Dossier

El saber filosófico en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Definiciones y debates a comienzos del siglo XX

The Philosophical Knowledge at the Facultad de Filosofía y Letras of the Universidad de Buenos Aires. Definitions and Debates in the Early 20th Century

Facundo José Moine
Universidad Nacional de Córdoba, Instituto de Humanidades-CONICET, Argentina

Cuadernos de H ideas

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 1851-8206

ISSN-e: 2313-9048

Periodicidad: Frecuencia continua

vol. 18, núm. 18, e086, 2024

direccion.publicaciones@perio.unlp.edu.ar

Recepción: 02 marzo 2024

Aprobación: 15 septiembre 2024

Publicación: 17 diciembre 2024



DOI: https://doi.org/10.24215/23139048e086

Resumen: Este trabajo analiza los comienzos de la filosofía académica durante la primera década del siglo XX, centrándose en el ámbito de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Se ocupa de diversos textos publicados por autoridades y profesores en distintas revistas institucionales, reconociendo allí las marcas de sus primeras definiciones. Desde una mirada atenta a los saberes, de inspiración foucaultiana, se observan allí la delimitación de un conjunto de elementos teóricos que acompañan los movimientos institucionales. El saber filosófico se iba moldeando en el marco de una universidad y facultad también en formación, entrelazándose mutuamente en ese proceso.

Palabras clave: filosofía, saber, universidad, Argentina.

Abstract: This paper analyses the beginnings of academic philosophy in the first decade of the twentieth century, focusing on the Facultad de Filosofía y Letras of the Universidad de Buenos Aires. It deals with several texts published by authorities and professors in different institutional journals, recognizing there the signs of its first definitions. From a Foucauldian approach to knowledge, we can observe the delimitation of a series of theoretical elements that accompany institutional movements. Philosophical knowledge was shaped within the framework of a university and a faculty that were also in the process of formation, and in this process, they were mutually intertwined.

Keywords: philosophy, knowledge, university, Argentina.

El saber filosófico en cuestión

Entre finales del siglo XIX y principios del XX, la filosofía comienza a configurarse como una disciplina formalmente reconocida en el ámbito universitario argentino. Su demarcación institucional fue un aspecto clave en este proceso, siendo la creación de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) en la Universidad de Buenos Aires (UBA), en 1896, un hito central. Desde entonces, como estipulaba su primer plan de estudios, el país contaría con doctores en filosofía y letras oficialmente reconocidos por el estado a través de la universidad.

Diversos estudios que han indagado con detalle en su historia han planteado que esta Facultad apareció como una intervención cultural y política sobre una universidad y una sociedad que adquirían un perfil particular en el contexto del llamado proceso de modernización impulsado desde la década de 1880 por la élite dirigente y marcado, entre otras cosas, por el auge del “positivismo” o la “cultura científica” como matriz de pensamiento (Buchbinder, 2005; Halperín Donghi, 1962; Terán, 2000). La Facultad fue moldeando así una propuesta institucional y académica que reaccionaba y respondía a los resultados y consecuencias de este movimiento. Entre ellas, se destacan la constitución de un campo intelectual socialmente diferenciado, cuyas competencias y destrezas, especialmente aquellas pertenecientes a las disciplinas humanísticas, comenzaban a ser acreditadas por la universidad, y, con ello, la tendencia profesionalista que adoptaba la instrucción pública en virtud de las transformaciones que vivía el país. Como advierte Carlos Altamirano (2004), la FFyL surgía como una nueva instancia de autoridad cultural, en donde se cultivaban saberes doctos, definidos académicamente y practicados según el modelo desinteresado de la investigación científica.

Si dichos estudios han abordado el aspecto institucional y académico de la Facultad, es posible ensayar una mirada sobre los saberes que allí se impartían, que permita interrogar las orientaciones teóricas que acompañaban ese modelo. Las variaciones institucionales, académicas e, incluso, políticas que se registraban en planes de estudios, reglamentaciones, designaciones, memorias y actas, fueron construidas no solo en diálogo con los cambios que iba sufriendo el país, sino también con la definición de los saberes que allí se impartían. Las páginas que siguen se centran en este último aspecto, indagando las diferentes opciones que se desplegaban y entrelazaban con esas transformaciones político-institucionales.

En línea con trabajos previos (Galfione & Moine, 2022), aquí se interroga uno de estos saberes en particular, el filosófico. Se examinan algunos textos publicados por autoridades y profesores de la Facultad en diferentes revistas institucionales, como la Revista de la Universidad de Buenos Aires (RUBA), durante la primera década del siglo XX. Si estos discursos pueden ser leídos como instancias que intervienen en la delimitación de la filosofía, también se puede reconocer en ellos los signos de una definición que la posicionaba como un saber ligado y dependiente de los demás saberes producidos en la universidad. Solo a partir de esta relación, la filosofía podía proclamarse como un saber legítimo y reclamar, a su vez, un papel en la dirección de una sociedad e institución en crisis.

Explorar la filosofía en términos de saber, en un sentido foucaultiano, implica no partir de ninguna definición previa, sino preguntarse, más bien, cómo se construyeron sus reglas y condiciones al interior de un campo discursivo. Implica preguntarse también por sus vínculos con el poder, atendiendo a las condiciones que hicieron posible la delimitación y legitimación de esa opción entre otras posibles. En definitiva, interesa comprender el interior de ese discurso filosófico para reconocer un modo de presentar la verdad, con una serie de elementos que le son funcionales, pero sin perder de vista el entorno epistémico y político en el que se produce y circula, indagando cómo y por qué se ha establecido y mantenido esa definición en un contexto dado. En relación con esto, es fundamental reconocer el papel de la universidad como institución que no solo participa en la legitimación y en el disciplinamiento de los saberes, sino que también se ve afectada por ellos. En este sentido, este trabajo procura comprender hasta qué punto esa construcción del saber filosófico le otorga un sentido y una función a la universidad, y en qué medida esta, a su vez, le garantiza su validez.

La filosofía ante las ciencias

Las ciencias experimentales como límite

Al concluir su mandato como Decano de la FFyL, en 1904, Miguel Cané pronunció un discurso en el que describía el estado actual de la institución y trazaba su rumbo futuro en el contexto del proceso de modernización que vivía el país, y frente al cual, como ha señalado Oscar Terán (2000), mantenía una cautelosa confianza. Si bien Cané (1904), como miembro destacado de la élite dirigente del ochenta, se había distinguido por sus incursiones literarias, consideraba que los saberes humanísticos que allí se impartían debían ser “científicos por su método y tendencias, [y] generales por su altura y objetivo” (p. 185). Esta dirección que pretendía darle a la enseñanza no solo incidió en su gestión como decano, sino también en el trabajo de muchos profesores. Cané (1094) elogió la labor realizada por Horacio Piñero en la cátedra de Psicología desde 1903, una de las asignaturas catalogadas como “filosóficas” en el plan de estudio de 1898.1

H. Piñero era un joven médico que, por entonces, también ejercía su profesión en el Hospital Rawson, al mismo tiempo que se desempeñaba como docente en la cátedra de Fisiología de la Facultad de Ciencias Médicas, en el Colegio Nacional Central y en la Escuela Normal de Profesores. Había sido invitado por el propio Cané en 1901 a impartir en la Facultad un curso libre sobre Psicología Experimental y Clínica. Este curso, como los que solían dictarse en la institución, estuvo compuesto por una serie de conferencias y, tal como recordaría Rodolfo Rivarola (1910), “llamó la atención del público estudioso” (p. 149). A raíz de ello, Rivarola, quien enseñaba provisoriamente Psicología en esta Facultad desde su fundación, le ofreció a H. Piñero ocupar su cátedra. Contó con el apoyo de los profesores de Lógica, José Matienzo, y de Ética y Metafísica, Antonio Dellepiane. Este último, a su vez, le cedió su cátedra a Rivarola, al tiempo que pasó a dictar Historia Universal.

Este intercambio evidencia no solo los intereses y los compromisos académicos de ambos profesores, sino también la posición destacada que H. Piñero detentaba entre los profesores de la Facultad. Su trabajo docente y científico marcaba la línea sobre la cual se desarrollaba no solo la psicología, sino también los demás saberes que allí se enseñaban, especialmente los “filosóficos”. En efecto, en dichas conferencias se trasluce un modo de comprender el conocimiento sobre cuyo fondo se recortan y reparten los discursos elaborados en el seno de la institución durante este período.

En dichas conferencias, H. Piñero (1918) ofreció una explicación genética y anátomo-fisiológica de las funciones superiores de la actividad mental o del “espíritu”. Esta perspectiva, que constituyó el núcleo de los programas de su cátedra durante los años siguientes, se inscribía dentro de la teoría del paralelismo psico-físico, a la vez que seguía los enfoques histológicos y neurológicos difundidos en los últimos congresos internacionales de psicología.2 En este marco, y apoyándose en la obra de Herbet Spencer y especialmente de Ernst Haeckel, H. Piñero (1918) definía al ser humano como el último resultado de un proceso de evolución celular, regido por la ley de adaptación. Lo distinguía así de los demás seres no por su esencia, sino por su nivel evolutivo. El ser humano se caracterizaba por una compleja estructura orgánica regulada por un sistema nervioso cerebro-espinal, cuya principal función era garantizar su supervivencia. Esta mirada coincidía con las difundidas desde otras asignaturas, como Antropología, dirigida por el alemán Robert Lehmann-Nitsche desde 1905, también por iniciativa de Cané. Esto sugiere que formaba parte de un entramado discursivo más amplio que permeaba las diferentes intervenciones teóricas de los profesores de la Facultad durante aquellos años.3

Desde este enfoque, que atendía a los factores físicos y psíquicos desde una posición monista, se comprendía que el conocimiento tenía su fuente en los sentidos, que captaban los estímulos externos y los transformaban en corriente nerviosa o “impresiones”. Sin embargo, el conocimiento no se limitaba a la recepción sensorial, sino que dependía también de la “cerebración” o de la actividad neuronal encargada de coordinar esas “impresiones” y de convertirlas en “percepciones”. De este modo, H. Piñero (1918) afirmaba que no era posible conocer sin la actividad cerebral, a la cual identificaba con la “inteligencia”. Incluso, le asignaba a esta actividad un papel fundamental en la adquisición del conocimiento, ya que la consideraba responsable del error. Las “sensaciones”, receptivas de estímulos específicos, no podían ser erróneas o ilusorias; solo podían serlo las “percepciones” o interpretaciones que el cerebro hacía de ellas.

En torno a estas consideraciones, entre los profesores de la Facultad se articulaba una perspectiva gnoseológica que podría caracterizarse como un empirismo matizado. Esta perspectiva, que encontraba en Herbert Spencer y en Theodule Ribot a dos de sus principales referentes, postulaba que todas las ideas derivaban de la experiencia sensible, formada por la interacción del organismo con el entorno y mediatizada por la actividad neuronal. En consecuencia, el acceso a la realidad exterior solo era posible a través de las sensaciones que ella proporcionaba y que luego el cerebro interpretaba. De aquí que se le adjudicaba al conocimiento un fundamento biológico y se lo reducía a los “hechos fenomenales”. Además, se lo concebía como algo deficiente, debido a la refracción que la realidad sufría al ser percibida por la mente. A partir de esta mediación perceptual, que introducía la subjetividad psico-física como un factor esencial en la comprensión del mundo, se concluía que la verdad no podía ser alcanzada en términos absolutos, puesto que dependía de la interpretación del sujeto. En su primera lección dada en la Facultad, evocando al filósofo inglés, Rivarola (1898) afirmaba “la relatividad de todo conocimiento” (p. 192).

En este marco, la lógica se ponderaba como un instrumento de rectificación o de guía para evitar el error y buscar la verdad. Además, se manifestaba un rechazo hacia la metafísica, entendida como el esfuerzo de la inteligencia por descubrir de manera apriorística los primeros principios o las causas últimas para descender, luego, por escala deductiva hasta la explicación de los fenómenos. Esto no implicaba un desprecio por las cuestiones trascendentales, sino que, con Spencer, se las arrojaba al ámbito de lo incognoscible. “Existe un límite”, decía H. Piñero (1918), “más allá del cual no nos es lícito pasar” (p. 24). Se proponía, por el contrario, considerar los hechos como meras manifestaciones fenoménicas, sin interrogarse por sus esencias. En este sentido, Rivarola (1910) esbozaba la imagen de un recinto sin salidas ni aberturas en el que la humanidad se encontraba encerrada, con la conciencia de que había algo más allá de los muros, pero con el consuelo de poder ocuparse del interior, que no era sino la experiencia sensible.

El conocimiento se restringía al campo de las ciencias experimentales. Se consideraba “experimental” a todo estudio que se limitara a la experiencia sensible y que, además, tomara como modelo a las ciencias naturales. De este modo, se promovía un procedimiento observacional e inductivo-comparado con el objetivo de formular las leyes generales que regían las relaciones entre los hechos estudiados. A principios del siglo XX, este enfoque predominaba en la FFyL, ya que constituía el criterio más adecuado para legitimar como “científico” los saberes allí producidos, especialmente los “filosóficos” [Véase nota 1]. Así lo ilustran los informes que los profesores presentaron, en 1904, ante la Academia de la Facultad acerca de la índole y método de sus respectivas enseñanzas. Entre ellos, H. Piñero (1904) manifestaba su adhesión a esta dirección experimental, con la que procuraba fijar el determinismo de los fenómenos mentales. Del mismo modo, al inaugurar la cátedra de Sociología, Ernesto Quesada (1905) afirmaba seguir tales exigencias lógicas en el estudio de los fenómenos sociales, lo que hacía de su disciplina una ciencia rigurosa. A su vez, el profesor de Estética y Literatura General, el filólogo suizo-francés Camilo Morel (1904a) –quién también fue introducido en la facultad por Cané–, argumentaba que el método experimental replicaba la marcha de la evolución mental y que, por ende, debía primar en todas las disciplinas. Rivarola (1911), incluso, hacia finales de esta primera década, consideraba que esta forma que asumía la investigación científica caracterizaba la época en la que vivían.4

Desde este punto de vista, y sobre aquella matriz biologicista, la ciencia adquiría su razón de ser por sus aplicaciones prácticas. Se la pensaba fundamentalmente como una herramienta que permitía al hombre comprender y manipular su entorno para lograr una mejor adaptación. Esta mirada instrumental, o “utilitarista”, se sustentaba, además, en la idea de que las leyes formuladas requerían ser verificadas mediante una lógica deductiva. Según advertía Quesada (1905), en un universo cuyo desenvolvimiento se concebía regido por leyes regulares, donde “las mismas causas producen los mismos efectos” (p. 230), uno de los criterios de veridicción era la capacidad de prever nuevos hechos. En este sentido, tanto las autoridades de la Facultad como algunos de sus profesores valoraban la ciencia en función de sus efectos, especialmente, en el ámbito industrial y en la organización político-social. Así, al asumir como decano, Norberto Piñero (1904) consideraba que la ciencia tenía “siempre efectos útiles, próximos o remotos, en todos los órdenes de la vida” (p. 199). En forma similar, H. Piñero (1918) sostenía que la ciencia, en particular la psicología, debía contribuir a la “antropotecnia”, es decir, al perfeccionamiento del ser humano para obtener “hombres sanos, fuertes, diestros, ágiles y útiles al país y a los suyos” (p. 39). Asimismo, tanto N. Piñero (1904) como Quesada (1905) y Rivarola (1908, 1911) compartían la convicción de que la ciencia era esencial para la organización y la dirección de las instituciones.

El “método experimental” se contraponía al “método escolástico” empleado en los abordajes metafísicos. Este último era caracterizado como una exageración y un abuso del raciocinio (Rivarola, 1898), o como una deducción dogmática y un silogismo arbitrario (H. Piñero, 1909). Como contracara, el “método experimental” se comprendía como un “método moderno”. La cuestión moderna, como problemática que aglutinaba muchas de las intervenciones intelectuales de los miembros de la Facultad (Terán, 2000), aparecía no solo como un programa político, económico y social, sino también como un fenómeno cultural, de procedencia europea, marcado por el desarrollo de la ciencia y, como señalaba Morel (1905), por el reconocimiento de la subjetividad como factor epistémico. Dadas las condiciones que presentaba la Argentina en tanto “país nuevo” u “organismo joven”, se manifestaba interés por formar parte de la cultura moderna debido especialmente a los beneficios materiales que ella reportaba. Aunque con algunas reservas ante el “utilitarismo” que lo llevaban a optar por una “enseñanza clásica”, Cané (1904) celebraba que con la creación de la FFyL se había hablado por primera vez en la “América española” de ciencias e investigaciones que “hasta hace poco parecía del monopolio de los lejanos centros de alta cultura de Europa y Estados Unidos” (p. 183).5

Esta orientación moderna, o experimental y práctica, impregnaba los contenidos y las formas de los saberes enseñados en la Facultad. N. Piñero (1904) planteaba que el profesor no debía concebirse como un divulgador de dogmas, sino como un sugeridor de ideas. Por su parte, Rivarola (1904a), en su calidad de director de la RUBA, también promovía desde esta revista un modelo docente que incentivara a los alumnos a “descubrir, inducir, explorar, compulsar hechos, razonar, más que a recordar y repetir” (p. 12). Los demás profesores de la institución adoptaban igualmente este enfoque. Tanto H. Piñero (1904) como Morel (1905) y Quesada (1905), entre otros, coincidían en que los programas de sus materias, a pesar del carácter elemental, no se organizaban en torno a la memorización de doctrinas, sino de la difusión de los últimos resultados científicos y la estimulación de la investigación personal metódica.

Asimismo, esta orientación dada a la enseñanza requería como complemento indispensable la constitución de laboratorios, gabinetes, museos y bibliotecas. Los propios profesores se encargaron de sus instalaciones. H. Piñero organizó el laboratorio de psicología, tomando como modelo los laboratorios de distintos institutos norteamericanos y europeos. También proyectó un museo psicológico similar al concebido por Pierre Janet –a quien invitó en 1909 a dar conferencias en la Facultad– y promovió que la biblioteca de la Facultad contase con todo lo que se había escrito en la materia. Quesada impulsó condiciones semejantes para la enseñanza de la sociología, mientras que Morel (1905), de manera más modesta, demandó “material de láminas, de fotografías, o mejor todavía de clichés para proyecciones” (p. 262), muchos de los cuales fueron traídos por él desde Europa y sirvieron de base para la creación del gabinete de Estética. Este esfuerzo estuvo acompañado por diversas medidas institucionales para proporcionar los espacios y los recursos requeridos, aunque las condiciones presupuestarias no siempre lo permitieron.

La crítica era otra de las herramientas consideradas clave para la adquisición del conocimiento. Rivarola (1898) advertía que, dado que las ideas eran adquiridas por medio de impresiones o de asociaciones, la investigación de la verdad requería despojarse de las ideas preconcebidas o los prejuicios que, según él, se aprendían por imitación, por memoria o por influencia del medio y no por observación y por razonamiento. La crítica se entendía así, en oposición al dogma, como un examen analítico y objetivo de las creencias y los pensamientos. Para Rivarola (1898), adoptar un enfoque crítico significaba seguir las precauciones metodológicas propuestas por Spencer en sus Primeros principios. Estas incluían abandonar los extremos y revisar las opiniones ajenas para determinar sus grados de verdad. Rivarola puso en práctica este ejercicio crítico en su cátedra al cuestionar la lectura que Spencer había hecho de Kant, y a partir de lo cual establecía como requisito para juzgar el valor de una doctrina un estudio completo y paciente de la obra de su autor. En un sentido similar, tanto Quesada (1906) como Morel (1905) se oponían a la subordinación del trabajo científico al principio de autoridad. Aunque consideraban los libros como instrumentos imprescindibles para la ciencia, los concebían como expresiones personales de sus autores, por lo que, según ellos, debían ser tomados como guías y no como artículos de fe. Este enfoque, que también era compartido desde otras cátedras,6 iba acompañado por distintas disposiciones institucionales. Desde 1905, se estableció la monografía como un elemento central en la enseñanza y como un requisito para la aprobación de las materias, lo que para Quesada (1905) significaba un “progreso notable”. Se consideraba que, además de eliminar la instrucción puramente verbal y desarrollar el hábito de expresarse por escrito, esta práctica permitía ejercitar el espíritu crítico. Para estimular el trabajo de los estudios y unificar sus criterios de evaluación, se optó por publicar las mejores monografías, según la valoración de cada profesor, en los Anales de la Facultad de Filosofía y Letras, cuya publicación había comenzado ese mismo año, aunque algunas de ellas también se publicaron en la RUBA, así como en la revista Nosotros. Igualmente, la tesis con la que se accedía finalmente al título de doctor debía incluir la exposición de un tema, la formulación de un problema o la descripción de una serie de hechos, un examen de las principales teorías ya elaboradas al respecto y una conclusión.

La filosofía como síntesis y norma

Si hasta aquí es posible distinguir coincidencias entre los miembros de la Facultad, especialmente entre aquellos dedicados a las materias “filosóficas”, también se pueden reconocer algunas tensiones respecto a la manera de entender los saberes allí impartidos. Una de estas polémicas giraba en torno al carácter hipotético de la ciencia, lo cual representaba un punto central en la legitimidad de las ciencias humanas y sociales. La disputa entre Cané y Quesada por el estatus científico de la sociología ilustra este debate. Cané (1904) planteaba que “el espíritu científico consiste en afirmar solo lo que se puede probar” (p. 189). En este sentido, afirmaba que la ciencia debía “ser la región intangible, en la que solo viven las verdades y las leyes comprobadas” (p. 191), y que las ciencias sociales no cumplían ese requisito. En contraposición, Quesada (1905) argumentaba que todas las ciencias, incluidas las naturales y exactas, comenzaban con datos incompletos, lo que las hacía imperfectas. Además, advertía que, como lo real, las ciencias también estaban en constante evolución, “permanentemente in fieri” (p. 228). De este modo, sostenía que, si bien las ciencias reposaban en hipótesis verificadas, sus progresos radicaban en la invención de hipótesis verificables. En consecuencia, no se limitaban a generalizar los hechos, sino también a hipotetizar, incorporando así la imaginación como uno de sus elementos centrales. En línea con lo planteado en torno al alcance del conocimiento, Quesada (1905) afirmaba que no existían verdades eternas, absolutas e inmutables, sino “verdades relativas que cambian sucesivamente, y con leyes cuya comprobación es momentánea” (p. 222). H. Piñero (1904) coincidía con esta postura al señalar que mientras las leyes científicas no fueran verificadas, eran hipótesis necesarias pero no definitivas. Un ejemplo era la teoría del paralelismo psico-físico, a la cual buscaba comprobar con sus trabajos de laboratorio. Asimismo, proponía crear un segundo curso de psicología en el que se realizara un ejercicio especulativo o metafísico que permitiera encontrar “la explicación de muchos hechos y fenómenos que aún no pueden ser reducidos al determinismo experimental” (H. Piñero, 1904, p. 393).

Otra controversia importante refiere a la autonomía de las ciencias. En su primera lección en la FFyL, a finales del siglo XIX, Rivarola (1898) retomaba la Introducción a la psicología contemporánea, de Ribot, para argumentar que la acumulación de datos en cada disciplina propendía a su particularización e independencia, lo cual era condición para su progreso. En esa línea, al igual que H. Piñero (1901), indicaba que la psicología había sido la última en constituirse como una ciencia especial. Hacia mediados de la primera década del siglo XX, Quesada (1905) afirmaba lo mismo para la sociología. Sin embargo, expresaba también cierta distancia con la fragmentación y división de las disciplinas. Advertía, que si bien cada ciencia tenía su objeto propio, estos no podían ser estudiados sin el juicio psíquico del observador. De este modo, más allá de sus diferencias específicas, las ciencias compartían el sujeto psico-físico como elemento común. Para este momento, Rivarola (1905) también comenzaba a reconsiderar su postura y a declinar de ese “particularismo científico” que, según él, había profesado en la cátedra, motivado tanto por su lectura de Ribot como por su instrucción secundaria y universitaria. Consideraba, en cambio, que era ilusorio tomar a las ciencias como disciplinas aisladas. Coincidía con Quesada (1905) al señalar que el conocimiento constituía una unidad orgánica en tanto que todas las ciencias, más allá sus necesarias divisiones internas, tenían al hombre como sujeto. “Todo es común en las ciencias particulares”, decía Rivarola (1908), “sus límites no pueden definirse; no hay ciencias; hay ciencia” (p. 220). De manera similar, Cané (1904) indicaba, además, que el punto de reunión entre las diferentes ciencias era el método experimental. También agregaba que el “hombre moderno, de alta cultura”, es decir, el hombre de ciencia que, a su parecer, se guiaba por fines no utilitarios, no podía ser “el producto único de una escuela especial”, sino que debía estar “habituado a las generalizaciones fecundas” (p. 187).

Esta pretendida unidad científica tenía su correlato en la organización institucional de los estudios, que seguían, en principio, una tendencia general y enciclopédica, al tiempo que cada materia desplegaba una enseñanza monográfica e intensiva. Esta tensión entre la impronta enciclopedista y experimental suscitó algunos cuestionamientos. En 1909, por ejemplo, Carlos O. Bunge, profesor de Ciencias de la Educación desde 1907, propuso adoptar un modelo más especializado, argumentando que el plan vigente favorecía cierto “diletantismo”, contrario al espíritu científico moderno. Sin embargo, H. Piñero, Rivarola y Matienzo, entre otros, sostenían en una facultad de filosofía y letras que era indispensable la coordinación de los estudios. Aunque excede a los alcances de este trabajo, cabe destacar que la apuesta por la especialización tomaría fuerza durante los años siguientes y confluiría, en 1912, en la reforma del plan de estudios que organizó los cursos en tres secciones: filosofía, historia y letras, debiendo seguirse de forma completa los cursos de una de ellas para obtener el título de Doctor en Filosofía y Letras.

En este intento por reintegrar las disciplinas científicas, se restituía el valor de la filosofía, que había quedado relegada como sinónimo de la metafísica. Recuperando la definición propuesta por Spencer, tanto las autoridades como los profesores de la FFyL la concebían como la disciplina encargada de coordinar las ciencias. Así, en sus discursos de transmisión del decanato, Cané (1904) la describía como “la resultante general de la infinita investigación parcial en el terreno de la observación científica” (p. 196), mientras que N. Piñero (1904) la entendía como “una generalización integral, resultante de un conjunto de generalizaciones parciales, establecidas por diferentes ciencias” (p. 201). Quesada (1905), por su parte, la concebía como una síntesis suprema que, bajo un criterio monista, permitía “clasificar todo lo que existe, sin omisiones, en estricta correlación lógica y como el resultado de una regularidad evolutiva” (p. 241). De modo similar, Rivarola (1910) la situaba como el “saber completamente organizado” (p. 146). En este sentido, sostenía, también, que la filosofía no se oponía a la ciencia, sino que era la ciencia misma, o más precisamente, el límite de cada una de las ciencias particulares. Siguiendo a Ernest Renán, la concebía como una “ciencia universal” o “ciencia del todo”, tal como lo fue, según él, en su origen. La diferencia consistía en que ahora, evolución mediante, la filosofía ya no descansaba en un “método adivinatorio” o intuiciones inmediatas, sino en las ciencias de las partes.

La filosofía, eso sí, estaba en el porvenir. N. Piñero (1904) advertía que, si para llegar a ella era clave conocer las distintas ciencias, en la facultad aún se estudiaban solo algunas de ellas. De este modo, sostenía que para poder realizar esa “generalización integral”, era necesario su posterior desarrollo institucional. Asimismo, tanto Rivarola (1905) como Quesada (1905), que desde sus cátedras distinguían el sistema positivista de Spencer como el más amplio y sólido de la época moderna, indicaban que había que postergar provisoriamente la síntesis y enfocarse en el análisis. Desde un primer momento, Rivarola (1898) advertía que la experimentación era una práctica reciente en la historia de la filosofía y aún se encontraba en sus etapas iniciales. Quesada (1905) destacaba, igualmente, que, dada la reciente aparición de nuevas ciencias, era todavía necesario separar los fenómenos estudiados en diversas partes para luego reunirlos. La síntesis requería del progreso en la evolución de la filosofía. Había, así, un llamado a enseñar a filosofar más que a enseñar filosofía. Es decir, en lugar de limitar la enseñanza a la mera transmisión de sistemas filosóficos preestablecidos, para que los estudiantes adquirieran conocimientos estáticos, se buscaba fomentar la investigación metódica y crítica que les permitiera adquirir las habilidades y las aptitudes requeridas para elaborar las síntesis futuras. Según N. Piñero (1904), esta era la tarea y el objetivo que una institución como la FFyL “aspiraba a realizar diariamente” (p. 202).

Ahora bien, hacia 1910, esta dirección empirista, basada en lo que H. Piñero (1918) denominaba una “anatomía psicológica” y que derivaba en esa filosofía científica, ocupaba una posición destacada. Así lo muestran los trabajos presentados en la sección de ciencias psicológicas del Congreso Científico Internacional Americano, celebrado en Buenos Aires en el marco del primer centenario. La mayoría de las ponencias abordaron temáticas de neuroanatomía dentro del ámbito de la psico-fisiología. En su discurso inaugural, Rivarola (1910) reafirmaba que todas las ideas eran fenómenos cerebrales, perspectiva desde la cual había invitado al presidente del Museo de Antropología de Roma, Giuseppe Sergi, a dictar un curso en la Facultad. Sin embargo, en las aulas de la Facultad, este enfoque coexistía con otras miradas inscriptas en las corrientes neokantianas alemanas y francesas, con referentes como Friedrich Paulsen, Wilhelm Wundt y Charles Renouvier. Aunque puede reconocerse cierta fricción entre ambos enfoques, no se consideraban mutuamente excluyentes, sino que se abogaba por su integración, lo que introducía un matiz idealista en ese modo de entender la filosofía.

Según Coriolano Alberini (1911), el neocriticismo francés fue introducido en la FFyL por Carlos Melo mientras se hizo cargo de la cátedra de Lógica entre 1906 y 1908 ante la licencia de Matienzo. Un año antes, Melo (1905), quien se había formado en la Facultad de Derecho, también dictó un curso libre de psicología, como complemento de la enseñanza oficial. Sin embargo, este curso marcó cierta distancia con la perspectiva difundida por H. Piñero al postular un “fenomenismo psíquico” (p. 485), según el cual los hechos externos eran representaciones o contenidos de formas mentales irreductibles a materia y movimiento, ya que estos últimos también eran hechos de conciencia. Melo (1905) sostenía que no existía ninguna medida común entre los hechos físicos y psíquicos, por lo que estos últimos aparecían fuera de la ley de causalidad, contrastando así con la psicología fisiológica, a la que consideraba una subdirección de la psicología metafísica. De esta manera, a diferencia de H. Piñero (1918) que ponderaba el método objetivo por sobre el subjetivo, Melo (1905) le otorgaba primacía a la introspección, definiéndola como “el núcleo alrededor del cual se agrupan todos los datos acumulados por el método indirecto” (p. 485). Asimismo, Morel (1908) también recuperaba el criticismo en la enseñanza de la Estética. Destacaba la doctrina de Schiller, a la que entendía, a través de Renouvier, como un punto intermedio entre Kant y Spencer. En esta línea, planteaba que la belleza correspondía a un fenómeno psíquico, o más bien, a un efecto en el sujeto conocedor. Además, señalaba que los juicios estéticos se caracterizaban por su universalidad y desinterés, y que, por eso mismo, dependían, no solo de las sensaciones, sino también del entendimiento. De este modo, afirmaba que las teorías exclusivamente empíricas o fisiológicas del origen de las ideas, al igual que las puramente idealistas, eran insuficientes para explicar tales juicios.

Rivarola, como ha señalado Jorge Dotti (1992), también introdujo el estudio de Kant en las aulas de la FFyL, pero fue el profesor suplente de su cátedra y ex profesor de la Universidad de Pavía, el italiano Juan Chiabra (1910), quien promovió el retorno al criticismo. Desde las páginas de la RUBA, afirmaba que el resurgimiento de la crítica kantiana se debía, entre otras cosas, al hastío por la filosofía “que no veía en el pensamiento sino una secreción cerebral” (p. 6) y que derivaba, según él, en una metafísica materialista. Sin desconocer el origen empírico de las ideas, Chiabra (1910) destacaba, también, la actividad propia del sujeto. De este modo, le otorgaba al conocimiento un fundamento lógico, a la par del biológico. La inteligencia no solo se adaptaba a la mecánica de las impresiones, sino que también las ordenaba.

La crítica, como elemento en la adquisición del conocimiento, cobraba aquí otro sentido. Ya no se reducía al análisis del pensamiento para restringirlo a la experiencia, sino que también lo limitaba a la función formal de las categorías. Así, Chiabra (1910) afirmaba que “la crítica precede, dirige, y sigue, entonces, la aplicación de todo orden especial de investigaciones experimentales” (p. 54). Según él, solo al incluir la dimensión trascendental de la subjetividad era posible, no solo cuestionar toda pretensión metafísica, sino también establecer el valor objetivo del conocimiento científico.

Esta “vuelta a Kant” repercutía, también, en el modo de comprender la filosofía. Ésta ya no tenía como objetivo exclusivo sistematizar los resultados científicos, sino también estudiar las condiciones, los límites y los alcances del conocimiento humano. De este modo, la filosofía no aparecía únicamente como el desenlace de las ciencias; también se constituía en una instancia propedéutica, en tanto examinaba “el órgano cognoscitivo de que toda ciencia se vale y que aplica al propio objeto” (Chiabra, 1910, p. 25). La filosofía permitía, así, atenuar los excesos del “experimentalismo” o liberarla de una observación tanto restrictiva como fantasiosa. La “vuelta a Kant”, decía Chiabra (1910) retomando a Paulsen, era la recuperación de un “procedimiento metódico capaz de dar organización a todo el saber […] ante cualquier intemperancia de la especulación presente o futura” (p. 8), o en otras palabras, frente a cualquier sistematización dogmática o absoluta. En un sentido similar, Rivarola (1904a, 1945) advertía, matizando su perspectiva biologicista, que la filosofía kantiana permitía una “desconfianza de todo juicio formulado como definitivo, de toda teoría presentada como la conclusión irrevocable de la ciencia, de todo sectarismo científico o filosófico, de todo dogmatismo” (p. 36).

Chiabra (1910) indicaba así que las líneas fundamentales del idealismo crítico de Kant eran “las directrices del pensamiento moderno” (p. 6). Con él se establecía la unión entre la filosofía y la ciencia. Si, por un lado, la ciencia anclaba la especulación filosófica al dominio de los hechos, por otro lado, la filosofía limitaba las ciencias a las condiciones necesarias y universales de la mente. En este sentido, Chiabra (1910) señalaba que el criticismo no era una reacción contra la metafísica, sino contra aquellas formas de metafísica puramente abstractas o independientes de la gnoseología y la experiencia científica. De este modo, desde lo que consideraba “un nuevo realismo”, superior a la oposición entre materialismo e idealismo, afirmaba que la “vuelta a Kant” brindaba la posibilidad de ir hacia una “metafísica crítica” o una “metafísica de la experiencia” (Chiabra, 1910, p. 60).

Estas tensiones coincidían con algunos movimientos institucionales que se iban desplegando durante estos años. En 1906, dada la relevancia de los estudios psicológicos, se regularizó el segundo curso de la cátedra de Psicología propuesto por H. Piñero. El alemán Félix Krüeger fue designado interinamente y titularizado en 1907. Ese año, Matienzo, quien había sido elegido Decano en reemplazo de N. Piñero, ordenó que ambas cátedras mantuvieran la misma tendencia fisiológica y anátomo-patológica, aunque abordando diferentes materias y temas. A fines de 1907, Krüeger renunció a su cátedra, quedando a cargo de manera interina José Ingenieros, quién, desde 1904, se desempeñaba como profesor suplente en el primer curso de Psicología y que contaba, además, con numerosos trabajos en el campo de la psicología biológica. La terna para cubrir este segundo curso estuvo encabezada por Ingenieros e incluyó a Francisco De Veyga, quién en 1906 se había desempeñado como profesor interino del primer curso debido a las ausencias de sus profesores titular y suplente. Sin embargo, la elección de ambos candidatos generó controversias al interior del Consejo Directivo. Rivarola cuestionó la ordenanza de Matienzo, planteando que el segundo curso debía tener una orientación diferente a la tendencia fisiológica y que, por lo tanto, no debía serle otorgada a un médico, como lo eran Ingenieros y De Veyga. De ese modo, propuso como candidato a Melo. Tanto Quesada como Fregeiro apoyaron esta opinión. Quesada expresó su desacuerdo con el carácter parcial y estrecho que H. Piñero le daba a su cátedra y consideraba que, con la iniciativa de Rivarola, se le podría dar a esa enseñanza un alance más amplio. Fregeiro, por su parte, recordó la consideración del propio H. Piñero sobre el carácter especulativo que debía tener el segundo curso. En función de ello, la terna fue completada finalmente con Melo; no obstante, por haber quedado en el tercer lugar, renunció a todos sus cargos. En agosto de 1909, Ingenieros fue elegido como profesor titular, reforzando así la orientación biologicista.

Entre la formación de profesores y de filósofos

La definición del conocimiento y la delimitación de la filosofía en el campo de las ciencias se entrelazaban con una preocupación por la facultad y la universidad, así como también por el rol de los saberes que estas instituciones ofrecían. Así se manifiesta en las discusiones acerca de sus relaciones con la enseñanza secundaria. Cané (1904), como defensor de una enseñanza general y científica, rechazaba el predominio de la función preparatoria con la que surgió la FFyL en respuesta a la denuncia sobre la deficiente instrucción secundaria que recibían los cada vez más numerosos alumnos de los colegios nacionales. Aunque reconocía que los profesores de esta casa de estudios no habían podido impartir ese tipo de enseñanza, por sentirse retenidos “por el alumno cuyas alas de bachiller eran de poco vuelo”, consideraba también, sobre aquel fondo biologicista, que solo quedaría una minoría apta para esos estudios. “Todo esto se irá modificando –decía– y la selección se operará entre nosotros, como en todo lo que existe: los que no puedan volar, se quedarán tranquilamente sobre la tierra” (Cané, 1904, p. 184).

Otro que se refirió a este asunto fue Morel. Recién llegado al país y motivado por las sucesivas reformas de los planes de estudio de los colegios nacionales publicó una serie de artículos sobre la enseñanza secundaria y su relación con los estudios superiores, legitimándose en su condición de extranjero. Morel (1904a, 1904b) consideraba que la escuela debía preparar a los jóvenes para la “lucha por la existencia”, por lo que no le resultaban extrañas sus sucesivas reformas curriculares, ya que, según él, debían acompañar las continuas transformaciones de las condiciones vitales. Sin embargo, cuestionaba el sentido que esas reformas habían adquirido. Valoraba la creación de los colegios nacionales en reemplazo de la función preparatoria que hasta entonces poseían las facultades de artes y que les impedía convertirse en “centros de libre investigación científica” (Morel, 1904b, p. 36). No obstante, advertía que aquellos institutos se fueron independizando gradualmente de las universidades, introduciendo un hiato entre ambas enseñanzas. Afirmaba que la independencia de los institutos de enseñanza secundaria implicó un predominio exclusivo de la “enseñanza científica” o moderna, en el sentido “utilitarista” del término, en desmedro de lo que consideraba una “enseñanza clásica”, compuesta por las letras clásicas y la filosofía. Este proceso, a su parecer, alcanzó el punto más alto, al menos en el ámbito local, cuando en 1901 el ministro de Instrucción Pública, Osvaldo Magnasco, decretó que la enseñanza secundaria debía ser un complemento de la primaria. Esta transformación, decía Morel (1904b), era exigida por la “materialización” de la vida, sobre todo en un “país nuevo” u “organismo joven” como la Argentina. Sin embargo, también consideraba que resultaba perjudicial para los estudios secundarios, como lo habían manifestado las facultades porteñas en diversas ocasiones. Morel (1904b), advertía que, según la ley universitaria, los colegios nacionales eran la única y casi exclusiva vía para acceder a los estudios superiores, y que dicho decreto, en consecuencia, era un obstáculo al aprovechamiento racional y sistemático de los recursos intelectuales de la juventud.

A su entender, la enseñanza primaria no debía invadir la secundaria. La enseñanza primaria, según él, debía brindar verdades útiles para la vida, sobre la autoridad del maestro y el libro. Además, indicaba que esta enseñanza debía ser complementada con una enseñanza profesional, agrícola, industrial o comercial, con el mismo fin práctico y naturaleza superficial. Desplegada en “escuelas reales”, esta enseñanza, entonces, tendría un carácter moderno y un objetivo utilitario, es decir, estaría orientada hacia una formación técnica, o bien, hacia las aplicaciones inmediatas de las ciencias (Morel, 1904b). Por el contrario, en línea con la defensa de la “enseñanza clásica” que Cané (1919) ensayó en el primer acto de colación de la FFyL, en 1901, Morel (1904b) consideraba que la enseñanza secundaria debía ofrecer una “educación liberal” dirigida a una “minoría selecta” y orientada hacia la preparación para las carreras liberales impartidas en la universidad. Estas carreras, a su entender, no se limitaban a intereses individuales, sino también, y especialmente, a intereses sociales. De este modo, señalaba que en los colegios nacionales se debía priorizar una formación intelectual y moral. Esta enseñanza tendría así una naturaleza clásico-científica y, con ello, un objetivo desinteresado, es decir, combinaría las ciencias modernas con la filosofía y las letras clásicas (tal como sucedía en la FFyL). Los colegios nacionales debían despertar en los estudiantes un “espíritu verdaderamente científico” e instruirlos en el “arte de inducir y deducir” (Morel, 1904b, p. 92), con independencia de sus aplicaciones inmediatas y de los beneficios personales.

Por otra parte, Morel (1904b) consideraba que para implementar la “educación liberal” se requería de alumnos con el temperamento intelectual y moral adecuado. Este carácter se adquiría, según él, por herencia paternofilial y por crecer en hogares cultos, conscientes de los deberes sociales del saber. Además, establecía la necesidad de contar con profesores bien formados, científica y pedagógicamente. En 1903, por decretos del nuevo ministro de Instrucción Pública, Juan R. Fernández, esa función recayó en gran medida sobre la FFyL.7 Aunque apoyaba esta decisión, Morel (1904b) advertía que la enseñanza secundaria tampoco debía ser invadida por la universitaria. En este sentido, indicaba que los profesores no debían ser especialistas, sino poseer una cultura general. Esta mirada era compartida por Rivarola, para quien uno de los fines de la enseñanza secundaria era “la afición por las grandes síntesis” (RUBA, X, 1908, p. 59). Además, Morel (1904b) promovía una formación pedagógica que no se limitara a un conjunto de procedimientos de enseñanza, sino que se fundamentara en una filosofía de la educación basada en la lógica, la moral y la psicología.

Tanto Rivarola (1906b, 1911) como Quesada (1915) reconocían que la formación docente fue otra de las razones que impulsaron la creación de la FFyL, después de observar que la mala preparación de los estudiantes era un problema de profesorado. Sin embargo, este tema generaba controversias. El consejero académico de la Facultad, Joaquín V. González, al igual que Cané y H. Piñero, argumentaba que el “profesionalismo docente” desvirtuaba el concepto fundamental de la Facultad, haciendo de ella una escuela normal en lugar de un “centro de alta cultura” (RUBA, X, 1908, pp. 45-46). Así, cuando asumió como Ministro de Instrucción Pública, en 1904, le otorgó a las demás facultades de la UBA la posibilidad de formar profesores y reemplazó la obligación de cursar Ciencias de la Educación por un examen en el Seminario Pedagógico, que, desde entonces, tomó el nombre de Instituto Nacional de Profesorado Secundario (INPS) y quedó bajo la dirección de los profesores alemanes contratados previamente por Fernández. Además, en 1905, González decretó que el INPS preparara también en ciencias de la educación, lógica, ética y sociología –para lo cual contrató a Krüeger– como también en historia, geografía, letras y demás asignaturas enseñadas en los colegios nacionales. El INPS se constituyó, así, en una facultad paralela y en un establecimiento rival de la FFyL. Esta duplicación incidía en la matrícula de la facultad porteña, pues la mayoría de sus alumnos, muchos de los cuales eran maestras y profesores en ejercicio, aspiraban al título de profesor.

Matienzo, como Decano, consideraba que la universidad no era una escuela profesional, sino un laboratorio de cultura intelectual y moral. Pero consideraba, también, que la formación de profesores había sido una función llevada adelante por la FFyL desde un primer momento, por lo que ni era fruto de la improvisación ni había causado perjuicio alguno en los estudios para el doctorado. Afirmaba, además, que enseñar requería no solo de conocer el método pedagógico, sino también de dominar la materia que se enseña, y que las facultades cumplían con este requisito. De este modo, gestionó la preferencia de los egresados de la FFyL para las cátedras de los colegios nacionales, al tiempo que, con el apoyo de Quesada y de N. Piñero, promovió la anexión del INPS, argumentando la analogía de sus estudios y sus fines. La anexión se concertó en 1906 e implicó el establecimiento de cátedras comunes y la redistribución de los espacios. Asimismo, generó una serie de tensiones sobre cuestiones curriculares, edilicias, presupuestarias y, especialmente, docentes. Los contratos de Wilheim Keiper y de Krüeger fueron un tema de discusión; finalmente, fueron reasignados a la cátedra de Historia de la filosofía y al segundo curso de Psicología. Sin embargo, en 1909, el ministro Rómulo Naón decretó, nuevamente, la desvinculación del INPS. Los profesores alemanes renunciaron a cátedras, al tiempo que la FFyL perdió la posibilidad de formar profesores de segunda enseñanza.

Quesada (1905) veía en esta decisión un “gravísimo daño”, pues, en línea con lo planteado por Matienzo, afirmaba que era crucial que los aspirantes al profesorado no solo adquirieran una preparación práctica en institutos especiales, sino también una preparación científica en las facultades universitarias. Por el contrario, H. Piñero celebró la desanexión. Afirmaba que si la facultad había asumido la preparación de profesores, fue “ante la necesidad de la adaptación al medio y a la opinión general, que parece exigir de estos institutos una faz profesional bien marcada” (RUBA, XII, 1909, p. 346). En un sentido similar, aunque con consecuencias diversas, N. Piñero manifestaba su deseo de recuperar el fin “fundamental y el que presidió a la fundación de la facultad”, a saber, que sea un “instituto de alta y desinteresada cultura”. De este modo, presentó un proyecto para que los profesores de la Facultad dictaran clases públicas en las que pudieran inscribirse “todos aquellos que deseen saber”, independientemente de la obtención de un título (RUBA, XIV, 1910, p. 307). Rivarola (1904a) acompañó este proyecto, y propuso incluir conferencias de directivos y de académicos. Pero también enfatizaba la importancia de conservar la formación docente como un fin secundario. Como decía al fundar la RUBA, la función de la universidad, si no era aún producir el hombre de genio, era hacer una “difusión general de las ciencias y las artes” para “formar el ambiente y proporcionar los medios adecuados a la aparición del genio” (Rivarola, 1904a, p. 11). Si era necesario contar con alumnos intelectual y moralmente aptos para el trabajo científico-filosófico, también era preciso contar con profesores capaces de introducirlos en él. La formación científica de profesores se concebía como una tarea fundamental de la FFyL, pues era condición de su propia existencia. El profesorado era una condición vital para la conformación de una comunidad científico-filosófica en la que, sobre la base de investigaciones lógicas, críticas y experimentales, pudiera aparecer el pensamiento sistemático.

Esta discusión se articuló con los debates sobre la reforma universitaria que generaron los conflictos estudiantiles en Derecho y en Medicina, entre finales de 1903 y comienzos de 1906. Estos conflictos se produjeron a raíz de la supresión de los exámenes de marzo y del incremento en los aranceles. Las huelgas de los estudiantes derivaron en un cuestionamiento de las aptitudes científicas y pedagógicas de algunos profesores, y concluyeron, en agosto de 1906, con la modificación de los estatutos universitarios, entre cuyos cambios se destacó la sustitución de las academias vitalicias por consejos directivos renovables periódicamente e integrados por representantes del cuerpo de profesores (Halperín Donghi, 1962; Buchbinder, 2005). Uno de los ejes centrales de estas polémicas fue el perfil científico o profesional de los estudios superiores. La RUBA, creada por Rivarola en 1904, bajo encargo del Consejo Superior en reemplazo de los Anales de la UBA, fue uno de los principales escenarios de debate.

Rivarola (1904b, 1906a, 1906c), como promotor de la discusión, distinguía entre las propuestas reformistas aquellas que abogaban por la disolución de la universidad y la autonomización de las facultades.8 Según él, el resultado lógico y natural de esta separación era que las facultades se volvieran escuelas dispersas y encargadas de emitir solo títulos profesionales. Frente a ello, sostenía que la universidad era una unidad orgánica y no una mera agrupación de institutos. Planteaba que su objetivo no era formar para el ejercicio profesional, sino para la ciencia y, como había indicado en rechazo del “particularismo científico” algunas páginas atrás, pensaba que en la ciencia no existía conocimiento alguno con derecho a llamarse autónomo e independiente de los demás.

Una de los argumentos esbozados por el “separatismo profesionalista”, como lo llamaba Rivarola (1906b), era que esa dirección científica de la enseñanza universitaria no se había podido desplegar y su causa estaba en la propia universidad. Consideraba, por el contrario, que la causa de los males estaba en el predominio de la tendencia hacia el aislamiento, junto con el error de pensar que la aplicación práctica de las ciencias reducía la enseñanza universitaria a proporcionar carreras lucrativas. Esto había llevado, según él, a la ausencia de un cuerpo orgánico de profesores aptos y consagrados a la enseñanza superior. Las facultades, de este modo, más que un cuerpo vivo, eran una oficina administrativa, sin miras ni propósitos comunes, sin cohesión. En palabras de Rivarola (1906b), faltaba un “espíritu universitario” que “manteniendo las inclinaciones y maneras de ser individuales, da a todos un carácter común” (p. 127). Algo similar pensaba Cané (1904), cuando, apelando a metáforas biologicistas, decía que la Facultad de Derecho había muerto de tuberculosis. La universidad, para él, también debía ser un vínculo de cohesión, un cuerpo cuyos órganos trabajaran articuladamente. Consideraba que solo mediante el apoyo del “espíritu universitario” era posible el desarrollo del hombre moderno, de ese hombre con capacidad para las “generalizaciones fecundas”. Aquí radicaba, precisamente, la función de la FFyL, análoga a la coordinación que ejercía el sistema nervioso. Según Rivarola (1906c), los saberes filosóficos y literarios que allí se impartían eran “el dintel y a la vez el coronamiento de todo estudio científico” (p. 8). La facultad, para él, tenía la tarea de “crear aptitudes mentales para alcanzar las más altas generalizaciones científicas, las mejores aptitudes críticas y las mejores cualidades de expresión que son indispensables para el progreso de la ciencia” (1908, p. 508). Creía que si aún no había podido desempeñar esa función era por la mala preparación de los estudiantes y, especialmente, por el predominio del “separatismo profesionalista” que impedía la formación de un cuerpo de profesores apto para remediar esa situación. Solo con profesores consagrados a la ciencia se podían formar profesores de enseñanza secundaria capaces de proporcionar una preparación adecuada para los estudios superiores. En otras palabras, la mala preparación de los estudiantes no era solo un problema del profesorado secundario, sino también, y sobre todo, universitario.

Rivarola (1906a) consideraba que las reformas de los estatutos universitarios en 1906 permitirían avanzar sobre el aislamiento tanto de las cátedras como de las facultades y, en consecuencia, pasar del carácter profesional al científico. En esta línea, desde su rol como director de la RUBA, pretendía que esta revista no fuera solo una publicación de informes, comunicaciones, estadísticas y datos oficiales, sino un escenario para reflejar la ciencia y el pensamiento de la universidad, estimular el estudio de los grandes problemas de la educación nacional y reunir las “fuerzas disgregadas” (Rivarola, 1904a). Además, consideraba clave elaborar una pedagogía de la enseñanza superior, alentaba la mejora salario docente y proponía retribuir los cargos suplentes. Pensaba que de esa forma el profesorado no solo podría convertirse en carrera, sino que también se podría terminar con aquellos profesores vitalicios, que disponían de criterios estériles y anticuados, que no aspiraban a la síntesis o a alcanzar los principios, ni se preocupaban por las formas. Cabe recordar que para Rivarola, como para Quesada, Morel y otros profesores de la facultad, la función docente era difundir los últimos resultados de las ciencias y, sobre todo, estimular la investigación personal metódica, por lo que reclamaban un cuerpo docente con una sólida formación científica y pedagógica.

Por entonces, tanto la facultad como la universidad comenzaban a notar y a darles un lugar importante a los profesores suplentes en la organización de la enseñanza, pues a menudo reemplazaban a los titulares. Se impulsaron iniciativas para retribuir esa labor, así como para permitirles participar en la elección de los profesores suplentes que se postulaban para sus cátedras, dictar cursos complementarios con validez curricular y asumir cargos titulares vacantes, como fue el caso del ya mencionado Ingenieros en el segundo curso de Psicología. Los profesores suplentes también eran valorados por los estudiantes. Desde el Centro de Estudiantes de la Facultad (CEFFyL), creado en 1906, algunos cuestionaron la designación de varios de ellos, como De Veyga en Psicología, argumentando que carecían de autoridad moral y ascendiente intelectual. También propusieron que esos cargos fuesen ejercidos por los alumnos de los cursos superiores como parte de su propia formación docente.

En relación con esto último, desde el CEFFyL se cuestionaron también aquellas disposiciones del Ministro Naón que desautorizaban a la FFyL en lo referido a la formación de los profesores de la enseñanza secundaria. Distinguiendo, también, entre lo práctico y lo profesional, argumentaban que Naón le quitaba al profesorado una formación científica alejada “de las preocupaciones mercantilistas”, y a las carreras académicas, “todo estímulo práctico” (Boletín del CEFFyL, 17, p. 2). En un sentido similar se expresaba el profesor suplente de Ética y Metafísica, Juan Chiabra (1909). Desde las páginas de la RUBA resaltaba la importancia de la formación universitaria de los profesores. Frente a esos decretos ministeriales, señalaba que la actividad científica y profesional no eran mutuamente excluyentes. Según Chiabra (1909), el ejercicio profesional presuponía una educación científica y viceversa. Parafraseando a Kant, sostenía que las habilidades técnicas eran torpes sin hábitos de investigación, análisis y crítica, mientras que la ciencia sin aplicación práctica carecía de sentido. En sus palabras, “la enseñanza que se difunde [en un instituto universitario] debe ser de tal naturaleza, que, tendiendo […] a ser completamente científica, venga a ser una fuerza capaz de penetrar e informar no solo el pensamiento, sino también todas las actividades del ser humano” (pp. 28-29). De este modo, Chiabra (1909) afirmaba que la preparación docente necesitaba de una pedagogía práctica, adquirida en el ejercicio constante, pero también una formación profunda en las materias a enseñar y en las ciencias de la educación. También sostenía que el fin de la enseñanza secundaria no era introducir a los alumnos en la ciencia, sino en el modo de alcanzarla. “La habilidad didáctica”, decía, “se confunde con la destreza investigadora” (Chiabra, 1909, p. 40). Así, sin preparación científica, ningún profesor podía llevar adelante su tarea docente. De aquí que, en línea con Quesada, Matienzo y Rivarola, consideraba que el método de la enseñanza solo podía alcanzarse en la universidad y, en ese contexto, la FFyL desempeñaba un papel central, en tanto tenía como objeto la investigación científica. Chiabra (1909) sostenía, apelando a una metáfora biologicista, que, por esa tarea, la universidad dejaría de ser “un organismo amputado, en cuanto proveyese jóvenes que se dedicaran a las escuelas secundarias, es decir, al ejercicio de una profesión que es tan importante y tan elevada para lo cultura de un gran país” (p. 45). La formación de profesores permitía crear una comunidad científica que se pensaba necesaria para el propio desarrollo de la ciencia, al tiempo que le otorgaba al saber filosófico y a la propia FFyL un anclaje práctico y una función social específica.

Consideraciones finales

Este trabajo ha explorado el deslinde de la filosofía en el ámbito universitario argentino, enfocándose específicamente en el contexto de la creación de la FFyL de Buenos Aires a comienzos del siglo XX. Se trata de un momento clave en la historia de la filosofía en el país, donde se estableció un espacio institucional para su desarrollo como disciplina académica. Este estudio, que constituye un análisis particular de un fenómeno más amplio y complejo, ha permitido observar cómo las autoridades y profesores de esta Facultad elaboraron una serie de intervenciones teóricas que, sobre la base de una particular concepción del conocimiento, pueden ser leídas como esfuerzos por definir y delimitar la filosofía en el marco de los saberes universitarios. Asimismo, ha permitido poner en relieve cómo este saber filosófico que se iba definiendo desde ese marco teórico le otorgaba un sentido a la propia facultad y universidad, así como al conjunto de saberes que en ellas se impartían.

Desde una matriz biologicista, con eje en la noción de evolución, el conocimiento quedaba limitado a la percepción de la realidad sensible, al tiempo que se erigía como un instrumento de supervivencia. Los saberes impartidos en la FFyL se ajustaban a este enfoque que tomaba como modelo privilegiado y exclusivo a las ciencias experimentales. Esto les permitía reclamar cierta legitimidad al interior del ámbito académico. Además, les atribuía una función social precisa en la medida en que aparecían como herramientas fundamentales para el desarrollo industrial e institucional de una sociedad en transformación. Esta orientación experimental y práctica, que también se definía como moderna, repercutía no solo en los contenidos de las materias enseñadas, sino también en sus formas. Por un lado, los profesores de la FFyL se concebían como agentes que debían fomentar la investigación científica personal, crítica y metódica. Por otro lado, si bien la autonomización de las distintas disciplinas científicas aparecía como un criterio de progreso, se mantenía, por lo general, una distancia relativa ante la especialización. La filosofía, entendida como una coordinación relativa de los saberes, se presentaba como un recurso ante ello. Solo así, en tanto saber ligado y dependiente de los demás saberes producidos en la universidad, podía proclamarse un saber legítimo y necesario.

Este enfoque cientificista ocupaba un lugar predominante al interior de la FFyL. No obstante, hacia finales de la primera década del siglo pasado, comenzaban a introducirse miradas inscritas en las corrientes neokantianas, desde las cuales se intentaba darle a la filosofía un lugar más protagónico en el campo de los saberes. A pesar de las tensiones entre ambos enfoques, el criticismo no se presentaba como una posición opuesta y excluyente, sino como un complemento, que introducía un matiz idealista en esa filosofía científica y permitía, de ese modo, reforzar los límites de sus pretensiones especulativas. La filosofía encontraba su anclaje en las ciencias experimentales, al mismo tiempo que restringía a estas últimas dentro de los límites de la razón. El saber filosófico no solo era su síntesis, sino también su juez y garante. En otras palabras, se posicionaba como un saber condicionado y condicionante.

Estas intervenciones discursivas en torno al conocimiento, las ciencias y la filosofía tenían un correlato con el modo de entender el rol y la función de la facultad y la universidad. En virtud de aquella matriz de pensamiento, la universidad se concebía en analogía al cerebro y la FFyL, en particular, como una institución que daba orden y sentido a la pluralidad de percepciones. Así, el saber filosófico, como coordinación y expresión de la inteligencia, se presentaba como un saber capaz de dominar el presente y guiar el curso de la historia. Aparecía, entonces, como una condición esencial para el desarrollo de la sociedad. De aquí que tanto autoridades como profesores de la Facultad apuntaban a crear las bases para elaborar el pensamiento sistemático y encauzar racionalmente las investigaciones científicas. Estos roles no solo legitimaban al saber filosófico, sino que también garantizaban el papel social de la universidad. Si la universidad tenía sentido como institución era precisamente por su capacidad de formular, a través del despliegue de las ciencias y la filosofía, las leyes que debían regir los destinos sociales.

Por otra parte, si la FFyL se había concebido inicialmente como respuesta ante la mala preparación de los alumnos de los colegios nacionales, pronto se pensó como un centro de investigación científica. Sin embargo, esa cuestión preparatoria no fue abandonada, sino que continuó siendo un tema de interés. Para algunos miembros de la FFyL, esta debía dedicarse también a la formación de profesores de enseñanza secundaria. Este punto suscitó algunas controversias. No obstante, a pesar de algunas voces que consideraban que la Facultad debía dedicarse exclusivamente a la investigación científica, predominaba una posición que reconocía en la cuestión del profesorado una función fundamental. Más allá de las condiciones de la matrícula que ponderaba el título de profesor, esta función legitimaba socialmente a la Facultad y le daba un sentido en el seno mismo de la universidad, ya que permitía conducir las instituciones que formaban a los hombres y mujeres del país. Además, permitía constituir una comunidad científica, de la que saldrían los actores que operarían y que controlarían las futuras síntesis filosóficas. A juicio de los protagonistas, si la FFyL no se ocupaba de la formación docente, existía el riesgo de que los profesores se orientaran por intereses exclusivamente individuales y carecieran de formación científica, promoviendo una enseñanza dogmática incompatible con los estudios superiores. Por lo tanto, la formación de profesores por parte de la FFyL se pensaba, desde aquel entramado cientificista, como un requisito para su propia existencia y de la universidad.

Estas reflexiones, aunque incipientes, intentaron comprender los rasgos del proceso de definición y de demarcación de la filosofía como saber universitario en el contexto de la UBA durante la primera década del siglo XX. Por entonces, la filosofía comenzaba a organizarse como una disciplina académica y a trazar su especificidad y su diferencia en un escenario discursivo e institucional que la abarcaba y la excedía. Sus límites con otros saberes, al igual que su rol institucional, eran aún ambiguos. Sin embargo, es posible observar que si el perfil que adquiría la universidad y la FFyL condicionaban el modelo que asumía la filosofía, la definición de este saber también incidía en la dirección que tomaban estas instituciones. De este modo, el saber filosófico no solo respondía a las estructuras institucionales y académicas existentes, sino que también contribuía activamente a moldearlas

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Notas

1 En 1898 se sancionó el segundo plan de estudios de la Facultad, vigente hasta 1912, el cual otorgaba el título de Doctor en Filosofía y Letras después de cursar una veintena de materias, aprobar exámenes generales y una tesis, en un período aproximado de cinco años. Las materias se ordenaban en tres áreas: historia, literatura y filosofía. La aprobación de alguno de estos ciclos, más un curso de Ciencias de la Educación, permitía acceder al título de profesor. Las materias “filosóficas” se limitaban a Psicología, Ética y Metafísica, Sociología e Historia de la filosofía, distribuídas entre los primeros cuatro años. Las demás áreas incluían Geografía I y II, Historia Universal I y II, Antropología, Historia Argentina, Arqueología Americana, Latín I-IV, Griego I-IV, Literatura de la Europa Meridional, Literatura Castellana y Literatura Latina.
2 En 1901, H. Piñero pronunció en la FFyL una conferencia sobre la “Enseñanza actual de la psicología en Europa y América”, donde resumió las tendencias y los temas discutidos en estos congresos. Destacó el cuarto y último congreso, realizado en París en 1900, bajo la presidencia de Théodule-Armand Ribot, ya que representó, según él, un avance significativo respecto a los anteriores en la medida en que se enfocó en la anatomía y en la fisiología del sistema nervioso, con eje en la teoría de las neuronas.
3 La cátedra de Antropología se enfocaba en el estudio anatómico del ser humano, sobre la base de la concepción de la célula como principio biológico-evolutivo y del hombre como coronamiento de la escala zoológica. Además, se estudiaba el cuerpo humano desde una perspectiva paleontológica, con el objetivo de reconstruir su cadena filogenética. Esta tarea se hacía en colaboración con las disciplinas geográficas y arqueológicas también impartidas en la Facultad por Ernesto Delachaux, Clemente Fregeiro, Julio Lederer y Samuel Lafone Quevedo.
4 En la cátedra de Ciencias de la Educación, Francisco Berra, su primer profesor, pretendía elevar la pedagogía a ciencia mediante la aplicación del método experimental. En Arqueología, igualmente, se utilizaba este método para comprender las civilizaciones sudamericanas a través de los materiales adquiridos por donaciones, por compras y por expediciones. En Geografía física se estudiaba, así, el planeta y el territorio argentino para entender las leyes que los moldeaban y cómo sus transformaciones acompañaban la evolución biológica. En las disciplinas históricas, a su vez, se priorizaba el trabajo con archivos documentales, y desde los cursos de Historia Universal, de Dellepiane, se promovía el estudio de la metodología histórica.
5 Durante estos años, la facultad y la universidad estrecharon lazos con distintas instituciones extranjeras tendientes a la formación de estudiantes, el intercambio de profesores, la participación en eventos académicos y la transferencia de materiales.
6 Berra, por ejemplo, proponía realizar una crítica de la teoría pedagógica a partir de las investigaciones experimentales previamente realizadas, mientras que Delachaux reemplazaba, por obsoletos, los textos, los mapas y los atlas ya hechos, con exposiciones verbales, traducciones de estudios recientes y esquemas ejecutados en el pizarrón, para lo cual demandaba un gabinete propio.
7 Fernández dispuso para la formación de profesores de enseñanza secundaria la obligación de complementar la formación disciplinar adquirida en la universidad con un curso teórico y experimental de Ciencias de la Educación en la FFyL, un curso de Pedagogía General en la Escuela Normal de Profesores y un curso de Pedagogía Especial en el Seminario Pedagógico. Este último fue creado por el propio Fernández, en 1903, para brindar una formación pedagógica a los egresados universitarios, con la proyección de extenderlo a la formación del profesorado normal, y para cuya organización contrató profesores alemanes, entre ellos Wilheim Keiper.
8 En 1904, el diputado y profesor de Finanzas de la Facultad de Derecho, Francisco Oliver, presentó en el Congreso un proyecto que proponía el desmembramiento y la autonomía de las facultades, argumentando que no había nada en común entre ellas debido a la diferencia en sus objetos, tendencias y métodos. Ese mismo año, la Academia de la Facultad de Derecho apoyó la propuesta de Oliver, aduciendo que la institución contaba con capacidades económicas propias y que la intervención del Consejo Superior, al que percibían como un cuerpo artificial y centralista, era desfavorable para el desarrollo de la instrucción científica.
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