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Del antipositivismo a la historia de las ideas. Benedetto Croce en la renovación conceptual de la filosofía en la Argentina
From Anti-Positivism to the History of Ideas. Benedetto Croce in the Conceptual Renewal of Philosophy in Argentina
Cuadernos de H ideas, vol. 18, núm. 18, e087, 2024
Universidad Nacional de La Plata

Dossier

Cuadernos de H ideas
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 1851-8206
ISSN-e: 2313-9048
Periodicidad: Frecuencia continua
vol. 18, núm. 18, e087, 2024

Recepción: 30 abril 2024

Aprobación: 26 septiembre 2024

Publicación: 17 diciembre 2024


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: La década de 1920 marca un quiebre contundente en el modo cómo se definió la filosofía en la Argentina. Lo que entonces comenzaba a llamarse “filosofía” en las cátedras de la reciente Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, buscaba desmarcarse del modelo de las ciencias naturales para desplegar un perfil propio. Aunque antes pudiera hablarse ya de “filosofía”, fue recién entonces cuando comenzó a delinearse la posibilidad de postular su autonomía epistemológica. Ello suponía un profundo cambio conceptual.

Palabras clave: antipositivismo, filosofía argentina, universidad, Benedetto Croce.

Abstract: The 1920s marked a decisive break in the way philosophy was defined in Argentina. What was then beginning to be called “philosophy” in the chairs of the recent Faculty of Philosophy and Letters of the University of Buenos Aires, sought to dissociate itself from the model of the natural sciences to deploy a profile of its own. Although it was already possible to speak of “philosophy” before, it was only then that the possibility of postulating its epistemological autonomy began to be outlined. This implied a profound conceptual change.

Keywords: antipostivism, argentine philosophy, university, Benedetto Croce.

Coriolano Alberini ubica el nombre de Benedetto Croce en lo que entiende es el inicio de la filosofía universitaria en Argentina, un momento, aunque más un proceso, signado por el cuestionamiento y abandono del positivismo como lógica a partir de la cual se define el saber filosófico. En sintonía con eso, suele contarse el nombre de Croce, junto con otros entre los que se destaca Bergson, cuando se historiza la filosofía en el país, sin embargo, no disponemos de indagaciones en las que se profundice esa presencia entre los autores y profesores de entonces. Hacia allí avanzamos en lo que sigue, aunque sin concentrarnos en un análisis en términos de recepción, ni intentando rastrear filológicamente qué pasajes de nuestros autores son reproducción o inspiración de la filosofía del italiano. Si nos interesa reparar en el modo en que Croce y sus definiciones fueron mencionadas y recuperadas por los intelectuales de esa época, ello se debe a que ese contexto intelectual y filosófico en particular ayuda a comprender algunos sentidos aún poco esclarecidos de esa definición que se pretendía renovaba entonces el estudio y la producción filosófica.

En función de la mención de Alberini, partimos del supuesto de que ese aporte teórico operó como uno de los elementos principales de la novedad y nos concentramos en analizar cómo sucedió ese proceso en términos conceptuales. Confiamos en que considerar qué se decía a partir de Croce, en qué contexto intelectual y en qué marco de debates, permite comprender el perfil de esas definiciones. En esta línea, ensayamos aquí un rastreo conceptual que nos permite dar sentido a algunas posiciones que se van instalando entre los profesores de la filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de la Universidad de Buenos Aires (UBA) en el marco de una disputa teórica, que se traduce en un movimiento de la planta docente, algo a lo que nos hemos referido en otros trabajos (Galfione, 2021).

Si la figura central que tomamos en lo que sigue es la de Coriolano Alberini, ello abreva en dos razones que responden a nuestro doble interés: por una parte, es uno de los profesores con mayor pregnancia a nivel institucional en su tiempo, y uno de los protagonistas más destacados del recambio teórico que se da en la carrera,1 pero además es el autor más recuperado por las historias de la filosofía argentina escritas en el país cuando tratan el período, sobre todo por las que buscan marcas locales o regionales en el despliegue de este saber. En este último sentido, cabe notar que son varias las historias, e historizaciones parciales, de la filosofía argentina que señalan sostenidamente que en los veinte y con Alberini se reconoce el momento fundacional de este saber, con el desplazamiento de lo que se denomina “positivismo”. Esos relatos, haciéndose eco de las aseveraciones de los actores estudiados, aunque de la mano de los intentos de problematizar los modos de historización del saber filosófico en nuestro suelo, advierten que es entonces cuando pueden comenzar a percibirse ciertos rasgos identitarios para la filosofía y su historización. El abandono del positivismo, o el triunfo operado sobre él por las corrientes “antipositivistas”, coincide en estas lecturas con la posibilidad de elaborar una filosofía ya no deudora del original europeo, o, lo que es lo mismo, con el comienzo de una filosofía argentina, en un marco latinoamericano.

Sin reparar en que, de reconocer la influencia de Croce, el marco europeo seguiría operando aunque con otro tono, y sin detenernos en el repaso de las múltiples cuestiones que se derivan de esta visión, lo que buscamos es, en cambio, preguntarnos cómo fue posible teóricamente correr el eje, poniendo en el centro de la escena del saber filosófico la historicidad o situación de la que se deduce, con quizás excesiva naturalidad, aquella idea de “filosofía argentina”. Cuál es la operación teórica y la torsión lógica que habilita a pensar en estos nuevos términos que tanta influencia han ejercido en formas filosóficas alternativas y críticas al canon occidental, y qué tan presente se vuelve al buscar modos otros de historizar este pensamiento.

Volviendo a la lectura que se hizo y aún se hace de este momento de la filosofía en el país –aunque cuesta dejar de notar la exclusividad que en esa consideración se da a lo que ocurría en la ciudad capital y en La Plata–, se nota el predominio de un tono celebratorio en los relatos, debido en parte a que quienes historizan se reconocen en la misma línea de los autores que sostienen la crítica al positivismo y se saben sus deudores, precisamente, en el modo de pensar la filosofía en el país. Entre ellos, varios son convocados en la edición de las obras de Alberini que hicieron las universidades de Cuyo y La Plata, ofreciendo allí una semblanza del autor. Al hacerlo, dejan en claro el lugar central que ocupó Alberini, que de algún modo sintetiza y habilita una mirada que lo excede. Así lo dice Rodolfo Agoglia (1966) en el prólogo a Problemas de la historia de las ideas filosóficas en la Argentina (Alberini, 1966):

La figura de Coriolano Alberini (1886-1960) abarca, y en buena medida domina con su presencia intelectual, más de un cuarto de siglo de vida universitaria argentina, desde el año 1918 en que inicia su actuación en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, hasta su última aparición pública, como secretario del Primer Congreso nacional de Filosofía celebrado en la ciudad de Mendoza en el año 1949 (p. 7).

Esa presencia intelectual se concentra en la carrera de filosofía, de la que fue egresado y profesor, aunque con importantes resonancias, tanto en otros ámbitos de producción y de definición filosófica, cuanto en la facultad y en la universidad en general. Esto último quedaría evidenciado con su sostenido paso por el decanato de esa facultad y por el vice rectorado de la universidad. Aquel dominio se traduce en lo que se considera “madurez de la filosofía argentina, como estudio serio y responsable, y marca el comienzo de una promoción intelectual que busca un cultivo riguroso y metódico de la disciplina” (Agoglia, 1966, p. 9). Esa idea de “comienzo” reaparece con insistencia, presentándose en el marco de la disputa con la línea reinante hasta entonces. Norberto Rodríguez Bustamante (1966), por su parte, inscribe a Alberini en “un grupo destacado de cultores de la filosofía” que habría librado la batalla contra el positivismo (p. 13).2

Con la centralidad de Alberini, los historiadores acuerdan en ubicar allí un momento singular de nuestra filosofía, que en general es presentado como ciclo inaugural, y con ello destacan mucho más el primado de ese espíritu de reacción contra el positivismo, que las particularidades y matices internos al grupo o al conjunto de individuos que llevaron adelante esta redefinición. Para profundizar en la compresión de lo que se entendió que era una renovación, retomamos ese aspecto de la iniciativa, sin advertir matices particulares, en parte porque no confiamos en que ellos hagan aportes sustanciales. Nos permitimos, entonces, en lo que sigue, tomar los posicionamientos específicos de los diversos autores como partes que dialogan con el conjunto, generando un lenguaje común, aunque solo sea sistematizado por unos pocos. Junto con el nombre de Alberini, encontraremos el de Jacinto Cuccaro, muy próximo a Alberini, también egresado de allí, en 1921, con una presencia constante como docente de la facultad desde 1923.3

Tanto Alberini como Cuccaro son contundentes en la valoración que hacen de la obra de Croce y de su significación histórica. Como mencionamos, según el primero, el italiano no solo fue una fuente de inspiración y de seducción personal, sino que tuvo definitiva influencia sobre toda una generación. No importaba ser croceano, sino hacer filosofía, dice, identificando ambos términos. Junto con él, otros nombres colaboraron en la renovación, Bergson y Renouvier se destacan, pero es el de Croce el más recurrente y es también a este a quien se recurre al momento de elaborar una lectura crítica de la filosofía de Bergson.4 Con el italiano, dice Cuccaro (1918), se formaba un “noble y profundo espíritu filosófico”, se encontraba allí el “culto a la verdad” que se estaba buscando (p. 45). Del mismo modo, Cuccaro (2021) se aboca al estudio del pensamiento de Croce al realizar su tesis para obtener el título de Doctor en Filosofía –entonces, título de grado–. Ese extenso trabajo, que cuenta con casi doscientas páginas, se organiza en función de las diversas materias a las que se abocó el italiano, intentando reconstruir su sistema. Asimismo, Cuccaro le dedica a este autor algunos artículos en revistas de la época, tales como Verbum (1918) y Humanidades (1922). En este caso particular, anotamos que Croce parece llegar de la mano de Gentile, pero también de Windelband y de Ruggiero. Los tres, los dos últimos más como historiadores de la filosofía, son figuras muy próximas en sus lecturas.5

Condiciones conceptuales para la filosofía

Siguiendo esas sugerencias, cabe reconocer el lugar singular que ocupa el pensamiento de Croce entre los autores que mencionamos, siendo una base importante en el intento de torcer el sentido de la filosofía disponible entonces en la primera facultad de filosofía del país. Lo que había que desplazar era tanto los resabios del planteo moderno, cuanto las torsiones posteriores que se concentraban en la articulación de este saber con el conocimiento científico, en el modelo que se fue gestando como propio de las ciencias biológicas. Las razones argüidas de tal necesidad eran epistemológicas, pero en última instancia teórico-prácticas. Probablemente aquellas se pusieran al servicio de estas.

En esa línea, uno de los motivos más recurrentes es la tematización de la relación entre libertad y necesidad, que se vuelve motivo fundante. Alberini reconoce la influencia de Croce precisamente en este punto. En 1955 publica un trabajo en que se ocupa de su pensamiento y en el que pasa prolijamente en limpio lo que considera más significativo de aquella doctrina, subrayando la particularidad de su aporte en este punto. Se trata de una tensión entre dos términos que cobran sentido de la mano de preocupaciones atinentes a la vida práctica y a la filosofía que la tematiza, pero que no pueden resolverse sin consideraciones de tipo ontológico o metafísico y que se articulan contundentemente en un planteo epistemológico. Al ponerlo en esos términos parece regresar de algún modo al pensamiento de Kant. Si bien Croce encontraba en Hegel a su interlocutor preferido, el marco del debate, el modo cómo se llegaba al planteo y el escenario intelectual local conducen más la mirada al autor de la Crítica de la razón pura. Este entonces oficiaba como el arquetipo de una filosofía que se imponía pensar su rol y su perfil, probablemente, gracias a la impronta que daba Alejandro Korn a la disciplina.6Poner el foco del desarrollo en aquella dupla conceptual con largo despliegue en la filosofía occidental, libertad-necesidad, era también un modo de revisar el dualismo kantiano y de reconciliar los términos de cara a un movimiento que se esperaba ofreciera resultados contundentes para el ámbito de la filosofía práctica. Y en eso se encuentran los argentinos con Croce, pero también con buena parte del neokantismo alemán, un diálogo que el mismo Croce habilitaba.

“Para Croce –dice Alberini (1955)– el hombre no es un autómata, pero repudia la vieja doctrina arbitrista. Prefiere reemplazarla por su doctrina de la unidad dialéctica, esto es, el hombre es libre sí, pero merced a su colaboración con la ‘necesidad’” (p. 48), resolver ese meollo, comprender cómo y a costa de qué se logra la articulación, parece ser una de las preocupaciones centrales de estos autores, haciendo de eso, no ya un asunto de Croce, sino de la filosofía misma. La filosofía, aquí, se ubica sobre la bicondicionalidad que se establece entre necesidad y libertad. La cuestión es, entonces, lograr conciliar, en la historia, la libertad con el hombre o, quizás sea más preciso decir, con la vida del hombre. Cómo hacer de la libertad, en la historia, algo no abstracto y, sin embargo, persistente y consistente. Cómo hacer, más aún, para que la libertad, en tanto condición de la vida y de la historia, pueda verse operando como la razón última, pero efectiva e histórica, de la moral. Cómo, en definitiva, liberar la libertad de los marcos aparentemente irreductibles a los que la termina constriñendo la necesidad, sin recluirla al plano de lo trascendente. La solución parecía requerir situar en la mira los dos términos, pero no enfrentados, sino reconciliados y con pesos equivalentes e irreductibles.

Si bien en términos conceptuales resulta claro que aquella posibilidad depende de una operación de la filosofía, que viene a salvar la libertad del confinamiento kantiano, no resulta desatinado decir que aquí esa intervención también se reclama en términos históricos y prácticos. Lo que mueve o convoca esta reflexión es de ese orden. La filosofía tiene, efectivamente, algo que hacer en la historia –usamos “historia” en un sentido laxo o acotado todavía–, y eso es parte de la misma dilución de las fronteras que se estaría buscando.

Si la reconciliación entre libertad y necesidad supone la posibilidad de que los hechos, o lo dado, puedan ser inscriptos en el nivel de la libertad, evitando tanto la explicación causal de lo fenoménico, cuanto la abstracción de una libertad sin asidero en lo concreto, la filosofía queda definida de tal modo que puede servir de puente entre ambos términos. Allí podía hablar Croce, y repetir los argentinos, de una “filosofía de la inmanencia”, esa que, a juicio de Cuccaro (1918), parte del principio “de la identidad del objeto con el sujeto, de la afirmación del sujeto en el objeto” (p. 37).7

De acuerdo con eso, parados sobre el terreno de la necesidad, conocer es otorgar sentido a un objeto y, al hacerlo, la condición de necesidad comienza a articularse con su negación. Aunque pueda reconocerse la consideración, sin mucha precisión, de marcos espacio-temporales en los que los objetos devienen, conocer es aquí siempre abstraer. En el nivel de la reflexión sobre el conocimiento, esto se traduce en una contundente valoración de la percepción, el medio a través del cual nos informamos sobre los objetos. No hay pensamiento sin percepción. Y ese vínculo mantiene la reflexión en el plano de la inmanencia, pero si lo singular puede nombrarse es por la posibilidad de desprenderlo de esas condiciones. Conocer, dice Alberini (1955), es alejarnos de las “realidades cronotópicas” (p. 64), aunque siempre partamos de ellas, que son insoslayable.

El interés principal se concentra en el conocimiento filosófico que, por intermedio de dicha abstracción se va alejando cada vez más de esas condiciones. De manera articulada con esta primera abstracción, aunque sin negar la particularidad del origen, el sentido de lo que es termina de aparecer cuando puede divisarse otro plano en que esas particularidades quedan contenidas. Hay un todo universal que las alberga. Si en un primer término se da protagonismo al espacio y al tiempo como condición del objeto, su “situacionalidad”, apenas se avance en su significación estaremos ante el primer círculo de un espiral. El recorrido de sucesivas abstracciones nos permite conectar aquella condición espacio-temporal con un todo universal, al que no casualmente se denomina “historia”.8

Si, por un lado, no hay pensamiento sin percepción, inmediatamente se advierte que solo puede reconocerse lo individual y concreto a través del pensamiento y este remite a un universal. Como si “pensamiento” significara, más que una capacidad o una operación, un marco de referencia, un nivel o dimensión diferente al de la percepción, capaz de conectar las diversas significaciones de lo concreto. Conceptualizar es universalizar, cada vez un poco más hasta llegar al concepto propiamente dicho, el filosófico.

Una cuestión central aquí es apreciar correctamente qué se dice con “universal” –también, “espiritual”– porque con ello se construye un sentido más específico de “historia”. El universal es el todo que alberga los particulares, sin ser otra cosa respecto de estos. Es el devenir que se moldea y produce a través del conocimiento de los particulares. Un todo que no preexiste, tampoco como objeto o como fin, sino que solo es por los particulares, por ellos cambia, se renueva, se actualiza. Por ellos se llega a él. El juego dialéctico es constante. Croce se mueve con comodidad allí, haciendo de la contradicción y la tensión la regla, y sus discípulos argentinos siguen el mismo camino.

Uno de los trabajos más detallados de Croce sobre este asunto es Teoría e historia de la historiografía (1965) y parece necesario regresar sobre él para reconstruir algunos de conceptos que serán retomados por nuestros autores.9 Allí Croce plantea la tensión a partir de la diferencia entre hecho e historia, haciendo de esa tematización una parte muy relevante del sistema. En la historia, dice negando toda finalidad y causalidad, nos encontramos con “hechos toscos y desligados”, ¿qué hace la filosofía con ellos? Hasta aquí, la filosofía los ha negado, incluso el naturalismo, que pretende hablar de ellos. La filosofía ha matado los hechos, dice, y llama a volver a ellos. “Al volver y permanecer, o sea, al movernos en el hecho concreto, o mejor aún, haciéndonos pensamiento que piensa concretamente el hecho, experimentamos la continua formación y progreso de nuestro pensamiento histórico” (Croce, 1965, p. 61). La historia es el pensamiento de lo concreto.10 “La historia es pensamiento y, como tal, pensamiento de lo universal, de lo universal en su concreción, y, por ello, siempre particularmente determinado” (Croce, 1965, p. 48). El hecho puede decirse “hecho histórico”, ya no de manera laxa, cuando ha pasado por esa criba y se sabe particular y universal a la vez. De este modo, podemos comprender qué se dice cuando se dice “situación” y qué cuando se dice “historia” y sus derivados semánticos.

Si en el siglo XIX la historia definida por la filosofía quedó lejos de la condición humana, el nuevo planteo busca la reconciliación y con ello disputa tanto en el terreno de aquella filosofía cuanto en el de la historiografía. La historia que se busca inaugurar ahora parte de lo concreto. Los hechos, lo dado, no responden a ningún sentido u orden previo y presupuesto, son partes de un todo que solo deviene a partir de estas. Afirmar que los hechos son partes del universal, sin que haya nada que preexista a esas partes, es sostener que cada una es tanto como y, al mismo tiempo, nada más que eso. Es el rechazo de la hipostaciación de la parte como todo, algo que Croce denuncia como la base de las filosofías de la historia en todas sus versiones. Reconocer esa relación entre el hecho y la historia, es mantener la tensión que garantiza que la rueda siga girando, que haya siempre novedad. Y con ello Croce puede decir también que por fin encontramos la verdadera posibilidad de hablar de libertad. Esa novedad, así pensada, abre la vía para la libertad que se estaba buscando.

El devenir queda abierto. Y esto conlleva, dijimos, una redefinición en el campo de la historia como saber. El hecho, como hecho histórico, pasa a pensarse en esa condición de necesaria articulación. Por eso va a insistirse con la noción de “síntesis”; el hecho no significa, y no es “histórico”, hasta tanto no cobre sentido en esa unidad. Así la historia que se invoca aquí, no señala la consideración de lo particular en tanto particular, espacio-temporalmente situado, ni un proceso uniforme y progresivo que avanza con la sucesión del tiempo de los acontecimientos. Es, en cambio, la inscripción de aquello en el acaecer, algo que persiste.

Cuccaro (1918) es insistente con las referencias a lo “eterno” y, citando al italiano, precisa lo que venimos diciendo: “La eternidad y el tiempo real coinciden, porque en cada instante está lo eterno y lo eterno es el instante y ‘no existe una naturaleza frente a una historia humana que invoque su unidad de un principio que abrace y trascienda a ambas’” (p. 32). Desde allí se construye una definición para la filosofía, sus problemas tienen que ver con lo eterno y son eternos, aunque se construyen en el instante. La historia, en su devenir, es la individuación de un proceso que es eterno y con ello es la posibilidad de nuevas respuestas a esos problemas. En su tesis, Cuccaro (1921) define la filosofía como el grado más elevado de reflexión, pero también como “la realidad toda”, porque alberga los extremos; es expresión o momento de la conceptualización, pero que no tiene lugar sin lo concreto, “es la determinación del espíritu universal en ese momento histórico […], no es más que la eternidad que se concreta en una nueva forma, es el verbum hecho carne por la esencia misma de su naturaleza que vive en esa encarnación” (p. 50). La filosofía gana condición de universal y posee el valor de ser la ciencia por excelencia, “la ciencia de lo que la realidad tiene de universal” (p. 55).

Con una mirada de mayor alcance y pretensiones que los argentinos, y con una obra bastante más basta, Croce se ocupa de esta cuestión de manera recurrente y, en particular, sus remisiones a la historia como disciplina definen un suelo sobre el que nuestros autores parecen moverse, aunque no ahonden en estas disquisiciones. La historiografía no los convoca de la misma manera que al italiano, aunque, como dice Croce (1959), la historia nos interpela y nos importa como seres morales.11 De acuerdo con su definición, la historia, como disciplina, es interpretación, el sentido que le damos a los hechos. Si estos pueden convocar la particularidad, por su origen empírico, su consideración es tanto la renuncia a esa empiria, cuanto la posibilidad de ubicarlos en un marco que les permita alcanzar su estatus histórico. Entre ambos se ubica la filosofía, su sentido convoca conceptos y allí encuentra su lugar la filosofía.

Al decir aquí “interpretación”, parece necesario aclararlo, se dice mucho más del carácter histórico de los hechos, en sentido estricto, que de la subjetividad o relatividad hermenéutica de quien los conoce. Se nombra así la exigencia de que el hecho pase de la ignorancia al conocimiento, de que el hecho pase por el cedazo de la conciencia para volverse historia. Al decir “interpretación” es claro que no se abandona el carácter universal como referente y posibilidad de sentido, sino todo lo contrario: la interpretación es el medio, la condición, gracias a la cual el hecho pasa a existir como hecho histórico. Nuevamente, estamos ante el constante ir y venir de lo particular a lo universal, de la necesidad a la libertad, ese incansable movimiento en el que nada escapa “al mar del pensamiento”, como dicen nuestros autores, esa superficie que lo traga todo para darle realidad y que se renueva permanentemente en la oscilación provocada por el hallazgo de nuevos objetos. Volvemos a encontrarnos, aunque por otra vía, con la libertad.

Hacia una filosofía de la práctica

La centralidad que se le da al pensamiento nos sitúa en el plano de la cultura, de los significados atribuidos al mundo y este deviene el material específico a la hora de hablar de la historia, ya como acaecer, ya como saber. “Unidad orgánica de la cultura” llaman nuestros autores al territorio que reúne lo decible acerca del mundo. Sobre este se mueve la filosofía, ayudando a tomar conciencia de la abstracción en que vivimos y de sus rasgos más propios. Al igual que todo conocimiento, si se asienta en lo concreto y precisa de lo particular, no es porque sea su descripción, sino, en cambio, porque ofrece su significación, su “síntesis”, dicen. Aquello que señalamos como un espiral de sucesivas abstracciones encuentra en la filosofía un estadio elevado, aunque nunca final, una conciencia reflexiva.

Una muy recordada expresión de Alberini (1919 [1973b]) sintetiza parte central del movimiento conceptual que se ensaya: “Vivir es, pues, evaluar” (p. 117), algo que en Croce llega como inquietud ante lo que aparece, proximidad con los hechos. Aquí “vida”, una noción que hasta entonces denotaba una existencia fisiológica, se aleja de ese sentido para quedar asociada a un acto interpretativo. Vivir, podríamos decir, ya no es sobrevivir o adaptarse, sino simbolizar.12 Los hechos en particular, aún no históricos, o históricos en un sentido laxo, pueden ser, efectivamente, valorados en función de las circunstancias en las que surgen, las acciones pueden ser consideradas por su utilidad específica, porque la vida consiste en un constante valorar el mundo tal como es para nosotros, eso es significarlos. Ese es un primer nivel de significación, como adelantamos. Ahora bien, con la historia, entendida como la síntesis devenida de la abstracción, estamos frente a necesidad de suspender el juicio valorativo. El pensamiento ya no es valorativo, trabaja sobre lo valorativo, pero no es del mismo orden. “La filosofía no juzga, entiende”, dice Croce (1926, p. 84).

La abstracción y la síntesis, la especulación, queda vinculada a los hechos o a los objetos singulares. Por más que se sucedan las abstracciones que van desde la valoración a la síntesis, no puede pensarse sin la singularidad como elemento inicial. Cualquier idea remite, en última instancia a aquella, del mismo modo que aquella no puede evocarse sin la simbolización. Y es por eso que, al describir lo que es de este modo, queda allí subsumido también todo lo relativo al deber ser. Nos encontramos ante enunciados que se despliegan en las antípodas de aquel dualismo estructurante del pensamiento moderno que señalamos inicialmente, el que distingue entre objeto y sujeto, pero también entre ser y deber ser y entre necesidad y libertad. Aquí la historia, en esa definición tensionada que se mueve entre extremos, lo devora todo y no cabe distinción.

Aunque los argentinos vean en esas formulaciones de Croce cierto exceso historicista que parece no convencerlos, las diferencias son escasas y la base del planteo retumba también en las consideraciones sobre la filosofía. El modo cómo define la tarea de la filosofía y lo que se propone respecto de su historización ubican la cuestión de la axiología o la valoración en el centro, que es también el terreno de la historia como conocimiento. Si, a juicio de Alberini, la vida es un constante valorar, esa evaluación o valoración, siendo el modo de vincularse de los seres vivos con su medio, incluso cuando aún no haya conciencia desarrollada, es la base para comprender lo que ha sido el pasado. La tarea historiográfica no puede sino atender al devenir valorativo. Las consideraciones históricas se enfrentan, en primera instancia, a esas valoraciones sin grado de reflexividad (“apriorismo vital”). Estas, con el desarrollo onto y filogenético, comienzan a manifestarse articuladamente con la conciencia (“idealismo vital”). De ahí que reconozca dos estadios del desarrollo de la vida: primero deontológicamente vivida, luego concientemente pensada. Y esa descripción, presentada como definición de lo que naturalmente ocurre, no solo contrasta con el racionalismo, que necesitaba suponer la conciencia para referirse a una axiología, sino, en el otro extremo, con las posiciones que hacían de la conciencia un epifenómeno. Al postular el apriorismo vital, Alberini señala la centralidad de las ideas-valores atravesando el suceder empírico. Lo que hacemos frente al mundo, el modo en que el mundo es para nosotros, es exclusivamente del orden de la valoración. Todo movimiento o reacción de los seres vivos supone una consideración axiológica, por eso vivir es evaluar. No hay realidad objetiva, externa y ajena o residuo de esa valoración. A menudo, dice este autor, partidarios del realismo o del objetivismo, tienden a volver realidad objetiva lo que no es otra cosa que valor, una pretensión de objetividad que no es sino “degeneración ontológica del valor” (Alberini, 1921 [1973a], p. 148).

En la posición de nuestros autores, la evolución natural de los seres vivos, que no es sino mayor potencia del pensamiento, desarrolla en ese devenir un estadio superior signado por la posibilidad del predominio de la conciencia; una “evolución en ventaja de la vida” (Alberini, 1921 [1973a], p. 138). Así, la conciencia allí reconocida trabaja con los datos de aquellas valoraciones, pero no queda encerrada en ellos. Con posibilidad de revisar las valoraciones, esta alcanza, ahora sí, un grado de objetividad. La conciencia así desplegada, dice, es criterio de verdad.

Otro modo de presentarlo, aunque sin referencia a la dimensión axiológica, es distinguiendo “intuición” de “conocimiento”, y así lo plantea Cuccaro en su tesis. La intuición atiende a los fenómenos, al mundo espacio-temporal, el conocimiento, en cambio, se eleva hasta el concepto. A su juicio, entre la voluntad y la inteligencia se agota lo real, y es preciso problematizar el vínculo entre actividad práctica y actividad teórica. Al hacerlo, se hace eco de Croce: un dualismo irreductible, pero que no dice sino sobre momentos de lo mismo. Ahora bien, el modo en que ambas disposiciones, la intuición y el conocimiento, se despliegan es diferente y aquí es donde volvemos a encontrarnos con la axiología. Croce sostenía que el juicio atiende a la utilidad del acto y a la voluntad. Los juicios sobre el bien o el ideal son relativos a la voluntad y es imposible generalizar los hechos que se derivan de esta en modelos de acción. Si el juicio práctico se detiene en esa singularidad, y no puede salir de ella, la filosofía, en cambio, como reflexión según los lineamientos que ya repasamos, se despliega en un terreno diferente y no puede ya valorar, ni determinar los ideales. Croce (1926) incluso propone hablar de “filosofía de la práctica”, en vez de “filosofía práctica”, porque la filosofía no interviene en la acción, es solo su toma de conciencia.

Sobre lo que es, lo que ha sido, el “acaecimiento”, ya no hay juicio valorativo. De este modo, la reflexión en términos de axiología, la “axiogenia”, como le llama Alberini (1921 [1973a]), repara en el juicio práctico, ese que se elabora para seguir actuando, habla de la voluntad que interviene en la situación y no, en cambio, de un juicio sobre la historia. En esta lógica que se despliega, en la que lo que es es, solo cabe tomar conciencia de lo que ha sido, nunca valorarlo. Dice Croce (1926): “Lo que ha sido debía ser, y lo que es verdaderamente real, es verdaderamente racional” (p. 77).

Mauro Donnantuoni Moratto (2014), al referirse a Alberini, recupera la distinción entre “psiquis” y “conciencia”. La primera se ocupa de la evaluación, el juicio, la conciencia, en cambio, es el escenario del acaecer, en que se constata, en pose reflexiva, qué fue. De este modo, dice el investigador, la propuesta escapa a los marcos del psicologismo positivista porque mantiene la conciencia a salvo de sus reglas. Sin embargo, al mismo tiempo, en ese juego de equilibrios que observábamos, puede verse cómo se libra al valor, y con ello el plano de la vida moral, del racionalismo abstracto. Aquí es dónde con más énfasis podemos pensar que se busca el lugar de la libertad. Si algún resquicio le queda en relación con la acción humana, este se encuentra en la posibilidad de reconocer cómo se pasa del ser al deber ser y no al revés. No se universaliza lo contingente, como podría verse, según cómo estos autores la entienden, en una explicación causalista, pero sí se lo hace necesario, contra el racionalismo. La acción supone una valoración en función de una situación específica y un resultado esperado, lo hecho se hace necesario, y recién entonces puede elaborarse una mirada que resguarde el cambio y la libertad. Solo al verlo como un momento más de lo que se sintetiza, el hecho cobra su estatus sin pretender, no obstante, avanzar como norma sobre lo que vendrá. El círculo podrá comenzar a rodar otra vez. Volviendo a la sugerencia de Donnantuoni Moratto (2014), el tránsito de un momento a otro supone, efectivamente, un cambio evolutivo, supone la intervención de la conciencia reflexiva, pero su suceder no es un salto, como sugiere este autor, sino parte de la misma continuidad de la espiral.

Como corolario de esto, la filosofía no se compromete con los hechos. El peor error de la filosofía, a juicio de Croce y de nuestros autores, se produce cuando pretende entrar en el terreno de las cuestiones empíricas para tomar partido, o para decir el deber ser. Al tomar partido la filosofía se pierde, abandona su serenidad y dignidad (Croce, 1926, p. 102). La filosofía, en cambio, debe limitarse a constatar lo que ha sido. Es la voz que sabe y puede contar la historia de la humanidad, ve el acaecer y no lo juzga, lo dice. Los filósofos, dice Alberini (1966), “tienen el deber de no dejarse perturbar por las pasiones colectivas de un momento determinado”, el filósofo “reconoce la forma universal de los valores particulares” (p. 114), no se inmiscuye en ellos.

Primera consecuencia: la “historia de las ideas”

La distinción de la filosofía y sus quehaceres convoca dos asuntos más que se entrelazan permanentemente con aquellos desarrollos. Por una parte, las referencias de nuestros autores al carácter nacional de la filosofía. De acuerdo con lo dicho, lo nacional es un modo de darse de lo universal. Alberini se refiere a aquella “unidad orgánica de la cultura”, el modo cómo en un determinado tiempo y lugar se valoró, se juzgó el mundo. Y, sin lugar a dudas, en su esquema esto ubica un lugar singular. Con él, estamos ante la posibilidad de hablar de un pensamiento nacional, de acotar y definir un conjunto limitado de valoraciones que constituyen una expresión cultural que se llama “nacional”. Estamos frente a ciertas condiciones, incluso, aunque sea más tímida su referencia –probablemente, porque no resulta del todo coherente con el sistema general– de hablar de “filosofía nacional”. Y ese ha sido uno de los aspectos más celebrados de los lectores y deudos de esta renovación filosófica. Tal como lo lee Diego Pró (1973), se habilitaría en esta propuesta un lugar especial para las expresiones nacionales en tanto expresiones particulares en el marco del universal humanidad, y sin las cuales el universal no tiene posibilidades de ser. El espíritu nacional, reflejado en esa filosofía nacional, es el particular axiológico en que aparece la vida de la humanidad; el universal se encarna en lo nacional, mientras este, como particular, se eleva en ese diálogo.13

No obstante, al respecto, Alberini (1966) no deja de señalar un problema en el que quizás algunos de sus lectores prefirieron no detenerse:

Si la filosofía es forma universal del pensamiento, ¿en qué sentido cabe calificar de nacional a la filosofía? Carácter nacional de una filosofía solo significa que la meditación sobre los problemas de lo real y de lo ideal puede, en muchos casos, estar movida por determinados modos del sentimiento colectivo. En otros términos: la nacionalidad de una filosofía reside en los motivos psicológicos de la reflexión, pero el resultado de esta solo será filosófico en virtud de la objetividad lograda (p. 113).

Queda presentada la objetividad como trasfondo y condición de la filosofía, y queda presentada como condición de las respuestas que ensaya la filosofía; aunque su móvil, se asume, pueda ser el de los sentimientos o representaciones colectivas.

Esto se articula con la segunda deriva. Es en los veinte, y de la mano de los autores que visitamos aquí, que comienza a hablarse en términos de “historia de las ideas”. Tal como Alberini lo define, este saber se despliega en relación con la posibilidad de conocer y decir algo sobre aquella dimensión histórico-axiológica, sobre el modo cómo en el pasado se valoró el mundo que rodeaba a los hombres en un contexto específico. Las ideas son expresión de esto. Arturo Roig (1968) lo presenta con mucha claridad:

El historiador de las ideas tiene pues por delante de sí un apasionante y vital tema de estudio: la investigación de las valoraciones colectivas, inconscientes o conscientes, sobre la base de la observación de las costumbres y mirando hacia aquella ciencia o saber fundante, que trascendiendo lo histórico, sin salirse de él, da en última instancia sentido a lo humano (p. 153).

Al decirlo de este modo, el filósofo mendocino logra captar, entre el “historiador” y lo “histórico”, el juego en el que estos autores condensaban aquella tensión entre sujeto-objeto, libertad-necesidad. Hacer historia, historia de las ideas, significa elaborar la síntesis por medio de la cual la conciencia reflexiva inscribe lo particular en lo universal. De alguna manera, articulando ambos elementos, pareciera que hacer historia de las ideas de una nación es reconocer su parte de universal, volver “históricas” esas ideas, como cualquier hecho, ya lo dijimos, es sacarlo del espacio y el tiempo. Hacer historia, en última instancia, es decir lo particular en lo universal.14

Terminamos habitando un suelo paradojal. Porque si, en principio, esa tensión latente entre lo universal y lo particular garantiza la presencia constante de la novedad, la imposible hipostaciación de los particulares, que son solo una parte del universal –y es esa vigilancia el modo por excelencia como se invoca la tarea crítica entre estos autores–, inmediatamente notamos que lo particular que se busca sostener, gracias a la guardia que puede montarse en función de una definición específica de lo universal, al volverse historia, queda despojado de sus condiciones más propias. Para que algo sea historia en sentido estricto es preciso, lo decimos una vez más, considerarlo a partir de sus condiciones espacio-temporales pero más allá de estas. En ese sentido, al decir “historia” es probable que estemos apelando a una síntesis anacrónica, sin tiempo, que nos habla mucho más del universal que reúne que de las condiciones específicas del particular que subsume.

Tanto en Croce como en los autores argentinos puede notarse sin forzamiento la importante posición en que ubican al pasado. Todos insisten destacando la necesidad de volverse al pasado, porque solo allí está lo que es necesariamente. Despejando el terreno del fantasma de la filosofía de la historia y de su lógica teleológica, en esa indagación sobre el pasado media la tarea de la crítica para resguardar la parte como tal, “contra la torcida conversión de las reglas empíricas en principios filosóficos” (Croce, 1926, p. 85). En un sentido positivo, esa crítica cuida el lugar reservado a lo universal. Mirado así, el historiador y el filósofo –reunidos desde el momento en que, en esta lógica, ya no distinguimos entre el ser y el deber ser, verdades de hechos y verdades de razón– se dirigen al pasado para reconocer el modo cómo el universal deviene en lo particular. La historia trabaja con hechos porque no puede perder de vista que es concreción. Concreción de un hecho pasado que no puede desprenderse de esta condición sino a riesgo de convertirse en misticismo.

Con Croce, decía Korn (1925), “es ocioso postular finalidades” (p. 386). Y, efectivamente, al definir de este modo esa historia-filosofía se hace patente la imposibilidad de referirnos a la dimensión de futuro. Toda mirada que intente prever o anticipar el curso de la historia no es sino la negación de la historia misma. A juicio de Korn (2012), la impugnación de los saberes científicos que ensaya el italiano de la mano de la dialéctica, y que se explica por “su ignorancia absoluta de las ciencias” (p. 189), nos inhibe de la posibilidad de prever:

La ley dialéctica parece clara aplicada al pasado histórico, o interpretamos y vemos como los hombres han obedecido a lo bueno y a lo malo, al error ya a la verdad […]; pero cuando queremos determinar el desenvolvimiento para el futuro, esos elementos no pueden servirnos (Korn, 2012, p. 191).

Es sobre esta base que se convoca el presente. La tan remanida frase del italiano, de la que el mismo Alberini hace uso, quizás descuidadamente, según la cual la historia es siempre contemporánea, hace referencia específicamente a esto que venimos diciendo. A una condición de la temporalidad operante en esta lógica, según la cual, hacer historia es inscribir el hecho en el todo, tal como solo puede ser pensado en el presente, aunque quizás decir “presente” tenga algunos riesgos, a sabiendas de que la situacionalidad se desvanece como objeto de conciencia. Si la historia es “conocimiento del eterno presente, esta se revela en total coincidencia con la filosofía que, por su parte, es siempre el pensamiento del eterno presente”, afirma Croce (1965, p. 49). El “sentido histórico” por el que tanto se abogaba entre nuestros autores, la “conciencia histórica”, habla de esto y parece necesario reconocer el rotundo cambio conceptual que esto supone respecto de la lógica reinante hasta entonces en nuestras academias.

Segunda consecuencia: la filosofía en la universidad

Antes nos referimos a la “unidad orgánica de la cultura”, la vida de una sociedad o de un pueblo se presenta en esa unidad, la mirada reflexiva puede describirla, pero también puede impulsarla, y eso es lo que vuelve a la universidad y los saberes que imparte y fomenta un lugar de disputa. Y esto es importante para esta renovación filosófica. Esta tiene consecuencias contundentes a la hora de definir el rol mismo de las universidades y de las facultades en su interior. El vínculo entre cultura y universidad, sumado al rol protagónico que se le otorga a la cultura como manifestación de los valores de un grupo social, una nación, en una época, son componentes que se articulan para reclamar una dirección. Si la crítica al profesionalismo reinante, a la puesta de la universidad al servicio del lucro y los intereses particulares, es una constante entre los intelectuales del momento, a pesar incluso de sus diferentes posturas teóricas y políticas, aquí esa crítica va de la mano del intento de hacer de la Facultad de Filosofía la unidad rectora, en tanto se ha establecido la prioridad que tiene esta filosofía-historia en la configuración de lo real. El carácter reflexivo que le cabe por excelencia la vuelve capaz de entrever lo que hay que conocer: los signos particulares de la cultura, como expresiones de un curso más general. Esta facultad puede decir lo que es y, por lo tanto, también lo que debe ser.15

Y no está de más notar que otra cara de la tensión con el positivismo es el lugar y perfil que se le daba a las ciencias que se consideraban atentas a los fenómenos sociales, tales como a psicología y la sociología. Estas, de la mano de los saberes científicos, exactos, pujaban por avanzar sobre el terreno del comportamiento y la legislación. Sobre la psicología, la tensión es mucho más explícita, y algo puede verse en los debates que generó la instalación del segundo curso de psicología en la carrera de filosofía de la Universidad de Buenos Aires, que enfrentaban a aquellos que proponían continuar con la línea fisiologista del primer curso y quienes entendían la necesidad de aprovechar este espacio para diversificar posiciones. Con el paso del tiempo, la materia pasará por diferentes manos, primero próximas a las líneas cientificistas, hasta llegar, por fin, a las de Alberini, que dará un rotundo giro en el programa. Con sociología pasa algo similar, aunque el profesor de la materia fue Ernesto Quesada por muchos años. Lo que se ve en este caso es más un desplazamiento en la posición del mismo Quesada (Mailhe, 2020; Galfione, 2020). En ese contexto, es sintomático cómo Cuccaro retoma las críticas que Croce hacía al naturalismo, que posicionaba a la sociología y a la psicología como saberes de lo social. Nuestro autor reproduce extensamente las palabras de Croce y fusiona con ellas su propia lectura; citándolo, acusa a

los nuevos directores de la vida social (que) son completamente insensibles para el arte, ignoran la historia, sonríen como patanes borrachos frente a la filosofía, y satisfacen, tal vez, su necesidad religiosa en esos agrados lugares que son las logias masónicas y los comités electorales (Cuccaro, 1921, pp. 22-23).16

En el marco general de los saberes universitarios y de la filosofía que cobra sentido entre ellos, Alberini (1973b) destaca, como dijimos al comienzo, el lugar de la epistemología en tanto “revela la índole profunda del conocimiento científico” (p. 237), y allí reconoce los elementos de la ciencia que permiten dar cuenta de la cultura en que se despliega; es, agrega, “el primer paso hacia la unidad orgánica de la cultura” (p. 238). La epistemología se presenta como herramienta teórica que tiende un puente entre las ciencias particulares y la cultura, inscribiéndolas en un camino que conduce a la universalidad. Pero esta es un capítulo de la filosofía y Alberini es conciente de ello. Por eso, la filosofía no se agota allí, la epistemología es presentada solo como “un primer paso”.

La universidad se funda sobre la unidad de la cultura, es su símbolo. Universidad es unidad, es condensación de lo que la variedad tiene en común. En una escala diferente, al hablar de universidad invocamos nuevamente el diálogo entre lo particular y lo universal; la cultura, en esa unidad, es la síntesis y la universidad es su órgano, “órgano de los problemas cardinales de la cultura suprema” (Alberini, 1973b, p. 239), y reparemos en que “nacional” ha sido reemplazo por “suprema”.

Eso mismo era lo que se proponía el Colegio Novecentista, tan próximo a Alberini, y que este recordará en 1928 al cumplirse la primera década de la Reforma Universitaria: ocuparse del advenimiento de una cultura que reemplace los resabios caducos de la generación del 80, aún hegemónicos, “socavar el mentado anacronismo cultural” (Alberini, 1973c, p. 89). Lo notable allí es que, al decirlo, tal como aparece en el Manifiesto del grupo, se invocan motivos que ya hemos visto: se reclama la creación del “sentido histórico” para atender al pasado del pensamiento occidental y, entre otras cosas, se habla del “surgimiento de una cultura nacional rica de universalidad”.

Todo este texto vinculado a la Reforma Universitaria gira, como es de esperar, sobre el perfil que debe tener la universidad y allí, entre una importante variedad de motivos que denotan influencias teóricas variadas, la argumentación conduce hacia lo que comprendimos aquí como el eje de una reflexión renovada en términos históricos y filosóficos, subrayando la necesidad de que la universidad se asuma como protagonista en la generación de un pensamiento crítico. En efecto, si bien no se utiliza aquí el concepto, su sentido se percibe en el tono que evoca la crítica del dogmatismo y el rol que la academia juega allí. Solo así, dicen, puede ocurrir la esperada renovación cultural que esta tiene en sus manos. Contra universidades dogmáticas, cuyos ejemplos históricos se repasan, se señala la “irrestañable fluencia espiritual del hombre” (Alberini, 1973c, p. 94), una fuerza creadora persistente, irrenunciable, que hace que la universidad sea expresión y posibilidad de “una libre cultura”. Si esta libertad se contrapone al dogmatismo, al mostrar sus posibilidades contemporáneas y sus enemigos, se hace patente que el terreno de disputas se instala sobre la arena político-ideológica. En el marco de la reforma universitaria, de los variados posicionamientos e interpretaciones que convoca, el llamado a esa universidad libre se presenta, centralmente, como un llamado a un saber no politizado. En este punto, quizás presuponiendo excesiva coherencia en el planteo, puede entenderse que su posibilidad conceptual está atada a la afirmación de la universalidad y a aquel resguardo que garantizaba la objetividad: partir de lo concreto para inscribirlo en un todo permitía liberarlo de las pasiones colectivas, citamos arriba, al tiempo que inhibir proposiciones atinentes al futuro. En el plano de los hechos, la renovación de la filosofía se instaló institucionalmente y se impulsó un modelo de filosofía distante de la política y de las preocupaciones sociales.17

Finalmente

El recorrido que nos propusimos abre una variedad de tópicos sobre los que hay que continuar indagando. En términos generales, lo dicho hasta aquí parece ofrecer una lectura diferente de las que se ensayan desde los marcos de la historia de las ideas argentinas y latinoamericanas usualmente más disponibles. Si estas tienen la virtud de haber ofrecido entre nosotros las primeras aproximaciones de una línea teórica bastante escurridiza, así como de impulsar la sistematización y publicación de la obra de sus representantes, tal como ocurrió con Alberini, todavía esa lectura se formula sin tomar distancia del objeto que se estudia, dificultando una mirada historizada y crítica, atenta a reconocer el carácter preciso y acotado de aquellas definiciones conceptuales y, en cambio, reproduce los lineamientos generales de la historiografía que allí se propone para pensar aún hoy la historia de nuestro pensamiento. Quizás ello se deba, precisamente, a los supuestos que comparte.

Al tomar distancia, reconocemos algunas características y consecuencias, así como la lógica que sostiene el planteo. En sus formulaciones, buscando liberar a los fenómenos históricos y sociales de condiciones que los constriñan en explicaciones deterministas o en una causalidad necesaria, logran que el sentido de estos, y con ello la posibilidad de pensarlos, se ligue a un nivel que, si tiene mucho de transcendente no lo es porque precisa de aquellos. Lo universal es tan condición de posibilidad de lo individual, como viceversa. Aunque, en el plano de la verdad, es el sentido el que termina por dar la última palabra. Del mismo modo, con las lecturas de Croce, se arrasa con una manera de comprender los hechos, su sucesión y su articulación, en que se hace imposible inscribir los acontecimientos en una línea de mayor alcance que suponga una sucesión temporal ordenada y también progresiva. La historia es ese sucederse que se va articulando en el acontecer, suponiendo necesidad y libertad al mismo tiempo. Un suceder que, por tal, es necesario, pero que se despliega en un discurrir sin condiciones, ni sentidos. Un acontecer que pretende sintetizarse a posteriori, sin prejuicios o supuestos. Una historia que, en cuanto tal, en “sentido estricto” hemos dicho, ya no requiere ni del tiempo cronológico, ni admite un ordenamiento progresivo presupuesto, una historia que es libre en su despliegue.

La crítica a la causalidad de las explicaciones naturalistas que, por fin, daría lugar a la libertad, ataca todos los frentes. No puede establecerse un tipo de relación lógica anterior a los hechos, tampoco una relación necesaria entre estos; no puede, consecuentemente, preverse un comportamiento o sucesión. Pero al mismo tiempo, se afirma la unidad como condición de los fenómenos, en su amplia variedad, aunque sus consecuencias importen en relación a la vida humana. Y se logra así rescatar los hechos de las fauces de la contingencia.

El materialismo positivista, tal como es leído, dependía de una filosofía de la historia que no era sino la universalización forzada de condiciones particulares. Y en función de estas, establecía, del mismo modo que podría haber hecho la escolástica, un deber ser. Al hacerlo, podía fijar un curso de la historia. Aquí, en cambio, si el futuro está sostenido por un devenir constante, se desdibuja como dimensión sustantiva, es posibilidad impensable. Contra la causalidad y la previsión, Croce se jacta de recordar que la historia es improvisación y los argentinos reproducen con insistencia esa idea. Pero la improvisación puede interpretarse a posteriori. Allí, por fin, la historia llega a ser tal en su sentido estricto. La historia está hecha de pasado presentificado, de pasado despojado de su tiempo específico en un presente que no puede arriesgar porvenires.

Si vinculamos la preocupación por esta renovación conceptual con lo relativo a la universidad, a la definición e impulso de una concepción renovada de la universidad y el conocimiento que esta produce, no solo encontramos la centralidad que se le otorga a la Facultad de Filosofía y Letras, apoyándose en razones teóricas bien definidas, sino incluso que esto tiene efectos contundentes en su interior. La universidad se convierte en la voz autorizada para decir lo que es y, por ello, lo que debe ser. La universidad, pero esta facultad en particular, capaz de interpretar, se vuelve instancia de legitimación de una descripción de la sociedad y sus marcas identitarias. La universidad, espacio consagrado al despliegue del conocimiento propiamente dicho, condensa la descripción más autorizada del deber ser. Y cuando decimos más autorizada incluimos también la justificación conceptual de la posibilidad de una universalidad-objetividad que, ya no situada, se presenta como la cara opuesta de un posicionamiento político o ideológico.

Pareciera entonces factible la articulación del “eterno presente”, como nueva dimensión de la temporalidad, con la despolitización de los saberes. El anacronismo quizás sea la garantía de la verdad.18

Ahora bien, luego de este recorrido podemos preguntarnos acerca de las diversas recuperaciones que se hicieron de esta posición en los relatos que valoran el avance del espiritualismo o idealismo como corriente que, viniendo a destronar el positivismo, ponía por fin como sujeto y objeto de reflexión filosófica cuestiones locales, nacionales y regionales, contribuyendo en la definición de una identidad; nos referimos a la sincronía que pretende constatarse entre el avance de las corrientes espiritualistas y las posibilidades de expresión filosófica nacional o latinoamericana a la que nos referimos al comienzo. Allí, cabe señalar que, si Alberini y otros autores del llamado antipositivismo pueden ser señalados como comienzo de nuestra filosofía –sin desconocer que hay mojones previos que se tiende a intentar valorar, entre los que el caso de Alberdi es el más representativo–, ello es a condición del establecimiento de ciertos criterios historiográficos y conceptuales que encuentran allí mismo su fuente. En ese universo, si la filosofía puede pensarse ahora como algo diverso a una abstracción, como expresión histórica e historizada, como expresión inmanente, y si la historia de las ideas tiene por objeto una realidad particular, ello debe ser comprendido en el marco de continuidad que se fija aquí entre lo universal y lo particular. Y precisamente, lo hemos dicho, decir “historia” en esta lógica no es referirse a un proceso material o empírico; aquí “historia” nombra siempre, necesariamente, la articulación interpretativa entre dos objetos que comparten el mismo suelo ontológico, ideas (o valores) y espíritu. El historiador es ese ser estrábico, que mira más acá y más allá al mismo tiempo. Del mismo modo que el filósofo puede reconocer la axiología inconciente porque sabe del valor como conciencia.

La pregunta que queda planteada tiene que ver con la operación que se reclama a la hora de buscar lo propio, cuando con el concepto de “situación histórica”, redefinido con esta lógica, renunciamos a esa historia hecha de materialidad y cambio, de tiempos y espacios diversos, de aporías, de incomprensiones, de luchas y quizás de sorpresas.

Desde allí, también cabe preguntarse por el cambio y la contingencia. Si los aportes de estas corrientes fueron contundentes en tanto denuncia de las filosofías de la historia y sus implicancias en lo que hace al trabajo historiográfico en este campo, nos atrevemos a preguntar, como hacía Gramsci con Croce,19 si, efectivamente, la solución pergeñada avanzó ofreciendo una alternativa. Porque si lo que hemos dicho hasta aquí es correcto, parece que este aparato conceptual no puede desprenderse de alguno de los rasgos de aquellas filosofías. “Problemas eternos” le adjudicaban a la filosofía los autores en los veinte, respuestas variadas, pero respuestas que se encuentran con un tema común, una constante que puede reunirlas y que es su condición, incluso cuando solo se trate de expectativas. Si lo eterno se refiere a la renovación ilimitada, también señala al suelo sobre el que esa renovación se legitima como tal. La pregunta entonces es ¿cómo dar cuenta de la historicidad y contingencia del cambio conceptual cuando “concepto” nombra lo universal?

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Notas

1 Alberini es el primer egresado de la carrera que llega a ser profesor, y eso es recordado como un signo del proceso de autonomización de la filosofía en el país. Asume por primera vez como profesor suplente de Historia de la filosofía, en 1919, desde entonces es vertiginoso el ritmo con el que va ocupando otros cargos docentes, pero también de gestión. Lo encontramos en ese mismo año oficiando de consejero docente en el Consejo de la FFyL de la UBA y en 1921 acompaña a Ricardo Rojas como vice decano de esa misma Facultad, para asumir en 1925 como decano, cargo que ocupará en dos oportunidades más en la década siguiente. Del mismo modo, fue vicerrector de esa Universidad en 1928 y 1940.
2 Interesantes descripciones y análisis pueden encontrarse en Clara Ruvituso (2015) y Mauro Donnantuoni Moratto (2014).
3 Encontramos a Cuccaro, desde 1923 a cargo de Historia de la filosofía, aunque como profesor suplente, en reemplazo de Alejandro Korn. Hacia fines de 1926 es designado por concurso profesor titular de Filosofía contemporánea. Jacinto Cuccaro es un ferviente opositor a la línea más proclive al cientificismo en la Facultad desde sus años de estudiante y esa diferencia teórica se articula con manifiestas diferencias políticas. Si su opción teórica puede observarse en las páginas de Verbum, la revista del Centro de estudiantes, sus diferencias políticas pueden reconocerse en su disputa con Gregorio Bermann por el centro de estudiantes de la Facultad en 1917 (Galfione & Moine (2022) y Natalia Bustelo (2015).
4 Sobre este punto, que puede resultar polémico, conviene revisar el texto escrito por Alberini en 1925, “El problema ético en la filosofía de Bergson” (Alberini, 1973a).
5 Un rápido visionado de los programas de las materias de la carrera de filosofía en la FFyL de la UBA revela la recurrencia del nombre de Croce en la bibliografía de estudio. Desde 1916, en el programa que Rodolfo Rivarola presenta para Ética y metafísica se consigna su libro Filosofía Práctica (1926), en su edición en italiano: Filosofía délia pratica económica e morale. Ese texto será bibliografía recurrente en diversas materias, complementándose con otros como Lógica, Estética, Materialismo histórico y economía marxista (1990) y, en menor medida, Teoría e historia de la historiografía (1971), que aparecerá recién en 1929, en el programa de León Dujovne de Introducción a la filosofía. Con Croce, Windelband y de Ruggiero, sus historias de la filosofía, son también de lectura obligada según varios programas. Quizás sea interesante señalar que esos textos, en sus primeras y segundas ediciones en su idioma original, se conservan en la biblioteca de la Facultad, lo que sugiere una presencia no solo nominal en los programas. En este mismo sentido, aunque Alberini insista retrospectivamente en ubicar a Croce en el centro de su formación, puede reconocerse que la presencia del autor italiano fue cada vez más recurrente a medida que avanzaba la década de 1920. Si en 1919 lo encontramos solo referenciado en el programa de Rivarola, hacia 1925 lo encontramos en los de Korn, Chiabra, Alberini, Cuccaro y Levene, por citar algunos ejemplos.
6 Sobre la lectura que hace Alberini de Kant conviene revisar el trabajo de Jorge Dotti (1991, pp. 187-192).
7 Subrayamos el hecho de que el mismo Cuccaro (1918) se refiere allí a la filosofía como “filosofía de la inmanencia”.
8 Quizás sea pertinente anotar que esta noción no invoca la idea de “historia universal”. Atento a los sentidos disponibles, el mismo Croce (1965) elabora una fuerte crítica a ese término, precaviéndose de posibles confusiones (pp. 44-47).
9 Como hemos dicho, este no es un artículo focalizado en un análisis de recepción; regresar a los trabajos de Croce sirve aquí para obtener alguna precisión en la lectura que ensayamos de los autores argentinos, y no para contrastar su interpretación.
10 Notamos de paso, porque tiene significación importante para la lectura de nuestros autores, que este, el del lugar asignado a los hechos, es lo que Croce (1965) mismo destaca como diferencia fundamental con la noción de historia propuesta por Hegel.
11 Cabe notar, sin embargo, que Alberini (1973b) recuerda haber sido impulsor de la cátedra de Epistemología e Historia de la Ciencia, y subraya, con ello, tanto su interés por este capítulo de la filosofía, cuanto la necesidad de ocuparse de un asunto que enriquecería la formación tanto de filósofos cuanto de científicos. Del mismo modo, Cuccaro (1922) insiste con el carácter metodológico de la filosofía frente a la historia, aquella es historiografía que viene a renovar este saber. A pesar de la pretendida delimitación de los campos, es evidente la familiaridad conceptual que puede hallarse entre estos planteos y los de quienes llevan adelante la delimitación del saber histórico en estas universidades del país, aunque constituye aún un tema pendiente de exploración. La cercanía de Alberini con Ravignani, así como la intensa y articulada participación de ambos en cargos de gobierno de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, es un aspecto importante a tener presente. En relación con la historiografía, pueden explorarse los trabajos de Beatriz Martínez (1987) y de María Carla Galfione (2024).
12 Es evidente que, para quienes se inscriben en esta línea, la supervivencia o la adaptación están también mediadas por la interpretación. La gran diferencia se plantea en el modo de comprender los fenómenos psíquicos, en un caso reacciones fisiológicas naturales con caracteres específicos propios, en el otro, producto de un mecanismo ya no fisiológico, sino espiritual, con particularidades que lo ligan a las situaciones más que a la especie.
13 Rodríguez Bustamante (1966) lo dice de un modo particular, usando una frase de Alberini, aunque sin ofrecer precisiones: “[…] ni absoluto nominalismo nacionalista, ni internacionalismo abstracto” (p. 16). Más allá de que esta expresión puede entenderse de manera más específica en este marco conceptual que presentamos, es interesante cómo se introduce aquí una dimensión que sugiere un campo de tensiones de orden político que también atraviesan el tema.
14 Es importante señalar que, en el planteo de Alberini, la diferencia y la relación entre historia de las ideas e historia de la filosofía no está resuelta y creemos que esto, en parte, se relaciona con aquello que anotábamos de la mano del autor al referirnos a la filosofía nacional. En el esquema de comprensión que lo inscribimos, al decir “filosofía” nos ubicamos en el terreno de lo universal, con lo cual “historia de la filosofía” vendría a significar historia de los momentos reflexivos de universalización. Lo importante aquí es advertir que la definición y el rol de la historia de las ideas y la filosofía quedan superpuestas, en tanto, como queda claro en el modelo croceano, historia y filosofía se encuentran en un mismo objeto. La historia de las ideas aparece como el gesto reflexivo de dar sentido, logrando articular lo particular, también nacional, con lo universal.
15 Rodríguez Bustamante (1966) lo dice a su manera: Alberini, con el despliegue de la historia de las ideas, habría establecido las “bases metódicas y los enfoques capitales para proporcionarnos aquella conciencia reflexiva de nuestra cultura, sin la cual la nación no podría existir” (p. 13).
16 La cita remite a Cultura e vita morale, en su edición en italiano, que probablemente sea la que data de 1914.
17 Tal como lo dice Korn (2012), en relación con el capítulo de la Lógica en el que Croce se refiere al “consuelo de la filosofía” –aquel que da nombre el artículo que Cuccaro publicara, en 1922, en Humanidades–, “el consuelo se reduce a una actitud contemplativa, a la convicción de que las cosas han de suceder así forzosamente; y a nosotros no nos quedaría más que la resignación estática en presencia de este proceso” (p. 191). Y en relación con esto, puede notarse el silencio de nuestros autores respecto de la vida política del país, que entonces atraviesa las primeras experiencias democráticas, con la sucesiva asunción de presidentes por la ley de sufrago universal recientemente aprobada. Ese silencio, nos animamos a decir, resulta coherente con el planteo, porque la filosofía, como tal, se aleja de las condiciones circunstanciales. Estas no pueden condicionar su pensamiento, incluso cuando este tenga en ellas su origen y sobre ellas también vuelva para decir lo que debe ser.
18 Ampliando los márgenes de lectura, esto recuerda la lectura y el cuestionamiento que hacía Gramsci (1984) del pensamiento de Croce. A su juicio, esta concepción de la historia quedaba presa de “un terror pánico ante los movimientos jacobinos y ante toda intervención activa de las grandes masas populares como factor de progreso histórico” (p. 185). Según Gramsci (1984), Croce expresaría, contra la “filosofía de la praxis”, un racionalismo antihistórico que prioriza a los intelectuales como “árbitros y mediadores de las luchas políticas”. Aunque el recorrido y la profundización estén aún pendientes, entre los argentinos encontramos referencias a ese escenario de debates. Probablemente, parte de las críticas al positivismo se entrecruce con ese clima de época en que desplegaba la primera “crisis del marxismo”.
19 “Es preciso reconocer los esfuerzos de Croce por vincular la filosofía idealista a la vida […]. Pero que Croce haya logrado éxito plenamente en su intento, no es posible admitirlo” (Gramsci, 1984, p. 190).


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