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Función, diferencia cultural y vida comunitaria: proyectos de conservación y restauración en localidades indígenas de México
Conversaciones…
Instituto Nacional de Antropología e Historia, México
ISSN: 2594-0813
ISSN-e: 2395-9479
Periodicidad: Bianual
núm. 6, 2018
Resumen: Como parte de un movimiento internacional promovido por instancias intergubernamentales e instituciones académicas, México ha desarrollado su propia metodología para la conservación y restauración de objetos, espacios y territorios en manos indígenas; una aproximación mucho más cercana a los estudios antropológicos y culturales que al manejo de sitios y la gestión, a diferencia de otros países. Los avances en esta materia han sido muy grandes, pero aún tenemos mucho camino por recorrer. Este ensayo describe una metodología específica surgida dentro de un contexto institucional, interesada en comprender las prácticas culturales, sociales y políticas de cada comunidad, a la par de los aspectos técnicos específicos del problema por intervenir. Explora, también, algunas dificultades y retos pendientes, sobre todo aquellos que dependen de un análisis más profundo de las prácticas culturales relacionadas con piezas y edificios, y de las condiciones de marginación y pobreza de la mayor parte de las localidades donde realizamos acciones de conservación y restauración, así como de las repercusiones que esto tiene en la interacción de las instituciones gubernamentales con los representantes comunitarios.
Palabras clave: Grupos indígenas, restauración y conservación, patrimonio cultural, metodologías de aproximación e intervención, pobreza y marginación..
Función, diferencia cultural y vida comunitaria: proyectos de conservación y restauración en localidades indígenas de México
Yorem Nokas (para los hablantes de mayo) es aquel que habla una lengua indígena:
la nuestra o alguna otra. En el medio en el que trabajo, porque soy maestro
rural, veo sus caras, sus dudas y sus miedos: no piensan igual que el resto, no
sienten igual que el resto y por lo tanto no tienen las mismas oportunidades
que el resto.
Yo que
soy mayo, quisiera hablar (o entender, por lo menos) el triqui de esos niños
que han emigrado a Sonora por el trabajo de sus padres. Ellos están atrapados
en su lengua y yo en las dos otras que sé hablar…, pero aun así tanto los niños
como yo pertenecemos a un mundo en el que la lengua puede salir sobrando y esas
miradas y esos gestos pueden convertirse en un lenguaje franco.
Fuente: Rosario Baygo, octubre de 2018
1.
El discurso sobre la legitimidad social de las diferencias culturales forma parte ya de muchas de las políticas públicas en México. Se ha introducido paulatinamente en los programas institucionales, y ha tenido mayor o menor eco según el tipo de reconocimiento que se busque vindicar. Hoy, por ejemplo, un indígena tiene derecho a un traductor que hable su lengua durante cualquier proceso legal en el que esté involucrado; esto no era así hasta hace relativamente poco tiempo.
Aunque no siempre exitoso, este gran paso en materia de programas institucionales obedece tanto a la democratización del país (que permite la liberación de discursos, la participación de organizaciones sociales, la consulta pública, etcétera), como a un discurso teórico surgido en círculos internacionales que en gran medida genera, alienta, estudia y apoya la instrumentación de medidas de este tipo desde hace casi cuarenta años en todo el mundo.
Evidentemente, la diversidad cultural no se “descubrió” en la década de los ochenta del siglo pasado, pues en sí misma es materia de estudio de la antropología, los estudios comparados o los de género, la filosofía, la geografía y un gran número de otras disciplinas. De hecho, la diversidad cultural ha estado presente siempre, desde la conquista del continente americano y antes. Lo primordial, empero, es que paulatinamente pasó a ser importante genéricamente: ya hacia finales de la década de 1990, y plenamente después del año 2000, aquellas disciplinas que no tenían al menos a un gran teórico escribiendo sobre el tema perdían legitimidad y vigencia (Anaya, 2004; Díaz-Polanco, 2003; Hernández-Díaz, 2007; Kymlicka, 1996; Sartori, 2001; Touraine, 1997; Villoro, 1998). En materia de leyes y políticas públicas y culturales, se trascendió el mero análisis y se instrumentaron muchas políticas de acción e interacción alrededor de la diversidad cultural; varias de ellas con consecuencias prácticas palpables, como el derecho a la consulta, la legitimización de los usos y costumbres, la autonomía política territorial, entre otros.
A su vez, la explosión de la pluralidad en su vertiente étnica se dio en esa misma época: los conflictos en los Balcanes y en Timor Oriental, el levantamiento zapatista en México o el separatismo tamil en la India probaron –por si no se había entendido claramente antes– que los años de homogenización de la vida pública y los reclamos sociales de un país no borraban ni diferencias culturales, ni sentidos de pertenencia locales. La preocupación pública por el reconocimiento cultural que aparentaba estar exclusivamente preocupada por la diferencia fue rebasada, entonces, por la violencia de los conflictos y el miedo de distintas naciones de sufrir secesiones territoriales y, en la conservación y la restauración, por destrucciones severas de sitios patrimoniales y bienes culturales (Stovel, 2008).
Esto fue especialmente fuerte para los ámbitos teóricos y prácticos relacionados con la conceptualización del patrimonio cultural y, también, para la conservación-restauración, puesto que este giro alentaba preguntas acerca de su naturaleza y de sus tareas. Sobre todo porque desde la conformación de la disciplina como tal, casi monolíticamente, sus principales directrices conceptuales habían soslayado el papel de los usuarios de las piezas e inmuebles, y habían depositado sus esfuerzos en mantener atributos y cualidades anclados en las cualidades tangibles o artísticas de las piezas o edificios por intervenir (Wijesuriya, 2013).
Habían pasado por alto, por ejemplo, que los contenidos simbólicos de los objetos dependen de sus contextos culturales, y que muchas veces las intervenciones, al basarse sólo en las ideas que occidente tiene de la materia y su conservación, resultaban vacías o inocuas (en el mejor de los casos). O que incluso alteraban o violentaban la matriz identitaria del grupo relacionado con esos objetos o inmuebles; siendo la identidad, de las razones en las que se sostiene el concepto de patrimonio cultural, la de mayor peso (cf. Giménez, 2000, 2004; Machuca, 2004; Pérez Ruíz, 2003, 2004, 2008).
En el caso de la conservación y la restauración, los principales representantes e impulsores de una nueva corriente preocupada por los significados específicos de cada bien en su contexto, así como de las matrices culturales que los produjeron y conservan fueron, y son aún, Miriam Clavir, Herb Stovel, Dean Sully, Gamini Wijesuriya, Webber Ndoro y Denis Byrne, así como algunos grupos interdisciplinarios de especialistas, como los que constituyen el ICOMOS Australia o el grupo que redactó el Documento de Nara.
Los grandes hitos conceptuales o prácticos que complementaron, o directamente atacaron, la Carta de Atenas, los escritos de Cesare Brandi o la Carta de Venecia (por citar algunos casos de documentos prescriptivos dentro del área en ese tiempo), fueron la Carta de Burra de 1979 –sin duda un texto pionero–, el Documento de Nara de 1994 y sus consecuencias en cada continente (la Declaración de San Antonio de 1996, la reunión de Zimbabue en 2000 y la Carta de Riga del mismo año), la guía Ask first de la Comisión Australiana para el Patrimonio de 2002, y el libro Preserving what is valued de Miriam Clavir, del mismo año.
Después de estos primeros textos se buscó alcanzar a los llamados “significados culturales”, sobre todo de sitios, por medio del estudio de los posibles valores presentes en ellos, aunque no todos los autores mencionados privilegiaron este acercamiento en el mismo nivel. La Carta de Burra fue fundamental para que tomara impulso esta vertiente, y lo fueron también las publicaciones sobre la materia que realizó a principios de este siglo el Instituto Getty de Conservación (cf. Avrami, Mason and de la Torre, 2000; De la Torre, 2002).
Poco a poco, sin embargo, esta aproximación fue perdiendo peso porque implicaba que un especialista o un grupo de especialistas fueran quienes dijeran la última palabra sobre las necesidades de conservación, restauración, uso y preservación de los sitios, y no necesariamente sus poseedores directos (Poulios, 2010). También porque en la mayor parte de los dictámenes sobre significado (como se les llamaba) los valores eran confundidos con los atributos y las cualidades intrínsecos de las piezas, o se hacían consideraciones tautológicas en las que se incluía al valor como parte de su descripción de cualidades (cf. Schneider, 2011).
2.
La conservación-restauración que realiza el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en pequeñas localidades rurales de México, generalmente es implementada por la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural (CNCPC), dependencia que cuenta con un área que expresamente atiende y orienta en materia técnica a muy diversos tipos de grupos sociales. Paradójicamente, esta labor, llevada a cabo desde hace tres décadas, comenzó a realizarse sin saber gran cosa de lo que se hacía en otros países, o se hizo probablemente con la influencia de aquello que se llamaba «multiculturalismo» a finales del siglo XX.[1] Es decir, esta tarea fue afectada por procesos meramente sociopolíticos que hablaban del fin de la idea de un Estado-nación neutro, y posicionaban la diversidad cultural, como ya vimos que sucedió en el contexto internacional, pero sin referencias específicas al trabajo de la disciplina de la conservación y restauración en otras partes del mundo, a no ser por la Carta de Burra y el Documento de Nara, y eso quizá, ya que en México se ha trabajado sin una orientación directa hacia la gestión y el manejo de sitios sagrados o patrimoniales, como sucede en otros lugares del mundo, donde la gestión se considera como una subárea de la conservación[2] (Australia, Canadá, Estados Unidos, Chile en Latinoamérica; tal vez Gran Bretaña…).
Los primeros proyectos en el INAH fueron totalmente experimentales, y por ello se cometieron muchos errores de muy diversos tipos (afortunadamente, se puede rescatar de ellos material para mostrar aspectos muy relevantes de la forma en que colisionan el Estado mexicano y las prácticas culturales de los grupos indígenas del país; así que no son esfuerzos necesariamente inútiles).[3], [4]
Al cabo de algunos años, las rutas generales estaban trazadas en varios proyectos, y hoy día sólo se modifican según las especificidades, intenciones y los alcances del mismo, y las características de cada localidad[5] (su situación durante la Conquista y otros factores históricos, así como la operatividad política y religiosa, la pobreza, la violencia local y nacional, la economía o el aislamiento actuales; aspectos muy específicos de la realidad indígena en Latinoamérica).
Justamente el propósito de este texto es detenerme en algunos casos que exponen esta complejidad y revelan parte del desconcierto mutuo de los representantes comunitarios y los representantes concretos de las instituciones culturales gubernamentales. También quisiera mostrar cómo, si bien la conservación-restauración en México ha logrado acomodar las demandas y los derechos de muchos grupos sociales en la toma de decisiones de los procesos de intervención –principalmente en los casos de posesión directa de objetos venerados y espacios patrimoniales–, todavía no hemos logrado profundizar del todo en los múltiples sentidos que las comunidades dan a sus objetos sagrados e intervenirlos de acuerdo con ellos. Eso se debe a que, por lo general, intentamos, como sigue pasando en el resto del mundo, aplicar conceptos deontológicos que no corresponden con el propósito de su uso y función dentro del grupo. Asimismo, la mayor parte de las veces olvidamos que lo que se persigue durante las fiestas y ofrendas que involucran estos objetos es generar no sólo relaciones con alguna o múltiples deidades, sino, sobre todo, procesos de intersubjetividad comunitaria (Magazine, 2015).
Por último, como dice el maestro rural Rosario Antonio Baygo, también indígena, aunque es muy difícil tener acceso a una cultura distinta a la propia, siempre pueden tenderse puentes. Empero, como en su propio caso, es fundamental saber que en los países latinoamericanos, la alteridad, además de segregar, como sucede en casi todo el mundo, va acompañada muchas veces de desigualdad, y no considerar la pobreza de los usuarios de este tipo de patrimonio cultural es también fuente de muchos malentendidos entre las partes, por ejemplo al no identificar en nuestro trabajo procesos de verticalidad (“somos el gobierno”, finalmente), racismo, marginalidad, etcétera.
3.
Como Ananda Coomaraswamy planteó a principios del siglo pasado, la obra de arte y el objeto de uso religioso producen un placer intrínseco común, pero hay que saber mirarlos para entenderlos plenamente. Si no se conoce la dimensión religiosa, espiritual o metafísica que produjo una determinada pieza de arte, no se está comprendiendo nada de la pieza ¿Cómo restaurarla, entonces?
Las comunidades indígenas que viven en el México de hoy no son idénticas, y ni siquiera muy similares a las del pasado, pero sin duda son diferentes a otros grupos culturales y sociales que existen actualmente en México, lo que constituye cierto éxito en el mantenimiento de una alteridad actualizada capaz de transformarse constantemente en diferentes contextos históricos y políticos (Bartolomé, 2008). En este sentido, los pueblos originarios nacionales no tienen derecho a existir y vivir bajo sus propias reglas porque representen los restos de un pasado inmemorial, sino porque son consecuencia de las decisiones que sus miembros han tomado desde siempre para acomodar su presente y su futuro (Viqueira, 1994).
Los objetos usados en sus rituales, ofrendas, danzas, etcétera, han subsistido también porque cumplen funciones muy precisas dentro de estas actividades performativas (o patrimonios intangibles, como se les llama ahora); nuestro trabajo como restauradores implica entonces comprender que su uso es su esencia, y que si un objeto se deteriora y ya no cumple una función específica puede ser conservado en el mejor de los casos, pero también desechado y reemplazado por otro, puesto que la materia está subordinada al significado, no al revés. En resumen, los objetos funcionan mientras pertenezcan al proyecto de vida futura de un grupo; si no es así o ya no le funcionan (o son malinterpretados), no le son valiosos.
Una de nuestras diferencias más sustantivas está cimentada en la normatividad: cada uno de estos mundos tiene una distinta. Y el mundo occidental en el que está cimentada la conservación y la restauración como disciplina, también. Ejemplos como el Mayamata, que abre este número de Conversaciones, nos muestran que desde hace cientos de años cada cultura está interesada en mantener ciertos significados, y que por ello ha generado una serie de preceptos que le ayudan a lograrlo. La convergencia está en la búsqueda de una moral; en este sentido, el contenido de las leyes es lo que debemos analizar con cuidado (en “su mundo” y en “nuestro mundo”), destacando lo que buscan conseguir y no sólo lo que enuncian.
México no fue sólo colonizado, también fue conquistado, a diferencia de lo sucedió en otras regiones del planeta. Las creencias presentes en muchos de estos pueblos (que funcionan como unidades culturales en sí mismas, como ya dije) tienen elementos de matriz católica imbricados muy profundamente en otros procesos religiosos dependientes de ciclos agrícolas. En ocasiones son bastante similares al catolicismo en las comunidades mestizas del resto del país, a veces casi no, pero cuando menos, y prácticamente en todos los casos, se conservan y celebran las fiestas de la semana santa y las fiestas patronales. Observar estos dos ciclos es fundamental para entender los usos y sentidos de las piezas y espacios donde trabajamos, ya que por lo general se nos solicita restaurar colecciones de objetos de matriz católica. Asimismo, analizar el ciclo religioso de la temporada de lluvias y el ciclo de la temporada seca nos puede ayudar muchísimo a definir las estrategias de conservación y mantenimiento.[6]
Es posible hablar, asimismo, de otras similitudes y confluencias entre comunidades: en prácticamente todas las localidades mexicanas con mayoría de población indígena donde se realizan trabajos de conservación y restauración, la idea de que existe un patrimonio cultural, fundamentalmente local, pero a la vez propiedad de la nación, es paradójica y genera interpretaciones de todo tipo. Trabajar con ese concepto o descartarlo cuando no es pertinente exige un cuidadoso proceso que debe develarse paulatinamente, e implica distintas maneras de proceder en una comunidad indígena. En los casos de comunidades a las que nos les dice absolutamente nada es preciso, entonces, construir un lenguaje común de otro tipo y olvidarnos del término.
También, en casi todos los casos existen bienes materiales y bienes espirituales (De la Mora, 2011), no en todo conectados. Establecer métodos para detectar sus cualidades y diferencias (así como tratar de saber si los espirituales se conectan de algún modo con las piezas que trabajamos) ayuda mucho. En este contexto, contar con especialistas en antropología que nos apoyen es esencial.
Otro aspecto, tal vez el más problemático para nuestra disciplina, es el de las intervenciones anteriores, intervenciones empíricas y hasta burdas y defectuosas que invaden o cubren el aspecto inicial de los objetos, pero que cumplen una función y han sido útiles para los fines de uso y veneración de las imágenes escultóricas (o los lienzos, los objetos litúrgicos, la decoración mural, los retablos, etcétera). Desaprobar los retoques no sólo ofende a las comunidades, sino que éstas ni siquiera comprenden aquello que condenamos. Si realizamos limpiezas o remociones de capas cromáticas, no debemos hacerlo por consideraciones deontológicas o estéticas (ya que carecemos de un lenguaje estético común). Este problema puede enfrentarse a veces con argumentos de índole histórica (“lo que vieron los pasados”, “lo que intentaron comunicar y admirar sus abuelos”), pero la solución y la posible limpieza dependerán, como en todos los casos, de cada comunidad, pues es imposible hablar de un concepto universal del deterioro.
Sin embargo, y por lo contrario, hay una tendencia a la conservación que no puede obviarse y que parece compartimos ambos mundos. Ése deberá ser nuestro punto de arranque, ya que, además de los otros puntos ya mencionados (los ciclos estacionales de celebraciones, la presencia de dos clases de bienes y la falta de un vocabulario temático compartido) parece ser nuestro indicador primordial.
Para exponerlo mejor, me detengo en dos casos que refuerzan esta idea: el antropólogo Pedro Pitarch (2013) considera que en San Juan Cancuc, Chiapas, una región tzeltal, “la erosión de los santos es producto de su identidad sagrada”, y que su potencia anímica desborda y consume su cuerpo. Con esto asume de algún modo que en Cancuc los santos católicos son cuanto más santos si se encuentran deteriorados materialmente. La explicación de Pitarch es muy sugerente y detallada, y se basa en concepciones locales sobre el cuerpo humano y el de los santos, que fueron recogidas y documentadas cuidadosamente durante varias temporadas de campo. Paradójicamente, la mayor parte de las esculturas presentan intervenciones anteriores, sobre todo intentos de restructuración y muchísimos repintes de capa pictórica (comunicación personal con María Rosa García Sauri y Nayeli Pacheco, octubre de 2016). Estas intervenciones son difíciles de detectar para quien no tiene el ojo entrenado, pero muestran sin duda una intención hacia la conservación.
Otro caso es el del Pueblo de Laguna, Nuevo México, EUA, donde el cielo raso manufacturado en piel de búfalo que cuelga del presbiterio representa, de algún modo, la historia sagrada de la comunidad. Para los indígenas keres de Laguna, el día que el cielo raso acabe por deteriorarse desaparecerá su tribu, y es importante dejar al arbitrio del tiempo y de las fuerzas naturales ese proceso. Durante el análisis microquímico de los materiales del cielo raso (Schneider, 2002) pudo constatarse la presencia de pigmentos sintéticos producidos en el siglo XX cubriendo zonas donde la policromía inicial se hallaba ya muy deteriorada. Como vemos, la intención hacia la conservación suele ser menospreciada, pero es un impulso muy profundo que puede incluso pasar por alto otros preceptos comunitarios.
Afortunadamente, y gracias a esto, en lo general las decisiones de las intervenciones de conservación y restauración logran ser compartidas. Sin embargo, como dije antes, existen aún problemas de comunicación y comprensión entre ambas partes, ya que si bien es posible negociar, siempre habrá un aspecto que permanecerá irresoluble, siendo que los lenguajes y las intenciones son muy distintos entre sí. Notar esto es fundamental, y es quizá una de las partes más interesantes de nuestro trabajo, puesto que colaboramos, proyecto a proyecto, en rescatar diferencias sustanciales que nos recuerdan la vitalidad y la importancia de la diversidad cultural. A continuación, me detendré unos momentos en la metodología de campo que usamos para trabajar en estas localidades, y después me referiré e ilustraré con algunos casos esta complejidad.
4.
El proyecto que coordino desde hace más de veinte años se desarrolla casi siempre en localidades con alto grado de marginación e importantes indicadores de pobreza, encabezadas por un gobierno tradicional o un grupo específico de personas dedicadas a atender aquello que se restaura (por lo general imágenes religiosas católicas, pero también archivos parroquiales, mapas coloniales que consignan linderos, objetos ceremoniales o acabados arquitectónicos de templos). Se trata de lugares donde es fácil detectar cierta, o mucha, estructura jerárquica en la toma de decisiones (haya o no tensiones entre grupos de la comunidad), en los que, además, nos permiten observar directamente ciertos procesos sociales y políticos (a menudo ya estudiados por otras disciplinas, por lo que contamos a veces con etnografías, estudios sociopolíticos, etcétera).
Sin embargo, es importante considerar que, a pesar de haber rasgos comunes, resulta imposible hacer una caracterización genérica de cada comunidad, puesto que en la práctica cada una se comporta como una unidad cultural en sí misma. Esto se debe a factores muy diversos en los que no profundizaré en este texto, y que tienen que ver con aspectos tan diferentes como las formas en que se evangelizó esa región del país, cómo vivió la independencia, qué tan aislada está del resto del país, sus formas internas de organización, su dependencia a los ciclos agrícolas, entre otros.[7]
Para situar un poco las labores en un marco operativo, es importante decir que por lo general trabajamos en temporadas de tres meses al año (en ocasiones en dos sitios cada año. El tiempo que estaremos en cada sitio depende de las colecciones de cada lugar). Por el trabajo que realiza el INAH, sólo podemos intervenir piezas históricas, aunque en las comunidades muchos objetos contemporáneos son igual de importantes (y nosotros tratamos de darles la misma importancia discursiva, aunque no los tratemos).[8] Los equipos constan de grupos de varios tamaños de restauradores profesionales y de varios auxiliares locales que se entrenan en distintas actividades, según sea el caso, y que se comportan también como canal de comunicación con los diversos sectores de cada localidad. Los trabajos son absolutamente gratuitos para la comunidad, a la que sólo se pide un espacio para alojar al equipo.
En cada lugar hemos trabajado a partir de detectar qué es específicamente lo que la comunidad espera de las acciones de conservación y restauración que ha solicitado,[9] para después realizar las intervenciones y finalizar con actividades de tipo educativo, como la elaboración de inventarios de piezas culturales, la organización de talleres y cursos sobre conservación preventiva, la elaboración de ropa de promesas, el manejo de esculturas en procesiones, las impermeabilizaciones tradicionales de cubiertas, etcétera.
La labor de dictaminar es la más importante, y se hace de manera paralela a algunas acciones de conservación “prueba” que le muestran a la comunidad cuáles podrían ser los alcances del trabajo terminado. Así, durante la primera temporada en cada localidad nos guiamos por los siguientes diez grupos de preguntas, preguntas paralelas a los problemas técnicos específicos de la conservación y restauración de cada caso, y que se van afinando durante cada nueva temporada. Algunas las resolvemos los restauradores, otras son materia de trabajo de antropólogos contratados:
a. ¿Cuáles son los grupos de poder en cada comunidad? ¿Cómo está estructurada organizativamente la comunidad? (en general, pero no siempre, a partir de un sistema de cargos fijo, que mezcla las funciones civiles y laicas del gobierno tradicional con funciones relacionadas con actividades y códigos religiosos, comúnmente llamados costumbre y que derivan de una mezcla de creencias mesoamericanas agrícolas y del catolicismo).
b. ¿Cuál consideraremos el principal órgano de comunicación y decisión interno? (¿el consejo de ancianos, el gobernador tradicional, los grupos de mayordomos –o custodios tradicionales–, a los encargados de la fiesta patronal?, etcétera).
c. ¿Cuáles fueron las características de la conquista y evangelización en el lugar? ¿Fue difícil o fácil el proceso para los conquistadores? ¿Hubo rebeliones durante el periodo virreinal y el México moderno? ¿Participa la comunidad actualmente en algún movimiento sociopolítico de vindicación?
d. ¿Para qué sirven las piezas o los edificios en cada lugar? ¿Cómo se las venera? ¿Para qué? ¿El sistema de veneración es complejo o implica una pieza a la vez? ¿Se adoran restos óseos o fuerzas naturales o fuentes de agua junto con las piezas históricas? ¿Pueden las mujeres cargar piezas masculinas o no? ¿Pasa lo mismo al revés? ¿Las piezas tienen la advocación inicial con las que se manufacturaron o ya han sido transformadas?
e. Si existen mayordomías o cargos, ¿son vitalicios o cambian anualmente? De esto depende, por ejemplo, el tipo de cursos que damos y hasta si vale la pena darlos: en los lugares donde el cargo cambia cada año es muy difícil lograr que las medidas preventivas básicas puedan instrumentarse año con año, por lo que las intervenciones deben planearse para ser más duraderas. Por otro lado, en poblaciones con cargos vitalicios o dados por promesa, los cursos han funcionado muy bien y las recomendaciones y medidas establecidas por ambas partes en los talleres son llevadas a cabo con regularidad.
f. Una vez iniciado el trabajo, ¿cómo compartir las decisiones técnicas cada temporada? Debe recordarse aquí que lo estrictamente “artístico” no es casi nunca el motivo concreto de la atención de las comunidades indígenas. Asimismo, ¿todavía tienen ellos expertos en la manufactura de algunos objetos o en la construcción de viviendas tradicionales si se conserva y restaura un inmueble de este tipo?
g. ¿Cómo se inserta el grupo que hace la restauración en la dinámica de resignificación y qué responsabilidades conlleva involucrarse o no? ¿Cómo no imponer otros materiales distintos a los apropiados y locales? O ¿cómo proteger la materia y adecuarla a las prácticas específicas del lugar? (por ejemplo, en el caso de esculturas policromadas sujetas a inmersiones en ríos, procesiones y velaciones en milpas con cambios de temperatura y humedad severos que dañan la materia, etcétera).
h. Para nuestra disciplina, ¿qué aportan los resultados buscados al estudio y desarrollo de la restauración y sus técnicas de preservación e intervención directa? ¿Qué aporta el proyecto en términos de datos duros a la antropología y otras ciencias sociales? (¿es necesario que los aporte?)
i. ¿Cómo evitar ser verticales cuando sabemos que el dinero de las intervenciones proviene del Estado y se trata de comunidades pobres que necesitan de los trabajos temporales y de tener asimismo las cosas restauradas? ¿Cómo negociar conceptos occidentales de intervención con sus propios conceptos hacia lo que significa restaurar? O, por el contrario, ¿cómo no caer en la actitud complaciente de aceptar lo que quiera la “comunidad”? Es decir, ¿quién se declara dueño de las cosas en los momentos de decisión: ¿el Estado o los pueblos? ¿Cómo ser codueños?
j. ¿Cómo dar seguimiento y manejar la secuencia de supervisiones posteriores a la intervención? ¿Es preciso hacerla, o como ha pasado otras veces, se asumirá que la comunidad logrará preservar los objetos doscientos o trescientos años más? ¿Qué cursos hay que preparar posteriormente, sobre qué temas, con qué regularidad?, etcétera.
Si bien estas preguntas son muy útiles y nos han guiado apropiadamente hasta ahora, porque pareciera que lidian con aquellos puntos que en las secciones anteriores describí como problemáticos, aún falta desarrollar un tercer aspecto que la idea liberal de los derechos de consulta adoptada por los especialistas no resuelve totalmente. Por ejemplo, ¿qué derechos de propiedad se presentan cuando ciertas cosas que durante años fueron problema (para su conservación) sólo de un pequeño grupo social, son “descubiertas” y luego “protegidas” por el INAH, o por alguna otra instancia gubernamental o religiosa? ¿Cuáles son las consecuencias sociales y económicas de este viraje, independientemente de los grandes avances que ya existen en materia de participación en consultas y decisiones técnicas, sobre todo en la definición conjunta de la apariencia final de los objetos?
5.
Para mostrar ejemplos de nuestro quehacer en estas localidades, pero en especial para algunos casos complicados e irresueltos, hablaré de problemas que se presentaron en proyectos de intervención en localidades indígenas muy lejanas y diferentes entre sí, como Mesa del Nayar, en la sierra de Nayarit (localidad cora[10] o náayarite); el Pueblo de Tórim, uno de los ocho pueblos yaquis o yoreme de Sonora y Santa María Acapulco, en San Luis Potosí (enclave pame o xi’ói).[11]
El templo de Nuestra Señora de la Asunción de Santa María Acapulco, en San Luis Potosí, sufrió el impacto de un rayo en julio de 2007. El templo ardió completamente, y mediante una serie de trabajos de prospección antropológica y de conservación-restauración (Schneider, 2014; Vázquez et al., 2007) se decidió reproducir los objetos e inmuebles desaparecidos en el incendio, en pro de la recuperación del espacio sagrado. Éste era importante para la reproducción cotidiana y simbólica de gran parte de las actividades pames, que giraban, y giran aún hoy, en torno a esta iglesia construida en el siglo XVIII por frailes franciscanos e indígenas reducidos. La iglesia y sus objetos se recuperaron casi totalmente (entre piezas reproducidas y piezas restauradas) y otra vez, tras una pausa de casi ocho años, se usan nuevamente por completo. Es decir, se usan veladoras allí dentro, lo mismo que se come, se tocan minuetes con guitarra y violín, se danza, se reza, y se inician romances, entre otras cosas (los pames se ocupan poco de la manutención del inmueble).
La iluminación nunca ha provenido de fuentes eléctricas, por lo que recientemente varios miembros de la comunidad han solicitado a los representantes del INAH, federal y local, que se haga una instalación. Los representantes institucionales nos negamos a ello. Las razones son muchas, pero sobre todo parten del miedo a otro incendio y a la falta de mantenimiento efectiva (hemos intentado dar cursos para este fin en varias ocasiones, pero debido a que las mayordomías y otros cargos son anuales, no vitalicios, es imposible obtener una base sostenible de personas relacionadas con la iglesia). Esta situación sigue generando roces en asambleas y reuniones de trabajo: las autoridades tradicionales han acatado nuestra negativa, pero la viven como impuesta. Tras una larga conversación con el actual gobernador tradicional, que nos reclamó la presencia vertical y poderosa del gobierno en su pueblo, pudimos darnos cuenta de que por más que se dijo y se pensó que el proyecto de recuperación del templo se hacía para la comunidad y basada en sus deseos, la gente de Santa María siente que la iglesia ya no es suya, que el INAH se las presta; tanto así, que ni energía eléctrica pueden instalar.
El problema de la luz no es el único. Durante la reproducción de los bienes perdidos en el incendio se replicó material, más no decorativamente, el plafón curvo (o artesón) de madera que separa el interior del templo de la techumbre de palma. El plafón estaba profusamente pintado con diversos motivos relacionados con la evangelización y las órdenes mendicantes que catequizaron la Nueva España. Desafortunadamente, las fotos que tenemos de este elemento tienen la perspectiva distorsionada, son borrosas, sólo abarcan una parte, tienen el grano muy grueso, y son en blanco y negro. Se les explicó varias veces que no era posible reproducir esas imágenes, o que al menos un restaurador no puede hacerlo porque está guiado por una serie de normas muy precisas que se verían violentadas al inventar una decoración, pero que quizá ellos sí podrían, porque el templo es suyo.
El artesón servía como guía de una serie de danzas: las figuras del techo daban la pauta espacial y matemática para los movimientos; sin ellas no pueden ofrecer ciertos dones a las deidades que ayudan con la lluvia y la cosecha. Para la comunidad, es sustancial recuperar esas pistas escritas en la decoración católica del techo. Nuestros argumentos no son comprendidos, o bien, si de alguna manera logramos tender un puente, éste cae con el gobierno tradicional siguiente. Es probable que con el tiempo logremos generar un camino común, pero mientras tanto, la comunidad no recibe ciertos dones. Los rituales no son caprichos, sino instrucciones de los antepasados y las deidades. Probablemente se niegan a hacerlo ellos porque tampoco recuerdan bien la decoración, pero pueden creer en el especialista: lo que les entregaríamos sería motivo de nuevas geometrías, pero sería entendido por ellos, y sería resignificado por la deidad. ¿Es nuestra negativa remanente de un colonialismo mental? ¿Qué importa más: el sistema de creencias pame o el sistema de creencias normativas de la profesión en occidente? ¿Qué importa más: la vigencia del objeto en tanto objeto en uso, o la pureza material e iconográfica? (su presencia como capa aislante de la cubierta no es debatida por nadie).
Otro caso: de 2015 a 2017 se intervinieron los lienzos y las esculturas del templo de la Santísima Trinidad de Mesa del Nayar. La comunidad, además, expresamente nos pidió ayuda en la elaboración de un inventario de la colección del templo, mismo que debía entregarse junto con las imágenes intervenidas para su conservación. Nosotros creímos que la comunidad buscaba protegerse de futuros robos, ahora que un camino pavimentado comunica a sus pobladores con Tepic, la capital del estado. Durante la planeación de una reunión sobre la pertinencia de reproducir una de las campanas del templo, varios miembros del consejo de ancianos y del comisariado de bienes comunales insistían en la necesidad de que el arqueólogo que debía realizar el registro de los sitios sagrados, ubicados en las tierras de la comunidad, estuviera presente en la toma de decisión sobre la posible reproducción de la campana. El arqueólogo no pudo llegar y la desilusión fue evidente. Nosotros nos quedamos perplejos: ¿qué tiene que ver una campana colonial de bronce rota con los sitios sagrados del ciclo no católico de la vida náayarite?
Al día siguiente, dos miembros del consejo me comentaron preocupados que las decisiones sobre todos los asuntos que concernían a sus cosas debían ser unánimes y bien fundamentadas, que el registro de lo que era suyo tenía que ser completo y debía entregarse pronto. Que así no se estaba pudiendo y que la construcción de la presa Las Cruces por parte del gobierno estatal y federal era cada vez una amenaza más fuerte para ellos, por lo que tener un inventario – producido, paradójicamente, por una instancia gubernamental– era lo que impediría que se allanara su territorio (siendo los santos de madera policromada, las puertas de la iglesia y las campanas, parte de ese territorio).
Con lo anterior se hizo evidente que los órdenes y las clases en que el patrimonio es dividido y clasificado por los especialistas institucionales no tienen sentido para esta comunidad. Además, que el proceso de certificación de posesión y de conservación de bienes y sitios patrimoniales les sirve a los pobladores en la medida en que se sustenta en demandas de derechos territoriales, no para referirse a conceptos extraños, como los de patrimonio cultural. Así, la campana, las puertas del templo y los santos, para ellos representan un capital de defensa del patrimonio meseño que no se remite únicamente al derecho a la propia cultura, sino a derechos sociales y económicos específicos que incluyen el territorio, sobre todo cuando éstos pueden verse amenazados. En ese sentido, ¿en qué momento una escultura policromada preciosamente manufacturada es valiosa como vestigio de una historia común con el resto de los mexicanos? ¿Importa que lo sea?
Finalmente, en Tórim las imágenes, cuando son veladas y sacadas a procesión el día de su respectiva fiesta patronal, son decoradas con perfume. Están decoradas porque Jesús y los santos del cielo aprecian y miran el perfume, ya que es una esencia espiritual. Sin embargo, han sufrido ya dos pequeños incendios provocados por la presencia de las veladoras y el alcohol del perfume. Como saben que esto es motivo de largas conversaciones que intentan disuadirlos del acto de ponerle perfume a la imagen, simplemente nos lo ocultan. ¿De verdad somos una especie de policía a la que se le esconden actos “reprobables”? (¿el INAH es la policía del patrimonio en México?, ¿qué estamos comunicando mal para que los sistemas de consulta al final no parezcan serlo tanto?, ¿qué debemos atender, qué debemos modificar en nuestros protocolos, qué alternativas nuevas podemos generar entre ambas partes?).
6.
Es fundamental reconocer, como hace Bill Martin (1998), que el fenómeno de la diversidad cultural coloca la pregunta sobre la diferencia de una forma que es básicamente contraria a las formas heredadas de Occidente. De hecho, considera que un modo totalitario en este rubro constituye un problema, no una solución. Por ello, a mi juicio lo que se debe tomar como eje metodológico, e incluso deontológico, son las formas de aproximación, no las normaslineamientos-criterios habituales que nos señalan lo que se debe hacer en cada intervención de conservación y restauración. Es decir, debemos prestar atención a las consecuencias, no a las normas, y valorar positivamente las diferencias, en lugar de suprimirlas.
Existen ya varios ejes de acción probados que nos permiten hablar de intervenciones satisfactorias: temporadas de intervención cortas pero reiteradas que permiten “tomar la temperatura" y efectividad de las intervenciones, alentar mucha investigación etnográfica, verificar los ciclos religiosos y el uso en ellos de las piezas y los bienes inmuebles por destino, promover lo más posible asambleas comunitarias, a la vez que permanecer ajenos a los debates internos y las tomas de decisiones específicas de cada comunidad, etcétera.
Aun así, nunca sabremos totalmente qué esperan las comunidades de los trabajos de conservación y restauración (empezando porque ningún grupo social es totalmente homogéneo); sin embargo, nuestra responsabilidad es aumentar lo más posible la vida de los objetos, espacios y territorios que les significan algo. También es nuestra responsabilidad analizar las formas en que estos bienes son resignificados después de las intervenciones, y cómo estas acciones de conservación y restauración ayudan cotidianamente al proyecto de vida de un grupo, así como recordar que debemos evitar delimitaciones conceptuales enfocadas más a la satisfacción de prioridades profesionales que a la descripción de realidades sociales.
El destino que le da o dará un grupo social a su herencia, y su transmisión a generaciones venideras, es lo que hace tener sentido a la disciplina de la conservación-restauración en estos casos; casos que hablan de espacios y propósitos propios, que no tienen otros públicos más que ellos mismos, y que hablan de procesos propios de conservación que han funcionado hasta hoy.
Ananda Coomaraswamy rescataba, desde finales del siglo XIX, el poder intersubjetivo de la música en la comprensión de la tradición artística de la India. Recordemos, entonces, que nuestro papel como restauradores mexicanos es posibilitar que se lleven a cabo los procesos de intersubjetividad que proporcionan herramientas sociales, culturales y políticas a estas comunidades, por lo menos en lo que se refiere a la salvaguarda de los bienes materiales que cada día refuerzan sus procesos identitarios y de grupo, que no es poca cosa.
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Notas
Como en el campo de la filosofía política y las ciencias sociales, Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda y Australia son países fundamentalmente preocupados por tratar estos temas dentro de la conservación y la restauración; eso no quiere decir que en otras latitudes no se trabajaran estos asuntos, pero las publicaciones que circularon en el mundo en su momento provienen sobre todo de estos países. El subcontinente Indio y Latinoamérica, como regiones, han estado interesados en la materia, siendo áreas particularmente mixtas, religiosa y culturalmente hablando, y han desarrollado publicaciones y actividades a este respecto siempre, pero el colonialismo también pasa por la academia y las instituciones internacionales (por ello, sería interesante, por ejemplo, realizar un ejercicio de recopilación y traducción de textos de estas regiones, y otras –África subsahariana, países musulmanes de África y Asia, Eurasia, Asia del Este, etcétera. –de 1990 hasta aproximadamente 2010 (que es cuando se afianzó la propuesta de la “conservación centrada en personas” en el ICCROM, y el tema se difundió profusamente).
Como podemos ver, en casi todo el país la diferencia cultural parece estar equiparada a la desigualdad (Bartolomé, 2018).