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Conservación de patrimonio arquitectónico y contextos urbanos – cambios y debates en las décadas de la posguerra en México

VALERIE MAGAR

Conversaciones…

Instituto Nacional de Antropología e Historia, México

ISSN: 2594-0813

ISSN-e: 2395-9479

Periodicidad: Bianual

núm. 11, 2021

conversaciones@inah.gob.mx



Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos y las imágenes de la publicación, sin previa autorización del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Resumen: Después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo empezó a cambiar de manera acelerada, lo que llevó a la necesidad de replantear conceptos y enfoques en la disciplina de la conservación. La destrucción masiva que se dio durante la guerra fue una de las preocupaciones iniciales, sobre todo en Europa, pero muy pronto hubo otros retos, en especial para los centros históricos y otros asentamientos urbanos, producto de las presiones del crecimiento demográfico, la migración rural y las rápidas modificaciones generadas por los medios de transporte. Para mostrar la necesidad de actuar ante todo esto, numerosas voces se levantaron en diferentes partes del planeta, entre ellas las de Fernando Chueca Goitia y Carlos Flores Marini. Así, las instituciones internacionales creadas en la posguerra reunieron esfuerzos para alentar y apoyar la fundación de centros de conservación en cada país y, sobre todo, de cursos de formación especializados, con el fin de generar los profesionales necesarios para el cuidado y la protección del patrimonio. Este texto retoma una revisión del contexto internacional y de la situación existente en México, para analizar algunos de los planteamientos propuestos para la conservación del patrimonio edificado y de los centros históricos en las décadas de 1960 a 1980.

Palabras clave: posguerra, patrimonio edificado, asentamientos urbanos, organismos internacionales, formación en conservación, México..

Conservación de patrimonio arquitectónico y contextos urbanos – cambios y debates en las décadas de la posguerra en México

Antecedentes

Los daños masivos al patrimonio cultural que se dieron durante la Segunda Guerra Mundial, aunados al rápido crecimiento urbano y al desarrollo de los medios de comunicación motorizados, significaron retos y cuestionamientos sobre la conservación de los monumentos. Las décadas de la posguerra estuvieron marcadas por grandes debates, propuestas de nuevas ideas, y un ensanchamiento continuo de lo que significaba el patrimonio cultural. Ello dio pie a nuevos enfoques teóricos, dirigidos a un cambio de escala en lo que se debía conservar, y por quién. De particular interés en este periodo fue el desarrollo gradual de instituciones internacionales y nacionales dedicadas a la protección y el cuidado del patrimonio, que dieron el marco para una nueva normativa y definiciones para la conservación del patrimonio. En aquellos años se crearon también los primeros cursos de conservación arquitectónica, enfocados a generar profesionales especializados.

En un mundo que cambiaba a velocidad acelerada, se levantaron numerosas voces para buscar formas de conservar el patrimonio cultural, en particular aquel de los centros históricos sometidos a fuertes presiones. Entre ellos estuvieron el español Fernando Chueca Goitia y el mexicano Carlos Flores Marini, los dos autores centrales de este número de Conversaciones…, quienes lanzaron llamados de atención y emprendieron acciones para avocar por la ampliación del concepto de conservación en estos contextos urbanos. Exploraremos en las siguientes páginas algunos de esos desarrollos, desde una perspectiva internacional, pero resaltando también el rol que tuvo México en diferentes momentos.

Nuevas instituciones para la cultura

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, se concretaron cambios importantes en el marco de la cooperación internacional en temas de cultura, en particular con la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), creada en 1945 como uno de los organismos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).[1] De manera paralela se creó el Consejo Internacional de Museos (ICOM), organismo no gubernamental que actuaría de manera muy cercana a la UNESCO durante muchos años, apoyando, de ser necesario, con la participación de especialistas en diferentes campos del patrimonio. Sin embargo, muy pronto resultó clara la necesidad de generar otro organismo internacional especializado en la conservación del patrimonio, para hacer frente tanto a asesorías en temas de conservación, como para ayudar con la creación de centros de conservación y con la formación de profesionales. Ese nuevo organismo intergubernamental se creó en 1956, bajo el nombre inicial de Centro Internacional para la Conservación y Restauración de Bienes Culturales, después mejor conocido como ICCROM (Jokilehto, 2011).[2]

La conservación del patrimonio histórico en México

En México, desde finales del siglo XIX se habían decretado leyes para la protección del patrimonio. Al inicio centradas en los monumentos arqueológicos,[3] estas nuevas leyes marcaron paulatinamente los cambios en la percepción y apreciación de otros tipos de patrimonio. Desde 1885 se había creado la Inspección de Monumentos Arqueológicos, replicando el modelo de protección pública de los bienes culturales ideado primero en Francia, y copiado después por otros países europeos; dos décadas después se crearon las Inspecciones de Monumentos Históricos (1913) y de Monumentos Artísticos (1915); el primero, con la intención de revalorar los monumentos producidos en la etapa virreinal[4] (Flores Marini, 1966: 20; Arboleyda y Rodríguez, 2004: 5). De fundamental apoyo para la Inspección de Monumentos Históricos fue la Sociedad de Arquitectos de México (SAM), fundada en 1905, conformada por reconocidos arquitectos de la época, quienes habían sido los primeros en emitir claros llamados a la valoración y protección de ese patrimonio (Noelle, 2009: 13; Guzmán y Rodríguez, 2018: 28). La apreciación por el patrimonio colonial se fue dando de manera gradual en aquellos inicios del siglo XX en México,[5] así como en América Latina. Durante el II Congreso Panamericano de Arquitectura, celebrado en Santiago de Chile en 1923, se había llegado a una definición de lo que implicaba la conservación de monumentos, y, de manera relevante, se especificaron las nociones de valor arquitectónico, histórico y arqueológico.[6] Para México, Manuel Toussaint, quien estuvo en contacto con sus coetáneos de América Latina en diversos congresos, fue un actor determinante en el conocimiento y la difusión del arte colonial latinoamericano. En 1935, Toussaint fundó el Laboratorio de Arte en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que un año más tarde se transformaría en el Instituto de Investigaciones Estéticas, y que él mismo dirigió, hasta su muerte (DíazBerrio, 1995: 259). Durante el II Congreso Internacional de Historia de América, celebrado en Buenos Aires en 1937, Toussaint comunicó su preocupación por el patrimonio virreinal, por el deterioro y abandono en el que se encontraba (De Nordenflycht, 2013).

La ley vigente en México sobre patrimonio cultural en la posguerra databa de 1934: Ley sobre protección y conservación de monumentos arqueológicos e históricos, poblaciones típicas y lugares de belleza natural. Con esta única ley se unía a todos los tipos de patrimonio, no sólo los monumentos y áreas[7] de carácter cultural, sino también el patrimonio natural. Esta ley dictaba la acción de diferentes dependencias dedicadas a la investigación y protección del patrimonio arqueológico e histórico. En 1939, la mayor parte de esas dependencias se reagruparon en una nueva institución, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), con el amplio mandato de investigar, conservar y difundir el patrimonio cultural de México.[8] En 1946 se creó una nueva institución, el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL), con la misión de fomentar el desarrollo de las artes, y de conservar el patrimonio artístico.[9]

El área dedicada a la conservación de patrimonio edificado histórico dentro del INAH era la Dirección de Monumentos Coloniales, que Toussaint también dirigió entre 1945 y 1954 (Díaz-Berrio, 1995: 259). Muchas de las actividades de esa Dirección en aquel momento se centraban esencialmente en la identificación y el estudio de los monumentos. Con la definición de estas instituciones, poco a poco se le fue dando la custodia al INAH de diferentes monumentos, en particular templos y claustros. En 1948, Toussaint publicó su obra Arte colonial en México (Toussaint, 1974), que se convirtió en un referente obligado, con los análisis y las descripciones comparativas de los diferentes inmuebles. También ese año, George Kubler publicó su Arquitectura mexicana del siglo XVI, primero en su versión en inglés. Flores Marini y Díaz-Berrio destacan para este momento algunos proyectos de protección, liberación y consolidación de monumentos, en especial aquellos realizados por José Gorbea Trueba en los exconventos de Actopan y Tlaxcala entre 1932 y 1946, en Churubusco entre 1936 y 1955, y en Acolman entre 1932 y 1957 (Flores Marini, 1966: 21; Díaz-Berrio, 1995: 260).

Conforme a la ley de 1934, las labores para la protección de monumentos coloniales irían acopladas con la asesoría de una Comisión de Monumentos, integrada por el jefe del Departamento de Monumentos, como presidente, y un representante de cada una de las siguientes dependencias: la Dirección General de Bienes Nacionales de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, el Departamento de Turismo de la Secretaría de Economía Nacional, la Dirección de Obras Públicas del Departamento del Distrito Federal, el Departamento de Edificios de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, la Sociedad Científica Antonio Alzate, y la Sociedad de Arquitectos Mexicanos, así como dos representantes de la UNAM (uno técnico en arquitectura y el otro en artes plásticas) (Díaz-Berrio, 1995: 267).[10]

Durante este periodo, la mayor parte de las acciones de conservación se centraron en algunos monumentos, pero resulta interesante destacar algunos casos de protección urbana tempranos, entre ellos el caso de la ciudad minera de Taxco (Flores Marini, 1976: 35). Desde 1928, el Congreso estatal emitió la Ley para la conservación de la Ciudad de Taxco de Alarcón, que daba claras instrucciones sobre el carácter y la fisionomía de la ciudad que se deseaba conservar, requiriendo, por ejemplo, un porcentaje mínimo de tejas para nuevas techumbres.

TAXCO, CA. 1903
TAXCO, CA. 1903
Imagen: Dominio público.

El rol internacional de México

Después de haber participado en la creación de la UNESCO, México mantuvo un rol activo para tratar de impulsar las actividades de este organismo. El interés por la cooperación internacional y por los objetivos que se habían propuesto para la UNESCO puede verse en parte del discurso que Jaime Torres Bodet pronunció en Londres, en 1945:

Hay en la cooperación intelectual algo más que un simple intercambio de conocimientos y de ideas, de profesores, de revistas, de material de laboratorio y de colecciones de museos. Hay en la base misma de la cooperación intelectual algo infinitamente más importante: es la cooperación de los intelectuales, la fuerza organizada del mundo de las ideas para impedir que se reproduzcan los excesos monstruosos que han conducido a los pueblos a resolver sus crisis por la violencia (Torres Bodet, en Martínez Báez, 2016: 34).

México aceptó la propuesta de hospedar la segunda Conferencia General de la UNESCO, que se celebró en la Ciudad de México en 1947. Si bien los temas de la paz y la educación fueron centrales en los debates, también se abordó el tema de la conservación de los monumentos. A la par de la Conferencia de la UNESCO, se llevó a cabo la primera Conferencia Interina del ICOM, en la que se emitieron recomendaciones adicionales para fortalecer la conservación del patrimonio (ICOM, 1947; Morley, 1949). En estas reuniones se sugirió una ampliación del área de museos, ya existente dentro de la UNESCO, creando otra sección que estuviera específicamente dedicada a los monumentos históricos, para poder así contar con personal especializado en ese tema.[11] Se propusieron, además, las bases para formar un organismo técnico intergubernamental de cooperación internacional para la conservación del patrimonio cultural. Participaron en estos eventos los directores del INBA, Carlos Chávez, y del INAH, Ignacio Marquina, acompañados además por Daniel Fernando Rubín de la Borbolla y Jorge Enciso (Martínez Báez, 2016: 39).[12]

Al año siguiente, durante la Tercera Conferencia General de la UNESCO, se nombró como director general a Jaime Torres Bodet,[13] cargo que ocuparía por cuatro años, y desde el cual promovió activamente los principios de la organización. También en 1948, México organizó su Comité Nacional del ICOM, inicialmente dirigido por Ignacio Marquina (entonces director general del INAH), con el apoyo de Daniel F. Rubín de la Borbolla (director del Museo Nacional de Antropología) como secretario. Los otros miembros eran Julio Castellanos (jefe del Departamento de Artes Plásticas del INBA), Miguel Covarrubias, Jorge Enciso (subdirector del INAH), Fernando Gamboa (director del Museo de Bellas Artes), Franz Mayer, Julio Prieto (subdirector del INBA), Samuel Ramos (presidente de la Oficina Internacional de Cooperación Intelectual), Salvador Toscano (secretario del INAH) y Silvio Zavala (director del Museo Nacional de Historia).

La UNESCO, por medio de su División de Museos y Monumentos, inició sus actividades con reuniones para tratar de tener una mirada general de la situación del patrimonio en el mundo, y con ello poder definir sus estrategias. En 1949, convocó en París a una reunión internacional de especialistas para la protección de monumentos y sitios históricos y artísticos, así como para discutir sobre las excavaciones arqueológicas. La reunión estuvo presidida por Paulo de Barredo Carneiro, miembro del Consejo Ejecutivo de la UNESCO y delegado de Brasil. En la sesión participaron Jaime Torres Bodet y Pedro Bosch Gimpera, entonces director de la División de Filosofía y Estudios Humanos de la UNESCO. Como preparación para esta reunión, se había solicitado a los participantes enviar informes sobre la protección de los monumentos históricos en sus países. Con ellos fue posible ver la diversidad de problemas, acercamientos y sistemas de protección en las diferentes regiones del mundo. Puso también de manifiesto la necesidad de formar especialistas en conservación. Una síntesis de los resultados de esta reunión se publicó en la revista Museum (Pane, 1950), editada por la UNESCO. Aunque en esa ocasión no hubo representantes de México, se envió un comunicado oficial a la UNESCO, de la pluma de Manuel Toussaint. En éste se describían las necesidades de conservación y restauración en el país, y se mostraban detalles, con apoyo de imágenes, de dos proyectos de restauración que se realizaban en aquel momento; uno, en la iglesia de San Agustín, en Acolman, en donde se había bajado dos metros el nivel del suelo acumulado en el exterior para recuperar el nivel original de la construcción; otro, en el claustro de la Merced en la Ciudad de México, en donde se había eliminado el material que tapiaba los arcos coloniales originales (Pane, 1950: 18).

ACOLMAN.
Detalle de la fachada, antes de las excavaciones de los sedimentos
ACOLMAN. Detalle de la fachada, antes de las excavaciones de los sedimentos
Imagen: Dominio público.

En el informe final de esta reunión, preparado por Ronald Lee,[14] se solicitaba al director general de la UNESCO que conformara un comité asesor internacional para monumentos y excavaciones arqueológicas, que colaborara de manera estrecha con el ICOM (Lee, 1950: 93-94).[15] Primero se propuso que dicho comité permanente estuviera compuesto por 14 miembros con diferentes perfiles (arquitectos, arqueólogos, historiadores del arte y urbanistas), provenientes de China, Egipto, Escandinavia, Estados Unidos, Francia, Grecia, India, Italia, México, dos países del Cercano y Medio Oriente, Perú, Polonia y Reino Unido; después se realizaría una rotación de los miembros. Este comité se creó al año siguiente; se estimaba que su funcionamiento propiciaría la “continuidad indispensable para la salvaguarda del patrimonio universal de arte y de historia” (UNESCO, 1950).[16] Se propuso, en ese momento, que las funciones del comité incluyeran la colaboración internacional en el campo de la documentación relacionada con sitios y monumentos de arte y de historia, de la preservación y restauración de tales sitios y monumentos, y de las excavaciones arqueológicas, así como el intercambio de información y de especialistas, y la realización de misiones de expertos de la UNESCO.[17] En las recomendaciones se planteó también la creación de un fondo internacional para la preservación y restauración de monumentos, la promoción del retorno de patrimonio cultural movido como resultado de la Segunda Guerra Mundial, así como la protección de bienes públicos o privados de interés universal ante riesgos mayores, en particular en tiempos de conflicto armado. Estas dos últimas recomendaciones marcarían el camino para las dos primeras convenciones de la UNESCO vinculadas con el patrimonio, la Convención de La Haya (1945) y la de lucha contra el tráfico ilícito (1970).

Sobre el tema del fondo, al año siguiente, durante la Quinta Conferencia General de la UNESCO,[18] celebrada en Florencia, la delegación de México presentó el “Proyecto para una convención internacional para la protección de los monumentos históricos y tesoros del arte”, elaborado por Alfonso Caso (Vidargas, 2015: 98). Para la puesta en marcha de este proyecto, se proponía la creación de un impuesto al turismo, que permitiera crear un fondo internacional para la conservación del patrimonio. Aunque esta propuesta no se aceptó en ese momento, serviría de base para el establecimiento del fondo del patrimonio mundial, unas décadas más tarde.

Un mundo en cambio

En el México de la posguerra, las políticas de salud y el desarrollo económico del país tuvieron consecuencias importantes en su demografía. Aumentó de manera considerable el número total de la población del país, pasando de 22.6 millones de habitantes en 1940, a 25.8 en 1950, 34.9 en 1960 y 48.2 millones en 1970.[19] A partir de la década de 1960, más de la mitad de la población del país habitaba en zonas urbanas, siendo la Ciudad de México uno de los principales polos de atracción. Con ello, los centros urbanos tuvieron que adaptarse a este influjo de nuevos habitantes, lo cual no siempre se reflejó en una planificación que pudiera hacer frente a los numerosos retos que imponían el uso intensivo y extensivo del suelo urbano, el crecimiento del número de vehículos motorizados, –sobre todo automóviles– con un impacto en las vías de comunicación, en los requerimientos de áreas de estacionamiento, y con los efectos de la contaminación ambiental por uso de combustibles fósiles. En México, en 1940 había 149 455 vehículos registrados; esta cifra se duplicaría en la siguiente década (308 206 vehículos), y seguiría un crecimiento vertiginoso con 827 017 vehículos en 1960, y 1 928 816 en 1970. Entre 1940 e inicios del siglo XXI, la densidad pasó de 32.1 vehículos por kilómetro cuadrado a 2 779.7 vehículos por kilómetro cuadrado (Islas Rivera et al., 2011).

CRECIMIENTO
DEL PARQUE VEHICULAR

EN MÉXICO.
CRECIMIENTO DEL PARQUE VEHICULAR EN MÉXICO.
Imagen: Valerie Magar, conforme a datos de Islas Rivera et al. (2011).

CIUDAD DE
MÉXICO. Avenida Madero en torno a 1920.
CIUDAD DE MÉXICO. Avenida Madero en torno a 1920.
Imagen: Dominio público.

Otro elemento importante, ya desde finales de la década de 1930, fue el turismo cultural, que incidiría de manera significativa en la percepción y visión de los monumentos arqueológicos e históricos de México en las siguientes décadas. En el discurso realizado con motivo de la creación del INAH en 1938, el presidente Lázaro Cárdenas expresó lo siguiente:

Por otra parte, la exploración de las ruinas arqueológicas y la conservación de los monumentos coloniales ha demostrado que además de los resultados científicos puede producir magníficos rendimientos económicos en cuanto significa atracción para el turismo extranjero, como lo ha demostrado, por ejemplo, el caso reciente de las exploraciones de Oaxaca, que influye ya decididamente en la vida económica de ese Estado (Lombardo de Ruiz, 2004: 208).

En este escenario, los centros históricos de las grandes urbes estuvieron sometidos a cambios significativos, a menudo con fuertes impactos en su conservación. En numerosos casos se dio una pauperización de los centros como consecuencia del desarrollo de nuevas áreas periféricas. Como respuesta, a partir de la década de 1950 se empezaron a realizar acciones en las plazas de los centros históricos en varias ciudades, con las que con frecuencia se favoreció la idea de dar una sensación “colonial” a estos espacios, estilo que se equiparaba con lo nacional o mexicano. Muchas de estas acciones estuvieron encaminadas, por nuevas políticas, hacia promover el turismo en México. De ese modo, en 1954 se inició el recubrimiento con tezontle de los edificios en la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México. En otras ciudades se favoreció el uso de cantera y pintura blanca, como en Xochimilco, Toluca y varios poblados del Estado de México (Díaz-Berrio, 1990: 66). En otros lugares se eligió la eliminación de aplanados para mostrar los “materiales más nobles”, como en el caso de Morelia. Se privilegió, así, una visión de lo que implicaba la arquitectura colonial bajo una mirada nueva, que no correspondía necesariamente con los datos históricos. Se propició, entonces, un criterio estético, pero con características nuevas, alterando sustancialmente los rasgos y la fisonomía de los edificios y de los conjuntos urbanos (Flores Marini, 1986: 30).

AYUNTAMIENTO,
CIUDAD DE MÉXICO, CA. 1923. Antes de
que se modificara el edificio, y antes de que se abriera la avenida 20 de
noviembre.
AYUNTAMIENTO, CIUDAD DE MÉXICO, CA. 1923. Antes de que se modificara el edificio, y antes de que se abriera la avenida 20 de noviembre.
Imagen: Dominio público.

PALACIO DE
LOS CONDES DE SAN MATEO DE VALPARAISO. Antes de la aplicación de tezontle en la
fachada.
PALACIO DE LOS CONDES DE SAN MATEO DE VALPARAISO. Antes de la aplicación de tezontle en la fachada.
Imagen: Dominio público.

En las intervenciones directas en los monumentos, muchas de las acciones realizadas en 1958 y 1964 se centraron en aquellas dedicadas a la conversión de varios monumentos en museos. Se efectuaron además numerosas intervenciones a cargo de la Secretaría de Patrimonio Nacional (Sepanal) en antiguos conventos y templos de los estados de Morelos y Oaxaca. En estos proyectos se realizaron reconstrucciones importantes, que Flores Marini enumera en su texto “La restauración de monumentos coloniales en México” (1966) sin hacer ningún juicio sobre lo hecho; años después, menciona que tales intervenciones de reconstrucción se dieron, como en el caso de Yanhuitlán, por la mala calidad de la piedra original, y con el objetivo de asegurar la estabilidad estructural de las edificaciones (Flores Marini, 1976: 37).

Flores Marini también estuvo estrechamente vinculado con el proyecto de restauración del exconvento de Tepotzotlán, convertido en un museo nacional, descrito como el primer proyecto interdisciplinario de conservación y restauración, y cuyas investigaciones e intervenciones se publicaron en uno de los primeros volúmenes dedicados al tema de la conservación de monumentos (Flores Marini, 1964).

TEPOTZOTLÁN. CA. 1930.
TEPOTZOTLÁN. CA. 1930.
Imagen: Dominio público.

Las reuniones internacionales de arquitectura

La preocupación por el crecimiento urbano a escala global y el desarrollo de obras de infraestructura que marcaron la última etapa de la década de 1950 y la de 1960 llevaron a la generación de reuniones internacionales, y propuestas de nuevos documentos y directrices para proteger el patrimonio, en particular aquel urbano.

La Segunda Conferencia Internacional de Arquitectos y Técnicos de Monumentos se celebró en París, en 1957;[20] en ella se discutió de manera amplia sobre la necesidad de crear un “ICOM de Monumentos” (Centre International, 1964: 11), para darle un mayor peso a la conservación del patrimonio edificado. Una parte importante de las discusiones se centró además en la necesidad de codificar y mantener principios para la conservación. Piero Gazzola ofreció la sede de Venecia para organizar una tercera reunión en la que esto se pudiera concretar. También se subrayó la importancia, para los países que aún no lo tuvieran, de crear organismos estatales dedicados a la conservación y protección de los monumentos históricos, y urgían al necesario reconocimiento de que las acciones de conservación y restauración sólo podían ejercerlas profesionales calificados para ello.

Se desarrollaron también reuniones nacionales en países europeos, entre las que destacan las que llevaron a la redacción del documento de Gubbio de 1960 en Italia, y a la Ley Malraux en Francia de 1962, que promovieron la salvaguarda de sectores (Flores Marini, 1966; Díaz-Berrio, 1990).

La Tercera conferencia internacional de arquitectos y técnicos de monumentos tuvo lugar sólo hasta 1964, bajo la presidencia de Guglielmo De Angelis d’Ossat. Generó una afluencia enorme, con 622 participantes y 170 acompañantes, provenientes de 62 países. Como parte de la delegación de México asistieron Salvador Aceves, Carlos Flores Marini y Ruth Rivera. Las sesiones de las actas se publicaron en 1971.[21] Además de las sesiones temáticas de la conferencia, desde un inicio se plantearon reuniones paralelas con objetivos específicos, uno de las cuales era la redacción de un nuevo documento internacional que remplazaría la Carta de Atenas de 1931, por dos motivos esenciales. Primero, para adaptar los principios y criterios de la conservación a los eventos recientes en todos los países afectados por la guerra, así como al cambio y nuevas relaciones generados por un urbanismo creciente. Y segundo, para eliminar algunas indicaciones demasiado específicas en la Carta de Atenas, en particular lo relacionado con el uso de materiales modernos de construcción (Lemaire, 1999; Magar, 2014).

Piero Gazzola encabezó el Comité de redacción, en el que participaron 23 profesionales de la conservación, esencialmente europeos, así como tres profesionales provenientes de otras regiones, incluyendo al arquitecto mexicano Carlos Flores Marini, quien en aquel entonces era director del área de Monumentos Coloniales del INAH, y al arquitecto peruano Víctor Pimentel. Ambos habían sido estudiantes de los primeros cursos de restauración arquitectónica impartidos por la Universidad de La Sapienza, en Roma. Claudine Houbart realizó, hace algunos años, un excelente análisis de los archivos de Raymond Lemaire, quien actuó como relator, para identificar las influencias y posibles manos en la redacción de este importante documento (Houbart, 2014).[22]

PORTADA.
Traducción de la Carta de Venecia,
por Manuel del Castillo Negrete, en 1964
PORTADA. Traducción de la Carta de Venecia, por Manuel del Castillo Negrete, en 1964
Imagen: Valerie Magar.

Además de la Carta de Venecia, en esta Conferencia se generaron y aprobaron otros documentos que resulta interesante mencionar. Por una parte, se resolvió crear un organismo internacional no gubernamental para los monumentos y sitios, así como una publicación internacional de “doctrina, de técnica y de legislación en materia de conservación y restauración de monumentos” (Díaz-Berrio, 2012: 38). El Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS), organismo que se crearía al año siguiente, tomó a la Carta de Venecia como su documento fundacional, que aún mantiene un carácter de referente a nivel internacional. En ese mismo año se creó el Comité Mexicano de ICOMOS, promovido por Jaime Torres Bodet, quien fue su primer presidente. Después, el Comité fue presidido durante once años por José Villagrán García. Carlos Flores Marini fungió como tesorero por varios años, y sería también su presidente en la década de 1990.

En la reunión de Venecia, también se emitió una resolución concerniente a la enseñanza de la conservación y restauración de monumentos, que proponía incluir “una iniciación a los problemas de conservación y restauración de monumentos antiguos en el programa de todas las facultades universitarias que comprendan la enseñanza de la Arquitectura, de la Historia del arte y de la Arqueología” (Díaz-Berrio, 2012: 38). La falta de especialistas en conservación fue un asunto sobre el que se siguió discutiendo en los años siguientes. Fernando Chueca Goitia y Carlos Flores Marini dedicaron apartados específicos a este tema en los textos que se recogen en este volumen. Queda claro en este momento que la restauración y conservación debía ser reconocida como una disciplina especializada, que requería de profesionales debidamente formados.

Creación de especialidades en conservación

Hasta finales de la década de 1950, existían escasos centros de formación especializados en conservación arquitectónica. La Universidad de La Sapienza en Roma, mediante su Escuela de Especialización, había lanzado un primer curso en 1957. ICCROM unió sus esfuerzos con esta universidad, con los primeros estudiantes inscritos en 1960-1961. El programa se extendía por más de treinta semanas, con muchos de los cursos impartidos inicialmente en inglés, y con un incremento gradual en el número de estudiantes extranjeros. A partir de 1965, ICCROM retomó la dirección de los cursos, con participantes enteramente internacionales, lo que originó, a mediados de la década de 1970, a dividirlos en dos, uno impartido en italiano (curso A), y el otro en inglés (curso B), ambos en la sede de ICCROM en Roma. El curso A se amplió a un programa de dos años, que llevaba a una maestría en conservación arquitectónica. Este modelo se adoptó después por otros países, para generar nuevos programas de formación a nivel de posgrado. ICCROM ha mantenido los cursos de especialización que, con el paso del tiempo, se enfocaron en cursos de capacitación continua dedicados a profesionales ya formados (ICCROM, 1969; Jokilehto, 2011; Magar et al., 2020). Nivaldo Andrade publicó un excelente artículo con los primeros resultados de una investigación de archivo que aún continúa, en la que ha analizado el impacto de los cursos de Roma en América Latina y el Caribe, y de la marcada influencia de esa escuela de pensamiento (Andrade, 2020).[23]

Mientras tanto, en México se generaron también varias iniciativas tempranas. Desde finales de la década de 1950 se realizaron diversos cursos de conservación arquitectónica, que después se formalizaron en especializaciones de posgrado. En 1959, la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guanajuato abrió una Maestría en Restauración Arquitectónica (Díaz-Berrio, 1994: 266), la primera en el país. En 1966, la UNESCO, en colaboración con el INAH, inauguró el Centro Regional Latinoamericano de Conservación y Restauración del Patrimonio Cultural (Cerlacor), localizado en el exconvento de Churubusco, en la sede de lo que en aquel entonces se conocía como el Departamento de Catálogo y Restauración del Patrimonio Artístico, iniciando un primer programa de conservación de bienes muebles (Montero, 1994; Pérez Ballesteros, 2021). El Cerlacor estuvo dirigido por Manuel del Castillo Negrete. El programa de este curso se diseñó con ICCROM y con la participación de numerosos enseñantes extranjeros; gracias al sistema de becas otorgadas por la UNESCO, permitió la formación de varias generaciones de especialistas en la región (Díaz-Berrio, 1995: 263). En 1967, la UNAM abrió una Maestría en Restauración de Monumentos en la Escuela Nacional de Arquitectura, en la que participó como miembro fundador Carlos Flores Marini. En 1973, el INAH abrió su propia Maestría en Restauración de Monumentos, en el exconvento de Churubusco, en la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía (ENCRyM). Este programa también contó con el apoyo de becas de la UNESCO, y más tarde de la Organización de Estados Americanos (OEA),[24] lo que creó un ambiente internacional que promovió el desarrollo de generaciones de profesionales, y la confrontación de teoría y práctica en el contexto latinoamericano.

Las ideas sometidas a debate en América Latina y en México

De manera paralela a estos avances en la formación y creación de especialistas, en México había que hacer frente a los proyectos de urbanización y desarrollo de infraestructura que afectaban a muchas áreas de monumentos históricos. Díaz-Berrio cita la realización de veintiún proyectos para abrir calles y avenidas en la Ciudad de México, mismos que alteraron o destruyeron inmuebles históricos y áreas verdes (Díaz-Berrio, 1990: 235), lo que generó varias polémicas. También en otros tipos de patrimonio hubo discusiones, en particular con las intervenciones realizadas en los monumentos prehispánicos, con varias reconstrucciones, como en Teotihuacán y Cholula, y en el patrimonio mueble e inmueble histórico, a raíz del incendio en la catedral metropolitana de la Ciudad de México en 1967, confrontadas con la Carta de Venecia.

ZÓCALO DE LA
CIUDAD DE MÉXICO. CA. 1915. Antes de
la apertura de la avenida 20 de noviembre.
ZÓCALO DE LA CIUDAD DE MÉXICO. CA. 1915. Antes de la apertura de la avenida 20 de noviembre.
Imagen: Dominio público.

No resulta por ello sorprendente que surgieran espacios de discusión y reflexión que buscaran marcar líneas para la conservación del patrimonio. Uno de los primeros fue durante la reunión organizada por la OEA, en 1967, que llevó a la redacción de las Normas de Quito. Este importante documento retoma las ideas planteadas en la Carta de Venecia, a la luz de la realidad latinoamericana. Incluyó una descripción detallada de las amenazas para numerosos bienes culturales en América Latina, sobre todo debidas a una carencia de políticas estatales de conservación adecuadas. En la redacción de las Normas de Quito, por parte de México participaron Manuel del Castillo Negrete y Carlos Flores Marini.[25] Un aspecto interesante de las Normas es que ponen énfasis en el potencial del patrimonio como valor económico, que puede estar vinculado con el desarrollo social y económico, en particular a través del turismo. Las Normas de Quito definieron también el concepto de protección de zonas,[26] consideradas en su entorno, que deberían protegerse como conjunto, aun cuando los elementos aislados pudieran no merecer esa designación (Flores Marini, 1976: 23).

En México, en aquellos años pasaron varios especialistas por el Centro de Churubusco, incluyendo a Giovanni Astengo, A. Bonet Correa, Fernando Chueca Goitia, Graziano Gasparini, Paul Guinard, Hans Foramitti, George Kubler y Roberto Pane, por mencionar sólo algunos. Ello favoreció un ambiente propicio para el intercambio de ideas, y la comparación de problemáticas para la conservación de monumentos y conjuntos urbanos en diferentes esferas.

CATEDRAL
METROPOLITANA, 1973.
CATEDRAL METROPOLITANA, 1973.
Imagen: Pedro Rojas.

En ese mismo año ocurrió un importante incendio en la catedral de la Ciudad de México. Las diferentes propuestas realizadas para la intervención después del siniestro, aunadas a sugerencias de modificación en las vialidades alrededor de la catedral, generaron importantes polémicas (O’Gorman, 1968; Piña Dreinhofer, 1968; 1970; Rodríguez Kuri, 2007). Ello llevó a varias discusiones, difundidas por la prensa, para analizar las alternativas y definir las posibles intervenciones. Al final, los elementos quemados de la catedral se reconstruyeron de manera idéntica, mientras que los proyectos de vialidad no se llevaron a cabo (Díaz-Berrio, 1990: 315), para alivio de muchos. Las numerosas discusiones en torno a la catedral generaron importantes reflexiones, así como la participación de diferentes sectores de la sociedad en el debate sobre la conservación del patrimonio (Piña Dreinhofer, 1970).

La siguiente década fue fundamental también en la definición de nuevos marcos normativos para la conservación. En México, en 1972 se emitió la Ley Federal sobre Zonas y Monumentos Arqueológicos, Artísticos e Históricos, que definió mejor la competencia de diferentes instituciones y permitió la declaratoria de zonas de monumentos históricos. Las primeras declaratorias para la protección de centros históricos fueron las de San Cristóbal de Las Casas (en 1974, con un área de tres kilómetros cuadrados), Oaxaca (en 1976, con un área de cinco kilómetros cuadrados), Puebla (en 1977, con un área de siete kilómetros cuadrados) y México (con un área de nueve kilómetros cuadrados) (Díaz-Berrio, 1990: 204; 1995: 269). En 1973, se estableció además una lista con 50 ciudades y poblaciones cuya conservación se consideraba como prioritaria (Díaz-Berrio, 1990: 205). En muchos de estos estudios participaron los alumnos de posgrado de los diferentes programas de conservación arquitectónica.

También en 1972, se aprobaron dos importantes documentos de la UNESCO. El más conocido es la Convención para la protección del Patrimonio Mundial, Natural y Cultural, que México ratificaría en 1984. Esta convención, en cuya aplicación México ha mostrado interés continuo, ha permitido el cuestionamiento de enfoques para la conservación del patrimonio, la definición y clarificación de terminología, y el desarrollo constante de metodologías para la conservación y gestión de este patrimonio. El otro documento, con frecuencia olvidado, es la Recomendación sobre la protección, en el ámbito nacional, del patrimonio cultural y natural, que buscaba poner énfasis en la importancia de que cada país conservara todas las manifestaciones de su patrimonio, y no únicamente aquel considerado como patrimonio mundial.

En la Ciudad de México, en octubre de 1972, se llevó a cabo un coloquio internacional del ICOMOS con el tema “La reanimación de ciudades y poblados históricos, según la Carta de Venecia”. Como resultado de las discusiones y presentaciones, se emitieron recomendaciones a los gobiernos y organismos para generar políticas de conservación de este tipo de patrimonio, cuyas prioridades podrían generarse a partir de inventarios de los bienes. Estas recomendaciones promovían el uso de diversos medios para “crear en las comunidades conciencia de los valores del patrimonio cultural” (INBA e INAH, 1972), así como la inclusión de conocimientos sobre patrimonio cultural en planes educativos en el nivel primario. Este tema de la importancia de la participación ciudadana o de organizaciones civiles fue adquiriendo cada vez más relevancia en el contexto mexicano, sobre todo en torno al patrimonio histórico. Recalcaron, además, la necesidad de formar técnicos especializados en este campo. También propusieron la búsqueda de sistemas de crédito y soluciones financieras para quienes fueran propietarios de inmuebles históricos. Se planteó, por último, la necesidad de generar planes de desarrollo y de habitación, así como planes piloto de conservación de las ciudades, los poblados y sitios históricos (INBA e INAH, 1972; Cedocla, 1973).

En 1973, se realizó el Primer Seminario regional latinoamericano de conservación y restauración (Serlacor, 1973; Cedocla, 1974: 23-24) en el Centro Churubusco, un evento de carácter internacional en el que se discutieron cuestiones fundamentales sobre temas de teoría y normativa de la conservación, formación de profesionales, y otros específicos de conservación de patrimonio mueble e inmueble.[27] La conclusión del evento, en particular,

hace un llamado a todos los Estados para que tomen todas las medidas legislativas, administrativas y financieras urgentes, necesarias para permitir la constitución de un marco de restauradores profesionales asimilables al marco del personal científico de los museos e instituciones similares (Serlacor, 1973: 2).

Se retomó un documento desarrollado por ICCROM,[28] en 1969, sobre el estatuto de los profesionales de conservación. En éste se insistía en que para las intervenciones se debería de contar con “personal altamente calificado en las oficinas responsables de aprobar y dirigir los proyectos de restauración y de intervención urbanística” (Serlacor, 1973: 4). Se buscó, además, fortalecer la cooperación entre centros de restauración y de formación en América Latina y el Caribe, por medio de la recopilación de la lista de centros existentes, y mediante la propuesta de

organizar una Asociación Latinoamericana de Restauradores Profesionales que sea el máximo organismo donde se aglutinen los esfuerzos de todos en la lucha por la Defensa del Patrimonio Cultural, sea la base para estructurar nuestra tarea, sirva de organismo de vigilancia y norme la actuación técnica y especializada en este campo (Serlacor, 1973: 2-3).

El Serlacor remarcó la importancia de los principios y criterios definidos en la Carta de Venecia y en las Normas de Quito, y se instó a que los gobiernos los incorporaran en sus políticas de conservación del patrimonio cultural. Dichos principios, aplicables al campo de los bienes muebles e inmuebles, debían ser ampliamente difundidos como medida indispensable para garantizar resultados positivos (Serlacor, 1973: 3). El análisis de numerosos estudios de caso de la región fue un tema de preocupación en el Seminario, en particular la situación de varios centros históricos “frecuentemente sometidos a demoliciones, destrucciones y adulteraciones escenográficas”; instaron al ICOMOS la ampliación de sus principios, para poder orientar las soluciones hacia los centros históricos y garantizar así su conservación, incluyendo los valores de éstos sin “alterar las condiciones sociales, culturales y económicas de sus habitantes” (Serlacor, 1973: 4). Otro tema de preocupación, traducido en una fuerte crítica, era la gran cantidad de proyectos de reconstrucción efectuados tanto en monumentos históricos como arqueológicos, y con una

condena por la proliferación de obras que –alejadas del espíritu de la Carta de Venecia– falsifican y anulan los valores del monumento entendido como documento de historia y de arte. Rechazan las equivocadas “reconstrucciones” como las de Cholula y Tiwanaku; no aceptan las invenciones escenográficas como las realizadas en algunos ambientes urbanos de Arequipa, Xochimilco, en la plaza de San Agustín de Morelia o en la construcción de Guatavita. Expresan igualmente su preocupación por el peligro que amenaza la integridad de la plaza de Armas del Cuzco, uno de los espacios urbanos más importantes del continente, donde se pretende levantar un monumento que, sin juzgar la importancia del merecido homenaje, perjudicaría el valor total del conjunto (Serlacor, 1973: 5).

CHOLULA.
CHOLULA.
Imagen: Valerie Magar.

Al analizar el uso de técnicas de conservación y restauración no siempre adaptadas a los contextos locales, recomendaron la necesidad de “adaptar los conocimientos teóricos a las situaciones locales y al uso de los materiales disponibles” (Serlacor, 1973: 10), y la

importancia decisiva en la conservación de los objetos culturales que tiene el mantenimiento de condiciones climáticas adecuadas, y sobre los peligros del uso indiscriminado de los aparatos de climatización, los cuales no deben emplearse sin hacer previamente una evaluación de su efectividad. El uso de estos aparatos puede ser muy conveniente en ciertas circunstancias y totalmente inadecuado en otras, como es el caso de las zonas tropicales húmedas (Serlacor, 1973: 11).

Durante la conferencia se abordaron otros temas vinculados con la conservación de bienes muebles y en museos. Muchas de las recomendaciones propuestas en este seminario siguen teniendo gran vigencia. Gracias a la amplia convocatoria en el Serlacor, se pudieron discutir de manera abierta numerosos temas que llevarían a la búsqueda de soluciones en los siguientes años.

El INAH, el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM y la Sociedad Mexicana de Antropología organizaron una reunión sobre conservación de monumentos y zonas arqueológicas, en 1974. De ella se derivaron recomendaciones importantes acerca de la necesidad de consolidar los monumentos prehispánicos, cuidando su entorno y evitando toda reconstrucción. Augusto Molina, en su publicación La restauración arquitectónica de edificios arqueológicos (1975), realizó fuertes críticas a la práctica de la conservación arqueológica en México, con reconstrucciones excesivas, que gradualmente llevó a un reposicionamiento de los métodos y materiales empleados.

La manera de repensar los centros históricos y la conservación de patrimonio edificado se reflejó en las publicaciones de aquellos años. Salvador Díaz-Berrio publicó, en 1974, las “Bases para rehabilitar poblaciones y ciudades históricas de México”, texto que respondió a las necesidades generadas por el sismo de 1973 en la Ciudad de México, pero en el que se esbozaba ya la idea de considerar las ciudades como organismos que deben seguir vivos (Díaz-Berrio, 1990: 345). Carlos Flores Marini publicó Restauración de ciudades, en 1976; ahí enfatizó la necesidad de considerar no sólo los monumentos, sino el entorno más amplio (Flores Marini, 2014: 59), un tema que sería retomado y sobre el que se insistiría mucho en los años siguientes (Díaz-Berrio and Orive Bellinger, 1981; González Pozo, 1984).

En 1974, se realizó el Seminario interamericano sobre experiencias en la conservación y restauración del patrimonio monumental de los periodos colonial y republicano, bajo los auspicios de la OEA. Este seminario llevó a la redacción de la Resolución de Santo Domingo, en la que participaron Carlos Chanfón, Carlos Flores Marini, Graziano Gasparini (Venezuela), José Manuel González Valcarcel (España), Enrique Govenanto (Estados Unidos), José B. Lacret (OEA), Eugenio Pérez Montás (República Dominicana) y Roberto de la Vega (Colombia) (Flores Marini, 1976: 62-63). Este texto recalcó la importancia de conservar los centros históricos en América Latina, teniendo en cuenta a la sociedad que los habita. Propusieron, además, crear una Asociación interamericana de arquitectos y especialistas en la protección del patrimonio monumental, cuyo fin fuera promover el intercambio de información entre sus miembros.

A finales de la década de 1970, en México se creó una nueva Secretaría de Asentamientos Humanos y Obras Públicas (SAHOP), que generó un Plan de Desarrollo Urbano en 1977. Según Díaz-Berrio, esto permitió la integración del patrimonio en las estrategias y los planes de ordenación del territorio (Díaz-Berrio, 1986: 46-47). Esta misma Secretaría promovió la unificación de los métodos y sistemas de inventario del patrimonio edificado (Díaz-Berrio, 1986: 49), esencial para poder contar con información para una planificación informada.

En la siguiente década, se promovieron reuniones de reflexión sobre la actuación en la conservación del patrimonio, a la luz de las diferentes recomendaciones y seminarios realizados, que llevaron a una revisión de las formas de actuar en la conservación del patrimonio cultural. La ley de 1972 había abierto nuevas posibilidades de protección de áreas más extensas del patrimonio, pero seguía cargada de terminología y definiciones relativamente estrechas, con los conceptos de monumentos y zonas de monumentos (éstos entendidos como series de monumentos más que como conjuntos más amplios). De manera especial, la ley seguía dando prioridad al patrimonio arqueológico por encima del patrimonio histórico o artístico. Ello fue patente en las decisiones tomadas en el Templo Mayor de Tenochtitlán, a partir de 1973, en donde la primicia del asentamiento prehispánico fue la prioridad, a pesar de las críticas elevadas en su momento. En una entrevista realizada por Salvador Díaz-Berrio, Paul Philippot mencionaba que, a pesar de los conocimientos y el fortalecimiento de la disciplina en los últimos años, en México,

respecto al trabajo que se realiza en los monumentos, se aprecia una falta de correlación entre la arqueología y la historia del arte, como sucede, en cierta medida, en todos los países. Pero aquí en México se manifiesta con consecuencias a veces graves, debido a la falta de comprensión y de una política orientada hacia esta correlación.

El caso del Templo Mayor es un ejemplo clave que muestra, por una parte, un adelanto importante en materia de conservación arqueológica que incluye además una adecuada presentación de los elementos arqueológicos; pero, por otra parte, pone en evidencia una ruptura en la consideración y presentación de otras etapas históricas. Habiendo conocido antes ese sitio, me pregunto por qué no se pudo mantener la continuidad y estratificación de todos los elementos culturales que allí podrían haber coexistido.

Respecto a los monumentos de la época virreinal, dan la impresión de proyectar un gusto moderno por los materiales pétreos, sin una búsqueda sistemática de la apariencia real e histórica de los bienes inmuebles. Esta tendencia parece reforzarse por la apariencia actual de los monumentos prehispánicos, desprovistos de aplanados, acabados y colores. Se proyecta así un gusto reciente y una visión moderna de lo antiguo, y en algunas ocasiones, se busca un pasado mítico en falsas imágenes de elementos antiguos (Díaz-Berrio, 1986a: 7).

Este severo análisis coincidía con numerosas críticas realizadas por profesionales mexicanos, y en los siguientes años condujo a diversas reuniones en el INAH para evaluar las políticas y estrategias de conservación, en las que se emitieron nuevos lineamientos y enfoques, buscando limitar las reconstrucciones excesivas.

La década de 1980, marcada por fuertes crisis económicas en varios países, y que afectó de manera importante a México, coincidió con el final del convenio con la OEA que permitía ofrecer becas a estudiantes latinoamericanos en Churubusco. Como consecuencia de ello, se fue reduciendo el número de participantes extranjeros en los cursos, además porque se habían creado posgrados en conservación arquitectónica en universidades de otros países. Sin embargo, se mantuvieron actividades internacionales vinculadas con el centro Churubusco, en particular un curso organizado por el INAH y la OEA sobre metodologías de trabajo en conjuntos históricos (Díaz-Berrio, 1986a). También, a raíz del terrible sismo que afectó a la Ciudad de México en 1985, se llevó a cabo un taller sobre rehabilitación de casas habitacionales en zonas sísmicas, organizado por el INAH, ICCROM, el Centro de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (CNUAH-Habitat), el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), las Secretarías de Educación Pública (SEP), Relaciones Exteriores (SRE) y Desarrollo Urbano y Ecología (Sedue), y el Instituto y la Facultad de Ingeniería de la UNAM (Anon., 1986).

En esa misma década, y con el apoyo de la OEA, se lanzó Carimos, inicialmente concebido como un Plan Caribeño para Monumentos y Sitios, con una duración de diez años, y con el objetivo de restaurar y conservar monumentos en la zona del Gran Caribe, con motivo del quinto centenario del descubrimiento de América. Más tarde se mantendría Carimos como un organismo regional, cuya actividad continúa hasta la fecha. Desde esa plataforma, Carlos Flores Marini promovió el vínculo entre especialistas de la conservación en América Latina (Flores Marini, 2003) al fomentar una visión amplia del patrimonio y promover una colaboración continua.

Consideraciones finales

En las tres décadas que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial, y ante cambios rápidos a nivel global en todos los sectores, hubo una creciente reflexión sobre el quehacer de la disciplina de la conservación y quienes deben ejercerla. La noción de lo que se ha querido proteger, para la sociedad del momento y para las generaciones venideras, ha ido creciendo a medida que más elementos se encuentran sometidos a presiones internas y externas. En el campo del patrimonio edificado se pasó de un enfoque muy centrado en el patrimonio monumental, hacia otro que contempla edificaciones diversas y conjuntos de monumentos entendidos de manera más amplia, considerando su entorno y su ambiente tanto cultural como natural, concebidos como elementos indisociables.

En este periodo se adoptaron textos fundamentales para normar el quehacer de la conservación, en particular con la Carta de Venecia, que ha sido un documento guía fundamental, acoplado con otros documentos adecuados a las realidades de otros países o regiones, en especial las Normas de Quito y la Carta de México en defensa del patrimonio cultural. También se gestaron los cursos de conservación arquitectónica, que permitieron la generación de profesionales especializados. De particular relevancia para América Latina fueron los cursos que se impartieron en el Cerlacor, y posteriormente en la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía, en donde la convivencia de becarios y docentes internacionales permitió un rico intercambio de ideas, así como la generación de conocimientos y enfoques propios. Quienes participaron en estos momentos iniciales, incluyendo a Manuel del Castillo Negrete, Salvador Díaz-Berrio, Carlos Flores Marini, Salvador Aceves, Carlos Chanfón, Luis Torres, Jaime Cama Villafranca y Sergio Arturo Montero, promovieron la comunicación en diferentes esferas, tanto en los cursos de formación en los diferentes centros docentes, pero también al colaborar en las actividades de ICCROM, ya fuera como estudiantes de los cursos o participando en las reuniones de la Asamblea General, o como miembros de su Consejo. Todos éstos fueron espacios fecundos de intercambio para comparar y discutir teoría y práctica, y poner en perspectiva las necesidades y los logros de diferentes países y regiones del globo. Por muchos años, el espíritu de cooperación internacional, promovido por la UNESCO y por ICCROM desde su concepción, e impulsado por la Carta de Venecia y las recomendaciones derivadas de la Conferencia de 1964, fue predominante. Las décadas de 1960 y 1970 fueron fundamentales, en respuesta a los llamados de atención, para construir nuevas visiones de la práctica de la conservación en numerosos países. Las graves crisis económicas de la siguiente década, en especial en México a partir de 1982, marcaron un enorme cambio en las posibilidades de intercambio. Con el final del convenio con la OEA, se volvió más compleja la posibilidad de movilizar estudiantes latinoamericanos en el Centro Churubusco. En aquellos años hubo también menos mexicanos en los cursos de ICCROM.

Las décadas en torno a la reunión de Venecia en 1964 y la adopción de la Carta de Venecia fueron momentos fundamentales para iniciar un nuevo periodo en la conservación del patrimonio edificado. El camino para definir políticas y modelos en México no fue sencillo, debido a las numerosas presiones sociales, económicas y políticas que marcaron cada época. La definición de marcos claros de actuación sigue siendo prioritaria en México (y más allá), y una acción que conviene recordar de manera continua, conforme se suceden las generaciones de profesionales de la conservación trabajando en ello. Nuestra profesión requiere siempre de un balance delicado, para poner la teoría en práctica, comprendiendo cada caso como único en su contexto y su entorno más amplios.

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UNESCO (1950) Actas de la Quinta Conferencia General, UNESCO, París.

UNESCO (1976) Recomendación relativa a la salvaguarda de los conjuntos históricos y su función en la vida contemporánea, UNESCO, Nairobi.

Vidargas, Francisco (2015) “México en su patrimonio”, Hereditas (23-24): 96-99.

Villagrán, José (1967) “Arquitectura y restauración de monumentos”, in. Memoria del Colegio Nacional, El Colegio Nacional, México, pp. 87-126.

Notas

1 En las conferencias que llevaron a la creación de la UNESCO, México estuvo representado por Jaime Torres Bodet, entonces secretario de Educación Pública, junto con Samuel Ramos, José Gorostiza, Manuel Martínez Báez y los embajadores Alfonso Rosenzweig Díaz y Luis Padilla Nervo (Martínez Báez, 2016: 33). Se realizaron dos reuniones preparatorias, en 1945, que llevaron a la creación de la UNESCO, una de ellas en la Ciudad de México, y otra en Londres, en la que Torres Bodet actuó como uno de los vicepresidentes. Para más información de este tema, véase Martínez Báez (2016), y Sanz y Tejeda (2016).
2 México se convirtió en Estado Miembro de ICCROM en 1961.
3 Ley Federal sobre Monumentos Arqueológicos de 1897.
4 En un inicio, se privilegió la protección de monumentos vinculados con la Independencia o que fueran símbolos de la nación. De manera gradual se integraron otros monumentos, en particular antiguos conventos y edificios civiles. El patrimonio, como en muchos otros países, sirvió de instrumento para cimentar y unificar a la nación.
5 Recordemos que, en México, después del movimiento de Independencia a inicios de siglo XIX, el interés por el pasado se centraba esencialmente en el de carácter prehispánico, contexto en el que se habían buscado elementos para definir a la nueva nación independiente. La arquitectura virreinal, vinculada con el régimen colonial, no se percibía como verdaderamente mexicana. Además, con la Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos de 1859, muchos de los antiguos conventos e iglesias y otras edificaciones pertenecientes a la Iglesia, se vendieron, enteros o en lotes. En numerosos casos, esto implicó su demolición total o parcial (Lombardo de Ruiz, 2004: 201).
6 [dipublico.org 2014].
7 Artículo 19 de la Ley de 1934: “[…] a efecto de mantener el carácter propio de las poblaciones situadas en el Distrito y Territorios Federales y el de la Ciudad de México especialmente, el Ejecutivo de la Unión podrá declarar de interés público la protección y conservación del aspecto típico y pintoresco de dichas poblaciones o de determinadas zonas de ellas”.
8 Desde inicios del siglo XX, se creó también una dependencia para controlar las propiedades federales. Con el tiempo, originalmente inserta dentro de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, fue cambiando de nombre y de localización. Para la época de la creación del INAH, era la Secretaría de Bienes Nacionales e Inspección Administrativa, y en 1958 se convirtió en la Secretaría del Patrimonio Nacional (Sepanal), cuya función era “regular y controlar la posesión, usos y destinos de los inmuebles federales” (Díaz-Berrio, 1996: 264). Aunque en principio no debería de ocuparse de monumentos históricos (por estar expresamente bajo la responsabilidad de otra dependencia), con el tiempo, y por la disposición de recursos, la Sepanal realizó también numerosas intervenciones de conservación y restauración.
9 La división entre patrimonio histórico y artístico se estableció de manera cronológica. El primero abarca el patrimonio desde la llegada de los españoles hasta finales del siglo XIX. El patrimonio artístico corresponde a monumentos declarados como tales del siglo XX.
10 En 1963, esta Comisión se modificó, quedando compuesta por el director del INAH, el director general de Edificios de la Secretaría de Educación Pública, el jefe del Departamento de Monumentos Coloniales del INAH y un representante de la Secretaría del Patrimonio Nacional, la Secretaría de Obras Públicas, el Departamento del Distrito Federal, el Departamento de Turismo, la Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Nacional de Bellas Artes, la Sociedad de Arquitectura, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, y la Sociedad Científica Antonio Alzate (Díaz-Berrio, 1995: 269).
11 La División de Museos al principio se renombró como División de Museos y Monumentos y, en 1950, se separó en dos áreas, una dedicada a Museos y la otra a Monumentos.
12 En esta misma reunión, el INAH presentó también una propuesta encaminada a fomentar acciones para una mayor cooperación internacional, en particular para la reducción del tráfico ilícito de bienes culturales, así como medidas para facilitar el intercambio de bienes entre instituciones, con fines educativos (INAH, 1947).
13 Jaime Torres Bodet fue secretario de Educación Pública entre 1943 y 1946, y después, de 1958 a 1964. Fue director general de la UNESCO de 1948 a 1952.
14 Representante de Estados Unidos en esta reunión, e historiador en jefe del Servicio de Parques Nacionales.
15 En la resolución de creación del ICOM, el término "museos" incluía todas las colecciones abiertas al público con materiales artísticos, técnicos, científicos, históricos o arqueológicos, incluyendo zoológicos y jardines botánicos; no contemplaba a las bibliotecas, a menos que contaran con salas de exhibición permanentes.
16 Como representante de México en esta comisión participó Antonio Castro Leal, a partir de abril de 1951 (Sanz y Tejada, 2016: 224).
17 La primera misión de asistencia técnica de la UNESCO se realizó a petición del gobierno de Perú, a raíz del terremoto de gran intensidad que afectó a la ciudad de Cuzco en mayo de 1950, y que ocasionó daños en 50% de las edificaciones, incluyendo monumentos históricos y arqueológicos. Los especialistas enviados para esta misión fueron George Kubler, jefe del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Yale, y Luis MacGregor, arquitecto restaurador mexicano (UNESCO, 1953).
18 La delegación mexicana estaba conformada por Paula Alegría, Alfonso Caso, Antonio Castro Leal, Francisco A. de Icaza, José Gorostiza y Fernando Moctezuma.
19 Cifras obtenidas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía [http://cuentame.inegi.org.mx/poblacion/habitantes. aspx?tema=P].
20 La primera Conferencia había sido celebrada en Atenas, en 1931, que llevó a la redacción de la Carta de Atenas.
21 Se pueden consultar casi íntegramente en la página web de ICOMOS [http://www.international.icomos.org/venicecharter2004/ indez.html] (consultado el 10 de diciembre de 2021).
22 En 1966, el Instituto Nacional de Antropología e Historia publicó la Carta de Venecia bajo el título Carta internacional de la restauración, traducida por Manuel del Castillo Negrete (INAH, 1966).
23 Este trabajo de Nivaldo Andrade ha continuado, y se ha incrementado con una colaboración entre la Universidad Federal de Baia (Brasil), la Universidad de Playa Ancha (Chile) e ICCROM, en donde se están realizando entrevistas a los primeros estudiantes de los cursos de Roma, tanto en la Universidad de La Sapienza como en ICCROM, para seguir analizando el impacto que tuvieron en la definición de la teoría y práctica de la conservación de patrimonio edificado en América Latina y el Caribe. De manera paralela, el Archivo y la Biblioteca de ICCROM iniciaron, en 2022, un ambicioso proyecto para digitalizar la información relativa a los cursos de conservación arquitectónica, después mejor conocidos como ARC.
24 El convenio de becas con la UNESCO se mantuvo durante 10 años, de 1967 a 1977, mientras que el de la OEA se extendió de 1971 a 1981. En 1979, los cursos de la escuela de Churubusco contaban con 172 alumnos inscritos, de los cuales 65 eran extranjeros (Díaz-Berrio, 1987: 279).
25 En la redacción del documento participaron Guillermo de Zéndegui, secretario técnico de la reunión, Benjamín Carrión, Hernán Crespo Toral, Lidia C. de Camacho, Oswaldo de la Torre, Manuel del Castillo Negrete, Manuel E. del Monte, Carlos Flores Marini, Graziano Gasparini, José Manuel González Valcárcel, Carlos M. Larrea, Jorge Luján M., Agustín Moreno, Earle W. Newton, Filoteo Samaniego, Fernando Silva Santiesteban, Renato Soeiro, Christopher Tunnard, José María Vargas, Miguel A. Vasco y Carlos Zevallos.
26 Este concepto ya se había abordado antes, en particular en la Carta de Gubbio (1960) en Italia, y en la Ley Malraux (1962) en Francia.
27 En esta reunión participaron como expositores Karl-Werner Bachman, Guillermo Bonfil, Juan Corradini, Guglielmo De Angelis d’Ossat, Salvador Díaz-Berrio, Graziano Gasparini, Alejandro Gertz Manero, Henry M.W. Hodges, José Luis Lorenzo, Edson Motta, Paul Philippot, Víctor Pimentel, Francisco Stastny, Johannes Taubert, Giorgio Torraca, Luis Torres y Jorge Zepeda, y hubo concurrencia de Argentina, Bolivia, Brasil, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Perú, República Dominicana y Venezuela.
28 Este texto fue redactado por Getrud Tripp, P. Rotondi, P. Sneyers y Paul Philippot.
29 En esta reunión participaron Darcy Ribeiro (Brasil), Gammar Mojtar (viceministro de cultura, Egipto), Bonnie Burham (Fundación Internacional de Investigación Artística, Nueva York), Luis Luján Muñoz (Museo de Antropología, Guatemala), M.N. Despande (Oficina Central de Investigación, India), Peider Konz y Giuliana Luna (UNSDRI), Francesco Negri (Administración de Bellas Artes, Italia), Alejandro Gertz Manero (oficial mayor de la PGR, México), Guillermo Bonfil Batalla, Augusto Molina Montes, Carlos Chanfón, Jaime Cama, José Luis Lorenzo (INAH), Salomón Nahmad (Instituto Nacional Indigenista, México), Alejandro Henestrosa Solórzano (México), Roberto Fernández Iglesias (Panamá), Luis Guillermo Lumbreras (Museo Nacional de Antropología y Arqueología, Perú), y Stefano Varesse y Franklin Pease (Perú) (INAH, 1976).
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