América Latina
VIOLENCIAS IMPERIALES. MASACRES DE INDIOS EN LAS PAMPAS DEL RÍO DE LA PLATA (SIGLOS XVI-XVIII)
Revista de Historia
Universidad Nacional, Costa Rica
ISSN: 1012-9790
ISSN-e: 2215-4744
Periodicidad: Semestral
núm. 75, 2017
Recepción: 01 Marzo 2017
Aprobación: 13 Abril 2017
Resumen: En las pampas del Río de la Plata se registran recurrentes masacres de indígenas iniciadas poco tiempo después de la refundación de Buenos Aires en 1580. En un contexto de múltiples y complejas interacciones, las relaciones entre las naciones indias regionales soberanas y políticamente descentralizadas y las administraciones coloniales oscilaron entre las vías violentas y diplomáticas. Las incursiones nativas produjeron reacciones represivas a cargo de oficiales y milicianos que mantenían intereses en los negocios pecuarios y rurales afectados por los saqueos, y viceversa. Se reiteraron, entonces, periódicas matanzas de naturales de todo sexo y edad, combatientes y no combatientes, y con frecuencia ajenos a los eventos que las motivaban, así como el subsiguiente reparto de las familias sobrevivientes. Las características de estas agresiones, sus modalidades y sus consecuencias sobre agredidos y agresores constituyen el objeto de este artículo, basado principalmente en documentación de los Archivos de Indias y General de la Nación Argentina.
Palabras clave: masacres, genocidio, violencia, indios (indígena), pampas, imperio español, período colonial, historia, Río de la Plata, Argentina.
Abstract: In the pampas of the Rio de la Plata, several Indian massacres are registered since short after the refoundation of Buenos Aires in 1580. In a context of multiple and complex interactions, the relationships between regional sovereign and politically descentralized Indian nations and colonial administrations oscillated between diplomatic and violent ways. Native raids produced repressive reactions in charge of officials and militiamen who had interests in rural and cattle business affected by plunders, and viceversa. Then, periodical killings repeatedly took place of native people of all sexes and ages, combatants and non-combatants −who were often not linked to the events which motivated them− as well as subsequent distribution of surviving families. The characteristics of these aggressions and their modalities and consequences over aggressed and aggressors constitute the purpose of this article, based mainly on documentation in Archivo General de Indias and Archivo General de la Nación Argentina.
Keywords: massacres, genocide, violence, indians (indigenuos), pampas, Spanish Empire, colonial period, history, Río de la Plata, Argentina.
Introducción1
En Argentina son prácticamente inexistentes los estudios relacionados con prácticas violentas cometidas por agentes gubernamentales contra las naciones indias de las pampas2 en el curso de las relaciones que estas mantuvieron con la administración colonial española a partir del siglo XVI.3 Hasta el momento, la mayoría de las contribuciones producidas se refieren no a esas, sino a las que tuvieron lugar durante y después de las campañas de incorporación de los territorios nativos a la constitución del Estado nacional entre los años 1879 y 1885, es decir, las más notorias e impactantes por el número de personas involucradas en ellas.4
En vista de ello, daremos un primer paso orientado específicamente a considerar las características de las masacres5 y otras depredaciones cometidas por los hispano-criollos a lo largo de los tiempos coloniales. Nos concentraremos en el examen de las prácticas en sí, con el objetivo central de constatar sus rasgos distintivos y recurrencias y solo haremos referencia a las circunstancias y contextos en las que ocurrieron, en la medida que resulte imprescindible para asegurar la claridad de la exposición.
De acuerdo con los datos relevados hasta el momento, los actos depredadores comenzaron a ocurrir, como mínimo, a partir de 1599, esto es, solo unas décadas más tarde de que los españoles invadieran la llanura pampeana6 y apenas veinte años después de su segunda y definitiva instalación7: estos se reiteraron luego periódicamente.
Las acciones violentas en su totalidad afectaron a miembros de sociedades indias políticamente descentralizadas y soberanas, es decir, no sujetas directamente al dominio de la corona, que residían −o circulaban a su voluntad− por territorios amplios y abiertos, de imposible o muy complejo control para las administraciones, que los desconocían en su mayor parte, o que tuvieron de ellos noticias imprecisas.8 La insumisión nativa y ese desconocimiento condicionaban el carácter de las relaciones establecidas que, a partir del siglo XVII en adelante, comenzaron paulatinamente a pendular entre el uso de la fuerza y las tratativas diplomáticas.9 A lo largo del siglo XVIII, una creciente incorporación de nuevos protagonistas indígenas provenientes del centro y sur chileno y de la cordillera de los Andes, que incursionaban o se instalaron en las pampas y el norte patagónico, se tradujo en una presencia de grupos indios numerosos y beligerantes atraídos por los recursos regionales. Aliados o en competencia entre sí y con los indígenas locales según los casos, obligaron a que las administraciones rioplatenses, de acuerdo con las circunstancias, debieran optar por encarar negociaciones de paz o enfrentarse a ellos.10 Así se explica la periódica recurrencia a medios violentos para domeñar a los nativos y, con ello, la reiteración de masacres.
Adicionalmente, también debemos considerar que los ejecutores inmediatos de la política fronteriza pampeana a menudo tuvieron intereses personales en la cría de ganado, un botín apetecido por los incursores indígenas, peculiaridad que concurrió a estimular su tendencia a reprimirlos violentamente, en un intento por impedir o castigar con dureza la reiteración de los embates nativos. La mayoría de oficiales de milicias, responsables militares de las masacres que examinamos en este artículo, presentan esa característica en común.11
Esas sucesivas agresiones, percibidas por los nativos como daños que reclamaban venganza y reparación, en vez de escarmentarlos obligándolos a desistir en el futuro, los comprometía a dar una respuesta que saldase la afrenta generada.
El ad mapu, esto es, el conjunto de reglas consuetudinarias que regulaban la vida indígena, preveía que el menoscabo de los derechos legítimos, sea por sustracción de animales u otros bienes, o por violencia ejercida sobre la víctima y sus familiares inmediatos −por ejemplo, el homicidio o la captura de esposas e hijos, en este caso con el propósito de apropiárselos para sí, de intercambiarlos, o de entregarlos a terceras personas− u otros parientes, de- pendientes y aliados, se resolvía a través de un tautulun, es decir, una acción armada en represalia.12El tautulun involucraba, desde luego, a la víctima y a su ofensor, pero también y sustancialmente a sus respectivos grupos parentales o coaligados. Si la afrenta era de una magnitud tal que afectara a la nación entera, todos sus miembros debían aportar fuerzas y recursos para vengarla, colocarse bajo el liderazgo de quien fuese elegido para ello y se desencaba, entonces, una guerra −weichan−. La parte perjudicada siempre tenía derecho a tomar pertenencias de los ofensores −y de su grupo de parientes o aliados o de su nación− en cantidades que superaban la cuantía del resarcimiento del daño en sí mismo. Este excedente constituía un rubro diferenciable que servía al propósito de compensar al propio ofendido y a sus parientes y aliados por los costos de la empresa. Así se explica por qué motivo, producido un tautulun, los incursores se alzaban con ganado y otros bienes en cantidad suficiente para indemnizar el daño y solventar los costos adicionales referidos.13
Planteada la cuestión en esos términos, el riesgo de desencadenar una espiral de violencia, como de hecho ocurrió en más de una oportunidad, era consustancial a la lógica de los administradores coloniales. Aun cuando no se ignoraba el contenido de la ley indígena, variadas circunstancias solían conjugarse para que se reaccionara ejerciendo un ataque con una finalidad correctora que inexorablemente precipitaba su efecto paradojal, incrementando la posibilidad de un contragolpe, en lugar de desalentarla.
Matanzas de indios en las pampas: Los eventos y sus características
En principio, las matanzas constituyeron una forma expeditiva de obtener efímeras victorias sobre partidas incursoras y grupos rebeldes, desbaratándolos por completo. Se advierte también en nuestro caso un comportamiento que se ha señalado en general, esto es, que los agresores se valen de su superioridad numérica para infundir terror, sacrificando, de manera sistemática y deliberada, a no combatientes y subyugando a los sobrevivientes.14
Las personas atacadas, impedidas de ejercer su defensa o ejerciéndola de una manera precaria, resultaron victimizadas en espacios circunscriptos por incursores que actuaban con rapidez y provistos de los medios tecnológicos idóneos y de la capacidad coercitiva necesaria para considerar- se razonablemente colocados más allá de un riesgo físico apreciable.15 De este modo, la agresión comportó un acto de destrucción unilateral, dada la relación de asimetría en la que se encontraban los oponentes,16 sea porque los victimarios superaban a las víctimas en número, o en medios, o en ambas cosas a la vez.
Todos los eventos examinados ocurrieron en el transcurso de unas pocas horas, durante las cuales se exterminaba a la mayoría de los hombres en edad de combatir y también a no combatientes, y los sobrevivientes −en su mayoría mujeres y niños− eran distribuidos por los perpetradores,17 quienes los conservaban para sí o los entregaban a terceros, con el propósito de servirse de su fuerza de trabajo.
Aunque hubo grupos perpetradores que trataron de ocultar los sucesos; otros, en cambio, optaron por dar a conocer un relato propagandístico, utilizando un lenguaje marcial y destacando su valentía y los buenos resultados materiales de la empresa. Pero las bajas de ambos bandos no hablan de una batalla desarrollada en paridad de condiciones. En realidad, son eventos en los que muere casi la totalidad de los indígenas en edad de combatir, suele no haber combatientes heridos o prisioneros, y tampoco sobrevivientes que logren abandonar el escenario de la matanza. Esto contrasta fuertemente con la pequeña o inexistente cantidad de pérdidas experimentadas por los hispano- criollos, que a menudo solo registran heridas y contusiones.
En el cuadro 1 que presentamos, se ha sintetizado información relativa a ocho masacres ocurridas a lo largo de un extenso lapso. No se trata de las únicas, sino de aquellas cuyo registro documental entrega datos en cantidad y calidad suficientes como para detectar y describir ciertas recurrencias en las conductas de los perpetradores.18
Año | Lugar | Bajas de los atacantes | Bajas de los atacados |
1599: Arias de Rivadeneyra y Rodríguez de Ovalle | Un sitio fuerte situado en una sierra ochenta leguas “hacia las cordilleras de Chile”.1) | Un muerto y varios soldados contusos por pedradas. | 170 muertos − arcabuceados y despeñados− y otras tantas personas aprisionadas. |
1680: San Martín y Humanés | En un lugar a la vista de la segunda sierra a 110 leguas a la parte del Sur de la llanura bonaerense.2) | Un hombre derribado a bolazos −contuso− y un caballo herido. Volvió a Buenos Aires toda la gente que salió. | 40 muertos −la totalidad de los atacados−. |
1720: Cabral de Melo | Pampa del Saladillo. | Seis muertos. | 86 muertos y 50 cautivos. |
1739: San Martín y Gutiérrez de la Paz | Isla del Carbón en el Río Salado cerca de 40 leguas de Buenos Aires. | No se mencionan bajas. | 60 muertos incluyendo al cacique. Hubo un número desconocido de muertos en otros ataques previos durante esta misma entrada. |
1775: Pinazo | Toldos del Cacique Chaynaman, área inter- serrana bonaerense. | Un herido “sin riesgo mayor”. | 40 varones muertos y 4 chinas.3) |
1776a: López Osornio | Toldos del Cacique Caullamant, área inter- serrana bonaerense. | 30 heridos de bola y uno de lanza, “nin- guno de peligro”. | 200 muertos incluyendo 6 caciques. |
1776b: Pinazo | Toldos del Cacique Alequete, Laguna Blanca. | Siete heridos, “pero no de mayor cuidado”. | 97 muertos, 20 indios prisioneros, 58 chinas, 38 párvulos y otros tantos parvulitos. |
1784: Bores | Dos tolderías en la margen norte del Río Negro. | Un peón muerto y tres heridos −en total y en ambos ataques−. | 4 indios, 11 chinas y 4 criaturas muertas en la primera toldería; 1 cacique, 7 indios, 3 chinas y 4 criaturas muertas en la segunda. Sobrevivió una criatura en el primer ataque y tres en el segundo. |
La primera de la serie analizada tuvo lugar en las sierras de Tandil en 1599 y la última en el año 1784, a orillas del río Negro. Su realización estuvo a cargo de agentes estatales y se las organizó desde los niveles intermedios de la administración fronteriza o por orden de autoridades militares locales con anuencia de sus superiores.
La reiterada existencia de contusos entre los atacantes revela que los atacados se defendieron con boleadoras o palos. Salvo alguna mención excepcional, los nativos no enarbolaron lanzas, su arma de guerra por excelencia.19 Claudio Gay distinguió en su momento la incursión bélica −malotun, castellanizado malón−, precedida por el lógico aprestamiento de los combatientes, en la que se portaban lanzas e incluso armas de hierro europeas −por ejemplo, sables o espadas− de otro tipo de enfrentamientos en los que era lícito defenderse enarbolando hasta improvisados garrotes.20
Esta ausencia casi total de lanzas confirma la idea de que los indígenas no se hallaban aprontados armas en mano para librar una acción bélica, sino que fueron sorprendidos por el ataque, viéndose en la necesidad perentoria de recurrir a cualquier elemento defensivo disponible en el momento. En este sentido es ilustrativa la documentación relativa a los acontecimientos de 1784, al expresar claramente que las victimas resistieron utilizando solo instrumental de caza, cuchillos y palos.
La inocultable discordancia en el cómputo de las “bajas en combate” constituye en sí misma una demostración del escaso peligro al que se vieron expuestos los perpetradores. Aún en aquellos casos en que los indígenas pre- sentaron resistencia, esta se opuso en términos de notable desigualdad, que es la sumatoria de un desequilibrio (1) en el número de combatientes, (2) en la situación táctica y (3) en la tecnología empleada. A continuación, examinaremos estas cuestiones.
La disparidad de fuerzas entre contendientes
Uno de los factores del éxito fue la desproporción numérica que sepa- raba a perpetradores y víctimas. Los primeros disfrutaron de una ventaja significativa, con una única excepción en el ataque de 1599, en el que unos ciento setenta nativos enfrentaron a treinta y cinco soldados españoles. No obstante, el mayor número de combatientes quedó anulado por la ventaja tecnológica de estos últimos. Los indígenas fueron sorprendidos en un recinto de limita- das dimensiones −un malal en su terminología− conformado por las anfractuosidades del terreno serrano, con un único acceso, que los protegía aunque restándoles movilidad, y se hallaban munidos solamente de armas arrojadizas −básicamente instrumental de caza: flechas y boleadoras−. Sus atacantes, en cambio, contaban con defensas adecuadas para sus personas −rodelas, adargas, cotas y morriones− y los caballos −escaupiles−,21 que los pusieron a salvo de los proyectiles. Hubo entre ellos un único muerto, y se trató precisamente del comandante de la expedición Antonio Arias de Rivadeneyra, sobrino del gobernador de Buenos Aires, Rodríguez de Váldez y de la Vanda, a quien los nativos, luego de flecharle el caballo, empujaron dentro del malal, cayendo en medio de los resistentes que lo hicieron literalmente pedazos.22
En 1680, esa proporción se invierte. El maestre de campo Juan de San Martín y Humanés23 inició su entrada a territorio indio a la cabeza de un contingente de ciento cincuenta combatientes, sumando milicianos, soldados de la guarnición porteña, y encomenderos. Aunque varios expedicionarios defeccionaron durante la marcha debido a la difícil personalidad del comandante que generó reiteradas protestas,24 los restantes mataron a los cuarenta habitantes de una toldería, a cambio de un miliciano y un caballo heridos.
En 1720, el capitán Juan Cabral de Melo fue enviado con cien hombres a recuperar ganado apropiado por ciertos incursores indios, con instrucciones de expulsarlos de la jurisdicción de Buenos Aires. Cabral de Melo ubicó la toldería y ordenó un ataque sorpresivo que provocó ochenta y seis muertes, con solo seis bajas entre los soldados y milicianos que conformaban la columna a su mando. Se tomaron cautivas cincuenta personas y las mulas y caballos de los indígenas, y recuperaron, asimismo, los yeguarizos y bueyes saqueados.25 Mientras los perpetradores aún se encontraban en el lugar de la matanza, recibieron información de que se aproximaba un buen número de nativos con obvios propósitos. De inmediato, Cabral de Melo y el resto de los oficiales, reunidos en junta de guerra, coincidieron en que se hallaban en posición desventajosa y decidieron regresar rápidamente a Buenos Aires para eludir el peligro.
Esa fue una de las primeras ocasiones, si no la primera, en que los españoles percibieron que la cantidad de potenciales oponentes, aumentada con la creciente presencia de nativos transcordilleranos y cordilleranos en la región,26 podría modificar la relación de fuerzas a favor de estos. El hecho de que la mayoría de las tropas coloniales estuviesen integradas por milicianos con una instrucción militar ciertamente precaria y solo por unos pocos soldados profesionales −cuando los había− obró a favor de aumentar efectivos y equipos para mantener la superioridad. En lo posible, se procuró que las expediciones enviadas a territorios indios fueran numerosas y bien provistas de armas y pertrechos, de modo que pudieran hacer frente a los eventuales contragolpes indígenas.
De este modo procedió años más tarde −1739− el hijo de San Martín y Humanés, llamado Juan Ignacio de San Martín y Gutiérrez de la Paz, encargado de castigar a ciertos nativos que habían asolado la frontera.
Durante esa única entrada, San Martín y Gutiérrez de la Paz y los seiscientos hombres que lo secundaban perpetraron en realidad tres masacres sucesivas. En primer término, el comandante lanzó un ataque nocturno contra una toldería que encontró en su camino, sorprendiendo durante el sueño a sus habitantes, cuyo número no conocemos. Ordenó ultimar a la totalidad, incluido su cacique, y permitió luego que los milicianos se entregasen al saqueo.27 Días más tarde, mandó pasar a degüello a los integrantes de una partida de indios potreadores −captores de caballos salvajes− al pie de las sierras de Tandil, pese a que se aproximaron desarmados y a que varios milicianos y capitanes afirmaron conocerlos y daban crédito por ellos. La tercera matanza, documentada con mayor detalle, es la incorporada a nuestro cuadro. En esta oportunidad, el embate afectó a una toldería habitada por sesenta guerreros que fueron asesinados en su totalidad.28 En esta ocasión, el comandante en persona mató de un pistoletazo en la cabeza al líder indígena que le exhibía un salvoconducto emitido de puño y letra por el gobernador de Buenos Aires, Miguel de Salcedo y Sierra Alta. En ninguno de los casos reseñados, las personas masacradas fueron los incursores que San Martín debía castigar, a quienes no logró ubicar.
En 1775, el sargento mayor Manuel de Pinazo encabezó un número de tropas que, aunque no lo conozcamos con precisión, resultó suficiente para terminar con la vida de cuarenta y cuatro personas, mientras que los agresores solo debieron lamentar las heridas leves de un miliciano.
Al año siguiente, en el mes de agosto, un cautivo fugado de los indios informó a las autoridades bonaerenses que un grupo de quinientos nativos o más concentrados al sur del Río Salado se disponían a incursionar sobre las fronteras.29 Según esa versión, también planeaban llevarse consigo los vacunos y yeguarizos alzados que durante la estación invernal solían alejarse de las estancias en busca de mejores pasturas, lo que los ponía al alcance de los incursores.
Los sargentos mayores Clemente López Osornio, Pinazo y Bernardino Antonio de Lalinde, reunidos en consejo de guerra, decidieron entonces alistar unos ochocientos milicianos con el propósito de salir a castigarlos y recuperar el ganado que pudiesen haber arreado consigo.30
Luego de unos días de deambular por los campos, López Osornio recibió noticias de la proximidad de unas tolderías que presumiblemente podrían ser las que buscaba. En primer término, arremetió con trescientos hombres contra dos campamentos, cuyos ocupantes fueron tomados por sorpresa y arrasados casi sin resistencia, aunque sí la hubo en cambio en un tercero, alertado por el estruendo previo. No obstante, los indios de armas muertos fueron más de doscientos en total, entre ellos seis caciques, a cambio de treinta contusos −golpeados por boleadoras− y un único herido de lanza, ninguno de peligro. Además, López Osornio capturó veinticinco presas,31 algunas de corta edad que entregó a los oficiales que “las han pedido”.32 La naturaleza de las heridas de los milicianos demuestra que los nativos no alcanzaron a prepararse para luchar.
Pinazo, por su parte, obligó a un indio capturado por sus guías −baqueanos en la terminología local− a que condujera las tropas hacia el lugar en el que presumiblemente se encontraban las tolderías buscadas, que no pudieron localizar. Hallaron otras a las que atacaron “con furor” de madrugada y por sorpresa, ultimando a noventa y siete personas −noventa y dos indios, tres renegados33, y dos mujeres−.34 Entre los milicianos solo hubo siete heridos, ninguno de consideración. Se tomaron prisioneros veinte indios, cincuenta y ocho mujeres, treinta y ocho párvulos y otros tantos parvulitos, entre los cuales Pinazo seleccionó “el más bonito” y lo remitió al teniente del rey para que fuese “su page”.35
Nueve años más tarde, veintisiete soldados y pobladores fronterizos comandados por el sargento mayor Manuel Bores ultimaron a doce hombres −incluido un cacique−, catorce mujeres y ocho criaturas que poblaban en total dos tolderías sucesivamente atacadas, a las que destruyó prendiéndolas fuego. Los agresores superaban el doble de los indígenas adultos asesinados y solo sobrevivieron cuatro criaturas
Creación y uso de la ventaja táctica
Los estudios realizados por el historiador norteamericano Benjamin Madley acerca de las tácticas empleadas en las matanzas de yuki que tuvieron lugar en California, durante la segunda mitad del siglo XIX, en términos comparativos con sucesos equivalentes ocurridos en Tasmania,36 permiten ver las similitudes existentes entre esos casos y el que analizamos aquí.
Luego de varios ensayos y errores, los colonos californianos y tasmanios establecieron un procedimiento asimétrico de combatir ordenado en cuatro fases sucesivas, que combinaba eficazmente el sigilo, la sorpresa, las emboscadas y los asesinatos indiscriminados. Su progresión se iniciaba con (1) el reconocimiento y acercamiento nocturno, que precedía a (2) un ataque al amanecer con armas de fuego, seguido de (3) una aproximación posterior con armas blancas, y culminaba con (4) la eliminación de no combatientes.37
En las masacres pampeanas, esas cuatro fases también están presen- tes. Sin embargo, en algunos embates, la primera resultó siquiera parcialmente innecesaria, bien sea porque los españoles disponían de información previa acerca de la localización de sus futuras víctimas, tornando superflua cualquier maniobra preliminar de reconocimiento; o bien porque los indígenas, aun cuando advirtieron la proximidad de los perpetradores, no recelaron de ella por no haber motivos para temer un ataque. En 1680, se trataba de indios de paz reducidos a encomienda, lo que de por sí ilegalizaba el trato violento que recibieron en un lugar conocido por sus encomenderos. Los relatos de Falkner y Lozano coinciden en señalar que en 1739 los atacantes sabían de antemano el lugar donde se hallaban las tolderías. Algo similar sucedió en 1775, cuando ya hacía unos cinco años que el grupo masacrado había establecido una alianza con la administración colonial y comerciaba regularmente en la frontera. En 1776, los agresores comandados por Lalinde impidieron el alejamiento de ciertos indios que estaban en paz con la administración, al atacarlos en su campamento instalado en un lugar acostumbrado y capturar a la mayoría.
Pero el ejemplo por excelencia de ataques a traición lo constituyen los embates encabezados por Bores en 1784. En septiembre de ese año, un nuevo superintendente del Fuerte de Carmen de Patagones, Juan de la Piedra, impuso una política francamente agresiva contra los indígenas.38 Un incidente banal consistente en un arrebato de caballos, dio pie para que de la Piedra, a pocos días de tomar el cargo, dispusiese que Bores con veintisiete acompañantes recorriera aguas arriba la margen norte del río Negro en busca de los responsables para trasladarlos al establecimiento o castigarlos en caso de ser necesario.
Cuando sus batidores avistaron el primer campamento, constituido por dos únicos toldos y a solo cuatro leguas de camino, ordenó a sus subordinados que se anticiparan a obstruir las posibles vías de escape y se aproximó con el pretexto de requerir información acerca de un desertor al que manifestaron estar persiguiendo. En su posterior descripción de los hechos, Bores adujo que, en esas circunstancias, habían sido agredidos por hombres y chinas armados de cuchillos y palos, a raíz de lo cual dispuso romper fuego contra ellos. Resultaron muertos todos los adultos −cuatro varones y once mujeres−, así como cuatro de las cinco criaturas existentes, mientras que los atacantes experimentaron la baja de un peón “que murió de repente sofocado de pelear”.39 Luego se apoderó del ganado de los indios, mandó saquear e incendiar ambos toldos, arrojó los cadáveres al río y envió al fuerte al único niño sobreviviente. Continuó la marcha por unas treinta leguas más y arribó a otra toldería, con el mismo subterfugio −la captura del miliciano fugitivo− para entablar diálogo, y distribuyendo además generosas raciones de aguardiente entre los indios, a quienes solo embistió cuando su embriaguez dificultaba la resistencia. No obstante, más tarde reiteró su relato de que habían sido atacados por los nativos −hombres y mujeres− armados con cuchillos, bolas y palos, lo que obligó a los hispano-criollos a responder y ultimarlos a todos, con excepción de tres criaturas, y al costo de tres heridos. Repitió luego la rutina anterior: pegó fuego a los toldos −que en esta ocasión no albergaban nada de valor−, dejó que el río se hiciera cargo de los cuerpos, y regresó al fuerte arreando los caballos, yeguas y mulas tomadas de los indios, ya enterado por el cacique antes asesinado de que en adelante no encontraría otros campamentos que asolar.
Algunas matanzas comenzaron al amanecer, luego de rodear el asentamiento nativo o de acercarse a él sin ser percibidos al amparo de la oscuridad. Las víctimas, alarmadas por las repentinas descargas y el estrépito consiguiente, solo atinaron a proteger a las mujeres, resistir precariamente, o huir. El asalto de 1739, descripto por Falkner, responde a esta modalidad.
Al alba, San Martín y Gutiérrez de la Paz ordenó descargar una primera anda- nada sobre la gente dormida, con el resultado de que “mataron a muchos con sus mujeres e hijos”. Si bien quienes sobrevivieron alcanzaron a tomar sus armas para defenderse, una porción de ellos resultó ultimada en ese desigual combate y a los restantes se los degolló después.40
En 1776, los acontecimientos se produjeron de manera similar. Los baqueanos habían informado a López Osornio el avizoramiento de una concentración de haciendas y de fuegos nocturnos que señalaban la existencia de las tolderías que buscaban. Sin asegurarse previamente de que lo fueran, López Osornio ordenó la marcha durante una noche sin luna hasta aproximar- se a sus blancos, guiado por los mugidos del ganado que los indios tenían con- sigo. A la madrugada lideró un feroz ataque contra una serie de campamentos distribuidos a lo largo de varias leguas. Como dijimos antes, los dos primeros, tomados por sorpresa, no llegaron a ofrecer una resistencia vigorosa, pero en el tercero los indios dieron pelea y, por esa razón, las tropas ocupadas en aplastarlos demoraron el avance. El estrépito de los disparos y la gritería fueron en aumento y pusieron sobre aviso a los habitantes de las restantes tolderías que lograron escapar.
Otra de las ventajas del ataque repentino fue la calculada distribución de las tropas para maximizar las ventajas ofrecidas por las armas de fuego,41 con lo cual superaron sus limitaciones respecto a manejo, alcance y precisión. Utilizadas en distancias cortas por tiradores bien apostados, el estruendo y la capacidad destructiva de la munición, suficiente para atravesar los toldos de cuero, exacerbaban la desesperación de las víctimas. El mejor ejemplo lo ofrece nuevamente el procedimiento utilizado por López Osornio, quien desplegó su caballería en tres columnas apoyadas por ocho esmeriles.42 El fuego concentrado al frente encerró a los nativos en un campo de muerte, de manera que el escape les resultara difícil de concretar, al tiempo que los jinetes atacantes quedaban a resguardo de los disparos.
En la fase siguiente, esa táctica dejaba de ser aconsejable: el fuego cruzado podía producir bajas durante la mêlée, cuando la distancia entre victimarios y sus víctimas se reducía al mínimo, circunstancia en que las armas blancas resultaban más adecuadas. Su empleo no requería perder tiempo en la recarga y permitía la elección de las víctimas. De esta manera, los hombres adultos convertidos en blancos preferenciales morían en el momento y podían ser capturadas vivas las mujeres y los niños, como ocurrió en varias de las matanzas analizadas. No obstante, hasta el momento disponemos de un único registro documental que discrimina la chusma43 por cantidad, género y edad: se trata de las personas aprisionadas en la expedición de 1680.
El destino de los sobrevivientes
En el más favorable de los supuestos, sobrevivían al reparto familias reducidas a su mínima expresión, por lo general bajo un forzado formato monoparental −madre e hijo pequeño−, o individuos aislados.44 El mejor ejemplo de una completa desarticulación lo constituye el accionar del capitán Francisco Rodríguez de Ovalle, sustituto de Arias de Rivadeneyra en el comando durante aquella única jornada de 1599. Luego de consumar la matanza de los ciento setenta varones adultos del grupo, capturó y dispuso de otras tantas personas de la chusma, que representaban asimismo el total de las familias existentes.
Habitualmente, la distribución de los prisioneros −mayoritariamente mujeres y niños− se realizó entre los mismos atacantes u otros vecinos de la frontera y ciudad de Buenos Aires. Aunque por lo general estos repartos ocurrieron, su mención escrita solía ser escueta. Expresas prohibiciones reales colocaban a tales procedimientos directamente en terreno de ilegalidad −o abrían serias dudas al respecto− y, como es lógico, desalentaban mayores explicitaciones, salvo que mediaran circunstancias extraordinarias que obligaran a hacerlo. Sabemos que ocurrieron principalmente luego de las expediciones a cargo de Rodríguez de Ovalle, San Martín y Humanés, Cabral de Melo, López Osornio y Pinazo, a raíz de la información que entregan los documentos respectivos. Pero disponemos hoy de un único registro generoso en datos −al que ya hicimos referencia−, correspondiente a la maloca45 encabezada por San Martín y Humanés. La nómina indica que, de un total de sesenta prisioneros, solo cuatro fueron varones46 y el resto, mujeres, adolescentes y niños.47 Las quejas suscitadas entre algunos de sus acompañantes por la conducta discrecional del maestre de campo, al disponer un reparto de indios ya encomendados, generaron denuncias en el momento mismo de los hechos, que las autoridades no pudieron desatender. Pero, además, se labraron más tarde actuaciones extensas remitidas al Consejo de Indias. Su archivo conserva no solo una lista detallada de las personas repartidas, sino también un detalle de la distribución en sí misma. El registro de mujeres indias capturadas con varios hijos y la posterior entrega documentada de esas mismas mujeres con uno de ellos, denota el desmembramiento familiar. Se permitió que únicamente el de menor edad permaneciera con su madre y se dispuso por separado de los mayores.
Más allá de las críticas sobrevinientes a posteriori, lo cierto es que las instrucciones previas a la partida de la maloca revelan que el gobernador de Buenos Aires, Joseph de Garro Senei, había concedido a San Martín y Humanés un amplio margen de decisión con base en su criterio personal. Aunque el maestre de campo solo debía emplear la fuerza en defensa propia, pudo apartarse deliberadamente de esa restricción en los hechos por hallarse facultado para determinar cuáles indígenas fronterizos serían atacados, detenidos, y trasladados a Buenos Aires por las buenas o por las malas. Incluso, luego de ocurrida la matanza y no obstante las primeras lamentaciones de los encomenderos afectados en sus intereses por las discrecionalidades de San Martín y Humanés, Garro Senei aprobó las determinaciones del comandante.48
En su posterior informe al rey acerca de lo sucedido, además de reproducir el relato de la expedición que el propio San Martín y Humanés elaboró, el gobernador trató de justificar el reparto individual de las piezas capturadas echando mano al argumento de que se realizó previa consulta con el obispo de Buenos Aires, Antonio de Azcona Imberto. Según esta versión, el prelado habría estado de acuerdo en que se las asignara en tenencia a los mismos participantes de la maloca con cargo de que las adoctrinasen en la fe cristiana y les dieran buen trato.49
En realidad, la invocación de esa aprobación del obispo por parte de Garro Senei no fue sino una forma de aliviar una responsabilidad que era íntegramente suya, porque es indiscutible que San Martín y Humanés repartió los cautivos en cumplimiento de una orden directa del gobernador, documentada por escrito en la instrucción recibida.50 Y ambos sabían bien que el reparto de prisioneros entre los partícipes de una entrada, salvo situaciones de excepción, violaba expresas prohibiciones legales contenidas en las Leyes de Indias y las Ordenanzas de Alfaro de 1612, vigentes en el momento de la expedición.51
Todos estos entretelones quedaron expuestos cuando en diciembre de 1683 se difundió la primera denuncia formal contra San Martin y Humanés promovida por el defensor de naturales de Buenos Aires, a instancias de los encomenderos que se habían sentido perjudicados por el reparto.52 El Consejo de Indias procedió con cautela, ordenando que antes de dar curso a los reclamos se verificara la veracidad de las acusaciones contra el maestre de campo, por lo cual se consultó en secreto a ciertos vecinos de Buenos Aires que en ese momento se hallaban en España, acerca de la forma en que tuvo lugar la matanza y la distribución posterior de prisioneros. Solo una vez conocidas sus respuestas y si resultaba de ellas que los hechos denunciados fueran ciertos, se les recibiría una declaración en términos legales.53
La pesquisa preliminar permitió comprobar la verosimilitud de las denuncias y fue recién entonces que se requirió a José de Herrera y Sotomayor, sucesor de Garro Senei desde 1682, que enviara toda la documentación existente relacionada con la expedición y el reparto. Además, el rey ordenó al nuevo gobernador que reuniera a todos los indígenas que estaban en poder de particulares y los entregase a los sacerdotes doctrineros para formar una reducción con ellos.
Herrera y Sotomayor remitió los documentos solicitados,54 pero argumentó encontrarse impedido de cumplir con la restante determinación, debido a que ninguna de las piezas que se decían repartidas permanecía en esa condición por haber huido en masa a sus tierras unos sesenta días después de la captura.55
Resulta inverosímil, sin embargo, que los prisioneros lograsen acceder a la información y los recursos necesarios para fugarse en el lapso de dos meses, teniendo en cuenta que no había entre ellos varones adultos, sino solamente mujeres, adolescentes y niños. De hecho, el grupo más numeroso estaba compuesto por mujeres con infantes. Sobre un total de cincuenta y cuatro personas repartidas −algo menor que las capturadas−, diez y seis eran mujeres con un hijo por cabeza. Había cinco criaturas de pecho; seis tenían entre dos y tres años; cuatro, entre cuatro y seis; y el restante, ocho años. La justificación del escape hubiese merecido alguna credibilidad mayor, si se refiriera únicamente a las mujeres solas y a los adolescentes de mayor edad −21 personas en total−, pero el gobernador la hizo extensiva a todos los repartidos. Sin embargo, no hemos encontrado evidencia de que la precaria explicación de Herrera y Sotomayor fuera puesta en duda por el Consejo de Indias.
Ausencia de sanciones y represalias
San Martín y Humanés murió sin recibir sanciones. Se le dieron lar- gas al asunto que concluyó treinta y tres años después de las denuncias que lo originaron, cuando un nuevo monarca manifestó un tardío disgusto por la conducta del maestre de campo.56 En la real cédula emitida se adujo que, como el denunciado ya había fallecido, se imponía atender con equidad los derechos e intereses de sus herederos, carentes de responsabilidad directa en los hechos investigados. Simplemente se los reconvino, ordenándoseles que en adelante obedecieran las leyes y órdenes referidas a los indios.57 Años más tarde, uno de esos herederos −San Martín y Gutiérrez de la Paz− insistiría en no acatar- las, aunque esta vez el reincidente fue al menos removido de su cargo. Liviano correctivo, no obstante, si se consideran las graves pérdidas provocadas por el posterior tautulun desatado a raíz de su irracional crueldad.
Ninguna de las restantes perpetraciones examinadas mereció objeciones por parte de la administración. Salvo el traspié de San Martín y Gutiérrez de la Paz, todos los demás comandantes continuaron sus carreras normalmente. Pinazo, por ejemplo, se retiró del servicio de armas a edad avanzada, en 1783, luego de haber contado con el invariable apoyo de Juan José de Vértiz y Salcedo, gobernador de Buenos Aires cuando sucedieron las matanzas de 1775 y 1776, y segundo virrey del Río de la Plata en la fecha de aquel retiro. Los indios, en cambio, siempre que pudieron, cobraron venganza según las prescripciones del ad mapu. Cinco años más tarde de ocurridas las masacres encabezadas por López Osornio y Pinazo, amenazaron de muerte a ciertos miembros de una comisión negociadora enviada desde la frontera de Buenos Aires −y en particular a un intérprete que la integraba− enrostrándoles la injusta pérdida de “muchos parientes” durante aquellas jornadas.58 Y tres años después se cobraron la vida de Clemente López Osornio, ultimado mientras resistía una incursión contra su estancia El Rincón de López, a fines de 1783. Un destino similar tuvo Manuel Bores junto a Juan de la Piedra, víctimas de un fatídico encuentro con los nativos junto con otros participantes de la malograda entrada a los territorios del sur pampeano que de la Piedra encabezó en 1785.59
A modo de conclusión
La corona careció de políticas uniformes respecto de los indígenas autónomos de las pampas. Las tornaron cambiantes el paso del tiempo y sus efectos sobre contextos y ámbitos de aplicación y fue así que el ejercicio de la más plena violencia convivió con la diplomacia y el comercio. La orientación pudo variar bruscamente incluso en cortos lapsos60 y no resulta tarea sencilla determinar cuándo privaba el objetivo de eliminar por completo a ciertos grupos nativos, o una elección consistente de vías pacíficas.
Por otra parte, en el caso rioplatense en particular, aun cuando los propósitos e instrucciones del rey ejercían su lógica influencia sobre las conductas de los agentes y protagonistas locales, grande fue el influjo circunstancialmente generado por los intereses de estos últimos. Los encargados de la política fronteriza, que los tenían a menudo en negocios pecuarios, veían en los incursores nativos un molesto obstáculo. Por lo tanto, cuando la ocasión y el estado de sus fuerzas lo permitía −lo que no ocurría con frecuencia−, solían mostrarse proclives a una dura represión.
Al compás de tales relaciones oscilantes y conflictivas, se produjeron periódicos episodios de violencia extrema y efectos demoledores. Las matanzas constituyeron estrategias para rechazar incursiones o quebrar la resistencia de los nativos que tomasen armas contra la administración imperial. Su propósito consistió en obtener un rápido y decisivo resultado que además infundiera pánico en el conjunto de los grupos indígenas, aterrorizados por la posibilidad de que hasta no combatientes resultaran muertos o quedasen a merced de los perpetradores, o incluso de que el golpe imprevisto fuera asestado contra personas ajenas a cualquier responsabilidad que sirviese para justificarlo.
No se trata de grandes matanzas, espectaculares por sus proporciones y características, sino de masacres fractales,61 es decir, aquellas que, por ser cometidas contra comunidades de un tamaño acotado, si se las considera aisladamente hasta podrían parecer −valga la palabra− “inocuas”. Pero esta apariencia no debe confundirnos: aun cuando las víctimas de un solo evento fueran “pocas” −tal el caso, por ejemplo, de los dos ataques comandados por Bores−, si ese número equivale al total, sean o no combatientes, la profundidad de los efectos desestructurantes resulta absoluta. Al cabo de una única jornada, tuvieron lugar la muerte instantánea de algunos, la separación de los sobrevivientes, la fragmentación de las familias, el extrañamiento posterior y los destinos finales en medios hostiles alejados del lugar habitual de residencia.62
Notas
tomó su sucesor Felipe V.
Notas de autor
Departamento de Humanidades de esa misma universidad. Correo electrónico: dvillar@criba.edu.ar