Pasajes
Una etnografía de la violencia simbólica
El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
núm. 18, e0125, 2023
Para citar este artículo: Sapiro, G. (2023). Una etnografía de la violencia simbólica. El taco en la brea, (18) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/eltaco.2023.18.e0125
Las relaciones entre sociología y literatura son de larga data: los escritores realistas, desde Balzac a Zola, trazaron un retrato sociológico de la sociedad de su época. Si la disciplina se constituyó como tal a fines del siglo XIX rompiendo con las letras para privilegiar el paradigma científico, la literatura, no obstante, constituyó una fuente y un modelo (técnicas de descripción, modos de narrar) para muchos sociólogos y etnólogos. Por el contrario, disciplinas como la psicología y el psicoanálisis favorecieron enfoques experimentales como los del Collège de sociologie. Así como el psicoanálisis fue un marco de referencia para los proyectos autobiográficos de André Gide y de Michel Leiris, la sociología lo fue para Annie Ernaux, y siguiendo sus pasos, para Didier Eribon y Edouard Louis. Ese marco de referencia, al que no se reduce la obra de Ernaux, atraviesa su exploración del pasado individual y colectivo (cf. Baudelot, 2004; Charpentier, 2006). Un aspecto particular de este trabajo de objetivación cuasisociológico, elegido aquí como prisma para la relectura de esta obra, se relaciona con la violencia simbólica.
Pierre Bourdieu define la violencia simbólica como una violencia sutil que suele pasar desapercibida como tal porque se ejerce con la complicidad de lxs dominadxs quienes han incorporado esquemas de pensamiento dominantes y participan así de su propia dominación: el reconocimiento de la legitimidad de la dominación conlleva el desconocimiento de su arbitrariedad y la interiorización de la relación de dominación. Bourdieu formula este concepto en La reproducción, escrito junto a Jean‒Claude Passeron, a propósito de las arbitrariedades pedagógicas (Ernaux lo leyó dos años después de su publicación) y hará de este el fundamento de su concepción de la dominación simbólica ya sea en las relaciones de clase, atravesadas por jerarquías culturales o lingüísticas, o en la dominación masculina.
La literatura tiene el poder de perpetuar esta violencia al reproducir formas simbólicas que enmascaran y eufemizan los principios de dominación a la vez que los legitiman; del mismo modo tiene el poder de develar estos principios ocultos a través de operaciones de descripción y deconstrucción. La escritura de Annie Ernaux se caracteriza por develar mecanismos de la violencia simbólica a través de un trabajo cuasietnográfico que toma como material la memoria o la observación de ciertas situaciones de vida. Su trabajo de objetivación, con frecuencia asimilado al de lxs socióloguxs, toma prestado de esta disciplina su método de observación que intenta comprender una situación «desde adentro» a partir de la visión de mundo, las creencias y los valores de los grupos observados con el objeto de restituir su significado. En su esfuerzo por apartarse de sus propios valores, creencias, prejuicios y de abstenerse de todo juicio lxs etnógrafxs cuestionan constantemente su propia posición como observadorxs y su relación con el objeto. Escritorxs y etnógrafxs se plantean la cuestión del lenguaje de la descripción: cómo traducir palabras, expresiones y actitudes con la mayor fidelidad posible sin perder la distancia objetivante.
Para lograrlo, Annie Ernaux se inclinó, desde sus primeras novelas autobiográficas (Les Armoires vides, Ce qu’ils disent ou rien, La Femme gelée) por el monólogo interior de la adolescente, la chica y luego la joven mujer que fue recurriendo a la primera persona pero empleando nombres figurados. A partir de La Place, la asunción del pacto autobiográfico que sostiene la identidad entre la autora y la narradora la convirtió en una etnóloga de sí misma (Ernaux, 1997:38) que pone en escena la búsqueda de precisión al seleccionar las palabras y el despojamiento que la condujeron a calificar su escritura como «plana» (Ernaux, 1983:21; Meizoz, 2010:113‒117). Ambos procedimientos narrativos utilizados, en ocasiones, para describir los mismos hechos hacen ostensible, bajo formas diferentes, la violencia simbólica en las relaciones de clase y entre los sexos.
En los monólogos interiores de la adolescente, la violencia simbólica se experimenta a través de la vergüenza y la humillación. Estos sentimientos salen a la luz durante el proceso de socialización secundaria en una escuela privada en el que la narradora entra en conflicto con el habitus familiar: «Eso es la humillación. La aprendí, la sentí en la escuela» (1974:59). Al descubrir que «no se parece a los demás», aprende los códigos y las normas de un mundo diferente al mundo del que proviene. Un mundo donde sus hábitos y maneras son considerados «vulgares», «groseros», «fuera de lugar», «de mal gusto» e incluso «desagradables»: «Me sentía pesada, pegajosa, frente a la soltura y a la comodidad de las chicas de la escuela libre». Esta posición conflictiva entre dos mundos, propia de los «desertores de clase», genera un agudo resentimiento: «Dejé mi verdadero mundo en la puerta y no sabía cómo manejarme en el de la escuela. Manojos de humillación, figuras y más figuras felices a mi alrededor; no obstante tengo mis venganzas» (63).
A medida que su cuerpo y su espíritu son adiestrados y moldeados por la educación que recibía, el resentimiento y el deseo de venganza, omnipresentes en Les Armoires vides, ceden pronto a la interiorización del juicio de clase que caía sobre sus padres: «Los hacía cargo de todas las humillaciones; no me enseñaron nada; por su culpa se burlan de mí» (1974:115). Esta interiorización de los juicios negativos sobre su medio de origen, expresada a través de la vergüenza, es el signo mismo de la complicidad de lxs dominadxs con los principios de su dominación. Complicidad a través de la cual se ejerce, precisamente, la violencia simbólica. Los injustos reproches de miserabilismo que Annie Ernaux pudo haber recibido por sus primeras novelas se deben sin duda a que están escritos desde el punto de vista de la adolescente en plena conversión a la cultura dominante, de la que adopta los juicios despectivos sobre sus padres. Su fuerza reside, no obstante, en poner en evidencia la violencia de un proceso de aculturación que la lleva a denigrar y corregir a quienes eran, hasta entonces, los detentores de una autoridad indiscutida y de un modelo para la niña. Más aún cuando la violencia simbólica se ejerce no solo a través de las normas de comportamiento, la hexis corporal y las maneras de vestirse sino también, y sobre todo, a través del lenguaje: «Sus palabras de las que me dicen que son la incorrección misma: “incorrecto”, “familiar”, “bajo”, señorita Lesur, ¿no sabía que eso no se dice? La culpa la tiene el lenguaje de ellos. A pesar de mis precauciones, mi barrera entre la escuela y la casa termina por horadarse (...). Odiaba a mis padres más todavía» (1974:115). Esta violencia se vuelve contra los padres que la habían metido en esa escuela (encarnación de las ambiciones de ascenso social que alimentan para su hija), y finalmente contra ella misma, en un sentimiento de culpa y desprecio: «Me odiaba por no ser amable con ellos» (1974:118).
En La Place, Une femme y La Honte es la autora quien habla desde el presente e intenta reconstruir la visión del mundo y el sistema de valores y creencias de sus padres. El asco con el que la joven desertora se volvía cómplice del desprecio de clase aprendido en la escuela da paso a la mirada empática y comprensiva de la etnóloga que reconstruye minuciosamente ese sistema de valores y creencias, alineado con el de las clases dominantes, sacando a la luz los principios de dignidad y de orgullo que caracterizan el ethos de las clases populares y constituye su capital simbólico. La cortesía era un código de conducta reservado a las relaciones sociales fuera del espacio doméstico donde, por contraste con las clases dominantes, no se ponía en práctica al punto tal que la cortesía entre padres e hijos fue, durante mucho tiempo, «un misterio» para la hija de esos almaceneros oriundos del mundo rural (1983:65; 1997:65‒66). Más que el padre, la madre se preocupa constantemente por «mantener su rango» e incluso por «superar» su condición, ambición que justifica la inversión en ropa, maquillaje o en la educación de su hija, así como el deseo de aprender las reglas del saber vivir y de estar al día de las novedades en materia cultural (1987:56): «Creía que era superior a mi padre, me parecía que estaba más cerca de las profesoras y profesores que él. Todo en ella, su autoridad, sus deseos y su ambición, iba en la misma dirección de la escuela», escribe Ernaux (1987:58). Esto la hacía aparecer a los ojos de su hija como «la figura dominante, la ley» (1987:59).
De este modo, la autora objetiva el punto de vista de la niña que daba por sentado los valores que le habían inculcado antes de que la ruptura producida por la socialización secundaria los devaluara o, incluso, los ridiculizara. Escribe: «Escribe sobre su padre: «Sus palabras e ideas no tenían lugar en las aulas de francés o de filo, las salas con sofás de terciopelo rojo de mis compañeras de clase» (1983:75). Alentada con insistencia por su madre a adquirir el habitus de las clases instruidas, la hija introduce la violencia simbólica en el universo doméstico al hacer comentarios a su padre sobre su forma comer o de hablar (74). Tampoco su fuerte identificación con su madre sobrevive a la socialización escolar que modifica tanto su percepción de los cuerpos y de los comportamientos como de sus criterios de apreciación estética haciendo que se avergüence de ella:
Dejó de ser mi modelo. Empecé a estar atenta a la imagen femenina que veía en L'Echo de la Mode, similar a la de las madres de mis compañeras pequeñoburguesas del pensionado: delgadas, discretas, sabían cocinar y llamaban «querida» a sus hijas. Mi madre me parecía llamativa (...) Me daba vergüenza su manera brusca de hablar y de comportarse, tanto más porque veía cuanto me parecía a ella. Le reprochaba el hecho de que, en el proceso de emigrar a un entorno diferente, buscaba no parecerme a ella. (1987:63)
Si en un primer momento esta socialización genera repulsión y odio, a largo plazo producirá lo que Bourdieu llama un habitus escindido, como lo demuestran los sentimientos de la narradora ahora adulta durante las visitas a sus padres: «Me sentía separada de mí misma» (1983:88).
Los dos métodos descriptivos adoptados sucesivamente por Annie Ernaux le permiten captar más de cerca el double blind que caracteriza, según Bourdieu, a las trayectorias en ascenso: no cumplir los sueños de los padres significa traicionar esos sueños; cumplirlos significa traicionarlos a ellos. El método objetivista le permite, sin embargo, tomar distancia de la cultura dominante, distancia ya legible en el malestar descrito en La Femme gelée, pero que le posibilitará a la autora no solo reconciliarse con su medio de origen restituyendo su código de honor, sino también «vengar a su raza», según su expresión. La Honte se abre con una escena de violencia casi asesina del padre hacia la madre, que rompe ese código de honor y hace que los padres se marchiten para siempre ante los ojos de la hija. La Honte describe también el proceso de su adhesión a los valores dominantes inculcados por la escuela privada, reforzado por sus excelentes resultados escolares que compensan su sentimiento de inferioridad social. Esto es experimentado como una revancha: «La influencia de la ley se ejerce de manera apacible, familiar» volviéndola hipersensible a la violencia simbólica de las pequeñas diferencias —una expresión, una actitud, una vestimenta, una práctica— que fundan la jerarquización de los cuerpos en el espacio social (1997:85).
El proceso de aculturación a la cultura dominante acompaña el ingreso gradual al mundo adulto, marcado por ritos de institución. Sin embargo, a pesar de las prohibiciones y advertencias, ni la socialización primaria ni la secundaria protegen a la joven de la atracción por el universo masculino del que es apartada por la escuela privada. El episodio del encuentro con el instructor de una colonia de vacaciones y de la primera noche de amor, parte de la trama de Ceux qu’ils disent ou rien, es retomado casi cuarenta años después de forma no ficcional en Mémoire de fille. Sin detallar las diferencias entre ambas historias —la adolescente de 15 años de la primera es en la segunda una chica que ronda los 18 y que es, también, instructora— se puede comparar su manera de describir la violencia simbólica a través de la que se ejerce la dominación masculina. Si la curiosidad y el deseo de emancipación dictan el comportamiento de la primera y la hacen aceptar sin chistar la ley del muchacho que la posee brutalmente para luego humillarla y abandonarla porque ella se siente atraída por otro, el relato de la segunda, escrito en el tiempo de los primeros debates en torno al #MeToo, plantea de entrada la cuestión del consentimiento o de la sumisión, descartando ambas opciones en favor de «el desconcierto ante lo real que solo te hace decir “qué me está pasando” o “me está pasando a mí” salvo que en esta circunstancia ya no hay un yo, o ese yo ya no es el mismo. Solamente existe el Otro, dueño de la situación, de los gestos, del momento siguiente que solo él conoce» (2016:11). Así, la violencia simbólica consiste precisamente en volverse cómplice de su propia dominación, no por consentimiento ni por coerción sino por el hecho de sufrir esa dominación viviéndola como natural. Lejos de indignarla, la humillación y el rechazo no hacen más que avivar el deseo de la joven —que no se relaciona con la búsqueda de un placer desconocido— y su amor por ese hombre que la desprecia. Al asumir la mirada y el deseo de los varones, la joven concreta su destino de joven, cumple el rito de la posesión que sigue al de la sangre menstrual de la que no está menos orgullosa, sin comprender esa mancha sobre la que insiste Simone de Beauvoir en Le Deuxième sexe —para ella, la vergüenza reside en la interrupción del ciclo que se producirá tiempo después de esa primera noche—, como tampoco reconoce, aunque sea retrospectivamente, para calificar su experiencia, la palabra «violación» que utiliza la filósofa al describir la primera penetración (2016:120).
¿De dónde viene, entonces, el sentimiento de vergüenza que acecha a la autora? «Es una vergüenza diferente a la de ser hija de almaceneros dueños de un bar. Es la vergüenza del orgullo de haber sido un objeto de deseo» (2016:108). Y concluye: «haber recibido las claves para comprender la vergüenza no nos da el poder de borrarla» (2016:120). Y con razón: esta vergüenza a posteriori está estrechamente ligada al sentimiento de complicidad y de culpa que produce la violencia simbólica, magistralmente encarnada en estos relatos.
Referencias
Baudelot, Ch. (2004). «Briser des solitudes»: les dimensions psychologiques, morales et corporelles des rapports de classe chez Pierre Bourdieu et Annie Ernaux. En Annie Ernaux: une œuvre de l’entre-deux (pp. 165‒176), sous la direction de Fabrice Thumerel, Arras. Artois Presses Université/SODIS.
Charpentier, I. (2006). Quelque part entre la littérature, la sociologie et l’histoire... COnTEXTES, (1). https://doi.org/10.4000/contextes.74
Ernaux, A. (1974). Les Armoires vides. Gallimard.
Ernaux, A. (1983).La Place. Folio, 1997.
Ernaux, A. (1987). Une femme. Gallimard.
Ernaux, A. (1997). La Honte. Gallimard.
Ernaux, Annie ([2016]2020). Mémoire de fille. Folio.
Meizoz, Jérôme (2010). Éthique du récit testimonial, Annie Ernaux. Nouvelle revue d’esthétique, 6(2), 113‒117.
Notas de autor
Información adicional
Para citar este artículo: Sapiro, G. (2023).
Una etnografía de la violencia simbólica. El taco en la brea,
(18) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. DOI: 10.14409/eltaco.2023.18.e0125