Artículos
La poesía de Juan Ramón Jiménez como ontología simbólica
The Poetry of Juan Ramón Jiménez as a Symbolic Ontology
Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 22, núm. 1, 2023
Recepción: 30 Marzo 2022
Aprobación: 28 Septiembre 2022
Resumen: la poesía de Juan Ramón Jiménez pretende volver a unir palabra y cosa, separadas por la crisis fin-de-siècle del lenguaje. Para lograrlo adopta un realismo mágico trascendente. El sujeto poético desvela el sentido oculto de las cosas y consigue aumentar el mundo mediante la conversión de la palabra poética en símbolo. La poesía piensa la realidad con la intuición, la cual se expresa simbólicamente. Esta es la dimensión gnoseológica de lo simbólico. Pero el símbolo tiene valor ontológico porque él mismo es la cosa simbolizada. De este modo, la hace ser y conecta palabra y cosa.
Palabras clave: Juan Ramón Jiménez, poesía, palabra, cosa, intuición, símbolo.
Abstract: the poetry of Juan Ramón Jiménez seeks to reunite word and thing, separated by the fin-de-siècle crisis of language. To achieve this, he adopts a transcendent magical realism. The poetic subject unveils the hidden meaning of things and manages to increase the world by converting the poetic word into a symbol. Poetry thinks reality with intuition, which is expressed symbolically. This is the gnoseological dimension of the symbolic. But the symbol has ontological value because it is itself the thing symbolized. In this way, it makes it be and connects word and thing.
Keywords: Juan Ramón Jiménez, poetry, word, thing, intuition, symbol.
1. Introducción
Ante la crisis fin-de siècle del lenguaje, que “entre las cosas y sus nombres abría un abismo” (Paz, [1955]1994, p. 29), Juan Ramón a principios del s. XX pretende nada menos que “mi palabra sea la cosa misma” (Jiménez, [1916a]1982, p. 61). Tal es la fuerza de esta pretensión que la palabra poética, por ser la cosa, no puede ser reemplazada: “Si un verso o una estrofa pueden ser fácilmente sustituidos y sin pérdida, eran vulgares” (Jiménez, [1936-39]1967, p. 199). La palabra entonces ni es mera etiqueta ni signo. Más bien, dentro del proyecto de reconciliación con la naturaleza con el que se persigue salvar aquel abismo, la palabra es entendida como un elemento que se fusiona con el ser de las cosas. Juan Ramón “se esfuerza por fundir palabra y objeto” (Paraíso, 1976, p. 145). La poesía juanramoniana es ontología, no simplemente en sentido teórico, como discurso sobre el ser, sino en sentido ejecutivo: la palabra poética misma tiene valor de ser, es la cosa. Silver (1985) asegura que Juan Ramón es “único en las modernas letras españolas por su comprensión profunda del sentido ontológico de la poesía” (p. 104). Esta ontologización de la palabra es la respuesta juanramoniana a aquella crisis del lenguaje. Ahora bien, aclarar en qué consisten y cómo se accede a esas cosas juanramonianas nos permitirá comprender que esa ontologización solo es posible mediante el símbolo. Solo a través del símbolo puede la palabra ser la cosa. La poesía de Juan Ramón es una ontología simbólica.
2. Amor a las cosas
La brecha entre lenguaje y ser solo es un aspecto del abismo que separa la cultura de la realidad. Los ya citados versos de 1916 “¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas! / … que mi palabra sea / la cosa misma” (Jiménez, [1916a]1982, p. 61), nos sugieren que tanto el alma poética de Juan Ramón como el espíritu de la época se hallan gobernados por una consigna: hay que volver a la realidad de las cosas. Y urge hacerlo porque como consecuencia del idealismo y del culturalismo dominantes en el pensamiento de mediados y finales del s. XIX, el sujeto, vuelto ya de espaldas al ser, solo podía tener contacto o bien con significados culturales, o bien con su conciencia, de modo que el nexo con las cosas se había quebrado. En efecto, por un lado, para el culturalismo la realidad ha quedado reducida a cultura, a objeto cultural, pues, apunta Eagleton (2000) “ no hay dialéctica entre naturaleza y cultura, ya que la naturaleza es siempre cultural” (p. 88)[1]. Por otro, sea en su versión subjetivista/cartesiana, que enclaustra al yo en sus contenidos de conciencia, sea en la versión absolutista/hegeliana, que convierte todo lo real en construcción racional del espíritu, el idealismo cortó los puentes que permitían transitar hacia las cosas. La subjetividad andaba perdida en la selva de signos convencionales a la que se redujo la cultura, un muro que impedía el acceso a la realidad. Síntoma inequívoco de esta crisis es la célebre carta de Lord Chandos de Hofmannsthal, en la que autor confiesa que “he perdido completamente la capacidad de pensar o hablar con coherencia sobre cualquier cosa” (Hofmannsthal, [1902]1986a, p. 467). Marcado por este asfixiante ambiente culturalista, Juan Ramón desea y reclama una ‘poesía de cosas’, que mi palabra sea la cosa misma. En esta llamada resuena indudablemente como lema epocal el zur Sachen selbst husserliano de 1900: “Queremos retornar a las cosas mismas” (Husserl, [1901]1984, p. 10). Once años después, insiste Husserl ([1911]1987): “Acabemos con los vacíos análisis de palabras. Las cosas mismas deben ser interrogadas” (p. 21). Además de en la fenomenología de Husserl, encontramos también esta tendencia anticulturalista en la filosofía analítica. Al hacer balance de su pensamiento, Russell (1959), confiesa que hacia 1898 “odiaba la falta de ventilación que implicaba suponer que el espacio y el tiempo sólo estaban en mi mente” y que la realidad externa “era solo una invención subjetiva”, de manera que, concluye, “me convertí en un realista ingenuo y me regocijé con la idea de que la hierba es realmente verde, a pesar de la opinión adversa de todos los filósofos desde Locke en adelante” (pp. 61s.).
Tras la atmósfera irrespirable del idealismo, que condenaba al yo a estar rodeado de sí mismo, de cultura, era necesario volver al aire fresco de las cosas. Una vez reinstalados en las cosas, los análisis (hermenéuticos) de las palabras podrán recuperarse, como hace Heidegger, pero ahora ya sobre la ontologización del lenguaje, o sea, sobre el fundamento de que la palabra es la cosa. El yo que ha enfermado por estar encerrado en la cárcel de su propia conciencia y en una cultura sin ventilación solo puede encontrar un régimen de salud en su retorno a las cosas. De la enfermedad del solipsismo —solo yo por todas partes— a la salud de la cosa. Este giro ontológico gobierna la poesía de Juan Ramón. Su propia vida espiritual coincide con el clima de su tiempo: “¡Qué quietas están las cosas / y qué bien se está con ellas; / tan propicias y tan amables / para quien sueña y quien piensa! / ¡Cómo favorecen, mudas, / lo ideal; y qué serenas / dan descanso (…)” (Jiménez, [1906-07]1968, p. 67). El malestar psíquico del yo se alivia con su darse a las cosas. Paradójicamente, lo que necesita el yo para reconstituirse y salvarse es salir de sí y absorberse en las cosas. La poesía juanramoniana “es un auténtico diálogo del hombre con las cosas, con otros hombres y consigo mismo” (Domínguez, 1981, p. 555). En Juan Ramón, “la palabra poética es camino hacia las cosas, para los que no las conocen” (Blasco, 1981, p. 155). Pero la poesía juanramoniana no supone una simple entrega a las cosas. Es más, es un darse cordial: “Todo el día / tengo mi corazón dado a lo otro” (Jiménez, [1918]1968, p. 38). Su “vocación de eterno” es su “gran amor a lo presente” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 169). Su poesía no se entiende sin su amor a las cosas.
El retorno a las cosas equivale a reintegrarse en la naturaleza. Juan Ramón ([1918]1968) pretende acabar con su individualidad separada y fusionarse con el todo:
¡Qué inmensa desgarradura
la de mi vida en el todo,
para estar, con todo yo,
en cada cosa;
para no dejar de estar,
con todo yo, en cada cosa! (p.17)
La poesía sirve a este fin: “¡Libro, afán / de estar en todas partes, / en soledad!” (p. 68). Así interpreta Juan Ramón el mito de Narciso:
El narcisismo no consiste en mirarse al espejo; consiste en encontrarse a sí mismo en otra cosa, y fatalmente esa cosa resulta ser el agua […] el hombre Narciso es el panteísta que quiere reintegrarse en la naturaleza […] se va a fundir con la naturaleza. Si se arroja al agua es precisamente por eso: para buscarla […] Narciso es el hombre que se encuentra con la naturaleza. (Gullón, 1958, p. 121)
En clave panteísta, “el narcisismo no sería sino entrega absoluta del hombre a la naturaleza” (Jiménez, [1954a]1975, p. 215; cf. Codoñer, 2016, p. 65). Esta entrega es un impulso primario de Juan Ramón según Predmore (1975) “Siendo un niño, el poeta experimenta el deseo de unirse a las misteriosas fuerzas de la naturaleza” (p. 54). La entrega consiste en abandonarse al mundo, que hace de verdadero sujeto del yo: “El mundo me tiene cojido y me lleva, con su ritmo, en su rapto inmenso” (Jiménez, [1929-36]1990, p. 391). Tal es el giro hacia las cosas que supone una des-subjetivización del yo poético. Juan Ramón ([1953a]2013) confiesa que “cuando yo escribo, desaparezco por completo; no me siento siquiera, soy todo idea o todo sentimiento, todo palabra, nombre” (p. 378). La palabra se hace la cosa. En suma, convierte la realidad en canon de la poesía: “Voy a la naturaleza para poner de acuerdo con ella mi poesía” (Jiménez, [1929-36]1990, p. 482). Así logra un auténtico objetivismo poético: “Donde quiera que se abra un libro mío, que se halle una cosa esacta” (Jiménez, [1920-50]1998, p. 18). Esta fusión con el mundo es también una respuesta al malestar producido por el fracaso de la razón en la crisis fin de siglo. Salvarse en las cosas es la solución a la melancolía del yo. Recordemos que “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” (Ortega, [1914]1983, p. 322).
3. Realismo mágico trascendente
De Man considera que, desde el romanticismo, la poesía ha seguido dos direcciones, una mimética y otra deconstructiva. Según la primera, donde la conciencia poética acaba subordinándose al objeto, “pensamiento y poesía parecen tan próximos a abandonarse totalmente a la nostalgia del objeto que resulta difícil distinguir entre objeto e imagen, entre imaginación y percepción, entre un lenguaje expresivo o constitutivo y un lenguaje mimético o literal” (De Man, [1960]1984, p. 7). Según la segunda, “ la lealtad al lenguaje puede ser de tal naturaleza que el objeto parece quedar aniquilado bajo su dominio, en lo que Mallarmé llamaba su casi desaparición vibratoria” (p. 8). Aunque en este caso, el “lenguaje poético ansía ganar el rango ontológico del objeto natural”, en el fondo nunca se ha cuestionado “la supremacía ontológica del objeto natural” hasta el extremo de que dicha primacía “ha seguido siendo artículo de fe por excelencia entre los poetas desde el romanticismo hasta nuestros días” (Silver, 1985, pp. 23s.; cf. De Man, [1960]1984, pp. 15s.). La poesía de cosas juanramoniana garantiza su inclusión en este dominio de la cosa natural, pero sin convertirse en un realismo mimético. Ni la palabra es mímesis ni, mucho menos, desaparece la cosa. Juan Ramón advierte que el poeta no es mero reflejo de la superficie de las cosas, pues le añade pensamiento: “¿Qué es un poeta más que un espejo de sentidos con conciencia?” (Jiménez, [1949-54]1990, p. 723). Admite que su vuelta a las cosas permita inscribir su poesía en el realismo, pero él mismo anticipa la complejidad de esta adscripción: “Sí, soy un realista; pero ¡qué diferencia entre ‘realismos’ y ‘realismos’!” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 302). Juan Ramón (1936-49) aclara cuál es su realismo cuando califica a “la poesía como un realismo májico trascendente” (p. 564). Solo este realismo puede ser compatible con el simbolismo juanramoniano, pues de entrada “el principal enemigo y opositor del Simbolismo seguía siendo el Realismo” (Brodskaïa, 2019, p. 28). Para entender esa fórmula hay que reparar en que Juan Ramón vuelve a las cosas porque están atravesadas por lo divino, esto es, porque son la fuente de todo sentido: “Observa los fenómenos naturales y encontrarás en ellos un manantial inagotable de normas para el espíritu” (Jiménez, [1909-19]1990, p. 141). De ahí el nexo entre el narcicismo juanramoniano y el panteísmo.
Pero para que las cosas sean tesoro de significaciones no pueden reducirse a su dimensión sensible, superficial, visible y exterior. Y así es, pues según Juan Ramón ([1929-36]1990) “las cosas tienen muchos secretos”, y a esto oculto, que es la esencia, lo denomina la “verdadera poesía” (p. 407) de las cosas, que es justo el objeto que pretende desvelar la palabra poética: “Creo haber ido siempre a la esencia de las cosas” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 307). El realismo juanramoniano entonces no puede ser vulgar e ingenuo, simple reflejo de la superficialidad de las cosas. Su idea de cultura en general no consiste en un mero copiar la naturaleza:
Se dice: ‘Id a la natur’ y ‘dejad los libros’. Pero es que a los libros no se debe ir sólo por ver la naturaleza copiada, que en ellos no es más que pretesto, sino el arte, que es además tan natural como la naturaleza. (Jiménez, [1909-19]1990, p. 72)
No son los fenómenos tal y como se nos presentan inmediatamente, las cosas superficiales y visibles, el objeto de Juan Ramón sino la realidad invisible y metafísica, es decir, la dimensión desconocida y no vista de lo real, verdadero hogar del logos: “Quitemos a las cosas sus máscaras momentáneas, veamos sus ocultas facciones eternas” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 260). “Quiero mirar las cosas, pero veo a través de ellas” (p. 283), confiesa. Lo que pretende es “ver más allá, en lo desconocido, la otra cara ‘no vista’ de la realidad” (Blasco, 1981, p. 228). Por eso el poeta es el ser que anhela platónicamente “un universo estraño, vivido ya, o presentido solamente, pero que existe, sin duda, en alguna parte” (Jiménez, [1911a]1962, p. 69). Ahora bien, ese sentido oculto, contra Platón, no es trascendente, no está en otro mundo inteligible sino en este mismo mundo sensible, pero de forma latente o virtual. Por eso, “¡no hay más misterio que la realidad, el presente, que la verdad!” (Jiménez, [1920-50]1998, p. 85). El sentido está implícito en la explícita superficialidad del mundo, latiendo invisible en la patente visibilidad de las cosas. Lo meta-físico está en lo físico, es por tanto “evidente y secreto, como el diamante, como el agua, como el desnudo, como la rosa” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 172). Juan Ramón ([1919-29]1990) se mueve en el juego entre oscuridad y claridad: “Para los oscuros tengo lo claro; para los claros, lo secreto” (p. 190). Para él, la trascendencia reside en la inmanencia, el logos, lo divino, se aloja en las cosas del mundo. Este es su panteísmo. Ya podemos comprender el realismo májico trascendente. La poesía juanramoniana es realista porque se vuelca sobre las cosas, pero es magia trascendente porque en lo dado trasciende lo dado. Su magia consiste en trascender lo real sin salir de lo real. En tanto pretende descubrir la realidad oculta y esencial que subyace a lo dado, “el poeta es un ser mágico, privilegiado, con un lenguaje esotérico”, simbólico, frente al artista realista, que no deja de ser un “hombre entre los hombres con un lenguaje coloquial” (Díaz-Plaja, 1966, p. XXIX). No obstante, y aunque como señala Urrutia (2020) “tanto Machado como Juan Ramón son conscientes de que el Simbolismo ha traído consigo la ruptura brusca del poeta con el público” (p. 29), a pesar de ello, añade Urrutia, “Jiménez no aceptaba que se tratase en la poesía de buscar una realidad solo percibible y expresable por el poeta” (p. 33). El símbolo vale para penetrar en lo oscuro, pero también como elemento de comunicación.
4. La poesía como metafísica
La poesía según Juan Ramón no existe para quedarse en lo dado inmediato y accesible:
La poesía no se ha hecho para cantar los manjares que se comen ni para cantar la digestión, ni nada de eso. Yo creo que la poesía es para todo aquello que no se puede conseguir. Si uno puede comer muy bien ¿para qué cantar una comida? No vale la pena. Hay que hablar de lo que no se tiene […] en el mundo hay cosas que no se pueden decir, no hay manera de decirlas […] existe una cosa inefable (Jiménez, [1953b]2010, p. 327).
En efecto,
si el poeta (el hombre) se contenta con la realidad visible para su canto exaltado, no pasará de ahí esa realidad en su vida. Si piensa y sueña y expresa otras realidades, las invisibles, que él clarivé, su espresión, su pensamiento, su sueño quizás las cuaje (Jiménez, 1936-49, p. 550).
Lejos de limitarse a las superficies, Juan Ramón (1936-49) sostiene que la poesía es “llegar al fondo de las cosas (de la vida)” (p. 585). Por aspirar a lo que no se tiene ni se puede decir —ni se dirá nunca totalmente—, llama a la poesía “poesía abierta” porque nunca será perfecta, siempre estará renovándose y nunca se cerrará, frente a la “poesía cerrada” o inauténtica, pues “la poesía no se realiza nunca” ( Jiménez, [1940]2010, pp. 81s.). De ahí que califique a la poesía “voz de lo inefable” y él mismo se defina como “poeta de lo inefable” (Jiménez, [1929-36]1990, p. 466; [1919-29]1990, p. 285).
Juan Ramón concibe al ser humano —y especialmente a él mismo como poeta— como un ser insatisfecho con las superficies, que presiente algo misterioso e inalcanzable que trasciende lo visible, como un ser impulsado por un “hambre interior, necesidad metafísica”, que “reclama alimentos, paisajes y realidades negados por la realidad” (Baquero, [1958]2003, p. 25). El poeta, según Juan Ramón ([1940]2010) “prescinde de casi todo lo visible y tantea en lo invisible” (p. 79). Busca y descubre en lo dado, lo que se tiene —la superficie de las cosas—, lo que no se tiene —su esencia. Realmente, escribe, “no hemos venido al mundo para vivir, sino para descifrarlo mientras vivimos” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 289). La poesía es la consumación de la naturaleza del propio ser humano, animal de fondo —no de superficies— volcado sobre lo infinito: “La entrevisión de lo infinito es sin duda una anticipación de fondo de lo que el hombre ha de ver un día” (Jiménez, [1909-1919]1990, p. 123). Amigo (2008) escribe que el poeta juanramoniano “realiza una función descubridora y esencializadora” (p. 65). La poesía no tiene otra misión para Juan Ramón que arraigar en la superficie finita del mundo para desvelar lo absoluto, lo infinito: “La poesía es una tentativa de acercarse a lo absoluto” (Gullón, 1958, p. 108)[2]. Es “camino hacia la auténtica realidad (…) revelación de las realidades últimas” (Blasco, 1981, p. 232). Juan Ramón pedía el nombre exacto de las cosas, que su palabra fuese la cosa, pues bien, “el nombre, exacto, en consecuencia, será aquel que dé cabida a la realite absoluta —visible e invisible; es decir, que sea el nombre último de las cosas” (Blasco, 1981, p. 267)[3]. El objeto poético es lo radical originario: “La poesía es anterior a todo; es la Acción de Goethe, anterior al Verbo mismo” (Jiménez, [1954b]1961, p. 220). La poesía misma es metafísica, pues va más allá de lo físico para desvelar lo latente oculto que está en lo físico, lo invisible que está en lo visible: “La verdadera poesía es la que estando sustentada, arraigada en la realidad visible, anhela, ascendiendo, la realidad invisible” (Jiménez, [1940]2010, p. 110). La cosa objeto de Juan Ramón es la cosa metafísica. De ahí que lo que hace Juan Ramón ([1909-19]1990) sea “clavar los ojos en las cosas, verlas a ellas; pero las traspaso sin querer, son solo un cristal para mí, les veo lo de detrás ¡ay! a través de ellas” (p. 86). Por ello existe el poeta, “porque descubre las cosas no por su presencia física, sino por las evocaciones metafísicas que producen; y el poeta les pone nombre” (Alvar, 1983, p. 15).
5. Luz del corazón
El realismo mágico trascendente juanramoniano contiene dos aspectos. El primero consiste en aclarar que la esencia de las cosas, esa realidad latente que se halla en lo patente, no es sin la colaboración del yo. El sentido es de las cosas, pero —latente, silencioso— no está ahí sin más; no se da sin nuestra voz, de la que se valen para hablar: “Cómo las cosas se nos imponen, hasta que espresamos exactamente con nuestra voz su silenciosa vida, hasta hablar por medio de nosotros, hasta utilizarnos como cosas de su éstasis” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 332). Las cosas nos usan, nos necesitan: “¡Qué suerte para una cosa, una palabra, encontrar el dueño que ella necesita! […] las cosas a las que les hacemos verdadera falta nosotros” (Jiménez, [1936-54]2009, p. 45). Las cosas sin la actividad poética están dormidas en su superficialidad: “Las cosas están echadas; mas, de pronto, se levantan, / y, en procesión alumbrada, / se entran, cantando, en mi alma” (Jiménez, [1917-23a]1981, p. 66). Pero “es la poesía quien las levanta a vida de nuevo, quien las recrea” (Baquero, [1958]2003, p. 37). Solo en el yo poético se da la unión de lo visible y el sentido invisible porque solo él lo desvela: “Será la poesía una íntima, profunda (honda y alta) fusión en nosotros, y gracias a nuestra contemplación y creación, de lo real que creemos conocer y lo trascendental que creemos desconocer” (Jiménez, [1940]2010, p. 77). Sin el poeta no se trasciende la superficie de lo real: “Lo que el poeta deja en el mundo es un verdadero más allá del mundo” (Jiménez, [1929-36]1990, p. 494). Cuando afirma que “soy capaz de recrear el mundo” (Jiménez, [1920-50]1998, p. 72), quiere decir que el sujeto (poético) interviene en la constitución de la cosa metafísica.
Juan Ramón ([1916a]1982) pide que “mi palabra sea la cosa misma”, pero inmediatamente añade que esta cosa sea “creada por mi alma nuevamente”, pues “mi alma ha de volver a hacer / el mundo como mi alma” (p. 61s.). “No existe realidad alguna, sin que ésta pase por el alma del poeta”, confirma Blasco (1981, p. 157). Las cosas sin el sujeto no son:
Sé bien que soy tronco
del árbol de lo eterno.
Sé bien que las estrellas
con mi sangre alimento.
Que son pájaros míos
todos los claros sueños …
Sé bien que cuando el hacha
de la muerte me tale,
se vendrá abajo el firmamento (Jiménez, [1916a]1982, p. 118).
Ni están en su ser: “El cielo, en el olvido / de mi dormir, se había / olvidado de ser lo que es” (Jiménez, [1918]1968, p. 56). Nada es lo que es sin el yo poético: “Pero si yo no estoy aquí con mis cinco sentidos, ni el mar ni el viento son viento ni mar; no están gozando viento y mar si no los veo, si no los digo y lo escribo que lo están. Nada es la realidad sin el Destino de una conciencia que la realiza” (Jiménez, [1941-54]2007, pp. 127s.). Así hay que interpretar a Juan Ramón ([1918]1968) cuando escribe: “No estás en ti, belleza innúmera, / (…) Estás en mí” (p. 137), y cuando afirma que “nombrar las cosas ¿no es crearlas? En realidad, el poeta es nombrador a la manera de Dios” (Jiménez, [1948a]2010, p. 128). No como una vuelta a un idealismo subjetivista, sino como una afirmación del papel del yo en la constitución del sentido. “Lo infinito / está dentro”, escribe Juan Ramón ([1923-36]2006, p. 29), dentro de las cosas y dentro del sujeto, pero solo como luz que ilumina el infinito latente en las cosas.
El alma poética es la única que puede extraer el sentido que yace como posibilidad en las cosas parturientas, sus hijos: “Las cosas dan a luz. Yo / las amo, y ellas, conmigo, / en arcoiris de gracia, / me dan hijos, me dan hijos” (Jiménez, [1917-23b]1981, p. 112). La luz que ilumina el sentido latente del mundo procede del yo cordial, verdadero sujeto poético: “¡No, la luz no es de fuera, / sino del corazón […] / la vida infinita no está fuera, / sino en el corazón” (Jiménez, [1917-23c]2011, p. 42). Esa luz del corazón embellece al mundo feo de la mera materia desvelando su oculto tesoro de sentido: “¿Dónde está la palabra, corazón, / que embellezca de amor al mundo feo […]?” (Jiménez, [1917-23b]1981, p. 102). La esencia de las cosas solo es en el poema. Para Juan Ramón, afirma Lanz (2017) “ya no se trata de captar, como en la tradición romántica, la esencia previa ideal anterior a la existencia del poema, sino al contrario la esencia del ser solo adquiere existencia en la palabra poética” (pp. 21s.).
6. Aumentar el mundo elevándolo
Esta intervención del sujeto poético supone dos consecuencias —finalmente conectadas— y una condición. La primera es que, al nombrar y revelar el tesoro de sentido latente, “un poeta ha de aumentar el mundo” (Jiménez, [1936-56]1975, p. 145). Ahora bien, aumenta el mundo elevándolo, quintaesenciándolo, pues el nombre poético representa la esencia de la cosa, su plenificación o realización. Olvidamos las cosas e incluso desaparecen, pero en su nombre permanece su ser. Hay que recuperar el valor poético del nombre: “Te tenía olvidado, / cielo, y no eras / más que un vago existir de luz, / … / Hoy te he mirado lentamente, / y te has ido elevando hasta tu nombre” (Jiménez, [1916b]1981, p. 102). Mediante el nombre, verdadero guarda del ser, “el cielo se le reveló como cielo (…) le revela lo que es; un misterio encerrado en esa palabra cielo”, indica Sánchez Barbudo (1981, p. 48). En el nombre se realiza —se salva— la cosa. Por eso, la cosa solo es la cosa cuando nos hacemos con el nombre, aunque sea en inglés. En el poema Sky, el poeta tiene que apropiarse la verdad del cielo, pero ahora en inglés: “Como tu nombre es otro, / cielo, y su sentimiento / no es mío aún, aún no eres cielo (…) estoy aprendiendo / tu nombre todavía” (Jiménez, [1916b]1981, p. 119). La poesía esencializa, lleva las cosas a su verdadero ser: “La poesía no prescinde de lo cósico, sino que lo eleva” (Domínguez, 1981, p. 555). La realidad ve incrementada su superficialidad con el desvelamiento de su profundidad oculta de sentido mediante el nombre poético. En efecto, sostiene Blasco (1981) “una nueva realidad nace cuando la nombra una palabra poética” (p. 263). Así, añade, “las palabras usuales ponen en contacto al hombre con lo conocido” (p. 263), con la superficie, mientras que “la poesía trata de hacer con ellas un idioma distinto, que sirva de camino hacia lo desconocido” (p. 262). Esta es la “auténtica función de la poesía”, convertirse en “una expresión distinta que dé nombre a las realidades inmateriales y que aprese los objetos en aquello que tienen de ‘más allá’, de esencial” (Blasco, 1981, p. 262). Por tanto, precisa Blasco (1981) “Juan Ramón, arraigando en lo visible, pretende, con lo invisible, enriquecer y fecundar la realidad”, de manera que “al introducir lo extraordinario y añadir una nueva dimensión (májica) a la realidad plana, amplía y enriquece la existencia” (p. 232). Este ensanchamiento del mundo mediante la “creación de un mundo puesto en pie por la palabra” equivale a “una ampliación entitativa de la realidad” (Blasco, 1990, p. 19). Las cosas juanramonianas entonces son, según Blasco (1981) “realidad mágica, realidad visible, enriquecida por realidad invisible, dimensión nueva creada por la poesía” (p. 267). Las cosas se plenifican, o sea, “alcanzan su sentido ‘total’ cuando, a través del lenguaje del poeta, se convierten en signos y revelación de lo absoluto” (p. 327).
7. Existir poético y silencio
Ahora, es necesario precisar el sentido ontológico de la poesía juanramoniana, que al nombrar hace ser lo que está en potencia e incrementa lo real: “La poesía tiene en Juan Ramón una dimensión ontológica, que consiste en crear nuevamente el mundo con su palabra” (Amigo, 2008, p. 62). La palabra poética aumenta lo existente en tanto le proporciona el ser a la realidad esencial. Que mi palabra sea la cosa, creada por mi alma nuevamente. Por tanto, podemos decir con Sartre ([1948]1999) que “se creería que el poeta compone una frase, pero esto es una apariencia: él crea (crée) un objeto” (p. 67). De aquí deducimos que “la poesía es parte de aquello mismo que nombra” porque “la palabra poética se trasforma en aquello que nombra” (Ramos, 2012, pp. 58 y 173). Así se quiebra la separación palabra/cosa. Aquel nuevo objeto —veremos— será un símbolo. De ahí que Urrutia haya escrito que “el poema simbolista es sobre todo expresión”, lo que implica que “no hay modo de resumir su contenido, lo que el poema dice”, pues “el contenido del poema simbolista es el propio poema” (Urrutia, 2020, p. 44). Ahora bien, en principio, la palabra es un muro de modo que cuando la cosa deviene palabra ya no es la cosa, es palabra. El carácter mediador de la palabra parece separarla necesariamente de la cosa. Para que la palabra sea la cosa tiene que autotrascenderse y acceder en clave platónica (La República, 509c-511e) a una intuición pura de la cosa, ya sin la mediación de la palabra. Este autotrascenderse supone lograr la sencillez de la palabra, o sea, una “perfección tan absoluta en que la palabra no exista” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 215). Entonces, la poesía será vida y no escritura, vida intuitiva poética y no escritura: “Escribir poesía es aprender ‘a llegar’ a no escribirla, a ser, después de la escritura, poeta antes de la escritura, poema en poeta” (Jiménez, [1936-39]1967, pp. 206s.). Lo que pretende Juan Ramón ([1943]1951) es, en vez de escribir poesía, llegar al “estado de gracia poético”, a “ser uno poesía y no poeta” (p. 177). Solo entonces, en el existir poético y el silencio de la palabra, hay acceso a lo real, una relación directa con el ser libre de palabras. Entonces hay cosa sin mediación. Finamente, escribe Rey (2017) que “el nombre exacto de las cosas es su silencio” (p. 27). Por tanto, “la función del silencio no es la negación de la palabra, sino su realización”, pues negando la palabra el silencio logra dialécticamente lo que ella pretendía, ser la cosa (López, 2007, p. 79)[4]. Por eso Juan Ramón dice que si hubiera podido desarrollar su obra poética en la forma que soñaba “hubiese regalado, a lo último, un libro en blanco con el título de Poesía no escrita” (Jiménez, [1936-39]1967, p. 206), una poesía que es vida hecha de puras intuiciones. La voluntad de silencio es consecuencia de la conciencia de la insuficiencia de la palabra. Coke-Enguídanos (1983, pp. 152s.) asegura que “ el deseo de Juan Ramón de alcanzar el silencio de un libro en blanco no es otra cosa que el reconocimiento de la naturaleza finita de la palabra impresa”, de modo que “el silencio es para Juan Ramón una trascendencia del lenguaje”.
8. Salvación de la temporalidad y amor
La segunda consecuencia es que la extracción del sentido equivale según Juan Ramón a cuidar y salvar el mundo de la temporalidad: “Tengo la obligación ineludible de cuidar, mejorar el mundo que he espresado, seres vivos, como la rosa o el agua, sacados por mí de lo absoluto vengativo” (Jiménez, [1926]2014, p. 472). Ciertamente, confiesa, “mi trajedia es este afán de hacer permanente todo lo fugaz […] mi afán es detenerlo todo” (Jiménez, [1919-29]1990, pp. 287, 298). Juan Ramón pretende “salvar (salvaging) algo permanente de la ruina del tiempo (wreckage of time)” (Olson, 1967, p. 5). La poesía nombrando satisface este afán según Juan Ramón ([1911b]1976, pp. 132s):
Creemos los nombres.
Derivarán los hombres.
Luego, derivarán las cosas.
Y solo quedará el mundo de los nombres […]
Del amor y las rosas
no ha de quedar sino los nombres.
¡Creemos los nombres!
E insiste: “Pero quedan los nombres” (Jiménez, [1936]1967, p. 80). Si el azote del tiempo se toma su venganza contra las cosas haciéndolas desaparecer, la poesía las redime eternizándolas mediante la palabra que descubre su esencia. Convirtiéndose en palabras (que mi palabra sea la cosa), las cosas se salvan, se eternizan. Blasco (1981) anota que “las cosas desaparecen, fugitivas […] pero sus esencias, creadas por la palabra poética, permanecerán. La poesía inventa así una sobre-realidad esencial y libre del influjo destructivo del tiempo” (p. 262). En vez de “corregir la realidad”, la poesía procura “perpetuarla y darle existencia” (p. 191). Lapesa (1992) subraya la unidad de estos “dos motivos rectores” de la poesía juanramoniana, “la esencialidad y la eternización” (p. 232). Como se advierte, estas dos consecuencias están ligadas: al desvelar la esencia de las cosas, además de salvarlas de la temporalidad, dilata los límites de lo existente. Así, según Amigo (2008) lo que hace la poesía juanramoniana es “enriquecer el mundo con su visión de la realidad recreada en belleza. La belleza complementa, suple la realidad cotidiana, mostrando aspectos plenos que morirían en la fugacidad del devenir, si no fuera porque la poesía los salva” (p. 64).
La condición del valor productivo y salvador de la intervención del sujeto poético es el amor. Las cosas solo me dan hijos si yo las amo. La relación sexual y reproductiva de sentido entre las cosas y el yo no funciona sin amor porque solo entonces las comprende. El amor es condición del conocimiento y, por tanto, de la revelación del sentido: “Las cosas se entregan enamoradamente al artista que las mira y las comprende” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 332). Las cosas mismas nos imponen una dura disciplina —el amor intellectualis— para despertarlas a la luz del sentido: “Qué servicios nos exijen, y con qué nudos sin fin nos atan” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 332). El amor que siente el sujeto poético por las cosas es el que posibilita que den a luz, en arcoiris de gracia. Las cosas están esperando ser amadas para darnos su tesoro de sentido, sus hijos: “Las cosas están deseando nuestro cariño, y, ¡cómo nos corresponden, cómo nos dan todas las imájenes, todas las abstracciones!” (Jiménez, [1901-39]2010, p. 116). El ideal de las cosas, su “hondo secreto” solo puede desvelarlo el amor: “Acaso el ideal sea solo un secreto que merezcan los más enamorados” (Jiménez, [1954c]1982, p. 407). El amor entonces, como condición de la revelación del sentido de las cosas, es a su vez condición de su redención de la vengativa temporalidad.
9. La poesía es intuición clarividente
El segundo aspecto del realismo juanramoniano nos enseña que aquella colaboración del sujeto es en último término intuitiva y simbólica. Solo el instinto o la intuición —el grito de la sangre en los ojos— pueden desvelar el sentido latente de las cosas: “Que el grito / de la sangre en los ojos / os rehaga el sentido / tierra” (Jiménez, [1915]1982, p. 69). Se ha sostenido que “Juan Ramón no es un pensador, a pesar de lo mucho que él nos habla de su ‘frente pensativa’, sino un sentidor” porque su pathos condiciona sus ideas (Paraíso, 1976, p. 168). Esta tesis presupone erróneamente la reducción de ‘pensador’ a ‘pensador cartesiano’, como si el discurso conceptual/científico fuese la única forma de pensar. Pero no lo es: “El poeta puede tener una ideología, pero no científica” (Jiménez, [1953b]2010, p. 148). Tras llamarle un amigo “el más pensativo de nuestros poetas”, el propio Juan Ramón ([1941]2014) confiesa que “me gustó que me llamara pensativo porque en realidad yo lo era” (p. 241). Pero era un pensador intuitivo/simbólico. Por tanto, la poesía no se puede medir desde la ciencia sino desde ella misma, porque tiene su propia —y única— manera de pensar la esencia latente del mundo: “La conciencia poética no consiste en considerar las cosas de una manera seudocientífica, sino en sorprenderles aguda, airosa, seguramente (las cosas tienen muchos secretos) su verdadera poesía” (Jiménez, [1929-36]1990, p. 407). La poesía, según Juan Ramón ([1940]2010) es “una forma de conocimiento no conceptual (…) una forma de conocimiento supradiscursivo” (p. 78). Representa un modo de conocimiento peculiar y autónomo, ajeno al discursivo/filosófico y científico: “La lójica tiene poco que ver con la poesía, o, mejor dicho, que hay una lójica poética de otra familia que la filosófica” (Jiménez, [1954b]1961, p. 220). “El poema no es discurso, sino canto”, escribe (Jiménez, [1940]2010, p. 78). En vez de conocer mediante conceptos, el cantar poético, “el conocimiento de la poesía es directo” (Jiménez, [1940]2010, p. 78), o sea, intuitivo. La poesía conoce directamente valiéndose de intuiciones, sin la mediación del discurso conceptual. “La poesía es necesariamente intuitiva”, sentencia (Jiménez, [1940]2010, p. 77). Que Juan Ramón sea un sentidor significa que piensa con su sentir intuitivo: “La gran poesía ‘difícil’ comunica por soplo, imán, majia (…) y no por análisis metódico, su secreto profundo” (Jiménez, [1929-36]1990, p. 392). Tal es el método del pensar poético, lo que le permite acceder al sentido oculto e inaccesible a la racionalidad conceptual y comunicarlo: “Para penetrar en el mundo invisible (…) la poesía suspende las facultades de superficie para dejar paso a la actuación de los sentidos profundos” (Jiménez, [1940]2010, p. 78)[5]. Los “entes que no se perciban con los ojos, ni con microscopios” (Jiménez, [1953b]2010, p. 259), los ve el sentido profundo de la intuición poética, que ve lo que no puede ver la razón científica. Por esto, porque el conocimiento poético puede comprender aquello para lo que no está capacitado el conocer racional, pregunta retóricamente, “¿por qué la poesía ha de ir a la zaga de la ciencia?” (Jiménez, [1936-49]1990, p. 551; cf. Blasco, 1981, p. 326). Ahora bien, recordemos que la luz que ilumina el sentido latente del mundo “no es de fuera, / sino del corazón” (Jiménez, [1917-23c]2011, p. 42). La intuición poética juanramoniana equivale al mit dem Herzen zu denken de Hofmannsthal ([1902]1986a) a su “pensar con el corazón”[6] (p. 469).
La poesía piensa cantando, y este pensar/cantar es de naturaleza visionaria, intuitiva e instintiva, nunca conceptual. En lenguaje juanramoniano, el pensar poético es clariver (Jiménez, [1948b]1964, p. 50; [1936-49]1990, pp. 550 y 552), a diferencia del demostrar argumentativo y conceptual de la filosofía. Juan Ramón considera que la ‘inteligencia’ es el órgano que hace la filosofía, y el ‘instinto’ es el órgano poético: “La poesía es un problema de instinto” (Jiménez, [1953b]2010, p. 207). El instinto clarivé, intuye; la inteligencia intelige, esto es, demuestra, explica, argumenta y deduce lógicamente. La poesía es pensamiento clarividente, visionario, intuitivo. El poeta es vidente, no inteligente[7]. La poesía es instinto y no inteligencia discursiva. Por esto Blasco (1981) ha podido alegar finamente que “ofrece revelaciones y no juicios”[8] (p. 279). La “supervisión” que caracteriza al poeta es lo que le permite ver en lo visible el sentido invisible (Jiménez, [1940]2010, p. 78). La intuición clarividente ve más que la superficie. El clariver es un superver, un ver superior que capta las esencias trascendentes: “La clarividencia derrota al tiempo y al espacio” (Jiménez, [1936-49]1990, p. 646).
10. Metafísica sutil
El objeto de la poesía, el misterioso sentido invisible en lo visible, no puede ser pensado con la razón filosófica de índole conceptualista sino con la intuición, con el instinto, que son los que
permiten al poeta sobrepasarse y acceder a territorios que a la razón le están vedados […] el instinto trabaja con intuiciones, mucho más dinámicas que los conceptos, y es ello lo que le permite a la poesía crear nuevos ámbitos de sentido (Blasco, 1981, p. 313).
Esto es lo que significa que la poesía, para Juan Ramón ([1953b]2010), “puede ser metafísica pero no filosófica” (p. 148). Refiriéndose a Juan Ramón, Lapesa (1992) habla de “poesía metafísica” (p. 240). Es pensar radical, metafísico, pero no es filosofía, no consiste en pensamiento discursivo conceptual. No es dialéctica sino intuitiva. Por tanto, escribe, aunque “hay personas que creen que la poesía debe ser filosófica”, verdaderamente “no es razón, ni explicación. Es canto. El drama del poeta contemporáneo está en que tiene que descifrar el mundo cantándolo” (Jiménez, [1953b]2010, pp. 93, 147)[9]. La poesía es metafísica cantada. Juan Ramón ([1953b]2010) diferencia tajantemente la poesía de la filosofía: “Donde empieza la filosofía termina la poesía” (p. 148). Como cualquier arte, la poesía puede tanto inspirar filosofía como tratar asuntos filosóficos, pero no es filosófica. La filosofía no es poética, pero sí puede reflexionar conceptualmente sobre lo que ya ha pensado poéticamente el poeta. La filosofía será también metafísica, pero por basarse en razones explicativas, no podrá llegar tan lejos como la poesía. Para Juan Ramón, la potencia poética, no solo resiste el embate de la racionalidad conceptual, sino que la supera, ve más allá: “La poesía es lo único que se salva de la razón […] porque es más hermosa y superior que ella, porque la supone y la supera” (Jiménez, [1948a]2010, p. 120). La cosa metafísica solo puede pensarla la intuición. En palabras de Juan Ramón ([1940]2010) la metafísica poética es una “metafísica sutil” (p. 93), una “metafísica intuitiva” (Amigo, 1987, pp. 12 y 50). Y ello es posible porque mientras la filosofía razona conceptualmente, la poesía usa el método de la clarividencia. El poeta clarivé, no filosofa. Solo así puede ver más allá de la superficie y acceder a lo último, lo que se resiste al concepto. Juan Ramón ([1953b]2010) asegura que “el poeta es un clarividente, ve antes que los demás” (p. 148). Pero la inteligencia reflexiona sobre la intuición poética para pulirla.
11. El salvaje civilizado
La actividad poética surge por inspiración, por necesidad interior y no a voluntad, como si fuera un libre acto reflexivo “No se escribe sino por necesidad […] La poesía pura, como la ciencia pura, viene inesperadamente” (Jiménez, [1953b]2010, p. 174). Juan Ramón recoge la antigua comprensión griega del poeta clarividente como un ser humano raptado por las musas, por la inspiración, y que ve por intuición, no con razón discursiva: “La poesía no es esencialmente razón sino pasión o rapto” (p. 338). “Mi sistema es crear en pleno rapto de la intuición”, añade (Jiménez, [1919-29]1990, p. 300). Juan Ramón ([1953b]2010) asemeja niño y poeta, pues este como “un niño en el momento de escribir algo inspirado no tiene conciencia” (p. 208). No tienen conciencia conceptual pero sí inspirada, pues ambos reflexionan de forma intuitiva, no de forma predicativa o demostrativa: “Los niños son intuitivamente poéticos pero no pueden escribir un tratado de poesía. La poesía depende más del instinto” (Jiménez, [1953b]2010, p. 148). Luego, la inteligencia trabaja sobre ese producto poético inspirado. Primero, “se crea sin pensar, como se come cuando se tiene hambre. El poeta debe luego comprobar. Se vuelve a mirar lo que se ha creado y se corrige”, de manera que “el poeta debe escribir por inspiración y luego considerar lo escrito” (Jiménez, [1953b]2010, pp. 174, 208). En efecto, “necesito que mi mitad conciente depure, mida, defina, fije lo que ha creado mi yo subconciente” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 243). Lejos de dirigir al instinto o de someterlo, la inteligencia es un movimiento secundario que reflexiona sobre la obra poética instintiva para interpretarla conceptualmente: “La inteligencia no sirve para guiar al instinto, sino para comprenderlo, pues éste obra por su cuenta […] puede comprender, analizar el instinto, pero no puede dominarlo” (Jiménez, [1953b]2010, pp. 207s. y 148). Por tanto, el instinto ha de cultivarse con la cultura para que logre clariver: “Nos han traído dotados de un instinto que podemos convertir, con nuestro cultivo y nuestra cultura, en superior clarividencia” (Jiménez, [1954c]1982, p. 403). Juan Ramón ([1929-36]1990) destaca que “balbucir el misterio del mundo es propio del niño, del idiota, del salvaje; espresarlo con intelijencia, del verdadero hombre” (p. 365). Conciencia e instinto no se bastan, se necesitan, de manera que la conciencia corrige y define lo que el instinto ha creado (Blasco, 1981, p. 315). “La inteligencia debe comprender el instinto”, sostiene Amigo (1987), que por ello habla de “inteligencia sensitiva o instinto cultivado” (p. 70). Por eso, escribe Juan Ramón ([1920-22]1976), “que una poesía sea espontánea, no quiere decir que […] no haya sido sometida a espurgo por la conciencia” (p. 272). El poeta, como ser inteligente que pule su instinto, es una naturaleza doble, “tan salvaje como el árbol, pero además un hombre civilizado, culto, cultivado por sí mismo que vijila a su salvaje” (Jiménez, [1936-49]1990, p. 565). El grito de la sangre en los ojos del poeta se modera con la calma reflexiva de su inteligencia. El poeta es un salvaje civilizado.
12. Ontología simbólica: el símbolo se significa a sí mismo
Teniendo en cuenta que “lo simbólico es solo un modo de lo intuitivo (intuitiven)” (Kant, [1790]1968, § 59, p. 351), la intuición solo puede expresarse mediante el símbolo, que es necesario según Juan Ramón cuando la razón y las palabras no bastan: “La palabra no es lo más importante. A veces un gesto, miradas, risas tienen más importancia que una palabra y dicen más. Lo mismo es la poesía simbolista: no es necesario definir las cosas de una manera completa” (Jiménez, [1953b]2010, p. 124). Aunque no tenemos espacio para hacer una exposición del concepto de símbolo, resulta necesario hacer una breve presentación de algunas ideas fundamentales acerca del mismo para poder entender la posición de Juan Ramón. La comprensión más habitual nos enseña, según Cassirer, que el ser humano es un animal simbólico porque todos sus vínculos consigo mismo, con lo real y los otros —lenguaje, mito, arte o ciencia— son simbólicos, de modo que el símbolo se reduce a medio para relacionarse con lo real, no para conocer la realidad oculta: “ El ser humano no puede enfrentarse ya con la realidad de un modo inmediato; no puede verla cara a cara […] no puede ver o conocer nada sino a través de la interposición de este medio artificial” (Cassirer, [1944]2021, p. 25; cf. Cassirer, [1923]2010, pp. 39s.). Esta tesis se enriquece cuando, asumido ya el hecho de que nuestra captación de lo real no es inmediata, el símbolo se convierte en “la mediación universal entre nosotros y lo real”, de manera que simbolizar es representar algo mediante otra cosa porque la primera no puede ser expresada directamente, o sea, “ decir otra cosa que lo que se dice” (Ricoeur, 1965, pp. 20s.). Paz ([1955]1994) asegura que “la esencia del lenguaje es simbólica porque consiste en representar un elemento de la realidad por otro” (p. 34). Así, Ricoeur (1969) llama ‘símbolo’ “a toda estructura de significación en la que un sentido directo, primario, literal, designa por añadidura (surcroît) otro sentido indirecto, secundario, figurado, que no puede ser captado sino a través del primero” (p. 16). Por tanto, a diferencia del signo (Zeichen) que se reduce al “puro referirse (reine Verweisen)” a algo otro, el símbolo según Gadamer ([1960]1990), además de indicar hacia otro, consiste en “puro representar (reine Vertreten) o estar por otro” (p. 157). No solo representa a otro, sino que está por el otro representado.
Este sustituir simbólico solo es posible cuando hay cierto vínculo ontológico entre los dos elementos. Ciertamente, Gadamer afirma, partiendo de Spinoza, que no hay similitud entre el símbolo y lo simbolizado, que la representación no es de la misma naturaleza que lo que representa, que “ la palabra círculo no es el círculo mismo” (Gadamer, [1964a]1985, p. 101)[10]. A pesar de ello sostiene que el símbolo “no se refiere a algo que, al tiempo, no esté presente en él mismo”, de modo que “la función representativa del símbolo no se reduce a remitir a lo que no está presente”, sino que, “ al contrario, hace aparecer como presente algo que finalmente siempre lo está” (Gadamer, [1960]1990, p. 158). Esto es lo que quiere decir Hofmannsthal ([1903]1986b) cuando sostiene que “los símbolos significan (bedeuten) pero no dicen lo que significan”, pues “solo se significan a sí mismo” (p. 501). El símbolo “no representa un significado, es el significado” (Alarcón, 2016, p. 826), y solo por ello crea la cosa nueva —el significado— que él mismo es. Así es como la palabra poética/simbólica puede ser la cosa. Nombrar es crear en este sentido. Alvar (1983) subraya que “crear los nombres no es poner carteles epónimos, que nada dicen, sino un acto de identificación ontológica de la palabra con la cosa representada”, en virtud del cual “palabra y cosa se vinculan sin posibilidad de escisión” (p. 19). En consecuencia, el lenguaje simbólico es el que permite a la poesía aumentar el ser. Recordemos que el lenguaje establecido “sirve a la comunicación de lo conocido”, mientras que mediante símbolos “el poeta ha de crear el lenguaje que dé existencia y realidad a lo desconocido”, de manera que “crea nuevos objetos (…) aumenta y da existencia a las realidades últimas del universo” (Blasco, 1981, p. 262). Gracias a los símbolos, “el lenguaje siendo el que es, dice más y nos permite crear otro mundo nuestro” (Alvar, 1983, p. 14). El incremento de los límites del mundo y la ontología simbólica son inseparables.
Como simbólica que es, la poesía no es decir una cosa para decir otra, no pone simplemente una cosa por otra, pues ella es la cosa. El símbolo que es la palabra poética no se significa sino a sí mismo, a la cosa que es y que pone delante haciéndola ser. Que mi palabra sea la cosa. La palabra poética será la cosa, el nombre exacto de las cosas, solo cuando la palabra sea símbolo porque la misma cosa, la cosa metafísica, también lo es. Mediante el símbolo, “el poeta ha logrado hacer iguales ‘palabra’ (poema) y ‘cosa’ (mundo exterior) por la capacidad creadora de su alma (…) la poesía es el don supremo de materializar la vida” (Gómez, 1996, p. 107). Así, mediante el símbolo se vuelve a tender el puente roto por la crisis del lenguaje entre palabra y cosa. Solo como simbólico, “el lenguaje de la poesía es presentativo. No depende de realidad externa alguna, sino que crea nuevas realidades. Presenta las cosas, no las representa (…) hace presente lo que está latente en ellas, por lo que su realidad no es preexistente a la escritura, sino creación de sí misma” (Blasco, 1981, p. 279). La palabra puede ser la cosa cuando el lenguaje ya no se entiende como herramienta nuestra que proyectamos sobre las cosas, sino como algo de las cosas, como expresión del ser de las cosas. Recordemos que para Juan Ramón ([1919-29]1990) “las cosas se nos imponen (…) hasta hablar por medio de nosotros” (p. 332). Las cosas son las que se ponen en palabras mediante el símbolo. Este es el fundamento de la ontología simbólica juanramoniana. Las propias cosas se simbolizan en el lenguaje. Así es como el lenguaje tiene valor ontológico, porque es exactamente la cosa misma expresándose simbólicamente. Ahora se entiende que la palabra poética pueda ser el nombre exacto de las cosas. Aquella exactitud perseguida por Juan Ramón solo puede lograrse mediante el símbolo. Acertadamente escribe Lanz (2017) que “son las cosas las que sugieren la palabra que viene al encuentro del poeta”, de manera que “es la realidad la que se nombra” (p. 29).
13. Pensar con el corazón
Juan Ramón adoptó desde muy temprano la ontología y gnoseología simbolista, aunque confiesa que “con el Diario (1916) empieza el simbolismo moderno en la poesía española” (Gullón, 1958, p. 93)[11]. Aunque la influencia del simbolismo de Baudelaire, Mallarmé, Verlaine o Rimbaud, es reconocida por Juan Ramón, él mismo advierte que el origen de su simbolismo se encuentra más bien en el simbolismo de la mística de Juan de la Cruz y de la poesía arábigo-andaluza, antecedentes a su vez del simbolismo francés (Jiménez, [1953b]2010, pp. 122, 269, 275, 283 y 293ss.; cf. Santos, 1975, pp. 16s. y 20ss.). Verdaderamente, el simbolismo “no era solo una corriente dentro de la literatura o el arte, sino también un concepto filosófico, una actitud distinta ante la realidad”, que, frente al cientificismo, que “parecía que todo en la vida había encontrado una explicación racional y que ya no quedaba ningún misterio oculto en la naturaleza”, pretendía “devolver al arte la primacía de lo espiritual sobre lo material” (Brodskaïa, 2019, pp. 25s.). Su meta es “la búsqueda del sentido latente que existe en cada fenómeno (…) descubrir el significado misterioso del ser”, y para alcanzarla los simbolistas “no trataban con la lógica científica, sino con la intuición, el subconsciente, la imaginación” (Brodskaïa, 2019, p. 28). El pensar intuitivo acaba siendo pensar simbólico porque solo el símbolo, no el concepto, puede acceder al sentido radical que late en lo visible y que escapa a la lógica cartesiana. Por imprecisa o indeterminada, esta realidad suprasensible es irrepresentable directamente, pero se puede pensar indirectamente, o sea, simbólicamente. El símbolo es lo que nos permite expresar mediante intuiciones objetos que no se pueden pensar directa y conceptualmente. Ahora bien, el símbolo es el medio en que se mueve la poesía. Refiriéndose a la poesía juanramoniana, Nedermann ([1936]1979) ya escribió que “cuanto la razón y la reflexión no logran captar, cuanto supera a la vigilia de los sentidos, se trata de sorprender en los escondrijos del alma”, mediante símbolos, para “ver en el abigarrado mundo de las cosas, más que lo sensible, los símbolos suprasensibles” (pp. 160 y 163).
El símbolo significa solo cuando expresa la cosa a la que se refiere. Pero esta operación simbólica solo funciona si nos trasladamos empáticamente al alma de las cosas para convertirlas en símbolos. El alma poética es alma participativa que “sólo conoce algo en la medida en que está implicada en ello. La otra conciencia, la reflexiva, distingue y contrapone. La participativa se com-penetra con todas las cosas y con-funde con ellas en una misma vibración (…) Es, pues, simpatética e intuitiva” (Cerezo, 2003, pp. 493s.). Ahora bien, para trasladarse al alma de las cosas, hay que pensar con el corazón, hace falta amor a las cosas para poder acceder a su alma. Aquel pensar con el corazón se realiza mediante símbolos. El pensar intuitivo/simbólico solo puede ser cordial. La emigración del yo poético juanramoniano al alma de las cosas se ve ya en 1903:
Mi alma ha dejado su cuerpo
con las rosas, y callada
se ha perdido en los jardines […]
ya, sola en la noche,
llena de desesperanza,
se entrega a todo, y es luna
y es árbol y sombra y agua […]
y, alma de todo el jardín,
sufre con toda mi alma. (Jiménez, [1903]2010, pp. 122s.)
Juan Ramón pretende verificar aquella fusión narcicista con la naturaleza mediante el amor intellectualis, el amor que es conocimiento: “Tengo en mí […] / serlo todo […] / comprendiéndolo […] / ¡comprensión, amor hondo, / amor perfecto […] / amor intelijente!” (Jiménez, [1917-23c]2011, p. 35). La comprensión que facilita el amor es la única forma de penetrar en el secreto de las cosas para luego simbolizarlo. Por ello, la poesía, que es la materialización del tránsito hacia el interior de las cosas, no es verdadera sin amor:
Cuando contemplamos con pasión quieta, seguida, permanente un ser, un existir […] vamos poco a poco fundiéndonos con ellos, hasta que, de pronto, salta entre ellos y nosotros el amor, súbito conocimiento entero que determina la emoción. Sin emoción, sin amor, sin espíritu poco vale la poesía por mucho que cueste. (Jiménez, [1936-37]2010, p. 56)
Sin amor, ni hay compenetración con las cosas ni, por tanto, hay poesía: “Lo que salva a la poesía es el amor” (Jiménez, [1954b]1961, p. 222).
14. El símbolo, lenguaje del misterio
El símbolo es lo que permite al poeta penetrar en la realidad invisible porque ella misma es simbólica, misteriosa. Hay símbolo porque lo simbolizado es un misterio indecible para la razón objetivadora. “Los símbolos son el lenguaje de los misterios”, escribe Zambrano ([1955]2012, p. 111). Decir que la poesía busca lo absoluto oculto e invisible, equivale a decir que su objeto es el misterio. El carácter misterioso de la realidad se debe a su complejidad, a la esencial trabazón que la constituye. El ser de cada cosa real no acaba en ella sino que llama a las otras, hasta el extremo de que la esencia de cada una está en sus relaciones con el resto. La verdad última de cada cosa está en el todo. Juan Ramón ([1916-23]1999) poetiza esta tesis: “¡Voz mía, canta, canta; que mientras haya algo / que no hayas dicho tú, / tú nada has dicho!” (p. 63). La metafísica de la relación obliga a decir todo para poder decir algo. Pero ese decir solo podrá ser simbólico porque, según Gadamer ([1964b]1993), afirmar que “todo es símbolo” significa decir que “cada cosa señala (deutet) a otra” (p. 7). El nexo entre el carácter relacional del ser, el misterio y el símbolo pudo reconocerlo Juan Ramón en el poema Correspondances de Baudelaire ([1861]1987), según el cual:
la naturaleza es un templo donde pilares vivientes / dejan escapar a veces confusas palabras; / el ser humano lo atraviesa a través de bosques de símbolos […] Como largos ecos que de lejos se confunden / en una tenebrosa y profunda unidad, […] los perfumes, los colores y los sonidos se responden. (p. 11)
Las correspondencias entre las cosas suponen una profunda unidad insondable de lo existente. La razón objetivante, determinadora y separadora, tan útil para otros asuntos, no puede comprender este misterioso ser último y relacional de las cosas. Efectivamente, “la naturaleza intenta hablar en su propio lenguaje al hombre, pero éste es incapaz de comprenderlo; ese lenguaje está plagado de símbolos oscuros” (Brodskaïa, 2019, p. 33). El todo esencial, la verdad misteriosa del mundo, solo se puede simbolizar, nunca objetivar. Solo mediante el símbolo se puede comprender una realidad metafísicamente relacional. La ontología simbólica presupone entonces una metafísica relacional.
Misterio, símbolo y poesía son inseparables. Juan Ramón ([1954b]1961) confiesa: “Para mí la poesía es algo divino, alado, gracioso, espresión del encanto y el misterio del mundo” (p. 218). Por tanto, el poeta “se mueve dentro del misterio y el encanto del mundo” (Jiménez, [1953b]2010, p. 146). Hay poesía (simbólica) porque hay misterio. Según Gullón (1960), así como “la poesía arraiga en el misterio” y por ello consiste en “revelación de lo inexpresable” (p. 180), la sensibilidad del poeta es especialmente receptiva, mediante entrevisiones o sueños, a “las presencias de ese ultramundo”. Blasco (1981) aclara que “la poesía, para Juan Ramón, es un temblor de realidad y misterio” (p. 285). La realidad metafísica es esencialmente misteriosa, simbólica, y solo puede ser pensada cordialmente, mediante símbolos. Una vez simbolizado, el misterio de la cosa metafísica solo se interpreta, no se deshace argumentativamente. No hay otro modo de captarlo y expresarlo que mediante el símbolo. De ahí que Juan Ramón defina a la poesía como “una tentativa de acercarse a lo absoluto, por medio de símbolos” (Gullón, 1958, p. 108). Pero “lo absoluto es lo inefable, que no se puede definir”, y las cosas inefables, que “no se pueden describir con exactitud […] se explican mediante símbolos o aproximaciones” (Jiménez, [1953b]2010, p. 338). “El Dios, el Fin, el Amor, la Belleza, la Poesía”, componentes de la misteriosa e invisible realidad última y absoluta, son inefables, “nadie puede decir exactamente lo que son”, y por ello “hay que proceder por rodeos”, pues “puede espresarse por alusiones, por símbolos, por clarividencias, y solo un poeta sorprendedor puede intentar su espresión” (Jiménez, [1954d]1961, p. 317; [1953b]2010, pp. 327s.).
15. Conclusión: el símbolo, aurora de reflexión
El símbolo por tanto se dirige a un plano más profundo y nos descubre zonas desconocidas de realidad: “El símbolo reenvía más allá de sí mismo y manifiesta una experiencia vital inapresable de un modo suficientemente claro para intuir, a través de él, una realidad superior y oculta” (Santos, 1975, p. 36). Es absurdo usar símbolos para referirse a cosas conocidas, de modo que, como reveladores de lo invisible, amplían los límites de lo real: “Los símbolos son capaces de revelar una modalidad de lo real o una estructura del mundo no evidentes en el plano de la experiencia inmediata” (Eliade, [1962]1984, p. 261). Ya comprobamos la oposición juanramoniana a la separación radical entre lo visible/exterior y lo invisible/interior: “¡Esta lucha mía, este querer ver a un mismo tiempo, plena, independientemente y relacionados íntimamente, lo interior y lo esterior!” (Jiménez, [1919-29]1990, p. 304). Contra este dualismo, el símbolo es el elemento integrador, mediador[12]. Aclaremos que ‘símbolo’ es una formación mediante la cual “ un determinado contenido sensible aislado puede hacerse portador de una significación espiritual (geistigen Bedeutung) universal” (Cassirer, [1923]2010, p. 25). Lo esencial del símbolo es la vinculación entre un contenido espiritual significativo y un signo sensible, o sea, que el elemento sensible está impregnado de sentido. El símbolo pone de manifiesto que, contra “la dicotomía ontológica, no hay el detrás” (Amigo, 1987, p. 44). El detrás está también en la superficie, pero hay que desvelarlo, y esa es la función del símbolo como elemento sensible que señala más allá de sí hacia lo insensible (que está en lo sensible). En tanto pretende penetrar en lo desconocido, el conocimiento poético es simbólico. Por tanto, subraya Gullón (1957), “los símbolos revelan ámbitos oscuros, capas profundas de la realidad invulnerables al asedio de la razón” (p. 211), y dado que tales regiones son el objeto de Juan Ramón, su poesía será “predominantemente simbólica. Imágenes y símbolos son los medios a que acude con preferencia para expresar sus intuiciones” (p. 211). Mediante el símbolo, la poesía juanramoniana “potencia el paso de lo conocido a lo desconocido y hace posible el salto de la realidad visible a la realidad invisible” (Blasco, 1981, p. 227).
El símbolo media e integra lo visible con lo invisible, lo sensible con lo inteligible (cf. Santos, 1975, p. 29). Según Gadamer ([1960]1990, pp. 79s.), el símbolo “ presupone un nexo metafísico de lo visible con lo invisible (Unsichtbarem) […] la coincidencia de lo sensible y lo insensible (Unsinnlichen)”. Trías (2001) destaca que en el símbolo “se produce la genuina exposición (en lo sensible) de la idea estética” (p. 212) de Kant, o sea, la unión entre lo sensible y la idea. Esta síntesis entre lo sensible y lo inteligible que define al símbolo es la causa de su infinita riqueza de significado y de que no pueda ser nunca traducido conceptualmente. Aunque alguna poesía simbolista pueda pretenderlo, el símbolo no es un mero “revestir (vêtir) la Idea (Idée) de una forma sensible” (Moréas, [1886]1969, p. 838), como si la idea estuviera ya predada y solo la presentáramos bajo el ropaje del símbolo, convertido ya en adorno superfluo. No, “el carácter esencial del arte simbolista consiste en no llegar nunca hasta la concepción de la Idea en sí misma” (Moréas, [1886]1969, p. 838), porque la idea es el propio símbolo y no algo previo e independiente de él, y “ el símbolo mismo es aurora de reflexión (aurore de réflexion)” (Ricoeur, 1965, p. 47), un elemento sensible/inteligible que no para de producir pensamientos. Lejos de la univocidad, el símbolo implica una multiplicidad indeterminada de significados. Hablando de Juan Ramón, Olson (1967) afirma la “plurisignation” (p. 43) propia de los símbolos. Provoca el pensar, pero ningún pensamiento determinado puede reemplazarlo. En este sentido, toda gran obra de arte es simbólica.
Esta indeterminación no va en detrimento de la precisión significativa del símbolo. Lo que es evidente es que la exactitud o precisión en el significar propia del símbolo es de una naturaleza peculiar y distinta de la cartesiana. La esencia simbólica, compleja y misteriosa de la realidad oculta solo puede ser objeto de la peculiar lógica del símbolo. La imprecisión de aquella realidad respecto de la razón conceptualista solo puede ser captada con precisión simbólicamente. Según Juan Ramón ([1953b]2010), esto es “lo que quiere el simbolismo, precisar en una imagen muy bella lo impreciso, por medio de símbolos, de relaciones, de correspondencias entre unas cosas y otras” (p. 328), de modo que “lo impreciso es todo eso que se expresa en poesía”. Por ello considera que el símbolo representa “la precisión de lo impreciso” y establece como “norma del simbolismo, cuando lo impreciso se une con lo preciso” (Jiménez, [1953b]2010, pp. 124, 326)[13]. Juan Ramón pretende, escribe Bousoño (1973) “expresar con gran precisión la imprecisión con que las cosas se ofrecen” (p. 535). Esta imprecisión es la causa del vínculo entre símbolo e interpretación. Precisamente porque “el símbolo da que pensar (donne à penser), apela a una interpretación, porque dice más de lo que dice y porque nunca termina de decir” (Ricoeur, 1969, p. 32).
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Notas
Información adicional
Forma de referenciar (APA): Gutiérrez Pozo, A. (2023). La poesía de Juan Ramón Jiménez como ontología simbólica. Revista Filosofía UIS, 22(1), 117-146. https://doi.org/10.18273/revfil.v22n1-2023006