Artículos

Sinequismo y teleología evolutiva como constituyentes de la propuesta realista de Charles Sanders Peirce contra el nominalismo

Sinequism and Evolutionary Teleology as Constituents of Charles Sanders Peirce's Realist Proposal Against Nominalism

Dany Mauricio González Parra
Universidad de Caldas, Colombia

Revista Filosofía UIS

Universidad Industrial de Santander, Colombia

ISSN: 1692-2484

ISSN-e: 2145-8529

Periodicidad: Semestral

vol. 22, núm. 1, 2023

revistafilosofia@uis.edu.co

Recepción: 31 Agosto 2022

Aprobación: 14 Noviembre 2022



DOI: https://doi.org/10.18273/revfil.v22n1-2023007

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Resumen: el presente trabajo tiene el propósito de aclarar el sentido del realismo que suscribe Charles Sanders Peirce desde su pragmaticismo. Dado que este realismo tiene sus bases en los planteamientos peirceanos concernientes a la lógica de la investigación y a su propuesta metafísica, el primer objetivo es ubicarlo en el marco de la discusión alrededor de diferentes propuestas realistas epistemológicas y ontológicas. Con base en esto, en un segundo momento, se precisará la propuesta realista que se desprende de su doctrina de la continuidad o sinequismo. Finalmente, se expondrán los rasgos generales de la teleología evolutiva en la que desemboca dicha propuesta.

Palabras clave: nominalismo, pragmaticismo, realismo, sinequismo, teleología evolutiva.

Abstract: the purpose of this paper is to clarify the meaning of the realism subscribed by Charles Sanders Peirce from his pragmaticism. Since this realism has its basis in Peircean approaches concerning the logic of research and his metaphysical proposal, the first objective is to place it in the framework of the discussion around different epistemological and ontological realist proposals. Based on this, in a second moment, I will specify the realist proposal that emerges from his doctrine of continuity or sinequism. Finally, the general features of the evolutionary teleology in which this proposal ends will be presented.

Keywords: Nominalism, Pragmaticism, Realism, Sinequism, Evolutionary Teleology.

1. Introducción

En su forma básica, el debate nominalismo-realismo gira en torno al estatus ontológico de los universales, así se planteó el debate entre Occam y Escoto, por ejemplo. Una formulación diferente, dado el matiz lingüístico, pero que conserva el núcleo de la discusión es la que se plantea alrededor de los términos generales. En esencia, lo que está en disputa es si los términos que se usan para referir cualidades y géneros atienden a algo real o no son más que producto de la arbitrariedad, la convención o el uso. El nominalista toma partido por la segunda alternativa, pues niega que haya algún real general, ya que solo reconoce como reales a los particulares. El realista, por su parte, entiende que hay términos generales que hacen referencia a realidades, es decir, que hay generales reales. Este es un debate que sirve de marco a gran parte del pensamiento peirceano, particularmente en lo referente a la consolidación paulatina de su realismo.

De entrada, el realismo es fácilmente emparentado con ideas como la de un reino de universales inmutables al estilo Platón: una suerte de reino abstracto subsistente por sí mismo, al cual puede accederse vía razón. Dada la carga metafísica que conlleva esta versión, se ha entendido incluso alejada del espíritu empirista que caracteriza al proceder científico. De manera que los esfuerzos de Peirce por acentuar su realismo podrían verse, al menos en principio, en conflicto con el experimentalismo que puede asumirse como uno de los principales rasgos de su filosofía. Sin embargo, el realismo peirceano se distancia claramente del platonismo porque asume la naturaleza dinámica de los generales, así como la conexión continua entre generales y particulares, y la insalvable realidad de estos últimos[1]. Este dinamismo, la idea de que los generales también están sujetos a la evolución, puede entenderse, a final de cuentas, como resultado de los esfuerzos de Peirce por que los resultados de sus reflexiones metafísicas no contradigan lo que el laboratorio y la historia del conocimiento científico y, en general, el estudio de la actividad investigativa permitirían concluir sobre la realidad, a saber: que esta es condición de posibilidad de conocimiento y que se encuentra en permanente evolución.

Estos son algunos de los aspectos generales de la posición que Peirce opone al nominalismo en sus diferentes sentidos y grados. Puede decirse incluso que el desarrollo del pragmaticismo (o pragmatismo peirceano) consiste en la permanente acentuación del realismo por parte del filósofo norteamericano. No obstante, como se mencionó, este realismo no puede asimilarse sin más a uno de tipo platónico o tan siquiera a uno como el propuesto por Duns Escoto, que el propio Peirce abrazaría en un momento. De manera que se puede hablar del realismo peirceano como uno sui generis. Con el fin de aclarar el verdadero sentido de este realismo, el primer objetivo será ubicarlo en el marco de la discusión alrededor de diferentes propuestas realistas epistemológicas y ontológicas. Con base en esto, en un segundo momento se precisará la propuesta realista que se desprende de su doctrina de la continuidad o sinequismo. Finalmente, se expondrán los rasgos generales de la teleología evolutiva en la que desemboca dicha propuesta y la naturaleza de la realidad a la que da lugar.

2. Peirce: realista ontológico y epistemológico

El realismo que llega a defender Peirce tiene rasgos ontológicos y epistemológicos. Los primeros se expresan claramente en la aceptación de la idea de que la realidad es independiente del pensamiento. Esta es una posición que plantea un claro distanciamiento de la suerte de idealismo que parece ser afín a varios de los planteamientos peirceanos en relación con la naturaleza de la verdad, su asimilación a la opinión final y su relación con la realidad. Este distanciamiento puede entenderse como una de las fuentes de conflicto al interior del pensamiento peirceano. El punto a resaltar aquí es el compromiso de Peirce con la condición no mental de lo real, esto es, con una suerte de realismo ontológico.

Un realista como Peirce, por tanto, reconoce el hecho de que lo real no se agota en la naturaleza de lo mental (Hernández y Garzón, 2009). Pero no solo eso: además de esta inagotabilidad, el planteamiento peirceano considera una particular relación entre pensamiento y realidad que Hausman (1997) presenta en los siguientes términos:

Un realista metafísico en el sentido que estoy sugiriendo para Peirce, entonces, en contraste con el idealismo, es aquel que insiste en que la condición de las restricciones radica en algo que hay que tener en cuenta y que no se agota en lo que es como la mente, o en una fuente o condición fundamental que se constituye exclusivamente como pensamiento. Este residuo no es en sí mismo de naturaleza mental. (p. 146)

En este sentido, el realismo peirceano abarca no solo un residuo extramental de lo real, sino que además reconoce la acción de este residuo en la mente. Esta relación, que se expresa en términos de la resistencia, el constreñimiento o la restricción que lo extramental le supone al pensamiento, es parte fundamental desde los planteamientos iniciales de Peirce en relación con la actividad investigativa. De allí, la ventaja del método de la ciencia sobre otros métodos como el de la autoridad, la tenacidad y el apriorismo para la fijación de la creencia; así como la misma idea expresada en la formulación de su hipótesis fundamental de que más allá de lo diversas que sean nuestras sensaciones, “[…] aprovechándonos de las leyes de la percepción, podemos averiguar mediante el razonar cómo son real y verdaderamente las cosas; y cualquiera, teniendo la suficiente experiencia y razonando lo bastante sobre ello, llegará a la única conclusión verdadera” (Peirce, 1877, párr. 28). Es decir que el descubrimiento de cómo son realmente las cosas es posible si se atiende, en principio, a lo que hay de involuntario en la experiencia. La idea de que esta atención y el suficiente razonamiento al respecto permitan acceder al ser de la realidad es lo que hace de Peirce, además, un realista epistemológico.

Más allá de esta caracterización general, Peirce es explícito en cuanto a su idea de que lo cognoscible y el ser son coextensivos al decir:

Más allá de cualquier cognición, existe una realidad desconocida pero cognoscible; pero más allá de toda cognición posible, solo existe lo autocontradictorio. En resumen, la cognoscibilidad (en su sentido más amplio) y el ser no son meramente iguales metafísicamente, sino que son términos sinónimos. (Peirce, 2012, p. 65)

En este fragmento la consideración de lo cognoscible y el ser como equivalentes metafísicamente puede dar lugar a una lectura que, si bien no es por sí misma incompatible con una postura realista, es lo suficientemente llamativa por su tono idealista. De acuerdo con esta, se puede ver la asimilación final entre cognoscibilidad y ser. Podría hablarse de una especie de reducción del ser a lo cognoscible y, en esta vía, de lo real al pensamiento.

En un sentido similar, años después, en el primero de sus trabajos de la serie de The Monist, Peirce hace declaraciones que mantienen y, si se quiere, acentúan un idealismo de este tipo. Por ejemplo, de acuerdo con el idealismo objetivo, el cual reconoce como la única teoría inteligible del universo, “la materia es mente desvirtuada, convirtiéndose los hábitos inveterados en leyes físicas” (Peirce, 1891, párr. 24). Su compromiso con una teoría de este tipo permite suponer la aceptación de un idealismo que tiene que ver con la forma de ser de la realidad y no solo con la forma en la que se accede a ella. La conclusión de que, entonces, Peirce puede clasificarse como un idealista en sentido metafísico está respaldada fundamentalmente por su aceptación explícita del idealismo objetivo.

Más allá de estos rastros idealistas, Hausman (1997) considera tres razones por las cuales se debería evitar asumir sin más esta lectura[2]. La primera tiene que ver con el hecho de que, a pesar de que no podría decirse que Peirce es materialista, la misma expresión básica del idealismo objetivo muestra a la materia como parte del universo peirceano; la segunda está relacionada con la idea de que la aceptación de esa teoría como la única teoría inteligible del universo no implica que ella agote todo lo inteligible. Con lo cual, se podría retomar la senda del realismo ontológico en su sentido más básico.

La tercera razón aducida por Hausman es que existe la posibilidad de que el propio punto de vista de Peirce fuera una versión muy peculiar del idealismo objetivo. Hausman apoya esta idea en el hecho de que Peirce identifica su pragmatismo como idealismo condicional. Este idealismo es de carácter epistemológico, por lo que tiene más que ver con el resultado de nuestro acceso a la realidad vía investigación que con la forma de ser de lo real. De acuerdo con el idealismo condicional, el resultado predestinado u opinión final de la investigación en el largo plazo excluye un resultado real predestinado o una opinión final real. Peirce sostiene que “[...] la independencia de la verdad de las opiniones individuales es debida (hasta donde hay alguna “verdad”) a que es el resultado predestinado al que una investigación suficiente finalmente conduciría” (Peirce, 1907, párr. 53). De acuerdo con la interpretación de Hausman (1997, p. 149), el énfasis condicional que indica al decir que conduciría es la que dota de condicionalidad su idealismo. ¿Es entonces Peirce, más allá de su realismo ontológico, un idealista epistemológico?

En su forma básica, el idealismo epistemológico plantea que, aun cuando parte o toda la realidad sea independiente de la mente, el conocimiento de esa realidad no es más que conocimiento de la mente, pues todo lo que se puede conocer está determinado por esta última. Esta, sin embargo, no parece ser una idea que pudiera abrazar Peirce: ya desde 1877 sostenía que, de hecho, se puede averiguar cómo son realmente las cosas. El realismo epistemológico de Peirce se vería claramente limitado si al hablar del conocimiento de la realidad se entendiera que es algo que descansa en una idea: si conocer no es algo que va más allá de la idea de verdad, no se iría más allá del conocimiento de la mente. Sin embargo, no es la idea de verdad la que guía la actividad investigativa, sino el ideal normativo de la verdad. En este sentido, el idealismo condicional debe asociarse con la verdad, y esta como fin de investigación debe entenderse más como ideal que como idea. Es precisamente la atención a ese ideal, que se expresa en el hecho de tomar partido por fijar nuestras creencias por el método científico, lo que permite hacer parte de la comunidad ilimitada de investigadores. Una comunidad que tiene como propósito encontrar la verdad y promover el crecimiento de la razonabilidad[3] en el cosmos mediante el uso del método científico (Flórez y Acosta, 2022), el que más nos acerca al conocimiento de la realidad (Nubiola, 2016).

3. Sinequismo vs. Nominalismo

De manera sumaria, el nominalismo sostiene que las leyes generales y los conceptos son herramientas que permiten economizar nuestro proceso de pensamiento, pero a ellos no corresponde literalmente ninguna realidad. Más allá del origen técnico filosófico de la disputa respecto al nominalismo, Peirce piensa que las consecuencias de su doctrina exceden ese ámbito meramente académico. En el ámbito epistemológico, este nominalismo desemboca en agnosticismo, escepticismo, idealismo o solipsismo; en definitiva, bloquea el camino de la investigación al restringir los tipos de preguntas que puedan ser investigadas y, en consecuencia, las posibles respuestas a estas preguntas. Pero también hay una deriva nominalista en la filosofía moral y social que conlleva la idea de que las comunidades son meros agregados de individuos: “Según los nominalistas, entonces, los seres humanos son animales sociales, si es que lo son, solo como consecuencia de la coincidencia contingente de los deseos individuales y no en virtud de ningún gregarismo inherente” (Forster, 2013, p. 7).

Esta idea da lugar no solo a una noción particular de humanidad, sino también a una de bienestar. Si la humanidad es un mero agregado y su carácter social no es más que una contingencia conveniente, no habría noción de bienestar más adecuada que la de la satisfacción de los intereses individuales. Por esto, Peirce encontraba inaceptables las consecuencias de las tesis nominalistas no solo para el conocimiento, sino también para la moralidad y la sociedad.

Aunque en un momento Duns Escoto fue una importante referencia para Peirce en su enfrentamiento al nominalismo, ubicándolo en el momento de mayor gloria entre los realistas (Peirce, 1871), también tomaría distancia de aquel con el fin de señalar la acentuación de su propio realismo.

Peirce ofrece una clasificación de los diferentes sistemas metafísicos con base en sus tres categorías: Primeridad, Segundidad y Terceridad. Categorías que tienen su expresión metafísica en la mente (Primero), la materia (Segundo) y la evolución (Tercero); así como cosmogónica en el Azar (Primero), la Ley (Segundo) y la Tendencia a tomar hábitos (Tercero)[4]. Peirce clasifica al nominalismo ordinario dentro de las teorías metafísicas que reconocen la Primeridad y la Segundidad como únicos constituyentes reales de la naturaleza. Sin embargo, si se atiende a la idea de que Primeridad y Terceridad son dos formas de generalidad que rodean la particularidad (McNabb, 2018, p. 265), sería más preciso presentar al nominalista como aquel que solo acepta la realidad de los Segundos, que son existentes, concretos y particulares. Desde la perspectiva nominalista, por tanto, solo los individuos serían reales, los generales son solo derivados.

Ni Escoto ni Peirce asumen este nominalismo. Sin embargo, persiste una diferencia fundamental entre los dos. Aunque la posición de Escoto no puede equipararse sin más a la nominalista, las consecuencias para la realidad de lo Tercero no resultan sustancialmente diferentes al final. El Tercero escotista no se reduce a, pero se contrae en Segundos. Esta idea permite pensar en la posibilidad de que los generales terminen por poder agotarse en sus instanciaciones, es decir, en particulares. Esta concepción de los generales es claramente cercana a la Terceridad degenerada planteada por Peirce y, por tanto, podría entenderse como un compromiso menos decidido por parte de Escoto con la afirmación de la realidad de la Terceridad.

Además del distanciamiento respecto a Escoto, el énfasis de Peirce en la realidad de lo tercero puede tomarse como un claro acercamiento a la metafísica hegeliana. Sin embargo, la insuperable realidad de la Primeridad y la Segundidad, así como la permanente interacción de estas con lo Tercero, marcan una clara distancia respecto a Hegel. Para Peirce, la Primeridad no es un estado que se supere; muy por el contrario, al ser constituyente de la realidad, impide el carácter estático e inmutable de lo Tercero, por lo que tendría que hablarse de generales esencialmente dinámicos. Pero es la ignorancia del choque externo, es decir, la no consideración de la realidad de lo Segundo el error capital de Hegel (Peirce, 1885) y el elemento que marca con claridad el distanciamiento de Peirce de la metafísica hegeliana.

Más que el desenlace en un todo racional y absoluto, o en universales inmutables, a lo Hegel, es el concepto de continuo el que aparece en el germen de la consolidación de la respuesta peirceana al nominalismo. De acuerdo con Kant, un continuo es aquello cuyas partes tienen partes del mismo tipo. Esta definición, al menos en la interpretación que el mismo Peirce dice haberle dado en un primer momento, significa que un continuo tiene como propiedad definitoria la divisibilidad infinita. En este sentido, una línea, por ejemplo, sería continua porque, cualquiera sea su extensión, puede dividirse infinitamente; de manera que cada uno de los fragmentos resultantes de una división puede ser también dividido. Una serie continua, en estos términos, posee la propiedad de la reflexividad. Esta idea mantiene lo que en trabajos tempranos le había resultado claro a Peirce: que razonamientos como el que da lugar a la famosa paradoja de Aquiles y la tortuga solo podrían tener lugar si la continuidad poseyera partes últimas y si un continuo como el espacio estuviera constituido de elementos discretos.

A pesar de esto, la lectura de la definición kantiana de continuidad tiene como principal característica la idea de que el continuo descansa en las propiedades de los elementos discretos que lo componen (los segmentos y los puntos en el caso de la línea). Es la relación que guardan entre sí, aunque de manera aislada, lo que dota de continuidad a la colección o al conjunto del que son parte. La continuidad de una serie es, por tanto, el “resultado” de las propiedades de sus elementos. En términos de reflexividad, una colección es continua porque, como en el caso de la línea, cualquier segmento puede dividirse nuevamente en segmentos, y lo mismo estos.

En la serie de trabajos metafísicos de The Monist y escritos previos, tienen lugar dos aspectos de gran importancia en la profundización peirceana sobre el continuo. De un lado, está el reconocimiento explícito, en Designio y azar (Peirce, 1884), de la importancia lógica de la teoría de la evolución; del otro, la ubicación de la continuidad en el espacio de la Terceridad. Estos dos son los aspectos distintivos de lo que Havenel (2008, pp. 91-96) ubica en el periodo cantoriano de la noción de continuo peirceano, periodo en el que Peirce toma distancia de la divisibilidad infinita antes señalada como el único elemento distintivo de la continuidad[5].

Además de esta divisibilidad infinita, el continuo peirceano se caracteriza por las propiedades de reflexividad, esto es, el hecho de que las partes de un continuo son de la misma naturaleza de un todo; supermultitudinariedad, es decir, ningún número de partes agotará el continuo; genericidad, las partes de un continuo no tienen límites definidos que permitan distinguirlas entre sí (Zalamea, 2012; Flórez y Arias, 2022). La consideración de estas cuatro como las características de los continuos genuinos marcan el punto de llegada de Peirce a una noción no-métrica del continuo. Siguiendo por un momento la lectura de Havenel, se citarán en extenso dos ejemplos del propio Peirce para plantear las líneas generales del paso de la noción métrica a la no-métrica. En La ley de la mente, texto en el que ya está explícita la reserva por parte de Peirce frente a la definición cantoriana del continuo, dice:

Supongamos que una superficie es en parte roja y en parte azul, de modo que todo punto en ella es o rojo o azul. ¿Cuál es, entonces, el color de la línea que separa el rojo del azul? La respuesta es que, para que existan de alguna manera, el rojo o el azul deben encontrarse extendidos sobre una superficie, y el color de la superficie es el color de la superficie en el entorno inmediato del punto [...] Ahora bien, como las partes de la superficie en el entorno inmediato de cualquier punto ordinario sobre un límite curvo son la mitad roja y la mitad azules, se sigue que el límite es mitad rojo y mitad azul. (Peirce, 1892, párr. 25)

Aquí́, pues, los puntos sobre el límite, y el límite en sí mismo, son mitad rojos y mitad azules. Pero en un escrito posterior, frente a un ejemplo similar, varía claramente su idea. Al imaginar que una gota de tinta negra cae sobre el papel blanco, se plantea tres posibilidades respecto a los puntos sobre la línea de demarcación entre la superficie negra y la superficie restante del papel: Ⅰ) que cada punto del área es blanco o negro, Ⅱ) que ningún punto es a la vez blanco y negro, o Ⅲ) que los puntos del límite no son más blancos que negros, y no más negros que blancos. De acuerdo con Peirce, lo que debe concluirse es que los puntos del límite no existen, es decir, no es posible caracterizarlos de forma determinada en tanto individuos aislados. Solo podría atribuírseles un color cuando son considerados como estando conectados en la continuidad de una superficie: por separado, cada uno tomado individualmente, no es blanco ni negro (Peirce, 1893).

Así́, mientras que en el primer ejemplo los puntos sobre el límite entre las dos superficies son mitad azul y mitad rojo, en el segundo ejemplo hay un marcado énfasis en la inexistencia de dichos puntos. Este es un paso fundamental en la configuración de la noción no-métrica, cuya idea central es ubicada por Havenel en el periodo supermultitudinal que va de 1897 a 1907, y que podría resumirse en que un continuo no contiene elementos actuales sino potenciales, posibles (Havenel, 2008, p. 107; McNabb, 2018, p. 241). Con base en esta idea, Peirce abandona su aproximación al continuo en términos de colecciones al decir que un verdadero continuo se caracteriza por el hecho de que ninguna cantidad de individuos puede agotar sus posibilidades de determinación.

Para resumir, podría decirse que, desde una concepción métrica del continuo, los individuos (p. ej. los puntos de la línea) tienen una identidad definida y que son ellos, específicamente la relación que guardan entre sí, los que dan lugar a la continuidad. Por otra parte, en una concepción no-métrica, los individuos no tienen identidad definida, sino que son meras instanciaciones o abstracciones posibles de la generalidad; a la vez que es precisamente la continuidad la que da la posibilidad de esta instanciación. Esta es la idea que Peirce opone a la afirmación metafísica fundamental del nominalismo, según la cual, todo es particular o concreto, de manera que queda en entredicho la realidad de cualquier general o universal.

En su formulación clásica, la máxima pragmática reza: “Considérese qué efectos, que pudieran concebiblemente tener repercusiones prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra concepción de esos efectos constituye la totalidad de nuestra concepción” (Peirce, 2012, p. 227). Este principio lógico se convirtió́ en gran medida en el manifiesto abrazado por el naciente pragmatismo. No obstante su carácter fundamental, la máxima en esta primera forma está tan abierta a la interpretación como lo advirtiera luego el propio Peirce, al ver en muchos de los que la asumieron como principio una suerte de secuestradores de los que quiso salvar a su pragmaticismo al otorgarle una nueva y más específica denominación. Las ideas de efectos y repercusiones prácticas son justamente las que permiten diferentes énfasis, como el tono practicalista de la lectura de William James.

Entre las posibilidades de lectura destaca el hecho de que quepan incluso lecturas nominalistas y realistas. La diferencia entre unas y otras pasa fundamentalmente por la relación que se establezca entre los mencionados efectos y las repercusiones prácticas, de un lado, y el objeto de la concepción, por el otro. Si el significado está al final de la consideración de los efectos que de hecho tienen repercusiones prácticas, parece que la concepción, el concepto general, descansa en la colección de lo que puede afirmarse a partir de esos casos de efectos con repercusiones prácticas. El concepto general no sería más que una colección de individuales. Esta, sin embargo, es una lectura que obedece a una idea de continuo reevaluada: la métrica.

Por otra parte, si se atiende al carácter concebible de los efectos y sus repercusiones prácticas, estos aparecen como posibilidades de la concepción general. Ninguna colección de individuales podría, así́, agotar el general. Esta lectura descansa evidentemente en la concepción no-métrica del continuo; es decir, una que permite afirmar la realidad del general. Esta es la lectura que expresa la acentuación que experimentó el realismo peirceano y por eso puede hablarse del senequismo o de la doctrina de la continuidad como lo que Peirce opone al nominalismo. El grado de importancia de la noción del continuo en la que desemboca Peirce es tal que irriga toda su filosofía: en sus teorías de la percepción y del conocimiento, por ejemplo, se manifiesta en el hecho de no reconocer una clara línea de demarcación entre conocimiento sensible y conocimiento racional. De manera que no es de extrañar que el sinequismo dé lugar a una particular concepción de la realidad: una en la que generales indeterminados posibilitan estados particulares (hechos, casos, etc.) más o menos concretos. Una realidad que, por su ser continuo, supone a la evolución como uno de sus rasgos más destacables.

4. La realidad desde la teleología evolutiva

Para Peirce, aceptar la evolución supone el reconocimiento del crecimiento, de la novedad, por consiguiente, del azar. Esto es consecuencia de rechazar la posibilidad de explicar la evolución a partir de principios mecánicos. ¿Qué alternativa hay a suponer la naturaleza evolutiva del universo? Y, si es que hemos de aceptar tal naturaleza, ¿por qué no podría ser esta explicada a partir de principios mecánicos? En palabras del propio Peirce, ¿por qué deberíamos rechazar el necesitarismo?

Cuatro son las razones por las cuales puede decirse que es ilógico explicar la evolución según principios mecánicos, como pretende Herbert Spencer: Ⅰ) no hace falta ninguna causa externa para el principio de evolución, la tendencia al crecimiento puede ser fruto de un germen infinitesimal iniciado accidentalmente; Ⅱ) la ley debe suponerse como resultado de la evolución; Ⅲ) ninguna ley exacta puede producir el rasgo más manifiesto del universo: la heterogeneidad arbitraria; Ⅳ) toda operación gobernada por leyes mecánicas es reversible, y el crecimiento no lo es (Peirce, 1891).

En términos muy generales, la idea de Peirce es relativamente clara: dado que la realidad más que ser está siendo, es de esperar, por no decir que es necesario, que ninguna ley pueda determinar absoluta y definitivamente los hechos en su totalidad. El necesitarista podría decir que esta imprecisión de la ley es una cuestión que se puede explicar fácilmente a partir de la observación: si las leyes existentes dan lugar a ciertas desviaciones se debe a que nuestros instrumentos de observación (incluidos nuestros conceptos y teorías) no son lo suficientemente ajustados. Los errores de observación no son algo que descarte Peirce como fuente de la imprecisión, su vida de laboratorio lo ha familiarizado lo suficiente con ese hecho. Pero es también esta experiencia la que le hace ver como evidente el que entre más puntual pretenda ser cualquier intento de aplicación de la ley, más clara es la desviación de los resultados de la observación. Así encuentra que, si bien los errores de observación son indiscutibles, resulta claro que no alcanzan a explicar la diferencia entre la ley y el hecho.

Lo que encuentra en esta idea, que no es ajena al investigador de laboratorio, es el principal indicio de la manifestación más elocuente de la Primeridad: el azar absoluto. A diferencia de una consideración de clara raigambre moderna, según la cual el azar no es más que un nombre alternativo al desconocimiento de las causas, Peirce lo reconoce como un elemento de la realidad. El azar es la razón puntual de que nuestras leyes no puedan determinar con total exactitud los hechos, a la vez que da lugar a la hipótesis con base en la cual sería imposible que la evolución pueda explicarse a partir de principios mecanicistas.

En esta perspectiva, la consideración de la evolución como proceso da lugar a la idea de que la realidad misma está siendo, a la vez que abre la cuestión de si la ley determina de forma precisa los hechos del universo. Peirce plantea como un defecto común a las diferentes teorías de la evolución el hecho de que “[…] suponen todas que esencialmente la misma base de la ley física ha sido operativa en todas las épocas del universo.” (Peirce, 1884, párr. 15). Un evolucionismo filosófico, uno como el peirceano, por tanto, hace evidentemente injustificada la ausencia de una teoría de la evolución de la ley. En este sentido propone:

Deberíamos suponer que, al retroceder hacia el pasado indefinido, se encuentra que no meramente las leyes especiales sino la ley misma son menos y menos determinadas. Y ¿cómo puede ser eso si la causalidad fue siempre tan rígidamente necesaria como lo es ahora? (Peirce, 1884, párr. 16)

La realidad del azar es lo que lleva a Peirce a conjeturar sobre lo que pudo haber sido el inicio del universo dada la relativa regularidad que en él puede observarse. En Designio y azar (Peirce, 1884) aparece expresamente la idea de que tanto la metafísica como la física suponen un primer momento totalmente indeterminado. La indeterminación, que supone la ineliminabilidad de la Primeridad como componente de la realidad, es uno de los rasgos distintivos del cuadro metafísico pragmaticista, y que hace del realismo defendido por Peirce uno significativamente diferente al que suele oponerse al nominalismo, en el marco del debate sobre los universales. No es un realismo platónico en sentido estricto, de acuerdo con el cual los universales son reales en tanto son ideas estáticas, completamente determinadas e independientes de los particulares. El realismo peirceano es, como él mismo lo denominó repetidas veces, un realismo escolástico:

Para Peirce, los generales son dinámicos; son tendencias que crecen. Un general no debe pensarse al margen de un telos. Con respecto a ser un hábito, un tercero o general es lo que es en virtud de su influencia en sus instancias futuras. Un general es evolutivo, conduce hacia una realización cada vez más determinada de lo que no se había realizado. (Hausman, 1997, p. 14)

Peirce denomina anancasmo o evolución anancástica al modo de evolución por necesidad mecánica, a propósito del cual discutió la posición necesitarista y postuló la inevitabilidad del azar. Caracterizó este anancasmo como carente de propósito porque en él la progresión es inevitable al ser necesaria de un paso a otro. De manera que reserva la concepción de la finalidad para su propia teleología del desarrollo, esto es, la opinión de que hay propósitos que, más allá de su naturaleza teleológica en tanto fines, pueden evolucionar espontáneamente.

La teleología se convierte así en uno de los rasgos distintivos de la metafísica peirceana y su respectivo realismo. Sin embargo, tendríamos que hablar de una teleología sui generis en la que no parece haber fines determinados excepto el crecimiento mismo. La teleología que propone Peirce, por tanto, debe entenderse a partir de los fines que para el desarrollo supone la tendencia de crecimiento y generalidad de la Terceridad, a la vez que se considera la ineliminable realidad y efectividad de la Primeridad, el azar o la indeterminación. En este sentido, se puede hablar de una teleología evolutiva, de la misma naturaleza que todo su edificio metafísico. Ese rasgo evolutivo lo garantiza la realidad irreductible de lo Primero, el azar, la novedad. De acuerdo con Hausman (1997), “[...] cuando C. S. Peirce insiste en la ausencia de propósito en el anancasmo y la inclusión de éste en el agapismo, concibe el propósito como una acción autodeterminada.” (p. 176). Esto es, como una acción cuyos fines, sin ser ciegos como meros Segundos, pueden evolucionar espontáneamente y, en consecuencia, no aparecen determinados de manera definitiva.

En el propósito de ilustrar la noción de acción autodeterminada o autodeterminadora, el ejemplo de la personalidad utilizado por Peirce es realmente útil, pues permite captar su comprensión de los generales y, por consiguiente, de la realidad desde una perspectiva evolutiva. Para Peirce, la personalidad es en esencia una idea general, expresión de continuidad y, en consecuencia, inabarcable plenamente en cualquier instante o tiempo finito. Es, más bien, una coordinación de ideas que

[...] implica una armonía teleológica en las ideas, en el caso de la personalidad esta teleología es más que una mera búsqueda intencional de un fin predeterminado: es una teleología evolutiva. Éste es el carácter personal. Una idea general, viva y consciente ahora, es ya determinante de futuros actos en una medida de la que no es ahora consciente. (Peirce, 1892, párr. 55)

Esta ausencia de conciencia en la forma y el grado en los que la coordinación actual de ideas que somos determina los actos futuros, es lo que posibilita el desarrollo, el crecimiento y la vida misma: “La mera realización de fines determinados es mecánica.” (Peirce, 1892, párr. 56). La acción autodeterminadora, entonces, como lo sugiere el ejemplo de la personalidad, se caracteriza por el hecho de que los fines de la misma van creciendo en el desarrollo de la propia acción. Algo similar corresponde en el caso de los generales y la realidad. En relación con los generales, no hay un número definido de particulares que los agote. En relación con la realidad, no hay un número de objetos o hechos que la logre subsumir. Y esto no es consecuencia de otra cosa que del ser continuo de la realidad misma, de la realidad desde una perspectiva realmente evolutiva.

5. Conclusiones

Hasta aquí quedaron expuestas en términos generales las propuestas peirceanas en los ámbitos ontológico y epistemológico. El compromiso expreso de Peirce con la independencia de lo real respecto al pensamiento hace evidente el hecho de que su ontología es realista. Sumado a esto, el hecho de que, además de esa independencia, reconozca el influjo de esa realidad en la fijación de creencias, específicamente vía método científico, da lugar a un claro realismo epistemológico. Ambas consideraciones se vinculan en el idealismo que abrazara explícitamente Peirce. Este idealismo objetivo, que se especifica como idealismo condicional, aleja la propuesta peirceana de un representacionalismo como el que considera Rorty (2010) en su imagen de la mente como espejo de la naturaleza. Más bien, indica que el resultado predestinado u opinión final de la investigación en el largo plazo excluye la idea de algo dado sin más, así como un resultado real predestinado o una opinión final real. De esta manera, más que suponer algún compromiso con alguna idea o pensamiento particular como límite de lo real o de la verdad, el idealismo en su versión condicional expresa el compromiso de la actividad investigativa con el ideal normativo de la verdad.

Seguidamente, se presentó al sinequismo o doctrina de la continuidad como la forma que toma el realismo en Peirce y su propuesta en contra del nominalismo. La concepción del continuo, de acuerdo con la cual la infinita divisibilidad es la característica que define a los continuos, hace descansar la continuidad en las características de los particulares, de manera que aparece en clara coincidencia con una perspectiva nominalista. Esta dificultad da lugar al hecho de que Peirce profundice su concepción del continuo al sumar como características la reflexividad, la supermultitudinariedad y la genericidad. Esta concepción no-métrica del continuo está en el núcleo del sinequismo peirceano y permite dotar a los generales de la realidad que exige el compromiso de Peirce con eliminar de su filosofía cualquier rastro de nominalismo.

A partir de la consolidación de esa idea de continuidad, la noción de realidad a la que da lugar el sinequismo peirceano adquiere rasgos distintivos. El principal de estos es su carácter evolutivo, la idea de que la realidad en su totalidad está en permanente evolución. Este aspecto de la realidad peirceana puede explicarse a partir de dos de los elementos constitutivos de su arquitectónica metafísica: de un lado, la ineliminabilidad de la Primeridad, esto es, del azar y la espontaneidad; del otro, el carácter no estático de la Terceridad, de los generales. Este último elemento, que se expresa también en el crecimiento de la razonabilidad del universo, es producto de la continuidad que va desde el puro azar hasta los hábitos, pasando por los meros particulares. Los hechos concretos y brutos, la particularidad en sí, podría explicarse como la tensión entre dos tipos de generalidad: la posibilidad característica de la Primeridad y la regularidad característica de la Terceridad.

Así, se podría hablar de generales o Terceros que, gracias a su desarrollo, obedecen a una relativa determinación que nunca llega a ser absoluta por la acción permanente de lo azaroso de los Primeros. Acción que se manifiesta fundamentalmente en hechos concretos y particulares (Segundos). La teleología peirceana es evolutiva, pues, porque la consideración de fines no excluye el crecimiento de estos. Un crecimiento que no puede entenderse determinado de manera absoluta, pero tampoco totalmente ciego, sino que atiende inexorablemente a un principio de razonabilidad, es decir, al aumento de la razonabilidad del universo mismo.

Finalmente, y de forma meramente prospectiva, esta noción de realidad tiene interesantes consecuencias epistemológicas. Por ejemplo, nuestra relación con la noción de verdad, incluso en su forma correspondentista más básica, no podría reducirse a un representacionalismo estático en el que se concibe al sujeto de conocimiento como fuente exclusiva de dinamismo y único origen de desviación observacional. En esta misma vía, conscientes ya de la naturaleza dinámica y evolutiva de la realidad, la certeza no parece ya el ideal que ha de orientar la actividad investigativa, específicamente, por el carácter ilusorio de ese ideal. De ahí el compromiso del pragmaticismo con el falibilismo y con la idea fundamental de la ciencia como actividad.

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Notas

[1] En el sentido peirceano más general, al asumir la realidad de X, se asume que X posee características que son independientes de lo que cualquiera pueda pensar que son.
[2] A diferencia de lo propuesto por Hausman y de lo aquí propuesto, algunas lecturas asumen como definitivos los tintes idealistas de la epistemología peirceana e intentan reconciliarlos con el realismo ontológico que sí parece indiscutible (Cf. Torres, 2009).
[3] En un sentido básico, la razonabilidad peirceana ha de entenderse como ley activa, esto es, como la regularidad creciente en la que consiste la realidad misma y de la cual trata la Metafísica como ciencia (Peirce, 1903). Su acción en la mente humana se manifiesta como el ideal que nos resulta atractivo y, gracias al cual, ejercemos control sobre nuestros actos (Peirce, 1906).
[4] Junto a su aplicación en psicología (sensación, sentido de reacción y concepción general o mediación) y en biología (variación arbitraria, herencia y el proceso mediante el que se fijan los caracteres accidentales), Peirce plantea los términos en los que tales concepciones se aplicarían en los ámbitos cosmológicos y lo que se podría denominar su concepción metafísica más general. Así, si en este último sentido se habla de la Mente, la Materia y la Evolución, la cosmogonía peirceana contemplará el Azar, la Ley y la tendencia a tomar hábitos.
[5] McNabb (2018) agrupa las concepciones peirceanas del continuo en dos grandes grupos: entre los años 1868 y 1895 la que denomina concepción métrica del continuo y, desde ese momento hasta el final de su obra, una noción no métrica. Esta división corresponde de manera más o menos aproximada a las propuestas por Potter y Shield (1977), y por Havenel (2008). De acuerdo con Potter y Shield, los periodos precantoriano y cantoriano van hasta 1884 y 1894 respectivamente. Havenel, en cambio, ubica entre 1868 y 1884 el periodo antinominalista y de 1884 a 1992 el periodo cantoriano. La diferencia fundamental entre las propuestas estaría en la introducción, por parte de Havenel, del periodo que denomina infinitesimal, que circunscribe al periodo 1892-1897 como intermedio entre los dos periodos planteados por McNabb.

Información adicional

Forma de referenciar (APA):: González Parra, D. M. (2023). Sinequismo y teleología evolutiva como constituyentes de la propuesta realista de Charles Sanders Peirce contra el nominalismo. Revista Filosofía UIS, 22(1), 147-163. https://doi.org/10.18273/revfil.v22n1-2023007

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