EL MUNDO EN QUE VIVIMOS

Paisaje después de la batalla: Elecciones, crisis de legitimidad y transición en Estados Unidos

Landscape after the Battle: Elections, Legitimacy Crisis and Transition in the United States

Jorge Hernández Martínez
Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU), de la Universidad de La Habana, Cuba

Política Internacional

Instituto Superior de Relaciones Internacionales "Raúl Roa García", Cuba

ISSN: 1810-9330

ISSN-e: 2707-7330

Periodicidad: Trimestral

vol. 3, núm. 2, 2021

politicainternacionaldigital@gmail.com

Recepción: 16 Febrero 2021

Aprobación: 05 Marzo 2021



Resumen: El ensayo analiza los resultados de las elecciones presidenciales de 2020 en Estados Unidos. Se parte de considerar que el país vive un prolongado y gradual proceso de transición, definido por el agotamiento de la tradición política liberal y el ascenso de una espiral ideológica conservadora. La victoria de Donald Trump en 2016 y las contradicciones que tienen lugar desde entonces suceden en ese contexto, así como la crisis de legitimidad que se registra al terminar su gobierno republicano y establecerse la nueva Administración demócrata de Joseph Biden. Es posible la continuidad de ese proceso.

Palabras clave: elecciones, crisis, transición, liberalismo, conservadurismo.

Abstract: The essay analyzes the results of the 2020 presidential elections in the United States. It starts from considering that the country is experiencing a prolonged and gradual process of transition, defined by the exhaustion of the liberal political tradition and the rise of a conservative ideological spiral. The victory of Donald Trump in 2016 and the contradictions that have taken place since then take place in this context, as well as the legitimacy crisis that is registered when his Republican government ends and the new Democratic Administration of Joseph Biden is established. The continuity of this process is possible.

Keywords: elections, crisis, transition, liberalism, conservatism.

INTRODUCCIÓN

A la memoria de Emma Fernández, cuyo magisterio, sin darse cuenta, emergía siempre fuera del aula,

educando con sencillez personal y humildad cognoscitiva, insistiendo en trascender la inmediatez informativa, la coyuntura y las cuantificaciones de datos

En su conocida película Paisaje después de la batalla, el director polaco Andrzej Wajda presentaba en la década de 1970 un matizado panorama de incertidumbre y desconcierto, esperanza y frustración, que recreaba la devastación dejada por la Segunda Guerra Mundial. A través de la mirada del protagonista, se descubre que muchas cosas cambiaban, pero otras, no tanto. La conflagración había terminado, mas el derrotado totalitarismo fascista sería sustituido por otro tipo de autoritarismo, de distinto signo, reproduciendo situaciones que parecían destinadas a quedar en el pasado.

De alguna manera, la situación que se dibuja en Estados Unidos al terminar el reñido proceso electoral en 2020, podría evocar un cuadro parecido. La semejanza tiene que ver con la situación de la sociedad civil, la cultura y el sistema político, antes y después de los comicios. Estados Unidos venía enfrentándose a los retos y oportunidades del cambio y la continuidad, en circunstancias marcadas por los efectos desoladores de una crisis múltiple, que incluía ante todo los estragos del nuevo coronavirus con miles de contagiados y fallecidos, en un país fragmentado no solo en términos partidistas o ideológicos, en el que había calado, entre rechazos y adhesiones, la cosecha “trumpista”. Unido a ello estaban los estremecimientos profundos de la economía, cuya solución no era independiente de la epidemia, en medio de un clima social convulso, definido por conflictos raciales, violencia policial y contrapuntos en torno a cuestiones como el aborto, la inmigración, las armas de fuego y el medio ambiente, entre otros temas que dividían a la opinión pública. El contexto ganaba complejidad en la medida en que avanzaba el calendario electoral, una vez terminada la etapa de las primarias, realizadas las Convenciones Nacionales partidistas y los debates televisivos entre los candidatos a la vicepresidencia y la presidencia. Confluían en el imaginario popular y la opinión pública factores espirituales, como la moral, la religiosidad y la identidad, que por definición no poseen una connotación política, pero por implicación, la adquirían en la contienda electoral, enfrentando a los potenciales votantes a favor o en contra de Trump (Núñez García, 2018).El resultado de los comicios confirmó cuán dividida se hallaba la sociedad norteamericana, en el sentido de que si bien la decisión popular en las urnas favoreció a Biden, una considerable cifra de más de 70 millones de votos mostró la simpatía hacia Trump, junto a un no menos destacado activismo de sectores de extrema derecha, aglutinados en torno a los llamados grupos de odio, que se movilizaron de inmediato, y ganarían espacios públicos mediante manifestaciones masivas en las semanas siguientes, alentados por la retórica del aún presidente, basada en su empeño de no admitir la derrota, alegando la realización de fraude, tratando de desautorizar al Colegio Electoral, cuestionando al Partido Demócrata y llamando al Republicano, y a la población en general, a respaldar sus posiciones.Así, el desarrollo que exhibe la explosiva situación causada por la intransigente reacción de Trump negado a aceptar los resultados, exhortando a acciones de protesta, enjuiciando el procedimiento establecido, promoviendo desobediencia civil y estimulando el ulterior asalto al Capitolio—, propiciaría un entorno que desafiaba el orden, la gobernabilidad y acentuaba la crisis de legitimidad que ya se prefiguraba con sus cuestionamientos al mecanismo y la legalidad del subsistema electoral y con ello, la naturaleza misma del sistema político y de la democracia estadounidense. Sobre esa base, y a la luz del intento de los demócratas y del nuevo gobierno de someter a juicio político a Trump por segunda vez, se pone de manifiesto la intensidad y la capacidad del movimiento de extrema derecha que le ha apoyado desde 2016, cuya fuerza obstaculiza de nuevo el proceso de impugnación y deja ver que las contradicciones internas dentro del Partido Republicano pueden no solo mantenerse, sino incluso fragmentarle y propiciar la aparición de un nuevo partido. Aunque esto no suceda, la situación creada coloca al bipartidismo tradicional ante una disyuntiva en el terreno simbólico, y deja ver que la pretensión de Biden de unir la nación no será tarea fácil para él.

Ha quedado claro, y vale la pena reiterarlo, que junto al predominio del voto popular y del citado Colegio a favor de Biden, existe una tendencia ideológica conservadora, de extrema derecha, que se agita en la sociedad civil y en el sistema político. Ello se palpa en la dinámica que sigue presente, en un inusual, inédito, escenario político poselectoral, luego de que han transcurrido varios meses desde los comicios y del establecimiento de la Administración demócrata. En este sentido, las iniciativas y modificaciones que introducirá esta última se instrumentarán en un terreno sumamente conflictivo. Quizás las contradicciones evidenciadas durante la campaña, atizadas en su última etapa, se puedan hacer, incluso, más intensas. Se encuentra en curso una crisis de legitimidad. El presente ensayo examina los procesos que han conducido a ella y reflexiona sobre las perspectivas y opciones. El análisis descansa en una hipótesis de trabajo que el autor expone en anteriores escritos, relativa a la tendencia gradual al agotamiento de la tradición política liberal estadounidense y al ascenso de una espiral ideológica conservadora, que incorpora cada vez más indicios de concepciones radicales de derecha, emparentadas de alguna manera con un ideario fascista (Hernández, 2015, 2017 y 2019). Se trata de una transición en la cultura política, que tiene lugar como proceso objetivo, intermitente, pero sostenido, desde hace varias décadas. De ahí el recelo apuntado al inicio, en el sentido de que más allá de la presidencia de Trump, el movimiento que promovió pueda continuar en otras condiciones, con asideros en la cultura y en la sociedad civil, cual fertilizantes para su presencia y eventual crecimiento en determinados espacios del sistema político (Hernández, 2020). La interrogante que plantea el paisaje posterior a la batalla electoral de 2020 concierne a si los esperados cambios que introducirá el gobierno de Biden serán más reales o más aparentes, si serán fenoménicos o esenciales, y podrán remontar la crisis de legitimidad. La respuesta preliminar apunta hacia la continuidad de la transición y de los estremecimientos aludidos.

Resultados de las elecciones presidenciales de Estados Unidos 2020.
Fig. 1
Resultados de las elecciones presidenciales de Estados Unidos 2020.
elecciones presidenciales de Estados Unidos 2020

DESARROLLO

Dicha crisis resume la secuencia final de acontecimientos involucrados en las últimas elecciones presidenciales. Al cerrar de modo sobresaliente la ruidosa etapa gubernamental de Trump y expresarla disyuntiva que enfrenta hoy Estados Unidos, no constituye, empero, una secuela del voluntarismo “trumpista”, del estilo caprichoso y conflictivo de su gestión presidencial”. Como señalara Marx, “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino en aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” (Marx, 1969: 99).La crisis y la transición

De modo que la grieta de legitimidad, sin desconocer el papel del individuo y la personalidad en la historia, es resultado de una crisis inconclusa, estructural y sistémica, consustancial a la lógica del capitalismo, iniciada 40 años atrás, cuyos efectos acumulados han permanecido latentes, cuando no manifiestos, en el tejido social y cultural, desde el decenio de 1980 y hasta comienzos del de 2020. La situación ante la cual reaccionó la llamada Revolución Conservadora bajo los gobiernos republicanos y conservadores de Ronald Reagan y George H. Bush, como lo explica el historiador Sean Wilentz, no fue pasajera, sino que llegó para quedarse, en el sentido de que sus repercusiones impactaron todas las esferas de esa sociedad (Wilentz, 2008). Era una crisis múltiple económica, institucional, moral, hegemónica, con raíces perdurables y entrelazamientos sucesivos, con frecuencia indirectos, con ulteriores manifestaciones recurrentes en las décadas de 1990, 2000 y 2010, apreciables durante las administraciones comprendidas en ellas, tanto demócratas como republicanas, con visos liberales o conservadores, como las de William Clinton, George W. Bush y Barack Obama. La de Trump es parte de ese prolongado proceso de transición que se lleva a cabo en Estados Unidos, mediante el cual se ha venido transfigurando su fisonomía nacional desde un punto de vista integral (Hernández, 2021). En la nación se han operado, en ese contexto histórico, importantes cambios económicos, productivos, tecnológicos, industriales, demográficos, geográficos, ambientales, sociales, étnicos, políticos e ideológicos, junto a un cambio en el lugar y papel mundial del país (Robinson, 2016).

Los disturbios y el asalto al Capitolio se han descrito como insurrección, sedición y terrorismo interno. También se les calificaría, a la luz de teorías conspirativas, como intento de autogolpe de Estado, perpetrado por el propio presidente con posible apoyo de miembros de los organismos de seguridad federales que custodiaban el recinto. Más allá del rechazo contundente de los demócratas, las encuestas mostraron que una gran mayoría de estadounidenses desaprobaba el asalto y las acciones de incitación de Trump que condujeron a él, aunque una parte de la ciudadanía, incluidas figuras del Partido Republicano, apoyaron el ataque o no culparon a Trump por ello. Con independencia de la comprobación histórica sobre tales acontecimientos que pueda establecerse con el transcurso del tiempo, lo cierto es que, desde el punto de vista de su significación político-ideológica, se puso de manifiesto el alcance del “trumpismo” en la cultura cívica, en la medida en que se quebró, y de manera estrepitosa, mediante actos de indisciplina, violencia, anomia, la tradición de legitimidad afincada en los valores fundacionales y en la Constitución.Con el sentido que se le comprende del modo más generalizado y compartido, el término transición se utiliza para definir el cambio, traspaso o evolución progresiva de un estado a otro. El concepto se aplica a aquellos procesos históricos que se prolongan en el tiempo, como la sucesión de las formaciones económico-sociales. En todos los casos, cuando se habla de transición, se hace referencia a algo que cambia o que se altera en su esencia, de manera gradual y progresiva.Desde el punto de vista teórico, el concepto se define en el lenguaje de las ciencias naturales y exactas como un cambio de estado en un sistema dado, definición aplicada a una gran diversidad de casos y disciplinas. En el campo de las ciencias sociales, se trata de un proceso de radical transformación de las reglas y de los mecanismos de la participación y de la competencia política, ya sea desde un régimen democrático hacia el autoritarismo, o desde este hacia la democracia. En sentido estricto, el concepto se aplica en las ciencias políticas al análisis del paso desde un régimen autoritario hacia uno poliárquico, al proceso de cambio mediante el cual un régimen preexistente es reemplazado por otro, lo que conlleva la sustitución de normas, reglas de juego e instituciones asociadas a él por otras diferentes. Tales estudios se impulsan en las décadas de 1960 y en las dos que siguen al colocar la atención en los procesos de América Latina, donde de la democracia se transitó a dictaduras militares. Ante el fin de estas y el comienzo de la democratización, dichos estudios adquieren nuevo vigor en los años de 1990, en la que, además, el retorno al capitalismo que implica el desplome del socialismo europeo añade nuevos estímulos para el análisis de las transiciones políticas.Sin embargo, con anterioridad, sería en el pensamiento marxista donde el concepto aparece en la teoría de la economía política, con un sentido de cambio sistémico, en la década de 1960, al focalizarse en las experiencias de la construcción del socialismo en la Unión Soviética y los países de Europa del Este. Se trataba de lo que se denominó como transición del capitalismo al socialismo (Hernández, 2017a).A los efectos del presente análisis, se le asume cual proceso gradual, y se aplica específicamente al que está teniendo lugar aún, desde la crisis múltiple de los años de 1970 y la reacción de la llamada Revolución Conservadora, que se expresa a nivel sociopolítico, ideológico, cultural, mucho más allá de los cambios en las estructuras económicas y tecnológicas.

Hablar de transición supone siempre precisar el origen y el punto de llegada. ¿Desde dónde?, ¿hacia dónde? En este caso, el proceso tiene su inicio en un apartamiento paulatino o mejor, agotamiento de la tradición política liberal asumida como mainstream de la sociedad y la cultura estadounidense, y se orienta, como punto de destino, hacia un patrón conservador, autoritario, que se aleja progresivamente del modelo de democracia liberal representativa, cada vez más difuso y disfuncional. En su desarrollo como proceso dialéctico, la transición avanza de modo sinuoso, entre manifestaciones directas e indirectas, con niveles de sedimentación crecientes. Retomando la metáfora utilizada, estos últimos serían como el líquido acumulado que fue colmando el recipiente, permitiendo que, en el momento culminante, ya lleno, se desbordase.

El movimiento conservador, cuyo desarrollo se hizo notablemente visible en las elecciones de 2000, se contrajo comparativamente luego de las de 2008 y 2012, y resurge con fuerza al comenzar la campaña siguiente, a inicios de 2016, alimentado por el resentimiento de una rencorosa clase media empobrecida y por la beligerancia de sectores políticos que se apartan de las posturas tradicionales del Partido Republicano, rompe los moldes establecidos, evoca un nacionalismo chauvinista, populista, acompañado de reacciones casi fanáticas de intolerancia xenófoba, racista, misógina. Reflejaba la frustración del sector de hombres blancos adultos, de áreas rurales y suburbanas, acumulada desde 1960, a partir de hechos como la emancipación de la mujer, la lucha por los derechos civiles, las leyes para la igualdad social, el dinamismo del movimiento de la población negra y latina, de homosexuales y defensores del medio ambiente y de la paz, por considerar que le han ido restando poder y derechos, así como robando sus espacios de expresión, maltratado por la última revolución tecnológica, la proyección externa de libre comercio y la crisis económica (Valdés, 2018). La presentación que hizo Trump entonces sobre las preocupaciones de ese sector venía muy bien a la estructura ideológica, al imaginario de trabajadores y de clase media, de bajos ingresos y menor nivel de educación, a quienes persuadió de que los extranjeros y los inmigrantes les estaban “robando” el país, y de que sus dificultades económicas tenían que ver con los tratados de libre comercio. Ese discurso lo hizo suyo hasta 2020.En los comicios del 8 de noviembre de 2016, a pesar de la tardía conciencia del Partido Republicano por salvar su imagen de coherencia, se impuso la figura de Trump, con sus expresiones fanáticas de xenofobia, espíritu antiinmigrante, intolerancia, excentricismo e incitación a la violencia contra los presuntos enemigos del país. No se trataba, como señalara el sociólogo Marco Gandásegui, de un fenómeno único ni totalmente nuevo, ya que existían antecedentes históricos, palpables en personajes que atrajeron la atención de amplios sectores sociales descontentos. Pero, como añadía, significaba un cambio, ya que su misión consistía en modificar la visión de la élite estadounidense y, además, del pueblo de ese país sobre el mundo actual y el lugar que en él ocupa Estados Unidos (Gandásegui, 2019).Los esfuerzos ideológicos de los republicanos tradicionales y de los neoconservadores por presentar opciones a Trump en 2016, dejaron claro tanto la polarización al interior del partido, como el hecho de que no se sentían reconocidos con su figura ni con el ideario que pregonaba. En ese partido han coexistido grupos muy diversos, con posiciones hasta encontradas, como los conservadores ortodoxos, los variados e inconexos grupos del Tea Party, la derecha radical, los cristianos evangélicos, los libertarios y los neoconservadores, siendo estos últimos los principales críticos de Trump, que inclinaron sus preferencias hacia el Partido Demócrata (Velasco, 2017). Trump avanzó durante sus cuatro años en el gobierno, sin embargo, con el apoyo de sectores extremistas, como el que conformó la base de la corriente conocida como derecha alternativa o desafecta, que incluye los grupos de odio o de orientación fascista. Algunos de ellos ya existían y ganan visibilidad bajo el gobierno de Trump, sobre todo en su último año, pero otros emergen en este contexto, más cercanos a las elecciones de 2020, cuando promete garantizar “la ley y el orden”.

Esta corriente se ha caracterizado por su proyección ideológica, pero también en el plano de la práctica política, dado que se articula en torno a grupos, que, si bien no alcanzan la condición institucional de partidos, por su accionar trascienden el ámbito de los movimientos sociales. Su orientación básica la enfrenta con beligerancia a los partidos y líderes políticos convencionales, sobre todo al conservadurismo tradicional, constituyendo una expresión de profundo radicalismo o extremismo de derecha. En su agenda consideran que esa tendencia conservadora es pasiva, la considera traidora de los “verdaderos” principios que en su opinión debería defender, y busca conspiraciones por doquier. Como parte de esa derecha alternativa o desafecta, se incluye un conjunto de agrupamientos que comparten el racismo, el rechazo a los inmigrantes, en especial los de origen latinoamericano y del mundo musulmán, a los homosexuales y a aquellos intelectuales y políticos que justifican el multiculturalismo, como los neonazis, neoconfederados, realistas raciales, entre otros, que comparten la creencia en la superioridad de la raza blanca, cuya identidad debe ser preservada, junto a la cristiana y occidental, intrínsecas a ella. A partir de esas posiciones, tales exponentes del supremacismo blanco, junto a otras vertientes del pensamiento político norteamericano como la inspirada en el nacionalismo radical decimonónico de Andrew Jackson, según lo concibe el politólogo Walter Russell Mead, generador del miedo y odio hacia “el otro” o lo diferente, como lo describe la socióloga Paz Consuelo Márquez Padilla, se sintieron reconocidos en la retórica “trumpista” desde la campaña en 2016, nutriendo la base de apoyo ideológico y político al presidente fuera de las filas republicanas, pero con muchos vasos comunicantes con sus segmentos más extremistas, movilizándose alrededor de la pretensión de Trump de no permitir que le “robasen” las elecciones de 2020, de permanecer en la Casa Blanca y sintiéndose convocados al asalto al Capitolio (Russell, 2017 y Márquez, 2018).

Una retrospectiva necesaria a la luz del presenteDesde el establecimiento de la presidencia de Donald Trump el 20 de enero de 2017 y hasta su término un día similar, cuatro años después, la sociedad estadounidense sería escenario, como quizás nunca antes, de constantes y hondas contradicciones en las diversas esferas que la conforman. Entre ellas, las que tuvieron lugar en el ámbito político-ideológico tal y como se expresan a través de rivalidades partidistas, discrepancias entre Trump y no pocos directivos del equipo de gobierno, críticas por parte de los medios de comunicación, actitudes de inconformidad de la población hacia el presidente y sus decisiones políticas, protestas populares ante la impunidad de la violencia policial, intolerancia racial y agresividad pública de grupos de odio de orientación fascista, han permanecido durante casi todo el tiempo, configurando un cuadro definido por la transición, en los términos señalados.La sociedad estadounidense se aleja cada vez más de sus mitos y valores fundacionales, afectando la gobernabilidad y legitimidad del sistema. Lo que sucede en las esferas ideológica y política en la “era” Trump responde a la continuidad de la “era” Reagan o de la llamada Revolución Conservadora, en términos de una reproducción ampliada, en otras condiciones históricas. El parentesco tiene que ver no sólo con el simbolismo de la consigna Make Great America Again, utilizada como eslogan por Trump, pero empleada por primera vez por Reagan, ni con el histrionismo de ambos, sino con el extremismo de derecha, el nacionalismo chauvinista, el dogmatismo y lo hiperbolizado de un discurso hacia las amenazas a la identidad y la seguridad estadounidense, basado en una lógica similar. De alguna manera, pareciera confirmarse hoy el criterio del politólogo William Schneider acerca de que la verdadera magnitud político-ideológica de la aludida Revolución Conservadora sería más visible a largo plazo (Schneider, 1987). Esta interpretación se refuerza con los acontecimientos con que finaliza la Administración Trump y con el marco de contradicciones que afloran en el desenlace de las elecciones de 2020 y en el establecimiento del nuevo gobierno el 20 de enero de 2021, que reflejan la presencia de un extremismo político que trasciende las ideas y se expresa en conductas de violencia y nihilismo.El resultado de la contienda, en su doble dimensión lo que sucedió y lo que no, la victoria demócrata y la derrota republicana, el significativo apoyo que recibió Trump mediante el voto popular, y la no materialización del esperado resonante respaldo a Biden se explica en buena medida por los estragos humanos que causó la COVID-19, su papel catalizador de la crisis económica y la inconformidad que ello generó ante el mal manejo presidencial de la pandemia y el descuido de la política sanitaria, como parte del amplio cuadro de incidentes, errores, omisiones, excesos, desaciertos, contradicciones, que acompañaron a la pomposa gestión de Trump desde que en la ceremonia de toma de posesión en enero de 2017 prestó el juramento presidencial siguiendo la tradición iniciada en 1789 por George Washington, el primer presidente de Estados Unidos, no sobre una Biblia, sostenida por su esposa, sino sobre dos: la utilizada por Abraham Lincoln, según la usanza convencional, y la que le obsequió su madre, al terminar la enseñanza primaria.Así como Obama fue electo en 2008 porque representaba y captaba mejor que McCain los intereses del sistema y las necesidades de cambio de la nación, hastiada del lenguaje e implicaciones para el país del desempeño de W. Bush, en 2016 la elección de Trump indicaba cierto cansancio y enfado de la sociedad estadounidense ante opciones como las presentadas por políticos tradicionales, como las de Hillary Clinton; temor o inseguridad ante una opción novedosa, pero percibida como radical, como la de Bernie Sanders y la exigencia de cambios, como lo que simbolizaban las promesas y la novedad de la proyección de Trump. Lo que se trata de enfatizar con estas ideas es el carácter complejo y contradictorio del sistema y los procesos políticos en Estados Unidos, las interacciones entre las partes y el todo, entre los elementos objetivos y subjetivos, el liderazgo individual y las estructuras colectivas, los gobiernos pasajeros (las Administraciones) y el gobierno permanente (el Estado).Por otra parte, como lo expresara tempranamente el politólogo Abraham Lowenthal, “los retos centrales de Estados Unidos en el primer cuarto del siglo XXI no radican en la destreza ni en el potencial de su economía, ni tampoco en su influencia externa o su poder relativo. La cuestión central es más bien la capacidad del sistema político estadounidense para moldear e implementar políticas públicas que respondan a las preocupaciones de hoy y de mañana” (Lowenthal, 2013: 27). De alguna manera, esa tendencia se ha venido verificando en la práctica. Obama se planteó recorrer un camino como ese, al prometer desde su campaña inicial en 2008 que realizaría una reforma sanitaria, otra migratoria integral y una energética, aunque solo pudo (y quizás quiso) avanzar en la primera. Justamente, su inconsecuencia alimentó en buena medida la incredulidad y la frustración de una población que luego apostaría al partido opuesto. Trump prometería, por su parte, a través de sus dos consignas, colocar a “Estados Unidos, primero”, restableciendo “su grandeza otra vez”, pero con logros exiguos. En ambos casos, fueron incapaces de que, al decir de Lowenthal, el sistema político modelara políticas públicas efectivas, que solucionasen problemas actuales con proyecciones futuras creíbles y viables.Como referencia contextual relacionada con eso, no estaría de más recordar que las elecciones de 2016 evidenciaron que la participación popular fue extraordinariamente baja, alcanzando el abstencionismo un altísimo nivel, contrastando ello con todo lo contrario en 2020, al registrarse la más alta participación en esa votación durante casi un siglo. Ese dato no aporta una medición definitiva para la caracterización de la atmósfera subjetiva en la que se establece el gobierno, pero es un indicio visible del grado en que la apatía, la rutina y la motivación, conforman el imaginario social o el estado de la conciencia colectiva, propiciando oportunidades y límites al menos iniciales, que favorecen o dificultan la gestión del liderazgo presidencial. Desde ese punto de vista, la Administración Trump nace, se desarrolla y sucumbe sin un consenso amplio en términos ideológicos, aunque contando con el consistente aval de la diversidad clasista de la base electoral que le respaldó con su voto en 2016 integrada por sectores de trabajadores, de clase media, de los círculos corporativos en esferas como la construcción, los bienes raíces, la energía, el complejo militar-industrial y las altas finanzas cuya lealtad no fue absoluta, pero sí suficientemente funcional al “trumpismo”. Ello quedaría demostrado, según ya se ha mencionado, con la obstaculización desplegada para impedir el primer intento de juicio político y dificultar el segundo, así como con los niveles de adhesión que contó en los comicios de 2020 y aun después, como se puso de manifiesto en el referido asalto al Capitolio. Asimismo, aunque las recurrentes encuestas reflejaban, por un lado, durante la mayor parte del tiempo, considerables niveles de desaprobación del gobierno y la impopularidad de Trump, al mismo tiempo indicaban la coexistencia con reacciones de simpatía y apoyo. Esta situación no era sorprendente, toda vez que, a través de la historia, en la cultura política norteamericana han convivido habitualmente tales contrapuntos, explicables por el hecho de que la sostiene un soporte ideológico común, a demócratas y republicanos, a liberales y conservadores, el de la clase dominante, que no es monolítica. Por eso es que el debate político en Estados Unidos ha tenido lugar dentro de un marco ideológico estrecho, ya que las contradicciones entre las dos corrientes ideológicas no son antagónicas, como tampoco los posicionamientos de los dos partidos.Como trasfondo de la vida política en Estados Unidos, la crisis y la transición han conllevado una tendencia político-ideológica general, que no ha sido lineal, sino que ha aflorado con altibajos. Supone expresiones de escepticismo y desconfianza ante las instituciones, los gobiernos de turno, la élite dirigente y el liderazgo presidencial. Ello ha variado en correspondencia con las coyunturas de crisis y de reanimación, sobre todo con respecto a la salud económica del país y el derrotero de la política exterior, en el sentido de que cuando mayor ha sido la percepción de inconformidad o satisfacción ante las condiciones materiales de vida, o ante la debilidad o fortaleza de la nación, mejora o empeora el clima sociopolítico interno y el estado de ánimo de la población imperantes.Durante la Administración Trump, dicha tendencia comprendería, de modo específico, los siguientes procesos: (1) deterioro de la imagen y credibilidad de los líderes de movimientos sociales y partidos, de funcionarios gubernamentales y de intelectuales de medios de prensa y centros de pensamiento académico que opinan regularmente sobre la situación política nacional y los temas centrales de debate en las agendas partidistas; (2) participación decreciente de los ciudadanos en las coyunturas electorales; esta expresión de desinterés, indiferencia o desmotivación, complementaria de la anterior, tiene que ver con la pérdida de legitimidad del sistema político, ya que cuando las reglas vigentes en ese marco no garantizan la participación ciudadana en el proceso electoral, indican que algo está fallando; (3) fragmentación y crisis interna de los partidos, derivada de una creciente incapacidad en la generación de un consenso que trascienda la preferencia popular por el estilo o atractivo personal de uno u otro candidato en las contiendas presidenciales y tome en cuenta la pertinencia y viabilidad de las agendas que proclaman, en caso de alcanzar el poder; (4) disminución del compromiso partidista y empobrecimiento de la vida política, a causa de lo anterior y de otros dos factores: por un lado, el marcado debilitamiento del sentimiento de pertenencia demócrata y republicana a escala nacional y de una adhesión a las estructuras de ambos partidos en los estados, al valorar la ciudadanía que es en este nivel territorial o local donde se toman en cuenta sus demandas; y por otro, la afiliación a organizaciones sociales que se movilizan a favor de determinados intereses particulares, como los ecologistas, pacifistas, feministas, o los que responden a ciertas procedencias étnicas, entre otros, lo cual atenta contra la visión de los partidos como eslabones entre la sociedad civil y el Estado; (5) crisis de legitimidad gradual pero sostenida, del sistema político, en el sentido de que el modelo democrático burgués tradicional (representativo, liberal) que le sostiene va perdiendo funcionalidad, en la medida en que el bipartidismo se resquebraja y el comportamiento de los partidos se aparta de las demandas y preocupaciones de los diferentes sectores sociales a los que debieran satisfacer, respondiendo a intereses económicos, personales o de fracciones específicas, con lo cual la democracia representativa se torna ilegítima.Tales pautas, bien visibles hace veinte años, desde las elecciones de 2000, experimentan reajustes al terminar la Administración de W. Bush, en el contexto de hartazgo popular ante su desgastada gestión de extrema derecha y de demandas por un cambio, lo cual capitalizó Obama desde las primarias hasta su triunfo en los comicios de 2008 y su reelección en 2012. Sin embargo, al concluir el segundo mandato, de nuevo se apreciaba en 2016 la división al interior de las filas demócratas, al ganar presencia durante la campaña la propuesta reformista y renovadora de un precandidato novedoso, Bernie Sanders, con arraigo popular, frente a la agenda protagónica dentro de ese partido, simbolizada por una figura política tradicional, como Hillary Clinton, quien obtendría la nominación en la Convención Nacional Demócrata. A la par, entre los republicanos no podían ser mayores las contradicciones al comenzar la campaña, al registrarse más de una decena de figuras, entre ellas la de Trump, que no reunía las credenciales partidistas entonces como un auténtico ni antiguo republicano, sino que se identificaba y era percibido mucho más como un libertario, siendo rechazado por los exponentes tradicionales de la corriente conservadora en ese partido prácticamente hasta su toma de posesión.

Tanto el lugar alcanzado por Sanders como precandidato demócrata hasta la convención partidista, como el posicionamiento de Trump como candidato republicano en 2016 constituían muestras como lo sería antes la exitosa trayectoria de Obama en 2008, de lo señalado, en el sentido de que se trataba de políticos considerados como no convencionales, que emergían y adquirían carta de ciudadanía en la contienda como expresión del desencanto o rechazo hacia las figuras tradicionales: Obama, un hombre de piel negra; Sanders, un exponente de ideas socialdemócratas o socialistas y Trump, un showman, procedente además de la oligarquía financiera. Esta situación resume la transformación ideológica y la dinámica política que caracteriza al referido tiempo de transición que vive la sociedad estadounidense durante la “era” Trump, en la que asoma con más fuerza que en anteriores momentos la crisis del liberalismo tradicional.

Trump abandona la Casa Blanca en medio de un escandaloso e inédito proceso, cuyos momentos culminantes se ubican en su anunciada intención de desconocer un eventual triunfo demócrata en los mencionados comicios, atribuyéndole de antemano una connotación fraudulenta a lo que sería un resultado legal. A ello se sumaría la exhortación ulterior que hizo a sus simpatizantes, conducente a la irrupción en el Capitolio, que interrumpió la sesión conjunta del poder legislativo para contar el voto del Colegio Electoral y certificar la victoria de Biden. El antecedente se situaba dos meses antes, en la medianoche del día de las elecciones, cuando Trump se declaró ganador y afirmó que estaban tratando de robar el resultado. La importancia del hecho radica en que evidencia su determinación a toda costa de ignorar la filosofía político-jurídica o el fundamento constitucional y el mecanismo del proceso, al cuestionar el escrutinio y la decisión del Colegio citado. Como en realidad no había ganado, no existía, por tanto, ninguna victoria que robar. Pero para muchos de sus fanáticos partidarios, ello no importaba, y seguiría sin importar. Un hecho como ese hubiese sido inimaginable en circunstancias anteriores. Su ocurrencia la posibilitó la envergadura de una crisis de legitimidad en curso, que avanzaba de modo progresivo.El dilema de la legitimidad y el reto de las alternativasLa situación que se dibuja en la sociedad estadounidense al terminar el proceso electoral en 2020 parece indicar que el despliegue del proceso de transición durante los cuatro años de gobierno de Trump, que dan continuidad a los cambios iniciados en los años de 1980 en unos casos difusos, confusos o apenas insinuados, en otros, parcial o totalmente definidos, avanzan en la acumulación cuantitativa hacia transformaciones cualitativas, hasta delinear con más fuerza y nitidez los trazos anteriores. La referida crisis de legitimidad resume esa secuencia dinámica, de agotamiento de la tradición liberal y de persistencia de una oleada conservadora, con ciertos arraigos, que proyectan su permanencia y desarrollo en el terreno cultural y político de Estados Unidos a través de la continuidad del “trumpismo”, configurando una tendencia contradictoria. Así, la transición en curso coloca a esa sociedad ante un dilema, que podría interpretarse a partir de la reflexión del escritor Octavio Paz, según la cual “perplejos, entre su doble naturaleza histórica, los norteamericanos hoy no saben qué camino tomar; la disyuntiva es mortal: si escogen el destino imperial, dejarán de ser una democracia y así perderán su razón de ser como nación” (Paz, 1986: 61). Justamente, la no descartable presencia de un pensamiento político y de un accionar que siga los pasos de Trump en el corto y mediano plazo se inscribe en esa perplejidad y en la duda acerca del camino a tomar (Morgenfeld, 2020).

Imagen del asalto al Capitolio de Estados Unidos
Fig. 2.
Imagen del asalto al Capitolio de Estados Unidos
Capitolio de Estados Unidos

Los resultados electorales de 2020 han dejado ver, en medio de no poca ni efímera incertidumbre, que junto al predominio popular y del Colegio Electoral a favor de Biden, existe una tendencia ideológica conservadora, de extrema derecha, nada despreciable. Ello se palpa, como se ha argumentado, en el respaldo recibido por Trump con decenas de millones de votos, seguido por la adhesión a su figura mediante movilizaciones públicas, proclives a la violencia, que se suman a su empeño en aferrarse a la presidencia. Aunque dicho respaldo no consiga impedir la impugnación de Trump con el juicio político iniciado luego de haber concluido su mandato presidencial y de inhabilitar su capacidad política, probablemente se traducirá en la articulación de un movimiento activo en la sociedad estadounidense, en interacción con las expresiones examinadas de la derecha alternativa o desafecta, que contribuyan a estimular las divisiones internas en el Partido Republicano, a las cuales se ha hecho referencia, o a mantener vivas, al menos, las posibilidades de conformación de un nuevo partido, con pretensiones de insertarse en el proceso electoral de 2024. De suceder algo así, ello constituiría un nivel más profundo de la crisis de legitimidad del sistema político. Lo más probable es que la gravitación histórica de las tradiciones de la cultura política y de la legalidad en la sociedad estadounidense impidan el surgimiento de un tercer partido con capacidad de inserción en el sistema electoral, dado que el bipartidismo actúa como un contrapeso relevante, pero esa posibilidad no es totalmente descartable a la luz de las actuales circunstancias.En definitiva, expresiones ideológicas de disgusto, apartamiento y búsqueda de opciones ante la política tradicional, sus figuras y maneras de actuar, aunque ciertamente, no tan intensas ni de virtual ruptura con las reglas del sistema político, como la que acaba de analizarse, han tenido presencia anterior en la historia estadounidense, según lo muestran el decenio de 2000 y el de 2010, en los tres resultados electorales implicados. En los casos de 2008 y 2012, a causa del triunfo y reelección, respectivamente, de Barack Obama, un presidente de piel negra, que despertó fuertes sentimientos de racismo y nativismo, se produce el reavivamiento de viejas conductas colectivas, a través de los existentes grupos de odio. Así ganarían espacios los neonazis, los “cabezas rapadas” (skinheads), el Movimiento Vigilante, las Milicias, las Naciones Arias, el Movimiento de Identidad Cristiana, entre otros, que hasta entonces tenían un bajo perfil, a los que se añadió entonces el naciente Tea Party, haciendo gala de no menos extremismo derechista. En 2016, resurgirían algunos de ellos, ya mencionados, alentados por la victoria de Trump, al sentir el amparo de un presidente que le cobijaba cuatro años atrás, y la necesidad de defenderle en 2020, ante la derrota electoral.

Las tendencias de mayor beligerancia florecen en Estados Unidos desde comienzos del siglo XXI en el escenario de crisis provocado por los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, que recrearon un clima parecido al del macartismo, al definirse nuevas percepciones de amenaza que estimularon prejuicios, temores y odios, como las que surgieron contra los musulmanes e inmigrantes latinoamericanos, bajo la bandera de la lucha contra todo lo que significase antinorteamericanismo. Desde entonces, la crisis no parece abandonar el escenario estadounidense. Los efectos han sido perdurables en términos político-jurídicos, ideológicos y estratégico-militares a partir de los cambios institucionales que tuvieron lugar, al surgir, por ejemplo, la llamada Ley Patriótica, el Homeland Security Deparment y el Comando Norte; de la construcción simbólica de los “nuevos” enemigos a la identidad y la seguridad de la nación y de la redefinición de la política exterior en torno a la declarada Guerra Global contra el Terrorismo. Las conmociones económicas han dejado también secuelas, sobre todo desde la crisis financiero-inmobiliaria que se desata en 2008, cuyos efectos se interrelacionan con todo el tejido social y político, colocando a Estados Unidos bajo la sombra de un proceso recurrente, que se prolonga con los acontecimientos de 2020, en el contexto de la crisis epidemiológica y sanitaria.

CONCLUSIONES

Tales tendencias han tenido un equilibrio, sin embargo, coexistiendo con las que con raíces en los movimientos sociales, canalizando intereses y actividades de minorías étnicas y raciales, grupos discriminados por su orientación sexual, de sindicatos y de un sector del Partido Demócrata—, poseen también antecedentes que ya han sido referidos, en la sociedad civil, y han actuado como contracara de ellas, como Occupy Wall Street, y el entramado de fuerzas de Sanders, que mantienen presencia. Ello muestra que las divisiones internas en el Partido Demócrata persisten y pueden, incluso, ahondarse.Estados Unidos se enfrenta hoy, en el tablero descrito, a los retos y oportunidades del cambio y la continuidad, en circunstancias marcadas por los efectos desoladores de una crisis múltiple, que no tendrá soluciones inmediatas ni sencillas, toda vez que incluye, ante todo, como enorme problema humano, el de los estragos del coronavirus, con miles de contagiados y fallecidos, en una sociedad dividida no sólo en términos partidistas e ideológicos. Una profunda polarización entre riqueza y pobreza, como expresión de la contradicción capital-trabajo y de las relaciones de explotación y dominación que sostienen al sistema capitalista allí, atraviesa a la nación con acentuadas desigualdades sociales y tensiones clasistas. Así, se ubican en primer plano los estremecimientos profundos de la economía, cuya solución no es independiente del control efectivo de la epidemia, en medio de un clima social convulso, definido por conflictos y contrapuntos en torno a diversos temas, en los que confluyen factores espirituales, como la religiosidad y la identidad, que per se no poseen una connotación política, pero que la adquieren, por implicación, en las contiendas electorales y en los escenarios de crisis.Biden obtuvo el triunfo y Trump no consiguió la reelección. El Partido Demócrata pudo superar el desconcierto, recuperarse de su crisis interna, alcanzar un alineamiento alrededor de su candidato, atraer a una parte de las bases que apoyaron a Trump en 2016 y ganar espacios en determinados estados con inclinaciones republicanas, pero su unidad no es monolítica y, eventualmente, puede resquebrajarse lo logrado. La derrota del Partido Republicano, también dividido, no cancela, empero, su posible rearticulación, tanto a causa de la herencia “trumpista” como de otras tendencias en su seno, más moderadas y que desafíen a los demócratas con mayor credibilidad, según la crisis permanezca o sea superada, y el nuevo gobierno se debilite o fortalezca. La nación está muy dividida ante el amplio e importante abanico de asuntos: empleo, estabilidad económica, impuestos, inmigrantes, armas de fuego, violencia, medio ambiente, discriminación racial.Quizás la manera más gráfica y matizada de ponderar los alcances de la crisis aludida, al enlazar ambas consideraciones, sea la sugerida por el antropólogo Wade Davis, al entender el proceso como un “desmoronamiento” de Estados Unidos, cuya sombra se proyectará largamente, con un impacto devastador, reduciendo a jirones la ilusión del excepcionalismo norteamericano, constituyendo un punto de inflexión histórica (Davis, 2020).De alguna manera, cobra vigencia la imagen, en condiciones distintas, de la advertencia de Lincoln, en el contexto de crisis y contradicciones conducente a la Guerra Civil, formulada en su discurso ante la Convención Estadual Republicana de Illinois, en Springfield, el 16 de junio de 1858, al decir que “una casa dividida contra sí misma no puede sostenerse… no espero que derrumbe, lo que espero es que deje de estar dividida… se convertirá en una cosa o en la otra” (Lincoln, 1997: 187).Biden tiene ante sí un arco tal de conflictos que difícilmente pueda solucionarse con acciones como las contenidas en la Plataforma del Partido Demócrata, o con las intenciones planteadas en el discurso que pronunció al conocer su victoria, donde expresó que se había postulado a la presidencia para “restaurar el alma de la nación”, y “lograr que Estados Unidos vuelva a ser respetado en todo el mundo”. Cualquier semejanza, por cierto, con las frases de Trump que prometían situar a “Estados Unidos, primero”, y “recuperar la grandeza” del país, no es simple coincidencia, si bien es válida la intención de subrayar el inicio de un nuevo camino, lo cual le ofrece una gran oportunidad. El desafío, en cambio, será el de cambiar las cosas, en un marco de decadencia capitalista, logrando que, al cambiarlas, no sea más de lo mismo o todo quede igual.El reto de Estados Unidos es superar la crisis de legitimidad. Como alternativa político-ideológica al “trumpismo”, el gobierno demócrata no estará definido por un enfoque liberal tradicional, dado su agotamiento, según lo expuesto a lo largo del análisis. Más bien es esperable que oscile entre una posición de centro, y una de derecha, “razonable”, atemperada o moderada, cercana al viejo conservadurismo típico republicano, alejado de la derecha radical o extrema. La contradicción señalada por Octavio Paz sigue marcando el derrotero de una transición inconclusa. De ahí que pueda proseguir una suerte de “trumpismo”, aún sin Trump, más allá del corto plazo.

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