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Reflexiones sobre la creatividad humana
Conversaciones…
Instituto Nacional de Antropología e Historia, México
ISSN: 2594-0813
ISSN-e: 2395-9479
Periodicidad: Bianual
núm. 10, 2020
Resumen: El objetivo del artículo es analizar la evolución de la comprensión de la creatividad humana desde el mundo tradicional hasta la modernidad. El mundo tradicional evolucionó de manera gradual con base en la capacidad creativa humana, y como respuesta a las necesidades y los requerimientos emergentes de grupos de personas y comunidades. La cultura es un producto de la humanidad y es relevante para todas las actividades humanas, materiales o inmateriales. Como parte de los procesos creativos, los seres humanos asocian significados y sentidos culturales a todo tipo de artefactos y estructuras, como monumentos o memoriales, arquitectura vernácula tradicional que refleja la identidad de cada lugar y comunidad, así como imágenes de culto creadas para santuarios y templos. La construcción tradicional del hábitat resultó en la creación de sistemas estructurales y formas de construcción que se desarrollaron paulatinamente durante siglos. Los asentamientos resultantes tenían una fuerte identidad local debida a la elección de los materiales disponibles, así como a los requisitos mismos de la comunidad. Las tradiciones en curso no eran estáticas sino vivas y capaces de implicar cambios creativos graduales en costumbres y valores, pero manteniendo la esencia subyacente. Originalmente, la integración contextual del arte a la tradición encontró su expresión en el culto. En consecuencia, al ser creada para una función ritual específica, la obra era reemplazable y podía ser sustituida por otra que cumpliera la misma función. El asunto de la creación artística se convirtió en un tema, en particular a partir del Renacimiento italiano. Imitar las formas naturales para percibir la idea original fue una cuestión importante en el siglo XVIII, cuando Johann Joachim Winckelmann elevó la noción de “idea” a “ideal”, un factor en la selección de obras que se han de preservar, en especial para la escultura antigua. La filosofía moderna relacionada con las obras de arte se ha desarrollado en particular desde principios del siglo XX. Se presta especial atención a distinguir entre la idea artística, es decir, la imagen o forma, que representa el aspecto intangible, y su realización en un material, es decir, la materia que es portadora de la imagen. Paul Philippot destaca que la teoría del arte se distingue de otras disciplinas históricas porque, más que contar la historia de un hecho del pasado, perteneciente a la memoria, pretende crear de la historia una realidad que está presente en la conciencia. En conclusión, la creatividad humana representa la fuerza vital intangible que apunta a la creación y diversificación de expresiones culturales, ya sea que se les llame monumento, obra de arte o vernácula. La noción de ser histórico puede tomarse como un juicio de valor, que también exige respeto y protección.
Palabras clave: creatividad, tradición, monumento, obra de arte, historia..
Reflexiones sobre la creatividad humana
Traducción de Valerie Magar
Se puede considerar que la distinción entre las nociones de “monumento” y “monumento histórico”, propuesta por Françoise Choay, simboliza el desprendimiento progresivo del mundo moderno del tradicional, que ya fue discutido por Nietzsche en el siglo XIX. El concepto “monumento” lleva consigo la noción tradicional de memorial o recordatorio, como lo indican sus raíces griegas mnema, mnemeion (memorial, recuerdo, registro de una persona o cosa), y la raíz latina monere (recordar, amonestar). También se observa que mientras que la noción griega enfatiza el recordar, el latín está más asociado con recordar a una autoridad, en apariencia reflejando los caracteres social y político de las dos civilizaciones. Choay destaca la idea de que la noción de monumento o memorial en realidad ha existido en todas las culturas, como se puede ver, por ejemplo, en los antiguos dólmenes y en las construcciones
megalíticas construidas con fines sociales, religiosos o funerarios en diversas partes del mundo. Por lo tanto, puede considerarse como universal. Choay señala, además, que la idea de “monumento” también puede existir en el mundo moderno. Da el ejemplo de la reconstrucción del destruido centro de la ciudad de Varsovia. Fue inscrita en la Lista del Patrimonio Mundial en 1980, justificada como símbolo de la identidad polaca, y porque: “La ciudad fue reconstruida como símbolo de la autoridad electiva y de tolerancia, donde se adoptó la primera constitución europea democrática, la Constitución del 3 de mayo de 1791”. [1]
Creatividad humana y tradición
El mundo tradicional evolucionó gradualmente conforme a la capacidad creativa humana y como respuesta a las necesidades y los requerimientos emergentes de grupos de personas y comunidades. En referencia a tales desarrollos, Henri Bergson (1859-1941), presidente del Comité internacional de cooperación intelectual, discutió las nociones de creatividad y duración en su Evolución creativa (L’Évolution créatrice, 1906). El mundo sigue siendo generado por una fuerza vital o ímpetu original (élan vital) que pasa de una generación a la siguiente, creando un puente de continuidad. Al mismo tiempo, esta fuerza apunta a la diversificación creativa. Podemos ver que la vida tiene dos dimensiones: por un lado, se vive con la fuerza creativa que sigue respondiendo a desafíos emergentes y, por otro, los resultados de la creatividad pasada perduran en la materia, convirtiéndose en un registro de la historia. “Como el universo en su conjunto, como cada ser consciente tomado por separado, el organismo que vive es algo que perdura. Su pasado, en su totalidad, se prolonga hasta su presente, y permanece allí, actual y actuando”[2] (Bergson, 1998: 15). Bergson también analiza la forma en que funciona la memoria humana en los procesos de reconocimiento de imágenes pasadas. De hecho, es mediante estos procesos que el pasado y el presente están estrechamente vinculados al crear la cultura humana (Bergson, 1991).
Con este mismo espíritu, el antropólogo estadounidense Clifford Geertz (1926-2006) señala que no existe una naturaleza humana independiente de la cultura. Escribe que nuestro sistema nervioso central creció en interacción con la cultura, incluyendo así lo que estamos haciendo, al igual que nuestras ideas, nuestros valores y nuestras emociones. Refiriéndose a la catedral de Chartres, afirma que “los conceptos específicos de las relaciones entre Dios, el hombre y la arquitectura que, dado que rigieron su creación, los encarna en consecuencia. No es diferente con los hombres: ellos también, hasta el último de ellos, son artefactos culturales”[3] (Geertz, 1993: 50-51). Como resultado de la creatividad humana y la duración en el tiempo, se formaron tradiciones, que consisten en creencias y costumbres transmitidas de generación en generación dentro de un grupo o sociedad que mantiene el significado simbólico o significado especial, con orígenes en el pasado.
La etimología de “tradición” remite al concepto latino de “trado” o “tradere”, que significa: entregar, ceder, rendirse. De hecho, las tradiciones solían estar circunscritas a comunidades concretas, donde se transmitían de generación en generación. Al continuar la tradición como un proceso de aprendizaje, las costumbres y creencias requerían ser apropiadas por el receptor. Al mismo tiempo, la puesta en práctica de las lecciones del pasado también implicaría una acción creativa que reflejara las necesidades y los requerimientos cambiantes. De hecho, como ya se ha visto en el significado de la palabra traditio, también habrá cambio. Este cambio es relevante, por ejemplo, en el trabajo de un artesano, quien mantiene la tradición, a la vez que participa en la creación de nuevos artefactos como parte de un asentamiento existente, o en la reconstrucción de estructuras deterioradas o dañadas. Por ejemplo, en un país tradicionalmente budista como Bután, los artesanos siguen utilizando su capacidad creativa para reinterpretar los mensajes budistas tallados e integrados en los elementos de madera de un monasterio. En consecuencia, las tradiciones perduran en las costumbres y los artefactos mientras se mantengan vivas y creativas.
La construcción tradicional del hábitat dio lugar a la creación de sistemas estructurales y formas de edificación que se desarrollaron de manera gradual con el paso de los siglos. Los asentamientos resultantes solían tener una fuerte identidad local debido a la elección de los materiales disponibles, así como a las necesidades percibidas por la comunidad. La Carta del patrimonio vernáculo construido del ICOMOS (1999) ofrece la definición de dicho patrimonio vernáculo coherente con la tradición viva: “El Patrimonio Vernáculo construido constituye el modo natural y tradicional en que las comunidades han producido su propio hábitat. Forma parte de un proceso continuo, que incluye cambios necesarios y una progresiva adaptación como respuesta a los requerimientos sociales y ambientales”. En un sentido similar, la Carta de Nueva Zelanda para la conservación de los lugares con valor de patrimonio cultural, de 1992, señala que el patrimonio indígena de los maori y los moriori está relacionado con la familia, con los grupos y las asociaciones locales tribales, y que “es inseparable de la identidad y el bienestar y tiene significados culturales particulares”.[4] En el contexto europeo, a principios del siglo XX, geógrafos alemanes, como Otto Schlüter (18721959), comenzaron a estudiar el desarrollo de los asentamientos urbanos tradicionales. Estas iniciativas fueron trasladadas al Reino Unido por Michael Robert Günter Conzen (1907-2000), geógrafo y fundador de la escuela anglo-alemana de morfología urbana. Las cuestiones de la tipología y la morfología tradicionales se estudiaron más a fondo en Italia por Saverio Muratori (1910-1973) y Gianfranco Caniggia (1933-1987), para quienes la tipología estaba íntimamente asociada a la forma de construir en cada época, resultado de un crecimiento orgánico y una respuesta creativa a las necesidades de la sociedad (Jokilehto, 2018: 195-198).
Dentro de estos contextos, se exige no sólo la construcción del hábitat sino también la creación de imágenes de culto para su uso en lugares sagrados, como santuarios y templos. En 1936, Walter Benjamin (1892-1940) publicó La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en la que señala que, al inicio, la integración contextual del arte en la tradición encontraba su expresión en el culto. En consecuencia, al ser creada para una función ritual específica, la obra era reemplazable y podía ser sustituida por otra que cumpliera la misma función. Al mismo tiempo, también posibilitaba cierta creatividad, manteniendo el significado relevante y la forma general. En Japón, por lo regular, se ha entendido que, mientras se aprendían los conocimientos artesanales tradicionales, se daba a los artesanos la posibilidad de no copiar exactamente la forma tradicional, sino de poder utilizar esas técnicas tradicionales de manera creativa. Choay señala al Santuario de Ise como un objeto de culto cuya verificación de autenticidad debe remitirse al contexto ritual (Choay, 1995: 105). También recuerda su conversación con un artesano que participó en la reconstrucción ritual del Santuario de Ise. Aquí, como excepción al uso normal de la artesanía, esta persona se quejaba de que no se le dio la oportunidad de utilizar su creatividad. En cambio, se vio obligada a hacer una copia exacta de las formas anteriores. Esto podría considerarse una “modernización” parcial de la tradición de culto.
La obra de arte
La cuestión de la creación artística se convirtió en un tema de interés, en especial a partir del Renacimiento italiano. Mientras que los artistas habían sido considerados hasta entonces como artesanos, pintores como Rafael y Leonardo adquirieron gran fama por sus cuadros y elevaron su estatus social. En el siglo XVII, Giovan Pietro Bellori (1613-1696), comisario de antigüedades, refiriéndose a los avances del siglo XVI, señaló que los pintores y escultores formaban en su mente un ejemplo de belleza superior en la naturaleza que enmendaban “con un color o una línea perfectos”. Como resultado, Bellori escribió su famosa frase: “creada por la naturaleza, supera su origen y se hace original de arte; medida al compás del intelecto, deviene medida de la mano; y, animada por la imaginación, da vida a la imagen”[5] (Bellori, 1968: 157). Estos desarrollos dieron lugar, más tarde, a una verdadera “teoría del arte”, tal y como la analizó Erwin Panofsky (1892-1968) en su Idea. Contribución a la historia de la teoría del arte (1968). En cuanto a la imitación de las formas naturales para percibir la idea original, esto fue un tema importante en el siglo XVIII, cuando Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) elevó la noción de “idea” a “ideal”, un tema relevante en la selección de las obras que debían preservarse, y que implicaba en especial a la escultura antigua (Winckelmann, 1972). En el siglo XIX, en su obra Las siete lámparas de la arquitectura (1849), John Ruskin (1819-1900) sostiene que todas las formas más bellas se toman directamente de la naturaleza. Además, afirma que “las formas no son hermosas por estar copiadas de la naturaleza; simplemente, está fuera del poder del ser humano concebir la belleza sin su ayuda” (Ruskin, 2001: 97).
La filosofía moderna relacionada con las obras de arte se desarrolla en particular desde el inicio del siglo XX. Le confiere especial atención a distinguir entre la idea artística, es decir, la imagen o la forma, que representa el aspecto intangible; y su realización en el material, es decir, la materia que es portadora de la imagen. En la década de 1930, el filósofo y psicólogo estadounidense John Dewey (1859-1952) escribe:
Una obra de arte, sin importar lo antigua y clásica que sea en realidad, y no sólo una obra de arte en potencia sólo cuando vive en alguna experiencia individualizada. Como trozo de pergamino, de mármol, de tela, permanece (sujeta a los estragos del tiempo) idéntica a sí misma a lo largo del tiempo. Sin embargo, como obra de arte es vuelta a crear cada vez que es experimentada estéticamente (Dewey, 2008: 122).
El filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) también aborda el tema de la obra de arte en su texto Der Ursprung des Kunstwerkes (1935/1936, El origen de la obra de arte). Ahí señala que una herramienta o un instrumento no existe por sí mismo, sino por su utilidad. La obra de arte, en cambio, se diferencia de éstos porque la acción creadora tiene como objetivo el objeto mismo. Heidegger señala que la obra de arte se convierte en verdadera y auténtica por medio del proceso creativo. La idea artística crea un mundo (die Welt) de significados. Luego, es este mundo de significados el que produce la materia que Heidegger llama la tierra (die Erde). Por lo tanto, con esta acción creativa, la verdad sucede en la creación de la obra de arte, como concluye Heidegger: “Dann ist die Kunst ein Werden und Geschehen der Wahrheit” (“Entonces, el arte es un devenir y un acontecer de la verdad”) (Heidegger, 1980: 57). La filosofía expresada por Heidegger, a mediados de la década de 1930, se convirtió en una importante referencia para el desarrollo de la teoría moderna de la restauración.
Una figura central en el desarrollo de la teoría de la restauración fue sin duda Cesare Brandi (1906-1988), historiador del arte y director fundador del Istituto Centrale del Restauro italiano, entre 1939 y 1959. Refiriéndose a la afirmación de Dewey, e implícitamente también a la de Heidegger, Brandi escribe en su Teoria del restauro (1963) que “cualquier comportamiento hacia la obra de arte, incluida la intervención de restauración, depende de que sea haya producido o no ese reconocimiento de la obra de arte como tal, obra de arte” (Brandi, 2000: 14). En consecuencia, “la restauración constituye en el momento metodológico del reconocimiento de la obra de arte, en su consistencia física y en su doble polaridad estética e histórica, en orden a su transmisión al futuro” (Brandi, 2000: 15). Aquí podemos ver que la obra de arte tiene dos aspectos, uno es el concepto artístico inmaterial, que es atemporal y sólo puede vivir cuando es percibido por un observador; el otro es el material de la obra, que envejece con el tiempo. Por tanto, también hay una diferencia en la tarea de un humanista, que se interesa por el concepto artístico, y la de un científico, que estudiaría el estado del soporte material.
Paul Philippot (1925-2016), historiador del arte belga, fue nombrado director adjunto de ICCROM al fundarse la organización, entonces llamada The Rome Centre[6]. Philippot escribió una introducción a la edición inglesa de la Teoría de la restauración de Brandi (2005). En ella, destaca el carácter distintivo del discurso de la historia del arte dentro de las ciencias humanas. Considerando que, desde un punto de vista histórico, sea cual sea la época en que se creó la obra de arte, ésta se nos entrega en la presencia absoluta de la percepción. “Carece de una realidad propia hasta que es reconocida por una conciencia, y este reconocimiento no es el resultado de un juicio surgido de un análisis, sino la identificación de una especificidad dentro de la propia percepción y el punto de partida para el estudio del historiador” (Philippot, 2005: 28).[7] Así, Philippot señala que la teoría del arte se distingue de otras disciplinas históricas porque, más que contar la historia de un acontecimiento del pasado, perteneciente a la memoria, busca crear de la historia una realidad presente en la conciencia. “En este sentido, es inseparable de la crítica en la medida en que ésta busca caracterizar la naturaleza de esta presencia particular”[8] (Philippot, 2005: 28). Después, Philippot fue elegido director de ICCROM, y fue responsable del desarrollo de la política entre 1959 y 1977. Éste es también el periodo en el que se establecieron los dos primeros programas de formación, uno en conservación arquitectónica junto con la Universidad de Roma (La Sapienza), y el otro, relativo a la conservación de pinturas murales, en conjunto con el Istituto Centrale del Restauro. En ambos cursos, la base teórica estaba en la teoría que entonces se estaba elaborando.
Historia y expresiones culturales
En los primeros tiempos, la historia podía interpretarse en la mitología o en los registros de los gobernantes; más tarde, se escribió. Se atribuye a Heródoto de Halicarnaso (484-ca. 425 a.C.) y a su contemporáneo Tucídides (ca. 460-ca. 400 a.C.) el haber abordado por primera vez la historia de forma sistemática. En la antigua China, las bases de la historiografía fueron establecidas por el historiador de la corte de la dinastía Han, Sima Qian (145-90 a.C.), conocido como el padre de la historiografía china. Básicamente, la historia significa la indagación o el estudio del pasado y los conocimientos adquiridos mediante la investigación, como ha indicado el filósofo e historiador árabe Ibn Khaldun (1332-1406) en su Al-Muqaddima (Prolegómenos, Introducción), escrito en 1377:
La historia es una de las disciplinas más extendidas entre las naciones (umam) y las razas (ajyal). El vulgo quisiera conocerla. Los reyes y gobernantes la buscan una y otra vez. Los ignorantes pueden entenderla tan bien como los instruidos. En efecto, la historia no es, en apariencia, más que el relato de los acontecimientos políticos, las dinastías (duwal) y las circunstancias del pasado lejano, presentado con elegancia y planteado con citas. Distrae al gran público y nos da una idea de los asuntos humanos. Muestra los efectos de los disturbios, muestra cómo tal o cual dinastía llegó a conquistar tal extensión de tierra, hasta el día en que sonó el Llamado, cuando su tiempo terminó[9] (Ibn Khaldun, 1997: 5).
En el contexto europeo, la noción de historia se discutió sobre todo a partir del siglo XVIII, y contó con las importantes aportaciones de Giovanni Battista Vico (1668-1744) y Johann Gottfried Herder (1744-1803). En sus Principi di scienza nuova (1725 y 1744), Vico diferenció entre el conocimiento “exterior” y el “interior”. Distinguió entre tres tipos de verdad, es decir, verum –la verdad a priori mediante la ciencia lógica y las matemáticas; certum –conocida con creencias, cuestiones de historia y física, el conocimiento del mundo exterior; y factum –relacionado con los productos hechos por uno mismo. Vico consideraba que como el mundo natural había sido creado por Dios, sólo Él podía conocerlo en profundidad. En cambio, la historia era obra humana, lo que implicaba diversidad en tiempo y lugar. Por tanto, no se podía obtener de ella un tipo científico de conocimiento verum a través de éste. Rechazó el principio de que pudieran existir algunas verdades o reglas de comportamiento eternas o inalterables. Cada lugar debía examinarse en su especificidad.
Estos desarrollos condujeron al pluralismo cultural y al reconocimiento de naciones con culturas diferentes y valores distintos, no necesariamente acordes. El nuevo concepto de historicidad llevó a considerar las obras de arte y los edificios históricos como únicos, y dignos de ser conservados como expresión de una cultura particular y reflejo de la identidad nacional. Los nuevos conceptos de historia y estética se convirtieron en una parte fundamental de la cultura occidental (Jokilehto, 2018: 28-sig.). Esto se reflejó también en el Congreso de Venecia de 1964 sobre monumentos y lugares. El congreso fue importante porque siguió a la publicación de la Teoría de la Restauración de Cesare Brandi, en 1963. Hubo una reunión preparatoria en ICCROM, en Roma, en la que participaron los principales protagonistas, el director de ICCROM Harold James Plenderleith, Paul Philippot, Piero Gazzola, Raymond Lemaire, así como Guglielmo De Angelis d’Ossat, quien era director general de patrimonio cultural en Italia y responsable de la organización de la Conferencia de Venecia.
Considerando la problemática situación posterior a la Segunda Guerra Mundial, se acordó que la conferencia debía dar lugar a una nueva declaración de política. Durante ésta, el grupo de trabajo encargado de redactar la Carta internacional sobre la conservación y la restauración de monumentos y sitios (la Carta de Venecia) fue presidido por Gazzola, mientras que Lemaire actuó como relator, redactando los artículos, y Philippot preparó el Prefacio. El Préface original en francés declara: “Cargadas de un mensaje espiritual del pasado, las obras monumentales de los pueblos siguen siendo en la vida cotidiana el testimonio vivo de sus tradiciones seculares”.[10] La noción de “œuvres monumentales” implica que estas obras, resultantes de la creatividad humana en el pasado, contienen significados importantes, como se desprende de la etimología de la palabra “monumento”. Por lo tanto, las “œuvres monumentales” podrían considerarse simplemente como un reconocimiento de los logros de la creatividad humana en el pasado. Refiriéndose al artículo 1 del original francés de la Carta, la noción de monumento histórico (“monument historique”) se define, además, como algo que no está destinado sólo a las creaciones arquitectónicas aisladas, sino también a los lugares urbanos y rurales que son testimonio de una civilización, de una evolución significativa o de un acontecimiento histórico.[11]
Atendiendo a que la definición de ciertos conceptos asociados a la conservación del patrimonio cultural, como el de autenticidad, se había debatido principalmente en el contexto occidental, Japón se ofreció para acoger la Conferencia de Nara sobre la Autenticidad en relación con la Convención del Patrimonio Mundial. Ésta se celebró en Nara (Japón) del 1 al 6 de noviembre de 1994. El tema que se trató fue el significado de la autenticidad, teniendo en cuenta la diversidad de las expresiones culturales en las diferentes regiones del mundo. El Documento de Nara sobre la autenticidad que derivó de la reunión declaró (artículo 6): “La diversidad del patrimonio cultural existe en el tiempo y en el espacio, y demanda el respeto hacia otras culturas y todos los aspectos de sus sistemas de creencias. Cuando los valores culturales parecen estar en conflicto, el respeto por la diversidad cultural exige el reconocimiento de la legitimidad de los valores culturales de todas las partes”. Esto implica, también, que los juicios de valor sigan cambiando con el tiempo, como subrayó David Lowenthal, quien participó en la reunión preparatoria para Nara, en Noruega (Larsen y Marstein, 1994).
Estos principios debatidos en Nara se reflejaron después en la Declaración universal sobre la diversidad cultural de la UNESCO (2001). En ésta, se subraya que la cultura adopta diversas formas a lo largo del tiempo y el espacio, y que la diversidad cultural es tan necesaria para la humanidad como la biodiversidad para la naturaleza. En 2005, la UNESCO adoptó la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales, en la que la cuestión del patrimonio se interpreta como un conjunto de expresiones culturales, incluyendo los aspectos materiales e inmateriales asociados con los bienes muebles e inmuebles. También se ofrece una definición similar en el Convenio de Faro de 2005, adoptado por el Consejo de Europa, que se refiere al patrimonio cultural como los recursos heredados del pasado, que los pueblos identifican como reflejo y expresión de sus valores, creencias, conocimientos y tradiciones en constante evolución. Se presta especial atención a la comunidad patrimonial formada por personas “que valoran aspectos concretos del patrimonio cultural que desean, en el marco de la acción pública, mantener y transmitir a las generaciones futuras”.[12] Las cuestiones de conocimiento y competencia son, en efecto, temas fundamentales que deben ser abordados en el desarrollo de capacidades.
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Referencias
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Notas