Revisiones Documentales

Educar desde el amor

EDUCATE FROM LOVE

Any Sofía Montero Sopilca
Universidad Pedagogica Experimetal libertador (Venezuela ), Venezuela
Luis Alfredo Garcia Montero
Universidad Pedagogica Experimetal libertador (Venezuela ), Venezuela
Lewin José Pérez Plata
Universidad Pedagogica Experimetal libertador (Venezuela ), Venezuela

REVISTA EDUCARE

Universidad Pedagógica Experimental Libertador, Venezuela

ISSN: 1316-6212

ISSN-e: 2244-7296

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 25, núm. 1, 2021

revistaeducareupelipb@gmail.com

Recepción: 12 Enero 2021

Aprobación: 25 Marzo 2021



Resumen: Este estudio es producto de un proceso de análisis documental, cuyo propósito fue generar reflexiones en torno a la acción formativa desde la óptica del amor, vislumbrándose como un acto lleno de vocación, cuyo hecho se concreta a través de la donación del ser que sólo puede ser percibido desde la alteridad con el otro. Para ello fue necesario analizar, valorar y discutir algunos aspectos teóricos-filosóficos relacionados con la acción transformadora de la educación, el amor visto de la labor educativa y la educación integral, cánones y escenarios de esta relación. Se realizó un acercamiento a la dimensión del amor y cómo éste ha sido definido en la trascendencia compleja del hombre. Seguidamente se disertó acerca de la concepción de la educación desde el amor. Finalmente, se expone un apartado referido a la integralidad del individuo en el acto de ser educado desde y para el amor. Finalmente, las reflexiones apuntan hacia una formación integral alcanzada desde el amor.

Palabras clave: Educar, amor, integralidad.

Abstract: This study is the product of a process of documentary analysis, whose purpose was to generate reflections around the formative action from the perspective of love, glimpsing itself as an act full of vocation, the fact of which is realized through the donation of being that can only be perceived from the perspective of alterity with the other. To do this it was necessary to analyze, evaluate and discuss some theoretical-philosophical aspects related to the transformative action of education, the love seen of educational work and integral education, songs and scenarios of this relationship. An approach was made to the dimension of love and how it has been defined in the complex transcendence of man. He then learned about the conception of education from love. Finally, a section concerning the integrality of the individual is presented in the act of being educated to and from love. Finally, the reflections towards a comprehensive formation reached from love.

Keywords: Educate: love, integrality.

Introducción

Educar es uno de los actos más significativos en la vida del ser humano, además de representar una de las tareas más complejas en la evolución del individuo. Todo ello, puede ser apreciado en el término de educar, el cual recoge en sí mismo una diversidad de consideraciones del accionar, situación que nos lleva a reflexionar en el grado de importancia de esta labor. De tal forma, que preguntarnos por el significado de la educación conlleva en interrogarnos por sus propósitos, por sus metas, por sus formas, teorías, contextos, por el sentido que le otorga la persona, de ahí el sentido tan complejo de esta acepción.

Tiana (2018), afirma que, la mayoría de las concepciones de la educación se direccionan hacia el fin, el cual según el autor es desarrollar las habilidades y conocimiento básicos del individuo, alcanzando de esta manera un logro que coadyuve en el desenvolvimiento de todas sus potencialidades, además de la inserción en la sociedad, hecho que no es cuestionable. Sin embargo, es imperante dirigir la mirada a los acontecimientos de la vida moderna y a la sociedad actual, en la cual podemos apreciar que el conocimiento básico por sí solo no basta.

Es imperante mencionar, que el discurso actual está enmarcado en trascender al hecho de sólo enseñar letras, números, lógica o historia. En este sentido, ya Morin en el 2001 avizoraba otro camino para la educación, la cual es más compleja de acuerdo a la dimensión inextricable del ser humano, al señalar “la necesidad de una educación que tome en consideración aspectos diferentes a los tradicionales”, (p.67) es decir, en buscar una visión más humana en la cual se conjuguen coherentemente cada una de las piezas del rompecabeza del ser en una práctica académica más apegada a la realidad.

Es aquí precisamente, cuando hablamos del elemento complejo de la educación. Educar entonces, no sólo se traduce en el desarrollo de las capacidades perceptibles al ojo humano y aquellas que en algunos casos pasan desapercibidas. Tiana (ob.cit) afirma que es momento de hacer énfasis “en otras dimensiones complementarias, como la construcción de la personalidad y de la identidad, el desarrollo de las actitudes y las emociones, la adquisición de habilidades y destrezas y el fomento de la inteligencia social” (p.1)

Esta última idea nos lleva a la reflexión y consideración de un término que congrega diferentes elementos formativos, el mismo, es el atinente a la inteligencia social, el cual según García (2019), se concibe como la capacidad de la persona desarrollada a través de los procesos comunicativo y relacional, de manera que el individuo pueda sentirse identificado y comprender con afinidad a este otro, a través de la alteridad. Es claro entonces, que esta inteligencia aun cuando está íntimamente relacionada con la inteligencia emocional no persiguen el mismo fin, sino que ambas son complementarias y que una involucra a la otra haciéndose tangible a través de la interacción y reconocimiento de ese otro.

De tal forma que, parafraseando a García (2019), que el individuo al estar en interacción con el otro y ponerse en su situación es cuando se hace presente la inteligencia emocional y se complementa con la inteligencia social, y permite “desarrollar tareas tales como la expresión, el diálogo, la escucha, la conciliación y el aprendizaje consecuente de la comunicación con otros” (p1). De tal forma, que ese proceso de alteridad, constituye en él un hecho individual pero que se hace tangible a través del colectivo, debido a que ese yo sólo existe a través del otro, quien le permite comprender el mundo desde una visión distinta a la suya y todo ello se hace perceptible desde la educación.

Esta máxima, se hace vigente a través de las palabras de Maturana (2017) al sostener que cuando vemos el educar como un acto de amor podemos figurar y otorgar al amor un espacio en el que le damos acogida a ese otro, le permitimos aparecer con su personalidad propia, en el que escuchamos lo que dice sin negarlo desde un prejuicio, un supuesto, o una teoría. De tal forma, es en esta premisa que el autor afirma que es en ese momento cuando lograremos la transformación de la educación que nosotros queremos y necesitamos para la sociedad actual, en la que el individuo se transforma en una persona reflexiva, autónoma, que toma decisiones sin dejar de ver a ese otro.

En este orden de ideas, García Campuzano (2015) afirma que el amor y la espiritualidad son dos aspectos fundamentales en la formación del aprendiz, ya que su presencia deviene en un accionar del individuo en el cual se percibe la comprensión, el crear y el transformarse. Todo ello, palpable frente a las premisas del compromiso por aprender a ser, conocer, convivir y hacer desde la reflexión. Del mismo modo, Montero y Ramírez (2020), disertan que la consideración de estos aspectos en la educación conduce a la “comprensión del ser desde su realidad, así como la del otro dentro de un contexto incierto, complejo y multidimensional, para ser y hacer un mundo moral y ético, de vías abiertas a pensarse, repensarse, adecuarse y transformarse” (p.2).

En consecuencia, el amor constituye un acto que se convierte en una condición ineludible en el hecho educativo para poder obtener mayor alcance. García Campuzano (ob.cit) afirma que la labor docente debe tener como premisa el amor, pues esto representa que ésta deja de ser una obligación, de tal forma que todo el acto de educar se convierte en una donación absoluta del ser y se verá el gozo en todo lo que hagamos, ya que educar significará para el docente la recreación a través del trabajo y en los momentos de compartir con ese otro. Toda esta idea puede ser vista en el pensamiento de Don Bosco, sacerdote salesiano que aseguraba que el acto de educar tendría mejor pronóstico si lográramos conquistar el corazón del niño a través del amor y la atención personalizada.

De tal forma, que el nivel de complejidad en el acto de educar no es una cuestión sencilla, es una herramienta capital en nuestras sociedades modernas. Es en este momento, que el pensamiento del docente debe redireccionarse a la relevancia de nuestra tarea y, sin dejar de lado las limitaciones, hacer frente con amor a nuestra acción formativa en ese otro que se interrelaciona con nosotros para aprender en un acto de interrelación e interdependencia.

La escuela del amor

Hablar del amor es remitirnos a lo más profundo de la persona, a su ser constitutivo. En este sentido, relata el Papa emérito Benedicto XVI (Carta encíclica Deus caritas est, 2005, n°5) que el epicúreo Gassendi se dirigió en forma de sátira a Descartes diciéndole: “Oh Alma”, a lo que Descartes replicó: “Oh Carne”. Este es y ha sido el dilema de la filosofía moderna y contemporánea: ¿La persona es cuerpo o es alma?

Considerando lo dicho, se debe destacar que el principio irrenunciable para poder hablar de la persona es defenderla como una unidad ontológica de su ser, su alma y su cuerpo. Desde esta premisa cualquier acto del ser humano, de la persona, comprende todo su ser ontológico: comer, beber, reír, llorar, sentir son actos propios de toda la persona, cuánto más lo es el acto de amar.

Wojtyla (San Juan Pablo II, 2011), en una de sus obras más importantes Persona et actio, siguiendo el análisis fenomenológico de Husserl, piensa en el acto humano de amar como una realidad que revela el ser de la persona. Por qué se puede descubrir a la persona desde sus actos, lo deducimos de lo descrito en el evangelio según San Mateo 15, 10-20: “lo que contamina al hombre es lo que sale de su corazón y no lo que entra en su vientre”. El mismo Jesucristo nos describe la naturaleza del hombre. Y qué decir de su ser. Asimismo, el Antiguo Testamento ya declara que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios (Gn. 1,27).

De manera que, desvelado el sentido del acto humano y su ser, podemos ensayar una respuesta al problema filosófico: el ser de la persona adquiere todo su sentido en la imagen y semejanza divina, que es un ser-en-relación y que tiene su más alta expresión en la comunión de las tres divinas personas -communio personarum divinae- (San Juan Pablo, II 1979). Junto a este ser, y como concreción de esa comunión, el acto de la persona revela aquel ser tan íntimo y especial con el cual se identifica, la comunión que es también el amor.

Al utilizar la terminología del amor, debemos ser extremadamente cuidadosos, pues en nuestros días adquiere una multiplicidad de significados que de ningún modo cubren la totalidad del mismo. Amar no es algo simplemente romántico o erótico, no hace referencia a tal cualidad de bondad de una persona con otro, ni tampoco es una simple amistad. Amar es un acto mucho más profundo. Para el cristiano, el amor alcanza su extensión más plena en el único sacrificio de la cruz de Cristo, como aquel don total de Dios Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo.

En alusión a estas encíclicas de San Juan Pablo II, señala que el amor es sentimiento de alegría que acompaña a la idea de una causa exterior que genera emociones y causa bondad hacia ese otro en la acción. En este sentido, Buttiglione (2019), afirma que, el amor se lleva a cabo a partir de una acción común, y que ésta “puede ser buena sólo si entre los hombres que la realizan subsiste una particular relación de compartir una tarea común, una comunidad o compañía, orientada positivamente hacia el bien superior, destino último del hombre”. (p.121)

Por otra parte, acotamos que a lo largo de la historia se le ha reprochado al cristianismo que desvincula la corporeidad de la persona en el acto de amar. Pareciera como si el desprecio al cuerpo fuera lo característico del cristiano, y, no es así. Aunque la historia nos habla de épocas en las que para los miembros de la Iglesia el desprecio a lo carnal es parte de una disciplina forzosa de “educación al espíritu”, no podemos negar que cada cristiano lo que ha intentado es compaginar el pensamiento contemporáneo con su ideal mayor: el cielo, la vida eterna, la visio beatifica.

De tal forma, que una u otra manera de buscar ese ideal superior percibido desde el alcance de la vida eterna, ha sido un medio para alcanzar un bien mayor, no queremos entrar en disquisiciones sobre la moralidad o cualidad de aquellos actos, sino más bien dejar constancia del bien superior al que se pretendía, y que, el mismo traspasa las más amplias fronteras del ser humano y que esta idea del cielo puede ser alcanzada a través del amor a Dios y al prójimo.

En referencia a esta máxima, San Juan Pablo II (1980), diserta que sólo desde el amor es posible la creación del bien, así que desde el amor pueden ser descubiertas todas las dimensiones y perfiles a través de las cosas creadas por Dios, y sobre todo en el hombre. Su presencia es como el resultado final de las hermenéuticas del don que Dios nos ha dejado como tarea: el mundo cotidiano como antesala del gran amor que se hará presente en la vida eterna.

Ahora bien, descartado que el cristianismo sea calificado por el desprecio del cuerpo, podemos pasar a hablar del amor cristiano. Esto es así, porque como hemos dicho antes el amor abarca un acto de la totalidad del ser de la persona. Es decir, el amor comprende la espiritualidad y la corporeidad de la persona: se ama con el alma, se ama con el cuerpo, se ama con todo el ser: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12, 30).

Entonces, ¿qué es el amor? San Juan Pablo II (Carta apostólica Mulieris dignitatem, 1988, nº 29) nos acerca a la idea del concepto del amor: “Sólo la persona puede amar y sólo la persona puede ser amada. Esta es ante todo una afirmación de naturaleza ontológica, de la que surge una afirmación de naturaleza ética. El amor es una exigencia ontológica y ética de la persona.” (p12). Esto indica que el amor es un acto propio del ser humano y que es compartido a través del vínculo con el otro.

En este sentido, en el ser humano, es decir la persona, el amor se convierte entonces en un acto de relación. No se puede amar sino existe un “tú” para el “yo”. “Amarse” a sí mismo sin más, sin referencialidad alguna, no es amor. El amor abre las perspectivas de la persona hacia el otro -otro yo, un alter-, que se convierte para mí en un tú. Dar el título, por decirlo de alguna manera, de “tú” a la otra persona es reconocer que como “yo” necesita ser amada, necesita ser liberada de las ataduras del egoísmo.

Así, amar es liberar al otro, amar es sostener a ese otro en toda situación, amar es conceder a ese tú, la dignidad que ya le corresponde por ser persona, por ser alguien. Cualquier acto de egoísmo, se hace sin referencia a la alteridad personal, lo cual conduce a mancillar el aspecto más puro de cualquier persona. Es reducirla sin más a otro nivel, es despojarla de su dignidad, que ya le ha sido concedida por su misma condición de persona. El acto de amar conduce ineluctablemente a la necesidad de que se armonice el estado de alteridad entre los individuos.

En referencia a esta idea, Perdomo (2020), reflexiona en torno a la esencia del ser y afirma que el individuo al estar en conexión con el otro “acepta lo propio de la individualidad y lo diverso en el otro, construida en la experiencia de ser en la existencia, en la refluencia de la homoneidad” (p.101). Y que en ese accionar es posible reconocer tanto lo propio como lo del otro, además de lo común en una dialogicidad sobre la cual el ser está abierto en alteridad.

En esta línea, y concretando en nuestro tema, Benedicto XVI (Carta encíclica Deus caritas est, 2005, nº 6) recuerda que «el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca». Por tanto, el amor significa la búsqueda del bien del otro, que a su vez no deja mi propio ser sin fundamento, pues el verdadero amor no viene de la persona, sino que viene de Dios. Así lo confirma el apóstol San Juan en su carta: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1Jn 4,7-8).

Todo lo que hemos dicho hasta ahora nos sirve para fundamentar la base de un concepto quizá más cercano a lo que es el amor: el amor es aquel acto humano que expresa el ser más profundo de la persona y desvela su propia identidad, que no se reduce sin más al placer de cualquier tipo, sino que en toda situación y contexto busca el bien del tú, y que complementa mi yo, pues ambos beben de la misma fuente de amor que es Dios, uno y trino, Padre-Hijo-Espíritu Santo, que es uno y tres personas a la vez, unidos por una relación de comunión.

Este ideal cristiano del amor queda patente a lo largo de toda la Sagrada Escritura, que es parte de la revelación del Dios amor. En las cartas de San Pablo nos da unas pistas sobre lo que es el amor: “El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no hace alarde, no es arrogante, no obra con dureza, no busca su propio interés, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13,4-7). Aunque este pasaje expresa el amor esponsal, podemos tomarlo como la definición más bella del amor humano que posee la Sagrada Escritura. Así pues, el amor esponsal que Dios ha manifestado con su pueblo, que es el mismo al que están llamados los esposos, se convierte para cada persona en un don y una tarea, un regalo y a la vez una exigencia.

En síntesis, hablamos del amor como la expresión más sublime de la comunión entre las personas. Amar ciertamente conlleva algunas renuncias, sacrificios, horas dedicadas al otro, paciencia, servicio, cariño, comprensión. Pero el amor es el único camino para alcanzar la felicidad plena, pues estamos hechos por el amor y para el amor. Es nuestra identidad, es la plenitud de nuestro ser, es lo que llena de sentido la vida de toda persona, es el principio irrenunciable de nuestra existencia, ante ello se debe defender la idea en la que se propone que la verdadera escuela del amor es la familia y debe ser una necesidad de que los padres y los maestros eduquen no solo para el amor sino con amor.

Educar como un acto de amor

Educar más que una profesión es un arte, es un acto ineludible de vocación y de prestación, según la perspectiva platónica es llevar la luz, para Freire es un acto de valentía, pero desde la visión personal, es un acto de servicio en el cual donamos alma, vida, corazón y ser para la educación de ese otro ser. Según Pérez Esclarín (2013), educar es el acto del más puro servicio donde a partir de una palabra puedes construir un ser.

En consecuencia, el acto de educar conlleva ineludiblemente a enseñanza a este otro a constituirse en un ser social proactivo en su contexto. Perdomo (ob.cit) afirma que el hombre necesita del otro para desarrollarse. Lo cual, se traduce en la posibilidad de convivir y más aún coexistir con los otros, que como lo señala la autora no es tarea fácil, pues implica la correspondencia con individuos que piensan y sienten diferente a nosotros.

Es precisamente en este punto, en el cual la educación a través de la presencia del amor en el educador trascenderá en el aprendiz al generar aceptación ante la diversidad, la compresión de las visiones y el reconocimiento de la dignidad del ser. Esta última idea, nos permite regresar a la dialéctica del “yo-tú”, y más que, un simple razonamiento, podemos hablar de una verdadera relación que transciende a la diferencia y que permite arraigarse a la felicidad a través del acto de amar. San Juan Pablo II (ob.cit), afirma que la felicidad plena sólo es alcanzada cuando prevalece el amor en cada uno de los actos que realizamos en nuestra vida.

Así, el término relación, evoca nuevamente al ser trinitario de Dios: “Dios es amor” (1Jn 4,8), por tanto, es una relación de amor. En el educador, el amor transparenta su propia vocación, es una referencia unívoca al ser-en-relación divino. Cada acto del educador hacia el educando, se convierte desde su ser personal en una manifestación del único amor divino. Lo mismo del educando hacia el educador, pues ésta no deja de ser una relación recíproca en el que uno da amor y el otro lo recibe, respondiendo al mismo tiempo con amor, percibido desde la responsabilidad de aprender y compartir lo aprendido con otros.

El amor puede pasar a veces por medio de la corrección, de llamados a la obediencia, de incentivos al estudio, de esfuerzos inagotables, pero nunca dejan de ser un acto de amor, siempre y cuando el educador tenga presente que sus actos cumplen con la adecuación al verdadero amor. Sólo así, la educación puede convertirse en el dulce proceso de una formación humana integral, que implica el ser constitutivo de la persona: alma, cuerpo y espíritu, fundido es un mismo ser.

Esta idea puede ser percibida a través de las ideas Pérez Esclarín (2014), que la mejor manera de configurar la formación de los estudiantes de esta nueva era, radica en la reflexión continua de las prácticas pedagógicas, en donde prevalezcan el valor del amor y el cómo actuar con amor; por lo que, deben propiciarse ambientes de aprendizaje cargados de afectividad en donde los estudiantes se sientan y aprendan con alegría-amor, y lo más importante, puedan transferir todo lo aprendido desde la pedagogía del amor en sus familias y comunidades.

Es verdad que la educación pertenece en primer lugar al ámbito familiar, sobre todo en el caso de los niños que van siendo introducidos en la realidad social. Pero, a medida que pasan los años, la educación debe convertirse en la formación de un ser autónomo, con un aparato crítico propio. En uno y otro caso, el que educa con amor enseña ante todo con su misma vida, puesto que el deseo del saber es el amor a la verdad. Y es en este proceso cuando un docente, que realiza el acto de amar a través de la educación, pone todo de sí, para que el discente recibiendo la donación total de una persona que ama lo que hace y hace lo que ama, pueda él también desarrollar su ser en relación por el amor de donación.

En correspondencia a esta donación, Juárez Piña (2019), en su artículo referido a la pedagogía del amor percibida desde la visión axiológica de los docentes promueve esa acto de desprendimiento y de entrega a partir de la escucha, el respeto por la diversidad, por el ritmo de aprendizaje, por sus particularidades en el ser, y el disfrute del proceso educativo en un ambiente armonioso y alegre coadyuvara a la realización plena del ser, no sólo para que quede en el aula de clase, sino para que ese individuo pueda ser, hacer, convivir y sentir en compañía de otros con los cuales también se dona.

Queremos reflexionar en torno a la necesidad de abrir paso al siguiente apartado sobre la educación trascendente del amor. La Congregación para la Educación Católica (Instrumentum laboris “Educar hoy y mañana. Una pasión que se renueva”, 2014, que preparaba el 50º y 25º aniversario de la Declaración Gravissimum educationis y de la Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiae, respectivamente) recuerda que «la red compleja de las relaciones interpersonales constituye la fuerza de la escuela cuando expresa el amor a la verdad, por ende, los educadores creyentes deben ser sostenidos para que puedan ser la levadura y la fuerza serena de la comunidad que se construye». De aquí se desprende que educar es una relación interpersonal, que debe hacerse desde el amor y para el amor a la verdad y que construye una comunidad, que nuevamente acotamos, está formada por personas en relación.

Por ello, para concluir este apartado sobre “educar como un acto de amor”, quiero hacer alusión al Papa San Juan Pablo II (Ex corde Ecclesiae, 15 de agosto de 1990) que nos recuerda que: “La vital interacción de los dos distintos niveles de conocimiento de la única verdad conduce a un amor mayor de la verdad misma y contribuye a una mejor comprensión de la vida humana y del fin de la creación” (p 8.). Es decir, el fin de la educación como acto de amor, es aumentar el amor a la verdad, el cual conduce a cada persona a redescubrirse como un ser amado y llamado a amar. Así sucede en la educación.

En síntesis, Freire (1967) recuerda que la educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor, de lo cual podemos rescatar que ciertamente educar es un acto de amor, pues es un acto que pertenece al ámbito del ser de la persona, y, por tanto, el educador que realmente quiere amar educando, pone toda su vida en la realidad de su vocación a la educación. Tanto así, que significa muchas veces la renuncia de sí mismo para poder dar todo lo mejor posible al educando, un proceso dialogal en el que el “yo-y-tú” se funden en dos “yo”.

Educar para la transcendencia de un ser integral

Educar se constituye en una de las tareas más antiguas, complejas e importantes de la historia de la humanidad. La educación puede ser definida como un proceso esencialmente humano y culturalmente complejo, producto de la relación de la experiencia y del saber. En este sentido, la educación se vincula a una intencionalidad y se concreta a través de la acción ontológica del hombre la cual se conjuga epistemológica y metodológicamente con la cultura y el contexto en el cual se desarrolla. En este sentido, la educación debe apropiarse de la naturaleza del individuo interactuante con el otro en un contexto como una totalidad indivisible, provocando así la necesidad de interrelación en el conjunto.

En palabras de Juárez Piña (2019), afirma que educar es una actividad social que tiene como manifestación última la formación del individuo para integrarse a la sociedad; educar le permite capacitarse y que sea motor para la transformación de las realidades, de esta forma, emerge un lazo entre educación y sociedad, pues como afirma la autora están íntimamente conectadas en un proceso formativo, en el cual la educación se articula con las características y necesidades del contexto social, pero la sociedad se ve influenciada por los avances y conocimientos generados desde el saber.

Ahora bien, es imperante preguntarse qué distingue al hombre del resto de los seres vivos, para lo cual Montero y Ramírez (2020), afirman que el ser humano posee una particularidad distintiva sobre los demás individuos, y es precisamente, el uso del raciocinio e intelecto que conduce al desarrollo de otros rasgos que le permiten interactuar y construir significados con otros individuos, de allí se desprende el carácter sociabilizador e integrador de los seres humanos en un contexto que le es natural.

De esta máxima se puede entrever que el individuo es un todo complejo el cual requiere a través de un proceso formativo construir significados, estructurar pensamientos, descubrir, crear, recrear situaciones y conceptos, lo cual es posible en el proceso interactivo y dinámico que realiza el individuo desde su conocimiento, la percepción del entorno y de la vida en el contexto favorecido desde la educación. León (2007), señala que el hombre “lleva consigo, como estructura específica, una comprensión del ser, una razón de ser y de no ser, también una comprensión de la nada y del todo a la vez. Sobre esta visión se apoya la posibilidad de la educación”. (p.596)

De esta manera, el mismo autor afirma que la educación se transforma en el tiempo y pasa de tener un carácter individual a una intencionalidad supraindividual y, que la misma, desde una fuerza intrínseca, se dinamiza, se ajusta, se acopla, experimenta, acierta, falla, retoma, altera y dispone una manera de vincularse desde la acción humana. En este sentido, la educación que está marcada por la fragilidad humana en sus desaciertos, riesgos y traspiés, también se proyecta como una potencia que forma, erige, disciplina y que, por supuesto, logra.

En este sentido, esa característica de complejidad descrita en esa relación contexto-cultura-individuo-educación, conlleva a la necesidad de desarrollar una visión holística e integral del individuo en el cual, ese ser que se educa, no solo se desarrolla cognitivamente, sino que lo hace psicológica, emocional, espiritual y socialmente. De esta forma, la educación se afana por establecer nuevas formas de relación y de reproducción del saber, que a su vez engendren nuevos proyectos para la sociedad y el bienestar del individuo en un mundo cada vez más desarrollado desde el hacer tecnológico, pero que paradójicamente está ávido del reconocimiento del ser y no solo del conocer.

En concordancia con esta idea, Maturana (2014), diserta que educar tiene como propósito hacer un espacio de convivencia para que los individuos desde edades tempranas se conviertan en adultos que puedan no solo saber, sino que se respeten mutuamente, y sean ciudadanos éticos. Esta idea del autor permite inferir cómo la educación no sólo debe ser para desarrollar el aprender a conocer, sino que, a éste a su vez, desarrolle los diferentes pilares de la educación como lo son el aprender a ser, el aprender a hacer y el aprender a convivir, además de que los mismos persistan a lo largo de la vida del individuo.

De tal forma, que esta acción educativa presupone formar a ser pensante, sensible y relacionante, al contrario de una reproducción de meros objetos estereotipados. En suma, la labor educativa genera en el individuo una perspectiva de la vida y del mundo, una representación del pensamiento dentro de una razón paradigmática que le permita satisfacer todas sus necesidades humanas, tales sean físicas, psicológicas o sociales, que además lo lleven a desarrollarse espiritualmente, a través de un espíritu que lo inspira, lo distingue, le da impulso y le otorga comprender el entorno y a él mismo.

Desde esta visión, educar conlleva a la idea de una concepción multidimensional del hombre cuyo ser se integra de forma armoniosa y compleja a la vez, en un contexto culturalmente particular. De esta manera, cada ser es una novedad única y valiosa, la cual es imposible reducirla a una mera imagen simplista, desfragmentada y desconectada de un todo, por lo que cada individuo se reconcilia con una realidad propia producto de la interacción del todo en su ser (biológico, psicológico, espiritual, ético, social).

Ahora bien, frente a esta labor de educar, emerge uno de los actores fundamentales en la acción formativa y es precisamente el docente, el educador, el maestro. Para lograr este cometido, la formación de éstos es primordial, pues no sólo el maestro debe poseer el saber en las diferentes áreas del conocimiento, este debe estar acompañado de un saber pedagógico, en el cual se establezca un vínculo indisoluble entre saber-didáctica-comunicación-comprensión, cuestión que permita al maestro entregarse en un acto de donación absoluta de su ser a través del conocimiento y su humanidad.

Esta idea disertada conduce a comprender la práctica del maestro como un proceso cargado eminentemente de acción y reflexión, en círculo hermenéutico inagotable, que conlleve a la evolución e innovación de las realidades y de los seres. Es importante, resaltar que la educación hoy en día requiere de la emergencia de un nuevo contexto en el cual se vislumbre una transformación significativa en la acción del docente en la búsqueda de una educación más cercana a la realidad humana. De manera tal, que permita que el hecho educativo sea un proceso de reflexión y participación, impregnado de amor, con respeto a las diferencias y generador de la armonía social.

En consecuencia, se hace necesario que los docentes tengan apertura a nuevas experiencias, donde no sea una educación cargada de contenidos que a veces pueden resultar vacíos, sino que se permitan superar la concepción ingenua y simplista de la labor docente, a través de nuevas opciones, con el fin de vincular la reflexión de su acción pedagógica al hacer y al ser, concediendo un papel importante a la afectividad durante el trabajo pedagógico.

Consideraciones finales

La persona es un ser constitutivo, que no puede desintegrar la realidad misma de su propio ser personal. Formado por un alma, cuerpo y espíritu, el ser humano desvela su ser más íntimo en la complejidad de sus actos humanos. La fenomenología personalista describe cómo cada acto personal, sin patrones fijos de comportamiento, conlleva una íntima y estrecha relación entre el ser espiritual y corporal de cada persona. Por ello, queda patente cómo el movimiento que produce el amor en cada ser humano, va unido estrechamente a los actos que él mismo realiza.

En referencia a esta idea, Acosta (2018) afirma que “el amor y la justicia conforman los valores primigenios del ser humano, porque constituyen el fundamento del accionar humano porque incluyen los aspectos más determinantes de la vida social de los seres humanos.” (p.164). Por tanto, los actos del ser humano subyacen en la formación del individuo y es el amor, bien sea por el otro o por sí mismo, el que marca la pasión y entrega de su accionar.

En este contexto, se enmarcan todos los actos humanos como una realización significativa del propio ser personal. Sin embargo, no se puede negar que la persona está de alguna manera orientada a ser relacional, que se ha defendido como creación o participación del ser íntimo de Dios, que es uno y trino, que es un ser-en-relación. Siendo aun mayormente superior de lo que podamos pensar, queda en cada persona la impronta del Dios en relación, que en tal o cual modo, significa la realización absoluta de cualquier persona, puesto que toda superación personal debe partir de la comunicatividad entre un yo y un tú, un ego y un alter. Pero esta relación debe ser una relación de amor-comunional.

En este sentido, el acto o hecho educacional revela en cada ser personal esta orientación profunda al amor. Todas las orientaciones pedagógicas dilucidan la vocación al amor de relación personal. Cada acto íntegro y puro de un docente a un discente, debe estar motivado por un impulso caritativo. Lo mismo decimos en la dirección del aprendiz hacia el docente, que, a la vez, autotrasciende la relación en la producción de un nuevo fruto de este amor: la integralidad personal, que también él compartirá al momento de realizar su labor en esta sociedad.

En este sentido, el ser humano trae una historia social, cultural y familiar la cual no ha sido elegida por él, por lo que requiere que esta historia inacabada del individuo se concrete a través de la enseñanza. Acosta (ob.cit) afirma que “el ser humano es un ser condicionado porque es un ser inacabado que necesita aprender y, además, es un ser que requiere no sólo la ayuda de los otros seres humanos…, sino su amor, su comprensión.” (p.165)

De lo dicho, se puede entender que el llamado a la realización profesional de cada individuo, es a producir frutos de amor en la sociedad en la que convive. De allí que el amor al saber corresponda a una actitud de amor por lo que se hace. Cuando el ser humano ama lo que hace y hace lo que ama, todos los horizontes complejos son superados y se van formando seres íntegros para una sociedad justa y cuya finalidad será siempre buscar el bien del otro, aunque ello suponga la renuncia o sacrificios de mi propio yo.

Es importante, por tanto, defender la integralidad personal en su dimensión física, biológica, espiritual; en definitiva, hablamos de una trascendencia de cada ser personal en proclividad al bien de los otros. Esta sociedad o “civilización” del amor realzará el valor y la dignidad de cada ser humano, produciéndose una sociedad más justa y propensa al desarrollo de cada persona como un ser integral, digno de respeto y consideración.

Cada día tenemos aulas llenas y corazones vacíos, estudiantes con un ritmo de vida acelerado, que se sienten desprotegidos y desatendidos por sus padres y que en clase desean encontrar una palabra de amor, por esta razón, la labor docente debe estar enmarcada en un proceso de autorreflexión e interpretación integrativa de los valores que se adquieren en cada momento de la experiencia educacional. El amor al saber y al conocer debe traducirse en un amor y compromiso a compartir las experiencias de vida y saberes intelectuales hacia los otros. De manera que en esta trascendencia del conocimiento se facilite la autointegración de los valores sociales más importantes y determinantes que fundan la integralidad de cada ser humano.

Dentro de experiencias educativas, Pérez Esclarín (2013), afirma que nos hemos dado cuenta que la labor docente se puede conjugar con espacios para la reflexión, la sensibilización hacia el amor al prójimo también como medio de paz interior y otras actividades que conllevan a una sana formación emocional y espiritual. Percibimos que en nuestros estudiantes hay un profundo dolor y frustración, el cual, puede ser sanado desde el amor.

De allí se desprende que el docente en su superioridad del saber y en la autoridad que este mismo proceso relacional le concede, pueda bajarse al nivel de sus audiencias, que exigen de él la transmisión de este mismo amor al saber, que podrán compartir ellos también en el momento oportuno. Esta máxima conlleva que, en esta relación, ambos deben ser humildes para saber acoger de una y otra parte la complementación personal que aporta cada ser en la enseñanza-aprendizaje.

Acosta (ob.cit) señala que el docente ese acto de amor verdadero se establece una relación de reciprocidad en las cuales se engendran continuamente tanto en el docente como en el estudiante actitudes de generosidad, de entrega, de sacrificio, de abnegación, de compasión, de solidaridad, de ayuda, entre otras. Por tanto, el amar supone hacerse en la posición del otro desde a alteridad. (Perdomo, 2020). Desde este punto, la labor del educar desde el amor es un acto sublime.

Referencias

Acosta, R. (2018). Ética del Educador. Universidad Metropolitana. Caracas, Venezuela, 2018

Benedicto XVI (2005). Carta encíclica deus caritas est del sumo pontífice Benedicto XVI a los obispos a los presbíteros y diáconos a las personas consagradas y a todos los fieles laicos sobre el amor cristiano. Disponible en http://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est.html

Biblia de Jerusalén (2009). Introducción a las cartas de San Pablo. IV edición. Editorial Descleé-Brower

Buttiglione, R. (2019). Persona y acto» y el pontificado de Juan Pablo II. Revista de Filosofía Open Insight, vol. X, núm. 20, pp. 117-207. Centro de Investigación Social Avanzada.

Garcia, S (2019). ¿Qué es la inteligencia social y por qué deberíamos enseñarla en las escuelas? https://observatorio.tec.mx/edu-news/inteligencia-social

Garcia Campuzano, D. (2015). Amor y espiritualidad: necesidadesy condiciones fundamentales en la formación docente. Revista de investigación educativa de la Rediechn. 10ISSN: 2007-4336

Juárez Piña, Z. (2019). La pedagogía del amor de Antonio Pérez Esclarín: Visión axiológica de los docentes de educación Básica. Revencyt. Nº 39 [páginas 177-188].

León, A (2007). ¿Qué es la Educación? Educere, vol. 11, nº. 39. pp. 595-604. Universidad de los Andes.

Maturana (2014). https://radio.uchile.cl/2014/05/21/humberto-maturana-la-educacion-es-un-espacio-para-que-el-nino-se-transforme-en-ciudadanos-etico/

Maturana, H. (2017). “Amar educa”: El mensaje de Humberto Maturana a los educadores disponible en: https://www.latercera.com/culto/2017/03/23/maturana-la-humanidad-los-ninos-los-mayores/

Morin, E. (2001). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.

Morin, E. (2004). El pensador planetario de las luciérnagas luminosas. .[Documento en línea]. Disponible: http://www.edgarmorin.org/.

Pérez Esclarín, A (2011) Padres primeros y principales educadores de los hijos. Editorial San Pablo Caracas Venezuela.

Pérez Esclarín, A. (2013). Pedagogía del amor y la ternura. Blogspot. Disponible: https://antonioperezesclarin.com/2013/11/28/pedagogia-del-amor-y-la-ternura/

Pérez Esclarín, A. (2018). Educar en tiempos de crisis. Disponible en: https://www.mensaje.cl/educar-en-tiempos-de-crisis/

Perdomo, Y. (2019). Ser en convivencia con otros. homoneidad alteri preeminente de ser en otro. Barquisimeto. Venezuela: FONDEIN.

San Juan Pablo II. (1980). El misterio del estado originario del hombre. Audiencia General. Disponible: http://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1980/documents/hf_jp-ii_aud_19800130.html

San Juan Pablo II. (1988). Carta apostólica mulieris dignitatem del sumo pontífice Juan Pablo II sobre la dignidad y la vocación de la mujer con ocasión del año mariano http://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/apost_letters/1988/documents/hf_jp-ii_apl_19880815_mulieris-dignitatem.html

San Juan Pablo II. (1990). Constitución apostólica ex corde ecclesiae del sumo pontífice Juan Pablo II sobre las universidades católicas.http://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/apost_constitutions/documents/hf_jp-ii_apc_15081990_ex-corde-ecclesiae.html

Tiana, Alejandro (2018). Qué significa educarhttps://revistainnovamos.com/2018/01/08/que-significa-educar/

Wojtyla, Karol. (1978): Amor y Responsabilidad. Madrid: Editorial Razón y Fe.

Wojtyla, Karol (2011): Persona y acción. Madrid: Editorial Palabra.

Modelo de publicación sin fines de lucro para conservar la naturaleza académica y abierta de la comunicación científica
HTML generado a partir de XML-JATS4R