

Artículos de reflexión derivados de investigación
Sobre la noción moderna del trabajoi
On the Modern Notion of Work
Revista Kavilando
Grupo de Investigación para la Transformación Social Kavilando, Colombia
ISSN: 2027-2391
ISSN-e: 2344-7125
Periodicidad: Semestral
vol. 14, núm. 1, 2022
Recepción: 12 Enero 2022
Aprobación: 26 Mayo 2022

Resumen: Los seres humanos trabajamos para sobrevivir, pero no solo para eso. Trabajamos ante todo para construir un mundo a la medida no solo de nuestras necesidades sino también de nuestros deseos, que no son solo del cuerpo sino también del espíritu. Esto implica una complejidad muy grande a la hora de analizar el concepto mismo de trabajo, tal y como se refleja en la historia. Desde una perspectiva crítica marxista el trabajo puede ser una actividad degradante o humanizante, dependiendo del contexto que lo determine, pero es también a través del trabajo, o en todo caso de una praxis humana consciente, que podemos transformar ese contexto y abrir otras posibilidades para el trabajo.
Palabras clave: Trabajo praxis, Necesidad, Alienación, Explotación, Emancipación, Autorrealización.
Abstract: Human beings work to survive, but not only for that. We work above all to build a world tailored not only to our needs, but also to our desires, which are not only of the body, but also of the spirit. This implies a very great complexity when it comes to analyzing the very concept of work, as reflected in history. From a critical Marxist perspective, work can be a degrading or humanizing activity, depending on the context that determines it, but it is also through work, or, in any case, through a conscious human praxis, that we can transform that context and open other possibilities for work.
Keywords: Work, Praxis, Necessity, Alienation, Exploitation, Emancipation, Self-Realization.
Introducción
El trabajo es un asunto supremamente importante para las sociedades modernas. De él depende la subsistencia humana y, según lo han abordado algunos pensadores e incluso algunas culturas, también la felicidad, por más que esta resulte difícil de definir. Pero no todas las culturas le han dado la misma centralidad al trabajo en la vida social; de hecho, algunas lo han despreciado como una práctica propia de los esclavos, de los que no han conquistado su libertad o no la valoran lo suficiente para luchar por ella. Así nos encontramos con que la noción del trabajo está históricamente determinada, y se mueve entre una concepción que condena al trabajo como una carga molesta y aquella que lo percibe como una práctica en la cual el ser humano se constituye como sujeto libre.
En la práctica, esta dicotomía implica en tiempos contemporáneos la discusión a propósito de si el trabajo debe ser en sí mismo una actividad satisfactoria, componente esencial de la felicidad humana, o un mal necesario al que debe someterse el ser humano para obtener los recursos que le garanticen la subsistencia. En términos de los trabajadores, esto implica moverse entre la defensa del trabajo como derecho humano y la superación del trabajo para centrarse en actividades que procuren satisfacciones más elevadas.
Curiosamente, siendo el trabajo tan esencial en la vida social contemporánea, su análisis ha sido prácticamente relegado al ámbito de las ciencias económicas, en donde se le concibe únicamente como productor de riqueza. Todos los demás espacios de la vida social donde el trabajo tiene incidencia son subordinados a esta posibilidad. Pero el trabajo no es sólo una actividad económica. Prácticamente toda la vida del hombre está atravesada por el trabajo y en él involucra tanto su actividad corporal como su movimiento espiritual. Es decir, el trabajo es ante todo una actividad vital del hombre en la que se enfrenta con la naturaleza, con el otro y consigo mismo.
Cierto que el ser humano siempre ha necesitado trabajar para procurarse la subsistencia, aunque dicho trabajo se limitara a recolectar los frutos de la naturaleza o cazar los animales de su entorno. De hecho, casi nunca los productos se encuentran en la naturaleza en la forma específica que demanda la satisfacción de las necesidades humanas; de tal suerte que el ser humano ha requerido transformar los frutos de la naturaleza para volverlos aptos al uso y consumo humano, ello demanda inversión de trabajo. Pero, aunque la subsistencia de la especie humana ha demandado trabajo, no quiere decir esto que todos los seres humanos se hayan visto obligados a trabajar. En la sociedad de clases, un grupo minoritario siempre ha subsistido mediante el trabajo de otros; es más, este grupo ha podido, en la mayoría de los casos, llevar una vida holgada, confortable y lujosa, mientras que los trabajadores se han hundido en una vida miserable.
En el capitalismo, concretamente, el trabajo se valora si es productivo, es decir, si genera riqueza. Pero la riqueza en este sistema social de producción se entiende exclusivamente como capital; por tanto, el trabajo productivo se entiende como aquel que directamente genera capital. Dicho en otros términos, el trabajo productivo es aquel que genera una plusvalía de la cual se puede apropiar el capitalista para aumentar su capital invertible. Pero hay muchos otros trabajos que no generan directamente la plusvalía, sin los cuales, sin embargo, aquella no podría realizarse. Ello quiere decir que en el capitalismo todo el trabajo está en función de la acumulación de capital, aunque mucho de él no sea necesariamente responsable de una plusvalía directa.
En primera instancia, nos encontramos con que el sistema de producción capitalista se diferencia de los anteriores precisamente por su afán de acumulación continua de riqueza. Consideremos, por ejemplo, lo que escribe al respecto Lewis Mundford:
... en otras culturas la producción aunque pudiera crear amplios excedentes para obras públicas y para arte público, siguió siendo una sencilla necesidad de la existencia, a menudo aceptada de mala gana, no un centro de interés continuo e irresistible... Cuando su vida se hacía más fácil, la gente no iba tras la adquisición abstracta: simplemente trabajaba menos. Y cuando la naturaleza les favorecía, con frecuencia permanecían en el estado idílico de los polinesios o de los griegos homéricos, entregando al arte, al rito y al sexo lo mejor de sus energías” (Citado por Naredo, 1987, p. 44).
Esta cita nos lleva a replantear la idea tan recurrida hoy de que las sociedades anteriores a la capitalista eran sociedades que vivían en la penuria, pues el escaso desarrollo de los medios de producción apenas sí les permitía subsistir malamente. Esa es una idea ampliamente refutada por los más recientes trabajos de antropología económica. Por ejemplo, Marshall Sahlins nos muestra cómo los pueblos primitivos, dedicados a la caza y la recolección, no solo no vivían en la penuria, sino que de ellos podríamos decir que disfrutaban de un verdadero estado de opulencia:
Es que a la opulencia se puede llegar por dos caminos diferentes. Las necesidades pueden ser “fácilmente satisfechas”, o bien produciendo mucho o bien deseando poco. La concepción más difundida, al modo de Galbraith, se basa en supuestos particularmente apropiados a la economía de mercado: que las necesidades del hombre son grandes, por no decir infinitas, mientras que sus medios son limitados, aunque pueden aumentar. Es así que la brecha que se produce entre medios y fines puede reducirse mediante la productividad industrial al menos hasta hacer que los “productos de primera necesidad” se vuelvan abundantes. Pero existe también un camino Zen hacia la opulencia por parte de premisas algo diferentes de las nuestras: que las necesidades humanas materiales son finitas y escasas y los medios técnicos, inalterables pero por regla general adecuados (Sahlins, 1983, pp. 13-14).
Las indagaciones de Sahlins en la vida de los aborígenes australianos lo llevan a concluir que estos han seguido la segunda vía. Si se comparan los medios de que disponían los primitivos con sus deseos y necesidades, puede comprobarse que aquellos vivían más bien en la abundancia y disponían, de hecho, de más tiempo libre que los ciudadanos modernos. Lo que hizo la ideología del capitalismo moderno fue atribuir a los pueblos primitivos la misma compulsión de nuestros deseos consumistas y concluir que dichos deseos no podrían satisfacerse con medios tan rudimentarios.
Gracias a esta idea, el sistema capitalista, con su acelerado desarrollo tecnológico y el movimiento constante de acumulación de riquezas, cree garantizar efectivamente una sociedad de la abundancia. Sin embargo, los niveles de pobreza en que viven hoy grandes masas de la población mundial es una prueba suficiente para refutar esta promesa, o por lo menos la idea de que tal abundancia sea accesible a todos; además, la gente hoy no trabaja en promedio menos de lo que hacían en la antigüedad o en los albores de la civilización: Esta más bien podría denominarse la sociedad del trabajo, cuyo esfuerzo, sin embargo, no logra mejorar las condiciones de los trabajadores sino más bien empeorarlas. Esto es precisamente lo que nos obliga a preguntarnos qué tipo de riqueza es la que se acumula en el sistema capitalista y bajo qué mecanismos se acumula.
Trabajo, subsistencia y acumulación de capital
Lo digno de resaltar aquí es que los ingresos del trabajador y, por tanto, su nivel de subsistencia no está en una relación directa con la productividad del trabajo, sino más bien en una relación inversa en tanto ha sido reducido a un mero instrumento para la acumulación de capital. Igual ocurre con la naturaleza, que es dañada y sometida sin misericordia gracias a este afán de acumulación.
Frente a la contradicción entre el capital y el trabajo, a su dirección antagónica, Marx evidencia en El Capital, cuando expone directamente la ley de la acumulación de capital, que dicha acumulación no avanza paralela con el mejoramiento de los ingresos y las condiciones laborales de los trabajadores, sino que se realiza precisamente por el deterioro de sus salarios y sus condiciones:
La reproducción de la fuerza de trabajo, obligada, quiéralo o no, a someterse incesantemente al capital como medio de explotación, que no puede desprenderse de él y cuyo esclavizamiento al capital no desaparece más que en apariencia porque cambien los capitalistas individuales a quien se vende, constituye en realidad uno de los factores de la reproducción del capital. La acumulación del capital supone, por tanto, un aumento del proletariado (Marx, 1976, p.518).
Pero ese sometimiento implica una especificidad más terrible para el trabajador. Y es que ningún empresario compra fuerza de trabajo para satisfacer sus necesidades personales, sino para obtener un plusvalor, y la magnitud de este plusvalor depende de la productividad del trabajo, que a su vez está determinada, en buena medida, por el desarrollo tecnológico, materializado en el capital constante con el que se relaciona el trabajador en la empresa. El incremento de la productividad hace posible que el capitalista se pueda apropiar de una mayor parte del producto realizado por el obrero en una jornada de trabajo y esto, a su vez, hace que necesite menos trabajadores. La dinámica de la acumulación capitalista promueve permanentemente la sustitución de trabajadores por máquinas, y esto incrementa el ejército de proletarios desempleados que presionan en el mercado laboral, disminuyendo los salarios y todas las condiciones de los trabajadores. Así, la acumulación de capital avanza pareja con la precarización de los trabajadores.
La ley de la acumulación capitalista –escribe Marx-, que se pretende mistificar convirtiéndola en una ley natural, no expresa, por tanto, más que una cosa: que su naturaleza excluye toda reducción del grado de explotación del trabajo o toda alza del precio de este que pueda hacer peligrar seriamente la reproducción constante del régimen capitalista y la reproducción del capital sobre una escala cada vez más alta. Y forzosamente tiene que ser así, en un régimen de producción en el que el obrero existe para las necesidades de explotación de los valores ya creados, en vez de existir la riqueza material para las necesidades del desarrollo del obrero (Marx, 1976, p.524)
Como vemos, en el régimen de producción capitalista la acumulación de riqueza en un lado demanda el crecimiento de un proletariado empobrecido en el otro. Y esta dinámica está relacionada con la propia forma en que hoy se concibe la riqueza que produce el trabajo. La evolución del concepto de riqueza es cuidadosamente estudiada por José Manuel Naredo en su texto Economía en Evolución, donde muestra cómo en el sistema capitalista el concepto de riqueza se ha separado ya de su contenido físico y ha ganado autonomía como riqueza en dinero. Esta escisión, según lo muestra Naredo, ha tenido consecuencias nefastas para el sistema ecológico planetario:
Anticipemos que el afán de multiplicar las riquezas se extendió a la vez que se producía un cambio en la noción misma de riqueza y en la valoración que se hacía de ella. Inicialmente se daba un claro predominio de las riquezas inmobiliarias sobre el resto, mientras que hoy es la riqueza mobiliaria la que ocupa una posición dominante siendo posible expresar en ella, a través del dinero, cualquier tipo de riqueza inmobiliaria. De ahí que se pudiera extender a todas las cosas la propiedad privada y exclusiva de tipo burgués y que pudiera florecer la idea de una acumulación sin límites de riqueza, facilitada por el dominio de sus formas mobiliarias y abstractas, que emergieron en correspondencia con la noción también abstracta de “producción” en la que se integraron las actividades humanas más diversas (Naredo, 1987, p. 46).
Por lo menos hasta los fisiócratas la idea de producción seguía amarrada a su contenido físico. Pero el arrinconamiento que de estas ideas hacen los economistas clásicos provoca definitivamente esa independización de la producción con respecto a su contenido físico, lo que a la vez representa la separación de la idea de riqueza de los valores de uso en que antes se sostenía. Los economistas clásicos y Marx, según Naredo, al concentrarse en el estudio del valor de cambio, pusieron su interés en la esfera social, donde las relaciones entre las personas se objetivan. Así, la consideración del trabajo como sustancia homogénea que dota de valor a las cosas es la vía por la que se opera el desplazamiento del centro de interés. Esta ubicación de lo económico en una esfera social desvinculada del mundo físico va a precipitar, según Naredo, la producción en una carrera devastadora de los recursos naturales.
Así, al hacer abstracción de las entradas materiales o energéticas, distintas del trabajo, que tenía lugar en el proceso, se abrió la posibilidad de denominar productivas actividades que en realidad eran meramente elaboradoras, apropiadoras e incluso destructivas, como podrían ser la tala esquilmante del bosque, la minería u otras prácticas que no permitían reponer, como pretendían los fisiócratas, las condiciones de partida en términos físicos (Naredo, 1987,p. 98).
Los economistas ya no consideraron al trabajo como productor de materia, sino como productor de valor (valor de cambio: dinero) y esta es ya una categoría social que se concibe como relación entre individuos. Según manifiesta Naredo, el enfoque fisiocrático se derrumbó por un desplazamiento en el objeto de estudio, es decir, el desplazamiento en las nociones de producción y riqueza que dio paso al estudio del valor de cambio. Ya en Smith es nítido su enfoque sobre una categoría unificada de riqueza donde prima lo mobiliario. Poco esfuerzo necesitó, por ejemplo, Malthus, para pasar de allí a una definición más sistemática de la riqueza en los siguientes términos: “Los objetos materiales, necesarios, útiles o agradables para el hombre y que le exigen ciertos esfuerzos para producirlos o apropiarse de ello” (Naredo, 1987, 117). Aquí ya es evidente cómo se desdibuja y desaparece la diferencia entre producción de un flujo renovable de riqueza y su mera apropiación.
Malthus impone a los bienes materiales varias condiciones para que pueda considerárseles como riqueza. Primero deben ser necesarios y útiles, o por lo menos agradables; además, su producción o apropiación debe exigir cierto esfuerzo, es decir, costar trabajo. Indiscutiblemente esta idea del esfuerzo o el trabajo que demanda la riqueza va ligada a una condición de escasez. Precisamente es este postulado el que va a permitir un paso casi indoloro del sistema clásico al neoclásico. Así se fija definitivamente una idea de riqueza y de producción ajena a su contenido físico. Pues eso que Malthus llama objetos materiales pronto será superado al encontrarse que también se pueden producir algunos objetos inmateriales o lo que hoy ya tiene pleno sentido en el ámbito de la producción de servicios.
La riqueza, entendida según la definición anterior, puede incrementarse sin necesidad de que se produzca un excedente físico. Realmente su incremento puede llevarse a cabo por dos caminos: uno tiene que ver con la creación constante de necesidades al ampliar el universo de cosas útiles. El otro camino es el de presentar en el mercado objetos que ya eran útiles, pero no estaban aún en el campo de la riqueza porque existían abundantemente y por tanto cualquiera podía obtenerlas gratuitamente.
Uno y otro camino- escribe Naredo- se encuentran estrechamente vinculados. La creación de nuevas necesidades o la ampliación de las antiguas empuja sistemáticamente a la escasez de los objetos que se exigen para colmarlas y hace más trabajosa su obtención.
Pues la escasez, lejos de ser una característica intrínseca de los objetos, resulta de ponerlos en relación con la apetencia que de ellos se tiene. El dominio del capitalismo construirá un medio fértil para que la escasez haga crecer el subconjunto de las riquezas (Naredo, 1987, p.118).
Aquí vemos en toda su magnitud la gran paradoja a la que conduce la búsqueda de la acumulación de riqueza en el sistema capitalista. Por un lado, se empeña en construir una sociedad de la abundancia mediante un trabajo constante, orientado a la acumulación persistente de riqueza, pero en la misma definición de riqueza está inmanente la escasez: la producción de riqueza capitalista empuja inevitablemente a la escasez. Una forma importante de incrementar la riqueza, entonces, es volver escaso un subconjunto cada vez mayor de cosas útiles, que existen en la naturaleza de forma abundante. Aquí hay, pues, dos dimensiones críticas de la estructura capitalista que Naredo se contenta con enunciar, sin ahondar demasiado en las consecuencias sociales, pues su interés parece centrarse exclusivamente en el daño ecológico.
La idea de utilidad, por ejemplo, juega un papel importante en la ampliación del universo de la producción y, por tanto, de la riqueza. La utilidad siempre va ligada al concepto de necesidad y por tanto es tan ambiguo como éste. Siempre es posible manipular los gustos, de tal forma que aquellos objetos que no eran apetecibles en principio se tornen incluso de primera necesidad.
En la práctica, el utilitarismo sostiene que la satisfacción de los individuos depende de los bienes y servicios consumidos. Y, desde luego, no puede negarse que, en parte, el bienestar de un individuo depende de que pueda tener alimento, vestido, en fin, de que pueda cubrir sus necesidades básicas; pero ello no es suficiente. En todo caso, el utilitarismo logró establecer la identidad entre felicidad y bienestar e hizo depender éste del consumo creciente de mercancías, lo que respondía y a la vez incentivó la multiplicación de la producción capitalista de mercancías. Lo paradójico es que esta enorme multiplicación de la producción de mercancías no se ha traducido ni mínimamente en una mejora sensible -ni siquiera en el consumo de bienes básicos- para la mayoría en la sociedad. Pues el consumo que impulsa el capitalismo no está en función de satisfacer las necesidades básicas de las poblaciones, sino de mantener la dinámica de la acumulación: si no hay consumo, no habrá incentivos para la producción y, por tanto, para la acumulación, que es el móvil de toda producción capitalista.
Y es que el concepto de necesidad es definitivamente un concepto ambiguo, más cargado ideológicamente que cualquier otro concepto en economía. Su indefinición permite precisamente su manipulación. Las necesidades en el hombre suelen ser más que biológicas, son también sociales y culturales. Y por lo menos las necesidades sociales y culturales ofrecen la posibilidad de ser inducidas, dado que se mueven en ese contexto abierto y siempre en construcción de la interacción social. Pero el concepto de necesidad humana también se trasciende a sí mismo en su vinculación con el deseo. El hombre es un ser deseante, ese es el gran descubrimiento del psicoanálisis. No el hecho de que el hombre desea, sino el carácter del deseo humano. El objeto del deseo jamás es alcanzable; siempre está en otras cosas, cuando hemos obtenido lo que buscamos. Este descubrimiento es hoy el más potente resorte de la producción capitalista de mercancías. Las mercancías cumplen el papel del objeto deseado, pero se mueven al mismo nivel en que se mueve el objeto deseado, que ha sido construido idealmente por el inconsciente. Esto se logra magistralmente mediante el desarrollo de la publicidad. De esta manera, la producción capitalista no necesita moverse en el mundo de las necesidades vitales, pues tiene la posibilidad de crear constantemente nuevas necesidades, la mayoría de las veces accesorias, y así estimular el consumo y encontrar mercados para la creciente masa de mercancías que produce y escenarios para nuevas inversiones, construir, en fin, una sociedad de consumo irracional, pero constante.
Marx logra ver con toda nitidez que la producción capitalista no tiene como objetivo el cubrimiento de unas necesidades básicas de los individuos sino realmente su propia reproducción a escala ampliada. Eso lo puede hacer el sistema gracias al estímulo constante de nuevas necesidades, de nuevos apetitos. Por eso Marx dice en el primer tomo de El Capital que efectivamente la mercancía tiene como objeto la satisfacción de unas necesidades, pero que poco importa si éstas surgen del estómago o de la fantasía. La necesidad en Marx tiene un sentido netamente social.
El concepto de necesidad en Marx -recuerda Estanislao Zuleta- está despojado de toda coloración naturalista. El tipo de modo de producción determina qué es lo necesario en la sociedad, es decir, qué es lo que permite la reproducción de esa sociedad. Es más, la satisfacción de las necesidades sociales en las sociedades de clase no está condicionada por la necesidad real, es decir, habitación, educación, alimentación, sino por la “solvencia” o nivel de ingreso de los individuos. Si se tiene necesidad de alimentación, la satisfacción de esta necesidad está condicionada por la disponibilidad de dinero; dinero que se ha recibido como salario, como renta o como ganancia. Es decir, como paga a la fuerza de trabajo o como participación en la plusvalía que la fuerza de trabajo produce (Zuleta, 1987, p. 78).
Así se configura, pues, la idea de riqueza que subyace a la producción capitalista. Tenemos entonces que ya no existe diferencia entre producción, apropiación y reelaboración de riqueza, y que esto es lo que posibilita una desvinculación de la riqueza de su contenido físico. Por tanto, para el sistema capitalista, producción de riqueza equivale a producción de valores de cambio. Estos son los que concentran toda la energía y el trabajo de los obreros, pero poco tienen qué ver con necesidades vitales de los seres humanos.
Un equívoco peligroso
Las deducciones que hace Naredo del desplazamiento en la idea de producción y de riqueza son ciertamente inobjetables, y retrata la manera de concebir el problema de buena parte de los economistas ecológicos. Es claro que la acumulación de riqueza en el sistema capitalista pone en serio riesgo el equilibrio ecológico, la subsistencia de la especie humana y de la naturaleza toda. No obstante, la forma como concibe el proceso de este desplazamiento es bastante polémica. Naredo sigue la tradición de un grueso grupo de economistas ecológicos que llaman la atención sobre el escaso interés que los economistas le han prestado a la naturaleza en sus análisis; pero por rescatarle un lugar a la naturaleza, buena parte de estos economistas han relegado a un segundo plano el problema de la explotación del trabajo. Esa especie de miopía es la que conduce a Naredo a una crítica ideológica a la teoría del valor trabajo, en la que no hace ninguna distinción entre Marx y los economistas clásicos; es decir, no alcanza a ver la dimensión crítica de la teoría de Marx, entendiendo entonces que su teoría del valor encierra, como en los economistas clásicos, una especie de glorificación de la economía mercantil y cree por eso que su lucha denodada, teórica y práctica, contra las formas infames que asume la explotación del trabajo en el capitalismo es de alguna manera inocua.
Pero más allá de la miopía de Naredo, resulta imperativo desvelar las consecuencias prácticas de su análisis. Da la impresión que Naredo considerara la evolución conceptual en las nociones de producción y riqueza como motor exclusivo de la historia. Es decir, parece considerar que el desarrollo de las fuerzas económicas y sociales estuviera jalonado principalmente por la evolución de las ideas, y atribuye muy escaso valor al papel que el mismo desarrollo de las fuerzas económicas y sociales tiene sobre la evolución de las ideas. Desconoce Naredo que la relación entre el desarrollo de las ideas y el de las fuerzas sociales y económicas es más bien recíproca y está, de hecho, condicionada históricamente. Es decir, un desarrollo en las fuerzas sociales o económicas, como puede ser el de la revolución industrial, tiene que estar acompañado también de un cambio en el pensamiento, en el modo de concebir el mundo y en la forma de relacionarse con él. Pero también un desarrollo importante en las ideas conduce a una reconfiguración de las fuerzas sociales; por ejemplo, la revolución que significó la modernidad para el pensamiento, tiene mucho que ver con el desarrollo tecnológico, con la transformación de las relaciones sociales en el campo político, y también con las relaciones económicas.
En este sentido, desconoce Naredo que lo que hay en los economistas Clásicos y en Marx es, sobre todo, un esfuerzo por racionalizar y explicar lo que efectivamente acontece en su tiempo, y en el caso de Marx esta comprensión de las leyes que rigen el sistema social capitalista tiene como propósito descubrir las claves para su superación. En este empeño, Marx descubre el protagonismo que tiene el desarrollo de las fuerzas sociales y económicas en la configuración de un sistema de ideas que legitiman el régimen social en formación.
En la dirección de una historiografía marxista, Leo Huberman evidencia como una de las características de la Edad Media era que se necesitaba muy poco del dinero; la gente no tenía en qué gastarlo, por eso tampoco se exaltaba el trabajo orientado a hacer dinero. Como no había salidas para ese dinero, no se podía invertir para obtener más dinero. Ni siquiera se necesitaba dinero para comprar porque apenas casi nada estaba para la venta. Era una economía de autoconsumo y autosuficiencia. El siervo y su familia producían sus alimentos y con sus manos construían lo que necesitaban. Pero este orden se rompió cuando empezó a aparecer el comercio, que dio origen a los mercados. Y el comercio apareció precisamente con la dinámica de las guerras por tierras: con las Cruzadas.
Decenas de miles de personas cruzaron el continente por tierra y mar, para arrebatarle la Tierra Santa a los musulmanes. Como necesitaban abastecimiento a todo lo largo de la ruta, les acompañaban comerciantes para proveer sus necesidades. Estos cruzados que regresaron de su jornada al Oriente trajeron de allá un apetito por las ropas y las comidas extrañas y lujosas que habían conocido y disfrutado. Su demanda creó un mercado para esas cosas” (Huberman, 1973, p.31).
Al final muchas ciudades se comprometieron en las Cruzadas menos por asuntos de fe y por recuperar Tierra Santa que por obtener beneficios comerciales. Tal es el caso de las ciudades italianas.
Desde el punto de vista de la religión, los resultados de las Cruzadas tuvieron poca vida, pues los musulmanes recuperaron el reino de Jerusalén. Desde el punto de vista comercial, sin embargo, los resultados de las cruzadas fueron de tremenda importancia. Porque los cruzados ayudaron a despertar a la Europa Occidental de su sueño feudal, desparramando clérigos, guerreros, trabajadores y una creciente clase de comerciantes por todo el continente; aumentaron la demanda de artículos extranjeros; arrebataron de manos musulmanas la ruta del Mediterráneo e hicieron de ella otra vez la gran vía de tráfico entre el Este y el Oeste que había sido en tiempos antiguos (Huberman, 1973, p.35).
Después de las Cruzadas, los comerciantes sobrevivían haciendo ferias en distintas aldeas. Obviamente, el comercio a esta escala demandaba ya la existencia de moneda y el flujo de dinero empezaba a ser significativo. El cambio de dinero se iba convirtiendo en una actividad tan importante como la misma venta de artículos.
En el centro de la feria, en la corte del cambio de dinero, las diversas variedades de moneda eran pesadas, evaluadas y canjeadas; se negociaban préstamos; se pagaban deudas antiguas; se honraban las cartas de crédito; y circulaban libremente las letras de cambio. Aquí estaban los banqueros de la época, realizando negociaciones financieras de tremendo alcance. Unidos todos, disponían de vastos recursos. Sus operaciones cubrían negocios que se extendían por todo el continente, de Londres a Levante. Entre sus clientes había papas y emperadores, reyes y príncipes, repúblicas y ciudades. De tal consecuencia fueron sus actividades, que traficar con dinero se hizo una profesión especializad (Huberman, 1973, pp.39-40).
De esta manera, encontramos que después del siglo XII, mucho antes del surgimiento de las ideas de los economistas clásicos, ya poco quedaba de la economía natural de autosuficiencia propia del feudalismo. Era ya la economía del dinero en un mundo en expansión. Precisamente la obsesión de los mercantilistas, unos siglos después, por acumular metales preciosos antes que objetos útiles da cuenta de ello. Así, no parece desacertado pensar que cuando los economistas clásicos exponían su idea sobre la riqueza más bien se limitaban a una lectura lo más ajustada posible de lo que ya era considerado como riqueza por la sociedad capitalista en desarrollo. Y en buena medida es válido suponer que los fisiócratas intentaban lo mismo, pero con algunas insuficiencias si su investigación se asumiera como una lectura de la sociedad capitalista, dado que en su momento Francia aparecía como una economía agraria, a caballo entre un feudalismo declinante y un capitalismo apenas incipiente. Al contrario de lo que sucedía en la Inglaterra de los economistas clásicos, donde el desarrollo industrial le abría camino decididamente al capitalismo.
Todos estos cambios produjeron una transformación en la totalidad de la vida social, en donde el trabajo empezó a jugar un papel central: ya no se producía para la propia subsistencia sino para atender las necesidades ambiguas e insaciables que se movían en el mercado. Tampoco el trabajador trabajaba ya para sí mismo ni para un amo cuya dominación se ejercía directamente: trabajaba por un salario, para el patrón que le pagara y, a cambio de este salario, el trabajador reconocía que el fruto total de su trabajo pertenecía por anticipado al patrón que le pagaba. Aquí radica la diferencia fundamental entre la lectura de los clásicos y Marx. Mientras los primeros veían en las relaciones de producción capitalista unas relaciones naturales, Marx las entendía como relaciones históricas, que habían surgido de un largo proceso de transformación social, política y económica. Para entender con más claridad este asunto es pertinente traer a colación lo que al respecto escribe Homero Cuevas:
Por otra parte, entre las deducciones de los clásicos y Marx media toda una diferencia de método... desde un punto de vista práctico, esta diferencia implica que mientras para Smith y Ricardo el valor es el punto de partida y el trabajo el punto de llegada, para Marx el trabajo es el punto de partida y el valor una estación intermedia. Efectivamente, Smith y Ricardo parten de preguntarse cuál podía ser una medida invariable del valor y, por caminos opuestos, llegan al trabajo. Marx parte de preguntarse cómo se desarrolla el proceso de producción social, es decir, el proceso de trabajo colectivo de la sociedad y encuentra que este cobra forma de valor en las sociedades mercantiles, que para él constituye apenas una fase determinada del desarrollo social (Cuevas, 1987, p.36).
Queda claro, pues, que Marx no está interesado en definir conceptos de producción y de riqueza válidos para todas las sociedades, sino en descubrir cuál es la forma que asume la producción y la riqueza en una sociedad capitalista. Y es por este camino que llega a la conclusión de que en el sistema capitalista se busca ante todo la producción de valores (valores de cambio) y que el valor es apenas la forma que asume el trabajo colectivo en esta sociedad. O más claramente, recurriendo de nuevo a Homero Cuevas: “Bajo condiciones de propiedad privada, el trabajo colectivo de la sociedad solamente puede revelarse como valor. O, lo que es lo mismo, el valor es una mera expresión de dicho trabajo colectivo o social” (Cuevas, 1986, 36).
La orientación del trabajo hacia la producción de valores de cambio antes que a la producción de valores de uso es lo que en buena medida determina la desgracia de los trabajadores hoy. En esa orientación se evidencia la paradoja de la que nos hace conscientes Martín Hopenhayn: que la modernidad capitalista exalta el trabajo como la actividad central de la sociedad, como creador de riqueza y dignidad, al mismo tiempo que degrada profundamente al trabajador:
Tales ambivalencias serán importantes para entender y justificar el trabajo masivo y despersonalizante de las fábricas modernas y de la producción en gran escala. Era preciso endiosar e hipostasiar el trabajo para extraer el máximo provecho de la fuerza de trabajo en las nuevas fuentes productivas; pero también era preciso cosificarlo, reducirlo a mera fuerza de trabajo, convertirlo en una actividad abstracta, cuantificable e instrumental, para adaptar la idea de trabajo a la modalidad de la producción masiva en las plantas fabriles. Al combinar mistificación con reificación del trabajo humano, al reducirlo a mero ‘capital humano’, y elevarlo a la categoría de “generador del progreso, la riqueza y la historia” se forjaba un concepto ambivalente y operativo del trabajo en la cuna del capitalismo industrial (Hopenhayn, 2002, p.110).
Esto es realmente lo que no toma en cuenta Naredo. Y eso le impide comprender que tanto la explotación del trabajo como el sometimiento de la naturaleza a través de este son las dos caras de un mismo fenómeno: la organización de la economía capitalista en función de la acumulación de capital. Así, el análisis de Naredo puede generar la impresión de que el sometimiento de la naturaleza a manos del ser humano y la explotación del trabajo (que Naredo prácticamente no analiza) son la consecuencia de un desplazamiento conceptual y no de una forma concreta de organización social, que incluye la configuración de un sistema de pensamiento conforme a él. De esta manera también puede llegarse a pensar que los problemas ocasionados por la forma de operar de la economía capitalista se resuelven con un cambio teórico y no con la acción práctica que subvierte este orden social.
Es cierto que los clásicos y Marx dejaron por fuera del estudio de la economía las preocupaciones por el equilibrio ecológico, que tanto inquietan a Naredo. Pero aún como lectura reflejan precisamente aquello que el sistema de producción deja por fuera. Por lo menos en Marx, esto no puede leerse como una sugerencia para la gestión económica. Una prueba de que Marx hacía la lectura de la riqueza capitalista contraponiéndola a la idea de riqueza en otras sociedades la encontramos en su Crítica del Programa de Gotha, que inicia precisamente cuestionando la idea de que el trabajo es la fuente de toda riqueza:
El trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es la fuente de todos los valores de uso (¡que son los que verdaderamente integran la riqueza material!), ni más ni menos que el trabajo, que no es más que una manifestación de una fuerza natural, de la fuerza del trabajo del hombre. Esta frase se encuentra en todos los silabarios y sólo es cierta si sobreentiende que el trabajo se efectúa con los correspondientes objetos y medios. Pero un programa socialista no debe permitir que tales tópicos burgueses silencien aquellas condiciones sin las cuales no tiene ningún sentido. En la medida en que el hombre se sitúa de antemano como propietario frente a la naturaleza, primera fuente de todos los medios y objetos de trabajo, y la trata como posesión suya, su trabajo se convierte en fuente de valores de uso, y, por tanto, de riqueza. Los burgueses tienen razones muy fundadas para atribuir al trabajo una fuerza creadora sobrenatural; pues precisamente del hecho de que el trabajo está condicionado por la naturaleza se deduce que el hombre que no dispone de más propiedad que su fuerza de trabajo, tiene que ser, necesariamente, en todo estado social y de civilización, esclavo de otros hombres, quienes se han adueñado de las condiciones materiales de trabajo. Y no podrá trabajar, ni, por consiguiente, vivir, más que con su permiso (Marx, 1979, p.10).
Así, encontramos que la explotación del trabajo en la sociedad capitalista está asociada a la apropiación privada de los medios de subsistencia, es decir, de la naturaleza; pero esta apropiación privada, en tanto orientada a la acumulación de capital, es decir, de la riqueza en su forma capitalista, implica un sometimiento inmisericorde de la naturaleza a tal propósito. En conclusión, el afán de lucro como móvil exclusivo de la actividad económica convierte al trabajo en instrumento para la valorización del capital y la dominación de la naturaleza. Dicha acumulación avanza pues en una doble dirección que pinta de negro el futuro de la humanidad y de la vida toda. Por algo decía Marx en El Capital, a propósito de la maquinaria y la gran industria incorporadas en la actividad agrícola para multiplicar la capacidad de producción de la tierra: “Por tanto, la producción capitalista solo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre” (Marx, 1976, p. 424).
El sometimiento del ser humano en el trabajo
En principio se creería que el paso del feudalismo al capitalismo significó una liberación importante de los trabajadores, que pasaron de ser siervos amarrados a la gleba y se convirtieron en obreros “libres”. Pero realmente lo que hizo fue inaugurar nuevas formas de sometimiento, algunas de ellas incluso más infames que las que se evidenciaban en el feudalismo y en regímenes anteriores, pero siempre disfrazadas.
En el capítulo de El Capital dedicado a la llamada acumulación originaria de capital, Marx muestra cómo fue el duro proceso de surgimiento del proletariado y la forma en que este fue disciplinado para que se sometiera “voluntariamente” a los dictados del capital. En primer lugar, Marx muestra que la llamada acumulación originaria no es otra cosa que un proceso en donde los campesinos son despojados de los bienes comunes, las tierras comunales, y obligados a emigrar a la ciudad para ofrecerse como mano de obra barata a la naciente industria, bajo las condiciones que esta impusiera. Así se llevó a cabo el divorcio entre los trabajadores y los medios de subsistencia, dando paso a una estructura social de clases definida por los dueños de dichos medios de subsistencia y los trabajadores despojados de toda propiedad.
Marx muestra entonces cómo la apropiación de la naturaleza es la condición primera para el sometimiento de la clase obrera. A partir de este hecho, se despliega una serie de estrategias infames para disciplinar esta clase y obligarla a aceptar las leyes del capital como leyes naturales. Las leyes emitidas por los reyes en los albores de la sociedad mercantil permitían a los burgueses tomar como esclavos a aquellos que habían sido expulsados de la tierra y no encontraban un trabajo en la ciudad, y disponer de su vida si estos intentaban escapar. Por ejemplo, durante el reinado de Isabel en Inglaterra, en 1752, se promulga una ley que dice lo siguiente:
Los mendigos sin licencia y mayores de 14 años serán azotados sin misericordia y marcados con un hierro candente, caso de que nadie quiera tomarlos durante dos años a su servicio. En caso de reincidencia, siempre que sean mayores de 18 años y nadie quiera tomarlos por dos años a su servicio, serán ahorcados. A la tercera vez se les ahorcará irremisiblemente como reos de alta traición (Marx, 1976, p. 626).
Y una ley posterior, durante el reinado de Jacobo I, dispone lo siguiente:
Todo el que no tenga empleo fijo y se dedique a mendigar es declarado vagabundo. Los jueces de paz de la Petty Sessions quedan autorizados a mandarlos azotar en público y a recluirlos en la cárcel, a la primera vez que se les sorprenda por seis meses, a la segunda vez por dos años. Durante su permanencia en la cárcel, podrán ser azotados tantas veces y en tanta cantidad como los jueces de paz crean conveniente… Los vagabundos peligrosos e incorregibles serán marcados a fuego con una R en el hombro izquierdo y sujetos a trabajos forzados; y si se les sorprende nuevamente mendigando, serán ahorcados sin misericordia (Marx, 1976, p. 627).
Estos ultrajes contra los despojados, que crean condiciones infrahumanas para los trabajadores y bautizan con sangre a la recién parida clase obrera terminan logrando que el trabajador se adapte a las condiciones impuestas por el capital, a fin de preservar su existencia. “En el transcurso de la producción capitalista se va formando una clase obrera que, a fuerza de educación, de tradición, de costumbre se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales” (Marx, 1976, 627). Eso es lo que ha inducido precisamente a los economistas burgueses a sugerir que la economía funciona movida por leyes naturales.
Las consecuencias sociales y filosóficas de este sometimiento del trabajo al capital las había descrito Marx casi 20 años antes de la publicación del primer tomo de El Capital, en al apartado titulado Trabajo enajenado, que hace parte de los Manuscritos parisinos de 1844. El punto de partida para el análisis de la enajenación del ser humano en el trabajo que realiza aquí Marx es la crítica de Feuerbach a Hegel. Lo que evidencia Feuerbach es el proceso de enajenación del hombre en la práctica religiosa, pues este termina por despojarse de todas sus cualidades y potencialidades para atribuírselas a un ser divino al que inviste de omnipotencia, al mismo tiempo que el propio hombre se reduce a la impotencia. Marx saca este análisis de la religión para aplicarlo a una realidad más amplia que da cuenta de la enajenación social del hombre a través de un trabajo que realiza bajo la compulsión de otro: en el trabajo, el hombre transfiere sus mejores atributos y potencias a los objetos producidos, a los que luego se les somete; a través del trabajo el ser humano erige el mundo de las mercancías, que se le presenta ya como algo extraño, impenetrable y poderoso, al que él no tiene más remedio que someterse.
Marx parte de un hecho económico actual, a diferencia de la economía burguesa que se remontaba a una situación supuestamente originaria, en donde la propiedad privada aparece como ley natural que explica la división económica de capital, trabajo y tierra, equivalentes a beneficio, salario y renta. El hecho del que parte Marx es el siguiente:
El obrero es más pobre cuanta más riqueza produce, cuanto más crece su producción en potencia y en volumen. El trabajador se convierte en una mercancía tanto más barata cuanto más mercancías produce. La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas. El trabajo no sólo produce mercancías; se produce también a sí mismo y al obrero como mercancía, y justamente en la proporción en que produce mercancía en general (Marx, 1993, p.109).
Esta situación, según Marx, no expresa otra cosa que la enajenación del hombre en su trabajo y se desarrolla por lo menos en cuatro niveles: en la relación del trabajador con su producto, en la relación del trabajador con la actividad misma del trabajo, en la relación del trabajador con su esencia, es decir, consigo mismo como ser genérico, y, finalmente, en su relación con el otro.
La objetivación aparece hasta tal punto como pérdida del objeto que el trabajador se ve privado de los objetos más necesarios no sólo para la vida, sino incluso para el trabajo. Es más, el trabajo mismo se convierte en un objeto del que el trabajador sólo puede apoderarse con el mayor esfuerzo y las más extraordinarias interrupciones. La apropiación del objeto aparece en tal medida como extrañamiento, que cuantos más objetos produce el trabajador, tantos menos alcanza a poseer y tanto más sujeto queda a la dominación de su producto, es decir, del capital (Marx, 1993, p.110).
Cuanto más produce el trabajador, tanto menos dueño de sí es y más sujeto se vuelve del poder del capital. Y es que lo que produce el trabajador se convierte en capital en manos del capitalista; es decir, el trabajador fortalece con su trabajo el poder social que lo somete.
Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí... Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo (Marx, 1993, p.113)
Pues, en primer término -escribe Marx-, la actividad vital, la vida productiva misma, aparece ante el hombre sólo como un medio para la satisfacción de una necesidad, la necesidad de mantener la existencia física. La vida productiva es, sin embargo, la vida genérica. Es la vida que crea vida. En la forma de la actividad vital reside el carácter dado de una especie, su carácter genérico, y la actividad libre, consciente, es el carácter genérico del hombre. La vida misma aparece sólo como medio de vida (Marx, 1993, p.115).
La actividad vital del hombre, a diferencia de la actividad vital de cualquier otro animal, es consciente, objeto de su voluntad y, por tanto, es una actividad libre. Pero en el trabajo enajenado se invierte la relación: su conciencia le permite al hombre hacer uso de su actividad vital como un simple medio para mantener la existencia. Aunque el animal también produce, sólo puede hacerlo a la medida de sus necesidades físicas. En cambio, el hombre puede producir aún estando libre de esta necesidad. Es más, sólo en la medida en que se haya libre de tal necesidad puede producir verdaderamente. Mientras el animal se produce sólo a sí mismo, el hombre, con su actividad vital, reproduce la naturaleza entera. El hombre sabe imponer a su objeto la medida que le es inherente y por eso puede crear también según las leyes de la belleza. Esta producción en donde el hombre, libre del reino de la necesidad, se afirma es al mismo tiempo la producción de su vida genérica. Es mediante esta actividad que el hombre descubre a la naturaleza como su propia obra y su realidad. Cuando el trabajo es libre, el producto del trabajo se le muestra al trabajador como la objetivación de la vida genérica del hombre. "Pues éste (el hombre) se desdobla no sólo intelectualmente, como en la conciencia, sino activa y realmente, y se contempla a sí mismo en un mundo creado por él" (Marx, 1993, 116).
Si el producto del trabajo y la actividad misma del trabajo se enfrentan al trabajador como algo extraño es porque pertenecen a otro, al capitalista que se ha apropiado de los medios de subsistencia.
Si él, pues, se relaciona con el producto de su trabajo, con su trabajo objetivado, como un objeto poderoso, independiente de él, hostil, extraño, se está relacionando con él de forma que otro hombre independiente de él, poderoso, hostil, extraño a él, es dueño de este objeto. Si él se relaciona con su actividad como una actividad no libre, se está relacionando con ella como con la actividad al servicio de otro, bajo las órdenes, la compulsión y el yugo de otro (Marx, 1993, p.119).
La realidad fáctica descrita por Marx en el concepto de trabajo enajenado se nos hace evidente cada día. Vislumbramos que el trabajo significa posibilidad, placer, incluso crecimiento espiritual (aunque limitado) para el capitalista, pero desgracia, esclavización y sufrimiento para el trabajador. Y esto, aunque en tiempos de apogeo de la sociedad de consumo, de lujo y derroche, el propio trabajador no sea muchas veces consciente de su propia precariedad. De hecho, el desarrollo técnico se manifiesta también en las nuevas técnicas de administración que intentan implicar en la producción todo el ser del trabajador, desde su fuerza corporal, hasta su imaginación e inteligencia, pasando por la dimensión afectiva, todo en función del proceso de acumulación. A propósito de este asunto puede consultarse a Marcela Zangaro, en Subjetividad y trabajo (2011), y a Boltasnki y Chiapello, en El nuevo espíritu del capitalismo (2002).
Entre la necesidad y la libertad
De lo anterior no puede deducirse que en Marx haya un desprecio al trabajo en general, tan solo a sus formas alienadas. Eso quiere decir que, de hecho, hay aquí un intento por recuperar o construir una forma de trabajo en la que el trabajador no se enajene ni niegue su esencia, sino que más bien la realice, una forma de trabajo en la que se expresen libremente las más elevadas facultades del ser humano. De hecho, en la propia crítica al trabajo alienado Marx sugiere la dimensión que puede adquirir el trabajo no alienado, aquella donde se manifiesta la esencia humana; por tanto, la enajenación del hombre en el trabajo es la negación de su propia esencia, el bloqueo para el desarrollo de todas sus potencialidades como ser humano. Y es que el trabajo es, según Marx, lo que diferencia al ser humano de las demás especies animales; gracias a las capacidades que despliega el hombre en el trabajo no tiene que resignarse, como cualquier otra especie, a las condiciones externas que limitan su existencia, mediante el trabajo puede transformarlas. Y, en la medida en que el ser humano es producto de sus circunstancias, pero estas pueden ser transformadas mediante el trabajo, puede asegurarse que el ser humano se transforma a sí mismo por medio del trabajo. Pero en el capitalismo, el mundo que construyen los trabajadores mediante su trabajo no es el resultado de su voluntad libre, sino justamente de la coacción impuesta por aquellos que se benefician con su explotación. De ahí que dicho trabajo, en vez de abrir las posibilidades para el despliegue de las potencialidades humanas, las frustra y construye un mundo donde se perpetúa el sometimiento del trabajador al capital.
Al contrario de los burgueses, Marx no promueve el trabajo al servicio de la acumulación de capital, sino como el escenario para el despliegue de lo mejor del ser humano. Pero valora como los burgueses, aunque por razones distintas, el desarrollo de las fuerzas productivas que multiplica la capacidad de producción de los seres humanos. Este desarrollo en Marx no está en función del incremento de una riqueza monetaria abstracta, sino que es la condición para la emancipación del propio ser humano en todos los aspectos. Y es que, al contrario de la reducción de las necesidades en los pueblos primitivos como condición de la opulencia, Marx cree que el desarrollo histórico de la humanidad implica la aparición de nuevas necesidades y esto es lo que marca el despliegue de las potencialidades humanas y su capacidad de disfrute, que no se limita a las necesidades de subsistencia y se orientan más a las necesidades más elevadas del ser humano, que también demandan de cierto modo trabajo.
Cuando entendemos el trabajo como actividad vital del hombre, en donde éste se realiza y se encuentra en su ser genérico, tenemos que asumir el trabajo productivo como aquel que recrea la vida. El trabajo productivo es la afirmación del hombre como ser genérico. Según Marx, el hombre puede producir en tanto se ha liberado del reino de la necesidad; sólo por fuera de la necesidad física, el trabajo del hombre es productivo. Y lo que este trabajo produce no es capital, más bien en su trabajo el hombre reproduce realmente la naturaleza entera y la vida.
En el plano de la realización de la esencia humana mediante el trabajo, ya no podemos encontrar la diferencia entre trabajo productivo y trabajo improductivo, que por lo demás es propia del modo de producción capitalista. La diferencia que encontramos ahora es entre trabajo libre y trabajo no libre. El trabajo es libre en tanto no es sólo un medio para la satisfacción de una necesidad. La real riqueza que produce el trabajo humano libre es la afirmación del hombre como ser genérico, que transforma su propio mundo, trascendiendo las medidas de la necesidad física.
Esto muestra que en el análisis marxista de las relaciones sociales no se glorifican las relaciones económicas, sino que, al contrario, se propone que estas han de asumir, en el proceso de emancipación del hombre, una forma en la cual reduzcan su papel en la vida del hombre. Esto implica que el materialismo de Marx tiende a su propia superación, al igual que la ley del valor que regula los intercambios económicos en las sociedades burguesas debe ser superada también.
Esta exaltación del trabajo en el proceso de emancipación humana y despliegue del espíritu ha sido criticada por varios pensadores que creen ver en Marx la intención de convertir al mundo en un gran taller de producción y que se queda en la valoración del hombre como un homo faber. Una de las más destacadas críticas ha sido Hannah Arendt, que se despacha con este párrafo a propósito de la función que, según ella, Marx le atribuye al trabajo en su proyecto de humanidad:
Una sociedad de masas laborantes, como la concebía Marx al hablar de la “humanidad socializada”, consta de seres genéricos, de ejemplares del género humano que no pertenecen al mundo, lo mismo si por la violencia de otros se vieron reducidos a tal situación de esclavos domésticos que si cumplen voluntariamente sus funciones como trabajadores libres (Arendt, 1961, p. 249).
Recientemente la filósofa francesa Dominique Medá (1998) ha recuperado la crítica de Arendt, casi repitiéndola, sin reparar la dimensión crítica del pensamiento de Marx con respecto a la función histórica del trabajo. Como Arendt, Medá se limita a criticar el hecho de que en los Manuscritos Marx hubiera asumido el trabajo, desde una perspectiva ontológica o antropológica, como la esencia del ser humano. En este sentido, Medá, igual que Arendt, oponen al trabajo (en su dimensión económica), la actividad política como la posibilidad de formación de una sociedad democrática y libre.
Bastaría prestarle un poco más de atención al siguiente pasaje de Marx en El Capital, para dudar de que tal crítica sea justa con el pensamiento del alemán:
En verdad, el reino de la libertad sólo comienza en el punto en que cesa el trabajo determinado por la necesidad y la necesidad exterior; reside, por consiguiente, según la naturaleza de la cosa, más allá de la esfera de la producción propiamente dicha. Así como el salvaje debe luchar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para conservar su vida y reproducirse, también debe hacerlo el civilizado, y ello ocurre en todas las formas de sociedad y bajo todos los modos posibles de producción. A medida que el hombre se desarrolla se amplía este reino de la necesidad natural porque también se amplían sus propias necesidades, pero al mismo tiempo se expanden las fuerzas productivas que las satisfacen. La libertad en este terreno sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente su intercambio orgánico con la naturaleza, lo pongan bajo su control común, en lugar de ser dominados por él como por una potencia ciega; y que lo hagan con el mínimo empleo de energía y en las condiciones más dignas y adecuadas a su naturaleza humana. Pero este sigue siendo un reino de la necesidad. Más allá de él comienza el desarrollo de las capacidades humanas- que vale como fin en sí mismo-, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre la base de aquel reino de la necesidad. La reducción de la jornada de trabajo constituye su condición fundamental (Citado por Schmidt, 1982, pp. 157-158).
En primer lugar, vemos cómo Marx aboga denodadamente por la reducción del tiempo de trabajo como condición indispensable para la emancipación humana. Y esta reducción depende, en gran medida, del desarrollo técnico. Pero aquí Marx habla de una reducción del tiempo de trabajo como una condición para la libertad humana, no para el incremento de la ganancia económica. El desarrollo de la técnica es el elemento que le permite al hombre reducir el reino de la necesidad al que inevitablemente está sometido, en pro de una ampliación del tiempo libre. En esta medida la teoría económica marxista es una teoría del tiempo libre. Pero para que el desarrollo técnico efectivamente sirva de base a la libertad del hombre, es indispensable una transformación de la organización social y del proceso de producción.
Habría que preguntarse si aquella actividad que se realiza no orientada ya a la subsistencia puede efectivamente llamarse trabajo. Medá reconoce que en Marx existe aquí un uso ambiguo del concepto trabajo, pero se queda en la mera enunciación como prueba de la inconsistencia de Marx, sin intentar conectar con otros momentos de la obra de Marx en donde la actividad humana, por fuera de su dimensión económica, cobra otra significación. Así, Medá termina sacando una conclusión que cierra el paso a cualquier análisis positivo:
El pensamiento marxiano es, acaso, el que con mayor claridad y coherencia establece y argumenta la enorme distancia que separa el trabajo real del ideal: solo una profunda revolución que afecte al mismo tiempo la propiedad de los medios de producción, los mecanismos para determinar la producción social y el avance de los progresos “tecnológicos” podrá “desalienar” el trabajo. Mientras tanto, mientras se espera la llegada de la revolución, el objetivo ha de ser la reducción del tiempo dedicado al trabajo (Medá, 1998, p. 92).
Pero la reducción de la jornada de trabajo no es en Marx el premio de consolación mientras llega la revolución, tal como pretende aquí Medá. La reducción del tiempo de trabajo necesario para la subsistencia es ella misma una condición de la emancipación y deberá llevarse a cabo incluso en sociedades no capitalistas. De hecho, en una sociedad capitalista la reducción del tiempo de trabajo sin cambio alguno de las relaciones sociales de producción lo que hace es someter más a los trabajadores al sistema, tal como demostró Adorno en su análisis de la Industria cultural (Horkheimer y Adorno, 1998) y en otros ensayos.
Más bien la desalienación del trabajo tiene que ver con la transformación de las relaciones sociales de producción más que con el desarrollo técnico. Este último abre otras dimensiones a la actividad humana, si esta no se mantiene circunscrita a las condiciones alienadas que impone el capitalismo a toda actividad (no solo al trabajo). Y es que, a diferencia de Engels, Marx no considera que la socialización de los medios de trabajo sea suficiente para saltar del reino de la necesidad al de la libertad. Para Marx, el reino de la libertad no elimina el de la necesidad, sino que antes lo conserva en sí como un momento imposible de anular.
El hecho – escribe Schmidt, siguiendo el análisis de Marx- de que la configuración más racional de la vida pueda en verdad limitar el tiempo de trabajo necesario para su reproducción, pero no eliminar del todo el trabajo, refleja la dualidad del materialismo marxista. Aunque en una sociedad sin clases una parte de la humanidad no puede utilizar a la otra para apropiarse de la naturaleza, la necesidad de dominar la naturaleza sigue siendo un problema aún para los hombres solidariamente unidos. Marx no deja de insistir en que el trabajo no puede ser suprimido (Schmidt, 1982, p. 164).
La utopía marxista de la sociedad futura siempre estuvo cruzada a lo largo de todas sus etapas por una idea fundamental: la emancipación de la vida humana en todos sus aspectos. En tiempos de su madurez, cuando ha realizado su investigación económica, Marx comprende que la posibilidad de tal emancipación depende de la reducción de la jornada de trabajo. Pero esta es una idea que ya está presente desde 1847 en Trabajo Asalariado Y Capital. Así la expresa allí:
El tiempo es el espacio del desarrollo humano. Un hombre que no tiene a su disposición ningún tiempo libre, cuyo tiempo vital, dejando de lado las interrupciones meramente físicas para el sueño, las comidas, etc., es usurpado a través de su trabajo para el capitalista, es menos que una bestia de carga (Citado por Schmidt, 1982,p. 164).
El problema de la libertad humana en Marx está condicionado, pues, por el tiempo libre. Y este problema no desaparece en una sociedad más racional en la medida en que en esta sociedad la diferencia entre la esfera vital económica y la esfera extraeconómica persiste. Pero dado que el desarrollo de las fuerzas productivas le permite al hombre dedicar una parte cada vez más pequeña de su tiempo al trabajo para la subsistencia, la diferencia entre estas dos esferas pierde parte de su carácter absoluto. Por otro lado, en la sociedad racional se elimina la división que hasta hoy ha imperado en la humanidad entre el trabajo para otros y el “no trabajo” y esto implica que ya en todos los dominios el hombre está activo para sí y no para otros.
Por lo demás, la cultura ya no es la contraparte del trabajo material. Cuando se supera el carácter alienado del trabajo que impera en la sociedad burguesa ya no tiene sentido la idea de que el trabajo es una maldición y el reposo es lo que se identifica con la libertad. Así, inclusive el trabajo que se realiza en el reino de la necesidad para extraer de la naturaleza lo necesario para la reproducción de la vida humana recupera su sentido de autorrealización humana tanto como el trabajo realizado en el reino de la libertad. Lo que ha desaparecido es la distinción entre tiempo de trabajo y tiempo libre en el sentido del trabajo al servicio del capitalista y de la reproducción del capital.
La diferencia entre tiempo de trabajo dedicado a la subsistencia y aquel dedicado al despliegue de las potencialidades humanas persiste, pero su carácter ya no es absolutamente antagónico. Pues cuando el trabajo es libre y se disfruta, se abre también a la capacidad imaginativa y creativa de los seres humanos. Quien produce valores de uso para la satisfacción de sus propias necesidades o de su comunidad no tiene cerrados los sentidos ni obstruidas las posibilidades para desplegar su creatividad en dicha actividad. Piénsese no más en el que dispone de los conocimientos y recursos necesarios para construirse su propia casa y pone en ello toda la dedicación y el ingenio posibles.
No obstante, la reducción del tiempo de trabajo y la energía para la subsistencia les garantiza a los individuos desplegar sus actividades lúdicas, creativas, artísticas, etc., en escenarios no explorados hasta ahora que, sin embargo, pueden significar muchísimo en el desarrollo mismo del ser humano y la construcción de una sociedad mejor. El concepto que engloba tanto el trabajo para la subsistencia como aquel desplegado por fuera de dicho ámbito es el de praxis, y lo desarrolló Marx en Ideología alemana y en sus Tesis sobre Feuerbach. En esta praxis cabe también la política, por la que abogan Medá y Arendt, y muchas otras formas de la actividad humana en las que los seres humanos construimos nuestro mundo soñado.
El concepto de praxis es una de las aportaciones más genuinas de Marx a la filosofía y tiene el sentido de una actividad vital que combina la teoría y la práctica, el conocimiento de la realidad y su transformación, no es otra cosa que actividad vital, la vida productiva misma. Por eso la filosofía de la praxis es la premisa de la concepción de la historia en Marx. Según Marx, el materialismo que le precedía, incluyendo el de Feuerbach, sólo consideraba la realidad, lo sensible, como objeto o bajo la forma de intuición,pero nunca como actividad humana sensible, como praxis. Y justo por eso este materialismo no alcanza a comprender la importancia revolucionaria de la actividad práctico-crítica. De otro lado, asegura Marx, la doctrina materialista que hace de los hombres sólo el resultado de las circunstancias y de la educación olvida que precisamente las circunstancias son transformadas por los hombres y que el mismo educador es, en el proceso de educar, educado. Tal como lo expresa Rodolfo Mondolfo (1969), esta coincidencia de la modificación de las circunstancias con la autotransformación del hombre sólo puede ser comprendida como esa praxis que se subvierte, es decir, praxis revolucionaria.
El hecho precisamente- escribe Marx contra Feuerbach- de que el fundamento terrenal se separe de sí mismo para plasmarse en un reino independiente que flota en las nubes, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la contradicción de este fundamento terrenal, por su contradicción consigo mismo. Por ende, es necesario tanto comprenderlo en su propia contradicción como revolucionarlo prácticamente. Así, pues, por ejemplo, después de descubrir la familia terrenal como el secreto de la familia sagrada, hay que aniquilar teórica y prácticamente la primera (Marx, 1975, p. 666).
La última tesis de Marx en este comentario a Feuerbach es sencillamente contundente: Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diferentes maneras; pero de lo que se trata es de transformarlo (Marx, 1975, 668).
Es importante comprender que a la base del desarrollo histórico, en sus orígenes y en sus raíces, está la necesidad humana. Y ahí es en donde encontramos el paso de la naturaleza a la sociedad, o del naturalismo a la historia, al combinar la necesidad humana con la praxis. En Feuerbach, y en todo el materialismo precedente, la historia había sido concebida sólo como la relación de la humanidad con la naturaleza y no también consigo misma y con la propia actividad precedente, creadora de relaciones y de formas sociales. Asumiendo como punto de partida este materialismo de Feuerbach y complementándolo con el influjo del historicismo de Hegel, Marx realiza la transición de la naturaleza a la historia.
Con el acicate de la necesidad -escribe Mondolfo a propósito de esta transición-, como opinaba también Feuerbach, la humanidad lucha y supera paso a paso los obstáculos, modifica las condiciones naturales, inicia su historia. Historia, es decir, proceso de desarrollo y de transformación, que continuamente se revuelve en sí mismo. Ya para Feuerbach la necesidad que mueve a los hombres no es, como a veces para el naturalismo, una repetición siempre idéntica del hambre, de la sed y de las otras necesidades naturales, de modo que por la renovación constante de los mismos estímulos no podría generarse nunca sino las mismas acciones. La repetición estática era sustituida por el desarrollo dinámico de necesidades siempre nuevas, brotando infinitamente de las condiciones ya alcanzadas... (Mondolfo, 1969, p. 74).
Pero, además, para Marx, la conciencia de las necesidades no surgía sólo de la exterioridad de la naturaleza, sino ante todo de la misma interioridad de la sociedad humana, de las formas en que en ella se tejen las relaciones y las condiciones que ella construye. Las necesidades humanas son, ante todo, necesidades sociales; así, el impulso para el movimiento y la transformación no es sólo exterior sino aún más del interior de las asociaciones humanas. La necesidad ya no es sólo exigencia natural sino ante todo fuerza generadora y motora de la historia.
De este modo, en la dinámica de la historia, que se desarrolla bajo el impulso de la necesidad, Marx encuentra una necesidad fundamental entre todas: la necesidad económica. Pero esta es siempre una necesidad del hombre, no separada ni independiente de él; la economía es y no puede ser más que obra humana, al igual que la religión, tal como en su momento lo denunciaba Feuerbach. Por eso Marx ataca la economía clásica que pretende convertir las categorías económicas en eternas e inmutables, dominadoras inflexibles del hombre. Marx ve en la economía un proceso histórico, que al igual que la religión es obra del hombre; pero que, también igual que la religión, al ser separada e independizada de él, se inmoviliza y se convierte en mito, como categoría eterna. Sólo cuando la economía se una con el hombre, es decir, con la humanización de las relaciones económicas, esta entrará en el orden del devenir histórico. La superación del fetichismo -que es también la superación de la enajenación del hombre en su trabajo- es en buena medida la conquista de la praxis como actividad humana libre, es decir, del trabajo como actividad vital del hombre. Esta, como actividad vital, es consciente; lo que significa sobre todo que el hombre es consciente de que su actividad está ligada a las condiciones reales, que estás condiciones determinan en buena medida las posibilidades y la dirección de su acción, pero que a la vez esta acción modifica también las condiciones.
Sólo ahora, después de haber desarrollado este concepto de la praxis en Marx, podemos entender plenamente las afirmaciones que se anunciaban en los Manuscritos acerca del trabajo cuando ha superado su forma enajenada. Sólo así tiene pleno sentido, al asimilar el concepto de trabajo con el de la praxis social, que la producción en donde el hombre se afirma es precisamente la producción de su vida genérica. Mediante la praxis, que es el trabajo libre y autónomo, el hombre descubre, transforma y reproduce la naturaleza entera, es decir la realidad, y con ello se transforma a sí mismo, se produce a sí mismo. Por tanto, lo que hace el hombre en su praxis es producirse a sí mismo. Cuando esta praxis ocurre en condiciones alienadas reproduce la alienación, cuando se desarrolla de manera consciente y autónoma abre las condiciones de posibilidades para el despliegue de la humanidad en el hombre, para la construcción de un mundo plenamente humano.
Queda abierta la cuestión de cómo se configurarán las relaciones entre los hombres una vez libre de la coerción económica, y qué posibilidades ofrece para una relación nueva del hombre con la naturaleza. Por lo menos en la utopía de Marx no está ni mínimamente considerada la posibilidad de un retorno ingenuo a la naturaleza. La sociedad más racional que prevé Marx conserva en sí, superado, todo el desarrollo tecnológico ocurrido hasta ahora, que es lo que le permite al hombre en primera instancia ahorrar tiempo de trabajo y, por tanto, es el primer paso en el camino de su emancipación en todos los aspectos. Por lo demás, ese retorno es imposible, en la medida en que la inmediatez proveedora de la naturaleza nunca ha existido.
Los que hasta ahora se quejan de un saqueo inmisericorde de la naturaleza, lo hacen, no obstante, preocupados por razones de eficiencia económica y no por la naturaleza misma, incluyendo las preocupaciones ecológicas preponderantes hoy en el análisis económico. Y, sin embargo, tal como señala Engels en su Dialéctica de la Naturaleza, todos los modos de producción conocidos hasta hoy se han desarrollado teniendo en cuenta los efectos útiles inmediatos del trabajo, mientras sus consecuencias se manifiestan sólo más tarde y de forma repetitiva y acumulativa. Estos efectos han sido siempre pasados por alto. Las Sociedades futuras no podrán dejar de usufructuarse de la naturaleza, pues de ello depende su subsistencia, pero tendrán que considerar también los efectos a distancia del trabajo ejercido sobre la naturaleza, cerrarle el paso a la posibilidad de que la naturaleza misma se vengue. En esta medida, las preocupaciones ecológicas son ineludibles hoy. Dado que la naturaleza sólo puede ser dominada sometiéndose a sus propias leyes o cuando se coincide con ellas, el desarrollo de la producción futura tendrá que tomar muy en serio las capacidades y las leyes de regeneración de la naturaleza.
No obstante, una sociedad en donde las relaciones entre los hombres se han transformado hasta el punto de humanizar las relaciones económicas, cuyo régimen de intercambio social ha dejado de estar mediado por perspectivas económicas, puede ofrecer también la posibilidad de un cambio de mirada hacia la naturaleza y en las formas del intercambio orgánico asumido. En la medida en que la acumulación de capital como el móvil del trabajo es superado, no sólo cesa la explotación del hombre por el hombre, sino que la presión sobre la naturaleza disminuye y puede ceder paso a una nueva relación. Al superarse también la oposición entre el tiempo de trabajo para la subsistencia material y el tiempo para la realización cultural y espiritual, se exploran y priorizan otros espacios de relación con la naturaleza, pero, además, se asume ese trabajo de subsistencia material también desde la perspectiva de la realización, sin el resentimiento que caracteriza el trabajo alienado y sin la urgencia que caracteriza a la producción en la sociedad burguesa, que ha llevado a quebrantar los propios ritmos de regeneración de la naturaleza.
Una sociedad – escribe Schmidt- que por cierto siguiera alimentándose mediante su intercambio orgánico con la naturaleza, pero que al mismo tiempo estuviera estructurada de manera que pudiera renunciar a la explotación excesiva de ésta, permitiría hacer resaltar aún más claramente... que la naturaleza es también algo existente en sí, independiente de la intervención manipuladora de los hombres” (Schmidt, 1982, p.164)
Eso implicaría dejarle un cierto grado de autonomía a la naturaleza misma, dejar un espacio libre para contemplar la naturaleza sin que medie en esa contemplación siempre la idea de utilidad.
Según Marx, en el trabajo adecuadamente organizado, es decir, en una sociedad más racional, la naturaleza se exhibe en un aspecto más diferenciado, no se muestra como en un laboratorio, según la pregunta planteada, sino que en el trabajo humano la naturaleza se presenta también como algo cualitativamente determinado, como el cuerpo mismo de los hombres, para la apropiación y transformación. Por esta comprensión cobra sentido la afirmación de Benjamin, que sigue en esto más a Fourier que a Marx, según la cual la actividad humana hace parir a la naturaleza "Las creaciones que dormitan como posibles en su seno" (Benjamin, 2010, 26) y la ayuda a expresar lo que ella es en sí.
Lo que hay que salvar, entonces, según Schmidt, es la esperanza de que los hombres en una sociedad donde la relación con los otros deje de estar mediada por una utilidad económica, deje también a las cosas exteriores, a la naturaleza, algo de su autonomía. Pero esta nueva relación con la naturaleza está condicionada por una transformación de las relaciones entre los hombres, donde el intercambio social esté determinado precisamente por el principio de la desigualdad natural que hay entre los hombres; cuando el trabajo y la productividad dejen de ser el patrón para medir el grado de disfrute de los bienes sociales a que tiene derecho un individuo, y este disfrute esté determinado más bien por sus necesidades, sin importar que con frecuencia quienes mayores necesidades tienen son aquellos que disponen de menos capacidades para el trabajo.
A manera de conclusión: Posibilidades abiertas y cerradas
Las condiciones técnicas para reducir el trabajo implicado en la subsistencia están dadas desde hace mucho tiempo. El propio Marx lo había vislumbrado y lo dejó registrado en los Grundrisse, borradores de El Capital, en el aparatado que habla de la subsunción real del trabajo al capital. Según escribe aquí Marx, el desarrollo técnico en la sociedad capitalista avanza hacia la configuración de una gran máquina o un sistema automatizado de máquinas. “La inserción del proceso laboral como mero momento del proceso de valorización del capital es puesta también desde el punto de vista material, por la transformación del medio de trabajo en maquinaria y del trabajo vivo en mero accesorio vivo de esa maquinaria, en medio para la acción de esta” (Marx, 1972, 220). Aquí se evidencia cómo la configuración del sistema productivo en una gran maquinaria lleva a su máxima expresión el sometimiento del trabajo al capital, pero al mismo tiempo quebranta la ley del valor, porque el trabajo vivo, que era el fundamento de esta, pasa a ser un elemento insignificante, un accesorio, en este sistema automatizado de maquinarias. Y Marx continúa:
Por cuanto la maquinaria, además, se desarrolla con la acumulación de la ciencia social, de la fuerza productiva en general, no es en el obrero sino en el capital donde está representado el trabajo generalmente social. La fuerza productiva de la sociedad se mide por el capital fixe, existe en él en forma objetiva y, a la inversa, la fuerza productiva del capital se desarrolla con ese progreso general, del que el capital se apropia gratuitamente (Marx, 1972,p. 221).
Así, el propio capital sienta, en su desarrollo, las bases para que la producción de la riqueza y la satisfacción de las necesidades humanas ya no tengan que depender del trabajo humano sino de la maquinaria, que, además, es el resultado de todo el conocimiento e ingenio social, apropiado por el capital; este se alimenta ya más de la inteligencia social y la imaginación colectiva que del trabajo corporal y mecánico. Ello podría y debería traducirse en la liberación del tiempo y la energía de los seres humanos para desarrollar en la práctica otras potencialidades como las espirituales, del intelecto, el arte y la imaginación, incluso para el despliegue de la dimensión socioafectiva. Pero mientras el desarrollo de la maquina esté en función de la acumulación de capital no puede significar para los trabajadores sino mayor sometimiento, precarización y miseria.
Esto lo vislumbraba Marx en 1857 y desde entonces la gran maquinaria no ha dejado de desarrollarse cualitativamente. El proceso se expresa en una automatización creciente de la producción y en la preponderancia del trabajo inmaterial (hoy en relación con la inteligencia artificial) frente al material, que era la sustancia del valor. Sin embargo, dicho proceso ha redundado en estrategias de mayor sometimiento del trabajo al capital y mayores tragedias para los trabajadores, pues la gran maquinaria en vez de reducir para la sociedad en general el tiempo de trabajo necesario incrementa el desempleo. Hoy es evidente que la economía capitalista para mantener la producción actual solo necesita usar una parte insignificante de la fuerza de trabajo disponible en la sociedad. En una sociedad organizada racionalmente esto podría significar que cada uno de nosotros tendríamos que dedicar una porción ínfima de nuestras energías para la subsistencia y dispondríamos de gran cantidad de tiempo y energía para el despliegue de otros ámbitos de la actividad y potencia humana.
Este tema ha sido ampliamente desarrollado en los últimos años por pensadores postmarxistas como Anrdré Gorz. En su libro Miserias del presente, Riqueza de Lo Posible, Gorz evidencia algunos procesos de organización contemporánea del trabajo que, bajo la divisa del desarrollo de la autonomía y mejores condiciones para el desarrollo del individuo, se ocupan sobre todo de potenciar la productividad de estos individuos al servicio de la empresa. Tal es la filosofía del postfordismo. El posfordismo intentaba darle salida a un problema para el cual la organización fordista del trabajo en las empresas aparecía más bien como un obstáculo: cómo lograr mayores niveles de productividad ante una demanda estancada.
En principio pareciera que el posfordismo imprimiera efectivamente una enorme transformación en las relaciones del trabajador con su trabajo y con el producto de su trabajo, pareciera sentar las bases para la superación del trabajo alienado; por lo menos las tres condiciones básicas para ello estaban ya realizadas en parte. Primero, en la auto-organización los trabajadores se vuelven sujetos de la cooperación productiva; segundo, este proceso de cooperación vivido por cada trabajador como generador de su desarrollo le permitía desarrollar sus facultades y capacidades que podía poner en acción autónomamente durante el tiempo libre; por último, el trabajo se objetivaba en un producto que cada trabajador reconocía como el sentido y el fin de su actividad.
Pero, según lo demuestra Gorz, tal superación del trabajo alienado era mera ilusión. La última condición, sobre todo, presentaba límites insuperables. Y es que las decisiones de producción y la definición del producto que habría de producirse seguían siendo función exclusiva de los representantes del capital. En última instancia, el fin del trabajo se imponía al trabajador y con ello se le arrebataba el sentido de su actividad productiva. El fin y el sentido continuaban siendo exclusivamente la valorización óptima del capital. Realmente lo que hizo el posfordismo fue encubrir las relaciones de contradicción entre el trabajo y el capital que dominan siempre el proceso de producción capitalista, cosa que se mostraba con plena evidencia en el fordismo y en el taylorismo. Con este encubrimiento el posfordismo se aseguraba que el trabajador en buena medida identificara sus objetivos con los objetivos de la empresa y estuviera dispuesto a sacrificar su propio tiempo y su salida en aras de estos objetivos empresariales. Finalmente, tal como lo muestra Gorz, sólo la superación de las relaciones de producción capitalistas permitirían realizar ese potencial liberador del trabajo que viene en germen ya en el posfordismo.
“El capital- escribe Gorz- no aplica ciertos principios más que a condición de haber podido precaverse de antemano contra el uso autónomo, por parte de los obreros, de las parcelas de poder que se les fueron concedidas” (Gorz, 1998, 42). Gorz denuncia que en las empresas que aplicaron los principios posfordistas, tanto en Japón como en Estados Unidos y Europa, se cuidaron primero de no contratar más que jóvenes, sin ningún pasado sindical. En algunas empresas incluso se imprimió en el contrato de trabajo el compromiso de no participar en huelgas ni adherir a algún sindicato. Es decir, no contrataban sino obreros sin identidad de clase, desarraigados incluso de la sociedad global.
A cambio- escribe Gorz- ofrecen a sus jóvenes obreros una “identidad de empresa” que tiene su origen en la “cultura de empresa”. En una sociedad en vías de descomposición, en la cual la búsqueda de una identidad y de una integración social se ve constantemente frustrada, el joven obrero puede encontrar en la “cultura de empresa” y en el “patriotismo de empresa” que la firma le inculca un sustituto de pertenencia a la sociedad global, un refugio contra el sentimiento de inseguridad. La firma le propone el tipo de seguridad que ofrecen las órdenes monásticas, las sectas, las comunidades de trabajo: le pide que renuncie a todo- a toda otra forma de pertenencia, a sus intereses e incluso a su vida personal, a su personalidad- para darse en cuerpo y alma a la empresa que, a cambio, le dará una identidad, una pertenencia, un trabajo del que puede estar orgulloso: se convierte en miembro de una “gran familia”. El lazo con la empresa y el colectivo de trabajo de la empresa se convierte en el único lazo social, absorbe toda la energía, moviliza toda la persona del trabajador y contiene para éste el peligro de la pérdida total de sí en caso de que deje de merecer, por la excelencia indefinidamente creciente de su desempeño, la confianza de la firma, la consideración de sus compañeros de equipo (Gorz, 1998, p.47).
La empresa posfordista cumple a la vez el papel de un control social reforzado. En el fordismo es evidente la relación antagónica entre la empresa y los trabajadores, y por tanto la necesidad de llegar a acuerdos consensuados. El trabajador no pertenece a la empresa, sino que sólo presta un servicio expresamente definido en su contrato de trabajo. El resultado de la producción no involucraba el compromiso subjetivo de los trabajadores; éstos, como sujetos seguían perteneciéndose a sí mismos, a una clase determinada y a la sociedad. Es decir, todavía podían sustraer a la instrumentalización productiva una parte importante de sus energías.
Aceptan su alienación- escribe Gorz- bajo condiciones, en una esfera circunscripta por la acción y la negociación colectivas y por el derecho de trabajo. La dinámica conflictiva de la relación de producción fordista va en el sentido de una limitación cada vez más estrecha del espacio-tiempo del que el capital puede disponer para la explotación del trabajo y de las modalidades de esta explotación. Esta dinámica es la que se bloquea, luego se invierte en el posfordismo (Gorz, 1998, p.48).
Invocando la divisa de la “competitividad” el posfordismo recupera para la empresa un espacio cada vez mayor del tiempo y de los propósitos del trabajador, plantea que la pertenencia de éste a la empresa debe estar por encima de su pertenencia a la sociedad y a la clase, compra la devoción de la persona y limita su horizonte al de la empresa. El posfordismo desarrolla todas las capacidades y el ingenio de la persona de una forma instrumentalizada, sólo en función de la productividad en la empresa.
La subjetividad que se despliega allí es lo contrario de una subjetividad libre, opuesta al “mundo de las cosas”, pues (...) su mundo vivido está circunscripto por el sistema de fines y valores de la empresa (...) No queda aquí ningún espacio físico ni psiquíco que no sea ocupado por la lógica de la empresa (Rivelli, citado por Gorz, 1998, p.49).
El posfordismo retrocede las relaciones del trabajador con el patrón casi a condiciones de esclavitud o peores. Es toda la persona del trabajador la que está sometida a la empresa: su actitud de pensar y actuar, su “existencia genérica”ii
También Samir Amín explora los desarrollos del capitalismo en la automatización de la producción y las consecuencias respecto a la emancipación humana y concluye que el avance hacia una sociedad mejor debe entrañar hoy ante todo una revolución cultural.
Así como el punto de partida del capitalismo fue la inversión de los factores dominantes, al colocar los económicos (la ley del Valor) por encima de los político-ideológicos (en los que el Estado absolutista y la alienación metafísica validaban su racionalidad) en mi opinión el comunismo resulta inconcebible a menos de que los factores culturales (y hago énfasis en que la palabra es culturales y no ideológicos) tomen el lugar de los económicos (proceso que por esta razón he llamado el marchitamiento de la ley del valor) (Amin, 1999, p.78).
Según Amín, los factores culturales deben tomar el lugar de los económicos y los políticos, entre otras cosas porque los experimentos socialistas que han hecho énfasis en lo político sólo han encubierto el predominio que seguía teniendo la ley del valor. Todo ello basados en una interpretación de un comentario de Marx bastante confuso a propósito de la Comuna de Paris. En este comentario Marx proponía que la sociedad de transición debía reafirmar la importancia del factor político bajo la figura de Dictadura democrática del Proletariado. Esta figura, según Amin, se concretó en la forma todavía más sospechosa del Estado soviético y el Estado chino, que dieron origen a una economía estatal planificada, a la cual Amín define como un “capitalismo sin capitalistas”, o como la sociedad donde el Estado es el único capitalista.
Así que, en realidad- escribe Amin-, la economía planificada preservó el “factor económico”, es decir, el dominio de la ley del valor, como el mismo Stalin lo reconoció en 1950, y esa dictadura del valor -sobre la cual se basa la supremacía del factor económico- no es incompatible con la retórica que confiere un lugar preferencial a la argumentación política, ni con los panegíricos del Estado y de la planeación centralizada que adelanta a favor del pueblo (Amín, 1999, p. 79).
Resaltar el factor político implica una cosa muy distinta a lo realizado en los Estados “socialistas”, según Amín. “Implica una crítica fundamental a la dictadura de la ley del valor como base de la civilización y de la cultura del mundo capitalista moderno, y no sólo como base de aquellos aspectos de la vida social regidos directamente por las decisiones económicas” (Amin, 1999, 79). La idea, entonces, es lograr que las distintas dimensiones de nuestra vida estén gobernadas cada vez menos por la ley del valor, por la racionalidad económica. Eso es lo que Samir Amin llama marchitamiento de la ley del valor. Pero esta superación de la dictadura de la ley del valor tiene que surgir también de la propia evolución de la sociedad capitalista. La pregunta que se plantea Amin es si efectivamente esta posibilidad aparece hoy como una necesidad objetiva en la evolución real de la sociedad. Con el propósito de resolver esta cuestión Amin aborda el problema de las transformaciones que ha sufrido la ley del valor en la sociedad actual. Y encuentra que esta efectivamente puede aparecer debilitada por la creciente integración de las economías corporativas, la oligopolización y la creciente automatización cibernéticas de la producción en grandes ramas de la economía, con lo cual los intercambios terminan centrados en el interior de las corporaciones, donde no rige ya la ley de precios. Esta transformación del valor tendría enormes repercusiones políticas e ideológicas, pero en sí el concepto de valor permanecería, en la medida en que la sociedad siga estando dominada por la alienación económica. La alienación del mercado, según Amin, sólo puede superarse en la medida en que se logre una estructura de poder auténticamente democrática, donde las decisiones de producción sean definidas por la colectividad y no por una minoría que en su nombre hace prevalecer las leyes económicas en estas decisiones. De lo contrario, la ley del valor, aunque transformada, seguirá ejerciendo su dictadura sobre toda la vida social.
Por medio de su evolución interna, el capitalismo socializa el proceso de producción, aunque lo hace sin ser en sí mismo capaz de dar el paso final requerido: la transformación del sistema político, ideológico y social de una democracia emancipada de la alienación del mercado (Amin, 1999, p. 79).
El proceso debe apoyarse en las tendencias históricas del capitalismo actual.
La estrategia de transición por la que abogo -escribe- no es voluntarista en el sentido clásico de la palabra (sinónimo de “alejado de la realidad”); se basa más bien en la idea de que la historia está siempre abierta a posibilidades divergentes y que da espacio para opciones alternativas igualmente posibles, cuya confrontación en el campo de las verdaderas luchas y proyectos de cambio social es el fundamento de su credibilidad y, en última instancia, de su legitimidad (Amin, 1999, p. 100).
Lo que se pregunta Amín es cómo las fuerzas que en la actualidad se enfrentan están moldeando el futuro. Y en buena medida considera que las metamorfosis que sufre la ley del valor pueden ser utilizadas para aniquilar en buena medida su poderío; pero ello no sucederá por la propia evolución del capitalismo, sino que tienen que intervenir nuevas fuerzas sociales que canalicen su transformación a partir de una praxis consciente y revolucionaria.
La revolución tecnológica, la computarización y la automatización cibernética han iniciado ya un proceso de metamorfosis del valor, abriendo la posibilidad de que su impulso dictatorial se marchite. La constante socialización de los procesos laborales ha alcanzado ya un nivel en el cual la ley del valor ha comenzado a agotar su racionalidad económica como norma de distribución y medida de riqueza...(Amin, 1999, 104).
En este sentido sostiene Gorz, en la misma línea de Marx y Samir Amin, que el desarrollo de los conocimientos, de la imaginación, de la cultura, etc., que puede ser resultado ante todo del tiempo libre, tiene que trascender su función productiva (económica) y convertirse en un fin en sí mismo, como autonomía moral, política, cultural y existencial. En esta misma línea se ubica parcialmente Amartya Sen (2000), uno de los más renombrados economistas de finales del siglo pasado, cuando sostiene que el fin del desarrollo son las libertades fundamentales y que estas libertades son fines en sí mismos y no como medios para incrementar la productividad, aunque la productividad también surja como consecuencia de esta libertad, es una consecuencia secundaria. Aunque sea accidentalmente, Amartya Sen coincide por lo menos en la proyección de la propuesta marxista, también sus argumentos apuntan a relegar la primacía de la dimensión económica sobre la vida de los individuos humanos. Lo importante es que todas estas transformaciones deberán abrir un abanico de posibilidades para la praxis humana liberada, de manera que trascienda definitivamente la condición alienada del trabajo y se manifieste en dimensiones cualitativamente muy distintas a las de la mera subsistencia.
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Notas

