Papeles de investigación

Notas sobre edición y literatura argentina durante la transición democrática

Notes on publishing and Argentine literature during the democratic transition

José Luis de Diego
Universidad Nacional de La Plata, Argentina, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

núm. 20, e0154, 2024

revistaeltacoenlabrea@fhuc.unl.edu.ar

Recepción: 19 Junio 2024

Aprobación: 03 Julio 2024



Para citar este artículo:: de Diego, J.L. (2024). Notas sobre edición y literatura argentina durante la transición democrática. El taco en la brea, (20) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0154 DOI: 10.14409/eltaco.10.20.e0154

Resumen: Hacia fines de los setenta algunas editoriales dieron a conocer colecciones específicas dedicadas a la literatura argentina, orientaron su catálogo hacia esa dirección; comenzaba a emerger la producción silenciada o prohibida bajo la dictadura militar y la de textos publicados en el exilio que solo entonces podían empezar a circular tímidamente en Argentina. Aquí estudiaremos esas políticas de edición, las trayectorias de editores que subyacen a ellas, los directores de colección, los catálogos específicos y, por último, los procesos de canonización y consagración de algunos autores y obras —o, inversamente, los motivos de su prematuro declive—. No reseñaremos aquel contexto político, económico y cultural, ya largamente estudiado y transitado. Más modestamente, analizaremos seis casos que abarcan unos quince años (1978‒1992) y que resultan particularmente significativos: Bruguera, Pomaire, Editorial de Belgrano, Legasa, Centro Editor de América Latina, Sudamericana.

Palabras clave: literatura argentina, políticas editoriales, transición democrática, editores, catálogos.

Abstract: Towards the end of the seventies some publishing houses unveiled specific collections dedicated to Argentine literature, and oriented their catalog in that direction; production that was silenced or banned under the military dictatorship were beginning to emerge, along with texts published in exile that could only then timidly begin to circulate in Argentina. Here we will study those publishing policies, the trajectories of publishers behind them, the collection directors, the specific catalogs and, finally, the processes of canonization and consecration of some authors and works —or, conversely, the reasons for their premature decline—. We will not review that political, economic and cultural context, already long studied and traveled through. More modestly, we will analyze six cases that are particularly significant and that cover about fifteen years (1978‒1992): Bruguera, Pomaire, Editorial de Belgrano, Legasa, Centro Editor de América Latina, Sudamericana.

Keywords: Argentine literature, publishing policies, democratic transition, publishers, catalogs.

Cuando publicamos nuestro Editores y políticas editoriales en Argentina (1880‒2010) —la primera edición en 2006 y la segunda, ampliada, en 2014— me ocupé del período que va desde el inicio de la última dictadura militar hasta los primeros años de la recuperación democrática. En ese momento, advertí que hacia fines de los setenta algunas editoriales habían lanzado colecciones específicas dedicadas a la literatura argentina, o simplemente habían orientado su catálogo hacia esa dirección; comenzaba a emerger la producción silenciada o prohibida bajo el régimen militar y la de textos publicados en el exilio que solo entonces podían empezar a circular tímidamente en Argentina. En este trabajo me interesa focalizar en esas políticas de edición, en las trayectorias de editores que subyacen a ellas, en los directores de colección, en los catálogos específicos y, por último, en los procesos de canonización y consagración de algunos autores y obras —o, inversamente, en los motivos de su prematuro declive—. De manera que intento recorrer el productivo camino que articula edición y literatura, es decir: las condiciones materiales de producción de libros de literatura argentina en ese período determinado de nuestra historia cultural. No voy, en consecuencia, a reseñar aquel contexto político, económico y cultural, ya largamente estudiado y transitado. Más modestamente, voy a estudiar seis casos que abarcan unos quince años (1978‒1992) y que me parecen particularmente significativos.

Bruguera / Rodrigo / Martini / Narradores [argentinos] de hoy

La editorial Bruguera ha sido uno de los más activos sellos de la España del siglo pasado, y buena parte de su historia ya ha sido escrita (Moret, 2002:103‒113; Vila‒Sanjuán, 2003:89‒92 y 253‒254; Martínez Martín, 2015:335‒338). Fue fundada por Joan Bruguera Teixidó en 1910 con el nombre El Gato Negro; a su muerte, sus hijos Pantaleón y Francisco rebautizaron la empresa en 1939 con el apellido familiar. Fue la editora de mayor alcance y popularidad de revistas de historietas, tebeos y de novelas breves de alcance masivo durante el franquismo; entre sus autores, los nombres más citados son el de Corín Tellado para las novelas rosas, y el de Marcial Lafuente Estefanía para las novelas de vaqueros. En palabras de María Fernández Moya:

Bruguera, la segunda editorial más importante del país por volumen de facturación, ocupaba el puesto 46 en la clasificación de las empresas más rentables de España en 1972. Bruguera desarrolló en los años sesenta y setenta una agresiva estrategia de crecimiento y las cifras de exportación rondaban el 50 por 100. La compañía abrió sedes propias en Argentina, Colombia, México y Brasil y tenía una plantilla de 1275 empleados, incluyendo todas las sedes españolas y americanas. (en Martínez Martín, 2015:592)

Sin embargo, si Francisco Bruguera era respetado por su pasado comprometido con la causa republicana, y porque solía dar empleo a los derrotados y perseguidos por el régimen; la dirección del sello a menudo fue cuestionada por sus autores por abonar solo el dos por ciento de los derechos de autor y por no reconocer esos derechos cuando ideaban y producían refritos de sus obras. La imagen de trabajadores y autores de Bruguera explotados por sus patrones tuvo una visibilidad explosiva en los juicios que algunos de ellos iniciaron contra la empresa: los ya mencionados Tellado y Lafuente ganaron un sonado litigio en 1974; y Francisco Ibáñez, un popular historietista, abandonó Bruguera en 1985 y un año después la demandó judicialmente.[1]

En 1966 Alianza Editorial lanzó la exitosa colección El Libro de Bolsillo, con las emblemáticas y reconocibles cubiertas de Daniel Gil. Bruguera no se quedó atrás y en 1969 comenzó a publicar la colección Club Bruguera en formato de bolsillo, tapas duras, en tiradas de 100 000 ejemplares y a un precio económico. Pero fue el argentino Ricardo Rodrigo quien sugirió a Bruguera acentuar la presencia del sello en el mercado de los pocket books. Rodrigo había nacido en 1946 y se había sumado tempranamente a la lucha política: estuvo en Cuba en los años de la ebullición revolucionaria y participó de la intentona foquista de Ernesto Guevara en Bolivia. Llegó a Barcelona en 1971 y dos años después comenzó a trabajar como corrector tipográfico en Bruguera. Según su testimonio, «En 1976 empecé a hacer propuestas a don Francisco Bruguera; le hacían gracia, pero no acababa de verlas claras. Le propongo una colección de novela negra y él decide integrarla dentro de su gran colección de bolsillo que era Libro Amigo» (en Vila‒Sanjuán, 2003:90). Su evocación resulta coincidente con la del otro protagonista de la historia que estamos reseñando: el escritor rosarino Juan Martini. En el estupendo libro de Alejandrina Falcón sobre los traductores argentinos en editoriales españolas durante los años de la última dictadura militar, se recoge el testimonio de Martini:

Yo llego [a Barcelona] en diciembre de 1975. Y cuando lo conozco a Rodrigo empiezo a trabajar. Uno de los primeros trabajos en Bruguera fue hacer esos articulitos de enciclopedias que se venden en fascículos semanales. Hasta que un buen día, Rodrigo me llama; él había leído un par de novelas mías, (...) y me cuenta que él quería hacer una colección de policiales, y si me animo a presentar un proyecto de novela negra. (en Falcón, 2018:115)

La Serie comenzó a publicarse en 1977; Martini seleccionó los títulos —mayoritariamente anglosajones— y escribió las «presentaciones» de los primeros 50 títulos. Solo cinco autores de lengua española fueron publicados en la Serie; de ellos, solo un título argentino: Triste, solitario y final de Osvaldo Soriano (nº 29, en 1979). Sin embargo, fue numerosa la presencia de traductores argentinos quienes, por una parte, encontraron allí un trabajo que ayudó a sobrellevar la precariedad económica y, por otro lado, batallaron en la dura tarea de combatir las rígidas normas lingüísticas que los editores peninsulares les imponían. Falcón ha sostenido, con buenos argumentos, la tesis de que la Serie representó para Bruguera una «bisagra entre la producción de literatura popular de masas y el giro hacia la “cultura alta”» (114); empujó, además, a pesar de soportar no pocas críticas y objeciones, al mercado del libro español hacia la popularización del género policial negro. Ha dicho Jorge Lafforgue, uno de los mejores conocedores del género en Argentina: «Siempre se habla de la Serie Negra que dirigió Piglia en la Editorial Tiempo Contemporáneo, pero la de Martini fue igualmente importante para la literatura policial en castellano».[2] No obstante, y como queda señalado, el giro a la cultura alta recién comenzaba. Dado que, en la evaluación de Rodrigo, «la serie fue muy bien», el camino se orientó en dos direcciones: en la búsqueda de firmas de prestigio y en la insistencia en libros de formato pequeño: «iniciamos también una serie de bibliotecas de bolsillo dedicadas a Truman Capote, Italo Calvino, John le Carré, Graham Greene (...) las obras completas de Borges, Cortázar íntegro, Onetti, Cela...» (en Vila Sanjuán, 2003:91).

Hacia fines de los setenta, los problemas económicos de la empresa se agudizaron: Rodrigo se fue en 1981 y fundó RBA,[3] y un año después Bruguera entró en cesación de pagos. Leo Antúnez, un uruguayo arribista y poco solvente,[4] prometió inversiones que nunca llegaron y, lejos de mejorar la situación, terminó de derrumbar a la empresa, que cerró definitivamente en 1986. Además de decisiones erróneas en la administración de la firma, la coyuntura desfavorable de los mercados hispanoamericanos, en especial las devaluaciones de la moneda en México y Argentina, resultó otra de las causas que aceleró el desenlace. Sin embargo, fue en esos años de progresiva debacle en los que gana protagonismo la presencia de firmas latinoamericanas y, en especial, argentinas, en el catálogo de Bruguera. Por ejemplo, la publicación, en primera edición para el mercado español, de Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, en 1981. Según Vila‒Sanjuán, «Con el consentimiento de García Márquez, [Carmen] Balcells negoció con Bruguera la publicación de la obra a cambio de que la editorial saldara las deudas, cercanas a los 30 millones de pesetas, que tenía con los otros autores “atrapados”, entre los que figuraba Julio Cortázar» (138‒139).[5] La novela vendió entre 200 y 300 000 ejemplares en el primer año. En 1985, y acaso porque la maniobra de Balcells continuaba en marcha, Bruguera editó otro éxito internacional del colombiano, El amor en los tiempos del cólera.

Pero unos años antes, hacia 1979, Rodrigo y Martini se habían embarcado en otro proyecto: la colección Narradores de Hoy. De acuerdo con el objetivo ya señalado —virar hacia la «cultura alta» con buenos títulos en ediciones accesibles— en la colección fueron apareciendo obras de Boris Vian, Malcolm Lowry, Heinrich Böll, Truman Capote, Carlos Fuentes, Rafael Alberti, Cesare Pavese, Henry Miller, Scott Fitzgerald, Jorge Amado, entre muchos otros; un muestrario notable de autores de variadas lenguas y nacionalidades. La presencia argentina en la colección se inicia tempranamente con las obras de Jorge Luis Borges y de Roberto Arlt, como si hubieran pretendido reinstalar a nuestro clásico más universal junto con un autor poco conocido para el público español y europeo en general que vivía por esos años su momento de canonización. También en los inicios de la colección Martini vuelve a publicar a Osvaldo Soriano. Su segunda novela, No habrá más penas ni olvido, fue escrita en 1974 y ya había sido editada en tres traducciones antes de su versión española. Si bien la primera edición es de 1978 y dos años después se publica Cuarteles de invierno, los libros se conocieron en Argentina con alguna demora y se convirtieron en dos de los más vendidos durante el período de la transición democrática en nuestro país; el éxito fue reforzado por las tempranas versiones cinematográficas.[6]

Veamos los autores argentinos del catálogo de Narradores de Hoy (entre paréntesis figura el número que ocupan en la colección):


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  1. 1979: Roberto Arlt, El juguete rabioso (21); Jorge Luis Borges, El libro de los seres imaginarios (12);

    1980: Roberto Arlt, Los siete locos (28) y Los lanzallamas (30); Jorge Luis Borges, Prosa completa 1 y Prosa completa 2 (24); Osvaldo Soriano, No habrá más penas ni olvido (32).

    1981: Juan Carlos Martini, La vida entera (40).

    1982: Bernardo Kordon, Historias de sobrevivientes (79); Osvaldo Soriano, Cuarteles de invierno (69).

    1983: Antonio Di Benedetto, Cuentos del exilio (149); Tomás Eloy Martínez, Lugar común la muerte (137); Juan Carlos Martini, La brigada celeste (94); Pedro Orgambide, El arrabal del mundo (156); Osvaldo Soriano, Triste, solitario y final (106) y Artistas, locos y criminales (157); Oscar Hermes Villordo, La brasa en la mano (124).

    1984: Vicente Battista, El libro de todos los engaños (230); Humberto Costantini, De Dioses, hombrecitos y policías (226) y La larga noche de Francisco Sanctis (229); Mempo Giardinelli, Luna caliente (227) y La revolución en bicicleta (231); Gerardo Mario Goloboff, Criador de palomas (232); Juan Carlos Martini, Composición de lugar (117); Pedro Orgambide, Hacer la América (228).

    1985: Humberto Costantini, En la noche (235); Mempo Giardinelli, El cielo con las manos (234); Pedro Orgambide, Pura memoria (236).[7]

A partir del libro de Tomás Eloy Martínez, en la contratapa puede leerse un agregado al nombre de la colección: Narradores Argentinos de Hoy. Es probable que la frecuencia cada vez mayor de autores argentinos en la serie hubiera obligado a la editorial a tipificar con mayor detalle su alcance. Y es probable también esa presencia creciente de autores argentinos se debiera a la apertura democrática en el país y a la posibilidad cierta de encontrar allí un mercado ávido por lo producido en el exilio. Fueron libros de mucha visibilidad pero, salvo el caso de Soriano y de la novela de Villordo —un clásico de la literatura homosexual—, no muy vendidos; era frecuente encontrar ejemplares, ya hacia fines de los ochenta, en las mesas de saldos. Las evaluaciones del mercado de libros en Argentina para el período en análisis parecen repetir el diagnóstico de lo ocurrido en España con posterioridad a la muerte de Franco en 1975: la existencia de una suerte de competencia interna entre géneros, dado que el interés por los libros de investigación periodística y de historia reciente que echaban luz sobre el régimen que entonces terminaba desplazó a los libros de ficción. En España, se calcula que la emergencia de una nueva generación de escritores de literatura que encontró eco en el público lector demoró una década.

Si analizamos con algún detalle los autores y títulos que integran el catálogo, pueden observarse algunas constantes: 1) la gran mayoría de los autores estaban por entonces exiliados (Martini, Battista y Di Benedetto en España; Costantini, Orgambide, Giardinelli y Villordo en México; Soriano y Goloboff en Francia; Martínez en Venezuela); 2) existen ciertas políticas de autor que parecen proyectar el foco inicial puesto en Borges y Arlt: a pesar del reducido número de autores, es frecuente su persistencia en el catálogo como lo indican los tres títulos de Soriano, Martini, Orgambide, Costantini y Giardinelli; 3) si omitimos a Borges y a Arlt, la mayoría de los títulos son en primera edición; las excepciones —como los dos primeros títulos de Giardinelli, De dioses... de Costantini y Lugar común... de Martínez— pretendieron darle mayor visibilidad a obras publicadas en el exilio y muy poco difundidas entre el público argentino.

A más de cuarenta años de aquellas ediciones, acaso sea La vida entera de Martini la obra de la colección (otra vez: excluidos Borges y Arlt) que mayor proyección ha logrado en el interés de editores y críticos. No es frecuente que una obra cuente con cinco ediciones en diferentes sellos —Bruguera 1981, Legasa 1987, Seix Barral 1997, Norma 2005, Eudeba 2015—[8]y no creo que, en ninguno de esos sellos, la novela se haya convertido en un best seller. Es probable que el interés de contar con esa novela en un catálogo fuera un modo de prestigiarlo, de integrar un título que, para los años que siguieron, se iría transformando en una suerte de clásico moderno y de referente, ampliamente citado, de la literatura del exilio y de la transición.

Pomaire / Molina / Piglia

El apellido Vergara es muy frecuente en Chile, y en los orígenes de la editorial Pomaire se cruzan dos Vergaras que no tenían ningún parentesco entre ellos; este hecho ha dado lugar a numerosos equívocos cuando se pretende trazar la génesis del sello.[9] Por un lado, José Manuel Vergara Prieto (1929), un escritor que lograra un éxito pasajero con la novela Daniel y los leones dorados (1956) y que, ya convertido en editor, participó del lanzamiento del sello Del Nuevo Extremo en 1958. Por otro, Javier Vergara (1930), un abogado al que convocaron para mejorar las finanzas del proyecto. Dos años después, acaso por la inexperiencia de aquellos jóvenes en el mercado del libro, la sociedad se disolvió y nació Pomaire.[10]Javier quedó a cargo de la firma en Santiago de Chile; José Manuel abrió una subsidiaria en Barcelona e Iván Mozó, otro socio, hizo lo propio en México. La actividad en Argentina se inició con un acuerdo con Emecé para la distribución de sus libros. Mientras tanto, el catálogo se enriquecía con autores, mayoritariamente de habla inglesa, que procuraban combinar calidad y buen nivel de ventas; los títulos del australiano Morris West fueron el mascarón de proa del crecimiento de la firma. En la trayectoria de Javier Vergara como editor se abre un paréntesis de cuatro años (entre 1968 y 1972) en el que se desempeñó en tareas diplomáticas en la Embajada de Chile en Buenos Aires. En 1974, finalmente, se estableció la editorial Pomaire en Argentina; no obstante, al poco tiempo un conflicto entre José Manuel y Javier produjo la escisión de la firma. José Manuel e Iván Mozó se quedaron con el nombre de la empresa y con las sedes de Barcelona y México, mientras que Javier, desde Argentina y Chile, se reservó los derechos sobre una serie de autores y títulos rentables[11] y fundó en 1975 la editorial que lleva su nombre.[12]

Para entonces, Pomaire seguía a cargo de José Manuel y de Joaquín Sabaté, otro reconocido editor chileno, fundador, en 1983, de ediciones Urano; en Argentina, su gerente editorial era Oscar Luis Molina Sierralta. Molina también era chileno, se había desempeñado como profesor de literatura moderna en la Universidad Católica de Valparaíso, contaba con antecedentes en Ediciones Universitarias de Valparaíso y en Grijalbo, y ya era para entonces un activo traductor free lance. En un catálogo poblado por firmas extranjeras, hacia fines de los setenta, en plena dictadura militar, Molina comenzó a editar literatura argentina:


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  1. 1978: Antonio Di Benedetto, Absurdos; Rodolfo Rabanal, Un día perfecto.

    1979: Diego Angelino, Sobre la tierra; Eduardo Belgrano Rawson, El náufrago de las estrellas; Sara Gallardo, La rosa en el viento.

    1980: Mempo Giardinelli, La revolución en bicicleta; Ricardo Piglia, Respiración artificial.

    1981: Eduardo Belgrano Rawson, No se turbe vuestro corazón; José Pablo Feinmann, Ni el tiro del final; Roberto Fontanarrosa, Best seller; Alicia Steimberg, Su espíritu inocente; Dalmiro Sáenz, Ese.

    1982: Roberto Fontanarrosa, El área 18.[13]

Comparado con otros proyectos editoriales de la época —algunos de ellos considerados en este trabajo—, el aporte de Pomaire parece menor, con poco más de una docena de títulos. Sin embargo, entre esos títulos aparece acaso la novela más referida y citada toda vez que se habla de la literatura argentina en los sombríos años de la dictadura. Me refiero a Respiración artificial de Ricardo Piglia. Desde la publicación de Los diarios de Emilio Renzi hemos podido ir reconstruyendo buena parte de la trayectoria editorial de Piglia; no solo de la edición de sus libros —cuentos, novelas, ensayos—, sino también de la cantidad de títulos que Piglia editó trabajando para Jorge Álvarez, Tiempo Contemporáneo, Galerna, Centro Editor de América Latina y Ediciones Fausto, entre otros sellos.[14] Si nos detenemos en el tercer tomo de los diarios, es posible rastrear con detalle la historia de la publicación de una novela canónica. Cito a continuación una serie de entradas al diario, entre 1978 y 1981, en las cuales se advierten las diferentes etapas de esa historia:

28/6/78. Me llamó anoche Susana Appel de la editorial Pomaire, leyó el capítulo en Punto de Vista [nº 3, julio de 1978, pp. 26‒28] y mostró interés «por la novela que escribo». (Piglia, 2017:79)

2/2/80. ¿Se podrá publicar esta novela en la Argentina? (110)

26/2/80. Le dejo la novela a Pezzoni en Sudamericana (110)

27/2/80. Llevo también la novela a Pomaire, donde Oscar Molina me ofrece tres mil dólares de anticipo y publicar quince mil ejemplares. Claro que todavía no ha leído esta mezcla de alusiones políticas y relato discursivo.

De todos modos iré a México y, si no se publica aquí, la editaré en Siglo XXI. (110‒111)

6/3/80. Anoche llamó Pezzoni, elogios excesivos. «La mejor novela después de Rayuela». (111)

8/3/80. Llaman de Pomaire. Veremos. Les pido cinco mil dólares de anticipo. (111)

11/3/80. Pezzoni sigue con sus elogios y hace propaganda de la novela por toda la ciudad. La publicará este año. El jueves podemos firmar el contrato. (111)

[Piglia viaja dos meses en México; sin anotaciones en el diario]

19/5/80. Hablo con Pomaire, me ofrecen cuatro mil dólares, yo pido cinco. Molina, el editor, me dice por teléfono que es la mejor novela que ha leído en años. (111)

22/5/80. En Pomaire me ofrecen cinco mil dólares de anticipo y publicar la novela en diciembre. De modo que voy a aceptar. (112)

6/6/80. Firmé, entonces, el contrato con Pomaire hoy. (113)

25/6/80. Pezzoni dice que debió haber presentado la renuncia en Sudamericana para lograr que la publicaran. «Pero cinco mil dólares no le pagan ni a Mujica Láinez». (...) La novela fue un golpe de suerte, la escribí en pocos meses, me pagaron cinco mil dólares, podré publicarla en Buenos Aires a pesar de todos los pronósticos y se editará a los tres meses de haberla entregado. (116‒117)

12/8/80. La novela no saldrá en septiembre sino en octubre [se publicó en octubre], edición local, acelerada y reducida (tres mil ejemplares). (125)

26/8/80. Malos pensamientos con respecto a la novela, a la tardanza, a la incompetencia que circula en Pomaire, donde sólo saben pagar en dólares. (126)

22/9/80. Violenta discusión ayer en la tarde con Molina por la tapa de la novela. No hay modo de impedir que el libro tenga una presentación degradada, en la tapa se verá que me pagaron cinco mil dólares. (129)

26/9/80. En Pomaire discusiones por las exigencias respecto de mis apariciones públicas para promocionar el libro. (130)

13/11/80. En la editorial me entregan diez ejemplares de la novela. Voy a casa caminando por Callao, como hice durante estos años mientras la escribía. (132)

27/4/81. En Pomaire, datos sobre la novela que reviso con la incómoda sensación que me conozco bien, una extraña mezcla de ansiedad y alegría. Se han vendido hasta ahora cinco mil ejemplares, se venden trescientos ejemplares por mes, el libro está en la lista de best sellers de Clarín. Era imposible imaginar que esa novela podía interesar a lectores ajenos a mi círculo de amigos. (141)

1/5/81. La repercusión de la novela no ha cambiado nada en mí, que soy el que la escribe y no el que la publica. (141)

10/8/81. Hace casi un año recibía los primeros ejemplares de Respiración artificial, Molina me llama, se han vendido siete mil quinientos ejemplares. (148)

Como puede verse, la apuesta de Molina fue arriesgada: le gana la pulseada por la novela nada menos que a Sudamericana, uno de los sellos que ocupaban un lugar central en el campo editorial de entonces. Y en esa pulseada tuvo que batallar, además, con la ansiedad, las broncas y aun el escepticismo del escritor, que estaba acostumbrado a ser un editor pero nunca fue un publisher. La incertidumbre respecto de la publicación de esa novela en el contexto represivo de aquellos años, que se advierte en las preguntas que Piglia explicita en el diario, seguramente habrá alcanzado también a los editores; si bien la novela, en ese sentido, produce un sutil trabajo con la elipsis, resulta evidente que la suerte del profesor Maggi está sellada desde el comienzo y que ningún lector podía dudar acerca de su destino final. Publicar esa novela representaba una apuesta peligrosa —incluso Piglia es reticente respecto de presentar el libro en público—[15] y transformaba a la iniciativa, en consecuencia, en una inversión de riesgo. Tanto Molina como Pezzoni estaban convencidos de que esa novela valía la pena y que estaba destinada a perdurar, pero los dólares de Pomaire pudieron más. No sabemos si la inversión en la novela resultó finalmente rentable; lo que sí sabemos es que, medida en términos de capital simbólico, fue un acierto: al interés de los lectores se sumó el rápido reconocimiento de sus pares.

En 1982, el Centro Editor de América Latina publicó la Encuesta a la literatura argentina contemporánea, dirigida por Susana Zanetti, a partir de un par de cuestionarios elaborados por Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo (de Diego, 2021). La atenta lectura de la Encuesta... permite entrever a la figura de Ricardo Piglia como el escritor emergente más citado, hacia los ochenta, de la generación que por entonces rondaba los cuarenta años. Es interesante comprobar, en los testimonios de escritores y críticos, de qué manera Respiración artificial había colocado a Piglia en el centro de la escena, como una suerte de primus inter pares, y se había transformado en un clásico del presente, en la novela que había que leer, e incluso que había que tomar como referencia entre los posibles caminos por recorrer en la literatura argentina. Jorge B. Rivera —encuestado como crítico— afirma que «entre las lecturas recientes que más me han impresionado figura la de La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, de Mijail Bajtin, y la de Respiración artificial, de Ricardo Piglia, un texto en el que se verifican curiosos y estimulantes encabalgamientos entre “literatura” y “crítica”» (Zanetti, 1982:238); Enrique Pezzoni, por su parte, dice: «Sería muy interesante estudiar cómo ha reaccionado nuestro medio ante dos obras tan alejadas entre sí como Respiración artificial, de Ricardo Piglia y Flores robadas en los jardines de Quilmes de Jorge Asís...» (309). Piglia aparece, además, citado por Luis Gusmán y Juan Martini, por María Esther de Miguel y Jorge Asís, por Andrés Rivera y David Viñas; citado por escritores pero también por críticos; citado en relación con Bajtin, pero también con Asís y con Soriano. Se podría agregar que el ciclo consagratorio de Piglia y su novela se ratifica años después, en 1987, cuando Juan Carlos Martini y Rubén Ríos realizaron para la revista Humor una encuesta a escritores argentinos. A diferencia de la anterior, aquí solo se les requería un listado de las diez novelas «más importantes» de la literatura argentina, y Respiración artificial es la única escrita por un autor en actividad que aparece en el listado de las más votadas; como afirmó Beatriz Sarlo: «De las diez novelas que llegaron al cuadro de honor, siete pertenecen a muertos ilustres, una al amigo y contemporáneo de Borges [Bioy Casares], otra a un escritor que ya ha cerrado su ciclo narrativo [Sabato] y solo la última a alguien de quien puede decirse que su literatura todavía está haciéndose [Piglia]».[16]

Pero, además, la novela se colocó en el centro de la escena por otra razón: porque allí Piglia reconstruye las genealogías de la literatura argentina de un modo distorsionado, provocador y contencioso. En especial, la tesis, postulada por Emilio Renzi, según la cual Borges es el escritor que cierra nuestro siglo XIX y Arlt es el verdadero escritor moderno, el que abre el siglo XX. Esta tesis tuvo una influencia decisiva en el establecimiento de verdaderos lugares comunes de la crítica literaria y de la enseñanza universitaria. Vista a la distancia, resulta llamativo que Piglia formulase esta tesis en los mismos meses en que Martini estaba publicando, desde Barcelona, las obras de Arlt y de Borges entre los primeros títulos de la colección Narradores de Hoy.

El resto de las obras del catálogo resultan episódicas respecto de las trayectorias de sus autores. Se pueden mencionar las dos primeras novelas de Roberto Fontanarrosa, un escritor y dibujante de alcance popular, que luego continuó publicando con Daniel Divinsky en Ediciones de la Flor; y también las dos primeras novelas del escritor puntano Eduardo Belgrano Rawson: No se turbe vuestro corazón (publicada en primera edición por De la Flor en 1974) y El náufrago de las estrellas. Por su parte, Oscar Molina abandonó Pomaire en 1983 —junto, presumimos, a Sabaté— y un año después fundó el sello Per Abbat; desde allí continuó editando, según veremos, a autores argentinos.

Editorial de Belgrano / Tedesco / Narradores Argentinos Contemporáneos / Aira

Avelino José Porto es una figura de la política nacional cuya trayectoria está atravesada de controversias. Fundó en 1964 la Universidad de Belgrano y desde entonces ha ejercido una labor sostenida en defensa de la educación privada, como presidente del Consejo de Rectores de Universidades Privadas durante cinco períodos —cargo en el que se desempeñó durante la dictadura y también durante el gobierno de Alfonsín— y como presidente de la Academia Nacional de Educación, en el que fue reelecto en numerosas oportunidades. Durante los inicios de la dictadura, la Universidad emprendió dos importantes iniciativas. Por un lado, el 5 de agosto de 1976 puso en marcha la Editorial de Belgrano; su primer título fue La Argentina posible, un volumen de autoría colectiva. Por otro, comenzó a editar la revista Vigencia en 1977 —se trataba, en verdad, de una segunda etapa, ya que se habían publicado algunos números entre 1968 y 1970—. En un excelente artículo, Martín Servelli ha estudiado la «trama cultural» de la revista y sus conexiones ideológicas con el régimen de facto. Durante los años más duros de la represión, los militares pretendían exhibir ante la ciudadanía una voluntad dialoguista y conciliadora mediante la creación de espacios adecuados para dar la «batalla cultural». Vigencia no fue una revista creada por el régimen, sino por un puñado de intelectuales del espectro liberal‒conservador que brindaron, al menos en los primeros años, un explícito aval a las políticas de la dictadura. Tal vez durante 1978 se haya alcanzado la mayor visibilidad de esa actitud en la doble presencia de la escritora Marta Lynch: celebrando eufórica la obtención del título en el Mundial de fútbol y entrevistando adulonamente al almirante Massera. Sin embargo, la amplia convocatoria de variadas firmas de diferente origen y trayectoria —Eugenio Pucciarelli, José Isaacson, Aldo Ferrer, Luis Gregorich, Miguel Grinberg, José Gobello, Félix Luna, Osiris Troiani, Jaime Rest— fueron dotando a la publicación de un barniz creciente de pluralismo y apertura.

El director de la Editorial de Belgrano fue el poeta Luis Osvaldo Tedesco —hermano mayor del conocido referente en el campo de la educación, Juan Carlos Tedesco (Gómez, 2020)—. En los años posteriores al derrocamiento del peronismo militó en las filas del Partido Socialista e ingresó en la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires. Con poco más de veinte años inició su experiencia editorial en Omeba, un sello especializado en libros de referencia; allí recorrió el camino desde corrector de estilo hasta jefe de producción. Ya en los setenta, entró a trabajar en Ediciones Librerías Fausto, un proyecto que impulsó Gregorio Schvartz desde la librería homónima. Allí desarrolló un notable catálogo ordenado en recordadas colecciones, como Novela y Cuento —que diseñó y dirigió Jaime Rest—, La Lechuza, de literatura infantil, y sobre todo, la dedicada a la poesía contemporánea, con antologías preparadas por Rodolfo Modern, Horacio Armani, Enrique Revol, Raúl G. Aguirre y títulos de Hesse, Mallarmé, Pavese, Cendrars, Montale, entre otros. En octubre de 1977, la editorial fue allanada por decreto 3155 del PEN, acusada de publicar literatura que promueve «la captación ideológica del accionar subversivo» —se mencionaba en especial al libro, ya clásico, de Elsa Bornemann Un elefante ocupa mucho espacio (1975)—. De aquella experiencia, ha dicho Tedesco: «Fue fascinante, porque el trabajo editorial pasaba íntegramente por mis manos: la elección de autores, el encargo de la traducción, lectura del original, lectura de pruebas, diagramación, producción general... Era el único encargado del proyecto, no había un grupo editorial, y eso me permitió aprender mucho» (en Longhi, 2002‒2003). Como quedó dicho, en 1976 comenzó a editar libros la Editorial de Belgrano. En los primeros años se privilegió la edición de libros políticos, de opinión y debate; en 1981, Tedesco lanzó la colección Narradores Argentinos Contemporáneos con la dirección de Osvaldo Pellettieri —un académico destacado en investigación teatral y autor de numerosos libros sobre teatro—. Sobre la colección, veamos el testimonio de Tedesco:

Yo publiqué en la EB Matando enanos a garrotazos, de Alberto Laiseca. Ahí no edité poesía, pero sí narrativa de la mejor, de una gran parte de los autores hoy más reconocidos. El primer libro de César Aira se publicó allí: Ema la cautiva; también Música japonesa, de Fogwill y los de Isidoro Blaisten, que ya era conocido pero en el mundo literario, y pasa a ser un escritor con público más amplio con Cerrado por melancolía, mientras todo lo que él había escrito antes y estaba disperso se publicó en Cuentos anteriores. También publiqué a Carlos Gorostiza, y a un autor que hoy ha sido olvidado, Arturo Cerretani, a María Granata... Entre el 76 y el 83 el anclaje en la Editorial de Belgrano fue, digamos, «seguro». Lo paradójico fue que publiqué a todos los escritores «contestatarios». Incluso publiqué un libro del hermano de Pacho O'Donnell, Guillermo O'Donnell, que se llamó El Estado burocrático autoritario, que me valió la renuncia a la Universidad de Belgrano, porque algunos amigos del rector, Porto, le dijeron que yo estaba publicando literatura subversiva. (en Longhi, 2002‒2003)

Es interesante el comentario al paso de Tedesco sobre el anclaje «seguro» que proveía la Editorial, como si diera por sobrentendidas las buenas relaciones entre los proyectos de Porto y el régimen militar. La otra afirmación, sobre los escritores «contestatarios» resulta por lo menos discutible. Pero vamos por partes; primero, el catálogo:


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  1. 1981. César Aira, Ema, la cautiva; Isidoro Blaisten, Cerrado por melancolía; Carlos Gorostiza, [Los] Cuerpos presentes; María Granata, El diluvio y la guerra; Juan Carlos Martini Real, Copyright; Pacho O’Donnell, La seducción de la hija del portero; Noemí Ulla, Urdimbre; Pablo Urbanyi, En ninguna parte.

    1982. Isidoro Blaisten, Cuentos anteriores; Ángel Bonomini, Cuentos de amor; María Angélica Bosco, La muerte vino de afuera; Abelardo Castillo, Cuentos crueles; Rodolfo Fogwill, Música japonesa; Juan Carlos Ghiano, Los rostros nativos; Liliana Heker, Las peras del mal; Bernardo Kordon, Relatos porteños; Alberto Laiseca, Matando enanos a garrotazos; Sergio Leonardo, Arrabal; Blas Matamoro, Nieblas; Syria Poletti, Línea de fuego; Fernando Sorrentino, En defensa propia; José Viñals, Miel de avispa.

    1983. Arturo Cerretani, Pequeña suite; Carlos Gorostiza, Los cuartos oscuros; Eduardo Gudiño Kieffer, ¿Y qué querés que te diga?

    1986. Antonio Brailovsky, Tiempo de opresión.

Entre las novedades, se incluyeron, en el primer año de la colección, dos reediciones: la novela de Pacho O’Donnell —publicada en 1975 por Siglo XXI— y Copyright de Martini Real, que había salido por Sudamericana solo dos años antes, en el 79. En algunos casos, se advierten antologías de relatos ya publicados en libros previos y retitulados, como los Cuentos anteriores de Blaisten, los Cuentos crueles de Castillo y los Relatos porteños de Kordon. Desde estas observaciones sobre el catálogo, es posible coincidir con Tedesco: si tenemos en cuenta que Gorostiza, Granata o Cerretani había nacido en los años veinte, su mayor apuesta en torno a lo «contemporáneo» apuntaba a Laiseca y a Fogwill —nacidos ambos, como Tedesco, en 1941— y al algo más joven César Aira. En este sentido, Servelli señala la coincidencia temporal entre la publicación de la novela de Aira y los cuentos de Fogwill y la presencia cada vez mayor de sus firmas en las columnas de Vigencia: «Aira y Fogwill comenzaron a colaborar en Vigencia en los meses previos a la salida de sus respectivos libros, Ema, la cautiva —se terminó de imprimir el 19 de octubre de 1981— y Música japonesa —se terminó de imprimir el 26 de agosto de 1982— por Editorial de Belgrano» (2019). De entre esas colaboraciones en la revista, se destaca, en primer lugar, la conocida y muchas veces citada columna de Aira sobre la «novela argentina» (nº 51, agosto de 1981) en la que juzga con inusual crudeza a los escritores algo mayores que él, en particular a Piglia y a Respiración artificial, «una de las peores novelas de su generación»; y, además, multiplica sus críticas hacia Rodolfo Rabanal, Jorge Asís, Luisa Valenzuela, Beatriz Guido, e incluso hacia autores que formaban o formarían parte del catálogo de Belgrano, como O’Donnell, Martini Real y Sorrentino. Y añade una opinión que se transformará en un lugar común de la crítica de aquellos años: las obras de Piglia y Asís como las «líneas enfrentadas de la literatura actual»; pero, en este caso, no para valorar una por encima de la otra, sino para execrar a ambas por igual. La oposición es retomada por Fogwill en otra columna del mismo año (nº 55, diciembre), en la que, provocativamente, sostiene que la mejor literatura argentina es la que se publica en los circuitos underground, en ediciones marginales y en fotocopias. Si Aira rescataba la obra de Puig, de Saer, de Osvaldo Lamborghini; Fogwill agrega a Arturo Carrera, a Laiseca, a Peyceré, al propio Aira. Estas afirmaciones no dejan de ser paradójicas: se rescata la literatura de los márgenes, pero se lo hace desde una revista que ocupa un lugar central y a la vez contencioso, precisamente por su afinidad ideológica con el régimen. Concluye Servelli: «Las intervenciones de Fogwill y Aira en Vigencia van mucho más allá de un ataque personal a un escritor en particular, pretenden poner en entredicho el canon literario, producir un reordenamiento, establecer nuevas jerarquías y preparar el terreno para la recepción de sus propias obras» (2019).

Vuelvo a recurrir a Los diarios de Emilio Renzi, de un enorme valor testimonial.

  1. 5/8/81. Me llama Rabanal intrigado por los ecos de un artículo sobre narrativa actual [se refiere al artículo de Aira que comentamos], escrito por un sirviente de O.L. en la revista de la cultura oficial Vigencia, que trabaja para el nuevo consenso del General Viola. (145)

    6/8/81. Y ahora, en la revista Vigencia, donde la barra de la Editorial de Belgrano trata de borrar a los escritores que han escrito acá y ellos se postulan como la nueva cultura —cínica y paródica— surgida de los años de la peste (el objetivo soy yo, recordar la charla con O.L. [Osvaldo Lamborghini] en la terminal). En una entrevista César A. [Aira] dijo que yo tenía cara de policía. Desde luego son tonterías, acusaciones, maniobras costumbristas de la literatura vigilante, que sólo alegran a los graciosos del «Premio Coca‒Cola en las Artes y las Letras» que ganó Enrique F. [Fogwill], promovido por la cultura oficial para presentar a la nueva generación. (146)

    7/8/81. Enfrentado con los «vanguardistas» de la editorial de la Universidad de Belgrano (¡) y con los «realistas» del Centro Editor, me muevo en un territorio inestable pero mantengo la guerra de posiciones y el campo propio. (146)

    13/8/81. Resumen de las tendencias actuales y perspectiva de una cultura posdictadura. Los socialistas a la Juan B. Justo. Los populistas cercanos al peronismo. La vanguardia frívola y cínica. Los desarrollistas que hacen entrismo. (149)

Para responder al ataque que sufría desde los «vanguardistas», la estrategia de Piglia es bien evidente: relacionarlos una y otra vez con la dictadura. La primera referencia a Vigencia —que «trabaja para el nuevo consenso del General Viola»— tenía una explicación contextual: en marzo de 1981 se produjo un recambio en las juntas militares de gobierno y asumió el General Roberto Viola como presidente; sus primeras intervenciones parecieron destinadas a presentar un gobierno de «línea blanda» y mayor apertura mediante la designación de ministros civiles, no militares, en los cargos públicos, como Oscar Camilión y Jorge Aguado, y a disminuir el aparato censor sobre editoriales, librerías y escritores.[17]Vigencia, por lo tanto, resultaba una herramienta idónea para encarnar, desde el mundo de la cultura, ese sobreactuado proceso de apertura. De manera que no se trata de un ataque aislado ni de una sola pluma, sino de los «vanguardistas» y de la «barra» de la Editorial de Belgrano: el ataque es programático, y Piglia no ahorra recursos en ese proceso de identificación: «surgida de los años de la peste», «literatura vigilante», «promovido por la cultura oficial». El ordenamiento que propone en la entrada del 13 de agosto para una «perspectiva de una cultura posdictadura» permite trazar matices que, vistos en proyección futura, no son menores: Piglia siempre se sintió más cercano —aun con diferencias y discusiones persistentes— a los primeros dos grupos, socialistas y peronistas, que a los frívolos y cínicos de esta falsa «vanguardia» a la que siempre encierra entre comillas.

En un lúcido ensayo —su tesis doctoral— María Belén Riveiro estudia las intervenciones de César Aira desde sus comienzos y la recepción crítica de su obra. Sostiene que «la centralidad que Aira ejerce es atípica: se presenta con la figura de escritor payaso, funda una tradición de escritores marginales y entabla un vínculo desacralizado con el mercado editorial» (2020a). Riveiro postula algunas categorías analíticas para comprender el itinerario del escritor hacia el reconocimiento público. La primera, que corresponde a sus primeras publicaciones, es la de «revolucionario secreto», concepto que el propio Aira atribuye al poeta Aldo Pellegrini: «correctos ciudadanos y buenos padres de familia por fuera, destructores del orden establecido cuando se sentaban a escribir» (en Riveiro, 2020a:135). La fórmula —que se aproxima a la consistencia semántica de un oxímoron— pone en marcha algo parecido a una estrategia de la lítote: multiplicar los recursos para ocupar el centro de la escena literaria y, en cada declaración u omisión explícita, atenuar esa intención procurando colocarse en el margen, minimizando su imagen y el valor de sus obras —«novelitas», «juguetes literarios para adultos»—: «¿A dónde me incluyo? En una minúscula capilla, en el underground, de donde nunca voy a salir» (en Riveiro, 2020a:161). En verdad, lo que caracteriza a ese tipo de recursos es la astucia. La brillantez de un escritor astuto que, desde sus comienzos, sembró sus obras de señuelos para críticos y para profesores de literatura, como si, para cualquier problema más o menos actual que enfrentara la teoría literaria, él y su obra constituyeran el modelo más adecuado. Aira, consolidado en los noventa, la década que celebraba el fin de los grandes relatos explicativos y la centralidad ideológica de lo que se dio en llamar posmodernismo; Aira, con su fina ironía que juguetea con la frivolidad, con el habitual vaciamiento de la trama en sus relatos, con la vertiginosa multiplicación de sus «novelitas», pareció encajar, como anillo al dedo, en aquellos nuevos tiempos. Pocos autores hay, en mi opinión, tan conscientes de la eficacia de sus estrategias. Si pensamos esta cuestión con las herramientas que ha difundido la sociología de la cultura —y la tesis sociológica de Riveiro parece habilitarnos a ello— diríamos que Aira es el más bourdiano de nuestros escritores, un exquisito manipulador de capital simbólico, un experto conocedor —y fabricante— de las reglas de juego en el campo literario. Tan exquisito que logró soslayar los debates sobre el valor literario: casi todos los críticos que celebran su literatura lo hacen con argumentos externos a su obra. Y ha logrado, incluso, que se continúe hablando de su excentricidad aun cuando lo estén publicando, en el presente, los dos grupos editoriales más poderosos: Planeta (a través de Emecé) desde 2011 y Penguin Random House desde 2015. Es desde este punto de vista que puede leerse la afirmación de Ana Gallego: «podríamos conjeturar que, si Bourdieu hubiera escrito sus Reglas del arte en el siglo XXI, habría elegido a Aira, no a Flaubert, para demostrarnos cómo la ficción devela las estructuras (económicas) de la realidad (literaria)» (2022:3). O, en otro tono, la graciosa epifanía de Fabián Casas, de 2007:

  1. Che, Aira nos cagó, la literatura argentina cayó en la trampa de Aira, ¡es un agente de la CIA! Los escritores serios, los grandes gigantes, son mirados de soslayo: ¡reina el viva la pepa! Aira le hizo mucho mal a la literatura, la partió en dos, antes y después de él. De Operación Masacre a Operación Ja Ja. (en Riveiro, 2020a:206)

    Por mi parte, creo que podría aplicársele lo que Patricio Pron dice en una novela, La naturaleza secreta de las cosas de este mundo, de uno de sus personajes «iba a encontrar su lugar en el mundo gracias a su habilidad para insinuar la transgresión evitándola».

Legasa / Lafforgue / Narradores Americanos / Asís

Legasa es un pueblo de Navarra sobre el Bidasoa; de allí proviene el nombre de la editorial homónima. Fue fundada en San Sebastián en 1979 a cargo de dos empresarios vascos y con la orientación literaria del escritor segoviano Andrés Soler. En octubre de ese año, en un acto en Madrid, se anunciaba el lanzamiento de los tres primeros títulos de la colección Legasa Literaria: Borradores para un manifiesto de los monos de Luciano Rincón, dos novelas cortas de Rodrigo Fernández de Ribera y El perro castellano de Soler, director de la colección. Sin embargo, en un catálogo posterior, aparecerá como número 1 una colección de relatos de Balzac con el título La España tétrica. Como se ve, los primeros títulos ya dejaban ver un contenido heteróclito y algo azaroso. Poco después, el catálogo se diversifica hacia otras colecciones, como Clásicos de Aventuras (con títulos de Defoe, Victor Hugo, Conan Doyle, Verne) y El Arca Perdida, en formato pequeño (Voltaire, Alarcón, Stevenson). Algunas firmas de prestigio fueron enriqueciendo la colección principal, como Juan José Millás, Soledad Puértolas, Fernando Savater y Félix de Azúa. El éxito inicial del proyecto motivó que la empresa —como tantos otros sellos españoles— buscara expandirse hacia Argentina y México, pero no les fue bien. Según ha referido Jorge Lafforgue, la brusca devaluación de la moneda en México y la guerra de Malvinas en Argentina, además de su creciente proceso inflacionario, fueron minando la economía de la editorial. En un catálogo de 1981, en la colección Legasa Literaria aparece, como título nº 21, entre clásicos y autores españoles, Carne picada, la novela de Jorge Asís, publicada en España en el tercer trimestre de ese año con una tirada de 30 000 ejemplares —5000 para el mercado español, 25 000 para el argentino—. La iniciativa pertenecía al editor Jorge Lafforgue, a quien habían contactado desde España y se había hecho cargo de la edición de libros desde nuestro país. Mientras el empresario Rubén Durán —que venía de representar a Seix Barral en el cono sur— asumió funciones de publisher, Lafforgue iba diseñando un catálogo focalizado en la narrativa argentina.

La notable trayectoria de Lafforgue como editor es bien conocida; reseño sus mojones más significativos. Se inició a mediados de los cincuenta, mientras era estudiante de Filosofía en la UBA, como corrector y redactor de importantes revistas ligadas al mundo universitario: Imago Mundi, la Revista de la Universidad de Buenos Aires y Cuestiones de Filosofía. Hacia fines de la década, invitado por Francisco Romero, comenzó a trabajar en la editorial Losada, en donde, al poco tiempo, lo designaron «asesor literario». Solía mencionar con orgullo algunos de sus proyectos en Losada: la edición de las obras de Arguedas posteriores a Los ríos profundos; las obras de Kafka y de Proust —en la destacada traducción de Estela Canto—; los 4 tomos de la Historia comparada de las literaturas americanas del peruano Luis Alberto Sánchez; la edición, a partir de 1969, de las novelas del escritor bahiano Jorge Amado. En la década de los sesenta, mientras continuaba con su labor en Losada, se vinculó al Centro Editor de América Latina; allí tuvo a cargo la serie de fascículos Siglomundo —censurada por la dictadura de Onganía— y años después las colecciones Biblioteca Básica Universal (a partir de 1978) y Los Grandes Poetas (desde 1987). En las evocaciones de aquel período tan productivo, a menudo Lafforgue contrastaba la experiencia más mesurada, tradicional y conservadora de Losada con el vértigo cotidiano del ritmo de trabajo que Boris Spivacow le imprimía al CEAL, donde todo estaba por hacerse. A comienzos de los ochenta, cuando parecía que el ímpetu represivo de la dictadura se había atenuado, Lafforgue se hizo cargo de Legasa.[18]

La novela de Asís que hemos mencionado inaugura la colección Narradores Americanos; el nombre es excesivo: en el catálogo que se verá más abajo, he registrado solo dos uruguayos —Somers y Estrázulas— ante una gran mayoría de argentinos, de donde lo «americano» parece exhibir una pretensión incumplida. Sí, en cambio, la nómina resulta abarcativa de la geografía nacional, ya que integra numerosos autores —como Hugo Foguet, Héctor Tizón, Carlos H. Aparicio— del interior del país. Salvo el caso de Asís y de Mercader, que venían de vender muy bien sus novelas Flores robadas en los jardines de Quilmes (Losada, 1980) y Juanamanuela mucha mujer (Sudamericana, 1980), la selección de títulos para la colección apuntó a dar a conocer a nuevos autores y a continuar apoyando, y reconociendo, trayectorias valiosas que habían sufrido exilio y proscripción, como Daniel Moyano, Juan Martini y Héctor Tizón; incluso, reeditando a Haroldo Conti, por entonces en condición de «desaparecido».


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  1. 1981. Jorge Asís, Carne picada. Canguros II; Jorge Manzur, Tinta roja; Daniel Moyano, El vuelo del tigre; Rodolfo Rabanal, En otra parte.

    1982. Carlos H. Aparicio, Sombra del fondo; Jorge Asís, La calle de los caballos muertos. Canguros insert; Enrique David Borthiry, Palomas tristes tiene la paz; Enrique Estrázulas, El ladrón de música; Mempo Giardinelli, Vidas ejemplares; Martha Mercader, La chuña de los huevos de oro; Federico Moreyra, Anónimo del siglo veinte.

    1983. Jorge Asís, Canguros. Canguros III; José Pablo Feinmann, Últimos días de la víctima (2a ed.); Hugo Foguet, Pretérito perfecto; Daniel Moyano, Libro de navíos y borrascas; Javier Torre, Quemar las naves.

    1984. Carlos Catania, El pintadedos; Juan Gelman y Osvaldo Bayer, Exilio; Luis Gusmán, El frasquito y otros relatos; Liliana Heer, Bloyd; Héctor Lastra, La boca de la ballena; Jorge Manzur, Tratos inútiles; Federico Moreyra, El desangradero; Héctor Tizón, La casa y el viento.

    1985. Cecilia Absatz, Los años pares; Vicente Battista, Siroco; Haroldo Conti, Alrededor de la jaula; Tomás Eloy Martínez, La novela de Perón; Juan Carlos Martini, Tres novelas policiales; Juan Sasturain, Manual de perdedores/1.

    1986. José Pablo Feinmann, El ejército de ceniza; Juan Carlos Martini, El fantasma imperfecto; Antonio Nella Castro, Crónica del diluvio; Pedro Orgambide, Historias imaginarias de la Argentina; Armonía Somers, Sólo los elefantes encuentran mandrágora; Javier Torre, Las noches de Maco.

    1987. Liliana Heker, Zona de clivaje; Juan Carlos Martelli, Debajo de la mesa; Juan Carlos Martini, La vida entera; Pedro Orgambide, La convaleciente; Juan Sasturain, Manual de perdedores/2; Silvia Schmid, Mabel salta la rayuela; Pablo Urbanyi, De todo un poco, de nada mucho.

    1988. Carlos H. Aparicio, Trenes del sur; Gustavo Bossert, La trampera; José Pablo Feinmann, Ni el tiro del final; Liliana Heer, La tercera mitad; Amalia Jamilis, Ciudad sobre el Támesis; Juan Carlos Martelli, Los muros azules; Gabriel Montergous, Esa selva sin flores; Héctor Tizón, El hombre que llegó a un pueblo.

    1989. Héctor David Gatica, Los fundadores del olvido; Guillermo Martínez, Infierno grande; Juan Carlos Martini, La construcción del héroe; Marta Oliveri, El confinamiento; Raúl Rossetti, Samsara; Guillermo Saccomanno, Roberto y Eva.

El ordenamiento por colecciones fue algo azaroso; si bien Narradores Americanos es dominante en los dos primeros años, algunos títulos, como Libro de navíos y borrascas y La novela de Perón, fueron publicados por fuera de la colección. Más adelante, la publicación de literatura argentina se diversifica en las colecciones Ómnibus y Nueva Literatura. No todos los títulos fueron primeras ediciones; en algunos casos, se trata de reediciones, como El frasquito y otros relatos (la primera edición de El frasquito es de 1973 en Editorial Noé), La boca de la ballena (Corregidor, 1973); Últimos días de la víctima (Colihue/Hachette, 1979), Alrededor de la jaula (Sudamericana, 1966), y los ya mencionados La vida entera (Bruguera, 1981) y Ni el tiro del final (Pomaire, 1981).

Dos testimonios dan cuenta de los contextos político y económico que caracterizaban aquellos años. El primero es de Jorge Asís y refiere una invitación a un Congreso en España durante los primeros años de la editorial:

Antes de Malvinas, justamente en marzo de 1982, Zalim volvió a Madrid. Otra vez se alojó en el casi familiar Hotel de Alcalá.

Daniel Moyano fue también contratado por Legasa. Para El vuelo del tigre. Y con Moyano se desplazaron hacia Sigüenza, en la planicie castellana, a los efectos de participar del Congreso de la Asociación Colegial de Escritores de España. Lo presidía Andrés Sorel, novelista de larga barba, también autor (y empleado) de la editorial vasca.

En Buenos Aires, Legasa se había convertido en otra vertiente de difamaciones. Los cuantiosos que lo despreciaban desde la derecha suponían que todavía era un ilusionista revolucionario. Por haber participado de las euforias del Partido Comunista, «frente cultural». Se propagaba que los editores sospechosamente vascos mantenían vínculos extraños con la ETA. El delirio imponía el tono del enigma. (2017)

El segundo, de Rubén Durán, es de 1988 y nos habla de las dificultades económicas que implicaba editar libros en aquellos años:

Salvo el éxito en los inicios de Carne picada de Jorge Asís y luego de La novela de Perón de Tomás Eloy Martínez, muy pocos títulos de narrativa llegaron a su segunda edición (...) De seguir así vamos camino de publicar novelas como años atrás libros de poesía, es decir, con el entusiasmo bajo y las tiradas aún más bajas (...) luego de las restricciones de todo tipo que impuso el «proceso», con la apertura democrática se esperaba una eclosión de nuevos nombres y fenómenos inéditos; pues bien, por el contrario, al nivel de la creación literaria las nuevas propuestas han sido escasas y no necesariamente enriquecedoras. (1988)

Si bien en este trabajo priorizamos las obras literarias, el catálogo de Legasa tuvo una fuerte presencia en el mercado con obras políticas. Como lo mencionamos respecto de Bruguera, en años de la transición democrática los textos políticos, sobre todo los referidos a la dictadura que estaba terminando y a la democracia recuperada, desplazaron a los libros de ficción y solían aparecer encabezando las listas de los más vendidos. Fue Rogelio García Lupo quien comandó el perfil político y de ciencias sociales del catálogo. Según Lafforgue Memorias del presente de Rodolfo Terragno y Una batalla contra la Dictadura del entonces presidente Raúl Alfonsín resultaron grandes éxitos de venta.

La prestigiosa editorial Losada, fundada en la productiva coyuntura de fines de los años treinta, ya mostraba, para los años que nos ocupan, signos de debilitamiento; en otro lugar hemos procurado analizar las causas de ese declive (de Diego, 2015:141‒164). En ese contexto, el éxito de Flores robadas en los jardines de Quilmes —el mayor suceso editorial de los años de la dictadura— significó un alivio para su frágil economía: a solo un año de su publicación, agotaba la séptima edición y para 1984 ya había superado los 100 000 ejemplares vendidos. En 1981, como hemos visto, su nueva novela aparecía en Legasa con una primera edición de 30 000 ejemplares. No sabemos si Lafforgue se «robó» al exitoso escritor cuando dejó Losada y comenzó el proyecto con los vascos; lo que sí sabemos es que Asís, montado en ese éxito fulgurante, se colocó en el centro de la escena, con un gesto provocador y pendenciero, y motivó acalorados debates en el campo literario de entonces, fracturado por la represión y el exilio. Ya hemos mencionado a la Encuesta... que el Centro Editor publicó en 1982. Veamos algunas de sus respuestas a aquel cuestionario: interrogado acerca de los temas dominantes en su obra, Asís contesta: «¿Alguna vez maduraré y diré en los reportajes que lo único importante es el lenguaje y las formas?» (395); la siguiente pregunta es cuál sería el lector ideal de su obra, y responde: «La verdad es que el lector ideal me interesa muy poco, mi negocio consiste en tener miles. Usted hace un pozo en Corrientes y salen cuatro o cinco escritores que tal vez ya encontraron el lector ideal, pero es, lamentablemente, uno solo» (395); y en relación con la pregunta sobre la crítica de sus obras, así opina de los críticos:

Resaltan, por ejemplo, la importancia de una obra porque no tiene argumento, rinden loas a la imposibilidad de narrar y festejan hasta el hartazgo el lugar común de que el lenguaje es lo único fundamental. Para mí que están locos: lo importante es el crimen y no el cuchillo. (397)

y añade: «Si diera rienda suelta a mi componente fascista yo haría un holocausto de críticos, pero como soy un demócrata civilizado los acepto» (397); por último, le preguntan si vive de la literatura y afirma: «En la actualidad, por supuesto, vivo de la literatura, es decir, de la venta de mis libros. Disculpen» (398).

Si, como vimos, Piglia se había transformado en un referente intelectual, reconocido por sus pares; Asís quiso entrar a ese debate pateando la puerta, con el impulso que le otorgaba la venta de sus libros. Quizás por esa razón, Pezzoni y Lafforgue, en distintos momentos, pusieron en relación las dos novelas —Respiración... y Flores robadas...—, publicadas el mismo año, como si allí hubiera latente una puja estética que rápidamente se transformó en política. Es interesante observar cómo esa puja estética encuentra una vez más —como en la colección de Martini, como en las páginas de Respiración...— su campo de disputas en la oposición Arlt‒Borges, en ese doble linaje que parecía marcar a fuego, por esos años, las posiciones en el campo y las opciones literarias. Si la reivindicación de Piglia del legado arltiano comienza a ver méritos allí donde la crítica tradicional solo había visto deméritos, menos comentado ha sido el contraste Arlt‒Borges en la novela de Asís. En una secuencia, Rodolfo Zalim le saca una foto a Borges mientras orina en el baño del Instituto Panamericano de Artes y Ciencias; no parece un dato menor que se describa «el pajarillo inolvidable de Borges (...) pálido, rugoso, breve y tal vez muy manoseado, desusado», en contraste con el apelativo que Rodolfo utiliza para su propio pene: «el juguete rabioso».

CEAL / Spivacow / Zanetti / Las Nuevas Propuestas / Saer

Con la caída del gobierno peronista en 1955, la Universidad de Buenos Aires comenzó un vigoroso proceso de modernización científica y cultural.[19] Parte nuclear de ese proceso fue la creación, en 1958, de la que fuera acaso la editorial universitaria más prestigiosa de América Latina: Eudeba. Tanto el proyecto de creación como la elección de Spivacow como su gerente general se debieron a otra de las figuras centrales de la edición en lengua española, Arnaldo Orfila Reynal, por entonces a cargo del Fondo de Cultura Económica de México. Spivacow comandó Eudeba durante casi diez años, y le imprimió a la empresa una serie de novedades que cambiarían la fisonomía del mercado de libros en Argentina. Si las editoriales universitarias se caracterizaban, hasta entonces, por editar libros de temáticas científicas dirigidos a un reducido número de especialistas, Eudeba produjo un impacto atípico mediante políticas editoriales en parte inéditas: tiradas numerosas y libros a muy bajo costo; sistema de distribución diversificado que incluía kioscos en las universidades, en las estaciones de trenes y subterráneos y en calles céntricas de alta circulación; cuidada selección de títulos, bajo el asesoramiento de un cuerpo de profesores universitarios, quienes también participaban de la producción y traducción de los libros. Así, Spivacow y su equipo fueron consolidando un catálogo que se transformó en la biblioteca básica de una clase media en ascenso, de una juventud que aspiraba a la profesionalización y engrosaba la matrícula de las principales universidades, e incluso de sectores económicos más bajos que, en la tradición sedimentada durante los procesos inmigratorios, depositaban en los libros expectativas de un futuro mejor y valores ligados a la distinción y el prestigio social. El golpe militar de 1966 que encabezó el General Onganía y la intervención de las universidades representada emblemáticamente en la llamada «noche de los bastones largos» abortó el proyecto. Fiel a sus ideales, Spivacow renunció a la gerencia de Eudeba y al poco tiempo, el 21 de setiembre de 1966, puso en marcha el Centro Editor de América Latina (CEAL). Como ocurrió en Eudeba, en el CEAL el editor se rodeó de un grupo de escritores y ensayistas que con el tiempo ocuparían un lugar central en el campo intelectual argentino: Susana Zanetti, Jorge Lafforgue, Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano, Aníbal Ford, Jaime Rest, Jorge B. Rivera, entre otros. A poco de comenzar sus actividades, el CEAL firmó un acuerdo con la Cooperativa de Vendedores de Diarios, Revistas y Afines, y comenzó a distribuir su catálogo en los kioscos del país y de grandes capitales de América Latina. El formato un fascículo + un libro logró un rápido interés en el público y se multiplicaron las colecciones; algunas de ellas, como Capítulo y Transformaciones, tendrán un prestigio duradero. Spivacow quería competir en un mercado ampliado y creciente, pero no perseguía fines de lucro. Movido por una suerte de utopismo progresista, creía que la divulgación del libro producía un efecto de concientización política y de democratización de los hábitos culturales; desde el presente, podemos afirmar que no solo en buena parte ese objetivo se cumplió, sino que ese tipo de proyectos nunca volvió a repetirse, quizás porque no se volvieron a dar las condiciones favorables de aquel particular contexto. Acorde con los tiempos que corrían, el CEAL sumó a la voluntad de modernización científica y cultural que caracterizó a Eudeba, un inequívoco sello de radicalización política. Así, durante la dictadura que se inició en marzo de 1976, el Centro sufrió persecución y censura. Quizás el caso más conocido se produjo un día de junio de 1980 en el que se dispuso la quema de libros del CEAL en un baldío de Sarandí: se calcula que el fuego destruyó un millón y medio de ejemplares.

Susana Zanetti, una de las más brillantes hispanoamericanistas de nuestro país, entró a trabajar en Eudeba en 1959, y colaboró en una de las colecciones más recordadas, la Serie del Siglo y Medio, dirigida por Horacio Achával. Después de la intervención de la UBA, siguió los pasos de Spivacow en el CEAL. Fue secretaria de redacción de la primera colección importante, la Serie del Encuentro, dedicada a autores argentinos. Su relevancia fue doble: por reeditar autores y obras de indudable calidad —como Zama de Di Benedetto, Rosaura a las diez de Denevi o Cayó sobre su rostro de Viñas—, y por hacerlo en libros de alcance popular y bajo costo. Que una colección popular se iniciara con Papeles de Recienvenido de Macedonio Fernández ya puso de manifiesto la riqueza del proyecto y la audacia de la propuesta. Pero su labor más trascendente fue dirigir la segunda versión de Capítulo. Historia de la literatura argentina. La colección se vendía en kioscos; constaba de un fascículo y un libro en formato pocket que integraba la Biblioteca Argentina Fundamental. La primera versión se publicó en 1967 y 1968; la segunda, a cargo de Zanetti y Graciela Cabal, contó con 127 fascículos y se distribuyó entre 1979 y 1982, en plena dictadura. Por primera vez una historia de la literatura se sumaba a las bibliotecas familiares y servía como vehículo de formación a jóvenes. Por otra parte, dio lugar a una nueva generación de críticos —Jorge B. Rivera, Eduardo Romano, Beatriz Sarlo, María Teresa Gramuglio, Luis Gregorich Josefina Delgado, entre otros— que fueron amplificando el canon nacional hacia objetos de interés hasta entonces poco transitados de la cultura popular urbana, como periódicos, revistas, folletines, editoriales, historietas, y especialmente en los escritores y las diferentes alternativas de su profesionalización. Una vez terminada la colección, la edición de fascículos se prolongó en dos proyectos que continuaron con el sello de Capítulo: la Encuesta a la literatura argentina contemporánea, publicada en 21 fascículos, y las ediciones facsimilares de revistas, como Martín Fierro y Proa, en 20 fascículos más. En paralelo, y ya durante 1982 y 1983, los libros en formato pequeño continuaron saliendo en la colección Las Nuevas Propuestas, la última que tuviera a cargo Zanetti en el CEAL. Se trata de una colección de 36 títulos, que, como lo hiciera en la Serie del Encuentro, combina autores argentinos del pasado y del presente; dado el recorte del presente trabajo, en el catálogo que sigue solo incluí los autores del presente y los títulos literarios (no ensayísticos):[20]


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  1. 1982. Juan José Saer, La mayor (Planeta, 1976); Andrés Rivera, Nada que perder; Héctor Tizón, El cantar del profeta y el bandido (Fabril, 1972); Elvio Gandolfo, La reina de las nieves; Carlos Dámaso Martínez, Hay cenizas en el viento; Juan José Saer, Cicatrices (Sudamericana, 1969).

    1983. Humberto Costantini, Háblenme de Funes (Sudamericana, 1970); César Aira, La luz argentina; Juan José Hernández, La ciudad de los sueños (Sudamericana, 1971); José Bianco, La pérdida del reino (I) (Siglo XXI, 1972); José Bianco, La pérdida del reino (II) (Siglo XXI, 1972); Juan Carlos Gené, El herrero y el diablo. Se acabó la diversión. El inglés; Alicia Steimberg, Músicos y relojeros (CEAL, 1971); Noemí Ulla, Ciudades; Juan José Saer, Narraciones (I); Juan José Saer, Narraciones (II); Hebe Uhart, La luz de un nuevo día; Edgar Bailey, Antología personal. Poemas; Rodolfo Alonso, Alrededores; Rodolfo Fogwill, Ejércitos imaginarios.[21]

Como se advierte en otros catálogos —Bruguera, Belgrano, Legasa— aquí también las primeras ediciones conviven con las reediciones, en particular de autores ya publicados en Sudamericana. Pero en este caso, lo que añade un valor diferencial es el formato de los libros —11 x 18 cm— y su pertenencia a una colección de carácter popular. Lo popular alude a las formas de comercialización y al bajo costo, pero no a la accesibilidad de los textos: si la Serie del Encuentro comenzó, en 1966, con un título de Macedonio Fernández, Las Nueva Propuestas se abre con La mayor, obras que se resisten a un régimen sencillo de lectura. Del conjunto de autores y títulos, lo primero que llama la atención es el lugar privilegiado que ocupan las obras de Juan José Saer —cinco, si consideramos también a El limonero real—. Esa presencia podríamos decir que pivotea entre dos tendencias que por entonces comenzaban a delinearse con mayor o menor nitidez. Por un lado, acaso el más visible teniendo en cuenta su proyección futura, están los «vanguardistas»: Aira, Ulla y Fogwill publicaron en esta colección solo uno o dos años después de haberlo hecho en la Editorial de Belgrano. Sin embargo, esta no fue la asociación más recurrente toda vez que se trazaron filiaciones para la obra del santafesino. En la Encuesta..., que ya hemos mencionado, que el Centro Editor difundió en 1982, se puede hallar el muchas veces citado «cuarteto» en el testimonio del escritor Daniel Moyano:

En mis referencias comparativas, siempre he tenido una especia de cuarteto de cuerdas que formaba así: J. J. Hernández y yo, violines; Antonio Di Benedetto, viola; y Haroldo Conti violoncello (...) Hacíamos oír las voces del interior sin folclorismos ni panfleto político. A partir del año 60 el país empezó a aceptarnos (...) Con el tiempo fue ampliándose este modesto conjunto interno, con miras a una orquesta de cámara. Y ya teníamos, entre muchos otros, a Héctor Tizón, Juan José Saer, Abelardo Castillo, Amalia Jamilis, Rodolfo Walsh. (173‒174)

El ordenamiento que propone, algo juguetonamente, Moyano —su génesis, su estructura y su ampliación— ha resultado duradero y eficaz para trazar mapas que puedan otorgar sentido a un conjunto en apariencia heterogéneo. Aún se advierte esa lectura en el artículo de Martín Prieto que forma parte del tomo 10 de la Historia crítica de la literatura argentina: «Escrituras en la “zona”».[22]Prieto da cuenta de los escritores del interior del país quienes, mediante una laboriosa operación sobre la lengua, lograron superar «el regionalismo, en sus formas epidérmicas y tópicas»,

...privilegiando, en sus obras el ambiente, el paisaje, los tipos, las modalidades del habla y las costumbres de un determinado lugar, de una determinada región, pero, a su vez, otorgando en el relato singular relevancia a las elecciones compositivas; obtienen, de este modo, un producto que elude la pura referencialidad, el documentalismo, el pintoresquismo, el folklorismo y el costumbrismo para instalarse en la tradición iniciada en la literatura argentina por Horacio Quiroga. (1999:344)

Para llevar a cabo este proyecto, Moyano, Hernández, Di Benedetto y Saer debieron enfrentarse, por un lado, a la narrativa «de Buenos Aires» que para entonces parecía dividida en dos campos: los narradores «protagonistas» del grupo Sur —Borges, Silvina Ocampo, Bioy Casares, Mallea, Mujica Lainez, Bianco— y sus «antagonistas» —Viñas, Beatriz Guido, Rivera, Wernicke—; y, por otro, «a las convenciones pauperizadas de la literatura del interior» (345). Más acá en el tiempo, Julieta Brenna recurre a la misma nómina de autores:

Si bien dicho conjunto no se leyó como una lista cerrada de nombres y cada lectura crítica ofreció series con algunas variantes entre sus integrantes, los dos narradores que funcionan como eje, puesto que están en la mayoría de los casos presentes, son Daniel Moyano y Juan José Hernández. Los nombres que más frecuentemente los han acompañado son los de Antonio Di Benedetto, Juan José Saer, Haroldo Conti, Héctor Tizón, entre otros. (2019:194)

Ahora bien, en solo un par de años, el CEAL publicó a Saer y a Moyano, a Hernández y a Di Benedetto, a Conti y a Tizón —dentro de un conjunto no muy numeroso de títulos—, como si hubiera existido una voluntad programática de promover, visibilizar y aun consolidar una corriente literaria específica, y como si esa fuera la marca distintiva de esas «nuevas propuestas» respecto de los sellos ya analizados. No es descabellado suponer que la iniciativa tenía la impronta de Zanetti, gran conocedora de la literatura de América Latina y de escritores como Rulfo y Arguedas en cuyas estéticas abrevaron algunos de los autores que en ese momento estaba publicando. No obstante, sucesivas operaciones críticas, que pusieron en contacto la obra de Saer con el objetivismo francés y con tradiciones propias de la alta literatura, terminaron por desregionalizarla, transformando a Saer, como había ocurrido con Borges, en un autor universal.

Miguel Dalmaroni ha estudiado la recepción de la obra de Saer en un documentadísimo trabajo; al fragmento en que se refiere a las ediciones del CEAL lo titula, significativamente, «Del salón altomodernista a los kioscos». Evoca, en este punto, el testimonio de Zanetti en el que enlaza el interés por Saer con las lecturas de «El Salón Literario» y la génesis de Punto de Vista:

Zanetti recuerda que las ediciones españolas de El limonero real y La mayor se contaban entre las principales lecturas literarias de ese circuito del «Salón». La idea de reeditar a Saer en las colecciones que el CEAL comercializaba en kioscos de diarios y revistas de todo el país surgió directa y naturalmente de ese ámbito, y tuvo menos de apuesta audaz que de estrategia calculada. En efecto, se trató no de lo que suele entenderse por relanzamiento, sino de la inclusión de Saer en un par de colecciones que decían reunir primero los títulos de una «Biblioteca argentina fundamental», y más tarde lo mejor de «Las nuevas propuestas», (...) es decir, un nuevo grupo de lectores, menos íntimo y en principio ajeno a un imaginario de seguimiento fiel del escritor ignorado, con cierta capacidad potencial de reproducción (se trataba de futuros profesores de lengua y literatura), aunque todavía lejano del «gran público». (2010:639‒640)

La iniciativa de Zanetti y el CEAL, sin embargo, no fue bien vista desde el sitial de editor vanguardista que ocupaba Ricardo Piglia. No resulta extraño el comentario que desliza en sus Diarios de Emilio Renzi sobre el Centro Editor: Boris Spivacow le rechazó un prólogo para Facundo y, molesto, Piglia escribe: «el Centro Editor practica un tipo de crítica y de difusión de la literatura que es justamente la inversa de lo que yo pienso» (2017:97). Y años después, ya en 1982, cierra su diario refiriendo un almuerzo con Saer: «Pasa a buscarme por aquí, viene del Centro Editor, donde vendió todos sus libros a cambio de nada, serán reeditados en ese circuito que no lo merece» (2017:157). O sea: Piglia, un editor clave de los sellos de la nueva izquierda, se sitúa en fuerte contraste con Spivacow y el equipo del Centro Editor, un proyecto que buscaba abaratar los libros, llevarlos mediante fuertes campañas de propaganda a todos los hogares, una empresa que se pretendía popular y que parecía encarnar un rol misional para la cultura. Por esa razón, el CEAL no se «merece» a Saer, porque Saer venía de Álvarez y Galerna, de una apuesta diferente para un modelo cultural diferente.

Sudamericana / Pezzoni‒Chitarroni / Narrativas argentinas / Soriano

Como es bien sabido, Sudamericana es uno de los grandes sellos fundados por exiliados españoles a fines de los años treinta. Si se consulta alguno de los catálogos de los cuarenta es sencillo advertir que la gran mayoría de los títulos corresponde a obras traducidas y aquella realidad contrasta con la creciente presencia de autores argentinos y latinoamericanos a partir de la década siguiente: a medida que los mercados externos se cierran —sobre todo cuando España recupera su industria y deja de importar masivamente libros desde Argentina—, las editoriales comienzan a descubrir un mercado propio para el libro argentino y latinoamericano que se había ampliado notablemente. De esa progresiva mutación resultan buenos ejemplos algunas de las obras publicadas entre una y otra década: Adán Buenosayres (1948) de Marechal, El túnel (1948) de Sabato, Bestiario (1951) de Cortázar, y Misteriosa Buenos Aires (1951) de Mujica Lainez. Fueron años de expansión de la empresa, ya que hacia fines de los cuarenta se abrieron filiales en el exterior: Edhasa en Barcelona y Hermes en México. Así lo reconoce Gloria López Llovet, nieta del fundador del sello: «Ahí la estrategia fue comenzar a publicar más autores argentinos, porque había que contrarrestar un poco el no poder publicar libros contratados en el exterior. Ahí es donde se producen los éxitos de autores como Julio Cortázar, Leopoldo Marechal y luego Osvaldo Soriano» (en De Sagastizábal y Quevedo, 2015:186).

Francisco «Paco» Porrúa fue el más destacado editor de Sudamericana. Desde mediados de los cincuenta se desempeñó como asesor literario y, como iniciativa propia, fundó el sello Minotauro, dedicado a la ciencia‒ficción; allí fue construyendo un catálogo excepcional en cuanto al prestigio de las firmas que editaba y a la calidad material con que se imprimían los libros. Percatados de su talento en la edición de libros, los dueños de Sudamericana lo designaron director editorial en 1962. Poco antes, Porrúa había afianzado la relación con Julio Cortázar y le había publicado Las armas secretas y casi inmediatamente Los premios. En consecuencia, a poco de asumir en el nuevo cargo se embarca en el complejo proceso de editar Rayuela en 1963. Ha dicho Porrúa: «Entonces Sudamericana no parecía apta para Rayuela, pero Rayuela la hace apta para otras cosas, (...) la introducción de una obra que parece ajena al catálogo cambia el carácter del catálogo» (en Castagnet, semblanza de EDI‒RED). En 1965, con un cheque de 500 dólares se aseguró los derechos de la novela que estaba escribiendo Gabriel García Márquez; Cien años de soledad se publicó en 1967 y el éxito fue rotundo. La nómina de autores argentinos editados por Sudamericana durante la gestión de Porrúa exigiría un estudio pormenorizado de su pericia y de sus apuestas: entre otros, publicó a Leopoldo Marechal, Alejandra Pizarnik, Manuel Puig, Alberto Girri, Juan José Saer, Sara Gallardo, Juan José Hernández, Manuel Mujica Lainez, Haroldo Conti, Bernardo Kordon, Eduardo Mallea, Néstor Sánchez, Daniel Moyano, Angélica Gorodischer, Antonio Di Benedetto, Héctor Murena, Silvina Ocampo, Francisco Urondo, María Elena Walsh... Porrúa trabajó en Sudamericana hasta 1972, y dejó la editorial por desavenencias con sus dueños.

Lo sucedió en su cargo Enrique Pezzoni. Si Pezzoni fue un hombre que, en general, mantuvo un bajo perfil de exposición pública, ese bajo perfil se acentúa en lo que se refiere a su labor editorial. Poco después de su muerte en 1989, la revista Babel le dedicó un dosier presentado por Juan Carlos Martini Real; allí escriben colegas, amigos, discípulos —Alberto Girri, Jorge Panesi, Josefina Ludmer, Luis Gusmán, Ana María Barrenechea, Daniel Link, Tamara Kamenszain y Silvia Molloy— y, si no leí mal, casi no existen menciones a su trabajo como editor. Daniel Link, por ejemplo, dice: «Enrique Pezzoni siempre supo esto y desde el comienzo ligó su actividad de crítico y traductor con la práctica docente» (en Martini Real, 1991:25).[23]Quizás uno de los motivos por los que su perfil de editor se encuentre invisibilizado sea el que explicita el propio Pezzoni; así responde en 1982 a una de las preguntas de la Encuesta... del CEAL:

Soy crítico desde una cátedra donde leo textos con mis alumnos y propongo modos de enfoque (...). Soy asesor literario de una editorial y en ese sentido ejerzo mi profesión de crítico, no tanto por lo que consigo que la editorial publique (un asesor literario es hoy más que nunca un francotirador que se alegra cuando sus disparos dan en el blanco y la empresa comercial que hay tras él lo admite y acompaña). He publicado artículos, prólogos a libros, comentarios en revistas especializadas y no tan especializadas, en diarios; en ellos, con desigual fortuna, he tratado de ser un crítico de profesión, rótulo que decididamente prefiero al de crítico profesional. (en Zanetti, 1982:306)

Como si existiera una modalidad de crítica literaria que se ejerce con libertad en la cátedra y en los artículos y reseñas, y otra modalidad de crítica, que es la edición, que está sujeta a otras determinaciones y, por lo tanto, no se ejerce con total libertad; por esa razón, resulta menos representativa del conjunto de una producción. Por supuesto, esta explicación no sería aplicable a Orfila Reynal, ni a Spivacow, ni a Porrúa, los que, podríamos decir, fueron editores antes que cualquier otra cosa. Pero sí a Pezzoni, un «hombre de letras» que, durante una década, debió trabajar de «asesor literario». Pezzoni arribó a Sudamericana con el prestigio de haber sido el sucesor de José Bianco como secretario de redacción de Sur y ya tener publicadas algunas de sus más celebradas traducciones —Melville, Pasolini, Burroughs, Nabokov, Malraux, Burgess, Eliot—. En sus últimos años, a partir de 1986, cuando debió hacerse cargo de múltiples actividades, invitó a trabajar como colaborador a Luis Chitarroni, un joven de 28 años que después lo sucedería en su rol en Sudamericana.

Ahora nos ocuparemos de una colección, Narrativas Argentinas —bastante posterior a los sellos que hemos analizado—, que tuvo su mayor producción de títulos entre el 86 y el 88: los últimos años de Pezzoni y los primeros de Chitarroni.[24]


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1986. Marco Denevi, Enciclopedia de una familia argentina; Bernardo Kordon, Un taxi amarillo y negro en Pakistán y otros relatos kordonianos; Jorge Manzur, Crónica de amor, de locura y de muerte; Osvaldo Soriano, A sus plantas rendido un león; Mario Szichman, A las 20.25 la Señora entró en la inmortalidad (Ediciones del Norte, 1981).

1987. Jorge Asís, La lección del maestro; Jorge Asís, Fe de ratas (Sudamericana, 1976); Fernando López, El ganso parlante; Marta Lynch, La señora Ordoñez (Jorge Álvarez, 1968); Eduardo Mallea, La bahía del silencio (Sudamericana, 1940); Jorge Manzur, Serie negra; Leopoldo Marechal, El banquete de Severo Arcángelo (Sudamericana, 1965); Federico Moreyra, La fiesta inmóvil; Emilio Rodrigué, Ondina Supertramp; Osvaldo Soriano, No habrá más penas ni olvido (Bruguera, 1980); Nilda Sosa, El callejón de las ratas.

1988. Gabriel Barnes, El rey de la torre; Carlos Gorostiza, El basural; May Lorenzo Alcalá, El fisgón; Leopoldo Marechal, Megafón o la guerra (Sudamericana, 1970); Ricardo Piglia, Prisión perpetua; Ricardo Piglia, Respiración artificial (Pomaire, 1980); Néstor Sánchez, La condición efímera; Ana María Shua, Viajando se conoce gente; Osvaldo Soriano, Cuarteles de invierno (Bruguera, 1982); Pablo Torre, El amante de las películas mudas.

1989. Martha Mercader, El hambre de mi corazón; Manuel Mujica Lainez, La casa (Sudamericana, 1954).

1990. Gabriel Báñez, El curandero del cuarto oscuro; Martín Caparrós, La noche anterior; Luis Gusmán, Lo más oscuro del río; Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres (Sudamericana, 1948); Daniel Moyano, Tres golpes de timbal (Alfaguara, 1989); Osvaldo Soriano, Una sombra ya pronto serás.

1991. Eduardo Belgrano Rawson, Fuegia; Emilio Rodrigué, Gigante por su propia naturaleza; Luisa Valenzuela, Novela negra con argentinos.

1992. Gabriel Báñez, Paredón paredón; Eduardo Belgrano Rawson, El náufrago de las estrellas (Pomaire, 1979); Sergio Bizzio, Infierno albino; C.E. Feiling, El agua electrizada; Norberto Firpo, Redondeces; Daniel Guebel, El ser querido; Gloria Pampillo, Las invasiones inglesas; Ricardo Piglia, La ciudad ausente; Ana María Shua, Casa de geishas; Osvaldo Soriano, El ojo de la patria.

En 1974 se produjeron cerca de 50 millones de libros, con una tirada promedio de 10 000 ejemplares; en 1979, se produjeron 17 millones de libros, con una tirada promedio de 3800 ejemplares (Getino, 1995:56). Si en 1974 existió una balanza comercial favorable de 9 millones de dólares, para 1981 el saldo desfavorable fue de 25 millones (Schmucler, 1990:208). Como se ve en estos datos, la dictadura tuvo también un impacto muy negativo en la economía de la cultura y en el mercado del libro. Sudamericana no fue la excepción, y las dificultades se multiplicaron; la censura y el exilio ocasionaron la pérdida de firmas importantes. Aunque la editorial publicó Un tal Lucas en 1979 —uno de los años más duros de la represión—, Cortázar se negó a censurar o recortar algunos de sus libros de relatos y vieron la luz fuera del país: Alguien que anda por ahí (1977), Queremos tanto a Glenda (1980) y Deshoras (1982) fueron publicados por Willie Schavelzon en México, en el sello Nueva Imagen, y por Jaime Salinas en España, a través de Alfaguara. Por su parte, The Buenos Aires Affair (1973) fue el último título que publicara de Manuel Puig; ya en el exilio, el escritor optó por continuar editando sus libros en Barcelona, en Seix Barral; mientras que Ernesto Sábato no produjo nuevos textos de ficción después del fracaso de Abaddón... (1974). Sin embargo, algunos autores seguían convocando a un público más limitado pero fiel: Mujica Lainez, Silvina Bullrich, Marta Lynch, Abelardo Arias. En el 80, Juanamanuela, mucha mujer, de Martha Mercader, ubicó nuevamente a la editorial en la lista de los best sellers. Si bien el Premio Nobel a García Márquez en 1982 dio un nuevo impulso a las ventas del exitoso autor colombiano, la cuota de mercado que le correspondía al sello porteño se había reducido mucho. Hacia 1984, Sudamericana inició una sociedad con Planeta de España para realizar ediciones conjuntas;[25] de ese acuerdo, derivó la publicación, entre otros títulos, de la novela inédita de Cortázar, El examen, que tuvo una amplia repercusión en los medios y en las ventas.

En 1986 lanzó su colección Narrativas Argentinas, dedicada a la publicación y reedición de autores nacionales. El análisis del catálogo revela, por un lado, la voluntad de resituar en el mercado a algunos autores ya clásicos del sello, mediante la renovación del diseño de tapas y la integración a una nómina en la que conviven con escritores más jóvenes: Marta Lynch, Eduardo Mallea, Leopoldo Marechal, Manuel Mujica Lainez.[26]El caso más llamativo es el de Marechal, de quien reeditan sus tres novelas; se trata del único autor del célebre «Parnaso» de los sesenta (Sábato, Cortázar, Marechal) sobre el que Sudamericana seguía teniendo plenos derechos. Además, el itinerario errático en que Piglia fue publicando sus primeras obras (Jorge Álvarez, Siglo XXI, Pomaire) recaló esta vez en Sudamericana y, probablemente, la decisión haya tenido que ver otra vez con la oferta de dinero: los relatos integrados de Prisión perpetua y su segunda novela, La ciudad ausente, consolidaron su presencia de escritor respetado y obligatorio. Desde el punto de vista comercial, la vanguardia del proyecto lo encarnó, sin dudas, Osvaldo Soriano; por un lado, mediante la reedición de sus dos exitosas novelas de exilio, que había publicado Bruguera; pero, sobre todo, por los tres títulos en primera edición: A sus plantas rendido un león —que sumaba, en tono de comedia negra de enredos, la temática de Malvinas—; Una sombra ya pronto serás, de 1990; y El ojo de la patria, del 92. En palabras de Gloria López Llovet:

Yo creo que Soriano es de los últimos autores que fueron éxitos de ventas increíbles. Sus libros eran masivos, la gente esperaba el libro nuevo de Soriano, Una sombra ya pronto serás, Triste, solitario y final eran libros que se vendían en cantidades increíbles. Hoy en día no creo que haya un novelista argentino que venda esas cantidades de libros. (en De Sagastizábal y Quevedo, 2015:186)

La documentada biografía de Ángel Berlanga refuerza, con datos más concretos, el comentario de la editora:

En la primera semana [1986] A sus plantas vendió su primera edición de 10.000 ejemplares. A los tres meses iba por 30.000. Y llegaba a 40.000 tres meses después. (Berlanga, 2023:281)

La primera edición de Una sombra está fechada en octubre [de 1990], fue de 10.000 ejemplares y se agotó de inmediato. En noviembre se editaron la segunda y la tercera; la quinta, de enero de 1991, seguía al ritmo de 10.000 volúmenes. Encabezó la lista de ventas durante varios meses. (330)

La primera edición [de El ojo de la patria, en noviembre de 1992] fue de 22.000 ejemplares. En diciembre se imprimió la segunda, de 16.000. Y una tercera en enero, de 5.000. (375)

Y sus contratos también iban creciendo. Los 25 000 dólares que recibió de adelanto por la novela del 90 se multiplicaron, solo dos años después, en 120 000 dólares; según Clarín, «el anticipo más suculento de la historia de la literatura argentina» (en Berlanga, 2023:372). Luis Chitarroni, su editor, ha afirmado: «Yo no vi nada igual con un escritor argentino. Me interesaba particularmente porque la figura del best seller no existía acá salvo como algo importado, un Sidney Sheldon. Soriano empieza a crear eso acá» (en Berlanga, 2023:330).[27]

No obstante, el éxito de ventas tuvo su contracara, ya que una nueva generación de escritores comenzaba a recelar de ese tipo de literatura. Las críticas a sus libros, durante los años de la transición, solían eufemizar en argumentos estéticos disputas políticas e incluso personales; las numerosas pujas que atravesaron por esos años el campo cultural le exigieron a Soriano complejos equilibrios para escapar del estereotipo de escritor comercial que exhibe una prosa de lectura fácil y abusa de recursos propios de una estética populista. Los dardos provenían de un puñado de críticos que en abril de 1988 se agruparían en torno a la revista Babel: Jorge Dorio, Martín Caparrós, Guillermo Saavedra. Fue Saavedra quien, en una dura reseña de A sus plantas... publicada en La Razón, inició un enfrentamiento que tuvo su momento más espectacular en otra reseña, escrita por C.E. Feiling en Babel, esta vez sobre Una sombra ya pronto serás. El otro foco de conflicto fue con la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, luego de una visita del escritor en 1991, y que dio origen a una sonada polémica publicada por el suplemento Radar muchos años después, en 2007, cuando ya Soriano había fallecido. El debate estético y político que se gestó a fines de los ochenta sobre la literatura de Soriano —siempre magnificado por el extraordinario éxito de sus libros— atravesó los años noventa y fue simplificado en la oposición entre los escritores «crípticos», representantes de la «alta cultura», y los «contadores de historias». La crítica ha opuesto con insistencia las concepciones literarias que exhibían los autores que llevaban adelante por esos años la revista Babel con los que solían publicar en la Biblioteca del Sur, una colección de Planeta dirigida por Juan Forn, que se puso en marcha en 1990. De este lado, los «contadores de historias», basados en una estética que confía en las estrategias de representación del realismo más o menos clásico; por otro, una literatura que abunda en autorreferencias, intertextualidades, exotismos, citas y desvíos: «planetarios» y «babélicos». En junio de 1991, apareció un suplemento cultural de Página 12, cuyo significativo título era Primer Plano, y su editor Tomás Eloy Martínez; desde allí, el suplemento continuará la disputa, en favor de los storytellers ─acentuando, en su defensa, la productiva relación con la narrativa norteamericana─, contra los jóvenes enrolados en el writing on writing.[28]

Otros sellos


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En estas notas finales, mencionaré, a manera de inventario, algunos otros proyectos editoriales de menor envergadura, siempre teniendo en cuenta que nuestro objetivo es principalmente la narrativa. María Belén Riveiro (2020b) ha estudiado la trayectoria editorial de Ada Korn; su catálogo, de reconocibles cubiertas plateadas —probablemente inspiradas en los Cuadernos Ínfimos de Tusquets— incluyó a El sitio de Kelany, la estupenda novela de Marcelo Cohen; Canon de alcoba de Tununa Mercado, y La ingratitud, primera novela de Matilde Sánchez. Ricardo Piglia dirigió, entre 1983 y 1984, la colección Los Mundos Posibles para la editorial Folios; si bien su catálogo exhibe pocos títulos, algunos de ellos son relevantes, como Fuego a discreción de Antonio Dal Masetto; El entenado, la celebrada novela de Juan José Saer, y En esta dulce tierra, una de las obras más destacadas de Andrés Rivera. Como lo adelantamos, Oscar Molina, después de su experiencia al frente de Pomaire, dirigió el sello Per Abbat en 1985 y 1986, con obras de Héctor Libertella, Luis Gusmán y Hebe Uhart. Hacia 1987, la editorial Puntosur —comandada por Gabriel Fontenla y Jorge Guiraud— lanzó la colección Puntosur Literaria, dirigida por Jorge B. Rivera, la que, desde su formato y diseño, parecía competir con las colecciones de Legasa y Sudamericana ya reseñadas; allí publicó títulos de Miguel Briante, Aníbal Ford, Reina Roffé, Rodolfo Rabanal, Cristina Siscar y Álvaro Abós; en 1990 dio a conocer las dos primeras obras de Sergio Chejfec, Lenta biografía y Moral. Aunque su impacto en el campo de la narrativa argentina de aquellos años fue algo menor, la editorial Corregidor —fundada en 1970 por Manuel Pampín; hoy comandada por sus hijos— mantuvo un ritmo de publicaciones continuo y de calidad; no hay que olvidar que en los años 87 y 89 terminó de publicar los últimos tomos de las obras completas de Macedonio Fernández —monumental proyecto que se había iniciado en 1972 con Cuadernos de todo y nada—. Además, se destacan las recopilaciones de obras fundamentales en la lírica —Olga Orozco, Alberto Girri, Manuel J. Castilla, Enrique Molina— y en el teatro —Ricardo Halac, Oscar Viale, Eduardo Rovner.

Referencias bibliográficas

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Notas

[1] Puede consultarse José Martí Gómez. «Editorial Bruguera y el dibujante de cómics Ibáñez va de querellas de tebeo», en La Vanguardia, 11 de mayo de 1986.
[2] En Osvaldo Aguirre. «La vida intensa», en Perfil, 29 de septiembre de 2019, disponible en: https://www.perfil.com/noticias/cultura/la-vida-intensa.phtml
[3] RBA fue, en sus orígenes, una sociedad compuesta por Ricardo Rodrigo, Carmen Balcells y Roberto Altarriba —que era directivo de Bruguera— dedicada a servicios editoriales.
[4] Puede consultarse Eric Bastardes. «La irresistible ascensión de Leo Antúnez», en El País, 11 de mayo de 1985, disponible en: https://elpais.com/diario/1985/05/12/economia/484696809_850215.html
[5] El escritor Osvaldo Soriano da un testimonio similar sobre la «operación» de Balcells y García Márquez: «Lo cierto es que en 1981 [García Márquez], al firmar contrato con Bruguera de España para la publicación de Crónica de una muerte anunciada, exigió que todas las víctimas de la editorial cobraran al mismo tiempo que él» (1996:196‒197)
[6] Respecto de las novelas de exilio de Osvaldo Soriano, las fechas de edición han estado sujetas a equívocos, dado que a veces se toman como referencia las ediciones españolas y a veces las argentinas. No habrá más penas ni olvido se publicó en Barcelona en marzo de 1980 y comenzó a circular una edición argentina en octubre de 1982, sin que Soriano lo supiera. Cuarteles de invierno se publicó en Barcelona en marzo de 1982 y la edición argentina es de febrero de 1983. Aunque las novelas se vendieron muy bien en Argentina, debido a la debacle del sello Soriano no cobró, o cobró muy poco, de regalías; a menudo recordaba los derechos impagos de Bruguera en sus frecuentes diatribas contra los editores. La versión fílmica de No habrá..., dirigida por Héctor Olivera, se estrenó en septiembre de 1983; la película basada en Cuarteles..., de Lautaro Murúa, se estrenó un año después, en septiembre de 1984.
[7] Bruguera también siguió publicando autores argentinos por fuera de la colección que estamos reseñando. Menciono algunos casos: Juan Carlos Martini, El cerco (1977, Libro Amigo); Eduardo Goligorsky, Pesadillas (1978, Libro Amigo); Antonio Di Benedetto, Caballo en el salitral (1981, Libro Amigo); Martha Mercader, Solamente ella (1981, Cinco Estrellas); Gabriel Báñez, Hacer el odio (1982, Libro Amigo); Juan Jacobo Bajarlía, Sables, historias y crímenes (1983, Libro Blanco); Jorge Masciangioli, Buenaventura nunca más (1983, Cinco Estrellas); Martha Mercader, Decir que no (1983, Cinco Estrellas); Luisa Valenzuela, Cola de lagartija (1983, Cinco Estrellas); Miguel Bonasso, Recuerdo de la muerte (1984, Pensadores y Temas de Hoy); Sergio Bufano, Cuentos de guerra sucia (1984, Libro Amigo); Marcelo Cohen, El país de la dama eléctrica (1984, Libro Amigo); María Esther de Miguel, Jaque a Paysandú (1984, Cinco Estrellas); Francisco Zamora, Bisiesto viene de golpe (1984, Cinco Estrellas).
[8] Respecto de las últimas dos ediciones, la presencia de la novela en el catálogo de Norma seguramente ha tenido que ver con la actividad editorial de Leonora Djament —una de las grandes editoras de nuestro país—, quien por esos años trabajaba para el sello colombiano y quien, desde Eterna Cadencia, se convirtió en la última editora del escritor rosarino. Cuando, en 2011, el grupo editorial Norma anunció el cierre de sus áreas de ficción —en especial, su colección La Otra Orilla— los derechos volvieron a sus autores. En esa oportunidad, Martini nos autorizó a publicar la novela en Eudeba, en la Serie de los Dos Siglos, con prólogo de Liliana Tozzi.
[9] Agradezco a Trinidad Vergara la reconstrucción de parte de esta historia y la aclaración de algunos de esos equívocos.
[10] Pomaire es el nombre de un pueblo de Chile, a unos 50 km de Santiago, conocido por la calidad de su artesanía en greda.
[11] Entre otros, Juan Salvador Gaviota de Richard Bach —un explosivo best seller; compraron los derechos por 500 dólares y lo editaron en español en 1972— y Tiburón (1973) de Peter Benchley, dos años después popularizado por la película de Steven Spielberg.
[12] En Javier Vergara cumplió un rol decisivo quien fuera su esposa, Gabriela Cruz, responsable de su catálogo, una mujer de amplia cultura y muy conocedora de la literatura sajona.
[13] He registrado que en al menos cuatro de sus primeros títulos figura Barcelona como lugar de edición, lo que parece indicar que la sede argentina aún dependía en gran medida de la capital catalana.
[14] Las semblanzas de editores publicadas en el portal EDI‒RED representan un excelente material de consulta. Respecto de los editores y editoriales considerados en este trabajo, pueden visitarse las semblanzas de Ricardo Piglia y Susana Zanetti (Fabio Esposito), de la Editorial Legasa (Mariana Barcellona), del Centro Editor de América Latina (Judith Gociol), de Boris Spivacow y Ediciones Corregidor (José Luis de Diego), de Sudamericana (Fernando Larraz), de Francisco Porrúa (Martín F. Castagnet), de Ada Korn (María Belén Riveiro) y las entrevistas a Jorge Lafforgue y a Gloria López Llovet; todas disponibles en:

https://www.cervantesvirtual.com/portales/editores_editoriales_iberoamericanos/

[15] En 1981 presentamos con Piglia la novela en La Plata. Fue en una librería del centro, en el pasillo de una galería; habría unas quince personas en el público
[16] La encuesta se publicó en Humor del nº 196 al 205, de mayo a septiembre de 1987. Junto con la «tabla final», Sarlo publicó su evaluación de la encuesta con el título «¿Novelistas o profesores de literatura?».
[17] Como parte del proceso de contextualización, se podría agregar que en enero de 1981 se publicó en Clarín «La literatura dividida», el muy cuestionado artículo de Luis Gregorich; en julio de 1981 surgió en Buenos Aires el movimiento Teatro Abierto y en octubre del mismo año Punto de Vista —en la que aún participaba Piglia— publicó su primer editorial en el que se define como «un espacio cultural que se construye a pesar de la censura y el castigo a las ideas».
[18] Sobre la trayectoria editorial de Lafforgue, pueden consultarse Larraz Elorriaga y de Diego, 2015 y Quereilhac, 2017.
[19] ] En la primera parte de este apartado reproduzco parcialmente lo que escribiera en la semblanza de Boris Spivacow para la EDI‒RED (ver nota 14).
[20] Cuando se trata de reediciones, agrego entre paréntesis editorial y año de la primera edición.
[21] Varios de estos autores, junto con otros de similar generación, fueron publicados, además, en la Biblioteca Argentina Fundamental. A manera de ejemplo, se publicaron en 1981: Haroldo Conti, Con otra gente; Héctor Tizón, Sota de bastos, caballo de espadas (I) y (II) y Juan José Saer, El limonero real; en 1982: Daniel Moyano, «La espera» y otros cuentos; Antonio Di Benedetto, Los suicidas; Juan José Hernández, La señorita Estrella y otros cuentos y Abelardo Castillo, Las otras puertas.
[22] E incluso, retroactivamente, podríamos citar un temprano artículo de Beatriz Sarlo, «Saer‒Tizón‒Conti. 3 novelas argentinas» (Los Libros, n° 44, enero‒febrero de 1976).
[23] Actualmente, en el sitio Wikipedia puede leerse: «fue un poeta, profesor, crítico literario, escritor y traductor argentino». Tampoco se menciona su trayectoria como editor
[24] Si bien aquí nos referimos especialmente a libros de narrativa, hay que destacar que, en paralelo, Sudamericana publicó a notables escritores de poesía: María Elena Walsh, Alberto Girri, Tamara Kamenszain, Alfredo Veiravé, Olga Orozco, Horacio Armani, Leónidas Lamborghini, Néstor Perlongher.
[25] «En la Argentina llegamos a un acuerdo, que se implementa a partir de vuestras vacaciones de 1984, con Editorial Sudamericana, por el cual se decide que Planeta Argentina va a continuar funcionando en algunos temas, pero muy poco, Editorial Sudamericana va a ser la editorial de elite del grupo y que vamos a fusionar todo lo demás en Sudamericana‒Planeta, incorporando los tres rubros en que fundamentalmente nos movemos: ventas a crédito, librerías y fascículos. Yo diría que desde el arranque esta empresa se ha convertido en la primera editorial argentina», José M. Peidró, de Planeta (Clarín. Cultura y Nación, 4 de abril de 1985).
[26] No hay que olvidar que se trata de autores que ya habían fallecido: Marechal en 1970, Mallea en el 82, Mujica Lainez (y Cortázar) en el 84, Lynch en el 85.
[27] A esta centralidad del escritor en el mercado del libro argentino, habría que agregar la visibilidad lograda a través de las traducciones: Fayard y Grasset en Francia, Einaudi y Rizzoli en Italia, Suhrkamp en Alemania, Knopf en Estados Unidos son algunas de las prestigiosas casas editoras que publicaron sus libros traducidos
[28] Cuando se publicó El ojo de la patria, existió una puja entre Sudamericana y Planeta por quedarse con el título. Hábilmente, Balcells fue negociando «a dos puntas» para elevar el monto del anticipo. Forn quería a Soriano en su colección, ya que era el más popular y exitoso de los «contadores de historias».

Información adicional

Para citar este artículo:: de Diego, J.L. (2024). Notas sobre edición y literatura argentina durante la transición democrática. El taco en la brea, (20) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0154 DOI: 10.14409/eltaco.10.20.e0154

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