Artículos
El “intelectual colectivo” y la construcción de una nueva hegemonía
The “collective intellectual” and the construction of a new hegemony
Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 19, núm. 2, 2020
Recepción: 16 Marzo 2019
Aprobación: 21 Agosto 2019
Resumen: en el presente artículo se abordarán los aportes realizados por Gramsci en la construcción de la figura del intelectual. Para ello, se caracterizarán los rasgos distintivos del determinismo histórico marxista, para luego enfocarnos en el pensamiento gramsciano. A partir de allí nos centraremos de manera expresa en los argumentos desplegados por Gramsci al procurarle una función activa a la figura del intelectual, en tanto intelectual colectivo que se va conformando encarnado en el partido revolucionario de la clase obrera. De esta manera, plantearemos que esta disposición del intelectual colectivo se enlaza con los problemas de la vida social en la búsqueda de unificar teoría y praxis, y pretende crear así una nueva hegemonía, puesto que admite la indeterminabilidad de la historia según leyes.
Palabras clave: Gramsci, Marx, intelectual, hegemonía, determinismo, partido político.
Abstract: this article will address the contributions made by Gramsci in the construction of the figure of the intellectual. To do this, the distinctive dyes of Marxist historical determinism will be characterized, and then focus on the Gramscian thought. From there we will expressly focus on the arguments deployed by Gramsci by procuring an active role to the figure of the intellectual, as a collective intellectual that is becoming embodied in the revolutionary party of the working class. In this way, we will propose that this disposition of the collective intellectual is linked to the problems of social life in the search to unify theory and praxis, and seeks to create a new hegemony, since it admits the indeterminacy of history according to laws.
Keywords: Gramsci, Marx, intellectual, hegemony, determinism, political party.
1. Introducción
En el presente artículo abordaremos la función que Antonio Gramsci[1] (1891-1937) les otorga a los intelectuales en el interior del partido político. La hipótesis que guiará este escrito enfatizará que, precisamente, la concepción gramsciana de “intelectual colectivo” activo es no solo la que produce la ruptura con el determinismo histórico marxista, sino también es la que le permite a Gramsci formular y constituir la categoría de “hegemonía”. Puesto que, como veremos, la función del “intelectual colectivo” gramsciano estará vinculada con la organización y construcción de una nueva hegemonía. Para el desarrollo de este trabajo, nos centraremos primordialmente en el análisis realizado por este político y pensador[2] italiano en Los intelectuales y la organización de la cultura (1984) y en El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce (1971).
De esta manera, comenzaremos precisando las características propias del pensamiento marxista, fundamentalmente en lo que respecta a la relación entre las ideas y la determinación histórica propuesta por Karl Marx (1818-1883). Es decir, nos concentraremos en establecer una breve identificación de la relación existente entre el marxismo y el ideal de progreso indefinido suscitado por el contexto moderno. Veremos que los modernos instauran como patrón característico la necesidad de establecer una linealidad histórica que resulte previsible de antemano, esto es, que esté determinada previamente y que permita prescindir de los posibles vaivenes del devenir histórico.
Luego, nos detendremos en la ruptura que propone el pensamiento gramsciano con el determinismo histórico promulgado por el propio Marx. Si bien este quiebre lo inicia Lenin (1870-1924), nos centraremos en la propuesta gramsciana. Esto se debe a las diferencias que plantean Lenin y Gramsci respecto a la figura del intelectual, puesto que, para Lenin, el partido es una vanguardia o élite que impondría el socialismo a las masas. Es decir, luego de un período de dictadura proletaria, desaparecerían las diferencias de clases y, también, la distinción entre trabajadores manuales e intelectuales. En cambio, el proyecto gramsciano toma de la propuesta leninista la idea de que los intelectuales, la clase obrera y el campesinado debían ser fusionados de alguna manera. Por este motivo, en este trabajo, nos centramos en la propuesta gramsciana, puesto que se concentra específicamente en la función que Gramsci les otorga a los intelectuales en contra del determinismo histórico marxista.
De este modo, observaremos que en la filosofía política gramsciana la idea de intelectual se diferencia de las concepciones marxistas anteriores[3], puesto que Gramsci le adjudica una función radicalmente distinta, es decir, el cambio reside en que, precisamente, el intelectual gramsciano rompe con una concepción estática de la historia que se plantea previamente determinada a partir de una serie de leyes científicas. Asimismo, el intelectual tiene la fuerte obligación de formar su intelectualidad para generar desde el partido la necesaria conciencia revolucionaria en la clase obrera.
En síntesis, en este artículo nos proponemos, luego de caracterizar el determinismo histórico marxista, plantear los tintes característicos del pensamiento gramsciano. Con el fin de centrarnos de manera expresa en los argumentos desplegados por Gramsci al procurarle una función activa a la figura del intelectual, en tanto “intelectual colectivo que se va conformando encarnado en el partido revolucionario de la clase obrera” (Kohen, 1987, p. 40). De esta manera, plantearemos que esta disposición del intelectual colectivo se enlaza con los problemas de la vida social en la búsqueda de unificar teoría y praxis, y pretende crear así una nueva hegemonía, puesto que admite la indeterminabilidad de la historia según leyes.
2. El problema de la determinación histórica marxista
La corriente marxista, incluso el propio Marx, plantea que la realidad material se expresa en la organización de las relaciones de producción en un modo de producción determinado, el cual posee un entramado de ideas que actúa como una superestructura. Del mismo modo, para Marx “ese entramado está de algún modo ‘puesto’ por la dialéctica histórica de la lucha de clases y su organización concreta en cada sociedad” (Rossi, 2018a, p. 8). De allí que Marx, como buen hijo de su tiempo[4], cree encontrar correlaciones causales en la historia y, por ello, considera que, en el modo de producción capitalista, “la revolución proletaria estaría inscripta a priori en la trayectoria histórica, ya que las leyes del socialismo científico la presentan como la conclusión ineluctable de las contradicciones capitalistas” (Rossi, 2018c, p. 12). Dicho de otro modo, Marx (1990) plantea que:
En un comienzo el capitalista tiene que tomar la fuerza de trabajo como la encuentra, preexistente, en el mercado, y por tanto también su trabajo tal como se efectuaba en un período en el que aún no había capitalistas. La transformación del modo de producción mismo por medio de la subordinación del trabajo al capital, solo puede acontecer más tarde y es por ello que no habremos de analizarla sino más adelante. (p. 224)
De ahí que el proyecto marxista siente sus bases en el ideal de progreso indefinido fundado por los modernos, y es precisamente esta concepción la que ancla su análisis en un determinismo que termina por establecer una linealidad histórica previsible de antemano. Por ende, el problema radica en que, tal como afirma Gramsci (1971), “los ‘portadores’ oficiales del progreso se han vuelto incapaces de este dominio” (p. 39), pues en nombre de la razón y el progreso se han provocado las mayores fuerzas destructivas de la historia. Por ello, puede decirse que la crisis de la idea de progreso se debe a que la razón de finales del siglo XIX comenzó a ser interpelada, ya no desde la dimensión redentora e ilustrada, sino desde la dimensión de lo oscuro, la dimensión de lo irracional en el interior mismo de la razón[5].
Precisamente por esta situación, el postulado marxista, a los ojos de Gramsci, resulta ser demasiado simplista, además de falso, y es rechazado de plano. Incluso considera que este determinismo histórico al que se adhiere el marxismo es un planteamiento que deriva de concepciones mecanicistas y deterministas de la producción cultural, puesto que la idea de que fue descubierto el itinerario del devenir histórico conlleva una fuerte proximidad entre el marxismo y el positivismo[6]. De ahí que Gramsci afirma:
El mito [socialista, es decir, la impostación evolucionista de la política del Partido Socialista] se ha formado cuando pervivía todavía la superstición científica, cuando había una fe ciega en todo lo que venía acompañado por el adjetivo científico. Alcanzar esta sociedad modelo era un postulado del positivismo filosófico, de la filosofía científica. Pero esta concepción no era científica, era sólo mecánica, áridamente mecánica. (Gramsci citado en Frosini, 2007, p. 183)
Sin embargo, esta propuesta ya había sido presentada hacia fines del siglo XIX por Antonio Labriola[7], quien sostuvo que era absurdo hablar de una filosofía científica al referirse al intento de hacer del materialismo histórico un sistema análogo al hegeliano[8]. Del mismo modo, Labriola, centrado en una postura crítico-revolucionaria, subrayó la relevancia de adoptar una postura activa y comprometida con la filosofía de la praxis[9]. De allí que afirma:
[…] este materialismo histórico exige de aquellos que desean profesar consciente y francamente una cierta humildad extraña, es decir, tan pronto como nos demos cuenta de que estamos ligados al curso de los acontecimientos humanos y estudiamos sus complicadas líneas y tortuosas vueltas, nos corresponde no ser simplemente resignados y complacientes, sino comprometernos en un trabajo consciente y racional. (Labriola, 1900, pp. 13-14)
Por este motivo, en lugar de aceptar el fatal e irremediable determinismo de los acontecimientos por sí mismos, Labriola (1973) afirma que: el “hombre que se desarrolla, vale decir, se produce a sí mismo […] como causa y efecto, como autor y consecuencia a un tiempo” (p. 612)[10] del proceso histórico.
En consonancia con la propuesta de Labriola[11], una de las mayores críticas de Gramsci al determinismo mecánico radica en que esta concepción de mundo, en la cual las cartas ya están echadas, provoca una peculiar actitud pasiva en el hombre y genera una sensación de “imbécil autosuficiencia” en los dirigentes en lugar de aceptar su responsabilidad en las acciones que emprenden. De ahí que para Gramsci: “la concepción mecanicista ha sido una religión de subalternos” (Rossi, 2018c, p. 9). En este sentido, Leszek Kolakowski (1985) ha subrayado que:
Era especialmente difícil para los italianos, ya fueran o no marxistas, creer en una teoría del progreso histórico ininterrumpido, pues toda la historia de su país en la época moderna venía a probar lo contrario. Tras los tres siglos de regresión y estancamiento que siguieron la Contrarreforma, toda intelligentsia radical estaba imbuida de un sentido de retraso económico y cultural del país. Las esperanzas suscitadas por el Risorgimento no fueron suficientes para dar calor a la convicción de que el progreso era una consecuencia inevitable de “leyes históricas” y los filósofos italianos, marxistas incluidos, solían ser más sensibles a la diversidad, complejidad dramática e imprevisibilidad del proceso histórico. (p. 179)
En efecto, tal como grafica Kolakowski en la cita expuesta, para Gramsci, en el caso de existir algún tipo de determinación, esta no puede ser de ningún modo histórica como plantea el marxismo[12], más bien, debe ser política.
2.1 ¿Determinismo histórico vs determinismo social?
El determinismo del materialismo dialéctico, como fue expresado en el apartado anterior, se presenta como un sustituto de la religión para Gramsci. Puesto que, como todo dogma, permite a sus fieles servirse de sus leyes no solo para justificar todo accionar posterior, sino también para dar curso explicativo a los invariables procesos políticos y de ideas, en la medida en que estos se convierten en sucesos direccionados por fuerzas históricas que se expresan a través de ellos.
De modo que, en lugar de aceptar ese quietismo[13], Gramsci se ve llamado a fomentar un proceso crítico que proyecte la construcción de otra concepción de mundo[14], en la que el hombre participe activamente en la elaboración de la historia, en vinculación con un intenso trabajo intelectual, para que, efectivamente, logre ser el faro de sí mismo y no acepte ninguna orden del exterior que se imprima sobre su propio devenir. En esta postura, Gramsci se encuentra claramente influenciado por Croce[15], puesto que en Cuadernos de la Cárcel afirma que lo que distingue la actividad de Croce de los filósofos tradicionales es justamente:
[La] disolución del concepto de “sistema” cerrado y definido y por lo tanto pedante y abstruso en filosofía: afirmación de que la filosofía debe resolver los problemas que el proceso histórico en su desarrollo presenta sucesivamente. El sistematismo es buscado […] en la íntima coherencia y fecunda comprensividad de cada solución particular. El pensamiento filosófico no es concebido, pues, como un desarrollo —de un pensamiento otro pensamiento— sino como pensamiento de la realidad histórica. Este planteamiento explica […] las concepciones del mundo que no se presentan como grandes y farragosos sistemas, sino como expresión del sentido común, integrado por la crítica y la reflexión, como solución de problemas morales y prácticos. (Gramsci, 1986, p. 117)
Con esta proposición historicista, Gramsci se evita no solo postular una realidad “fija”, sino que además habilita la posibilidad de propulsar al hombre como actor responsable de la modificación de la realidad. Por tanto, Gramsci, que busca la difusión de un nuevo modo de pensar, propicia con ese proyecto la impronta de la “creatividad” de la filosofía de la praxis[16]. Ello implica una relación histórica con los hombres que la modifican mediante su “voluntad” racional (Gramsci, 1971, p. 28).
Es preciso resaltar la importancia que Gramsci le otorga a la “voluntad”, puesto que esta es racional y no arbitraria; es decir, responde a una actividad práctica o política, que se realiza cuando pertenece a necesidades históricas objetivas. Puesto que, tal como señala Bobbio (1987), solo mediante el reconocimiento de las condiciones objetivas, el sujeto activo llega a ser libre y a estar en condiciones de poder transformar la realidad[17]. Por ello, Gramsci vincula la “voluntad” del sujeto con la construcción de una nueva “cultura” y de una concepción “ética” afín a la misma. Lo expresa como sigue:
Si esta voluntad está representada inicialmente por un solo individuo, su racionalidad quedará documentada por el hecho de ser acogida por el mayor número, y si es acogida permanentemente se convertirá en una cultura, un `buen sentido´, una concepción del mundo, con una ética conforme a su estructura. (Gramsci, 1971, p. 28)
De modo que Gramsci (1971), al plantear la necesidad de crear una nueva cultura, tiene por objetivo difundir verdades ya descubiertas, “socializarlas” y convertirlas en base de acciones vitales, en elemento de coordinación y de orden intelectual y moral. No obstante, son los partidos políticos[18] los que convierten esas ideas y las producciones culturales en dogmas orgánicos, y a ellos se deben ceñir los intelectuales, quienes deben ajustar esas ideas a las necesidades de la lucha política.
En efecto, Gramsci nos dice que “esta determinación [es] política, pero que en términos del materialismo histórico significa ‘social’, es decir, derivada de la estructura de la sociedad, de las nuevas concepciones” (Gramsci citado en Rossi, 2018a, p. 11). De allí que los conceptos políticos, en la medida en que están inscriptos en este proceso forjado por los partidos, forman parte de una lucha. Por ende, toda nueva concepción se difundirá, por intermedio del partido, como elemento organizativo. Incluso, afirma Gramsci (1971), toda difusión será por razones políticas, es decir, sociales.
2.2 El rol activo del “intelectual” en Gramsci
Como ya es sabido, la cuestión de los intelectuales es un tópico presente en toda la historia del marxismo y del movimiento obrero, puesto que los intelectuales se asocian a la posibilidad de aportar ideas para la transformación de la realidad. Sin embargo, la caracterización de los intelectuales y de sus funciones ha variado en los distintos teóricos marxistas.
Lenin (1959) tiene una visión puramente vertical respecto al rol de los intelectuales y considera que: “la conciencia socialista moderna puede surgir solamente sobre la base de un profundo conocimiento científico […] no es el proletariado el portador de la ciencia, sino la intelectualidad burguesa” (pp. 390-391). De ahí que Gramsci critica el planteo vanguardista del intelectual leninista, debido a que, según Spivak (2009):
Gramsci […] está preocupado por el papel del intelectual en el movimiento cultural y político de los subalternos dentro de la hegemonía. Este movimiento es necesario para determinar la producción de la historia como narración (de la verdad). (p. 71)
De modo que Gramsci propone una concepción que se aleja de la visión vanguardista que propone Lenin[19], puesto que plantea la necesidad de construir una forma de vida intelectual que sea genuinamente masiva. Es decir, Gramsci se propone llevar a cabo la construcción de una nueva hegemonía[20]. Por ello, considera que primero hay que transformar la sociedad civil[21], de modo que los intelectuales deben perfilar una nueva realidad a partir de la edificación de consensos y no de imposiciones[22].
De allí que el trabajo revolucionario del partido se produzca en el seno de la sociedad civil, bajo la forma de una lucha de enorme esfuerzo por la “persuasión permanente”, teniendo como meta última la formación dirigente antes de conquistar el poder gubernamental, para después, cuando se ejerce el poder y se lo mantiene firmemente en su puño, convertirse en clase dominante, mientras también se sigue siendo “dirigente”[23]. En efecto, en este punto radica la importancia de la construcción de una nueva hegemonía, que concentre al mismo tiempo la dirección intelectual y el poder político.
Evidentemente, el “intelectual” gramsciano cobra un sentido más amplio que el de un simple individuo que vive de sus producciones simbólicas. Incluso, Gramsci (1984) afirma: “todos los hombres son intelectuales, podríamos decir, pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales” (p. 13). De ahí que para Gramsci no se puede hablar de hombres no-intelectuales, puesto que no existe actividad humana de la que se pueda excluir toda intervención intelectual[24], es decir, el pensador italiano considera que no se puede separar el homo faber del homo sapiens.
El nuevo intelectual gramsciano, que ante todo es un rol[25] social, se forma en el ámbito del partido. Para ello, se necesita una capa[26] de personas que se especialicen en la elaboración conceptual y filosófica. La nueva elaboración no llega inmediatamente a las masas, sino que los intelectuales deben elaborar de modo integral la unificación entre teoría y praxis, lo que se convertirá en el proceso histórico real, dirigido por la autoconciencia, que se entronca en los problemas de la vida social[27].
No obstante, Gramsci establece una distinción entre los grupos sociales de intelectuales, basada en dos tipos distintos de relaciones con las clases fundamentales a las cuales corresponden las dos figuras claves del “intelectual orgánico” y el “intelectual tradicional”[28]. Así, por intelectual orgánico[29] Gramsci entiende un tipo social de intelectual surgido en los márgenes de una clase social emergente, que se encuentra “llamado a jugar un rol organizador en el advenimiento de un nuevo sistema productivo, legal y cultural que se desarrolla simultáneamente con el ascenso al poder de esa clase” (Rossi, 2018b, p. 7). Es decir, el intelectual orgánico de Gramsci es definido por su función de dirigente de la revolución y de una élite política. Por otra parte, los intelectuales tradicionales son aquellos que preexisten a la clase social fundamental ascendiente y que esta última encontrará en su camino[30], como expresión de la estructura que encuentra el nuevo sistema[31].
Pese a la distinción que elabora Gramsci entre los tipos de intelectuales según su relación con las clases fundamentales[32], lo que le interesa es encontrar las instancias sociales en las que “se piensa colectivamente”. De allí que la función del intelectual orgánico se centra no solo en la difusión de la cultura existente entre las masas, sino que debe producir una nueva y auténtica cultura proletaria, popular y nacional[33], y para Kohen (1987) también internacional; puesto que “en él se insinúan, se perfilan los rasgos de ‘intelectual colectivo’ que se va conformando encarnado en el partido revolucionario de la clase obrera” (p. 40). Ciertamente, el partido mismo será un “intelectual colectivo”. No obstante, debe considerarse que, para Gramsci, el tratamiento de la hegemonía, en relación con la filosofía de la praxis, supera sobremanera la condición de simple componente de una táctica de partido[34].
De modo que los intelectuales de Gramsci son agentes que están insertos en estructuras intelectuales dentro de la sociedad, y a medida que aparecen circunstancias novedosas, los intelectuales se ven forzados a volverse organizadores. Por ello, Gramsci (1984) plantea que “el modo de ser del nuevo intelectual ya no puede consistir en la elocuencia, motora exterior y momentánea de los afectos y de las pasiones, sino en su participación activa en la vida práctica, como constructor, organizador, ‘persuasivo permanente’” (p. 14).
Consecuentemente, los intelectuales están llamados a difundir una nueva concepción del mundo, a producir una nueva cultura y a asumir un rol directivo en el combate político[35]. De ahí que, en este contexto, los intelectuales promoverán la confluencia entre teoría y praxis, propiciando la construcción de una nueva concepción de mundo que, sin embargo, hará depender la autorrealización plena de su sociedad, de la producción de una nueva y auténtica hegemonía. Por tanto, tal como afirma Ernesto Laclau:
[…] hay hegemonía solo si la dicotomía universalidad/particularidad es sobrepasada; la universalidad solo existe encarnada en ―y subvirtiendo― alguna particularidad, pero, al revés, ninguna particularidad puede ser política sin convertirse en el lugar de efectos universalizables. (Butler, Laclau & Žižek, 2004, p. 61)
De modo que este intelectual revolucionario debe también actuar como fermento en el seno de un proceso por el cual esta clase social oportunamente irá construyendo, con el complejo total de la voluntad colectiva, una nueva concepción política y cultural homogénea, en la que la teoría correspondiente e implícita será una combinación de creencias y puntos de vista tan descompaginados como heterogéneos[36].
De ahí que, más allá de la diversidad de las perspectivas que confluirán en la nueva concepción política y cultural, el intelectual, además de catalizar estas expresiones en una cultura homogénea, deberá priorizar la tarea de construir un nuevo tipo de Estado, desde el momento en que la clase proletaria deja de ser subalterna[37]. Para ello, según Slavoj Žižek (2004), el intelectual deberá considerar la relación entre lo universal[38] y la praxis hegemónica, puesto que esta relación anuncia su condición temporal o de despliegue histórico[39]. De ahí que, tal como plantea Žižek, en cada momento, lo constitutivo es la diferencia entre la totalidad y la particularidad[40].
No obstante, Gramsci asocia el propósito de universalidad a “los diversos escenarios discursivos contemporáneos y opuestos entre sí, estructurados según su nivel de sistematización; es decir, de su situación hegemónica o subalterna”[41], [42] lo cual genera una imposibilidad en la separación entre las características formales y las histórico-culturales. De ahí que, para Gramsci (1986) la hegemonía opera precisamente como un modo de conciliación y consolidación, puesto que “actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva” (p. 1556).
2.3 Construcción de una nueva hegemonía
Según lo desarrollado en los apartados anteriores, resulta claro que frente a la concepción vanguardista del partido político propuesta por el materialismo[43], que afirma que la conciencia no nace espontáneamente en el proletariado, sino que le llega por la acción de una minoría que se convierte en la vanguardia del proletariado, Gramsci propone algo completamente distinto.
Justamente, lo que intenta Gramsci es postular la necesidad de gestar un proceso “educativo”, mediante el cual se establezca un nuevo sentido común, esto es, una nueva hegemonía cultural que unifique, como se expresó anteriormente, la teoría y la praxis. No obstante, esta nueva hegemonía obtiene el reconocimiento general de su condición dirigente en determinado momento histórico, es decir, lo hace con el asentimiento sobre la racionalidad de sus pretensiones[44].
Sin embargo, respecto al asentimiento de las pretensiones, Laclau subraya que “la plenitud de la sociedad es un objeto imposible que sucesivos contenidos contingentes intentan personalizar mediante desplazamientos catacrésicos” (Butler, Laclau, & Žižek, 2004, p. 86). De ahí que la conciencia de la diferencia es la fuente de toda libertad en sociedad. Puesto que, sin esta conciencia, solo existiría identidad totalitaria entre lo universal y lo particular histórico, entre ética y moral, y, por ende, como plantea Gómez Gutiérrez (2018): la eliminación de cualquier modo de autodeterminación.
De esta manera, Gramsci (1971) exige “el contacto entre intelectuales y simples para construir un bloque intelectual-moral que haga posible un progreso intelectual de masas y no solo para pocos grupos intelectuales” (p. 16). Por esto, Gramsci busca realizar la crítica del propio sentido común para elevarlo a la conciencia del proceso histórico desarrollado hasta el presente. Es decir, el pensador italiano considera que la elevación de la conciencia y la difusión de las nuevas ideas, distintas al sentido común imperante, originarían una nueva hegemonía que rompería el predominio de las ideas tradicionales[45].
No obstante, resulta claro que, para propiciar esta nueva hegemonía, el énfasis debe estar puesto en activar al pueblo que ha sido “subalternizado” en la actividad política, más precisamente convertir la pasividad de un pueblo que ya se ha activado, desde experiencias colectivas fuertes, en el marco de la experiencia directa de la democracia en acción, tal como plantea Frosini.
De modo que para Gramsci la hegemonía es el momento de unión entre determinadas condiciones objetivas y el dominio de hecho de un determinado grupo dirigente, y este momento de unión se produce en la sociedad civil. En este marco, puede entenderse la relación entre lo internacional y lo nacional, que desarrolla Gramsci en los Cuadernos. Así, tal como afirma Frosini, el planteo gramsciano parte de la consideración de la nación como un elemento que se constituye como particularidad. Es decir, se produce como interpretación particular de procesos globales[46]. De allí que, en palabras de Frosini, para Gramsci:
Una nación no existe como tal, siempre es un momento de articulación específica, en un idioma nacional de procesos globales. Eso puede pasar de manera más pasiva o más activa, según la capacidad de la clase dirigente, de colocar a una nación en estos procesos de manera más o menos ventajosa. (Frosini citado en Liaudat, 2017, p. 90)
Por lo tanto, la importancia de la hegemonía consiste en poder lograr en el tiempo lo que no puede hacerse de una vez[47]. Es decir, esto implica que un grupo social particular no solo adquiere el control del aparato político y jurídico del Estado, sino también el de las instituciones de la sociedad civil, y esto le permite la dirección de la esfera cultural[48]. Por ende, resulta claro que la historia se convierte así en una sucesión continua de hegemonías.
Por este motivo, para alcanzar la hegemonía, Gramsci enfatiza en la importancia de la cuestión pedagógica[49], que la transfiere a todos los ámbitos de la sociedad[50]. Toda relación de hegemonía es simultáneamente una relación pedagógica, que se establece mediante consensos más que en término de dominios y que, según Gramsci, busca transferir experiencias y valores históricamente necesarios[51]. En efecto, la creación de una nueva sociedad está ligada a la creación de una cultura nueva, de modo que las nuevas verdades pasen a formar parte del acervo común de la sociedad y no se reduzcan a ser la posesión de un grupo especializado[52].
Para Gramsci, la sociedad civil[53] debe ser descrita no como la esfera de la libertad, sino como la esfera de la hegemonía. La hegemonía depende del consenso, pero a diferencia de lo planteado por el marxismo tradicional, para Gramsci el consenso no es el resultado espontáneo de una libre elección. Puesto que el consenso puede ser elaborado a través de mediaciones muy complejas, instituciones diversas y procesos dinámicos, que están en continuo cambio[54]. Sin embargo, tal como plantea Frosini, la hegemonía es una estrategia que permite pensar el movimiento político activo, que se va creando mediante fuerzas políticas[55].
En consecuencia, el partido contrahegemónico, en tanto “intelectual colectivo” enlazado con los problemas de la vida social, tiene que ser una organización que coordine un movimiento político nacional, mediante la educación política efectuada por los intelectuales orgánicos, con el claro objetivo de transformar el sentido común. De ahí que, tal como afirma Frosini, para Gramsci:
[…] existe una relación precisa entre el proceso de construcción de la subjetividad y la aparición de la ciencia de la política como nivel o grado de autorreflexión sobre este proceso de construcción. También esta ciencia es una ‘ideología’, una forma de ‘política’. (Frosini citado en Liaudat, 2017, p. 193)
De ahí que, tal como afirmamos antes, los intelectuales, con el complejo total de la voluntad colectiva, están llamados a difundir una nueva concepción del mundo, a producir una nueva cultura y a asumir un rol directivo en el combate político[56], rechazando toda interpretación mecanicista o determinista de la historia, “sin llegar a una idea de coyuntura como un evento metafísico”[57].
3. Conclusiones
n el presente artículo se abordó la función que Gramsci les otorga a los intelectuales en el
En el presente artículo se abordó la función que Gramsci les otorga a los intelectuales en el interior del partido político. De allí que la hipótesis que guio este escrito enfatizó que, precisamente, la concepción gramsciana de “intelectual colectivo” activo no solo es la que produce la ruptura con el determinismo histórico marxista, sino también es la que le permite a Gramsci formular y constituir la categoría de “hegemonía”. Puesto que, como vimos, la función del “intelectual colectivo” gramsciano está vinculada con la organización y construcción de una nueva hegemonía. Para el desarrollo de este artículo, nos centramos primordialmente en el análisis realizado por Gramsci Los intelectuales y la organización de la cultura y en El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce.
De esta manera, comenzamos precisando las características propias del pensamiento marxista, fundamentalmente en lo que respecta a la relación entre las ideas y la determinación histórica propuesta por Karl Marx. Es decir, nos concentramos en establecer una breve identificación de la relación existente entre el marxismo y el ideal de progreso indefinido suscitado por el contexto moderno. Vimos que los modernos tienen como patrón característico la necesidad de establecer algún tipo de linealidad histórica que resulte previsible de antemano y que permita prescindir de los posibles vaivenes del devenir histórico.
Luego nos detuvimos en la ruptura que propone el pensamiento gramsciano con el determinismo histórico promulgado por el propio Marx. De este modo, observamos que en la filosofía política gramsciana la idea de intelectual se diferencia de las concepciones marxistas anteriores, puesto que Gramsci le adjudica una función radicalmente distinta, es decir, el cambio reside en que, precisamente, el intelectual gramsciano rompe con una concepción estática de la historia que se plantea previamente determinada a partir de una serie de leyes científicas. Asimismo, el intelectual gramsciano tiene la fuerte obligación de formar su intelectualidad para generar, desde el partido, la necesaria conciencia revolucionaria en la clase obrera, en tanto clase “subalternizada” en materia política.
En síntesis, en este artículo hemos planteado los tintes distintivos del pensamiento gramsciano, en contraposición con el marxismo tradicional. Luego, nos centramos en los argumentos desplegados por Gramsci al procurarle una función activa a la figura del intelectual orgánico, en tanto “intelectual colectivo”, que se enlaza con los problemas de la vida social en la búsqueda de unificar teoría y praxis, puesto que admite la indeterminabilidad de la historia según leyes. Así, el trabajo revolucionario del “intelectual colectivo”, para Gramsci, se produce en el seno de la sociedad civil, bajo la forma de una lucha de enorme esfuerzo por la “persuasión permanente”, teniendo como meta última la formación dirigente antes de conquistar el poder gubernamental; para después, cuando se ejerce el poder y se lo mantiene firmemente en su puño, convertirse en clase dominante, mientras también se sigue siendo «dirigente»[58].
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Notas
Notas de autor