Akademos
El aura arruinada: cuerpos muertos en tiempos contemporáneos
post(s)
Universidad San Francisco de Quito, Ecuador
ISSN: 1390-9797
ISSN-e: 2631-2670
Periodicidad: Anual
vol. 11, 2025
Recepción: 22 junio 2024
Aprobación: 22 julio 2024
Cómo citar: Padilla, R. (2025). El aura arruinada: cuerpos muertos en tiempos contemporáneos. En post(s), volumen 11 (pp. 82-101). USFQ PRESS.
Resumen: Este artículo intenta entender la muerte en el Antropoceno, tiempo que se denomina así por el dominio que como humanidad ejercemos sobre todo lo que nos rodea, un tiempo que parece estar en ruinas. A partir de estas ruinas y despojos, me propongo entender cómo funcionan el cuerpo, la muerte y qué ensamblajes son posibles: qué voces son las que se escuchan y qué posibilidades tiene el ritual funerario en este contexto. Además, desde términos como trabajo, creatividad y aura, planteo análisis y reflexiones sobre los modus operandi de la industria funeraria y cómo, actualmente, ella ha instaurado cambios tanto en el tratamiento de los cuerpos muertos como en las formas y los procesos de despedida.
Palabras clave: industria funeraria, ritual, Antropoceno.
Abstract: This article attempts to understand death in the Anthropocene; a time so named because of the dominance we as humanity exert over everything around us. A time that seems to be in ruins. Based on these ruins and debris, I seek to understand how the body and death function and what assemblages are possible: what voices are heard and what are the possibilities of the funerary ritual in this context. In addition, through terms such as work, creativity and aura, I make analyses and reflections on the modus operandi of the funeral industry and how, nowadays it has brought about changes both in the treatment of dead bodies and in the forms and processes of farewell.
Keywords: funeral industry, ritual, Anthropocene.
Nunca es un buen tiempo para morirse
Escribo en tiempos difíciles. Me pregunto qué es el tiempo mientras pasan los minutos en este espacio que me contiene. ¿Qué es el tiempo?, vuelvo a preguntarme mientras observo un gato dorado de plástico que desliza su garra en el espacio ¿o en el tiempo? El tiempo es todo esto que habitamos, todo lo que vivimos, es todo lo contenido dentro de una vida. ¿El cuerpo contiene tiempo? ¡Cuántas veces hemos escuchado decir «se me acaba el tiempo», o «tiene el tiempo contado» cuando estamos en presencia de un moribundo!
Probablemente, no hay nadie más consciente del tiempo que alguien cercano a morir. Tal vez uno está más consciente de la memoria y del tiempo cuando llega a la vejez. El cuerpo sí contiene tiempo, entonces: tiempo medido en años, en meses, en días, en horas, en microsegundos; tiempo que se ha perdido o que nos han brindado, bajo las reglas de la moralidad; tiempo aprovechado o desperdiciado. Bajo los estándares de este nuevo paradigma que parece plantearnos el mundo, tiempo invertido o tiempo en pausa.
Tiempos perversos estos: enfermedades y desigualdad, estallidos populares y luchas sociales. Tiempos precarios y simbióticos porque, como explica Donna Haraway (2016) en Staying With the Trouble: Making Kin in the Chthulucene, si algo nos ha demostrado este tiempo es su potencial de ser tentacular, de apresarnos a todos y de unirnos en distintos órdenes y perspectivas. Todos estamos aquí y dependemos unos de otros. En el vilo del enaltecimiento de la propiedad privada, en medio de la acumulación y la defensa a ultranza de los privilegios individuales sobre los derechos colectivos, nos vimos todos hundidos en esta época precaria, como diría Anne Tsing (2015); época de ruinas o época arruinada por nuestras propias agencias, al decir de Ann Laura Stoler (2008). Este es el tiempo posterior a una pandemia, el tiempo del cambio climático.
El monstruo del tiempo
Para muchos, el período 2020-2022 marca un antes y un después. Después de la pandemia de COVID-19 se volvió recurrente señalar lo dispar, injusto y precario: falta de trabajo, de seguridad social, de servicios o seguros médicos, el poco o nulo acceso a servicios básicos. El inicio de la tercera década de los 2000 puede verse como una época con pocas certezas, años marcados por la incertidumbre.
En esta primera parte del artículo, abordaré las nociones de parches, ensamblajes, ruinas, figuras de cuerdas y simpoiesis propuestas por autores como Anna Tsing, Donna Haraway, Gilles Deleuze y Félix Guattari, y Ann Laura Stoler para entender la muerte en tiempos contemporáneos, a través del ritual y la industria funerarios. Asimismo, estos procesos y prácticas que se han desarrollado para los muertos pueden ser indispensables para analizar de forma puntillosa y crítica el Antropoceno. Esta noción simbólica que se utiliza para llamar a los tiempos que habitamos tiene características como intercambios desiguales, sobreproducción de mercancías y, sobre todo, el ubicar al humano como el centro de todo. El discurso sobre el poder del humano tiene además a lo económico como eje central, por lo que rituales como el funerario y los procesos y prácticas alrededor de un cuerpo muerto han cambiado de forma radical y definitiva. Lo funerario se ha convertido, entonces, en una industria estable y lucrativa que, además, crece y se consolida a ritmos acelerados. El cadáver se ha vuelto un producto al que no solamente se le ofertan servicios, sino que también precisa o requiere de mercancías; todas ellas al alcance de «todos los bolsillos». Que el cadáver ahora sea un centro de negocio puede ser visto como un síntoma del mundo en ruinas en el que vivimos.
Para Anna Tsing, en The Mushroom at the End of the World (2015), vivimos en un espacio en ruinas, hemos sembrado y construido sobre restos de tierra moribunda y, a pesar de esto, existe aún la ocasión de que nuevas especies y posibilidades surjan de esas ruinas; así como también nuevos rituales, nuevas prácticas colectivas. Hay que puntualizar que uso el término ruina en sentido metafórico para referirme a las repercusiones que han traído a las ciudades y regiones el capitalismo y la acumulación salvaje: procesos de deforestación, precarización laboral y desigualdad, ya antes expuestos y teorizados por Anna Tsing (2015). Asimismo, para Ann Laura Stoler (2008) el verbo arruinar o la ruina significa provocar un desastre grande o destruir la capacidad de agencia/respuesta/acción, es decir, reducir algo a una condición peor; por tanto, arruinar o incluso la propia palabra ruina implican un proceso activo y violento como el que trae el capitalismo (p. 194).
No hay más opción que buscar vida en esas ruinas, menciona Tsing, aunque ninguno de los relatos del progreso explica cómo sobrevivir. Posiblemente, el primer paso sea traer de vuelta la curiosidad al mundo: «A pesar de las simples narraciones que nos heredó el progreso, nuevos rumbos, nudos, pulsos y parches están ahí para ser explorados» (Tsing, 2015, p. 6). La muerte, en este sentido, es un pulso viejo, tan antiguo como el primer latido humano. ¿Podría buscarse una nueva forma para entenderla o aprehenderla?
Si el capitalismo es lo que da forma al mundo, y el progreso y sus ruinas son los que priman, probablemente la única forma de entender la muerte en la actualidad sea ver también sus posibilidades de mercado, de comercialización: qué se vende y qué se compra para y alrededor de un cuerpo muerto; ese es el nuevo pulso, el parche indicado. La noción de parche que menciona Tsing se vuelve adecuada pues toma prestado el término de la ecología: si las cadenas de producción extraen productos de lugares dispares y lejanos, y logran unificarlos para satisfacer sus necesidades, se puede hablar de que tanto los productos como sus lugares, por su heterogeneidad, forjan una especie de ecosistema. Estos lugares dispares y estos productos que nutren las cadenas de producción desde distintas latitudes se llaman parches. Los parches pueden ser entendidos como los elementos constitutivos de los ensamblajes: el parche logra la confluencia de elementos heterogéneos, vivos e inertes. A su vez, la confluencia de estos parches logra ensamblajes que permiten aprehender cómo interactúan los aspectos sociales, culturales y económicos de las sociedades que habitamos y que están en permanente diálogo e intercambio. El pretender que lo que pasa en distintas latitudes no nos afecta como un todo es un error que se hace más evidente a través de los parches y ensamblajes. Los ensamblajes se refieren a la confluencia de distintos capitales, tanto simbólicos como monetarios, para que un mercado o una industria logren solventarse. Son esenciales para entender las relaciones entre los elementos, porque en ellos confluyen aspectos sociales, culturales, económicos, orgánicos e inorgánicos. Josep Martí (2023), por ejemplo, rastrea el término ensamblaje en Deleuze y Guattari, concepto que puede ser considerado como una línea de fuga, es decir, un término que ayuda a «romper esquemas prefijados y que nos [lleva] a explorar nuevos escenarios» (p. 87). Además, para Martí, el ensamblaje permite entender al ser humano alejado del centro de la discusión, como «un elemento más de los diversos que confluyen en la atmósfera»; es decir, conlleva mejores relaciones entre «sujetos» y «objetos». Asimismo, cualquiera de los elementos que lo forman, humanos o no, «vehicula agencia o, en términos spinozianos, es capaz de afectar».
Los ensamblajes y los parches, por lo tanto, son heterogéneos y están cambiando de forma constante, sus dinámicas entrecruzan fronteras orgánicas e inorgánicas. Son, además, conjuntos cuya interacción es condición de las relaciones entre sus elementos, a veces dispares y dispersos, pero sobre todo son sumamente útiles para el sistema por la confluencia heterogénea de sus cadenas de producción, su forma de ubicar inversiones y su manera de precarizar el trabajo.[1] Todas estas características ayudan a que se propenda a la acumulación desigual y hacen posible que el capitalismo siga floreciendo y dominando el mundo de forma salvaje (Tsing, 2015). Es un tiempo complejo de leer y obviamente despierta curiosidades; sobre todo, si se trata de entender cómo la industria funeraria se ha instalado dentro de nuestro acercamiento y entendimiento sobre la muerte. Por ejemplo, en ningún lugar del mundo el ritual funerario sigue siendo igual, y en muchos lugares no se puede pensar la muerte sin una empresa funeraria que resuelva todo tipo de trámite, desde los civiles hasta los religiosos. Sin embargo, como menciona Tsing, el trabajo de las industrias está tan imbricado con la vida cotidiana contemporánea que va dejando pocos o casi nulos patrones y rastros para descifrarlo, para reflexionarlo; esa es su mayor virtud o su mayor desgracia.
Asimismo, en Staying With the Trouble(2016), Donna Haraway aborda la posibilidad de ver nuevos patrones, no de forma ordenada sino tentacular, a partir de sus nudos y múltiples conexiones. Durante todo el libro, se mantiene la afirmación de que todos los seres humanos estamos conectados. Si observamos las conexiones de esas posibilidades tentaculares, veremos cómo es que se tejen caminos, cómo se generan apegos y desprendimientos, cómo se hacen los cortes y los nudos. Esta es la forma de explorar nuevos rumbos: «buscando consecuencias y posibilidades y dejando de lado los determinismos» (p. 31).
Lo que buscan ambas autoras es contar historias y hechos, volver posibles otros mundos y tiempos, mundos estancados y mundos por venir. La importancia de los parches, de los ensamblajes y de lo tentacular, o de entender los problemas como un nudo —una figura de cuerda, para ser más exactos—, es que todas estas categorías permiten armar, formar, desbaratar, forjar y volver a armar. Al ver los tentáculos, las figuras de cuerda, los parches o los ensamblajes, existe la posibilidad del rastreo paciente, de la polifonía y de lo heterogéneo. Al seguir los patrones o las figuras de cuerda de forma paciente, en el ámbito funerario uno puede entender cómo en la muerte confluye no solo lo cultural de una sociedad, sino también lo económico, político y social. Despertar la curiosidad por el mundo no incumbe a un solo individuo. Más bien, es aprender a escuchar el coro de varias especies, entender que todos somos parte de una misma contingencia, que vivimos en esta ruina y que estamos conscientes de esa precarización. Además, todos formamos parte de un solo ritmo con distintos latidos, una simpoiesis (Tsing, 2015; Haraway, 2016).
El término simpoiesis se tomó prestado de los estudios ambientales. Ambas autoras lo usan para mostrar que los «sistemas de producción colectiva no tienen límites espaciales o temporales autodefinidos, tanto la información como el control, además, se distribuyen entre los componentes, por lo que los sistemas resultan evolutivos y tienen un potencial de cambio sorprendente» (Haraway, 2016, p. 33). Es interesante subrayar que la simpoiesis cambia la percepción de que se puede vivir en autopoiesis: la naturaleza actúa a partir de relaciones y no a partir de la selección de individuos o genomas (Tsing, 2015). Si pensamos en simpoiesis, debemos también pensar que las conexiones entre los seres importan y en cómo se conectan diversos sistemas, personas y relatos; es decir, debemos destacar la fuerza de sus historias. Nada puede crearse o hacerse por sí mismo: se «hace con». La simpoiesis se refiere a «sistemas históricos complejos, dinámicos, receptivos, situados. Es una palabra para compartir con el mundo, en compañía. La simpoiesis envuelve la autopoiesis y se despliega y extiende generativamente» (Haraway, 2016, p. 58). La simpoiesis puede ser de gran ayuda a la hora de analizar cómo el cadáver ha pasado a ser un objeto abyecto cuya humanidad se le desconoce pero al que hay que comprar mercancías y ofrecer servicios.
La simpoiesis nos aleja de manera definitiva de la figura filosófica del individualismo, que sería la potencial culpable de llevarnos por rumbos mortales. Para pensar en la muerte es necesario, de hecho, no pensar simplemente en el muerto o en el cuerpo como tal, sino en las relaciones que se generan, en las agencias que se despliegan a su alrededor. Se vuelve esencial entender cómo la muerte conecta, con qué, para qué, con quién. Es decir, para pensar en la muerte se debe pensar en la vida. La muerte no está alejada, está conectada a lo vivo y ofrece por eso nuevos rumbos, parches y ensamblajes; con ella, la posibilidad de entender lo tentacular o lo simpoiético se vuelve un poco más cercana. La muerte, en los tiempos actuales, requiere observarse como parte de un mundo mercantilizado, debe entenderse dentro de ruinas y requiere interpretarse con la minuciosidad y curiosidad necesaria para entender y realizar los ensamblajes correctos.
Para Haraway (2016), hablar del Antropoceno es hablar de tiempos de urgencia, de muertes en masa y de extinción, de desastres repentinos e imprevisibles; de catástrofes cantadas; tiempos en que también el mirar a otro lado es el factor común: no hay capacidad de respuesta, y si la hubiera, no habría posibilidad de usarla. No solo los gobiernos o los gobernantes son los responsables; están las grandes corporaciones, y cada uno de nosotros es también, de alguna forma, cómplice y parte de una larga cadena de responsabilidades eludidas. Muchos hemos olvidado la capacidad de pensar y de actuar. Eso es el Antropoceno: tiempo de voluntades y reflexiones cedidas de forma constante. En el caso de la muerte, por ejemplo, los gobernantes son los encargados de emitir regulaciones y leyes para lugares y prácticas funerarias, pero estas decisiones no se toman de forma unilateral, sino que están dominadas por el aspecto económico, orquestado a su vez por la industria funeraria, a la que le conviene mantener y cuyo control sobre los espacios y prácticas alrededor de los muertos conviene ampliar. Por esta razón, hay cada vez más criptas y cementerios privados. Asimismo, todos somos parte del problema si cada vez que alguien muere supeditamos decisiones y prácticas a una empresa funeraria en específico. Inclusive hemos normalizado que en morgues, hospitales o en el lugar donde haya muerto una persona los primeros en presentarse sean los agentes de empresas funerarias ofertando servicios, y no las autoridades competentes.
Para Tsing (2015), la precariedad ha dejado de ser una excepción en el mundo: es la condición de nuestra era. La indeterminación y la incertidumbre son las características del ritmo que marcan estos tiempos. Nos movemos a partir de ser frágiles y ver vulnerados todos nuestros derechos y libertades; la precariedad se vuelve la condición fundamental de la existencia, no tenemos control, no somos capaces de confiar en nosotros, peor aún en la comunidad que naufraga a merced de cambios impredecibles en los ensamblajes: «todo está cambiando, incluida nuestra capacidad de sobrevivir» (p. 20).
Si pensamos en esa precariedad, también debemos cambiar las formas de aprehender y encaminar los análisis e investigaciones, sin determinismos. En estos ecosistemas vulnerados y en ruinas, es difícil despertar curiosidades. El tiempo se vuelve imprevisible, sin embargo, Tsing observa en esta indeterminación la posibilidad de la vida: «La única razón por la que todo esto suena extraño es que la mayoría de nosotros crecimos en sueños de modernización y progreso. Estos marcos clasifican aquellas partes del presente que podrían conducir al futuro» (Tsing, 2015, p. 20). Los sueños alrededor del progreso han ido mermándose, de modo que tal vez habría que apostar a un futuro sin esperanzas de él y más enfocado en sueños conjuntos, en comunidades alternas, en conexiones y rumbos dispares pero colaborativos. Estas historias son las que importan, las que marcan un ritmo que vuelve posible reflexionar sobre el mundo de una forma más orgánica; son historias y narraciones tentaculares que vuelven factible la posibilidad de sobrevivir a las ruinas. El hablar sobre la muerte, el hacerla parte de nuestras discusiones, puede implicar que recuperemos parte de la agencia que hemos perdido a manos de la industria funeraria. Es indispensable, además, que se logre un diálogo sobre nuestros muertos y sus historias, volviendo posible que la memoria colectiva no se diluya ni se pierda, como ha sucedido.
Como había mencionado antes, la noción de las ruinas también ha sido explorada por autoras como Susan Stewart en The Ruins Lesson: Meaning and Material in Western Culture (2020) y Ann Laura Stoler en «Imperial Debris: On Ruins and Ruination» (2008). Para las autoras, las ruinas ofrecen una posibilidad de diálogo entre el pasado y el presente; potestad de estar ahí y de interpelación que debería potenciarse al observar o intentar leer las ruinas, ya que son esos materiales y esas prácticas las que han dejado rastros o vestigios: «las ruinas son vestigios —raíz en vestigium, palabra latina para “pisada”, “huella” o “marca”— que a su vez son signos visibles de lo que una vez existió, pero ya no existe, partes que indican totalidades perdidas» (Stewart, 2020, p. 101). La autora remarca que este tiempo en ruinas también está marcado por la ruina del mundo natural: incapaces de escapar de la naturaleza del mismo proceso de destrucción del Antropoceno, hemos provocado también catástrofes ambientales; sin embargo, aún en ellas podríamos ser capaces de encontrar procesos significativos y llenos de aprendizaje. Es posible aún observar a la naturaleza abriéndose paso entre las ruinas[2] (p. 714).
Bajo este mismo panorama, Ann Laura Stoler menciona que las ruinas pueden ser vistas como espacios desolados, lugares o estructuras que resultan encantadores por su mismo estado de abandono: «Las ruinas proporcionan una imagen por excelencia de lo que ha desaparecido del pasado y se ha deteriorado durante mucho tiempo» (Stoler, 2008, p. 194). También con su óptica resulta indispensable ver a la ruina desde su posibilidad de huella, a la que hay que increpar no solo con nostalgia sino también desde la fragilidad que enmarca su anterior poder, incluso con el potencial de su inminente destrucción: «las ruinas también son sitios que condensan sentidos alternativos de la historia. La ruina es un proceso corrosivo que pesa sobre el futuro y da forma al presente». La evocadora puesta en diálogo con la ruina brinda la posibilidad de trabajar sobre las huellas de otro, a partir de sus modos de vida y condiciones materiales que moldearon su existencia. La autora menciona que la palabra ruina implica un proceso: es verbo y es sustantivo, algo que modifica e influye en el estado de una cosa, persona, objeto, sociedad, lugar. Es decir, la posibilidad de la ruina es infinita, lo importante es aprender a interpelar este tiempo de ruinas constantes y provocadas; hay que observarlas de forma crítica, cuestionarlas para seguir construyendo sus infinitas posibilidades, criticar y preguntar a la ruina, que resulta, paradójicamente, el futuro inmediato de un cuerpo muerto. Este tiempo de ruinas que se cuestionan, en donde el cuerpo muerto es presencia y testigo, es huella indeleble y abarcadora.
Es un mal tiempo para morirse porque la muerte empezó a ser parte de múltiples cadenas de suministros. Es parte de un entramado complejo de diversos mercados y capitales, de una cadena de mercancías. Es una industria, hecha y derecha, capaz de desenvolverse de forma holgada en las ruinas de los rituales que clamaban por un espacio doméstico, por un dolor más catártico, más privado y menos público.
El monstruo del cuerpo
Recuerden: somos mortales. Tememos, sobre todo, a la edad, a la enfermedad, al deterioro, a la muerte. Una de las intenciones de este artículo es comprender cuáles son las implicaciones económicas y temporales alrededor de la muerte de un cuerpo, uno que antes fue un individuo, uno que al morir se deshumanizó y se volvió un incomprensible «otro», un otro que ha propiciado que se generen prácticas y mercados a su alrededor, que ha sido inmiscuido en un proceso de intercambio y negocio. El cuerpo muerto se mercantiliza, se vuelve parte de una larga cadena de producción en donde genera ganancias. En esta etapa del capitalismo no puede haber un mejor mercado que el que gira alrededor de un cadáver.
La muerte ha especializado y espacializado a las ciudades, la industria funeraria sabe que el ritual ordena de nuevo el mundo, maneja bien el discurso y dirige sus intenciones al «hacer fáciles los momentos difíciles». Ha aprendido a mermar agencias, a acelerar y tecnificar los velorios —o servicios—; ha logrado su adaptación a tal grado que ahora parece normal que para despedir a un muerto se requieran solo 24 horas. La industria sabe que en las ruinas de una sociedad con el tiempo justo —porque debe seguir hacia adelante—, lo mejor es poder ordenar flores, misas y mandar obituarios en línea. Es la historia del declive, el progreso ofrece tanto migajas como excesos, controla incluso las ruinas, porque el tropo del progreso abarca «tanto el éxito como el fracaso» (Tsing, 2015, p. 22). La industria sabe que es un gran momento para que la gente se muera, porque todo se mide en papel moneda, sobre todo en las grandes ciudades. En los lugares aún no alcanzados por los tentáculos del merchandising para el muerto, la comunidad es lo que prima, el tiempo se mide bajo otros parámetros. Los rituales son menos privados, en varios sentidos.
Para Hikaru Suzuki en The Price of Death (2001), la industria funeraria ha aprovechado y se ha especializado en este mentado proceso de mercantilización, es decir, en volver una «mercancía» algo que un cliente cree que vale la pena comprar. En este proceso, señala la autora, se logra su consumo masivo y su comercialización; es el intercambio por dinero del producto lo que hace que se vuelva más comercial y preciado (p. 180). Para la autora, quien problematiza sobre la mercantilización de la ceremonia del baño en la cultura japonesa, un producto o servicio solo puede alcanzar su estatus de mercancía cuando se da un proceso de intercambio entre productores y consumidores.[3]Durante su trabajo de campo, la autora observa que no todos los productos o servicios ofertados por las empresas funerarias llegan a alcanzar su estatus real de mercancía. Esto sucede porque solo cuando se produce un intercambio es que el producto adquiere un valor que lo transforma inmediatamente en algo deseable y que se consume de forma sostenida y extendida (Suzuki, 2001, p. 180). En otras palabras, hasta la muerte en varios lugares del mundo ha sido sometida a estrictos procesos de mercantilización y marketing, contando ya con clientes fieles y dispuestos.[4] Sin embargo, este mercado no es para todos.
Ensamblaje: cuerpo en la industria funeraria
La palabra ensamblaje será clave para entender el funcionamiento de la industria funeraria y la forma en que interactúan entre sí diversos elementos vivos e inertes; de hecho, el ensamblaje señala «la idea de reunir o poner en contacto distintos elementos» que «se encuentran dentro de un proceso complejo y dinámico a través del cual las propiedades que emergen exceden las de sus elementos constitutivos» (Martí, 2023, p. 89). La muerte, en este caso, no existe como un elemento independiente, más bien emerge a partir de las interacciones y de las relaciones que establece.
La «estandarización» de servicios, la «división de trabajo» e incluso la «división espacial» son características de la industria funeraria; elementos constitutivos que permiten su existencia. Las empresas que conforman esta industria, asimismo, no operan de manera solitaria, dependen de muchos factores para mantenerse y sobre todo para que sus servicios sean considerados como viables. Muchos de estos servicios se adquieren a su vez por varios factores, entre ellos, el desconocimiento de cómo funciona el sistema burocrático, o inclusive la tranquilidad que genera el tener un servicio y un espacio —tumba o cripta— asegurado.
¿Qué significa la estandarización de servicios? En caso de que uno opte por comprar un paquete de prevención o un paquete de servicio inmediato, las empresas y sus empleados van a seguir una serie de pasos específicos y ordenados cuyo punto central es el velorio o funeral, y que culmina en la inhumación o cremación del cadáver. Estos pasos son sincrónicos y ordenados, requieren de personal capacitado y entrenado para que se ejecuten —es decir, división del trabajo y espacio—.
Karl Marx (1845-1846) sostenía que la característica específica o distintiva de la naturaleza humana sería la inteligencia creativa, la posibilidad de imaginar para luego construir en la realidad (Ritzer, 1993, p. 179). El hincapié en la creatividad sería indispensable no solo para ejercer una acción sobre la naturaleza, sino también para forjar relaciones entre los miembros de una comunidad. Para que la creatividad se lleve a cabo, entonces, se requieren tres componentes: la percepción, la orientación y la apropiación. Cada una es indispensable para explicar el concepto de trabajo y de desarrollo de la creatividad. La percepción puede ser entendida como la forma de contacto de los seres humanos con su entorno y a través de sus sentidos. Sin embargo, estas percepciones deben ser y son organizadas bajo categorías específicas en cada sociedad, para lo que es indispensable el proceso de orientación. Una vez que el mundo, es decir el entorno, se percibe y se orienta en una suerte de supervivencia al caos, se realiza la apropiación; es la que desencadena, por decirlo de alguna forma, que el humano emplee su creatividad para sobreponerse a su entorno; un ejemplo de ello es el trabajo.
Al respecto, Sara Ahmed (2019) menciona que, para Marx, el trabajo es un elemento clave para entender la práctica humana:
En su introducción a la edición estadounidense de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 de Marx, Dirk J. Struik señala que el «proceso de trabajo es ese proceso por medio del cual el hombre vivo y concreto crea su existencia a través de la práctica cotidiana, en la que come, sufre, respira y ama». El ser humano es sensible y mundano: las necesidades humanas lo obligan a interactuar con el entorno, por lo que ese entorno le brinda algo más que un espacio de vida (comida para comer, aire para respirar), como así también a interactuar con otros, con los que puede crear una existencia. (p. 343)
Ahmed señala que uno de los problemas que enfrentamos como sociedad es que el trabajador no se siente identificado con lo que hace: «pone su vida en el objeto; pero aquella ya no le pertenece a él, sino al objeto». Esto a su vez provoca que el trabajador pase por un proceso de alienación, que el objeto se transforme en mercancía y por último que el trabajador se someta ante el objeto/mercancía: «el trabajador es reducido a servidumbre de un objeto perdido». No importa cuánto trabaje, ni cuánto produzca, al no estar consciente del producto del trabajo, el trabajador pasa por un proceso de autoextrañamiento, que le impide habitar el mundo: «En la medida en que ese mundo que han creado es una extensión de sí, una extensión que les ha sido arrebatada, los trabajadores sufren cierta pérdida de conexión consigo mismos» (p. 344).
En este proceso, ambos (humano y naturaleza) se ven afectados. Al alienarse de su objeto de trabajo, el humano pierde una de sus formas de «humanidad». Al estar alienado, es incapaz de imaginar y realizar, de imponer su creatividad. Este proceso incluso lo lleva a encontrar extraña la idea de percibir, aprehender y orientarse en el mundo; nos vemos sujetos a perseguir deseos y fetiches creados por el capital. Esta última carencia puede verse claramente en las formas de cuidado a los muertos. Ese cuidado está ligado a lo que llamamos «humanidad»: el hecho de enterrar, de preocuparse por el otro, de desarrollar una obligación moral. La muerte significa poner fin, o está directamente relacionada con lo que carece de acción, con la incapacidad de generar; sin embargo, también hay que tomar en cuenta la acepción del término muerto, que se refiere a la responsabilidad, a la obligación moral que uno tiene —casi de forma imperativa— con el muerto. Es justamente esta obligación la que dispara las posteriores acciones que serán cumplidas por terceros, una agencia que no se llevará a cabo por el mismo cuerpo, pero que está presente y que de ningún modo puede invisibilizarse, menos aún aminorarse. Es por esta serie de acciones que el cuerpo muerto resulta un catalizador, que desencadena y moviliza por la propia obligación moral o mortal obligation (Sherman, 2014) que la muerte de uno abre en el otro. Por otro lado, Judith Butler en su texto Dar cuenta de sí mismo. Violencia, ética y responsabilidad (2005), problematiza la idea de cómo el ser humano crea responsabilidades sobre otro, cómo se construye el sujeto. «Al plantear la pregunta ética “¿Cómo debería yo tratar a otro?”, quedo atrapada de inmediato en un reino de normatividad social, dado que el otro sólo se me aparece, sólo funciona como otro para mí, si existe un marco dentro del cual puedo verlo y aprehenderlo en su separatividad y su exterioridad» (p. 41). Por lo tanto, si el «yo» y el «tú» surgen de un aparato social normativo y preestablecido, hay normas específicas que conducirán mis acciones y mis conductas, normas que a su vez condicionan los encuentros entre el yo y el otro. Esto se puede ver de forma evidente en cómo cada persona asume su obligación sobre un cuerpo doliente, enfermo o muerto.
Más adelante, la autora menciona que el grado de entendimiento y hasta la posibilidad narrativa de cómo asumimos la responsabilidad, sobre uno mismo y sobre los otros, tiene sus limitaciones, ya que no existe posibilidad de transparencia sobre nuestro autoconocimiento y autocomprensión, y es justamente ese el punto de partida para entender cómo funciona la responsabilidad (Butler, 2005, p. 41). Así, trata de delinear la forma en que cada uno asume su agencia con los otros, más aún cuando hay contextos que permitan que estas se lleven a cabo. Hay que insistir en que las acciones que uno despliega con el otro están en contubernio con normas sociales y procesos coyunturales específicos. Estamos un poco a merced del otro, de su autocomprensión, de su relación con el mundo: «Ninguno de nosotros está delimitado por completo, separado del todo, sino que, antes bien, todos estamos, en nuestro propio pellejo, entregados, cada uno en las manos del otro, a merced del otro. Esta es una situación que no elegimos. Constituye el horizonte de la elección y funda nuestra responsabilidad» (p. 139). La responsabilidad a un muerto parte también de la autoconciencia y debe ser entendida bajo normas sociales, económicas y políticas específicas, y hasta territorializadas.
Posiblemente, el dominio de un entorno, la capacidad de generar vínculos, la responsabilidad y el dar cuenta de uno mismo sean los leitmotivs para que se emprenda o se catalice el cuidado a los muertos. El dominio de lo natural no solo puede observarse en los cementerios, panteones o necrópolis antiguas, lugares o espacios en donde no se puede poner en duda los procesos de trabajo y creatividad que los humanos emprendieron ejecutando esas tareas —entierros, tumbas y diversos accesorios que se han creado para los muertos—. Esa memoria espacial, social, narrativa y textual es parte de la historia.
Sin embargo, estos espacios y trabajos tampoco pueden verse de forma romántica: también incluían un juego de capitales y clases sociales que distinguían entre ricos, pobres, gremios y profesiones. Estas cuestiones se siguen jugando en nuestros tiempos, aunque tal vez con una agravante: la industrialización de trabajos y prácticas, incluso de actividades y oficios, relacionados con la muerte.
Una de las características de la industria funeraria es la estandarización de servicios. Esta última, dentro del esquema de una empresa, impide que se pueda ejercer un proceso creativo, muy a pesar de que cada ser humano esté ejecutando un trabajo y este proceso sea per se distintivo. La creatividad se socava o incluso se separa del trabajo en el capitalismo a través del proceso de objetivación —aquel que regula y ordena el entorno social en donde los individuos se desenvuelven—. La objetivación se ve afectada porque no hay una comprensión o aprehensión de la naturaleza, lo que lleva a no buscar o generar vínculos sociales. Entonces, es usada solamente como un mero vehículo para lograr dinero; todo el trabajo mecanizado y estandarizado, de hecho, cumple con esas características. Sin la objetivación, o por decirlo de otra forma, si se usa la objetivación solo como un instrumento para ganar dinero por una actividad, la creatividad es dejada de lado e incluso el potencial del ser humano queda un tanto anulado, ya que su único fin es ganar y acumular.
Trabajadores y demás actores dentro de la larga cadena de producción de la industria, en ciertas ocasiones, no suelen desarrollar procesos de objetivación, menos aún de apropiación, porque los mismos parámetros y estándares diseñados y designados por la propia empresa lo impiden. La muerte y el cuidado de un muerto —manejo, embalsamamiento, traslado, entierro, cremación— deberían ser un trabajo que se ejecute con «creatividad» y empatía, pero es más bien visto como una suerte de medio para lograr y generar ingresos —para, con y desde el muerto—.
El muerto es convertido en un objeto, se vuelve un «abyecto», intraducible, contaminado, reducido.[5] Así, objetualizado, es susceptible de ser transformado en mercancía. György Lukács menciona que «el problema de las mercancías es [...] el problema estructural central de la sociedad capitalista» (1968, p. 83): al convertir el cuerpo en una mercancía, la misma es susceptible de ser fetichizada, como se ha evidenciado, por ejemplo, cuando se habla y se comercializa la idea y praxis de convertir en diamante a las cenizas del difunto. En países como México, las empresas funerarias ofrecen a los clientes esta posibilidad. Los diamantes se obtienen a partir de la cremación de un cuerpo, pues con las cenizas es posible realizar este procedimiento que «garantiza que el muerto siga vivo». Según datos recolectados en J. García López (empresa funeraria mexicana), los diamantes se hacen de diversos tamaños y colores, y los costos varían entre 115 000, 500 000 y 600 000 pesos (USD 6 000, 25 000 o 30 000). La entrega se hace luego de un año y medio, aproximadamente, y se somete a las cenizas a un proceso similar al del carbón bajo tierra, pero artificial. Cada piedra es elaborada en Suiza y cuenta con certificado Swiss Made, información que se puede encontrar disponible en la página web de la empresa.
La fetichización de la mercancía se refiere al proceso por el cual obtienen en el mercado una experiencia independiente, volviéndose productos cuasi místicos, independientes de su valor de uso y su valor de cambio (Marx, 1867/1967, p. 35). Es decir, los miembros de una sociedad olvidan o no toman en cuenta el proceso que hay detrás de la producción de las mercancías —por el cual se agrega su valor—, y eso les hace creer que las mismas poseen propiedades naturales o que el mercado puede, de manera independiente y arbitraria, darles un valor (p. 190). Por más problemático que parezca pensar en esta suerte de dinámica al hablar de un cadáver o de un muerto, estos procesos se siguen llevando a cabo cada vez con mayor especialización. Los clientes compran o se ven interpelados a comprar lujosas urnas o ataúdes para «garantizar» el reposo, descanso o inclusive la salvación de su difunto.
Los objetos suntuarios o prácticas suntuosas para y por el muerto no son del todo nuevas. Las formas de mostrar o hacer visibles la clase social y la jerarquía de un individuo han estado y están atravesadas por la grandiosidad y exuberancia de sus funerales, de las que, generalmente, disfrutan los asistentes. Sin embargo, procesos como convertir las cenizas del cuerpo en diamante, o vender certificados estelares —que garantizan que un cuerpo celeste o cuerpo astral lleve el nombre de un difunto—, van más allá del prestigio o importancia social del individuo en estos tiempos. Actualmente, es una cuestión de quién puede pagar para hacerlo.
Si nos quedamos con la idea del fetiche de las mercancías, hay que tomar en cuenta que estas circulan por circuitos específicos y bien definidos, de eso también depende su subsistencia. A su vez, estas mercancías dependen de otras que también circulan por estos espacios: se «desarrolla una red completa de relaciones sociales espontáneas en lo que se refiere a su crecimiento y que se sitúan al margen del control de los actores» (Marx, 1867/1967, p. 112). Es decir, más allá de quién produzca las mercancías —urnas, ataúdes—, estas se comercializan por circuitos que les otorgan una existencia independiente, aunque dependiente de otras con su mismo «espíritu místico».
Si bien las mercancías y los fetiches que se generan alrededor de un cadáver pueden ser comprendidos con la industria funeraria, considero también indispensable hablar de otro de los componentes estructurales del capitalismo para Marx: la propiedad privada, que «es el producto, el resultado, la consecuencia necesaria del trabajo alienado, de la relación externa del trabajador con la naturaleza y con sí mismo» (Marx, 1932/1964, p. 117). Como bien menciona el autor, la propiedad se convierte también en un producto que se debe poseer y disputar, lo que se nota especialmente en los planes que se venden a futuro, incluso en los de servicios inmediatos. El discurso alrededor de la seguridad, de tener un lugar seguro —y no tener que buscar espacios disponibles en los ya atestados y abarrotados panteones— y el alivio de no encargarse de los trámites es un instrumento retórico que se usa de forma recurrente. La propiedad privada, entonces, se convierte en una especie de garantía que no solo se anhela, sino que también se disputa por la gran cantidad de demanda. Estos espacios seguros como tumbas o criptas —propiedad privada— generan una idea de tranquilidad. Además, son de las mercancías más anheladas por quienes adquieren un paquete. Asimismo, está la idea del prestigio social y de tener un espacio asegurado de por vida —lo que no sucede en los panteones públicos—.
Hay que puntualizar que no todas las cuestiones de la propiedad y las mercancías son manejadas por los deudos: hay personas que se encargan de arreglar y pagar sus propios paquetes para evitar los «dolores de cabeza» a sus respectivas familias. En estos casos puntuales también hay fetichización, una que gira sobre el cuerpo propio, pensado y dimensionado como propiedad privada, que le otorga el derecho a gozar de un lugar propio y seguro hasta después de muerto. La clase y el prestigio se ponen de manifiesto a partir de las condiciones materiales, en este caso el dinero.
Hay que cuestionarse también sobre la agencia de las personas que están alrededor, es decir, los deudos. Se debe llamar la atención sobre la poca o nula agencia que tendría el muerto para hacer posible que se cumplan sus últimos deseos si los servicios se encuentran pagados, dispuestos y estandarizados. ¿Qué tan factible es el despliegue de la mortal obligation cuando se piensa en que hay una nula creatividad en el trabajo? No solamente porque se desempeña una actividad pensando solamente en los frutos económicos, sino también a partir de la división del trabajo de los integrantes de la industria, quienes, en el afán de estandarizar los procesos y darles tiempos y espacios determinados, terminan desarrollando una suerte de desconexión o desnaturalización con el cadáver. Este es tratado como un objeto más: una mercancía o un producto que debe ser preparado, producido, recogido y desechado.
Si bien la estandarización de los procesos es una de las características de la industria, otra es la división de procesos y espacios que, como se ha dicho, es una de las facetas más relevantes a la hora de hablar de las empresas funerarias. La división del trabajo pone en escena varias cuestiones, como la de alejar al individuo de su comunidad, no solo llevándolo fuera de sus espacios y lugares sino también a partir de la hiperindividualización de labores y espacios en donde trabaja; además, la división del trabajo propende a que se separen funciones —las actividades manuales de las intelectuales, por ejemplo—. En el caso específico de la industria funeraria, se puede ver esta distinción entre los agentes de ventas y los capilleros, embalsamadores, carroceros, personal de seguridad y limpieza, etc.
Al tener una cadena tan larga de responsabilidades y labores, los vínculos con el cadáver se vuelven casi nulos. Cada muerto es simplemente un objeto a ser tratado de forma independiente, aunque individual. En muchos de los casos se anula la posibilidad de saber quién fue o cómo fue la vida del difunto, detalle que se nota incluso en los párrocos que ofrecen las misas, cuando mencionan en cada caso la misma parábola, que solo se personaliza al instante de nombrar al muerto. Todo lo demás es una suerte de discurso aprendido, prácticas coordinadas y acciones controladas y medidas: nada se sale de control, cada detalle es manejado y conducido con minuciosidad y destreza.
Las actividades y acciones que se producen y provocan son un eslabón más, un paso controlado dentro de una cadena de procesos cuyo valor —independiente— es desconocido o inaprehensible. Esta última cuestión es importante ya que la división del trabajo logra la disociación entre el trabajador y el producto —por su mínima y específica contribución—, lo que hace que se pierda el sentido de lo que se procesa, aun cuando en este caso sea un cadáver (Ritzer, 1993, p. 194).
Este tipo de procesos que parecen hacerse en pos de la tecnificación y la modernización hacen que las personas que trabajan en la industria funeraria se especialicen y dividan sus actividades, sin detenerse a pensar que es una persona muerta con la que se está tratando; lo vuelven un cuerpo reducido a objeto, cuerpo que es «abyecto», cuerpo mercantilizado al que hay que colocar objetos, al que hay que convertir en otro objeto, entre más suntuoso, mejor. Al estar separado de sus deudos, el cuerpo muerto queda imposibilitado de generar la obligación mortal. Los deudos son capaces de desplegar su agencia, siempre y cuando puedan pagar por ella, siempre y cuando estén conscientes de los últimos deseos y de ceder ante la voluntad de cumplirlos.
Pero, ¿por qué preocuparse de la estandarización de un servicio o de la división del trabajo que representa la industria? ¿Por qué preguntarse por el cadáver o por su ritual? Sostengo que el ritual puede entenderse como una «conducta restaurada», una práctica más bien performática que se carga, agrega, quita o disminuye de forma constante. Esas acciones restauradas (Schechner, 2011) siempre tienen excesos y faltas: no hay dos velorios, ni dos funerales iguales, a pesar de que los actos que se sigan sean los mismos, a pesar de que las personas que los ejecutan sean las mismas. Ni siquiera las plañideras podrían ejecutar dos veces las mismas escenas de llanto y desolación, porque la conducta no solo se restaura, porque en las prácticas y rituales donde se incluyen dolor o sentimientos hiperbólicos, las acciones también se estructuran de manera exacerbada y hasta exagerada. Veo en esa suerte de excesos y faltas su potencial para generar un relato complejo y una posibilidad de memoria; una suerte de hebra de ovillo que une, teje, borda y logra mantener la cohesión de un grupo social, una suerte de posibilidad de traspasar el estado de crisis en que nos deja la muerte, una capacidad de resolver y estructurar. Veo en la muerte la posibilidad de hacer simpoiesis, de escuchar en las ruinas los relatos que tejen la memoria.
Si es la industria, al promover la división del trabajo, de los espacios y la estandarización de servicios la que hace que cadáver y ritual se vuelvan meros procesos y productos que deben ser comercializados, ¿dónde queda y a qué se reduce el potencial del ritual y del muerto? Esto me lleva a pensar que una nueva forma de aproximarse al ritual para evitar la pérdida de agencias, tanto de los deudos como del cadáver, es observándolo dentro de su posibilidad aurática. Un aura que no se consigue transformando al sujeto en objeto (como al volverlo diamante), ni al estandarizar tumbas o epitafios, sino al hacer que cada ser humano viva y muera dentro de la heterogeneidad que nos permite decir que «cada cabeza es un mundo».
Sobre el «aura»
Ius imaginus era el derecho (ius) otorgado a los nobles romanos para mantener imágenes (retratos) mortuorios de sus ancestros.[6]Estas máscaras muchas veces eran usadas durante los funerales, cuando el rostro del difunto era cubierto con esta imagen —que mostraba un rango específico—. El ritual incluía a actores que vestían como los antepasados del muerto, y eran los encargados de ubicar la pintura en su rostro.[7]Antes del retrato estaban las máscaras hechas de cera —coloreadas—, terracota u otros materiales cuyo fin era ser lo más realistas posible. Sin embargo, este no fue el inicio. El ejemplo más lejano de este tipo de artefactos se ubica en Jericó (7000 a.C.), donde se encontró una máscara mortuoria hecha de molde de escayola, parte de un culto religioso que incluía conservar los cráneos de los antepasados con el fin de hacer reproducciones en yeso.[8]
Los mayas, por su parte, realizaban complicadas máscaras de jade para perpetuar la imagen del difunto (Díaz, 2014, pp. 624-625). Aquí, allá, en Oriente y Occidente, se han planteado formas para recordar, mantener o conservar la presencia de una ausencia. No está por demás señalar que la clase y el estatus no han estado alejados de estas formas de recordar. Eso puede notarse al pasear por cementerios nuevos y antiguos, en donde son las secciones, lápidas o esculturas las que denotan quién era, cómo quiso ser recordado, cómo pudo y accedió su familia a hacer que lo recuerden: ¿será con una tumba con fecha de caducidad, o será con un proceso que incluya que mi cadáver se transforme en un diamante?
Si los artefactos u objetos que parten de los rituales o que servían como instructivo para el «buen morir» pueden rastrearse en tan tempranos tiempos de la humanidad, también se puede hacer esto con el ritual, con las prácticas que se han desarrollado para y con el muerto: el cómo morirse y cómo encargarse de un difunto han estado en el centro y en el margen de la historia humana. Por esta razón, no debe olvidarse que al hablar de ritual también estamos hablando de la tensión de diversos capitales y campos: la clase, el rango social, el espectro político y la condición económica. Desde antaño hasta la actualidad, la muerte también ha sido una cuestión de quién la puede pagar y de cuán prestigioso es el muerto.
Sin embargo, quiero hacer hincapié en lo que se ha perdido en estos tiempos con la industria funeraria, con la estandarización de servicios, la división de trabajos y lugares, y con la mercantilización de bienes y servicios para y alrededor del muerto. Vuelvo, entonces, a la pintura y a los objetos mortuorios. ¿No son acaso la pintura, la máscara o el retrato funerario obras con aura? Eso que se dice único e irrepetible, que trae consigo la lejanía más cercana: la imagen viva de un muerto. Para Benjamin (2003), el aura puede explicarse de la siguiente forma: «Un entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar» (p. 47). Cuando el autor menciona que el aura requiere de una cierta «unicidad y durabilidad», afirma también que dichas cualidades están estrechamente conectadas entre sí «como fugacidad y repetibilidad en aquélla» (p. 48). La pregunta, entonces, va más allá. ¿No será que, sin importar el retrato, la fotografía o la máscara, es el ritual lo que imprime esa aura al muerto? ¿No será que el ritual consigue ese aire de unicidad porque está hecho para el recuerdo, para el aquí y el allá? Parece garantizar un descanso eterno, mostrar un camino, no solo del muerto, sino también del vivo. Permite pensar en la propia mortalidad, elaborar el recuerdo y superar el desasosiego que provoca esa nada, ese limbo, ese futuro lleno de ausencias. Al ver al ritual como aurático, se puede también reflexionar en cómo afectan la estandarización y la división del trabajo y los espacios en la industria. Asimismo, permite observar cómo han afectado las ideas de la propiedad privada y de fetiche al muerto, cómo lo vuelven una mercancía.
El aura hace que el objeto artístico corte con la homogeneidad y se vuelva único, lo cual no se consigue al reproducir mecánica y artificialmente las obras:
La extracción del objeto fuera de su cobertura, la demolición del aura, es la rúbrica de una percepción cuyo «sentido para lo homogéneo en el mundo» ha crecido tanto, que la vuelve capaz, gracias a la reproducción, de encontrar lo homogéneo incluso en aquello que es único. Así es como se manifiesta en el campo de lo visible aquello que en el campo de la teoría se presenta como un incremento en la importancia de la estadística. La orientación de la realidad hacia las masas y de las masas hacia ella es un proceso de alcances ilimitados lo mismo para el pensar que para el mirar. (Benjamin, 2003, p. 48)
El carácter de la obra de arte también tiene que ver con su relación con la tradición —considerada como viva y cambiante—. A pesar de que Benjamin en este caso se refiere a la tradición pictórica y artística, vemos la posibilidad de darle al ritual una característica aurática. Si el ritual se piensa como una performance y está en permanente relación y tensión con la tradición, puede mencionarse que son estas características las que le otorgan la posibilidad de trascender, de ser único, y además de que se vuelvan factibles las prácticas y acciones a su alrededor: la libertad de ejercer y elaborar, de forjar un relato común y, con él, la posibilidad de memoria — sea agradable o desagradable—.
Esa lejanía de la que habla el autor, por más cercana que parezca, tiene también su razón de ser en la formación del valor de culto con que se carga a las obras de arte. La lejanía es la antítesis de lo cercano, esa imposibilidad es lo que le da a la obra la posibilidad de volverse una imagen de culto. Esa naturaleza lejana que es incapaz de romperse también puede observarse en el ritual, donde la muerte puede verse como lejana o como imposible a pesar de estar permanentemente cerca (Benjamin, 2003, p. 49). Es el pensamiento sobre la propia muerte lo que es cercano, pero la muerte como acción puede estar aún alejada de la vida del ser humano. El ritual y la contemplación del muerto es lo que vuelve posible que aparezca esta cercanía, el memento mori.
Benjamin (2003) sostiene que la posibilidad aurática de la obra de arte viene directamente aunada a su función ritual: «El valor único e insustituible de la obra de arte “auténtica” tiene siempre su fundamento en el ritual» (pp. 50-51). Sin ese núcleo, la obra queda desprovista de su facultad de memoria, de testimonio. La obra se extravía en los escenarios de disputa porque pierde de alguna forma su valor agregado, aquel relacionado con el culto:
Ese núcleo es su autenticidad. La autenticidad de una cosa es la quintaesencia de todo lo que en ella, a partir de su origen, puede ser transmitido como tradición, desde su permanencia material hasta su carácter de testimonio histórico. Cuando se trata de la reproducción, donde la primera se ha retirado del alcance de los receptores, también el segundo —el carácter de testimonio histórico— se tambalea, puesto que se basa en la primera. (Benjamin, 2003, p. 43)
Lo auténtico o esa suerte de unicidad como parte de un testimonio histórico es lo que puede usarse para pensar en lo aurático del ritual, que no solo tiene que ver con parámetros estéticos. Veo la autenticidad en la posibilidad de que se realicen las agencias únicas y exclusivas de los deudos y del muerto: un ritual que permita catarsis y en donde no se esté pensando en la idea de la «paradoja de lo público», que obliga a sacar el ritual de los espacios privados, pero que también lleva a que las emociones se encierren en habitaciones y espacios reducidos —como consultorios psicológicos, tanatológicos o recámaras solitarias—.
En muchas ocasiones, los deudos se apropian del lugar de velación, desplegando y despertando agencias colectivas. En México, por ejemplo, es igual de válido contratar un mariachi o abandonar una sala y dejarla vacía durante todo el servicio, que disputarse un muerto y pelear por sus últimos deseos en pleno funeral. Todas son agencias válidas, todas son acciones cargadas simbólicamente. La memoria es la posibilidad de volver presencia una ausencia —una forma de «estar» en el mundo—.
Tanto la obra como el ritual hablan de una transformación en aquellos que lo presencian u observan; una cualidad esencial que posibilita el valor de culto y no simplemente un valor determinado por la experiencia o la exhibición. Bolívar Echeverría (2003), al respecto, menciona que la obra en sí funciona como «testigo o documento vivo, dentro de un acto ritual, de un acontecimiento mágico de lo sobrenatural y sobrehumano; de acuerdo al segundo, la obra vale como un factor que desata una experiencia profana: la experiencia estética de la belleza» (p. 13).
De la explicación que hace Echeverría se desprenden dos puntos. El primero es que se puede considerar al ritual funerario con un potencial de culto, es decir, que el mismo contenga un valor específico para el muerto y para los deudos; este tipo de valor tiene que ver con la posibilidad de generar relatos, reestructuraciones dentro de los núcleos, de potenciar y concretar la pérdida, y de despedirse bajo los deseos del otro, desplegando la obligación mortal. El segundo es que se puede observar un cierto «valor de la experiencia y exhibición» en los paquetes de previsión o de servicios inmediatos, en esa venta y compra que se hace, que garantiza seguridad no solo del servicio y de los trámites, sino también una propiedad privada —sinónimo de cierto prestigio social y de seguridad en el más allá—. El problema con la exacerbación de esos valores no solamente es que se prioriza la «experiencia» de un lugar seguro y prestigioso, y la «exhibición» del muerto en un lugar óptimo, higiénico e hipercontrolado; sino que a la par se restan las agencias de los deudos e incluso se limitan las muestras de creatividad de las personas que trabajan alrededor del muerto.
Estas pérdidas o anulaciones no significan tampoco que capilleros o agentes no trabajen bajo las demandas de los clientes. Más bien, ellos se encargan de garantizar que sus clientes se encuentren a gusto dentro de las posibilidades que ofrece la agencia en donde se esté llevando a cabo el servicio. Incluso, en los casos en que se debe actuar «por lo bajo» o al margen de la ley, carroceros y «muerteros» saben perfectamente cómo desenvolverse en lo que parece también un ambiente controlado y medido, en donde las jerarquías y los procesos, aunque al margen, están estipulados y definidos.
Las agencias funerarias, en todos los casos —deudos, muertos y trabajadores—, son vitales para lograr que el valor de culto se logre, para que el ritual tenga y conserve este potencial aurático de hacer que al muerto se lo despida bajo sus condiciones y no bajo estándares comerciales. La muerte no debería tener una ISO-9000, ni pretender alcanzar un certificado de calidad.
Más allá de la exuberancia de artefactos costosos y de espacios controlados e higiénicos, puede ser que para algunos la importancia no solamente se base en el costo y los tiempos medidos. Tal vez, otros prefieran despedirse con un pasillo, con el retumbar uniforme de unos tambores, con cantos religiosos o con las murmuraciones de un rosario. Todos queremos cosas distintas, aunque sigamos certeros pasos que hablan desde el pasado y la herencia. Por eso el ritual es una performance, por eso que le sobra y eso que le falta.
A pesar de la poca existencia de creatividad y, por tanto, de un sentido aurático en las actividades de la industria, sostengo que cada quien debe velar por darle a su muerto un relato único, una posibilidad más allá de lo reglamentario o arreglado en términos económicos.
Si cada quien reclama su obligación mortal, efectivamente, al ritual se le puede atribuir un aura, ese aire de autenticidad y ubicuidad. Asimismo, al entender el ritual como un ensamblaje también propongo verlo más allá de un cuerpo a merced de la industria. Más bien, mi propuesta es entender que a pesar de los límites, de las temporalidades fijas, de los márgenes impuestos a las actividades, sí se puede ejercer responsabilidad sobre el otro, reconocer su existencia dentro de los parámetros contextuales, convencionales y hasta normativos, y asegurar que tenga lo que nosotros desearíamos tener en esos momentos.
El ritual es para mí una simbiopoiesis: es entender que el cuerpo vuelve a la Tierra, que siempre hemos sido parte de ella. David Sherman (2014) recuerda que humanitas en latín proviene de humando, que significa ‘enterrar o enterrando’. Humanidad, por su parte, viene de la raíz humare, que significa ‘enterrar’. Sherman destaca así la importancia del entierro y de los rituales que acompañaban a los cuerpos. Yo también destaco la importancia de volver a la Tierra. Cada ritual y su relato es único, esa es la oportunidad que nos brindan las ruinas de la Tierra de este tiempo. Devolvámosle, entonces, al cuerpo su monstruosidad polifónica, dejemos que sea un parlanchín mientras se marcha, escuchemos su testimonio de paso a partir de nuestros relatos susurrantes; exijamos y garanticemos que la memoria de su tránsito exista y perdure.
En definitiva: despidámonos bien. En tiempos convulsos, pandémicos, frágiles, arruinados y caóticos; que esa sea nuestra última y aurática venganza. post(s)
Referencias
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Bataille, G. (1991). The accursed share (Vols. 2–3). Zone.
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Ritzer, G. (1993). Karl Marx. En Teoría sociológica clásica. McGraw-Hill.
Notas
Información adicional
Cómo citar: Padilla, R. (2025). El aura arruinada: cuerpos muertos en tiempos contemporáneos. En post(s), volumen 11 (pp. 82-101). USFQ PRESS.