Resumen: En Europa occidental, la democracia social responde a una serie de condiciones históricas y políticas que no se encuentran en la América Latina de los años 20. Por otro lado, las políticas liberales aplicadas en la región produjeron una destacada heterogeneidad en las fuerzas laborales y una profundización de las desigualdades sociales que volvían muy complicado cualquier proyecto. Atilio García Mellid crea el CIPA en 1938 como rechazo a cualquier definición esencialista del americanismo. El CIPA era un punto referencial para resolver algunos de los dilemas levantados por las vanguardias estéticas.
Palabras clave: vanguardia,americanismo,políticas liberales.
Abstract: Social democracy in Western Europe was due to a series of historical and political conditions which were not to be found in Latin America in the twenties. On the other hand, the liberal policies applied in the region have produced a marked heterogeneity of the labour force and a deepening of social inequalities which make the prospects more complicated. Garcia Mellid created CIPA in 1938 as a rejection of any essentialist definition of Americanism: CIPA was a referential point to solve some of the dilemmas aroused by the aesthetic avant-garde.
Keywords: avant-garde, Americanism, liberal policies.
Papeles de investigación
Americanología: CIPA
Americanlogy: CIPA
Recepción: 20 Septiembre 2021
Aprobación: 10 Diciembre 2021
América sobresale del Atlántico como un universo–reserva en el que puede iniciarse otra vez el experimento de Dios con la humanidad: una tierra en la que llegar, ver y tomar parecían convertirse en sinónimos. Mientras que en la vieja Europa feudalizada y territorializada cualquier trozo de tierra de labranza tiene un señor desde hace mil años, y cualquier senda de bosque, cualquier adoquín, cualquier puente están gravados con antiquísimos derechos de paso y privilegios obstaculizantes en favor de un explotador principesco, América ofrece a innumerables recién llegados la excitante experiencia de contraste de un territorio sin dueño, por decirlo así, que en su inmensidad sólo pedía ser ocupado y cultivado para pertenecer al ocupador y cultivador. Un mundo en el que los colonos llegan antes que los registros de la propiedad, un paraíso para gentes que quieren comenzar de nuevo y para grandes acaparadores. Por eso, los sentimientos modernos de universalidad vienen condicionados también por la experiencia fundacional americana: la facilidad con la que podía tomarse posesión de terreno y recursos. De aquí surge, junto a otros innumerables caracteres sociales, un tipo de agricultor histórico, universalmente sin par, que ya no es tributario de un dueño del suelo, sino que, como ocupante armado, por derecho propio, de la tierra y como granjero bajo el designio de Dios, explota suelo nuevo propio.
Peter Sloterdijk En el mundo interior del capital. Para una teoría filosófica de la globalización
Al principio de la guerra, en 1939, Atilio García y Mellid (Buenos Aires, 1901-1972) proponía la creación de un Centro de Interpenetración Panamericana que defendiese la cultura de América, volviéndola conocida en todo el mundo, y promoviese así la articulación intelectual norte, centro y sudamericanas, bajo el lema de la fraternidad continental. El objetivo era la traducción de obras significativas de escritores de la región, diseminándolas por todos los países de América. Quería crear, en los cursos de las escuelas secundarias, algo aún inexistente, una cátedra de Historia de la Civilización Americana; estrechar las relaciones afectivas y culturales entre estudiantes de cursos primarios, profesionales, rurales, secundarios y universitarios de las escuelas de América; estimular la creación de cursos y círculos de estudio panamericanos para el pueblo; diseminar por la prensa, radio, libro, una política cultural de aproximación continental; influir en las cancillerías americanas para la defensa de una política de paz y fraternidad; crear una mentalidad panamericanista; promover congresos de intelectuales para estudio de las cuestiones vinculadas a la cultura literaria, artística y científica de América; investigar la historia precolombina del continente; trabajar en el sentido de fundar, en cada capital de los países americanos o capital de provincia o estado de esos países, un Círculo de Estudios Americanistas, creando bibliotecas o museos que faciliten esos estudios; promover la publicación de todos los estudios literarios, artísticos y científicos que busquen los objetivos de intercomunicación de la inteligencia continental.1
CIPA, el centro de interpenetración panamericana, es una abstracción radical del yo. Por esos mismos años, el concepto de cipayo también se impone, desde el pensamiento de FORJA, la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina,2 agrupación que entiende que, así como algunos escritores, valga como ejemplo Arístides Gandolfi Herrero, optaron por el Yunque para señalar alboradas populares, los radicales yrigoyenistas también apostarían a un proceso de manufactura que implicase, con la forja, dar forma al metal. Bueno es recordar que cipayo viene del persa sipāhī, jinete, tomado en la India por los portugueses (sipaio, 1728) para designar los regimientos coloniales integrados por soldados nativos. Dirigidos por oficiales ingleses, actuaban en las represiones imperiales contra sus compatriotas; por analogía, en Cuba y Puerto Rico, a fines del 1800, se llamó cipayos a los criollos que luchaban en el ejército español. Con FORJA, pasa a denominar a los extranjerizantes imperialistas y cosmopolitas conservadores que servían, directa o indirectamente, a los intereses antinacionales y antipopulares. Su apócope CIPA radicalizaba así la idea, al extirpar el yo, que García Mellid explicitaba, en un ensayo de la guerra fría, como el mero núcleo del liberalismo:
El liberalismo es por sí una ideología compacta, que abarca el ser y todos los problemas de la naturaleza y de la vida. El medio instrumental para conseguir los fines propios del sistema, es accesorio. No teniendo la ideología liberal compromiso con los módulos tradicionales que hacen a un pueblo o una época, se halla en libertad de escoger el instrumento que mejor convenga a sus peculiares convicciones. El liberal, enamorado de los principios, no ha caído en la cuenta de la radical impostura de semejante doctrina. Ignora que las teorías son cosa muerta si no las anima el hombre; pero no el hombre abstracto (por el cual y para el cual vive el liberalismo), sino el hombre histórico, concreto y representativo de una comunidad determinada. (García Mellid, 1964, p. 359)
Han pasado cien años de proscripción del pueblo v de condenación de sus auténticos conductores. Es necesario que termine esta farsa v que los señores liberales adviertan que deben hacer una expiación tan larga como larga y ruinosa fue la etapa de su predominio. Esta limpieza moral es una necesidad de la patria recuperada v del pueblo redimido. Pasó para siempre la época en que la muchedumbre dejaba hacer a los malabaristas del infundio dirigido; ahora reclama juego limpio, pureza de intenciones v un programa de vida que se adapte a la esencia y el ser de nuestro pueblo. (p. 585)
La proclama de CIPA es divulgada, en Brasil, por Cultura. Mensário democrático de São Paulo (1938-1940), que tuvo entre sus colaboradores a Bernardo Kordon.3 Tanto la CIPA del forjista García Mellid, como la iniciativa comunista de Kordon u otros escritores, comprendían, como se ve, ya antes de la guerra, que, en las democracias parlamentarias, de modo más acusado, el concepto de «pueblo», no representando ya un sujeto político, se había transformado, de hecho, en una categoría del derecho de Estado. A través del simulacro político del voto, el «pueblo» otorga una ficción de legitimidad a los representantes electos que, si en tiempos de la Revolución (francesa o criolla), era una asamblea popular acalorada y efectiva, en el siglo XX, ya se había convertido en una multiplicidad inerte y atomizada de opiniones, que no llegaban a decantar ningún sujeto social. Al contrario, ese Estado líquido que afirmaba representar a la nación era ilegítimo y debía como tal desaparecer. El «pueblo», mero referente jurídico del proceso representativo, significaba apenas que el Estado, spinozianamente, puede y debe perseverar en su ser. Pero, ¿qué ser es ese? ¿Y cuál es su génesis?
Sabemos que la Revista do Brasil (1916-1925), dirigida por Monteiro Lobato, adherente al CIPA, trató, simultáneamente a la eclosión del modernismo paulista, de impulsar estudios sudamericanos: «Bolívar, Sarmiento, Ameghino, Mitre, Alberdi», en una enumeración que, vista desde el presente, puede parecer caótica, ciertamente anacrónica, pero sin duda afín al hecho de que Brasil es en efecto el único país bolivariano de América: se construyó sobre la base de reprimir toda tentativa secesionista y, al adquirir el perfil de una república letrada, de modernización tan restringida como autoritaria, se inclinó por antecedentes suprarregionales profundamente racionalistas (Alberdi, Sarmiento), que combinan las armas y las letras (Mitre) para potenciar en fin la clave positivista de evolución histórica (Ameghino). Pero si, en suplemento y tensión con esta versión, la Semana de Arte Moderno (1922) exhibe un Brasil arcaico-vanguardista, sin cualquier identificación futurista, en el caso de García Mellid, en cambio, la matriz orsiana de alguien que gravitó cerca del Colegio Noucentista (García Mellid, 1922a, s/p) explica muchas de sus opciones: rubeniano contra los ultraístas y dinámico, a la manera de Eugenio d´Ors, contra el orteguismo, lee severamente la modernolatría marinettiana, a contramano de muchos de sus contemporáneos, desde las páginas de Pareceres. Vida. Política. Artes, revista orientada por José Imbelloni y secretariada por Mellid. Detecta así, a título de ejemplo, que, de todas las vanguardias, el futurismo ha sido el primero en trabajar por la obsolescencia de lo simbólico.
El «futurismo» ha realizado su higiénico cometido por antítesis: queriendo destruirlo todo, no ha logrado destruir absolutamente nada. Los museos, las academias, las glorias del pasado, las bibliotecas, siguen en pie. Pero se han depurado, se han limpiado de falsos oropeles, han perdido su aureola literaria para brillar más naturalmente. Es lo que el «futurismo» quería.
¿Les corresponde esta obra por entero? ¿Formaron ellos una nueva sensibilidad o son producto simple, fatalista de una nueva sensibilidad latente en todos los corazones? ¿Pusieron una expresión nueva en el panorama, o el panorama se les entró por los ojos, se les imprimió en el alma? ¿Nada hay más allá de sus cuatro paredes insuficientes? ¿Tiene un valor histórico y definitivo el «futurismo»?
Todas estas preguntas requieren respuestas contradictorias e ineficaces desde el punto de vista global. Cada respuesta debe llevar necesariamente el sello del temperamento. Hay en esta escuela una finalidad aparente y una realidad vital. Exteriormente, es absurda, grotesca, desorbitada. Pero en su interior encierra una noble impulsión y un gesto desbridado y armonioso que ha rendido el máximo de beneficios posibles. (García Mellid, 1926, pp. 507-508. Separata)
Concuerdo con Alejandra Mailhe cuando señala que Imbelloni, director de Pareceres, pero no menos su secretario de redacción, García Mellid, interpelan con tales argumentos a un lectorado culto que, bajo la influencia de la Reforma Universitaria, manifiesta cierta atracción por la temática americanista y busca así diferenciarse del viejo humanismo europeo. Así la posterior colección Humanior, concebida por Imbelloni, puede entenderse no solo como expansión de la americanística al nuevo mercado masivo, como, a la vez, una disputa agresiva de los sentidos epistemológicos, disciplinares y políticos, contenidos en el amplio marco de los americanismos (Mailhe, 2018, pp. 75-95). Dos conceptos, a mi juicio, son allí relevantes: el patrimonio y la pervivencia (Imbelloni, 1943).4 Por ello, en ese camino de doble mano, en que no hay documento de barbarie que no sea, al mismo tiempo, documento de cultura, así como no hay pieza de antaño que no ilumine callejones hogaño, García Mellid exhibe un temple diferenciado en relación con los martinfierristas más notables. No teme, por ejemplo, insinuar que lo nuevo de Marinetti ya se había visto en El crimen de las máscaras (1924), el libro de Manuel Ugarte y, anticipándose a Rama, nos habla de máscaras democráticas del modernismo:
La novela toda tiene una movilidad, una agilidad funambulesca propia de su decorado de Carnaval. Las figuras son desorbitadas, torpes, caricaturescas, con esa gracia de payaso que era la más apropiada a la representación humana que cada una de ellas quiere ejercer.
La trama es absurda, contradictoria, risueña a veces y a veces penosa, como la vida misma trasuntada así en una síntesis llena de colorido y de belleza. La representación real de un argumento ajustado a tan confusos personajes, reside en la exaltación que Ugarte —romanesco por temperamento— hace del idealismo y la justicia encarnados en la figura de Pierrot. (...) Pierrot es un símbolo del idealismo desinteresado, de esa armonía interior exacta y comprensiva que vive de sus propias emociones en medio de la mascarada general que gesticula, que abochorna y aplaude. (García Mellid, 1925, s/p)5
Del mismo modo, en la encuesta de Nosotros (1923) a la nueva sensibilidad, García Mellid ya se había mostrado equidistante de ultraístas y sencillistas:
Los «ismos» pomposos en que muchos jóvenes se encastillan, son, habitualmente, poses y propagandas con que se quiere reemplazar a la carencia de personalidad propia, y de ahí que no merezcan tomarse en cuenta ni los «ultraístas» de sonoras petulancias y obscuras pretensiones, ni los «sencillistas» que cantan con la misma serena tranquilidad a un automóvil de carrera o a una lata de sardinas. (...) Tengo, como Rubén Darío, un concepto acrático de la obra de arte, y, como él, podría exclamar que «mi poesía es mía en mí». Creo en la sinceridad de los frutos del espíritu, y esto descarta todo contacto o confusión de valores en esas amalgamas extemporáneas con que se suele disfrazar la falta de originalidad y de visión propia.
En ese sentido, Mellid, alineado con el Ateneo Universitario (1914-1920) (Monner Sans, 1930),6 institución afinada al movimiento socialista e identificada con una cultura estética regeneradora y contraria al liberalismo y el cientificismo, se dispone, en laxa sintonía con Ezequiel Martínez Estada u Horacio Rega Molina, distante de la
enfermiza pretensión de los imberbes ultraístas que hablan de estéticas comunes, y sin la sonora vacuidad de aquella aspiración «novecentista» que un día llenó infladas proclamas y artículos ditirámbicos. El Ateneo Universitario tiene su propia homogeneidad en la misma independencia en que se fundamenta, y es por ello que entrar a esa casa es entrar a un ambiente de libertad, y es por ello, también, que pertenecer a ella no significa encuadrarse en «orientaciones estéticas comunes», a que se refiere la encuesta de Nosotros.7 (García Melli, 1923, p. 104)
La antipatía era recíproca. En noviembre de 1924, la revista Martín Fierro le dedica un epitafio satírico, firmado por F.L.M., muy probablemente Francisco López Merino, el poeta platense amigo de Borges: «Vivieron siempre en el Index/ estos lectores del Cid/ yacen en yunta Galindex/ y Atilio García y Mellid». Borges mismo lamentó la inclusión de García Mellid en la Antología de la poesía argentina moderna (1926) de Julio Noé y lo clasifica, junto a Bartolomé Galíndez, como representante de la nada lisonjera «escuela de la fina cursilería o de Flores» (Borges, 1926, p. 51).8 Nicolás Olivari, en nombre de los martinfierristas, y en línea con lo que Pablo Rojas Paz y otros colegas aducen en la polémica del meridiano, admite sentir «una profunda repugnancia sentimental por todo lo que huela a hispanoamericanismo», asunto relegado al «inofensivo» Atilio García Mellid (Olivari, 1927, p. 6). Estamos pues ante una auténtica cuestión política ya que la esencia de la política es el disenso. No siendo la simple confrontación de intereses u opiniones divergentes, el disenso es la manifestación de un desvío de lo sensible con relación a sí mismo, de tal suerte que la expresión de ese disenso ya deja ver lo que no tenía por qué mostrarse: la disímil acumulación de capital simbólico entre los vanguardistas del 20.
Diez años después, hacia el comienzo de la guerra, Atilio García Mellid ya no se interesa por las orillas de la ciudad, Flores, sino que le echa una mirada a las del continente, ya que estaría trabajando en un libro, Raíz y destino de la nacionalidad brasileña. La naturaleza, el hombre y la cultura en Brasil. En mayo de ese año, dos feministas de Niterói, orilla de Río de Janeiro, Sylvia de Leon Chalreo y Maria Jacyntha, asistidas por Maura de Senna Pereira, catarinense, pasan a editar la revista Esfera. García Mellid funcionó allí como uno de sus redactores, ocupándose de una sección de literatura hispanoamericana, que sería heredada más tarde por el uruguayo Enrique Rodríguez Fabregat (1875-1976), colorado, uno de los fundadores del Frente Amplio. Las feministas cariocas, vinculadas al Club de Artistas Modernos de Rio y por allí al Partido Comunista de Brasil, apelaron al concepto de esfera que, mucho más adelante, le serviría a Sloterdijk para elaborar una teoría de las relaciones de intimidad, ante la pérdida del par originario, manifiesta por la expulsión del habitat primigenio y consecuente lanzamiento al vacío desprotegido de la exterioridad (Sloterdijk, 2003). La esfera sería así la figura metafísica que representa, morfológicamente, el lugar del abrigo y protección de la humanidad, expuesta a su más feroz intemperie, trazando así una historia de la movilidad viviente. Dicha esfera responde a las preguntas heideggerianas del habitat, de la morada y de la coexistencia inmunológica. Así, la microesfera de la cual se parte es una paradójica relación de interresonancia, interpenetración e intersimbiosis, como esa que Mellid plantea con su concepto de Todamérica. Es en la mutua interpenetración, como la promovida por CIPA, que el espacio surreal y esférico se constituye y determina en consecuencia los futuros avatares.
En su primera contribución («Sobre literatura iberoamericana»), Mellid reproduce un artículo previamente publicado en La Capital de Rosario, diario que, aparentemente habría anticipado otros capítulos del libro proyectado e inédito.9 Pero me interesan los dos siguientes. En el segundo número de la revista, Mellid se hace eco de una frase de Ortega y Gasset (1937), en la revista Sur,10desdeñosa hacia los chilenos, lo que hiere la susceptibilidad de Joaquín Edwards Bello:11
Como correspondía, el prestigioso creador de EI Roto lo emprende primeramente con la orientadora de Sur. Dice de ella: «Conocía detalles de su displicencia por juzgar a los chilenos. Victoria Ocampo es un símbolo del pensamiento argentino; me la figuro tal una estatua de Samotracia, con cabeza plantada en la puerta de la pampa y mirando a Europa. Dándole la espalda a Chile». Yo no voy a ensayar la defensa de Victoria Ocampo, pues en entrevero de cosas americanas, no es muy suya la vocación de nuestro destino y el amor de nuestras cosas. Su exquisita sensibilidad, que es una de las más finas y vigilantes de la hora actual, ha sido desviada, sin duda, por una cultura europeísta, propia de una aristocracia de imitación que sentía desprecio por nuestros tanteos «indigenistas» y se mostraba hostil a la caudalosa y un poco primitiva realidad de nuestros pueblos. Por eso, la magnífica creadora de La Mujer y su Expresión y de Domingos en Hyde Park, no alcanzó nunca el meridiano de lo vernáculo y la voz de pasión que se levanta de la tierra y el hombre nativos. Pero no puede negarse, tampoco, que en esa misma sensibilidad, por lo que tiene de avisada y finísima, puede producirse el hallazgo espontáneo de una autenticidad que la forzada cultura ha venido escamoteando hasta el momento. (García Mellid, 1938a, p. 63)
Corrige, a continuación, el estereotipo del argentino snob, formulado por Edwards Bello, y agrega que
El argentino de hoy ya no se deja alucinar por el espejismo de una «cultura occidental» a la que no tiene interés en adscribirse. Sabe que todas las posibilidades de salvación están, justamente, en evadirse del sino de esa cultura, cavando en la propia realidad circundante hasta que le brote sangre de las manos... Por eso, el argentino nuevo siente, por sobre toda otra cosa, el deber de solidaridad con los pueblos del continente. (p. 63)
Ese programa forjista y de la incipiente CIPA se materializa en otro artículo, «El despertar de la autenticidad nativa», en agosto de ese mismo año, en que Mellid analiza las definiciones de lo argentino formuladas por Ortega y Gasset, con argumentos afines a la prédica socialista de Manuel Ugarte:
Argentina honró su mocedad con un grupo auténtico de individualidades dotadas de vocación y poseedoras de oficio. Pero el país no advierte su autenticidad, porque no la tiene para sí mismo. Es rasgo que define la factoría, según apunta el autor de El hombre a la defensiva12 (...)
Bien dicho está que «en este momento domina el hombre abstracto que el mar ha traído sobre el hombre histórico que la tierra ha plasmado». Pero este hombre, pese a la preterición que sufre que es falta de los demás y no desmedro de lo suyo, existe en una posibilidad vital que alguna vez impondrá su relieve al contorno circundante. Cada día es mayor el número de gentes que piensan que el país no puede seguir siendo remedo y calco de lo extraño, playa propicia del «hombre abstracto» que se niega a identificarse con su nuevo destino. Son ya numerosas las incitaciones que se lanzan en el sentido de cavar en la cantera nativa, hasta hallar la veta de la originalidad histórica, de la intimidad nacional, del propio destino, derribando todas las formas sociales que den asidero a la acusación de factoría.
Hoy por hoy, es verdad, el hombre histórico argentino es un desconocido para sus contemporáneos. Su figura auténtica, en la mayoría de los casos, ha sido desplazada por la postura ingrávida del fantoche. También es cierto que el personaje ficticio contagia su falsedad a las instituciones del Estado, provocando el predominio abusivo de una escala confusa de valores. Pero hay indicios de que el país quiere recuperarse para el cumplimiento fiel de su destino. Voces de pasión empiezan a levantarse de sus tierras. Y aunque el filósofo español no haya tenido tiempo de descubrirlo, hay un conjunto de individualidades auténticas que recogen esas voces y se disponen a infundirles un fuerte aliento argentino, pidiendo a la tierra materna la medida cabal de sus posibilidades creadoras. Lo cual basta a satisfacer nuestra esperanza de que muy pronto habremos superado la etapa de la factoría. (García Mellid, 1938b, pp. 18–19)
A la sazón, García Mellid dirigía, en paralelo, la revista Itinerario de América (17 números. Buenos Aires, enero 1939-marzo 1941), en que colaboraron Ricardo Rojas, los peruanos Luis Alberto Sánchez y José María Arguedas, el ecuatoriano Jorge Icaza, el uruguayo Enrique Amorim o el brasileño Cyro dos Anjos, revista cuya heredera natural sería Sexto Continente (1949-1950). En ellas encontramos un discurso in nuce, que a falta de mejor rótulo podemos llamar populismo, que no tiene, con relación al actual, un rasgo que a este le es inherente, la retórica identitaria xenófoba, aunque ya insinúe, en cambio, un estilo de interlocución que apela directamente al pueblo, prescindiendo de sus representantes, y la afirmación de que gobiernos y élites dirigentes se preocupan más de sus propios intereses que de la cosa pública.
En la medida en que crea su CIPA, Mellid está admitiendo que el pueblo como unidad, identidad, totalidad o generalidad, simplemente, no existe. Es necesario crearlo y esa creación trabaja, no solo con cierta complejidad, sino también con una notable impureza, la impureza que supone la composición heterogénea de esos pueblos múltiples y diferentes, escindidos en hombres y mujeres, vivos y muertos, cuerpos y fantasmas, humanos y dioses, e incluso sus animales, por lo que la inexistencia de pueblo hay que entenderla como interpenetración de pueblos coexistentes, no solo suprarregionalmente, sino al interior de una misma formación. La crisis de las democracias, admitía Benjamin en su ensayo sobre la obra de arte de 1936, debe entenderse como una crisis de las condiciones de exposición de lo político. Y cuando decimos exposición, presuponemos la imagen pulsátil de aquello en busca de representación.
El científico y artista portugués Abel Salazar (1889-1946), identificando arte y vida, escribía en esa misma Esfera, en que Mellid perseguía su Todamérica, algo que expandiría en su libro O que é a arte? (1940), es decir, que casi toda la obra de Jean-François Millet, por ejemplo, L´homme à la houe (1860-1862), es, en suma, Vidas Secas (1938). Ascendiendo a lo sublime, Millet lo dispone, como Graciliano Ramos (traducido, sintomáticamente, por Kordon), a la misma altura que Graciliano, de tal forma que la obra de Millet sería la expresión pictórica de Graciliano, así como la de Graciliano, en Vidas Secas, se diría expresión literaria de Millet.13 Pero como no podemos disociar Millet de van Gogh o Millet de Dalí, se impone la noción, válida para la imagen,14 así como vale para el «pueblo», no ya de una idea natural dada, sino del montaje o construcción de una coexistencia heterocrónica, en que el «pueblo» sería la extrema y caótica contigüidad de un puerto libre (no de una colonia), un punto donde todo circula, un vórtice:
El puerto de Buenos Aires, heterogéneo, dinámico, turbulento; la actividad febricitante y ardiente de los hombres y hasta de las cosas en los muelles y en los buques; las tareas tan variadas y a la vez tan uniformes que suscita la presencia de los barcos; las fábricas que se extienden hacia todos los puntos; las casas obligadamente humildes, dolorosas, pequeñas; los navíos con alas que marchan y los navíos muertos que se quedan en los diques; los hombres que trabajan y los hombres que sueñan; las distintas y extrañas variaciones que el sol va descolgando en los paisajes de los muelles, de los puertos, de las aguas; todo lo que tiene un poco de poesía en su desolación o su belleza, ha sido recogido magistralmente, con técnica acrática que llamaría Darío, con una audacia evocadora sin precedentes, con una cromática a la vez rica y arbitraria, con una originalidad vigorosa y personal, por este gran artista que se llama Quinquela Martín. (García Mellid, 1924b, s/p).
Dos años más tarde, los martinfierristas todavía condenaban «esos tristes telones zolianos, empastados con el barro del Riachuelo y donde campea la visión más miserable de la realidad», en un pequeño texto anónimo, «Kin-ke-la».15 Dicho texto se lee enfrentado a otro, igualmente anónimo y semejantemente sarcástico, «NO-ÉL», denostando la cruzada artística neocolonial (barroca) del arquitecto Martín Noel. La estrategia excluye todo significante flotante y cierra el campo a cualquier articulación, haciendo que el principio de repetición domine toda práctica en el interior del sistema y el lenguaje sea usado allí apenas como arma para delatar y discriminar a los no-iguales (Kin-ke-la, No-él). Pero García Mellid, defensor de la técnica acrática, tal como Duchamp con LHOOQ o NON (=nom), echa mano de un nominalismo político, al cuestionarse, con FORJA o CIPA, lo no cipayo, es decir, cuáles son las condiciones de uso del lenguaje, en particular, la búsqueda por palabras primeras, divisibles solamente por ellas mismas o por una unidad: Todamérica. Mellid revierte con ese gesto el proyecto martinfierrista porque, en vez de lanzar un ataque beligerante a la separación arte/vida, anuncia que, en rigor de verdad, esa barrera, si existió, fue derribada por Darío, de allí su insistencia sobre la naturaleza cotidiana en la producción de los nuevos afectos, que es contraria al clamor histórico estandarizado del arte, que lo aborda en cambio como un asunto conceptual y discursivo. Mellid intuye en fin, que el signo, al no pasar de una escisión, una imposible sutura entre significante y significado, nos anuncia el desbordamiento del significante por el significado. En «Duchamp. Fifty Years After» (1963), una charla con Francis Steegmuller para la revista Show, Duchamp lo atolondra al pobre entrevistador. «¿Qué otra cosa hay?», pregunta. Duchamp: «Hay eso». Es decir, lo Real. «Eso. Lo que no tiene nombre».
Para citar este artículo: Antelo, R. (2022). Americanología: CIPA. El taco en la brea, (15)
(diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0058 DOI: 10.14409/tb.2022.15.e0058