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Se terminó el siglo XX
El taco en la brea, núm. 19, e0130, 2024
Universidad Nacional del Litoral

Presentación

El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
núm. 19, e0130, 2024

Para citar este artículo:: Antelo, R. (2024). Se terminó el siglo XX. El taco en la brea, (19) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0130 DOI: 10.14409/eltaco.10.19.e0130

En su primera alocución pública tras la victoria, el nuevo presidente argentino reivindicó la figura de Juan Bautista Alberdi. Pero, ¿cuál Alberdi? ¿Figarillo, su lado Marguerite de Ponty que, justamente, pontificaba sobre modas y costumbres? ¿El estratega geopolítico? ¿El legislador normativista? Y ¿qué aspectos de su pensamiento podrían aún hoy interpelarnos? En uno de sus escritos póstumos que reúne ideas para presidir la confección del curso de filosofía contemporánea, en el colegio de humanidades de Montevideo, en 1840, Alberdi afirma, taxativo, que no existe una filosofía universal porque no hay una solución universal de las cuestiones que la constituyen en el fondo. Piensa que cada país, cada época, cada filósofo, ha tenido su filosofía peculiar, que ha cundido más o menos, que ha durado más o menos, porque cada país, cada época y cada escuela han dado soluciones distintas a los problemas del espíritu humano. Es decir que, en el marco de lo común, se recorta lo singular.

La filosofía de cada época y de cada país ha sido por lo común la razón, el principio o el sentimiento más dominante y más general que ha gobernado los actos de su vida y de su conducta. Y esa razón ha emanado de las necesidades más imperiosas de cada período y de cada país. Es así como ha existido una filosofía oriental, una filosofía griega, una filosofía romana, una filosofía alemana, una filosofía inglesa, una filosofía francesa y como es necesario que exista una filosofía americana. Así es como se ha visto una filosofía de Platón, una de Zenón, una de Descartes, otra de Bacon, otra de Locke, otra de Kant, otra de Hegel, filosofía del Renacimiento, filosofía del siglo XVIII, filosofía del siglo XIX. No hay, pues, una filosofía en este siglo; no hay sino sistemas de filosofía: esto es, tentativas más o menos parciales de una filosofía definitiva. La filosofía de este siglo se puede concebir como un conjunto de sistemas especiales más o menos contradictorios entre sí. (Terán, 1988:91)

El mercado no era avaro y le ofrecía entonces a Alberdi no pocas opciones: conocer a Fichte, a Hegel, a Stuart, a Kant, a Cousin, a Jouffroy, a Leroux. ¿Es esa la filosofía moderna? «Hay filósofos, pero no filosofía; sistemas, no ciencia», rebatía Alberdi. ¿En que residía lo común de lo moderno? «En su situación negativa». ¿Qué significaba esa forma precozmente nihilista de pensar? Que «la filosofía del día es la negación de una filosofía completa existente, no de una filosofía completa posible, porque de otro modo la filosofía del día sería el escepticismo, sin excluir el eclecticismo mismo, porque de lo contrario sería reconocer una filosofía». ¿Y qué utilidad podría tener una filosofía semejante? «La de substraernos de la dominación de un orden de principios, que pudiésemos considerar como la verdadera filosofía, sin ser otra cosa que un sistema; la de substraernos de la influencia exclusiva de un sistema, librándonos así de la guerra con los sistemas rivales a quienes debemos paz y tolerancia. La regla de nuestro siglo es no hacerse matar por sistema alguno: en filosofía, la tolerancia es la ley de nuestro tiempo». Una alerta para las voces que, rápidamente, quisieron identificar a los músicos díscolos que ensayaron algunas notas impropias a la entrada del candidato al Teatro Colón. Inmediatamente las huestes inquisitoriales clamaron por tolerancia y levantaron el dedo acusador al público del Colón: ¡intolerantes! Tan luego el Colón, ostentado por Macri y por Larreta ante los miembros del G20 como el non plus ultra de lo civilizado.

No se lo puede, sin embargo, leer a Alberdi como un pensador de las neutralizaciones supuestamente bienpensantes. Todo lo contrario. Supo discriminarse de Sarmiento, por ejemplo, y ver que el actor de lo moderno, el productor de la riqueza, en el caso argentino, era el obrero de los campos, el gaucho, ese gaucho al que Sarmiento llama bárbaro. Comparable al árabe y al tártaro del Asia arruinada y desierta, piensa Alberdi, esa figura de pensamiento representa la civilización europea mejor que Sarmiento, «trabajador improductivo, estéril, a título de empleado vitalicio, que vive como un doméstico de los salarios del Estado, su patrón». Es ese «productor de la riqueza» pero, él mismo, supremamente pobre, el que se volcó en casi tres cuartas partes en el interior del país por la fórmula vencedora. ¿Es el Alberdi de Milei el mismo que escribía que el Facundo es «el desmentido victorioso de su pobre teoría en que pretende demostrar que las campañas representan la barbarie y las ciudades la civilización; pues la ciudad más civilizada de la nación es cabalmente la causa y origen del poder absoluto que la domina a ella misma y por los caudillos que dependen de su caudillo prototipo, a todas las demás provincias de la nación»? Alberdi, obviamente, no había leído a Benjamin pero sabía de la compleja relación entre documentos de cultura y documentos de barbarie.

Ese habitante del interior, en todo comparable al árabe y al tártaro (¡Dino Buzzatti, un siglo después: 1940!) del Asia arruinada y desierta, representa la civilización. Pero Milei no sueña con ir a Palestina sino a Israel. No viajará con Alberdi. Ni irá a Brasil (Lula tampoco vendrá). Ese Brasil (complejo) que Alberdi supo ver en su cercana‒lejanía. «Acercándome al Brasil creo aproximarme de algo que me pertenece: a una rama de la familia hispanoamericana». Pero, una vez instalado en la Corte, lamenta «¡qué diferente idea tenía yo de este imperio del Brasil antes de conocerlo!» (Alberdi, 1845:289‒291, 297‒299, 305‒307, 321‒322).

Si Alberdi lo abre, Milei cierra el siglo XX.

Nuestro viejo amigo Alain Badiou ya nos enseñó que, después de dos o tres siglos de deportación de la carne humana con fines de esclavitud, la conquista logró hacer de África y de América Latina el reverso espantoso del esplendor europeo, capitalista y democrático. Y en el negro furor de la década de 1930, en la indiferencia a la muerte, hay algo que pervive de la Gran Guerra europea y sus trincheras, pero también, como un retorno infernal, de las colonias, de la manera como en ellas se consideran las diferencias en la humanidad.

Admitamos que el nuestro es el siglo en que, como decía Malraux, la política se convirtió en tragedia. A principios de siglo, en la apertura dorada de la Belle Époque, ¿qué elementos preparaban esta visión de las cosas? En el fondo, a partir de determinado momento, el siglo se obsesiona con la idea de cambiar al hombre, de crear un hombre nuevo. Lo cierto es que la idea circula entre los fascismos y los comunismos, y las estatuas son más o menos las mismas, la del proletario de pie en el umbral del mundo emancipado, pero también la del ario ejemplar, el Sigfrido que da por tierra con los dragones de la decadencia. Crear un hombre nuevo equivale siempre a exigir la destrucción del viejo. La discusión, violenta e irreconciliable, se refiere a la definición del hombre antiguo. Pero en todos los casos el proyecto es tan radical que en su realización no importa la singularidad de las vidas humanas; ellas son un mero material. Así como, arrancados a su armonía tonal o figurativa, los sonidos y las formas son, para los artistas del arte moderno, materiales cuyo destino debe reformularse. (Badiou, 2003:20)

La identidad es diferencia, singular cuidado de sí ante formas de vida que caducan. Badiou comprendió cabalmente que nihilismo es el modo en que la técnica instrumenta todos los valores y por eso, repitiéndolo a Alberdi, supo ver que vivimos, en suma, la revancha de lo que la apropiación económica de la técnica tiene de más ciego y objetivo, contra lo que la política tiene de más subjetivo y voluntario.

En una temprana lectura de Macedonio Fernández, el filósofo Miguel Ángel Virasoro decía que

despertarse es volver a soñar, continuar siendo; caer siempre en ser, que es continuo y eterno. No hay reborde del ser por donde se pueda caer a la nada. En el ser de la sensibilidad somos inmortales, en un eterno reconocimiento de nosotros mismos en toda persona, porque donde quiera que alguien se reconozca a sí, ese somos nosotros mismos, y lo que nunca se reconoció, nunca existió, es «el otro», el no‒ser. Pero si el yo, que no es, halla su ser, su realidad inmortal, anegándose en la Sensibilidad universal, una y absoluta, se comprenderá que la verdadera esencia del mundo sea la Pasión, que el autor [Macedonio] define obscuramente como el orden de la altruística. (Virasoro, 1928:226)

Decididamente: si la patria es el Otro, se terminó el siglo XX.

Referencias bibliográficas

Terán, O. (1988). Alberdi póstumo. Puntosur.

Alberdi, J.B. (1845). Memória sobre a conveniência e objetos de um Congresso Geral Americano. En OstensorBrasileiro (pp. 289‒291, 297‒2999, 305‒307, 313‒315, 321‒322). Rio de Janeiro.

Badiou A. (2003). El siglo. Manantial. Traducción de Pons, H.

Virasoro, M.Á. (1928). No toda es vigilia la de los ojos abiertos, por Macedonio Fernández. Síntesis, (17), 226.

Información adicional

Para citar este artículo:: Antelo, R. (2024). Se terminó el siglo XX. El taco en la brea, (19) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0130 DOI: 10.14409/eltaco.10.19.e0130



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