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La protección y el cuidado de los monumentos en el siglo XIX
Conversaciones…
Instituto Nacional de Antropología e Historia, México
ISSN: 2594-0813
ISSN-e: 2395-9479
Periodicidad: Bianual
núm. 5, 2018
La protección y el cuidado de los monumentos en el siglo XIX
Publicación original: Georg Gottfried Dehio (1905) Denkmalschutz und Denkmalpflege im neunzehnten Jahrhundert. Rede zur Feier des Geburtstages Sr. Majestät des Kaisers gehalten in der Aula der Kaiser-Wilhelms-Universität am 27 Januar 1905, J.H. ED. Heitz (Heitz und Mündel), Strassburg. Traducción de Valerie Magar
¡Muy honorable asamblea!
Ha llegado el día del emperador y, como cada año, nos hemos reunido para festejarlo solemnemente. La vida laboral del presente rara vez nos concede pausas. La cantidad de fechas que celebramos ha disminuido de manera considerable en comparación con el exceso de épocas anteriores; incluso han disminuido el espíritu y la capacidad de expresar por medio del arte esos momentos tan elevados de nuestra existencia. Y sin embargo hemos creado una nueva festividad: ¡la fiesta del emperador alemán! Las academias y las universidades se atribuyeron el privilegio de celebrar el cumpleaños del padre de la nación mucho antes de que este día pudiera convertirse en una conmemoración general y política. Y debemos agradecer a esta tradición la posibilidad de que la sociedad académica y los jóvenes colegas puedan saludar cada año, como anfitriones, al gobernador imperial y a los jefes del ejército, del país, de la Iglesia y de la ciudad, y extender con ellos a su majestad nuestras más respetuosas y cálidas felicitaciones.
Aquello que podemos ofrecer de manera festiva a esta ilustre asamblea permanece dentro de los confines de nuestra profesión. Debemos pedir a nuestros invitados que vean de manera favorable que cada uno de nosotros reconozca que, incluso en las limitaciones de cada laboratorio cultural, trabajamos sin olvidarnos de la visión en conjunto de las cosas. Por muy aislado y escondido que se encuentre este laboratorio de lo cotidiano, si se atraviesa un camino único para alcanzar la meta podemos estar seguros de que encontraremos allí la figura de nuestro emperador. Él cree que no puede ser en realidad emperador si no convive también como ser humano con la vida de su pueblo; si no es copartícipe de cada movimiento, tendencia y resistencia. Después de la antigua y milenaria serie de príncipes mecenas, él representa un nuevo modelo. La forma en que asocia su participación personal en los problemas actuales del arte y de la ciencia con su sentido de deber de Estado, le dará al futuro historiador la oportunidad de considerar una visión con el interés más peculiar. Sabemos especialmente cuánto le importa el cuidado de los monumentos artísticos y arquitectónicos de nuestra patria. Se trata de un ámbito en el cual la teoría y la práctica no han encontrado un equilibrio completo, y donde aún quedan muchos problemas por resolver. Por lo tanto, permítanme hablar hoy de estos problemas sobre la base de las experiencias con las que ya contamos; hablar de aquello que conforma la protección y el cuidado de los monumentos en el siglo XIX.
No puedo determinar exactamente cuándo apareció por primera vez la palabra Denkmalpflege[1] en nuestro país. Difícilmente tiene más de veinticinco años. Ahora se acepta este término en el lenguaje científico y se utiliza en la administración; en el lenguaje de la vida cotidiana, los monumentos son, en primer lugar, sólo aquellas obras realizadas con la intención de retener ciertos recuerdos precisos, con frecuencia vinculados con la memoria de personas. Pero el concepto de monumento, desde la óptica de su cuidado, va mucho más allá: incluye, en breve, todo aquello que estábamos habituados a llamar con el doble término de “arte y antigüedad”. Esta definición no es perfecta, pero como base para la discusión de hoy puede ser suficiente, ya que permite reconocer la doble naturaleza estética e histórica de los monumentos.
El problema del cuidado de los monumentos es parte de una cuestión general más grande: ¿cómo puede la humanidad mantener a largo plazo los valores intelectuales que produce? Sería un pensamiento verdaderamente fascinante: aquel de poder realizar una acumulación continua y sin pérdidas de estos valores, como un capital en constante crecimiento. La realidad es otra. Una primera consideración es que la receptividad subjetiva varía de una generación a otra. Es cierto que Fidias o Giotto tienen un efecto diferente en nosotros de aquel que tuvieron en sus contemporáneos, y es también seguro que en quinientos años ya no se podrá comprender del todo a Goethe. Una tarea esencial de la ciencia histórica es justamente la de contrastar este tipo de pérdidas por medio de la refinación de la sensibilidad histórica. Otro peligro para la continuidad de los valores intelectuales es su vínculo con el soporte material. En este caso, las perspectivas son evidentemente muy divergentes. Permaneciendo sólo en el ámbito del arte, el empobrecimiento de las obras de Goethe o de Beethoven es poco probable, a menos de que se produjeran enormes catástrofes culturales. Por otro lado, es absolutamente cierto que ya hoy gozamos de las obras de Rafael sólo en una forma mucho más débil, y que en un tiempo no muy distante se conocerán únicamente por medio de copias. El destino no ha sido favorable para las obras del arte figurativo.
Los hombres mismos consuman su destrucción aún más rápido que las mismas fuerzas de la naturaleza. La arquitectura destruye la arquitectura. Siempre ha sido de este modo, aceptado como una necesidad natural.
Pero ¿no sería posible mitigar las fuerzas destructivas mediante una protección sistemática realizada de manera social, de modo que permitiera prolongar al menos el periodo de existencia de nuestro patrimonio artístico y monumental? Esta idea, en realidad, no es más antigua que el siglo que acaba de pasar y lleva toda su impronta intelectual en la frente. Pertenece a la serie de reacciones producidas por la Gran Revolución. El siglo XIX llegó a ésta gracias a un nuevo carácter, más que por un nuevo conocimiento.
La destrucción de las obras de épocas artísticas pasadas no es sólo un signo de barbarie; también puede ser el resultado del poder creativo desbordante de un presente demasiado seguro de sí mismo. En los siglos XVI, XVII y XVIII era lícito eliminar lo viejo para crear un nuevo contexto considerado mejor, obviamente de acuerdo con el pensamiento de la época. No se puede evaluar cuánto arte antiguo se ha destruido de este modo, pero siempre hubo arte nuevo que ocupara su lugar. Sólo se le otorgó a la “Gran Revolución” el derecho de destruir como principio, en honor a la Ilustración y como expresión de los derechos de los hombres. La historia de nuestra catedral[2] es típica para ambas eras. La maravillosa decoración interna del “siglo de Erwin”,[3] en gran parte salvada en 1524, año de la Reforma, se renovó durante el proceso de catolización de 1681, con ornamentos barrocos que en ese momento se consideraban mucho más acordes con la religión católica. Y en el otoño de 1793, por órdenes del alcalde Monet, designado por la Convención, en tres días se destruyeron 235 estatuas, como lo apunta con satisfacción el informe oficial; de hecho, se quería desmantelar y demoler el campanario. Estos desenfrenos de fanatismo racional se repitieron en numerosas iglesias francesas. Varios de los primeros testimonios arquitectónicos, como las abadías de Cluny y de San Martín de Tours, fueron literalmente arrasados.
Lamentablemente, los principios de la Revolución han durado más que la Revolución misma.
Bajo el Imperio, con los Borbones establecidos en los Estados germánicos de la Confederación Renana, en todas partes la atención dirigida a los monumentos era consecuencia de las consideraciones utilitarias más brutales y más bajas. La historia de la abadía de Schwarzach, cerca de Wurzburgo, sirve como un ejemplo típico. La iglesia y el monasterio, con bóvedas adornadas con pinturas de Tiepolo, se habían construido sólo cincuenta años antes de la secularización, y representaban una de las creaciones más nobles de Balthasar Neumann, considerado hoy como uno de los más grandes arquitectos alemanes de todos los tiempos. La nueva administración bávara quería endosarle los costos de mantenimiento a la pequeña alcaldía rural. La alcaldía se rehusó, y al final se tomó la decisión de demoler la espléndida construcción y utilizar sus piedras como material para obras de vialidades; esto se llevó a cabo de manera lenta y deliberada entre 1820 y 1830. Muchos otros edificios tuvieron el mismo destino que este monasterio. Hasta el siglo XIX, era común recurrir como canteras a los materiales de castillos e iglesias abandonadas, como la catedral sobre el Odilienberg, de la cual hemos expuesto a la luz en estos últimos años los vestigios enterrados bajo los escombros. Al gobierno inglés de Hannover le bastó una oferta de 1505 táleros para renunciar a la demolición de la catedral de Goslar, recientemente restaurada bajo la administración prusiana. Aún se debe dar por afortunados a aquellos edificios que han sido juzgados dignos de hospedar una fábrica o una penitenciaría en la actualidad.
La década de 1830 puede ser considerada como el umbral temporal en el que algunos de los sacrilegios contra los monumentos llevados a cabo por las autoridades dejaron de ponderarse como medidas administrativas útiles. Desde hacía tiempo iban en contra, si no de la opinión pública, al menos del pensamiento de las personas instruidas.
Fue un mérito de la Revolución informar a fondo a las personas acerca de los errores de la concepción del mundo de la que ésta misma había surgido. Disminuyó la creencia en el ideal de la Ilustración, y el siglo XIX se encomendó a un nuevo espíritu, el espíritu histórico; así se enfrentó con criterios completamente diferentes el juicio de valores. Esto impregnó todas las áreas de conocimiento, e incluso subyugó al arte; no preguntaré aquí si esto fue positivo. Bajo el liderazgo del espíritu histórico, el siglo XIX experimentó las maravillosas alegrías del descubrimiento. No es posible decir cuánto ganó en profundidad nuestra imagen del mundo. Las personas estaban felices si podían demostrar la supervivencia de algo antiguo en el presente. Se estudió la antigüedad del lenguaje, del derecho y de las costumbres; a pesar de lo que se admitía como prejuicios estéticos profundamente enraizados, no se excluyó del estudio el carácter histórico del arte, que podía proporcionar información de esferas importantes de la historia popular más antigua como jamás hubiera podido obtenerse de ninguna otra fuente. Éste es el origen del cuidado de los monumentos. Sin los poetas del Romanticismo y los estudiosos de la escuela histórica, nunca hubiera sido posible el cuidado de los monumentos; ellos los convirtieron en una necesidad. En el curso de su posterior y esclarecedor desarrollo, el cuidado de los monumentos tuvo mucha más dificultad que cualquier otra disciplina para desvincularse de su dote de ilusiones románticas; incluso en la actualidad no está completamente libre de ellas. Nunca debemos olvidar de dónde proviene la impronta intelectual con la cual nuestro cuidado de los monumentos se erige o cae.
Es más fácil describir su esencia si se le compara con las actividades de los coleccionistas de antaño. Los coleccionistas de los siglos XVI, XVII y XVIII recolectaban por motivos estéticos o por cualquier otra afición; tenían conocimiento de las épocas artísticas que preferían y despreciaban muchas otras formas de arte. Su criterio de evaluación siempre era subjetivo. En principio, el cuidado de los monumentos en el siglo XIX no conoció estas distinciones; su motivación final era el respeto por la existencia histórica como tal. No conservamos un monumento por considerarlo bello, sino porque forma parte de nuestra identidad nacional.[4] Proteger los monumentos no significa buscar placer, sino ejercer piedad. Los juicios estéticos del arte e incluso los artístico-históricos fluctúan; aquí, en cambio, se utilizan como recurso de valor no variable.
Sin embargo, desde una perspectiva completamente distinta, la idea de la protección de los monumentos pertenece también a una nueva era. Aunque parezca meramente conservativo en carácter, como le corresponde a su origen en la época de la Restauración, lleva a consecuencias de manera inconsciente en un inicio pero que después conducen, de modo bastante irresistible, hacia una dirección completamente diferente: no conozco otro término para ello sino el de socialismo. Y es esta tendencia socialista, incluso más que la conservativa, la que lleva a los intereses de la protección de los monumentos a un choque con el liberalismo. Como dije al comienzo de mi conferencia, las obras de arte figurativo están en las peores condiciones en términos de duración; debo agregar que también se dañan a causa de nuestro sistema legal y económico. Esto es resultado de su doble naturaleza, espiritual y material. La ley vigente considera las obras figurativas sólo como entidades materiales, mientras que la opinión general es que su verdadera naturaleza es espiritual. El interés que la población en su conjunto muestra por los monumentos prevalece en gran medida por encima del interés individual. ¿Se pueden entonces descuidar?
El difunto barón Rothschild logró reunir, en Francfort, la más bella colección de obras de orfebrería, que de manera notoria representa uno de los elementos de orgullo del pasado artístico de Alemania. No descansó hasta que también tuvo en sus manos el más famoso ejemplar de estas obras, la copa de Jamnitz. Hasta entonces, esta copa había estado expuesta en el museo germano de Núremberg como propiedad de una familia patricia dividida en infinitas ramas, que finalmente se vio obligada a venderla al mejor postor. Poco después, Rothschild murió y legó su tesoro áureo a un primo en París. Pero los franceses educaron a los Rothschild mejor de lo que lo hemos hecho nosotros. La copa de Jamnitz pronto fue donada al Museo del Louvre; para verla, los alemanes ahora debemos buscarla allí. Teóricamente, este caso podría ampliarse a cualquier dimensión. No habría argumento legal para impedir que un Creso cualquiera adquiriera todos los cuadros de Rembrandt para eclipsarlos del resto del mundo, y tal vez destruirlos por algún capricho personal, siguiendo el ejemplo de Eróstrato. Lo que expongo con estos ejemplos deslumbrantes sucede en menor escala y de manera continua todos los días. Basta con haber visto estas situaciones con nuestros propios ojos, ya que de lo contrario se podría considerar como increíble, para comprender cuán grande sigue siendo aún en la actualidad la pérdida de obras antiguas, a pesar de que las peores épocas hayan pasado desde hace mucho tiempo. Un papel fundamental lo tiene el ingenioso comercio de los anticuarios; es comparable con las aspiradoras con las que de manera reciente se limpian nuestros departamentos: entra en los rincones más escondidos y los libera de las obras de arte que allí se guardan. No quiero negar que este comercio también puede ser benéfico, ya que expone a la luz objetos ocultos que de otro modo pasarían desapercibidos. En gran parte, sin embargo, su efecto destructor prevalece. Dado que la mayoría de estos objetos tiene un significado histórico y artístico sólo en el contexto específico para el cual fueron creados, separarlos de éste implica por lo general privarlos de mucho de su valor. El comercio conduce no sólo a un cambio de propiedad, sino también a una disminución del valor. En ese sentido, incluso los museos estatales que vemos cada vez más, de ninguna forma constituyen la forma ideal de salvaguardia de los monumentos. Un antiguo altar tallado puede causar una determinada impresión en medio de una iglesia de pueblo y como testimonio de una ancestral práctica de arte local; sin embargo, en un museo, colocado en serie con otros cincuenta objetos similares, pierde su individualidad y se vuelve indiferente para nosotros. Pero el comercio de arte sólo funciona en una mínima parte para los museos; en gran medida trabaja para el sector privado y para las exportaciones. Los pueblos económicamente más fuertes también aquí ejercen su predominio. La raza anglosajona es la que menos arte ha creado; ahora concede a los pueblos más pobres, a pesar de ser más creativos, el honor de un saqueo que, desde que América se unió a esto, representa un grave peligro para los bienes artísticos de la Europa histórica.
Hasta ahora sólo he hablado de monumentos muebles. En realidad, los inmuebles se encuentran en una situación aún peor. El flujo de la vida económica moderna los ve sólo como un obstáculo; los sumerge, los devora pedazo a pedazo, día tras día.
¡Suficiente! Desde el momento en que existe una verdadera voluntad de protección de los monumentos, debe quedar claro que ésta no es posible sin una restricción de la propiedad privada, sin una limitación de los intereses del tráfico y de los motivos de utilidad individual. Eso explica por qué la he llamado socialista.
Entonces, ¿en qué medida el Estado ha sido condescendiente ante tales demandas? Sobre esto tendré que ser bastante breve en el curso de esta conferencia.
Durante cierto tiempo, parecía que Alemania quería tomar el liderazgo activo en la protección. En los años magníficos y ricos de ideas de las guerras de liberación, surgieron amplios proyectos, inicialmente en Prusia. Primero debemos nombrar a Sulpiz Boisserée y Karl Friedrich Schinkel, ambos discípulos del Romanticismo; Goethe también lanzó su nombre a la balanza.
Pero pronto volvió a caer el silencio. Y esto realmente no me desagrada del todo. Al mismo Schinkel, a quien admiro mucho más como artista de lo que generalmente es habitual hoy en día, consideraba la transformación de la Acrópolis de Atenas en un palacio real como una de sus ideas favoritas, y se habría convertido en un guardián peligroso de los monumentos, precisamente porque era muy artista.
Le pertenece a Francia la gloria de la primera iniciativa, exitosa y efectiva en el ordenamiento de la protección de los monumentos. También en este caso el impulso vino de la escuela del Romanticismo. Dos de quienes la encabezaron, Víctor Hugo desde la izquierda y el conde Montalambert desde la derecha, abrieron la disputa. El historiador Guizot retomó sus demandas. Cuando se convirtió en ministro del reino en julio de 1830, una de sus primeras acciones fue el establecimiento de una inspección general de los monumentos. El primer titular de este cargo fue el historiador Vitet, que pronto fue sucedido por Prosper Mérimée, quien desempeñó el cargo por un periodo largo y fructífero. En ese caso es claro que el origen del cuidado de monumentos deriva de la cercanía de los círculos literarios y de estudiosos; la participación del mundo de los artistas tuvo lugar más recientemente.
Muy pronto, sin embargo, Francia fue superada, al menos teóricamente, por el más joven de los Estados europeos, Grecia. El 10 de mayo de 1834 aprobó una extensa ley que sorprende tanto por su sistema de ejecución cuidadosamente ordenado, como por el audaz idealismo de sus conceptos fundamentales, y declara la totalidad de las antigüedades muebles e inmuebles como propiedad nacional de todo el pueblo helénico, con excepción de aquellos declarados de manera oficial como irrelevantes por medio de un procedimiento especial. Uno de los autores de esta ley fue un profesor alemán, Ludwig Maurer. Lo que los nuevos helenos hayan logrado realizar es, por supuesto, otro tema.
La vieja Europa se quedó muy por detrás en relación con los ideales aquí revelados. Ya he indicado los motivos por los cuales Inglaterra ha renunciado hasta ahora a una protección estatal de los monumentos; existe una ley de 1873, pero sólo considera el ámbito restringido de los monumentos megalíticos de tiempos remotos, lo cual deja sin resolver el problema principal. Los Estados continentales se ayudaron con esporádicos decretos administrativos aislados, frecuentemente sólo por motivos de orden público o de carácter fiscal. Con todo ello se logró un pequeño progreso que no se debe subestimar ante el vandalismo que no se penalizó en tiempos pasados, pero en conjunto se trata sólo de anticipos y soluciones intermedias. Pasó mucho tiempo antes de que se resolviera aprobar una reglamentación legislativa. Fuera de Grecia, Suecia fue el primer país en intentarlo, en 1867; ahí se había mantenido una tradición de respeto por los monumentos a partir de Gustav Adolf. Después fue Francia, en 1887. En Alemania, el primero en lograrlo fue el Gran Ducado de Hesse, en 1902, que hasta ahora sigue siendo el único, pero Prusia seguirá pronto.
Permítanme ofrecerles información más detallada sobre la ley de Hesse. Redactada por un abogado amigo de los monumentos, y aprobada por una cámara favorable, representa la cúspide de lo que es posible lograr en la actualidad. Desde el punto de vista legal, ya ha recibido críticas de que va demasiado lejos. A mí me parece que no hay daño en añadir algo, para alcanzar el propósito deseado. La ley nos ha impuesto un alto grado de restricción, y no considera la más amplia clase de objetos muebles de propiedad privada; otros países, como Italia, sostienen que el cuidado de estos bienes es algo extremadamente urgente. Los monumentos muebles (a los cuales oportunamente se añaden también los documentos) se protegen sólo en la medida en que sean propiedad del Estado, de la Iglesia o de los municipios. En contraparte, la ley resguarda a todos los monumentos arquitectónicos en general, incluyendo aquellos de propiedad privada. Cualquier modificación debe denunciarse, del mismo modo que está prevista, en caso necesario, una indemnización o la expropiación. Los monumentos serán supervisados por uno o más conservadores designados por el Estado.
En los casos más importantes, sin embargo, será necesario recurrir a un consejo específico conformado por un representante de la Iglesia protestante y uno de la Iglesia católica, al menos dos miembros de la asociación para la historia y la antigüedad de Hesse y dos propietarios privados de monumentos de la misma región de Hesse. Finalmente, además del monumento en sí, también se debe proteger su contexto. La inclusión de esta disposición se agradece particularmente. No se pueden aislar los edificios, no son piezas de museo. Un monumento también puede dañarse indirectamente por la disonancia con su contexto. Basta una moderna tienda departamental localizada en la plaza del mercado de una ciudad antigua, o un estridente letrero publicitario sobre una casa antigua para transformar un marco acogedor y característico en uno repulsivo. Hemos comenzado a escuchar las solicitudes de la policía sanitaria; no se quería creer que también fuera necesaria la higiene para nuestra parte espiritual. Debemos alegrarnos por el hecho de que desde hace poco esta idea permee también. Algunas administraciones municipales ya están poniendo en práctica eso que la ley de Hesse quiere regular de manera general. ¡Ojalá esto pueda suceder por sí sólo y sin pedantería! En la construcción de edificios nuevos en un entorno histórico, no se trata de conservar lo que hoy la gente llama “estilo”, y aquello que por norma no es otra cosa que una manía de una antigüedad artificial y falsa, pero es necesario atenerse al diseño vial, prestando atención a las relaciones de volumen y al comportamiento artístico general; esto también puede suceder en las formas modernas. La institución de los consejos para el cuidado de los monumentos, dispuestos por la ley de Hesse para todo el Estado, debería repetirse en todas las ciudades de carácter histórico, no sólo como barrera para monumentos individuales registrados, sino también para los genius loci[5] en general.
Con esto llego a la conclusión de que, al analizar las tentativas de realizar una protección estatal de los monumentos más indispensable que nunca, el Estado sólo puede asumir una parte de esta tarea tan esencial. El Estado no tiene suficientes ojos para ver las múltiples y pequeñas cosas importantes; sus órganos no son lo bastante flexibles como para adaptarse rápidamente a las cambiantes condiciones locales. Sólo el pueblo puede ejercer un cuidado efectivo, y sólo así podrá enriquecer el presente con la fuerza viva de los monumentos. ¡El pueblo! Que no parezca que quiero hacer retórica. Pienso con esto en cosas muy precisas. Pienso en primer lugar en las asociaciones municipales, especialmente en aquellas urbanas; en éstas quiero casi buscar el punto clave de la práctica del cuidado. Aquí, sobre todo, será necesario preocuparse por aquello que antes llamé los genius loci. Pienso en las asociaciones. Pienso principalmente en la escuela. Ésta debería extender su atención, desde la escuela primaria y en todos los niveles de conocimiento, hacia los monumentos de la ciudad y de las provincias. Nuestra época agitada no tiene nada más importante que dar a los jóvenes que un verdadero sentido de patria, mediante imágenes claras e inolvidables de la vida, en especial para las clases más altas, cuya vida no es otra cosa que un continuo transitar de un lugar a otro. Finalmente, pienso en una educación de amistad hacia los monumentos, basada en todos los medios que hoy en día están disponibles como palabra, escritura y reproducción de imágenes. En este contexto, debo recordar con calurosa gratitud que recientemente S.M. el emperador, por intervención personal, hizo posible aquello que se había solicitado con motivo del día de la protección de los monumentos; es decir, la realización de una guía que recoja con claridad todo el patrimonio de los monumentos alemanes. Todas las clases sociales deben llegar a la percepción de que un pueblo que posee tantos monumentos artísticos es un pueblo noble; sólo cuando éste está instruido acerca de los argumentos sobre el tema, puede asumir la responsabilidad de una decisión en el momento en que surja un conflicto entre el presente y el pasado. Nosotros queremos practicar el cuidado de los monumentos, sin sentimentalismos, sin pedantería, sin arbitrariedad romántica, como una expresión espontánea y natural de respeto hacia nosotros mismos, y como reconocimiento del derecho de los muertos por el bien de los vivos. Sin embargo, los monumentos de arte figurativo no lograrán nunca durar lo mismo que aquellos de la literatura, pero sí podemos prolongar su vida más allá del promedio actual, con una protección legal y técnica. Al siglo XIX le quedará siempre el honor de haber sido el primero en desearlo.
*
El historicismo del siglo XIX ha generado, además de su hijo legítimo, el cuidado de los monumentos, también un hijo ilegítimo, es decir, el sistema de restauración. Con frecuencia se utilizan como sinónimos y sin embargo se encuentran en las antípodas. El cuidado de los monumentos quiere decir mantener lo existente, mientras que la restauración busca recrear lo inexistente. La diferencia es rotunda. Por una parte, está la realidad, probablemente acortada y descolorida, pero es siempre la realidad; por otra parte está la ficción. Aquí, como en todos lados, el Romanticismo ha distorsionado el sano sentido de los principios de la conservación. Se puede conservar sólo aquello que aún existe: “Aquello que pasó, no vuelve”. Nada está más justificado que el dolor y la ira por una obra de arte dañada o destruida, pero aquí nos encontramos con un hecho que debemos aceptar, del mismo modo que aceptamos el envejecimiento y la muerte. No queremos encontrar consuelo en las ilusiones. Nos llena de horror ver que se mezclen máscaras y fantasmas en la autenticidad de la realidad. ¿Debemos imponernos limitaciones y sacrificios requeridos por el cuidado de los monumentos, para mantener los monumentos en los cuales nosotros mismos no creemos? ¿Algo así como una galería ancestral falsa?
En la actualidad, los representantes de la ciencia del arte están de acuerdo con rechazar la restauración por principio. Con esto, de ninguna manera se dice que el último recurso sea quedarse con los brazos doblados y observar con fatalismo resignado su progresiva disolución. Nuestra propuesta es la siguiente: no restaurar, sino más bien conservar. Después de esta distinción de intención, es necesario evaluar cada medida individual. Conservar mientras sea posible, y sólo como último recurso preguntarse si se quiere restaurar. Se debe uno preparar con tiempo a esta eventualidad, con levantamientos, dibujos, fotografías y copias –del mismo modo que nos preparamos para la guerra por amor a la paz–, pero debemos hacer todo para posponer este momento. Nada ha sido más perjudicial para la conservación que el hecho de que los arquitectos hayan pensado que la restauración es más interesante y gloriosa. No me cabe la menor duda de que la técnica de la conservación –cuando se reconozca que en ésta reside la única salvación para el cuidado de los monumentos– tenga frente a sí un considerable margen de perfeccionamiento. En principio es necesario permitir aquellas reparaciones menores, sin las cuales la conservación no sería materialmente posible. No las vemos de manera gustosa, pero las consideramos como el menor de los males. Además, en casos excepcionales, aceptaremos también reconstrucciones extensas; pueden existir buenos motivos para realizarlas, pero deben buscarse en otro lado, y no en los principios del cuidado de los monumentos. Las posibilidades de este tipo de actuación son tan numerosas que pueden juzgarse sólo caso por caso. Por dar un ejemplo, me parece que fue útil que se haya reconstruido con sus elementos estructurales y decorativos la sala principal de una casa de Pompeya como un modelo típico. Lo mismo podría experimentarse con la ruina de un castillo medieval si las premisas son igualmente favorables. En ambos casos se trata de un grupo de monumentos entre centenares de ejemplares, por lo que la pérdida de un solo ejemplar no se considera grave, siempre y cuando la reconstrucción sirva para aclarar, en particular a los profanos, cosas que los dibujos o las maquetas no explican de manera suficiente. Pero nadie querría ver todas las casas de Pompeya o los antiguos castillos alemanes siendo tratados de esta manera. Es necesario considerar estas reconstrucciones como lo que son; es decir, reproducciones sugerentes a escala natural de nuestro conocimiento actual de la arqueología. Aceptaremos estas reproducciones con gratitud, sin olvidarnos de subrayar su atributo “actual”; nuestro saber está en el trabajo incompleto, y los estudiosos podríamos ser considerados como testigos insospechables. No se conoce hasta ahora ninguna restauración, incluso entre aquellas que fueron admiradas en su tiempo, que en veinte años no haya perdido la gloria inmerecida de su supuesta autenticidad. Es difícil comprender cómo, después de una experiencia llena de decepciones y de remordimientos, ciertos encantadores logren aún sugerir a profanos confiados que han encontrado, finalmente y de manera certera, al gran arcano. Éste nunca se encontrará. El espíritu sobrevive sólo en las transformaciones; no se le puede obligar a regresar a su vieja piel de serpiente, ahora abandonada.
Los siglos pasados no conocieron esta moda. Cuando se tenía que renovar una construcción vieja o añadirle una parte, se hacía adoptando el modo constructivo contemporáneo. Se sacrificaba así la unidad estilística, pero no necesariamente la armonía artística general. Nosotros, en Estrasburgo, sabemos sobre esto. ¡Qué abundancia de vida histórica aflora aún, a pesar de muchas pérdidas, y que refleja ocho siglos de nuestra historia en nuestra catedral! ¿Y qué significa la fría abstracción arqueológica que se presenta en la catedral de Colonia?
Sin embargo, los artistas del siglo XIX no se detuvieron en la restauración en el sentido que he explicado ahora, es decir, la renovación y el completamiento de partes constructivas destruidas; creían que era necesario utilizar su benevolencia por los monumentos, de reciente adquisición, en un modo mucho más amplio, sometiendo a los monumentos –incluso aquellos completamente sanos que no requerían de ninguna restauración– al menos a una limpieza radical y a una corrección estilística, eliminando, por ejemplo en un edificio de la Edad Media, todo aquello que pudiera recordar su permanencia y su evolución en los siglos sucesivos. Resulta muy extraño cómo, en el caso de estas operaciones, se mezclan principios románticos y neoclásicos. A través del Romanticismo, el mundo del arte se aproximó materialmente a la Edad Media; el punto de vista formal y estético se mantuvo menos fiel a la educación académica clásica. La composición de las construcciones neomedievales del siglo XIX fue en gran parte proyectada con base en la receta neoclásica, mientras que era medieval sólo en las formas ornamentales. De este modo, se observaba a los monumentos antiguos con una sensación ambigua. La regla de la escuela neoclásica exigía como condición esencial de la perfección artística una extrema unidad de la imagen. Se sabía que los monumentos antiguos no respetaban esa exigencia; éstos no habían estado bajo una campana de vidrio, sino que formaban parte del curso vital de la historia; en una iglesia románica, por ejemplo, era posible ver una parte de un coro del Gótico tardío junto a tumbas del Renacimiento, un altar barroco y un órgano rococó. El hombre sensible a la historia se alegra al escuchar la voz del pasado en una polifonía tan rica; para quien sólo busca la unidad de estilo, es en cambio un escándalo. Así, en el curso de una gran parte del siglo XIX el comportamiento del que hablé antes se convirtió en una regla con consecuencias crueles: en una iglesia medieval se debían eliminar todas las cosas posteriores a este periodo. En el vacío así creado se introdujeron sus propias ejercitaciones de estilo anémicas. Esta práctica no es otra cosa que vanidad vacía; si no fuera tan dañina, se podría compadecer a aquellos artistas que se dejaron desviar por una educación histórica tergiversada. No es posible decir cuánto arte antiguo de calidad se haya rematado por este purismo. Aún más grave que la pérdida de un objeto individual es la pérdida de la calidez vital, del conjunto de la atmósfera histórica y artística, de esa nobleza que sólo tiene la edad. Si se desea ver hoy verdaderos conjuntos, es necesario buscarlos en alguna iglesia de una región remota, o en España y en algunas partes de Italia, en donde gracias a su pobreza han permanecido protegidos de los vanidosos restauradores. Allí uno aprende a reconocer su valor insustituible. ¿Debo aún añadir que, como en cualquier regla, también la que está ahora en discusión debe aplicarse con sentido común y no a la letra? El principio conservador aquí no significa renunciar a cualquier juicio de valor. Si, por ejemplo, en un edificio del siglo XIII una parte importante estuviera cubierta por una adición banal del siglo XVIII, la eliminación de este último tendría un significado positivo; no porque data del siglo XVIII, sino porque tampoco tenía valor de acuerdo con los criterios de su propia época. Todos conocen los vestigios singulares de las pequeñas boticas de antaño, que no son góticas sino de un estilo que copia al gótico, adosadas a las paredes de nuestra catedral. Fueron construidas después de 1770, y adquirieron su forma actual en 1850, pero no tienen ningún valor como monumento. Su remoción no podría ser más que una ganancia para la catedral.
Las restauraciones y las remociones de purificaciones también tienen en sí mismas el hecho de que son pasos que, una vez realizados, no se pueden revertir. Por lo tanto, difieren de intentos similares realizados sobre obras literarias. Si hoy alguien compone versos para completar un antiguo poema incompleto, no obliga a nadie a leerlos; en cualquier caso, el juicio sobre el poema no dependerá de estos suplementos. Pero si un arquitecto agrega uno o más campanarios de su propia imaginación a una catedral que no los tenía, inevitablemente esto transformará incluso el efecto de las partes antiguas originales. Un añadido erróneo en un texto antiguo siempre puede borrarse; un monumento dañado permanece dañado. Las restauraciones en papel son instructivas; si se transfieren a la realidad, cierran el debate para siempre. Nuestros artistas actuales son los primeros en declarar como inadecuadas las restauraciones llevadas a cabo hace cuarenta o setenta años. ¿De dónde tienen la certeza de que después de cuarenta o setenta años sus propias intervenciones soportarán nuevas críticas?
*
Evaluando el resultado del siglo XIX que acabamos de ver, no puedo contradecir a quienes afirman que el daño causado a los monumentos por la restauración, movido por un exceso de celo es mayor de aquel que habría podido ocurrir por un simple abandono. No es diferente; los médicos se han vuelto más peligrosos que la enfermedad misma; ellos han
“con sus actitudes infernales en nuestros valles, nuestros campos azotado más salvajemente que la peste misma”.[6]
El asunto es innegable, y sin embargo el juicio contra las personas no será duro. Estos médicos de los monumentos actuaban de buena fe, del mismo modo que el padre de Fausto, el caballero oscuro. Si debe plantearse la cuestión de la culpa, entonces se descubrirá que ésta debe repartirse entre muchos y diversos factores. Sería bueno comprender que no podía haber sido de manera distinta. Esto debido a que la opinión pública, en la ignorancia de la verdadera esencia del monumento, cayó en el error de que aquella era una tarea para los artistas, cuando en realidad entra en el dominio del pensamiento histórico-crítico. Si el cuidado de los monumentos significa su embellecimiento, como efectivamente lo fue por un largo periodo, entonces el artista sería sin duda la persona justa para hacerlo; pero si el foco de dicha tarea está en el mantenimiento, entonces el artista no puede más que contribuir a la discusión, tanto por su parte técnica como por ser un conocedor de los estilos; es decir, un arqueólogo; pero por lo demás, su naturaleza artística debe quedar en silencio. ¿Es necesario ser poetas para cuidar los tesoros de la literatura antigua? La relación del artista con los monumentos no es diferente. Si quien se ocupa del cuidado de los monumentos es concienzudo y conoce a fondo la cuestión, y siempre han existido esas personas entre los artistas, entonces emerge una ulterior capacidad y actitud mental que no tiene nada que ver con la creatividad artística, y que será incluso redimensionada por ésta. El artista, si lo es verdaderamente, necesita libertad como los peces necesitan agua; ¿cómo podría ser honrado por una tarea que como primera cuestión exige el sacrificio de su libertad? Cuando los restauradores en busca de éxito dejan que sus discípulos atestigüen su “genialidad”, sólo puedo decir: ¡que Dios salve a los monumentos de los restauradores geniales! Evidentemente no existe una tensión tan relevante entre la tarea del mantenimiento de los monumentos y el talento natural del artista. Puede ocurrir que, en las generaciones actuales de arquitectos, el conocimiento arqueológico se haya perfeccionado notablemente en relación con el pasado gracias a la excelente formación de las universidades técnicas; podría ser que algunos hayan alcanzado un conocimiento sorprendente del detalle de tal o cual estilo histórico; sin embargo, a pesar de ello jamás se transformará una mente artística en una histórica o, en cualquier caso, no se realizará este cambio de un día para otro.
Esto es suficiente para dejar en claro que el espíritu histórico omnipresente del siglo XIX, cuando se apoderó de los artistas y los empujó a ocuparse de los monumentos, debió tener sobre ellos un efecto muy diferente del que tuvo sobre los eruditos que lo habían invocado. Se trata de una diferencia fundamental, insuperable en la concepción de la esencia del monumento. Para el artista, el monumento es siempre una obra de arte; para el historiador, es el producto del arte y de la historia; y el historiador exige también para estas fuerzas transformadoras el mismo respeto que para las cosas reales.
Considerando el curso de las cosas hasta ahora, llego a la siguiente conclusión: seguir la regla de “conservar, no restaurar” no es tanto una tarea de los artistas, sino de los arqueólogos con formación técnico-artística, o bien arqueólogos apoyados por artistas y técnicos. En el siglo XX no se podrán reparar los errores cometidos en el siglo XIX, pero no se repetirán. De hecho, entre los artistas mismos se empiezan a aclarar las ideas; y algunos errores recientes y alarmantes al recaer en caprichos del Romanticismo no pueden impedirme reconocer esto. Aquello que llevó a errores en el cuidado de los monumentos en el siglo XIX fue el resultado de circunstancias excepcionales de las artes creativas, situación que no puede durar para siempre. Podemos llegar a la última causa cuando constatamos que los diferentes géneros artísticos se han visto afectados en grados muy diferentes por este mal. Desde hace mucho tiempo, los museos de pintura y escultura no son administrados por pintores y escultores, sino por historiadores del arte con ayudantes técnicos. Ya no ocurre que un pintor de renombre se ocupe de la restauración de una pintura, del mismo modo que queda absolutamente excluido que reconstruya el brazo o la cabeza faltantes de una estatua dañada; esto tal vez sería posible en una copia, pero jamás en el original. ¿Cómo puede explicarse entonces el comportamiento completamente diferente de los arquitectos? La respuesta proviene de la historia del arte del siglo XIX. Inició con el agotamiento total del poder estilístico original. Los pintores y escultores se han movido gradualmente hacia formas de expresión relativamente singulares. La arquitectura no pudo soportar la apertura del espíritu histórico del siglo; en conjunto ofrece una imagen anárquica de sí misma, ya que también había producido maestros altamente talentosos y generosos. Al mismo tiempo, no tenía libertad, era arbitraria. Conocía todas las lenguas habladas a lo largo de los siglos, ahora muertas, y utilizaba cada una de ellas en función de sus deseos, pero no tenía un lenguaje propio. Todo puede explicarse desde este punto de vista; ya sea donde se esconden los errores, o a donde debe llegar una mejora. Cuando tengamos nuevamente una convicción arquitectónica clara y unificada, la rama secundaria de la corriente principal de la creatividad artística, que amenaza nuestros monumentos a nombre de la reconstrucción, regresará nuevamente a su lecho natural.
Una arquitectura alemana genuina, saludable, moderna. ¿Lograremos presenciar su nacimiento? Creo que todos nosotros conocemos a quien la desea arduamente: nuestro emperador. Que el emperador se mantenga fuerte también en su fe del futuro de Alemania. No puede haber obras sin fe.
¡Que Dios bendiga al emperador en todos sus caminos!
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Notas