Dossier Historia y literatura: aproximaciones desde Centroamérica
ACERCAMIENTO A ESCRITURAS DE VIAJE EN CENTROAMÉRICA DURANTE EL SIGLO XIX: CONSIDERACIONES DE GÉNERO
Revista de Historia
Universidad Nacional, Costa Rica
ISSN: 1012-9790
ISSN-e: 2215-4744
Periodicidad: Semestral
núm. 73, 2016
Recepción: 16 Noviembre 2015
Aprobación: 03 Marzo 2016
Resumen: En este artículo, se abordan cuatro escrituras relacionadas con la experiencia del viaje en Centroamérica, a finales del siglo XIX y principios del XX. A través de estructuras narrativas diversas, desde el típico diario de viaje, las cartas, hasta el género fantástico, los textos que se analizan ofrecen una cartografía sobre distintas sensibilidades de género. El objetivo es analizar, en la dinámica de movimientos geográficos y culturales de estos cuatro viajeros en el Istmo, los silencios, las ansiedades y las aspiraciones que permiten leer las construcciones modernas de género.
Palabras clave: Viajes, identidad, literatura, estudios de género, sensibilidad, Centroamérica.
Abstract: This paper analyzes four texts from the XIX and XX Century. These texts are accounts of the authors’ traveling throughout Central America. Each narrative represents different literary genre including travel journals, letters, and fiction. In this paper I analyze silence, anxiety, and aspirations as representation modern gender identity in the isthmus.
Keywords: travels, identity, literature, gender studies, sensibility, Central America, travels, identity, literature, gender studies, sensibility, Central America.
Puntos de partida en el estudio de las escrituras de viaje
La segunda mitad del siglo XIX representa una etapa de intensos movimientos de personas y capitales desde distintas regiones del mundo, determinada por el avance de las tecnologías y los medios de transporte, así como la ampliación de mercados. Graciela Montaldo sostiene en “La desigualdad de las partes” que uno de los marcos de lecturas, a partir de los cuales se han estudiado los textos y las prácticas culturales latinoamericanas del siglo XIX ha sido la actividad viajera desplegada en atención a diversos intereses y, dentro de la cual, las regiones latinoamericanas se situaron primordialmente como zonas de posesión y explotación en un nuevo diseño del mundo. En cuanto a este último marco de lectura, Montaldo sitúa el libro de Mary Louise Pratt, Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation como un aporte “seminal” en cuanto visibiliza el poder de las ciencias naturales a la hora de organizar, clasificar y dominar el mundo natural. Igualmente, en el libro de Pratt se distinguen una serie de sujetos viajeros europeos y norteamericanos –los llamados capitalistas vanguardistas–que recorrieron las regiones de Latinoamérica en el siglo XIX para constatar las posibilidades de inversión económica, y que construyeron un archivo de representaciones sobre las gentes y los territorios que se estaban examinando. Se produce en esta dinámica de viajes:
“…una relación básica, la de dominación que imponen los imperios que se lanzan a las conquistas globales, a través de la violencia militar, la explotación económica, pero también a través del saber –universal– de la ciencia y de la autoridad –universal– de la belleza -que el arte romántico tocó a su cargo-”.1
Central en esta perspectiva de Pratt es el constructo “zona de contacto” para entender las relaciones asimétricas entre dos culturas forzadas al encuentro con aquellas matrices de dominación. Desde el campo específico de los estudios centroamericanos, aquella perspectiva de Pratt la plantea, de alguna manera, Ricardo Roque Baldovinos en la introducción al número 14 de la Revista Virtual de Estudios Literarios y Culturales Centroamericanos Istmo, dedicada a los relatos de viaje en el Ismo:
“El tema del presente dossier de Istmo es un intento de comprender las poéticas de la geocultura desde Centroamérica. En otras palabras, la forma en que los discursos contribuyen a la formación de identidades en la constitución del sistema-mundo moderno-colonial. En este proceso, los relatos de viaje han jugado un papel estratégico y han sido soporte de un mundo, en lenguaje de ciertos críticos poscoloniales, colonial y eurocentrado”.2
Aunque los términos “colonial” y “eurocentrado” para el siglo XIX ofrecen una amplitud de significados desde distintas tradiciones y tiempos históricos, de esta cita resulta importante cómo en la construcción de sistemas de ideas sobre el mundo –en este caso, Centroamérica – está implicada la formación de identidades. Es decir, la mirada crítica que construye lo real del mundo, a la vez, parte y se refracta en la propia identidad viajera, de la cual la variable del género es central. Al respecto, en un estudio anterior, hemos indicado que el género, en los estudios literarios y culturales, puede constituir “un eje transversal e interseccional de análisis que permita indagar los quiebres, las porosidades y las continuidades que atraviesan distintas subjetividades en las sociedades centroamericanas modernas y globalizadas”.3 Así, las ópticas de los sujetos viajeros, desde la pluralidad, ofrecen la posibilidad de rastrear los procesos de examen y autoexamen en la dinámica del movimiento, ya sea naturalizando o subvirtiendo construcciones de género. El movimiento en el espacio conlleva alterar los límites de la propia subjetividad, en una dinámica de desfamiliarización con los códigos culturales y sociales de origen. La propia posición del cuerpo en los nuevos espacios y la cercanía de otros comportamientos sociales, representan desplazamientos simbólicos en los actos, gestos y ritos de quien viaja. Indudablemente, en el campo visual, sean pinturas, ilustraciones o fotografías, esta dinámica se hace más evidente a través de posturas corporales, distribución en distintos planos, cercanías y lejanías, apariciones y ausencias. De ahí la importancia de trabajos, como el de Juan Carlos Vargas en Tropical Travel: The Representation of Central America in the Nineteenth Century (1854-1895), en donde se analizan las ilustraciones y sus reelaboraciones efectuadas en distintas revistas norteamericanas durante el siglo XIX, y se consideran las representaciones de género. De los planteamientos indicados en los párrafos anteriores, puede establecerse que, en el campo de la literatura, un esfuerzo sostenido de distintos estudios ha sido desmontar los archivos de percepciones e imágenes de estas personas, sobretodo europeas y norteamericanas, a efecto de desnaturalizar estrategias de apropiación y juicio sobre Latinoamérica, y específicamente Centroamérica, como zonas marginales en el orden mundial de finales del siglo XIX y principios del XX. Sin dejar de considerar este eje de análisis, el objetivo del examen que llevo a cabo de las escrituras de viaje es analizar cómo las posibilidades de movilidad geográfica –reales o imaginarias– inciden en una interrogación de las jerarquías de género, en las cuales se mueve el yo viajero o viajera. Mi intención es ofrecer el entrecruzamiento de distintas miradas, centroamericanas y no centro- americanas, masculinas y femeninas, que se desplegaron en el Istmo, e indagar cómo tales miradas representan un espectro de distintas sensibilidades de género.
Mujeres viajeras: Traducción y espiritualidad en Helen Sanborn y María Cruz
Las motivaciones de viaje de las mujeres en el XIX e inicios del XX son particularmente distintas a las de los viajeros masculinos. Al inicio del siglo XIX, los textos de viaje de mujeres que vinieron a Latinoamérica desde Europa o Norteamérica revelan la condición familiar como motor del viaje. La compañía marital, la precariedad derivada de la viudez o la autoridad de los padres determinan la trayectoria a regiones y naciones distintas.4 A medida que se acerca el final del siglo, el viaje, tanto de mujeres que vienen a Latinoamérica como de latinoamericanas que parten hacia otras regiones, evidencian una mayor cuota de autonomía en cuanto la voluntad de viaje está más adscrita a sus propios imperativos y búsquedas. Tal sería el caso del desarrollo profesional, las necesidades económicas o la resolución de crisis existenciales, impracticables en el lugar de origen.5 En todo caso, una comparación entre el número de individuos viajeros masculinos y femeninos da un balance cuantitativo a favor de los primeros.6
Siguiendo el eje de escrituras de viaje de mujeres en Centroamérica, en artículos precedentes he analizado dos libros relacionados con Centroamérica y escritos por mujeres, cuyos enfoques amplío en este texto.7 Me refiero a A Winter in Central America and Mexico (1886), un diario de viaje escrito por la norteamericana Helen Sanborn y Lettres de L’Inde (1912), que es la compilación de cartas redactadas por la guatemalteca María Cruz con ocasión de una estancia en la India de noviembre de 1912 a noviembre de 1913. El primer libro responde al paradigma de viaje descrito en el párrafo anterior, el de desplazarse por razones familiares. En tal sentido, Helen Sanborn acompañó a su padre –James Sanborn, un inversor del café– por tierras centroamericanas y mexicanas en 1885. El conocimiento básico de español por parte de Helen Sanborn es el presupuesto para su inclusión en el viaje, tal y como se hace patente en la siguiente escena narrada: “My father replied: I should be very glad to take anybody who could speak Spanish. Oh, will you take me if I will learn Spanish? I exclaimed, eagerly I will learn it before you go if you will only promise to take me”.8 Más allá del entusiasmo narrado por Sanborn, su inclusión en el viaje no es gratuita: exige el estudio de una lengua extranjera como condición para ser llevada. Aunque pareciera marginal este detalle, ilustra la relación entre deber previo y movimiento que funda la posibilidad de viajar en Sanborn. Sin embargo, esa tarea exigida otorga una ventaja remarcable: la capacidad de traducir y, con ello, la inserción más plena en la cultura extranjera. Por su parte, Lettres de L´inde (1912) se encuadra en el segundo conjunto de escrituras de viaje, más determinadas por una decisión individual y no sujeta a condicionamientos familiares. Huérfana, soltera y sin hijos, y con una carrera literaria ya iniciada, María Cruz lleva a cabo en la India un intenso proceso de autoexamen derivado de una crisis existencial marcada por la insatisfacción de los patrones de vida en Guatemala y en París.
Para principiar, puede afirmarse que ambos textos provienen de dos finalidades distintas de publicación. En el texto A Winter in Central America and Mexico, Helen Sanborn fija, como objetivo de escritura y publicación del libro, el brindar información sobre la región centroamericana que, al tenor del texto, es prácticamente desconocida para el público norteamericano:
“We found in planning the journey the greatest difficulty, since it was next to impossible to gain any information about the countries we were to visit. Their knowledge of the North Pole or Africa is more extensive than of this rich portion of their continent”.9
En el segundo caso, el diario de viaje es más bien la compilación de cartas dirigidas a una destinataria identificada como M.H, quien después de la muerte de Cruz decide publicarlas, haciendo constar que la autora tenía la intención de escribir sus impresiones de viaje en español: “Nos había prometido [María Cruz] escribir en nuestra lengua, a su regreso, los recuerdos, impresiones de su largo y hermoso viaje. Volvió con un montón de notas. Pero el clima de la India había sido demasiado duro para ella, y no llegó a escribir el libro que esperábamos”.10 Decisión plenamente tomada en el caso de Sanborn y promesa efectuada antes de la muerte en el caso de María Cruz, ambos textos priorizan la impresión y el conocimiento del espacio visitado. Precisamente, en esa exploración, que determina un extrañamiento por los confines del mundo que se visitan –Centroamérica, destino raro para una norteamericana, según Sanborn; y la India, destino poco usual para las mujeres centroamericanas– es donde las identidades femeninas de ambas van a reconstituirse.
Del texto de Helen Sanborn resalto la traducción como una experiencia central en el desarrollo de una sensibilidad de género. Desde su posición secundaria de acompañante, pero con una formación sólida, en su calidad de graduada de Wellesley College, Sanborn aprende y ejercita una lengua extranjera que le permite entablar lazos afectivos y alianzas con subjetividades que, de otra manera, resultarían imposibles. Esta condición la analizo mediante tres fragmentos narrativos.
El primero se refiere a la travesía, desde el desembarco en Livingston hasta la llegada a la capital guatemalteca. Este primer tramo del viaje es descrito particularmente arduo, a tal punto que, en un momento dado, la narradora cree que no lo podrá lograr: es la única mujer, le preocupa su capacidad de resisten- cia por el peso, aunado a que el hospedaje y la alimentación han menguado sus fuerzas. Sin embargo, el contacto con los encargados de conducir las mulas que les transportan hacia la capital cambia el panorama. Especialmente, la apertura lingüística de estos cocheros es resaltada por la viajera: “After a few hours we got accustomed to each other so we could talk very well; I could ask all that was necessary; and if at any time I did not understand, he would take the greatest pains to explain to me until I did”.11 Esa comunicación transforma la penalidad en aventura y el buen humor, pero también permite a Sanborn detectar los silencios alrededor, lo que el bilingüismo no puede interpretar. Tal es el caso del mutismo indígena. Sanborn, que está en una primera etapa de práctica del idioma extranjero recién aprendido, con las tensiones y miedos inherentes, interpreta aquel silencio como mecanismo de resistencia frente al hombre blanco: “One of the most peculiar characteristics of the Indians is their silence and stolidity in the presence of the white man, though, when not aware of this presence, they will talk and laugh uproariously”.12 Indudablemente, esta apreciación tiene que ver con la experiencia de Sanborn, en cuanto que el adentrarse en una nueva lengua escinde la comunicación en dos planos distintos: la comunicación pública en la lengua extranjera, más bien desconfiada, y la comunicación privada con quienes se comparte el código nativo, más pródiga en palabras y emociones. Muy sutilmente, Sanborn entiende la conversación bulliciosa y la risa de los grupos indígenas como una experiencia adscrita a ese marco privado, cuando la falta de una hospitalidad social no permite expandirla al mundo público. Esa falta de hospitalidad la percibe Sanborn de varias maneras, sobresaliendo en el ámbito de la traducción, la comprensión de la palabra “chucho” como apelativo usado para referirse al indígena: “….but the people regard them as little better than animals, and fit only for cargo-carrying, almost always addressing then as ‘chucho’, a word used to call a dog”.13 Esa animalización del sujeto indígena estaría ligada a su silencio e inexpresividad, de tal manera que, según la óptica de Sanborn, la palabra y la risa solamente tienen lugar en ausencia de aquellas políticas sociales de la agresión llevadas a cabo en español.
Así, Sanborn va desarrollando una capacidad auditiva y comprensiva, que le permite también decodificar su propio cuerpo como objeto de observación de la mirada y las voces masculinas:
“Spanish gentlemen consider it complimentary to stare at a lady, and will even put their heads into a carriage where one is sitting, and gaze at her steadily for several minutes. American ladies of blond complexion travelling in these countries get so much admiration of his nature that it is exceedingly disagreeable and even painful. Blue eyes and light hair are so rare that they are greatly admired, and boys will often stand and look up into a lady´s face for some time, and pour forth a constant stream of compliments, which, if, she understands Spanish, is truly overpowering”.14
En este segundo fragmento, opera la pérdida del poder del sujeto observante por su condición de género. Sanborn se convierte en objeto de escrutinio, situación que resulta “desagradable” y “dolorosa”. Esta traslación corporal y espacial constituye uno de los movimientos que desestabilizan la autoridad de la observación de la viajera metropolitana en zonas centroamericanas. June Edith Hahner indica que la posición de Helen Sanborn, a lo largo del viaje, es típica de una mujer no casada, educada universitaria e independiente de finales del siglo XIX que, al viajar al extranjero, compara las asimetrías de libertad en detrimento siempre de las poblaciones observadas.15 En la cita transcrita, la marca corporal distintiva –los ojos azules y el cabello rubio– borra la autoridad del juicio para diluirse en la condición de espectáculo exótico y erótico, desde la mirada y voz agresiva varonil. Es decir, cuerpo femenino, traducción lingüística al entender los “piropos” y lejanía del espacio cultural de pertenencia, determinan el quiebre de aquella posición descrita por Hahner.
El manejo de la lengua también permite a Sanborn acercarse a un niño que sirve a un sacerdote, quien viaja en el barco que conduce a padre e hija del puerto de San José a Panamá. Aprovechando que el sacerdote se levanta, Sanborn, única mujer en el barco, busca entretener al niño con los libros y papeles que lleva. Impresiona a Sanborn la reacción del niño, quien pregunta si la imagen que está viendo es la de una santa, cuando la misma correspondía a la creadora de medicinas de alivio para el dolor menstrual, Lydia Pinkham: “To him pictures of women were representations of saints and angels to be worshipped, and he will never know they can represent simply inventors of patents medicines”.16 El sentido irónico de Sanborn se relaciona con el tópico de gran cantidad de viajeros de Norteamérica que mostraban una reacción negativa frente a las manifestaciones de fe católica en Centroamérica. No obstante, Sanborn supera ese tópico y pone en evidencia los códigos de interpretación internalizados respecto de las imágenes femeninas: una predeterminación a ver en la mujer una santidad inexistente. Al final del viaje, al cruzar el Río Grande, Sanborn afirma la lengua española como lo más valuable del viaje: “…their language, which, all the rest and perhaps more than all the rest, had charmed us”.17 Esa fascinación lleva a Sanborn a promover la enseñanza de la lengua española en las escuelas norteamericanas, con igualdad del francés y el alemán. Respecto del ámbito universitario, según sostiene María Vilar, todavía para la época de la escritura del diario de viaje de Sanborn pesaba una orientación en la enseñanza de lenguas extranjeras que otorgaba un trato preferencial al francés y al alemán, “por la existencia de tradiciones culturales francófonas en unos casos y en otros de colectivos alemanes inmigrados”.18 La perspectiva de Sanborn, hija de un inversor de café, es sagaz y pragmática: la apertura de nuevas relaciones comerciales con el mundo latinoamericano determinaría un cambio en aquella preferencia. Además, con cierto esquematismo, Sanborn otorga al español frente al inglés el valor del afecto. Este señalamiento apunta retrospectivamente, en el final del relato del viaje, a la recolección de experiencias intensas que habían permitido a la viajera ampliar sus diálogos culturales con el mundo. Por ello, su convencimiento de los beneficios del aprendizaje del español como segunda lengua, que se concretizó en los años siguientes en su apoyo fundamental para la fundación del Instituto Internacional en Madrid en 1903, en donde jóvenes estudiantes norteamericanas podían aprender el español y estudiantes españolas seguir un programa de estudios conforme al marco de estudios norteamericano.19
Por su parte, María Cruz también provenía de un ámbito letrado. Hija del Doctor Fernando Cruz (1845-1902), uno de los principales ideólogos de la Reforma Liberal guatemalteca, María creció rodeada de intelectuales y vivió en un ambiente cosmopolita. Los cargos diplomáticos desempeñados por su padre le permitieron vivir estancias en Estados Unidos, España y Francia. Acaecida la muerte de Fernando Cruz, María decide dejar la ciudad de Guatemala y se instala en París. Allí, presumiblemente, entra en contacto con la Sociedad Teosófica. El historiador Arturo Taracena Arriola maneja la hipótesis de que la conversión de María Cruz ocurrió un año antes del viaje.20 Este interés de María Cruz por la teosofía se inscribe en la dirección seguida por varias escritoras e escritores latinoamericanos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX por ahondar y practicar sensibilidades religiosas heterodoxas, como el espiritismo, el ocultismo y la teosofía, frente a un proceso creciente de secularización social.
A través de la Sociedad Teosófica fundada por Madame H. P Blavatsky y Henri S. Olcott en Adyar en 1875, María Cruz, como sostiene Alexandra Ortiz Wallner, “se vio también atraída y fascinada por la idea de formar parte de una “hermandad” basada en la práctica de una espiritualidad común -cerca- da al ocultismo y al esoterismo-, tolerante con las distintas religiones”.21 Este concepto de hermandad, que formaría parte de un plan amplio de regeneración social, favoreció la integración de mujeres que buscaban la reivindicación de sus derechos. Marta Elena Casáus Arzú ha estudiado la Sociedad Gabriela Mistral (1920-1930) que, a la luz de la teosofía, planteó cuál debería ser el papel que las mujeres centroamericanas en las sociedades modernas, puntualizando que el derecho a la educación y al trabajo eran prioritarios.22 Por lo tanto, el viaje de María Cruz debe entenderse como una doble experiencia espiritual y educativa, en un contexto alejado, tanto de los parámetros de sociabilidad locales como del modelo cultural experimentado en las ciudades metropolitanas. La travesía a la India es, para María Cruz, una intensa forma de retiro. Así lo transmite a su destinataria, cuando se encuentra en Adyar, ciudad donde se encontraba la sede de la Sociedad Teosófica:
“¿Recuerda usted que hablé siempre de un convento particular donde me gustaría terminar mis días? Pues bien, lo que tenía ante mis ojos era una visión de Adyar. ¡Esta es la vida espiritual que yo soñaba, sin mortificaciones ni penitencias, sin celda ni sayal, sin votos, sin claustro!”.23
Este nuevo convento ya no es experimentado en clave occidental a través de la culpa y castigo −mortificación, penitencias−, ni tampoco desde la castidad o el encierro. La vida espiritual, lo remarca María Cruz, es sin votos y sin claustro. Esa vida espiritual ansiada se va construyendo a través de la narrativa de Cruz por medio de distintas experiencias contemplativas y educativas que precisamente tienen que ver con un retiro basado en el movimiento a través de espacios, culturas y afectos, desde su identidad de mujer letrada. Así, María Cruz asiste a conferencias para ampliar sus conocimientos sobre los fundamentos teosóficos, incluyendo la participación en la 37ª Convención Anual de la Sociedad Teosófica (1913); realiza la traducción al español del libro de Helena Blatvasky The Voice of Silence; comparte tareas en la publicación y circulación de la revista “The Teosofist”; visita el Central Hindu College que Annie Besant había fundado para promover un liderazgo espiritual y político de jóvenes de la India; y realiza visitas a sitios sagrados budistas. Como sostiene Jeffrey Lavoie, la Sociedad Teosófica fue fundada como un movimiento espiritual con una base filosófica que reforzara los postulados del mero espiritualismo como la transmutación del alma, la consideración de la naturaleza como un todo complejo y animado, y la validez de las imaginaciones y símbolos para acceder a lo oculto en la vida terrenal.24 En ese marco, la Sociedad Teosofista combatió el materialismo, proveyendo una base intelectual que, para María Cruz, significó superar los condicionamientos del cuerpo y las correlativas limitaciones perceptivas de este mismo, en aras de la trascendencia del alma en empatía con el universo. Lo anterior se evidencia en el siguiente fragmento:
“Se comienza por los sentidos físicos. Hay que sacrificar la vista y el oído. Nos quedamos en el plano del sentir puro. Luego, hay que sacrificar también el sentir junto con el cuerpo astral, para que sea posible ascender al plano mental – y así sucesivamente. Esta gimnasia resulta dolorosa, pero es la única que nos hace flexibles y nos permite reencontrarnos más allá del plano físico. Es necesario que nos quede bien grabado en la mente que no somos nuestros cuerpos y que no hace falta satisfacer nuestros ojos carnales”.25
Superar el sentir y el cuerpo astral, que según Blatvasky comprendía las pasiones, los instintos y las emociones, conduce a Cruz a una flexibilidad, que sería al tenor de los recorridos descritos en el diario, una capacidad de cambiar de escenarios y de vidas.26 Es decir, en la escritura de Cruz priva una voluntad de movimiento, no solo geográfico, que de por sí es considerable, sino también de perspectivas y dimensiones internas. En tal sentido, resulta imprescindible establecer cómo los textos poéticos de Cruz, anteriores a este viaje, están dominados por un sentido de cansancio, inmovilidad y tedio. Quizás el poema “Crucifixión” resume la codificación de tales matrices afectivas en un lenguaje particularmente religioso. En este texto, el yo poético se auto representa crucificado. Transcribo las dos estrofas finales:
“Con la hiel repugnante de lo cuerdo, Y por la lanza del dolor herida
Mortal abierta en el costado izquierdo; Sufriendo de la náusea de la vida
Y el terror de la muerte; a cada lado El desaliento y la ilusión fallida;
Hasta del mismo Dios abandonada Y hasta sin fe para esperar remedio, Agoniza mi espíritu enclavado Sobre la cruz del Tedio”.27
A partir de una estética decadentista, este poema fechado “Guatemala, octubre de 1905”, plantea la colisión improductiva y dolorosa entre racionalidad -“hiel repugnante de lo cuerdo”-, expectativas personales -“a cada lado el desaliento y la ilusión fallida”- y referencias cristianas -“hasta del mismo Dios abandonada”-. En tal sentido, el viaje a la India supone un esfuerzo de Cruz por recuperar la productividad personal, mediante horarios fijos y extenuantes, recorridos demandantes, inclinación a transformar el paisaje en respuestas existenciales que implica una descodificación constante, y un sometimiento del cuerpo al cansancio. La viajera saca cuentas de lo realizado durante el viaje: “He envejecido diez años, ya lo verá usted”.28 Pero en contraposición con el poema “Crucifixión”, el envejecimiento implica el optimismo y la asunción del progreso:
“La actitud teosófica consiste en no desanimarse, ni angustiarse, ni deprimirse, pase lo que pasare, porque todo redunda en bien. Es absolutamente necesario repeler la tristeza y no desesperar –y las más de las veces lo hacemos por cosas que no llegan a ocurrir. Mr. Leadbeater dice que nada se opone tanto al progreso como la tristeza, y yo estoy firmemente resuelta, a mi regreso, a propagar esas ideas de manera activa. Ah cuántas cosas quiero hacer a mi regreso – a París y a Guate- mala con la que ahora me siento en deuda”.29
El balance del viaje a la India es, pues, la estabilidad conseguida especial- mente a través de la teosofía y una recuperación de la referencia de la nación ya no como espacio del tedio, sino como deuda a la que abonar con el propio trabajo. Importante es, además, la reconsideración del concepto de propiedad, que fue clave en el proyecto de reforma liberal, en el cual el padre de María Cruz había participado y del cual ella era beneficiada. Frente al liberalismo que implicó una política de redistribución de la tierra, en detrimento de la tenencia comunal de poblaciones indígenas, resulta interesante que María Cruz, en aquel espacio lejano de la India, valore la desposesión en la construcción de un proyecto social: “No se trata de prestar ni de regalar, ni tampoco de quitar, sino de reconocer –en nuestra conciencia, en nuestra alma– que nada es nuestro. Somos solamente depositarios sin ningún derecho exclusivo”.30 Esta constatación, derivada de observar la convivencia de familias numerosas en la India, representa una manera distinta de entender el progreso, que supera el mero positivismo de boga en la transición del siglo XIX y XX basado en lo individual, para enraizarse en una espiritualidad heterodoxa investida de reflexión intelectual y compromiso social. Se cumple, así, para la subjetividad de María Cruz, la aseveración José Ricardo Chaves: “En lo que se refiere al orientalismo religioso, aquí la teosofía jugó un papel medular, al ser la pionera de elementos indobudistas al caudal mágico-filosófico de Occidente”.31
Esos elementos permiten a María Cruz articular la ruta de retorno a Guatemala, una ruta no fácil, si se considera que el destino era la Guatemala regida por el dictador Manuel Estrada Cabrera. Sin embargo, el retorno se trunca por la muerte prematura de María Cruz el 22 de diciembre de 1915 en París.
Finalmente, tanto mis reflexiones previas sobre Cartas de la India como el estudio de Arturo Taracena “Guatemalteca universal” son coincidentes en señalar el carácter íntimo entre Cruz y la destinataria de las cartas, quien presumiblemente podría ser la feminista Hortense-Marie Héliard.32 Establecer los contornos y categorizar la relación entre ambas excede este trabajo, pero sí me gustaría señalar cómo la autonominada amistad entre mujeres en el siglo XIX implicó, como lo puntualiza Martha Vicinus, un interés marcado por entender los propios sentimientos y acciones, separados del mundo varonil. Con base en ese entendimiento, las opciones fueron variadas, una de ellas fue controlar el deseo erótico en aras de alcanzar un amor supremo. Es decir, siguiendo a Vicinus, “Physical consummation was less important than the mutual recognition of passion”.33 Las Cartas de la India, en tal sentido, son también una escritura apasionada de comprensión de la amistad con la destinataria, quien elige como cierre de estas mismas: “Espero que usted me encuentre libre de ataduras, aun- que no lo estoy como quisiera: en eso consiste la única felicidad. Esto, ¿por qué habría de entristecerla? No es posible vivir para el espíritu y para el cuerpo: uno debe servir al otro”.34 Esta advertencia final representa también el viaje como una vía de elección de aquel amor supremo entre mujeres desde planos comprensivos que exceden la moral hegemónica. Al principio de las cartas, como mencioné, Cruz se define en un retiro ideal que rompe con la imagen de la monja de votos profesados. Es decir, se trata de un retiro que no implica pobreza, castidad ni obediencia. De ahí puede entenderse, la propia expectativa de la destinataria de situarse en “la no atadura” que esperaría Cruz, quizás en los límites superadores del amor supremo que ya existe en las cartas. Las Cartas de la India constituyen, pues, una travesía espiritual a través de la geografía india, que perfila una poética personal y nacional del retorno.
José Batres Montúfar: Antihéroe militar y amigo
Pero el género como eje transversal en la historización de la literatura de viajes también apela al estudio de las masculinidades, más allá de su reducción a lo femenino. Al respecto, me quiero detener en la escritura de José Batres Montúfar (1809-1844), a quien la historiografía literaria considera una figura fundante de la ficción narrativa guatemalteca por la colección de cuentos en verso Tradiciones de Guatemala.35 Específicamente, interesa adentrarse en dos cartas que forman parte del archivo personal del escritor, así como en la biografía escrita por Fernando Cruz, Biografía de José Batres Montúfar y estudio crítico de su obra (1889). El análisis de correspondencia, en sus límites de la privacidad, permite analizar el campo de los afectos, mientras la biografía, en el contexto del siglo XIX, constituyó el género para que el público lector conociera una figura pública, incluidos sus experiencias en el mundo privado. Este público lector, como un extraño, se adentraba con curiosidad en la vida relatada.
Para entender la subjetividad de Batres Montúfar desde el campo del género, es necesario indicar cómo en la construcción de la masculinidad del siglo XIX se distinguen dos comprensiones de esta. Por un lado, una masculinidad civilizada y, por el otro, otra barbárica, que parten ambas de la gran dicotomía entre civilización y barbarie, desde la cual quienes se dedican a las letras latinoamericanas interpretaron las realidades postindependientes. De aquella oposición, afirman Ana Peluffo e Ignacio Sánchez Prado:
“Del lado de la masculinidad “civilizada” se colocaron en un principio atributos feminizantes como el refinamiento, el saber cultural, las modas europeas y una cierta sensibilidad, siempre y cuando estuviera dominada por la razón. La fuerza física, la brutalidad y el primitivismo fueron a principios del siglo XIX asociados con la falta de control de los otros grupos raciales, que en el caso de Sarmiento eran los gauchos y los indígenas”.36
En clave biográfica, José Batres Montúfar experimenta, con bastante fuerza, el traslape conflictivo de ambas masculinidades. En cuanto a aquella masculinidad ligada a la fuerza y la violencia, hay que considerar su carrera militar. José Batres Montúfar ingresó en 1824 a la Escuela de Cadetes del Gobierno Federal, donde obtuvo el grado de Oficial de Artillería. En 1827 formó parte del ejército federal que se opuso al avance de las tropas salvadoreñas en territorio guatemalteco para tomar la capital, así como en las campañas militares de 1827 y 1828 para invadir el Salvador. Batres Montúfar fue hecho prisionero luego de la victoria de las tropas de Francisco Morazán frente al ejército federal. Fernando Cruz, a quien se ha mencionado en calidad de padre de María Cruz, describe así al capitán Batres Montúfar: “Él fue uno de los guerreros intrépidos que con esfuerzo digno de los combatientes de Homero en La Ilíada, y de los cruzados del poeta de Sorrento la Jerusalén Libertada, se proponían terraplenar con hombres y caballos el ancho foso que circulaba el cantón”.37 Los poemas épicos de Homero y Torcuato Tasso sirven, en el relato del biógrafo, para reforzar, retrospectiva- mente y en forma positiva, la masculinidad guerrera y heroica de Batres Montúfar. Ese prisma empleado por Fernando Cruz, desde la perspectiva del propio Batres Montúfar, resulta más bien en una expectativa no cumplida. En una carta escrita el 2 de agosto de 1827, Batres Montúfar confiesa:
“ya están alabando lo galán, valiente y cortés de un cierto capitán que viene entre ellos; un poeta […], de donde resulta que ese capitán allí se hospeda le alaban mucho, pero en vista de que no va a casarse, se reflexiona la casa y se ve clarito que entonces es vizco, rudo, enano, hediondo, un cobarde”.38
La misiva se escribe no durante un viaje propiamente dicho, es decir, planificado voluntariamente en aras de objetivos trazados, sino en medio del desplazamiento del soldado. Este desplazamiento, en donde la valentía resulta en un valor central, genera una atención del sujeto sobre las visiones que circulan sobre aquel valor. En el fragmento transcrito, la conclusión del remitente de la carta es que el consenso positivo sobre su figura como capitán valeroso y de buen aspecto se rompe por la condición de la soltería varonil. Esta misma determina una óptica más clara de los otros: “vizco, rudo, enano, hediondo, un cobarde”. Es decir, se produce una degradación, para emplear la lengua militar. El capitán soltero se confina al campo de lo antiestético y de la cobardía. Por lo tanto, esa percepción expresada en la carta revela la ansiedad que produce, en el cuerpo, no haber participado del pacto del matrimonio. El propio biógrafo Fernando Cruz afirma de esa soltería, que aparece disociada de la efectividad del campo militar y vincula- da más bien al mundo introspectivo de la poesía: “Aquel hombre…, no logra hacerse dueño del afecto de las hermosas con cuya conquista sueña con verdadera pasión y cuyo amor como un bálsamo cerraría las heridas de su alma”.39 Al tenor de este fragmento, el amor heterosexual curaría la subjetividad herida.
Relacionado con lo anterior, se hace evidente que el modelo de masculinidad feminizada, mencionado por Peluffo y Sánchez Prado, queda vinculado a la carrera literaria de Batres Montúfar, así como a su afición por la música. La escritura de poesía y su dedicación al canto lo acercan a una identidad marcada por el saber cultural en espacios, como veladas y salones, donde se trasponen el arte y lo doméstico. Jorge Luis Villacorta describe los encuentros periódicos de Batres Montúfar con María Josefa García Granados y su hermano Miguel García Granados – los tres íntimos amigos –, en los que interpretaban cantos, tocaban guitarra, y practicaban francés,40 y que compensaban el estilo de vida descrito por Ramón A Salazar: “José Batres Montúfar vivía, generalmente encerrado y solo”.41 Tanto el refinamiento derivado de una sensibilidad artística como aquel encierro determinan que Antonio Batres Jáuregui indique en 1909: “Tenía nues- tro literato refinado gusto artístico, que constituye ‘lo femenino del genio’”.42 Y agrega: “Desde muy joven fue retraído, temeroso del ridículo, enemigo de relumbrones, entregado a la meditación, a la música y al estudio”.43 Es decir, se asigna al escritor un interior femenino, espiritual y corporal.
Ambas masculinidades antes delineadas se desligan cuando el movimiento de José Batres Montúfar por Centroamérica se reanuda en 1837. Para entonces, debido a la ruina familiar, Batres Montúfar había obtenido el título de agrimensor. El Gobierno Federal dispuso explorar las posibilidades de construir un canal interoceánico en el Río San Juan de Nicaragua, para lo cual se nombró al ingeniero John Baily encargado de los estudios pertinentes. Este se hizo acompañar de José Batres Montúfar como ingeniero auxiliar. Batres Montúfar viajó junto a su hermano menor, Juan, quien fallece a causa de la fiebre amarilla. En el marco del desplazamiento por obligaciones profesionales en un clima extraño y en condiciones sanitarias precarias, José Batres Montúfar describe el carácter de este: “Esta fatal expedición que no ha producido más que una pérdida irreparable y gastos no piensan en terminar”.44 El viaje es aquí el recorrido hacia la ausencia y la precariedad. En esa dinámica, la enfermedad y la muerte de Juan Batres hacen resaltar el poder de la amistad masculina que engloba todos los roles afectivos posibles. Respecto de John Baily, Batres Montúfar afirma: “me sirvió de padre, madre, hermanos, amigo y todo cuanto podría yo desear. En fin, el 2 de junio como a las 3 de la mañana Juan Baily me llamó la atención en mi letargo para decirme que ʻDon Pepe tenga ud. valor, ya es hora de pasar al otro cuarto”.45 John Baily es, pues, todo. La epidemia de la fiebre amarilla –Batres Montúfar contabiliza que ha visto 60 muertos46– conlleva una resignificación del campo de los afectos masculinos y aquella descripción de José Batres Montúfar estampa en el amigo masculino una figura regenerativa, que traspasa la separación de roles e identidades, y de plena satisfacción más allá de lo esperable. Es también, el amigo, quien, en esas múltiples identidades, acompaña el trayecto “al otro cuarto”, esto es el que sirve de mediador entre los espacios de José Batres, también enfermo y el hermano que muere.
El regreso de José Batres Montúfar significa tanto la experiencia del duelo por el hermano, como el acomodamiento de su vida a un trabajo productivo que le rindiera ingresos, sin dejar la escritura literaria. Así, por un lado, Batres Montúfar consigue un empleo burocrático como corregidor en el Departamento de Amatitlán. No deja la carrera militar y todavía en 1840 participa en la defensa de Guatemala ante la invasión de tropas salvadoreñas comandadas por Francisco Morazán. En cuanto a las letras, Batres Montúfar escribe los cuentos en verso “Las falsas apariencias” y “El Relox”, que formarán de las Tradiciones de Guatemala. Es significativo que ambas composiciones giren en torno al fracaso de las relaciones maritales, porque se basan en el engaño.
Así pues, las escrituras de José Batres Montúfar y sobre él permiten interrelacionar la movilidad y la subjetividad masculina, tanto a la luz de los valores patrióticos en la guerra, como en la experiencia límite de la enfermedad en territorio extranjero. Expectativas no cumplidas en el primer caso y fundación de una amistad masculina son los resultados de ambos trayectos.
La novela Stella de Ramón A. Salazar: Juventud insubordinada y viaje fantástico
El viaje resulta muchas veces en una imaginación. La literatura fantástica, como arguye Irmtrud König, sirve para “compensar el vacío espiritual que gen- era el pensamiento cientifista y su pretensión de reducir el universo a las leyes de la razón”.47 Si el viaje de María Cruz representa una dirección hacia el orientalismo religioso, en la novela de Stella (1896) del guatemalteco Ramón A. Salazar (1852-1914), se imagina un viaje hacia el orientalismo laico y erótico que pone en crisis una subjetividad masculina letrada y urbana. De formación médico y convencido liberal, Ramón Salazar fue también historiador, traductor y ejerció varios puestos públicos durante los gobiernos de Justo Rufino Barrios, José María Reina Barrios y Manuel Lisandro Barrillas.48 El perfil de Salazar se escinde, entonces, entre ejercicio de la función pública, historia y literatura.
Me interesa enfocar la novela Stella como una crítica a la visión predominante en las élites intelectuales latinoamericanas del cambio del siglo XIX al XX sobre una juventud sana, idealista y varonil, en cuya acción se asentaba la posibilidad del progreso nacional y continental. Como sostiene Hugo Biagni, el modernismo pone de relieve “la figura del joven, tesoro divino y humano a la vez, frente a la cultura prosaica del buen burgués. En el resonante arielismo de Rodó, la juventud, objeto de auténtica devoción, irrumpe como un mediador entre la utopía y lo real, como sujeto movilizador por antonomasia de las masas y como responsable por el destino de la ciencia, de los mejores gobiernos y hasta de la unión continental”.49 Esa juventud se convierte en la metonimia de la modernidad y de las ansias letradas por una fuerza política y espiritual renovadora, que sería dirigida por una élite, la de los mejores grupos.
En el caso de la novela Stella, el personaje principal es Eduardo Degollado, joven presidente del llamado “Club de los Desequilibrados”, formado por varones menores de treinta años que podían ser estudiantes reprobados, amantes en crisis y artistas. Estos jóvenes, según el relato, se disfrazaban y se reunían “en una bóveda de un templo arruinado de Antigua. Y allí iluminados con unas pocas velas de cera y algunas lámparas de aceite, de forma griega, se entregaban en fraternidad, durante dos días -sábado y domingo- a ejercicios muy conformes con sus inclinaciones artísticas”.50 El narrador en primera persona encuentra un manuscrito que explicará, a lo largo de la lectura, las razones de la extraña vida de Eduardo Degollado, quien después de una larga ausencia del país, regresa y se aísla de la vida cotidiana de la ciudad. Insiste el narrador en que Degollado era “un caso raro”51 y que, debido al transcurrir de los años sin noticias de su paradero, ha decidido revelar el manuscrito.
A pesar de que la novela es breve -100 páginas-, este relato contiene una
multiplicidad de espacios, que ponen de manifiesto la intensidad del trayecto seguido por el personaje. Este trayecto se inicia cuando una noche Degollado se dirige a las afueras de la ciudad, a un cementerio indígena, en donde, en medio de una construcción de teocalis, tiene la visión delirante de ninfas indias que cantan. A continuación, el personaje cae en un éxtasis, durante el cual escucha un lamento profundo que resulta ser el de un ser misterioso envuelto en un manto negro, al que no puede reconocer como humano. La voz femenina y la blancura lo llevan a asignarle un nombre, Stella, de quien no puede establecer a ciencia cierta si es una mujer, un ángel, un demonio o un ser incorpóreo. En el camino, en una transposición de tiempos, Degollado lee un fragmento del canto XIII de la Commedia, en donde se describen los castigos sufridos por quienes ocupan el séptimo círculo del infierno, es decir, los condenados por el uso de la violencia, y dentro de ellos, los autodestructivos y los sodomitas. La lectura lleva a Eduardo a un espacio, rodeado por arpías, gorgones, vampiros, machos cabríos y canes infernales que lo empiezan atacar y devorar. Degollado cae desmayado. El re- corrido se reestablece en un teatro y en una biblioteca hasta culminar cuando ambos ingresan en el interior de una montaña, en cuyas profundidades está una sala de mármol con una atmósfera exótica. El personaje despierta en su casa, en donde los sirvientes le informan que durante tres meses padeció catalepsia. Stella ha desaparecido y él decide buscarla en el Polo Norte. El manuscrito escrito por Degollado, que da circularidad a la narración, termina relatando que:
“…viajé por toda Europa, en donde como por encanto se me abrían todos los salones y era objeto de una verdadera curiosidad. Salvo las mujeres, de quienes me alejaba cuando más podía y lo permitía la bue- na educación [...] Lo demás de mi vida es conocida en Guatemala. Que esta narración sencilla explique el género de existencia que he llevado en los últimos años en esta sociedad”.52
Me gustaría detenerme en los espacios simbólicos y en la relación de los personajes. El primero de ellos se encuentra asociado al mundo indígena y re- mite al exotismo arqueológico presente en algunos textos literarios de finales del siglo XIX. Lyli Litvak afirma que, además del tema ruinista, derivado de una percepción del declive de las civilizaciones, aquel exotismo busca “revivir el pasado en todo su colorido y movimiento”.53 La visión de Degollado sobre ninfas indígenas ataviadas de huipiles blancos, “llenos de cordones y cintas”54 bailando y cantando sonrientes a la par de la lectura de un fragmento del poema “Al pensativo” de Juan Fermín de Aycinena alusivo a ellas, va acabando con la paralización anímica de Degollado, quien empieza a decir “frases vagas e ininteligibles” que generan un vitalismo que evoca una época feliz “…antes de que [el bosque americano] fuera profanado por la planta del conquistador”55 y entonces Degollado comprende “el amor que he tenido siempre a la raza indígena, cuya sangre circula por mis venas…”.56 Aquel discurso exotista arqueológico opaca, frente a otras novelas y ensayos de la misma época, los tópicos de tristeza, enfermedad, abatimiento típico de los personajes indígenas. Ir a las afueras de la ciudad permite al personaje esa perspectiva distinta.
El segundo espacio ocupado, a raíz la lectura de la Commedia, se caracteriza por la utilización de elementos góticos, a efecto de remarcar el terror que supone para Degollado el estado de la culpa. La conclusión del personaje es: “Dada la hora actual de la civilización, lo que los hombres necesitamos, antes de todo, es CONSUELO. Vivimos en la tierra desesperados”.57 Degollado agrega que la voz melodiosa de Stella es un “bálsamo beatífico” 58 que lo invitaba en adelante a “…gozar sus placeres moderadamente; quitar toda nota de enfermiza sensibilidad a las pasiones”.59 La purificación de esas pasiones queda vinculada con el deseo momentáneo de la paternidad y de la ciudadanía productiva: “Y entonces me vino el deseo loco de vivir. Yo soy joven, reflexionaba, aún puedo amar, pensar, hacer el bien. […] Yo no he gozado de la dicha de ser padre, que dicen que es un placer infinito. No he podido ser útil a mi patria ni a nadie, ¿por qué morir?”.60
Sin embargo, y aquí un tercer espacio del viaje, Stella, en el teatro, es capaz de ver el interior de su acompañante para conocerlo en su totalidad, estableciéndose entre ambos una relación fraternal: “Y nos retiramos a casa departiendo casi fraternalmente, sintiendo que en mi corazón renacía la esperanza”.61 La palabra fraternidad, en el siglo XIX, alude frecuentemente a la configuración de un espacio homoerótico. En este caso, el teatro, escenario por excelencia de la actuación y del juego de identidades, se convierte en el lugar en donde Degollado es escrutado y exculpado de su cuerpo. Es decir, el viaje está asociado en los dos espacios anteriores al establecimiento de una productividad personal.
El espacio final ocupado por Stella y Eduardo, el interior de una montaña en los márgenes urbanos de la ciudad de Guatemala, en la sierra de Canales, ofrece al personaje el siguiente panorama:
“Pasaron unas bayaderas vaporosas que encendieron los pebeteros de oro y malaquita que se balanceaban en el aire, pendientes del techo, y se derramó por el ambiente un perfume que me producía hormigueos y sensaciones inefables; y cuando aquellas huríes terminaron, dejáronse caer por el suelo, adoptando formas clásicas y provocadoras […] La música, más que las palabras, prometían no sé qué cosas que sólo los hombres del Oriente han soñado y que Mahoma promete realizar en los Campos Elíseos a sus adeptos”.62
Ante este espectáculo, Eduardo Degollado huye y obliga a Stella a hacerlo también. El resultado es que el personaje se convence de la inutilidad de la cultura letrada e integra con Stella una sororidad, al confesar Degollado ella es “mi hermana por el espíritu”.63 La constitución de Stella como una identidad inestable construida a través del tiempo e instituida mediante una realización de actos -mujer idealizada, eróticamente atrayente, hermano y hermana- afecta la propia identidad de Degollado, de tal manera que se alteran esquemas fijos de género. Al final de esos trayectos y cambios, Eduardo Degollado confiesa que se han acabado para él los dolores que lo atormentaban.
Como mencionaba anteriormente, Eduardo Degollado despierta y solo verá una vez más a Stella como una fugaz aparición. En el polo norte, Nívea, hermana de Stella, le ordena “Anda, vive entre [los hombres] lo que te falta en la tierra […] Goza como puedas de las pocas venturas mundanales y… espera”.64 El cumplimiento de esta orden le proporcionará visibilidad a Eduardo en las metrópolis europeas: a él se le abren las puertas de los salones y tertulias, pasando a ser el centro de atención. Adquirir esa centralidad proviene de la experiencia del viaje fantástico: los reiterados actos de autorrevelación y consuelo facilitan herramientas de sociabilidad exitosa en la vida cultural extranjera. En Guatemala, en cambio, sobrevendrá el aislamiento y la desaparición.
¿Cómo interpretar este desenlace? Retomando el tema de la juventud
¿Qué significado tiene el trayecto narrativo del personaje frente al ideario del joven productivo y viril que va a construir la nueva civilización latinoamericana? Indudablemente, la pose decadentista que articula la construcción del personaje es una forma contestataria a este ideario, al presentar la tipología de un joven desequilibrado sin ninguna afiliación patriótica a la nación guatemalteca y cuya sexualidad aparece constantemente en conflicto con las matrices de dominación masculinista. Las posibilidades de legibilidad propia –marcadas por la experiencia de los límites y del exceso– se consiguen solo alejándose de la ciudad de origen hacia sus márgenes, ya sean indígenas u orientalistas, o hacia la experiencia de la extrema distancia representada en el Norte. Ser visible, es decir, ser socialmente funcional solo se consigue fuera de la nación.
El género de escritura fantástico, como afirma Tzvetan Todorov, se basa en una vacilación entre lo real y lo sobrenatural ante la irrupción de lo inexplicable.65 Esta vacilación que implica poner en duda las normas que gobiernan el sistema de pensamiento implica, según Rosemary Jackson, un carácter subversivo, no en cuanto hay un escape de lo real pero sí lo recombina y lo invierte, lo agrieta.66 Respecto del género funcionaría, entonces, no para crear realidades sobre- naturales, sino para presentar el mundo normal masculinista y heteronormativo desfamiliarizado, invertido en otro inquietante. En el caso mencionado, es el viaje la base de las interrogaciones.67
A manera de conclusión
Así pues, como se indica en el título de este artículo, el análisis de distintas escrituras permite un acercamiento a las construcciones del género en el siglo
XIX. Dichas escrituras, muy distintas en sus protocolos de creación y lectura, ofrecen la posibilidad de establecer, por ello, qué legitimaciones y resistencias componen las identidades sexuales del siglo XIX. Helen Sanborn atraviesa el Istmo, en el papel secundario de acompañante y traductora, examinando su propia identidad en la práctica de una segunda lengua, que conlleva poner en marcha también una traducción cultural. Esta erosiona su autoridad como viajera metropolitana. Por su parte, María Cruz realiza un peregrinaje en la India, donde intenta construir formas de convivencia que, como mujer sola y en complicidad con una amistad femenina que roza lo erótico, pudieran fundar una nueva adhesión simbólica a la localidad guatemalteca y la metrópoli francesa. En el caso de José Batres Montúfar, soldado en campaña militar y trabajador en zonas tropicales precarias, se ponen en crisis los estereotipos de una masculinidad heroica y se invita a un intercambio de roles de género, ya no sujetos tajantemente a divisiones binarias. Finalmente, desde la interrogación que permite lo fantástico, la no- vela Stella, de Ramón A. Salazar logra plantear cómo la salida simbólica de una ciudad opresiva regida exclusivamente por un paradigma racionalista permite asumir una identidad personal, en donde las identidades sexuales son ambiguas. En la novela, el paradigma del joven sano, fuerte y varonil que se maneja en variedad de textos en la transición del siglo XIX al XX queda en duda.
Por lo tanto, el viaje, desde distintas prácticas escriturales, representa una dinámica de resignificación de espacios e identidades. Especialmente, desde Centroamérica, a través de ella y hacia esta, los desplazamientos cobran particular extrañamiento, pues priva con frecuencia una conciencia de encontrarse el sujeto en una de las regiones menos conocidas del espacio planetario del siglo XIX. Esta lejanía implica mayores opciones de negociación frente a matrices y valores de género.
Notas
las novelas Alma enferma -1896- y Conflictos -1898-.
Notas de autor