ello, el poder se define como una relación estratégica en la cual hace parte la resistencia (Foucault, 1999d, p. 423). Entonces, la resistencia, entendida como sublevación, es para el francés un principio elemental de las relaciones de poder, pues limita sus reglas y parcela sus mecanismos, razón por la cual “al poder hay que oponérsele siempre leyes infranqueables y derechos sin restricciones” (Foucault, 1999c, p. 206).
No obstante, la relación de la “revolución” con el quehacer del intelectual va mucho más allá de establecer unas coordenadas de sublevación o de encarnar, performativamente, una posición o una simple actitud contestataria. Para Foucault no es estratégicamente válido tener como principio fáctico el mostrarse indiferente con la irrupción o sublevación de la particularidad frente a la tensión totalitaria del poder, ya que, de ser así, alimentaría la pretensión universalista de este.
8. Matices sobre la función del intelectual
Nos vemos en la necesidad de ampliar el espectro analítico de la obra foucaultiana a sus trabajos éticos de la primera mitad de la década de los ochenta en los que la argumentación sufre un “giro de tuerca” al abandonar la idea de asignarle al poder una función ontológica que dé cuenta del modo como se implica recíprocamente con la libertad (Revel, 2014, p. 206). Foucault explica que a lo largo de su proyecto de investigación se vio en la necesidad de realizar algunos desplazamientos teóricos a los que el mismo trabajo lo encauzó. Así, pasó de analizar el “progreso del conocimiento” a la pregunta por la manera en que las prácticas discursivas se articulaban con el saber, labor que efectuó en la empresa arqueológica. El segundo desplazamiento consistió en pasar de analizar las manifestaciones del poder al análisis de las relaciones estratégicas de las técnicas del poder, propósito del cual se ocupó en el trabajo genealógico. El tercer desplazamiento teórico se evidencia al pasar del análisis sobre “el” sujeto a pensar las formas y los modos como los sujetos, relacionándose consigo mismo, se reconocieron como tales (Foucault, 1986, p. 7-8) En una de sus últimas entrevistas, el filósofo francés mencionaba al respecto:
Cambié el proyecto general: en lugar de estudiar la sexualidad en los confines del saber y del poder, traté de investigar más allá cómo se había constituido, por el mismo sujeto, la experiencia de su sexualidad como deseo. Para despejar esta problemática fui llevado a mirar de cerca textos muy antiguos, griegos y latinos. (Roberto, 2012, p. 173)[11]
Cabe anotar que solo se encontraron dos alusiones explícitas a la función del intelectual que corresponden al periodo que ahora nos ocupa. La primera de ellas en la entrevista hecha por Christian Panier y Pierre Watté en 1981 y en el diálogo con Rux Marín en 1982, ya referenciadas en este trabajo.[12] Sin embargo, lo que sí pudimos comprobar es que lo afirmado por el pensador francés sobre este particular a principios de la década de los setenta -sobre lo cual ya nos hemos ocupado con amplitud en páginas atrás- logra tener ciertos matices en los trabajos a principios de los ochenta que, a nuestro juicio, son necesarios identificarlos y analizarlos.
Todo parece indicar que el cambio de intereses en el trabajo del francés de los últimos años también pudo haber “afectado” su concepto en torno a la función del intelectual. En efecto, al momento de analizar la relación de la producción discursiva de la verdad con el ejercicio del poder, Foucault explica que es a partir de los regímenes de verdad cuando la tarea del intelectual debe encaminarse a un plano más específico dejando de lado los efectos de las ideologías sobre la conciencia de los individuos. Pero traigamos nuevamente a colación lo que el autor decía al respecto:
El, problema político esencial para el intelectual no es criticar los contenidos ideológicos que estarían ligados a la ciencia; […] Sino saber si es posible construir una nueva política de la verdad. El problema no es cambiar las “conciencia” de la gente o lo que tienen en la cabeza, sino el régimen político, económico e institucional de producción de verdad. (Foucault, 1981b, p. 190)
El problema no consiste, entonces, en que la gente cambie su forma de pensar; por el contrario, se trata es de reconstruir el conjunto de reglas que rigen la producción de la verdad a partir del cual se piensa. Posteriormente, diez años más tarde, en 1981, afirmó que el trabajo analítico del intelectual aplicado a un segmento específico de la sociedad puede acarrear ciertos efectos políticos toda vez que, quienes así lo decidan, este sea usado (Foucault, 2012a, p. 159). Si antes el autor sostenía que era necesario cambiar los regímenes de verdad, ahora dirá que el modo de hacerlo es llegando a registros más específicos de las relaciones de poder y de saber.
Sin embargo, encontramos que la referencia realizada por el autor al año siguiente sobre la función del intelectual permite poner de presente ciertos matices. Así se expresó en 1982 al respecto:
Mi papel […] es mostrar a la gente que es mucho más libre de lo que piensa; que tiene por verdadero y evidentes ciertos temas que se fabricaron en un momento particular de la historia y que esa presunta evidencia puede ser criticada y destruida. Cambiar algo en el espíritu de la gente: ese es el papel del intelectual. (Foucault, 1990b, p. 144)
Lo que queremos decir es que no se trata de un viraje en la concepción foucaultiana sobre la función del intelectual, sino de un conjunto de matices -como ya lo decíamos- que se agudizan a medida que los tópicos del pensamiento del filósofo se van situando sobre coordenadas diferentes. De hecho, en esta cita encontramos tres aspectos que están estrechamente vinculados con la función del intelectual en el último Foucault. Tales aspectos tienen que ver con los desplazamientos teóricos a los que el mismo trabajo investigativo lo habían llevado. El primero de está expresado así: “[…] tiene por verdaderos y evidentes ciertos temas que se fabricaron en un momento particular de la historia […]” (Foucault, 1990b, p. 144). Vemos aquí el desplazamiento relacionado con la arqueología, pues se refiere al análisis de las formas como diversas prácticas discursivas se articulan epistémicamente en la configuración de una verdad. En el segundo: “[…] mostrar a la gente que es mucho más libre de lo que piensa […]” (p. 144) se presenta el análisis mediante el cual se describe las manifestaciones del poder a través de la genealogía, con el fin de indagar el modo en que se relacionan estratégicamente diversas técnicas racionales en el ejercicio del poder. Y el tercero: “[…] esa presunta evidencia puede ser criticado y destruida” (p. 144), hace alusión a buscar las modalidades en que el individuo, relacionándose consigo mismo, se reconoce como un sujeto de crítica.
El matiz radica en que la noción de intelectual, ya no sólo aplica a un rol combativo en la sociedad de cara a los usos y abusos de poder por parte de las instituciones que lo detentan, sino que también se amplía hasta llegar a ser comprendido como una actitud estética. En otras palabras, debemos preguntarnos: ¿la noción de intelectual puede ser entendida como una actitud estética de la existencia más allá de ser un sustantivo? De ser así, ya no hablaríamos de la función del intelectual, sino de la actitud intelectual.
Además de estos tres aspectos, podemos identificar dos expresiones en la respuesta que estamos analizando y que no podemos dejar pasar por alto: mostrar (fr. montrer) y cambiar (fr. chager). Tal como hemos venido explicando, Foucault se muestra renuente a la concepción absolutista y profética de la intelectual impulsada por el marxismo en la que es él -el intelectual- quien encarna la conciencia de las masas e ilumina a las gentes en la lucha por su liberación. Ahora bien, ¿es posible constatar que, tanto en las referencias de 1971 y 1981 sobre la función del intelectual, el autor haya incurrido en aquello que él mismo tanto critica? Podemos fijarnos que, en la primera respuesta, el filósofo francés asevera que, tal labor, no consiste en cambiar la conciencia de la gente, sino los regímenes que producen la verdad. Pero en la segunda, su postura varía un poco. Afirma tácitamente que la función del intelectual sí es cambiar la mentalidad de la gente. ¿Contracción? Veamos. Si nos detenemos con cautela en el primer elemento comentado, notamos que Foucault habla de la labor que él mismo realiza en tanto intelectual y sobre la cual da cuenta. “Mostrar a la gente que es libre” dista en no poco de “hacer que la gente sea libre” o “proveer a la gente de la libertad que necesitan”. Aquí el autor pone en función de sí lo que él mismo está señalando en torno a la labor del intelectual, a saber, una manera de problematizar el decir la verdad y la libertad con que lo hace.
9. Una anotación final
El papel del intelectual acarrea, sin lugar a dudas, unas consecuencias que logran comprometer incluso hasta la propia vida. Por eso, cuando el filósofo francés explica las razones que hay para sublevarse, señala la necesidad de no ser indiferente frente a los excesos de poder.
El hecho de no ser indiferente guarda en el fondo relación con el rasgo del intelectual del que ya se ha comentado en renglones atrás: el compromiso con el presente. Este rasgo implica que el intelectual realice lo que el autor llamó “desprenderse de sí mismo”. Ahora, ¿en qué consiste este desprendimiento? Pues bien, se trata de una actitud ética con el saber que conduce al intelectual a alterar su propio pensamiento, así como el de los otros (Foucault, 1985a, p. 238). Esta implicación ética del intelectual presentada por Foucault se entiende a través del hecho de que su función debe romper con la “prudencia académica” que pareciera acorralarle el pensamiento, de modo que pueda generar el cambio de espíritu del que hablaba líneas atrás.
Cuando el autor hace mención del “cambio de espíritu de la gente” como una de las funciones del intelectual quizá se refiere a que si se cambia la racionalidad con que se configuran los regímenes discursivos, estos cambiarían automáticamente. Por tanto, no habría ninguna contradicción en las afirmaciones lanzadas por el pensador francés; por el contrario, el cambio de los regímenes no ocurre por fuera de ellos; suceden dentro, haciendo que el cambio de racionalidad conduzca la atención a dimensiones más específicas de los regímenes siendo esta la que los atraviese produciendo dicho cambio.
Este “cambio” podría entenderse como una actitud contestataria y beligerante frente a los regímenes simbólicos que producen verdad. En este sentido, asumir una actitud crítica no se limita a cuestionar hasta dónde es posible conocer ni qué se debe conocer, a la manera como lo entendía Kant. Antes bien, se trata de situarse en las fronteras “del afuera y del adentro” del conocimiento, como diría Foucault (2003, p. 91). Incluso, el francés va más allá al sostener que la actitud crítica debe ser asumida como una manera de transgredir los hechos o acciones que históricamente nos han constituido como sujetos. La connotación transgresora de la crítica opera sobre nuestros límites ontológicos dando cuenta no de lo que somos, sino del modo como nos hemos venido siendo. Con estas palabras queda demarcada la continuidad de este trabajo en lo que respecta al análisis de la práctica intelectual en tanto actitud crítica frente a los modos de subjetivación del arte de gobernar que, puesta en evidencia desde la práctica de la libertad, se expresa mediante el coraje del decir verdad. Así, pues, el camino continúa.
Referencias
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Notas
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