Lenguaje y Literatura

Los ríos del desastre en Juan Rulfo y Gabriel García Márquez

The rivers of disaster in Juan Rulfo and Gabriel García Márquez

Os rios de desastre em Juan Rulfo e Gabriel García Márquez

Adalberto Bolaño Sandoval
Universidad del Atlántico , Colombia

CEDOTIC Revista de Ciencias de la Educación, Docencia, Investigación y Tecnologías de la Información

Universidad del Atlántico, Colombia

ISSN-e: 2539-1518

Periodicidad: Semestral

vol. 2, núm. 1, 2017

editor.cedotic@gmail.com

Recepción: 18 Febrero 2017

Aprobación: 23 Abril 2017



Resumen: En este artículo de reflexión, se estudian dos cuentos de Juan Rulfo y Gabriel García Márquez, relacionados con el agua y su influencia nefasta en los personajes. Se postula que el río se constituye en una fuente que genera dos tipos de violencia: en el caso de Rulfo, una experiencia estructural, desastrosa, externa, desde los planos económicos, políticos y religiosos, entre otros. En el cuento de García Márquez, se observa una violencia sicológica, que muestra la caída existencial de Isabel, su narradora. El estudio comparativo se fundamenta en un análisis temático del río como tópico en su forma violenta que transgrede la economía y la familia y el cuerpo de sus protagonistas, así como sobre rasgos e imágenes, los cuales conllevan desarrollar temas filosóficos más profundos como la melancolía y su asociación con la tristeza y la caída del ser.

Palabras clave: Juan Rulfo y Gabriel García Márquez, el agua, violencia, melancolía, tristeza, caída del ser.

Abstract: In this article of reflection, two stories by Juan Rulfo and Gabriel García Márquez are studied, related to water and its harmful influence on the characters. It is postulated that the river constitutes a source that generates two types of violence: in the case of Rulfo, a structural, disastrous, external experience, from the economic, political and religious levels, among others. In García Márquez's tale, there is a psychological violence, which shows the existential fall of Isabel, her narrator. The comparative study is based on a thematic analysis of the river as a topic in its violent form that transgresses the economy and the family and the body of its protagonists, as well as on traits and images, which entail developing deeper philosophical themes such as melancholy and his association with sadness and the fall of being

Keywords: Juan Rulfo and Gabriel García Márquez, water, violence, melancholy, sadness, fall of being.

Resumo: Neste artigo de reflexão, são estudadas duas histórias de Juan Rulfo e Gabriel García Márquez, relacionadas à água e sua influência nociva sobre os personagens. Posiciona-se que o rio constitui uma fonte que gera dois tipos de violência: no caso de Rulfo, uma experiência externa estrutural, desastrosa, dos níveis econômico, político e religioso, entre outros. No conto de García Márquez, há uma violência psicológica, que mostra a queda existencial de Isabel, seu narrador. O estudo comparativo baseia-se em uma análise temática do rio como um tópico em sua forma violenta que transgride a economia e a família e o corpo de seus protagonistas, bem como sobre traços e imagens, o que implica o desenvolvimento de temas filosóficos mais profundos, como melancolia e sua associação com a tristeza e a queda do ser.

Palavras-chave: Juan Rulfo e Gabriel García Márquez, água, violência, melancolia, tristeza, queda de ser.

Introducción

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, conocido como Juan Rulfo, nació en Sayula, Jalisco, un 16 de mayo de 1917. Sus tres primeros cuentos publicados fueron, en 1945, para la revista Pan “La vida no es muy seria en sus cosas”, “Nos han dado la tierra” y “Macario”. Con solo tres obras alcanzó su gloria merecida: El llano en llamas (1953), Pedro Páramo (1955) y El gallo de oro (1980).

La admiración de sus obras por escritores como Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Günter Grass, Susan Sontag, Elias Canetti y Enrique Vila-Matas, entre otros, conlleva no solo fascinación sino agradecimiento por la iluminación que representa. Jorge Luis Borges (2003) declaró en 1985: “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura” (p. 454). Por su parte, Susan Sontag (2003) declara que “la novela de Rulfo no es sólo una de las obras maestras de la literatura mundial del siglo XX, sino uno de los libros más influyentes de este mismo siglo" (p. 499-500).

Para esa época, Gabriel García Márquez había escrito la mayoría de cuentos de Ojos de perro azul, y aún faltaba por publicar “La noche de los alcaravanes” (1953) y “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (1955). Cinco años después, durante un receso creativo, García Márquez recibirá Pedro Páramo de manos de Álvaro Mutis, el cual representará (de alguna forma) el impulso para escribir los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande y configurar el Macondo de Cien años de soledad algunos años después.

García Márquez recibiría el premio Nobel de literatura del año 1992, luego del impacto que generó en el mundo Cien años de soledad (1967), con lo cual su reconocimiento se expandiría aún más.

Dos cuentos de Rulfo y García Márquez

Existen varias razones para vincular los cuentos de Juan Rulfo y Gabriel García Márquez pues ambos escriben textos narrativos en que el río es un protagonista central, al generar, además de sus desbordamientos pluviales, reflexiones morales, filosóficas, existenciales, de tipo religioso e ideológico o sicológico, perfiladas por sus historias y sus personajes.

Si se pensara en una posible influencia de Rulfo en García Márquez, los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande representarían textos que tienen ascendiente en la vena macondiana y crean un ambiente y una redimensión del lenguaje y la cosmovisión garciamarquiana. ¿García Márquez habría leído a Rulfo hacia 1955, cuando publica el cuento de “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”?

Los cuentos “La siesta del martes”, “Un día de éstos”, “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltazar”, “La viuda de Montiel”, “Un día después del sábado” y “Rosas artificiales”, si bien aparecen con fecha de publicación 1962, fueron escritos entre 1955 y 1961, lo cual no distaría del posible influjo creativo de Rulfo a García Márquez pues estos relatos transformarían el mundo reflexivo, autárquico, interiorista, sicológico, kafkiano y poeiano de su primer libro, Ojos de perro azul, transformándolo en un universo abierto, en el que la identidad latinoamericana, o mejor, el mundo caribe, aparece en sus trazas más fecundas, convirtiéndolo en un orbe donde los personajes son subsumidos muchas veces por la historia, por el mundo externo, mediante un lenguaje más límpido y una trama abierta a ambientes y situaciones con seres más olorosos a realidad. Ese universo de contornos más claros y precisos es el que dibuja Rulfo también en sus cuentos. Aunque, es sabido, en realidad de la influencia de Faulkner y Hemingway, ¿cómo no pensar en Rulfo en la obra de García Márquez?

Los mundos de Rulfo y García Márquez llegan a encontrarse en “Es que somos muy pobres” y “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, a través del agua que los cruza y que se conjuga como catástrofe, a través de las inundaciones en sus respectivas historias. No es casualidad que Rulfo publique en 1953 su cuentario El llano en llamas y García Márquez su cuento en 1955. Acerca de la influencia del agua y la naturaleza en la literatura rulfiana, el autor mexicano había reconocido el ascendente de Knut Hamsun y su versión neblinosa de Escandinavia, la cual trasladaría a su mundo opaco y triste. Por ello, además, no es providencial que muchos de sus críticos reconocieran esta traslación y observen en la naturaleza una constante estructural (Avilés, 2016) en la que además ésta representa una de las formas de la violencia (Sebestien, 2011).

A este respecto, en su mítica Historia de la literatura hispanoamericana (1973), Jean Franco afirma de manera categórica, después de hablar de Comala y del ambiente externo de varios cuentos y de la novela de Rulfo: “El paisaje siempre es siempre el mismo, una gran llanura en la que nunca llueve, ardientes valles, montañas distantes, remotos pueblos habitados por gentes solitarias que alimentan culpas y venganzas, viviendo en un purgatorio de tensas esperas” (1990). Debe destacarse también que, a pesar de ser la octava edición revisada y actualizada de su texto canónico, Franco no encontró un dislate conceptual, referido a que en ese espacio ficticio rulfiano existe “una gran llanura en la que nunca llueve” (p. 316). Un año después de esta última edición (pero en realidad mucho antes), la crítica especializada vino a rebatir dicha afirmación al mostrar la función del agua en la literatura rulfiana, especialmente en los cuentos, desde dos aspectos: la primera, en cuanto a la abundancia del agua, en “Es que somos muy pobres”, “La cuesta de las comadres”, “El hombre” y “Paso de norte”, y la segunda, en lo relacionado con la escasez del líquido en “Nos han dado la tierra”, “Luvina”, “¡Diles que no me maten!”, “Talpa” y “No oyes ladrar los perros” (Sánchez-Escobar, 1991, pp.29-35).

Los cuentos que se analizarán de los dos narradores revelan una identidad local, nacional, pero en realidad con visión universalista, en la que coexisten diferentes maneras de exponer el entorno no como fuerza telúrica y preponderante sino como a un medio en el que subyacen con fuerza y paralelamente lo económico-histórico-social, en el caso de Rulfo, y lo sicológico, en el caso de García Márquez.

El agua, siempre el agua

El agua no solo es un lugar paradigmático, sino que se asocia con lo femenino y también con las emociones, la intuición, las percepciones psíquicas, así como con los misteriosos dominios de la energía femenina arquetípica. También se le asocia, según Foucault, con el tratamiento médico de los supuestos locos del siglo XIX, con las siguientes funciones: a) dolorosas, al reconducir al ser humano hacia una percepción corporal de sí en el mundo, pues “ ahora es el calor el que nulifica los poderes humectantes del agua, mientras que la frescura los sostiene y renueva sin cesar”, (b) la función humillante, c) la función de reducir el silencio y, d) la función de servir de castigo, (Foucault, 2006, pp. 96101) pero también, desde otra óptica, con las “imaginaciones de agua violenta”, maligna, y por ejercer “connotaciones masculinas e incluso inhumanas” (p. 139). Además de que puede ser vista el

[…] agua, ya sea en forma de río (como el temeroso Aqueronte de la Envida), de lago o laguna (como la Estigia antigua), de fuente o manantial (como los que describe San Juan en su Cántico), ha tenido desde siempre un valor relacionado con la vida, vista “como el agua fluye”, o con la ausencia de esta, cuando “el agua está estancada” (Ramos, 2006, p. 2)

En el caso de Isabel, en el cuento garciamarquiano, tales elementos son indicativos, como la dolorosa y terrible visión de destrucción que el agua produce sobre ella, reduciéndola al silencio interrogatorio sobre su ser. En el cuento de Rulfo son patentes las de servir de castigo y como significación de agua violenta, cuyo objeto es un caos en todos los sentidos. Por tales razones, los cuentos aludidos no hacen honor al locus amoenus (lugar paradisíaco) latino sino al aquafluensterribilis (flujo terrible del agua), al pavoroso «río del dolor» de Aqueronte, en los que los personajes se enfrentan a sus más duros resquemores. El agua castigadora empieza a penetrar de manera lenta (y violenta) a través de una cronología precisa, apuntada en los cuentos por parte de los dos escritores latinoamericanos.

En “Es que somos muy pobres” Rulfo describe el agua como una marejada imponente, que va expandiéndose, imperturbable. El muchacho sin nombre del cuento rulfiano observa que el fenómeno fluvial lleva varios días y no ha parado y seguirá hasta que el río pierda sus orillas. Arrastra con todo, y, entre todo, con la Serpentina, la vaca que le había regalado su padre a Tacha, su hermana. El cuento comienza: “Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca” (1974, p.147). Y el cuento de García Márquez: “EL invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera llover” (1999, p. 102). Desde el comienzo el agua penetra en los dos escenarios: “Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas, sin darnos ni siquiera tiempo a esconder aunque fuera un manojo” (Rulfo, p. 147)[1]. El agua se hace omnipresente.

El cuento de Rulfo, desde una secuencia sintáctica trágica, narra los desastres de la muerte de la tía, el río que se ha llevado la vaca que le regaló el padre a Tacha el día de su santo, además del problema de las hermanas prostituidas y la posible conversión de Tacha también en “piruja”, a raíz de la pérdida del semoviente. La secuencia sintáctica del cuento garciarmarquiano lo constituye la lluvia de bienvenida, pues hacía siete meses no se aparecía el fenómeno natural: “Durante el resto de la mañana mi madrastra y yo estuvimos sentadas junto al pasamano, alegres de que la lluvia revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano intenso, de polvo abrasante” (p. 102). El padre ve también el fenómeno pluvial como un prodigio: dice: “Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas” (p. 102).

La lluvia aparece aquí en un comienzo como en los ciclos que describe Benigno

Ávila Rodríguez relacionados con el morir-renacer (1985): “en el cuento colombiano contemporáneo se expresa el proceso cíclico del cosmos, desde la perspectiva de la naturaleza-hombre [allí se incorpora] El pasado como una evocación nostálgica del acaecer de la lluvia, representa un período de vitalidad” (pp. 549-550). Más tarde, de acuerdo con la secuencia señalada, la lluvia arrecia diluvialmente, y luego Isabel da cuenta de la maldición de su soledad y su caída, para finalizar con el ciclo de su despertar de la duermevela existencial en la que estuvo por cinco días.

Los narradores de los textos son un muchacho, hermano de las dos mujeres que se han convertido en “pirujas”, es decir, prostitutas, en el de Rulfo, e Isabel, en el de García Márquez. El muchacho aparentemente se expresa en un lenguaje sin figuras literarias, pero de una limpieza narrativa y muchas veces de una virtud literaria nada propia para un niño campesino de entre ocho y diez años. Isabel, en tanto, usa un lenguaje figurado desde el comienzo, dando la dimensión de una mujer de una estructura mental más compleja y que la ubica también en un mejor lugar social que el del muchacho. Ella semeja más una narradora ilustrada, una autora empírica, que una narradora en primera persona con una acendrada concepción literaria:

Llovió durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en el tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos (p. 103).

Ambos narradores afrontan, a través de la técnica del monólogo, su función diegética. A propósito de la forma poética en que expresa se Isabel y de la naturaleza poética en los textos narrativos de García Márquez, ya había sido advertida por Andrés Holguín en 1974 en su Antología crítica de la poesía colombiana, cuando destacaba: “Él es un gran creador de mitos y leyendas. Esa «función fabuladora» es, en esencia, poética. También es poético su lenguaje perturbador. Y es poética su visión del mundo” (1974, p. 324)[2].

Paso a paso, empiezan Rulfo y García Márquez a describir el agua como una marejada que va expandiéndose. La lluvia ha empezado a inundar las dos regiones, la de México y la de Macondo. Dice el muchacho de “Es que somos muy pobres”: “El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano” (p. 147). El fenómeno fluvial lleva varios días y no ha parado y seguirá hasta que el río pierda sus orillas. Arrastra con todo, pues “el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo” (p. 148). Pero luego sabe que el río se había llevado a la vaca que le había regalado a Tacha.

Mientras tanto, la lluvia del domingo en “Monólogo de Isabel”[3] adquiere las dimensiones de un agua mágica, una solución a tiempos sin lluvia, luego de irrumpir en la mañana del domingo, a la salida de la iglesia:

Durante el resto de la mañana mi madrastra y yo estuvimos sentadas junto al pasamano, alegre de que la lluvia revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano intenso, de polvo abrasante […].

Mi padre dijo a la hora de almuerzo: “Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas”. Sonriente, atravesada por el hilo luminoso de la nueva estación, mi madrastra me dijo: “Eso lo oíste en el sermón” (p. 102).

En ese pensamiento optimista de la familia, iluminada con las palabras del cura, sin embargo, existe desde el comienzo, en las palabras de Isabel que anteceden a la cita, una premonición sobre sí misma: es el comienzo del invierno y en él sopló “un viento espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta redonda el polvo y la dura yesca de mayo […] Desde cuando salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa sensación en el vientre […] Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que aleteó a una cuarta de nuestras cabezas” (p. 103). Los términos espeso y oscuro, viscosa sensación, sustancia gelatinosa y gris, darán la dimensión de lo que ocurrirá más adelante a Macondo y a ella. Esa intriga de predestinación conlleva la manera en que la trama adquiere un ribete diferente al de “Es que éramos muy pobres”: el papel de la iglesia tiene las dimensiones de un apaciguador, de una conciencia ideológica acorde con los asistentes de la familia de Isabel: nada cuestiona, solo acrecienta y orienta la dimensión adaptativa y acrítica de ellos, quienes, desde que oyeron el sermón como un “hilo luminoso de la nueva estación”, adoptan una conciencia aplacada: solo la palabra religiosa tiene el sentido de guía espiritual.

Las vacas y Dios

Mientras que en el cuento de García Márquez había empezado a llover desde el domingo, la narración se mantiene a través de las acciones lentas o pocas que suceden. Pero hay un momento en que se cruzan los dos cuentos: en “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” aparece una vaca el martes en el jardín: “Parecía un promontorio de arcilla en su inmovilidad dura y rebelde, hundidas las pezuñas en el barro y la cabeza doblegada” (p. 104). El destino de la vaca, como el de todos en el pueblo, también es trágico.

El cuento de Rulfo traza una percepción de una vida sin esperanzas, mucho más si se cifra en la pérdida de una vaca que contribuiría a alejar la pobreza y evitar que Tacha se la lleve el diablo, es decir, se convierta en prostituta. El narrador refleja la perspectiva de su papá: “Según mi papá, ellas [hermanas] se echaron a perder porque éramos muy pobres” (p. 149). El punto de vista del niño, que refleja también el título, añade la tristeza y desesperanza y revela una mirada problemática de Rulfo ante los pobres que sufren muchas injusticias sociales.

Todos estos elementos señalados como la religión, la vaca y la pobreza se conjuntan con la presencia del río violento para formar una imagen poderosa y preclara de cómo un escritor representa la lucha inútil de los desheredados contra el destino hostil. Rulfo logró con su escritura no solo dejar el nombre en alto de la literatura, de la creación, sino asociarse a un arte más allá de la denuncia y más acá de los seres humanos, revisa la situación universal y compleja de los excluidos, dejando con ello un legado literario prístino, un llamado a la buena literatura y a la piedad para los que no tienen voz.

A este respecto, la función de la vaca en este cuento tiene un sentido no solo simbólico sino económico. El animal salvaría a la familia como una dote para quien se case con Tacha y así no se convertiría también, sin este patrimonio, en piruja. En la lectura que realiza Guillermo Tedio (2003) es central la ideología religiosa y mercantil de esta familia: Dios es el castigador, el eje del poder patriarcal y de quienes, como el cura, enfocan sus creencias en lo religioso. Todos son criados en el temor de Dios, y, por ello, la conciencia fatalista de la madre sobre el futuro de la familia expresa que no podría mejorar pues sobre ella existe una culpa que marca sus existencias, por lo cual solo resta abandonarse al amparo de Dios. A ello se agrega que, para el padre, el discurso mercantil, en el que la vaca es el centro del intercambio con los otros, revela su centro ideológico, su forma de expresarse y estar en la sociedad. Con la vaquita se puede hacer negocio como un “capitalito” en el que esa dote puede establecer un “contrato” beneficioso para el futuro esposo (Tedio, párr. 11-18). Patrón, comercio y Dios van juntos. Se presenta así una política e ideología del doble vasallaje. Por una parte, Dios ha mandado el castigo de las hijas pirujas, que siempre han sido “muy retobadas” y “rezongonas”. Ello ha desmejorado la unidad familiar e incorpora un retroceso moral y una caída en el orden económico En este sentido, para Edmond Cros:

El desplome de las estructuras familiares puesto de relieve en la obra de Rulfo, se nos aparece como una proyección ideológica que da cuenta del surgimiento de una nueva organización económica caracterizada por la desaparición definitiva del modo de producción feudal de la hacienda tradicional en beneficio de la agricultura capitalista y la proletarización del campesinado debida al fracaso de la reforma agraria (1998, p. 211).

De manera que la sociedad, mediatizada por Dios, imputa a estos personajes sus interpretaciones del mundo y de sus valores, dando además un fuerte peso a las implicaciones religiosas y morales, transcribiéndose estas en varios niveles: consciente, no consciente y en el subconsciente, las cuales se observan impresas en los comportamientos y valores sociales de esos seres pobres. El eco de la catástrofe fluvial lo constituye también la catástrofe moral y social que representaría que Tacha se prostituya. Si aquí la naturaleza juega un papel de fusión de roles, este no puede ser más que representado por su fusión con la desgracia del orden social. En Rulfo el condicionante de la naturaleza (Sánchez-Escobar, 1991, p. 27) conlleva una fuerza negativa contra el hombre: fundirse con el mundo físico y cósmico lleva a la frustración, al dolor y la desesperanza, a la huida, al escape, a la parálisis.

Acerca de esa calamidad moral y familiar y de las consecuencias económicas, Tedio cita a Alberto Vidal:

La posesión de una vaca y de un becerro indica nítidamente las fronteras de lo moral y lo inmoral, de lo permitido y lo inadmisible, aquellos límites que también separan una existencia en extremo pobre -y aun así honesta- de una vida degradada: la de una prostituta. Pero el padre -que en Rulfo siempre encarna la responsabilidad de conducir las demás vidas- sabe que con las tormentas y con la crecida del río se han acabado tanto su propio capital (le cebada) como el de la única de sus hijas que aún no se perdía: el fracaso en el empeño de capitalizarse conduce a la miseria moral (Tedio, 2003, párr.35).

Mientras tanto, el agua del río en “Es que somos muy pobres” se acerca a una connotación masculina, violenta. El río se describe por todos los sentidos como una fuerza maléfica y feroz: “el estruendo que traía el río al arrastrarse”, “el olor podrido del agua revuelta […] aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura […] la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años” (p.148). Pero el agua adquiere otros visos, más concretos de “agua negra y dura como tierra corrediza” (p. 148). La impotencia de los seres humanos contra esta fuerza se destaca en la observación del narrador pues “junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada” (p. 148).

Como en muchos mitos, el río funciona como una alegoría del caos y el desorden. Y este desbarajuste, generado por la intrusión violenta del río y el consiguiente despojo de la vaca, lleva a “La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla” (p. 149). El enfrentamiento que se revela es el del hombre y la naturaleza y de cómo esta genera una debacle en todos los órdenes. Lo que muestra en este caso es cómo estas consecuencias sirven para reflejar no el dolor humano sino las consecuencias que permiten ver las contradicciones ideológicas, políticas y religiosas y el dolor que este río crecido genera.

La vaca en “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” tiene otras incidencias, pues representa el comienzo de la caída del pueblo, de las muertes, el desastre de Macondo y el de Isabel: “El martes amaneció una vaca en el jardín. Parecía un promontorio de arcilla en su inmovilidad dura y rebelde, hundidas las pezuñas en el barro y la cabeza doblegada” (p. 104). Esta aparición del animal conlleva una ruptura física, inicialmente. No representa una amenaza para nadie, pero después, esta escena, adquiere otra noción:

Solo la vaca se movió en la tarde. De pronto, un profundo rumor sacudió sus entrañas y las pezuñas se hundieron en el barro con mayor fuerza. Luego permaneció inmóvil durante media hora, como si ya estuviera muerta, pero no pudiera caer porque se lo impedía la costumbre de estar viva, el hábito de estar en una misma posición bajo la lluvia, hasta cuando la costumbre fue más débil que el cuerpo. Entonces dobló las patas delanteras (levantadas todavía en un último esfuerzo agónico las ancas brillantes y oscuras), hundió el babeante hocico en el lodazal y se rindió por fin al peso de su propia materia en una silenciosa, gradual y digna ceremonia de total derrumbamiento (p. 105-106).

Para Ávila Rodríguez (1985), en su lectura del morir-renacer, el animal constituye “la unidad del cosmos en el ciclo del morir”, fundado en un símbolo poético trisémico: el hundimiento de la tierra, el fenecimiento del mundo animal y el indicio de una catástrofe para la especie humana, encarnado en las muertes de los habitantes de Macondo. Con la existencia de frases como "promontorio de arcilla", "hundidas las pezuñas en el barro” y la “cabeza doblegada” del animal, se cruzan las ideas de la resistencia de la vaca como símbolo del agónico hundimiento en el lodazal de los seres humanos, hasta hundirse en la nada. Ello conviene también en señalar el naufragio universal (pp. 572-573). Pero, además, este cataclismo cósmico paralelamente revela el cataclismo de Isabel y se emparienta con las descripciones físicas del semoviente.

Tiempo, calor y melancolía del ser: el monólogo de Isabel y el alma transitoria

Mientras las incidencias de Rulfo son sociales, religiosas, económicas, políticas, aparentemente en el cuento de García Márquez no es así. En este sentido, recordemos que Ángel Rama (1991) indicó que la narrativa de García Márquez tendía (como en este cuento) a mostrar el mundo de los áristoi, de los patriarcas y aristócratas, y en el cuento garciamarquiano la casa de Isabel tiene ese contexto aristocrático, sin las necesidades del mundo del cuento de Rulfo. Allí ni el hambre o las necesidades materiales aparecen. Recordemos también que este cuento es un texto independizado de La hojarasca, y allí el mundo sucede de manera ominosa y lenta. La incidencia de la novela en el cuento es fundamental. Allí el tiempo adquiere el carácter de discurso cohesivo.

Aquí pudiera establecer una doble metáfora. El cuento de Rulfo, en cuanto a su espectro y trama es centrífugo: sus incidentes son elaborados, lanzados, hacia lo externo: lo social, lo político, lo religioso, lo mercantil. Los acontecimientos, las acciones, van de lo uno hacia lo otro, bajo un dinamismo narrativo avasallante. Representa un teatro del dolor y le sufrimiento, de las estigmatizaciones de las pirujas y del movimiento de las ideologías que se anquilosan en contra de los pobres. Una línea de fuego en donde los personajes trazan sus desavenencias desde un mundo patriarcal y doblemente condicionado por la naturaleza y lo social.

De manera general, el mundo de El llano en llamas y Pedro Páramo se constituye en un infierno donde los personajes viven sus propias contradicciones (internas, familiares, sociales) al extremo y aquellas que la naturaleza les forja negativamente. En tanto, el mundo de “Monólogo de Isabel…” instituye un universo centrípeto, interno, armonizado por la mentalidad paternalista, aristocrática y un poco liberal de Isabel. En su monólogo lo externo aparece como datos que no se cuestionan, que no presentan las contradicciones sociales desde el orbe agonístico. Este es subsanado por el discurso de ella y que acoge aun las malas actitudes de su esposo, Martín. Existe una armonía incluso por su padre y su madrastra: “Mi madrastra apareció en el vano de la puerta, con la lámpara en alto y la cabeza erguida. Parecía un fantasma familiar ante el cual yo misma participaba de su condición sobrenatural” (p. 107).

La concordia familiar (inclusive con los trabajadores) solo es rota por la poca información que se va filtrando de afuera. Ello señala un contraste entre una narración interna de Isabel en ralentí y unas noticias y acciones externas que se exponen a ser absorbidas y exteriorizadas por una conciencia narrativa que las adscribe a un lento suceder, a una exposición discursiva solo informativa y sin dramatización. Isabel lo manifiesta así: “me acordaba de las niñas ciegas que todas las semanas vienen a la casa a decirnos canciones simples, entristecidas por el amargo y desamparado prodigio de sus voces” (p. 108). Sus informaciones dan un contexto sobre lo que sucede en Macondo, pero no agregan a la trama.

El cuento se equilibra al comienzo entre las actividades externas a la conciencia de Isabel y su pensamiento, conjuntamente con un tiempo que se hace más lento, agregado, en el que poco a poco ella empieza introyectar el mundo más en sí misma, en una especie de abandono:

Al amanecer del jueves cesaron los olores, se perdió el sentido de las distancias. La noción del tiempo, trastornada desde el día anterior, desapareció por completo. Entonces no hubo jueves. Lo que debía ser lo fue una cosa física y gelatinosa que había podido apartarse con las manos para asomarse al viernes. Allí no había hombres ni mujeres. Mi madrastra, mi padre, los guajiros eran cuerpos adiposos e improbables que se movían en el tremedal del invierno (p.109).

Puede observarse la confluencia en este cuento con varios apartes de La hojarasca, filtrado a través del fenómeno que denomina Umberto Eco ambigüedad perceptiva (1985, p. 81), relacionado con el principio de elaboración creativa para los cuatro personajes de la novela (Isabel, el niño, el coronel, Meme) quienes, a pesar de tener visiones complementarias, son diferentes las de Isabel y el coronel. A ellos les corresponden visiones más mnemónicas, morales, sexuales y políticas, además de las divergencias presentadas en su propio lenguaje. Un ejemplo de lo anterior en la novela y en el cuento es que la conciencia de Isabel se convierte en una forma de revelación panteísta y ontológica, de ver y sentir el derrumbamiento del mundo, reflejada en una ambigüedad y paralelismos en el que el movimiento de la conciencia se conjuga con el de la naturaleza: “Yo me movía sin dirección, sin voluntad. Me sentía convertida en una pradera desolada, sembrada de algas y líquenes, de hongos viscosos y blandos” (p. 106). Es ese mismo paralelismo el que experimentan los personajes de Rulfo. En “Es que somos muy pobres” se unen el fatalismo, la genealogía, la moral y Dios: “mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala” (p.150).

La conciencia de Isabel en el cuento (al igual que en La hojarasca) conserva una especie de retrato inicial de la lentitud y de la desaparición de los alrededores: “Ya no veíamos sino el contorno de los árboles en la niebla, en un atardecer triste y desolado” (p. 109). Isabel es una muchacha recién casada con Martín y con quien mantiene una relación levemente distante. Esa misma relación es la que se revela a través de las pérdidas de las sensaciones:

visuales, olfativas, táctiles. Ella declara: “Estábamos paralizados, narcotizados por la lluvia, entregados al derrumbamiento de la naturaleza en una actitud pacífica y resignada” (p. 105). Coincide con las palabras con que García Márquez ha designado para el desbarrancamiento de la vaca poco antes: “promontorio de arcilla", "hundidas las pezuñas en el barro” y la “cabeza doblegada”. Isabel siente también el peso del mundo, pero también la ruptura del tiempo: “Ese día perdimos el orden de las comidas” (p. 105). En el cuento se funden estos elementos con el tiempo ontológico de La hojarasca. En ambos textos se observa un tratamiento en el que se fusionan imágenes hiperrealistas, el sueño y un surrealismo acendrado. Dice Isabel en La hojarasca: “Si el tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos a pleno sol, con el ataúd en la mitad de la calle. Afuera sería más tarde: sería de noche” (1984, p. 99). Sobre ese tema, en un artículo escrito por mí sobre la novela mencionada, expongo algo que puede aplicarse taxativamente al cuento:

La escenificación del tiempo de García Márquez muestra una teoría de lo temporal en la que el escritor, como una manecilla, va marcando la reconciliación de los instantes en una eternidad abismada que se puede presentar no sólo abstractamente. El Tiempo de la Duración se materializa mediante hechos lentos. La novela es el lugar del tiempo que se proyecta como una raedera que roza la eternidad. Isabel, en un instante de duermevela, ha entrevisto que la realidad se descompone en instantes individualizados. La hojarasca es una teoría del tiempo de la novela cuando la memoria necesita restituir desde diferentes ángulos el material narrativo […] La memoria, trifurcada en diferentes niveles intelectivos y descriptivos, contribuirá a cuestionar el “tiempo exacto y rectificado” de la novela tradicional colombiana (2006, p. 25).

A la estructura de este cuento se le puede igualmente aplicar las palabras de Ángel Rama a los primeros cuentos de García Márquez (“La tercera resignación” y los Ojos de Perro azul, digamos inicialmente, pero también a los de algunos de Doce cuentos peregrinos) en el sentido de que la

sensación de tiempo detenido, de vidas encerradas en círculos rígidos de casi imposible transformación, no responde solamente a su temática preferida —los pueblecitos colombianos abandonados por la historia, sepultados en una triturante eternidad que los torna imágenes del infierno— sino conjuntamente a los recursos literarios, al sistema formal que ha forjado para expresar ese mundo (Rama, 1981, p. 33).

Además, mediante el monólogo desgonzado, aparentemente sin ritmo de Isabel, el cuento tiene esa misma dimensión dislocada, al constituirse en un ejercicio sobre la soledad y el aislamiento, mediatizado por la catástrofe, adoptando también el aire de una canción melancólica, amarga y desamparada.

Al mismo tiempo, en los dos cuentos comentados, se acentúan las voces en primera persona en que su interioridad empalma con la exterioridad objetiva del mundo narrado. El río de Isabel se constituye en el río de Heráclito, cuya corriente representa el paso del tiempo, que si lo cruza para salvarse conllevaría una especie de abolición de tiempo y el inicio de una nueva vida. Sin embargo, este cruce del río, parecido al personaje de “El hombre “, de Juan Rulfo, en palabras de Jesús Avilés (2016), lleva al personaje a morir del otro lado, “lo cual lleva a pensar que más bien la imagen refiere al mito de Caronte y su barquero que lleva las almas hasta ´la otra orilla´, paso metafórico entre la vida y la muerte” p. 51). Isabel, al igual que este personaje, urde el hundimiento de su conciencia, de su ser, en una especie de suicidio ontológico:

Después oí el ruido de los ladrillos en el agua. Permanecí rígida antes de darme cuenta de que me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí el vacío inmenso, sentí el trepidante y violento silencio de la casa, la inmovilidad increíble que afectaba a todas las cosas (p. 109).

El tiempo parece cíclico, nietzscheano, de un eterno retorno, moviéndose en cámara lenta, lo cual conlleva la presentificación del cuerpo conectado con la muerte. Por ello, las descripciones de Isabel rozan la imagen mórbida de la decadencia, de la caída, de la muerte que decreta Nietzsche, pues al escampar, siente “un vacío inmenso. […] estoy muerta — pensé—. Dios. Estoy muerta […] en torno a nosotros se extendía un silencio, una tranquilidad, una beatitud misteriosa y profunda, un estado perfecto que debía ser un parecido a la muerte” (p. 109). Aquí, a diferencia del Dios de “Es que somos muy pobres”, dios ideológico omnipresente en los comportamientos humanos, con Isabel no tiene una ascendencia ideológica sino conmiserativa, de silencio, voz y vacío. De piedad, de socorro.

Para Gaston Bachelard, y en este caso en el cuento garciamarquiano, el agua representa un elemento transitorio, muy parecido al destino del hombre. Isabel revela la propia transitoriedad del agua, de sí misma y de los movimientos de la vaca: muestra cierta voluntad de morir, conjugando la imagen de su comportamiento y de su alma con el juego de la oscuridad de la noche: lóbrega, vacía; cierto grado de morbidez y abyección: el agua impura de afuera constituye un espejo del espectáculo negro, melancólico, de su ser. Esta agua del río es una estación violenta, maligna. Ese monólogo de Isabel representa su incomunicación consigo y con el mundo, fundada en una lluvia apocalíptica, cuyo clima ejerce como un factor externo responsable de las calamidades internas de la protagonista.

Mario Benedetti (1972) ha dicho algo esclarecedor a este respecto, cuando indica que García Márquez ha creado

elementos de nivelación (el calor, la lluvia) para emparejar o medir seres y cosas […] en alguno de los cuentos, el calor aparece como un caldo de cultivo para la violencia; la lluvia, como un obligado aplazamiento del destino. Pero calor y lluvia sirven para inmovilizar una miseria viscosa, fantasmal, reverberante. El calor, especialmente, hace que los personajes se muevan con lentitud, con pesadez

[…] la parsimonia de esas criaturas pasa a tener un valor alucinante, un aura de delirio, algo así como una escena de arrebato proyectada en cámara lenta (p. 111).

Así, para Isabel, la narradora, el martes la tierra parece una “sustancia oscura y pastosa parecida al jabón ordinario” (p. 105). Con esto, lo que se observa es el desdibujamiento de los personajes que la acompañan por la lluvia. El clima y la naturaleza convergen con la disgregadora ánima ontológica de estas creaturas. De esta manera, por ejemplo, dice Isabel:

“Yo me movía sin dirección, sin voluntad. Me sentía convertida en una pradera desolada, sembrada de algas y líquenes, de hongos viscosos y blandos, fecunda por la repugnante flora de la humedad y de las tinieblas” (p. 107). Pasan de la celebración de la lluvia del domingo a la laxitud ontológica del padre, la madrastra e Isabel, quienes entregan sus cuerpos al vacío, siendo estos los que advierten esa decadencia. Los cuerpos se revelan como las antenas fisiológicas que no perciben ni el tiempo ni el espacio. Éder García (2015) ha señalado (tal vez retomando a Benedetti) cómo a través de claves meteorológicas, como el calor o la lluvia, y de sensaciones experimentadas frente a la temperatura, “las realidades de los actantes se vuelven existentes y se re-crean, al tiempo que son elementos simbólicos que permiten comprender esas creaciones”. Un ejemplo es el del calor como elemento que contribuye a la diseminación de los tiempos y cualificación de la nación (p. 82).

Ávila observa cómo, dentro de la apariencia cíclica del agua-hombre, de la naturalezahombre, reaparece el sentido omnímodo del fatum de los seres (p. 550). Representa esta, además, una especie de violencia síquica y espiritual y una auscultación moral, en la que la violencia del cosmos y de la naturaleza han repercutido hasta atravesar su propio río de la muerte. Indica otra vez Isabel: “La noción del tiempo, trastornada desde el día anterior, desapareció por completo. Entonces no hubo jueves. Lo que debía ser lo fue una cosa física y gelatinosa que había podido apartarse con las manos para asomarse al viernes” (p. 108). A veces se pudiera creerse que estas escenas recrean una transcripción del Génesis: "La tierra estaba desordenada y vacía, las tinieblas estaban sobre la faz del abismo y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas" (Génesis, 2).

El proceso de disolución del tiempo y del espacio, sin embargo, desaparece el jueves. El ciclo del renacer, en términos de Ávila, recomienza. Dice Isabel: “Tuve un sueño pacífico, sereno, que se prolongó a lo largo de toda la noche” (p. 108). Lo que se intuye es el despertar del cuerpo a la realidad, pero no el del entorno, pues “Al día siguiente la atmósfera seguía igual, sin color, sin olor, sin temperatura. Tan pronto como desperté salté a un asiento y permanecí inmóvil, porque algo me indicaba que todavía una zona de mi consciencia no había despertado por completo” (p. 108). No obstante, existe un completo despertar pues “Entonces oí el pito del tren. El pito prolongado y triste del tren fugándose de la tormenta” (p. 108). El artefacto representa no solo el velo que descorre la apertura hacia las sensaciones vivas sino hacia el mundo externo, lleno de vida. No obstante, Isabel entra en un proceso de duermevela, hasta darse cuenta del silencio, de la tranquilidad, de una “beatitud misteriosa y profunda” parecida a la muerte. Pero como en el eterno retorno nietzscheano, en ese espacio de vida - muerte, “[a]hora no me sorprendería que me llamaran para asistir a la misa del domingo” (p. 110), y así comenzaríamos de nuevo a leer el cuento.

Mucho más: aquí cobra sentido el título del ensayo de Mario Benedetti sobre la literatura del nobel colombiano: “García Márquez o la vigilia dentro del sueño”, pues en el entresueño de Isabel se observa un tiempo eterno convertido en tiempo físico, una especie de “beatitud misteriosa y profunda, un estado perfecto que debía ser muy parecido a la muerte” (García Márquez, p. 108). García Dussán ha indicado (2015) algo parecido a nuestra propuesta, pero desde el plano narrativo, en lo relativo a que García Márquez ha recreado acciones y reflexiones, nivelándolos a los objetos, personajes y acciones (no son sus términos), además de presentarse un tiempo inmutable, de un eterno presente, ilusamente dotado de dinamismo, parecido a lo que sucede en el cuento de Rulfo, “Luvina” (pp. 82-8385). Desde el ámbito del papel de la naturaleza, la narrativa garciamarquiana puede dialogar ampliamente con la de Rulfo.

Dios y la tierra desordenada

Desde el punto de vista bíblico, también es un agua de la ira, del castigo, pero también de la purificación del alma de Isabel. Convertida en un ser perdido, desconocido, imbuido, en su vigilia entre el sueño y la memoria, entre revelaciones e intuiciones desconocidas (Valcárcel, 1987) su percepción se constituye en una antena sismológica y delicadamente trágica, una separación de los sentidos, entre la realidad y sus sentimientos, entre la ensoñación y los recuerdos fragmentados.

El cuento de García Márquez revela también esa influencia simbólica, cristiana, de la Biblia, pero además ese elemento originario, resultado de influencias celestes, en la que el agua se presenta ya no como elemento puro, representación de la fecundidad femenina sino como resultado de una lluvia torrencial que, desde la mirada religiosa, podría verse como representación de un pecado que conlleva un castigo bíblico, lo cual remite a la destrucción de la humanidad. En la representación de las frases de Isabel, en su retorno a un tiempo y fraseo eterno, para Ángel Rama tiene un ascendiente dantesco, pues “El infierno es el presente siempre repetido; es, como en el trillado verso dantesco, la pérdida de la esperanza, vale decir, de la posibilidad de cambio, de variación. Un mismo gesto, una misma frase, se repite en distintas modulaciones, y no permite avizorar posible cambio” (1981, p. 111). Isabel siente la casa inundada de la siguiente manera: “cubierto el piso por una gruesa superficie de agua viscosa y muerta” (p. 107). Allí el agua refleja la capacidad de difractar el alma, pero además “de reflejar la realidad, acordémonos de Narciso mirándose en la clara faz del río, se toma como símbolo del alma y de la representación de esta” (Ramos, 2006, p. 4).

Para ambos cuentos, la lluvia implacable se constituye en un símbolo que, además de purificación bíblica, representa una posibilidad de regeneración del microcosmos comalense y macondino. Para el niño de “Es que somos muy pobres” da cuenta de una especie de Dios ira y, en el que el agua posee un poder maligno, destructor de, inclusive, las estructuras familiares, subsumiéndolos aún más a la pobreza, la desolación y la desgracias, quedando un final abierto. En tanto, en “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” el agua pura, bendecida, del comienzo, al entrar en contacto con la tierra, al acentuarse, muestra las debilidades y cierto renacimiento perceptual de su protagonista.

La naturaleza ha aportado a las tramas de los cuentos una dimensión simbólica en la que este nivel es tanto más relevante cuanto mantiene un influjo directo sobre los personajes. En el caso de Rulfo la naturaleza tiene un horizonte violento, asolador y desolador, que revela la “disyunción comer o morir […] reflejo inductivo de la contradicción fundamental: comen los que poseen y se mueren de hambre los que no poseen” (Rosa, 1997, p. 116), y en el que pobreza se revertiría a través de la dote de una vaca, testimonio de la “falsedad consubstancial del poder” del pobre. Para García Márquez, mientras tanto, los cuentos de esta época se encuentran exentos de una interpretación social o política, salvo en los momentos en que Isabel menciona a los trabajadores y guajiros que trabajan para la familia.

Metáforas más, metáforas menos, en este orbe simbólico, como muchos de los cuentos de la primera época garciamarquiana, los personajes (muchos marginales) reviven experiencias internas, sicológicas, en los que el entresueño y la resignación retratan una experiencia de abandono, solaz, un existencialismo redivivo con mucha fantasía, y que conlleva la pérdida del contacto del mundo, más allá de la experiencia de los personajes de Poe o de Kafka (con quienes se podrían comparar), pues en el autor norteamericano viven en un mundo absurdo, lleno de irrealidades, mientras que en el mundo kafkiano los frenos fantasiosos redoblan sus fuerzas contra los personajes, atados por un absurdo renacido y tenebroso para nosotros, pero coherente y real en sus líneas duras para el mundo interno de ellos, y que, sin embargo, con sus oscuras metáforas, nos amenazan y nos atenazan.

El proceso que muestra Isabel no solo tiene que ver con restituir la realidad de la casa como ónfalo, como centro, del espacio protector hace poco profanado. Narra también la escenificación del cuerpo-casa de Isabel que pasó del cuerpo-arriba hacia el cuerpointeriorcasa-instinto-inconsciente, cuerpo descompuesto y estado de caída, visto como un proceso involutivo y regresivo, en el que el río-cuerpo desbordado revela también los meandros y las avalanchas caóticas de su alma. En ese sentido, puede hablarse que el cuento de García Márquez es centrípeto, pues ahonda, desde un comienzo abierto, girando hacia el centro de la historia con el cuerpo de Isabel como metáfora del descentramiento, mientras que el cuento de Rulfo adquiere una noción centrífuga, en el sentido de que empieza con una exposición siempre abierta hasta los diferentes niveles sociológicos, económicos y políticos. Aunque se podría también postular su estructura concéntrica, merced a que el texto comienza desde la tragedia general (“Aquí va todo de mal en peor”) hasta llegar a los deseos sexuales del muchacho relator de la historia.

Desde el plano social, el cuento demuestra en el niño de “Es que somos muy pobre” un destino arquetípico, del presente, resignado, pesimista El futuro de Tacha tal vez lo afrontará, resignadamente, pues sobre ella persistirán no solo las consecuencias de la violencia de la naturaleza sino la estructural. El río hostil y cruel la aleja de un mejor futuro. La injusticia y la pobreza continuarán. El destino pesimista para los personajes de Rulfo continuará fría, inexorablemente. El entorno apunta dolorosamente contra los personajes: los reifica y los fragmenta. La naturaleza como forma inconmovible de violencia se aúna a la violencia entre los personajes, recrudeciendo la violencia estructural, de manera que la carencia de medios, la desigualdad y la injusticia social y económica crearán para Tacha y su familia, siempre, el desequilibrio social. El niño y su familia son víctimas de un sistema violento en el que el abuso del poder y las “reglas” de movilidad social lanzan al individuo pobre al desequilibrio en la sociedad. Con Isabel, sin embargo, desde su punto de vista aristócrata, los indios solo se igualaron con la lluvia en ciertos momentos de aprensión, pero luego continuaron con sus trabajos de jornaleros. Para ellos el fatalismo social (poco ilustrado por García Márquez) siempre se mantendrá, mientras que los personajes de Rulfo persistirán en la desilusión y la desesperanza.

Los ríos en la literatura latinoamericana han representado muchas cosas. En Los ríos profundos de José María Arguedas revive la contextualización de la vida andina, el empeño del protagonista por comprender el mundo que lo rodea e insertarse en él, la filiación mítica del pensamiento indígena y su vigencia así como su hermosos y denso sistema simbólico. En Los pasos perdidos Alejo Carpentier emprende un viaje, a través del río y la selva, hacia el tiempo original, hacia un más allá en el que el hombre debe reconocerse más a sí mismo.

Si se pudieran comparar, en “Es que somos muy pobres” Rulfo da muestras de unos objetivos parecidos a los de Arguedas: la conciencia y la ideología de unos personajes que se reconocen en su miseria y su dolor, mientras que “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” coincide con el de Carpentier: alta conciencia subjetiva, donde la soledad y el aislamiento conllevan el reconocimiento de sí mismo y de la humanidad.

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Notas

[1] De ahora en adelante se citarán tan solo las páginas de los dos cuentos mencionados, pues solo se utilizarán las dos ediciones que se han señalado.
[2] Al respecto, Inés Posada Agudelo ha publicado un artículo denominado “García Márquez: poeta de la imaginación” (2014), en el que enfoca una concepción poética de la narrativa garciamarquiana.
[3] A partir de aquí se utilizará bajo esta denominación el cuento de García Márquez.
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