DOSSIER: «RELECTURAS DEL FORMALISMO RUSO DESDE UN PRESENTE ARGENTINO»

FICCIÓN Y TRATA EN NUESTRO ENTRE SIGLO LITERARIO. COMPLEJIDAD GENÉRICA DE EL RUFIÁN MOLDAVO, DE EDGARDO COZARINSKY

Fiction and Trafficking in our Literary Change of Century. Generic Complexity of El Rufián Moldavo, by Edgardo Cozarinsky

Leonardo Graná
Universidad del Salvador , Argentina

Gramma

Universidad del Salvador, Argentina

ISSN: 1850-0153

ISSN-e: 1850-0161

Periodicidad: Bianual

vol. 35, núm. 72, 2024

revista.gramma@usal.edu.ar

Recepción: 23 Febrero 2024

Aprobación: 15 Marzo 2024



Resumen: Entre fines del siglo xx y comienzos del siglo xxi, la literatura argentina comenzó a producir una serie de ficciones que retomaba el imaginario de la trata de mujeres para la explotación sexual, tanto en la vertiente de la novela histórica como de la novela policial. En este artículo delimitamos el campo genérico de las ficciones de trata. Para ello, usamos un aparato conceptual formalista. Leemos, desde esta caja de herramientas, la novela El rufián moldavo (2004), de Edgardo Cozarinsky, como un momento oportuno en la consolidación de las novelas de trata, puesto que su complejidad genérica nos permite dar cuenta de la caracterización de dichas ficciones.

Palabras clave: Género, Trata, Prostitución, Dominante.

Abstract: Between the end of the 20th Century and the beginning of the 21st Century, Argentine literature began to produce a series of fictions that took up the imagery of trafficking in women for sexual exploitation, both in the historical novel and the detective novel. In this article we delimit the generic field of trafficking fictions. To do this, we use a classic and formalist conceptual apparatus. We read with this toolbox the novel El rufián moldavo (2004), by Edgardo Cozarinsky, as an opportune moment in the consolidation of trafficking novels, since its generic complexity allows us to account for the characterization of said kind of fictions.

Keywords: Genre, Gender, Trafficking, Prostitution, Dominant.

Una Novela Peculiar

En las últimas dos décadas, se ha venido produciendo en la literatura argentina un corpus de ficciones que indaga la cuestión del secuestro y el tráfico de personas para la explotación sexual. Casi sin lugar a dudas, la obra faro de este corpus es la nouvelle Le viste la cara a Dios (2011), de Gabriela Cabezón Cámara, junto con Beya, su versión gráfica del año 2013, con ilustraciones de Iñaki Echeverría. En términos de presencia editorial a lo largo de los años, hay que nombrar también la novela La polaca, de Myrtha Schalom, varias veces republicada desde su primera edición de 2003. El tema de la prostitución y de la prostitución forzada no es ni original ni exclusivo de nuestra literatura contemporánea; podemos encontrar, por caso, varios textos de fines del siglo xix y de las primeras décadas del siglo xx que lo abordan. Recordemos ahora las novelas Nacha Regules (1919) e Historia de arrabal (1922), de Manuel Gálvez; también el poemario Versos de una... (1927), de Clara Beter / César Tiempo, y, además, obras de autores europeos que escribieron sobre Argentina, como Carne importada (1891), del escritor naturalista español Eduardo López Bago, o la crónica Le Chemin de Buenos-Aires. (La Traite des blanches) (1927), del periodista francés Albert Londres. Más allá de todo lo dicho, la serie de novelas actuales sobre prostitución forzada no hunde sus raíces exclusivamente en aquel no tan lejano comienzo de siglo xx, sino que también encontramos ficciones pertinentes en la más cercana década de los noventa del siglo pasado, que podrían ser consideradas o bien precursoras del corpus pensado, o bien contrapunto especular contra el cual dicho corpus se piensa a sí mismo. De los noventa, tenemos en mente obras como Frontera Sur (1994), del escritor hispanoargentino Horacio Vázquez Rial; El anatomista (1997), de Federico Andahazi, o Una noche con Sabrina Love (1998), de Pedro Mairal.

En la serie del siglo xxi, hay una obra que se destaca por su calidad y su peculiaridad. Se trata de El rufián moldavo (2004), la primera novela de Edgardo Cozarinsky. No hablemos de su calidad, pero sí de su peculiaridad: creemos que, de querer seriar la ficción de la prostitución forzada de la literatura argentina del siglo xxi, no se podría obviar la crítica a este título, y, sin embargo, consideramos que no logra acompañar coherentemente al conjunto de obras con las que se podría hermanar. Dicho en otras palabras, El rufián moldavo es una novela sui generis sobre la trata de personas para la explotación sexual, y esta manera singular de componer el tema invita no tanto a desgajar absolutamente esta novela del resto del corpus como a preguntarnos por sus modos de insertarse en este o dialogar con este. Si, como se acaba de proponer al pasar, la novelística actual sobre la trata tiene algo de diferente respecto de la novelística afín que se produjo, principalmente, a fines del siglo pasado, entonces una solución sería considerar que El rufián moldavo no pertenece a la serie propuesta de ficciones del siglo xxi sobre trata de mujeres para explotación sexual, sino que, más bien, continúa la línea propuesta por la novela prostitucional, que, sobre todo, la antecedió. Esta solución, sin embargo, nos parece imprecisa, ya que una lectura atenta de El rufián moldavo puede mostrar que esta obra, sin asimilarse plenamente a la novela actual sobre prostitución forzada, está más cerca de esta que de la narrativa anterior.

Esta tensión, entonces, será el eje vertebrador de este trabajo. Nuestro objetivo será entender la novela El rufián moldavo, de Edgardo Cozarinsky, como articuladora entre la novela sobre prostitución de fines del siglo xx y la novela de trata de personas del siglo xxi. Será necesario, para ello, describir la categoría de novela de trata, que creemos extendida en las últimas décadas. Nuestro segundo objetivo, más abarcador, será el de ofrecer algunos lineamientos diacrónicos que ayuden a una explicación sobre el surgimiento, en el siglo xxi, de la novela sobre el tráfico de mujeres, el rufianismo y la prostitución forzada.

Para abordar esta articulación, pensaremos desde un entramado teórico clásico: el marco sistemático creado, desde el formalismo ruso y el estructuralismo checo, por conceptos clave como el de hecho literario, el de función, el de evolución literaria y el de dominante, entre otros. No implementaremos fuertemente y de modo estricto dicho modelo de análisis, sino que lo abordaremos de una manera organizadora y no invasiva, como para iluminar las relaciones entre, por un lado, El rufián moldavo y las ficciones que, ante todo, la precedieron, y, por el otro, entre la novela de Cozarinsky y aquellas que, simultánea o posteriormente, pueden agruparse con comodidad en la serie de las narrativas de la trata de mujeres. La meta no es repetir conceptos demasiado rígidos, sino, por el contrario, usar categorías lo suficientemente flexibles para habilitar, así, menos un trabajo de taxonomía que uno de intervención crítica. Nos apoyamos para esto en la vieja enseñanza de Yuri Tiniánov sobre que «las definiciones en la teoría literaria, lejos de formar los cimientos, son la consecuencia proteica del hecho literario, siempre en desarrollo» (Tiniánov, 2019, p. 153; traducción propia).

El tema de la prostitución es, en la esfera pública, una discusión aún abierta en el campo actual de los feminismos. Una de las cuestiones presentes es la que pone en el debate la pregunta de si la prostitución puede pensarse como un trabajo que, en cuanto tal, debe enmarcarse dentro de todas las regulaciones de la sociedad. Esta discusión no solo gira en torno a asuntos legales y de régimen laboral, sino también en torno a cuestiones simbólicas e imaginarias (Berkins y Korol, 2002). En este artículo no se intervendrá directamente en el debate ni se tomará una posición, por lo que entendemos que «prostitución» es un concepto que intenta comprender, atravesando épocas y culturas, fenómenos disímiles y en tensión. Hemos de especificar la llamada «prostitución forzada», generalmente aquí propuesta con este nombre o con algún término discernible, como una práctica relacionada con la trata de personas y no inmediatamente equiparable al término genérico de «prostitución», puesto que este es más amplio e inespecífico[1].

Narrativas de la Captura y la Trata

El rufián moldavo tiene como motivos recurrentes los propios del arco narrativo que tradicionalmente se asocia a las historias de las «esclavas blancas» (según se entendía este sintagma a comienzos del siglo xx) o del tráfico de mujeres para la explotación sexual. Estos motivos forman parte del acervo de nuestro imaginario y de nuestra configuración cultural nacional; reaparecen, sistemáticamente, en diferentes textos (sea Versos de una..., sea Argentina. Tierra de amor y venganza, sea Perdida), y siempre su estructura cae dentro de nuestros marcos de legibilidad y de sentido común. Sin embargo, la mera presencia del entramado biográfico de «las polacas» o «las esclavas blancas» no nos obliga a organizar de inmediato un corpus pertinente o significativo. Hay una dificultad cierta al «yuxtaponer mecánicamente “motivos” semejantes o idénticos sin fijar su puesto en el “sistema” estético dado», afirma Victor Erlich en su clásico estudio sobre el formalismo ruso (Erlich, 1974, p. 384). O en palabras del antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, necesitamos ante todo hacer una «proyección en el sentido geométrico de la palabra: lo que se tiene que preservar son las relaciones, no los términos» (Viveiros de Castro, 2013, p. 29). Así, por más que en novelas como El anatomista (1997), de Federico Andahazi; El rufián moldavo (2004), de Edgardo Cozarinsky, y El infierno prometido (2006), de Elsa Drucaroff, tengamos el motivo del comercio y la esclavitud de mujeres para la prostitución forzada, no hay razón suficiente por la que podamos pensarlas, en seguida, en una serie coherente.

En este sentido, vamos a considerar, de manera poco provocadora, que una ficción de trata de mujeres para la explotación sexual es aquella en la que la intervención de aquellos motivos con los que la configuración cultural compone el arco imaginario del comercio sexual de mujeres (histórico o actual) forma el eje principal del texto y, por ello, es productora de sentidos primarios, entre los cuales los ideológico-políticos suelen primar. Aquí estamos considerando el texto literario tal como se propuso desde ciertas reflexiones del formalismo ruso y luego del estructuralismo checo: «La obra literaria constituye un sistema» (Tiniánov, 1978, p. 91), y, en cuanto tal, hay que considerar los elementos integradores en su interacción (Tiniánov, 1978, p. 88). Uno de los grandes conceptos que el formalismo ofreció a la teoría literaria es el de dominante: en el sistema hay elementos que predominan por sobre el resto, y este resto se ve conmovido por dicha relación (Tiniánov, 1973, pp. 130-131). En 1935, Roman Jakobson definía la dominante como «el componente concentrador de una obra de arte: aquello que rige, determina [...] transforma los otros componentes [... y] garantiza la integridad de la estructura» (Jakobson, 1971, p. 82; traducción propia). Además, para Jakobson este factor dominante puede plantearse en diferentes estratos: no solo en un texto en sí, sino también en la obra general de un autor, o en la preceptiva de una escuela poética, o en la manifestación artística de todo un periodo (Jakobson, 1971, p. 82). Por último, recordemos las palabras de Jan Mukařovský en 1945: «La correlación de los componentes en la estructura es tal que se manifiesta como su subordinación y predominio; en este sentido hablamos de “dominante” de la estructura y de “jerarquía” de sus componentes» (Mukařovský, 2000, p. 295). Una ficción de trata, así, organiza los aspectos semánticos (es decir, temáticos: la trata de mujeres y la prostitución forzada) y pragmáticos (o sea, el valor de denuncia y delación) como aquellas propiedades discursivas obligatorias y subordinantes respecto de cualquier otro rasgo del discurso (Todorov, 1996, pp. 52-53).

Podemos abstraernos del tema particular de la trata de mujeres para la explotación sexual y considerar solamente el entramado simbólico que persiste en aquellas narraciones en las que la configuración sociocultural imaginada y narrada se sostiene mediante la apropiación de lo femenino y la extracción de valor de lo femenino. De este modo, las ficciones de trata serían parte de un corpus mayor, las narraciones de captura y exacción, entre las cuales incluiríamos, por caso, los textos clásicos sobre cautiverios en la frontera interior, las novelas sobre rapto (secuestro y violación) del rosismo y del posrosismo, o incluso las ficciones de privación/privatización en torno a las tres emes de la burguesía: moral, matrimonio y maternidad. Así entendidas, las ficciones de trata son aquellas narrativas de captura que tematizan la significación crítica de la exacción y la toma de lo femenino a partir de ciertos motivos, asentados en el imaginario, que se relacionan con la historia del tráfico de mujeres para la explotación sexual en nuestro país en los cambios de siglo.

Las novelas de trata tienen un fuerte anclaje en el contenido temático, pero no considerado de manera superficial (como la equiparación entre una novela de zombis y una novela con zombis). El tema de la trata es presentado como el elemento central de la dimensión referencial del texto, ya sea en su vertiente histórica (la Zwi Migdal, el tráfico de mujeres francesas) o contemporánea (las redes de secuestro y trata actuales). Esta función comunicativa y referencial se ve mediada por el hecho literario (Mukařovský, 2011, p. 84; Tiniánov, 2013, p. 12) y, desde allí, sus elementos «funcionan como componentes de la estructura» (Mukařovský, 2011, pp. 85-86). Aparte de la función estética, postulada como necesaria, aunque tal vez no siempre suficiente para el arte, y de su ubicación en la jerarquía del sistema funcional artístico (Mukařovský, 2000, p. 63, y 2011, pp. 7-8), consideramos que las ficciones de trata, en cuanto hecho literario, ponen al frente la función que podríamos entender imprecisamente como político-ideológico-imaginaria. Afirma Mukařovský: «El predominio de la función estética es percibido como el caso básico, ‘no marcado’, mientras que el predominio de otra función es valorado como ‘marcado’, es decir, como una alteración del estado normal» (Mukařovský, 2000, p. 132). Para nosotros, entonces, la narrativa de captura es fácilmente entendida como una narrativa política, cuyas postulaciones ideológicas son parte crucial del eje de producción de significaciones.

Con esta descripción no se propone, primero, una definición estricta que reparta categórica y absolutamente textos a diferentes conjuntos. Ese tipo de trabajo, de emprenderlo, sería menos interesante que el verdadero esfuerzo de realizar una crítica flexible y abierta. El planteo de este artículo es la conformación de modos de aproximación reflexiva; y nuestro interés no es la estabilidad de las categorías, sino la crítica. Segundo, el abordaje propuesto se corresponde con la mirada prudente que evita tanto la inmanencia radical (Todorov, 1991, p. 147) como el acrítico cotejo «direct[o] con series similares pertenecientes a otros sistemas» (Tiniánov, 1978, p. 92). Siguiendo el lineamiento de Mukařovský, la lectura que podamos hacer de la novela de trata, una vez aceptados los elementos personales de aquella, comprende el juego permanente entre los textos en sí y el marco desde el cual se lo lee (Mukařovský, 2000, p. 89). Así, aceptamos que, dentro de la complejidad y la pluralidad propia de la configuración cultural, nuestros marcos de lectura, que se resumen en la idea de novela de trata del siglo xxi, se correlacionan con los que produjeron y producen buena parte de esta literatura.

Las novelas contemporáneas de trata presentan una doble vertiente a la hora de exponer sus materiales referenciales: o bien vuelven aproximadamente a comienzos del siglo xx o unas décadas antes, o sea, al periodo de la gran inmigración en nuestro país, en el que la así llamada trata de blancas tuvo una presencia considerable, como también la tuvo un discurso que conformó el pánico moral de la sociedad (Guy, 1994; Avni, 2014; Aymbinderow, 2016), o bien traspone nuestro conocimiento de la trata actual de personas para la prostitución. En cualquiera de los dos casos, tomamos lo dicho por María Cristina Pons acerca de la novela histórica argentina del último tercio del siglo xx, género que, obviamente, tiene muchos lazos con lo que llamamos novela de trata: «El o los temas son estructurantes, determinan elecciones y articulaciones, no provienen ni se extrapolan de un puro conocimiento histórico para ser vertidos con todas las variantes imaginables: son desencadenantes de escritura» (Pons, 2000, p. 107).

En las novelas de trata, es de esperar que se privilegien los personajes femeninos, así como también deberían ponerse en primer plano el despliegue crítico de experiencias y subjetividades entendidas como propias de lo femenino y de la violencia contra la mujer. Al mismo tiempo, al ser comprendida la trata como un fenómeno extenso, pero, sobre todo, oculto, tanto por su carácter criminal como por su intervención —en términos de prácticas sexuales—, en la configuración cultural de los géneros (genders), con todo el valor de opacidad, de tabú y de censura que acarrea, su desarrollo en las ficciones suele formar la cadena narrativa en términos de secreto que se revela, de descubrimiento de un submundo que se sabe que existe, pero no mucho más. Por este motivo, el género policial, en sus dos clásicas formas, es un marco varias veces explorado en las novelas de trata. Más allá de la inequívoca denuncia y del rechazo moral del tema de la trata, estas novelas contemporáneas parecerían tomar este valor de secretismo y de cimentación para aprovechar la sobredeterminación de esta Grundlage como verdadero objetivo a desentrañar (Godelier, 1989, pp. 23-24).

La propuesta recién elaborada permitirá considerar que El rufián moldavo, la novela de Cozarinsky, no se adecua cómodamente al corpus que tenemos en mente al pensar ficciones actuales sobre trata (un corolario posible es que sí se adecua incómodamente). Entendemos que esto se debe a que El rufián moldavo presenta un sistema de elementos homólogos a los de la narrativa de trata y captura, pero que sus relaciones y su jerarquía interna componen una unidad que no habilita incluirla plenamente en la serie. Para preparar el terreno, propongamos a continuación un contrapunto entre una narración de trata y otra narración que, por más que contenga motivos semejantes, no terminará incluida en esa serie.

Dos Obras Contrapuestas

La Nouvelle Señera

Una de las más importantes ficciones de trata y captura del siglo xxi, casi paradigmática y muy pensada por la crítica literaria, es la nouvelle Le viste la cara a Dios, de Gabriela Cabezón Cámara, publicada por primera vez, de modo electrónico, en 2011, por una editorial española. Justamente por ser un texto muy abordado y criticado (principalmente, ver Bianchi, 2019, cap. 4), nuestra aproximación será sucinta.

Si se considera, como ya fue dicho en los apartados anteriores, que en la serie de estas ficciones se fueron conformando dos vertientes, una sobre la trata histórica y otra sobre la trata contemporánea, la obra de Cabezón Cámara presenta una historia sobre el tráfico actual de personas para la explotación sexual. La nouvelle de Cabezón Cámara se organiza en torno a un solo motivo: la narración no accede a ninguna otra instancia o posibilidad narrativa que no esté directamente relacionada con el secuestro y la explotación sexual. En las pocas docenas de páginas de Le viste la cara a Dios, nos sumergimos al encierro de una muchacha en un prostíbulo incierto (depende de la edición, el prostíbulo queda en Pituil, provincia de La Rioja, o en Lanús, provincia de Buenos Aires), y la constante y múltiple violencia que sufre. El carácter monotemático e insistente de la narración produce una inmersión sofocante, reforzada por una escritura abigarrada, violentamente florida y sintácticamente compleja. La narración y su estilo se ofrecen como un abismo sin alternativas ni desvíos. Todo se reduce a la violación de la mujer prostituida, a la destrucción de su autonomía y a la sistemática conformación de una generización de las relaciones humanas que produce y reproduce la violencia contra las mujeres.

Así, en Le viste la cara a Dios, hay un alineamiento preciso entre eventos narrados, forma e ideología. La concentración de todos los elementos brinda un texto en el que la trata no tiene un valor meramente anecdótico o funcional, en el sentido de constructor del entramado narrativo. Por el contrario, la trata se centra, y, desde allí y hacia allí, hay que orientar las significaciones del texto. En la edición argentina de 2012, encontramos, en una primera página, antes del epígrafe con que se abre la novela, una inscripción que no estaba presente en la edición española original de 2011 y que se reproduce con variaciones en la transcripción a novela gráfica de 2013. La inscripción dice: «Aparición con vida de Marita Verón y de todas las nenas, adolescentes y mujeres esclavas de las redes de prostitución» (Cabezón Cámara, 2012, p. 3). Este horizonte político, que rodea el texto, lo tensa al bloquear una plena autonomía (Di Paolo Harrison y Mossello, 2020, p. 187): la trata de personas para explotación sexual, propuesta como viga maestra de la nouvelle, no solo construye una obra que, a su manera difícil e incómoda, cumple plenamente con el valor estético propio de lo literario, sino que explota la función social de la literatura, que, en este caso, puede reconocerse en torno al valor de la denuncia.

Un elemento formal relevante es la construcción de una voz narradora que interpela al personaje principal —la mujer cautiva y prostituida— mediante una constante segunda persona. Mieke Bal, al referirse a la novela La modificación, de Michel Butor, afirma que, en esa obra, que también presenta un narrador interpelante, «el “tú” es simplemente un “yo” disfrazado, un narrador en “primera persona” que se habla a sí mismo» (Bal, 2009, p. 29) en una especie de monólogo interior, y concluye que, en general, este tipo de narrador es «lógicamente imposible» (Bal, 2009, pp. 30-31); tal vez la dificultad no radique en el mero uso de los pronombres, sino en el estatuto diegético de la misma voz narradora (Fludernik, 2009, p. 32). En Le viste la cara a Dios sí es posible pensar este recurso como un monólogo interior no explicitado, aunque aceptable, posiblemente reforzado por los momentos narrativos de bilocación que sufre la protagonista. Así, se puede entender que la narración se construye en torno a «la voz de la víctima en segunda persona» (Di Paolo Harrison y Mossello, 2020, p. 170). Al mismo tiempo, esta segunda persona oscila ambiguamente entre el desdoblamiento y la impersonalidad. Desde otra perspectiva, es habitual en la crítica de la nouvelle leer este texto en «vos» (Fludernik, 2009, p. 31) a partir de la equiparación entre el lector y el receptor del enunciado, como si la segunda persona solicitase una identificación (Di Paolo Harrison y Mossello, 2020, p. 169). Pero la complejidad y la difícil determinación de la voz narradora permite también una lectura en la que no solamente se manifiesta «la manipulación pasional» (Di Paolo Harrison y Mossello, 2020, p. 169), sino también el refuerzo de la dimensión política del texto. Nora Domínguez halla en esa voz narradora «una alianza, en términos de Ludmer, entre voz y cuerpo» (Domínguez, 2014, p.4). Le viste la cara a Dios explora cómo nombrar y narrar la trata contemporánea de personas, con qué voz y desde qué legitimación poder hacerlo. Para ello, encuentra un narrador que, gracias a su imprecisión ontológica, puede constituirse como la voz que da testimonio de otro y, al mismo tiempo, lo sostiene a ese otro en la deíxis, como afirmación y reconocimiento. La segunda persona es la forma inmediata de patentizar la violencia y, sobre todo, de dar cuenta de que la voz enunciadora ahora se pone al servicio de esas vidas violentadas ni pretéritas ni ajenas. Este reconocimiento de las vidas también se extiende hacia el reconocimiento general de la violencia, gracias a la impersonalidad latente que puede adquirir la segunda persona. Así encontramos la tensión entre experiencia individual e interpretación colectiva. Desde esta aproximación política, «las violencias contra el cuerpo de las mujeres y los cuerpos feminizados se leen desde una situación singular, el cuerpo de cada una, y desde ahí producen una compresión de la violencia como fenómeno total» (Gago, 2019, pág. 63).

El universo narrado en la nouvelle propone un imaginario político, es decir, un imaginario que manifiesta las redes de poder, en este caso, generizadas. En las últimas páginas, vemos un símbolo fuerte que remite directamente a la moral y a los roles de géneros de dicho imaginario: la joven secuestrada, luego de escapar del prostíbulo, entra en una iglesia aún vestida con la ropa con la que debía atender a los clientes del lugar. Dentro de la iglesia, toma el vestido de una estatua de una Virgen y se envuelve con dicha prenda: «Así que quedaste linda con tu capa símil cuero y el vestido celestito que suele usar la patrona» (Cabezón Cámara, 2012, p. 61). Esta imagen de la joven vestida a un mismo tiempo con la ropa que la asigna tanto santa como prostituta parece simbolizar el disciplinamiento de género que tradicionalmente ha cincelado las biografías de mujeres, y, además, el estado de «bajo sospecha» que condiciona a las mujeres y les exige «rendir cuentas y [...] demostrar nuestra moralidad sin descanso» (Segato, 2021, p. 19). Que esta sea una de las escenas con las que se cierra la nouevelle nos parece indicar un contrapunto poderoso al plan logrado de huir del prostíbulo (que toca un tema importante en la reflexión feminista: la resistencia), ya que, más allá de la supervivencia individual del personaje, el relato no se permite ninguna benevolencia: la joven no puede escapar de la dicotomía que las ficciones culturales imponen a la mujer.

Hay otra lectura posible de la imagen anterior, desde la idea recién esbozada de resistencia. La ropa de cuero que la mujer secuestrada usa en el prostíbulo es la indumentaria sadomasoquista con la que ella se fortalece: «Lo pudiste convencer [al proxeneta] de que te dejara pasar a la sección sadomaso y cagaste a latigazos a cientos de hijos de puta cada noche de esos meses y te volviste a entrenar con la excusa de estar fuerte...» (Cabezón Cámara, 2012, pp. 55-56). En ese sentido, esa indumentaria expresa la capacidad de este personaje de construir ad hoc posibilidades de agencia (Bianchi, 2020, p. 237). En el caso de la ficción, la mujer mata indiscriminadamente (por necesidad y por impericia en el uso de las armas) para lograr salir del cautiverio; luego de escapar, su entrada en la iglesia tiene algo de asilo en un lugar sagrado gracias a la idea de hospitalidad, y la ropa de la Virgen que termina combinada con su ropa sadomasoquista puede, desde su simbolización de inocencia, paz, serenidad, motivar la reflexión sobre la articulación entre resistencia a la violencia y violencia para resistir. De cualquier modo, sigue latiendo allí la idea de la sospecha de lo femenino que Segato adujo.

Por último y sin entrar en detalles, el tema de la trata de personas en Le viste la cara a Dios se encuentra, desde la perspectiva ideológico-política, con que permite expresar y denunciar narrativamente no solo este tipo particular de crimen, sino también dar cuenta de ciertas claves para comprender la historia nacional de la violencia (Calveiro, 2005, pp. 75-87). Tal como la crítica suele reconocer, la nouvelle de Cabezón Cámara lo logra mediante el trenzado de la línea canónica de la literatura argentina sobre los mataderos y de la línea histórica de la violencia concentracionaria en nuestro país y el mundo (Bianchi, 2019; Di Paolo Harrison y Mossello, 2020; Domínguez, 2014; Graná, 2015). En sus páginas, se cruzan no solo las huellas y las estelas de la literatura gauchesca, sino, además, la presencia de Esteban Echeverría y sus símbolos fundacionales de la cautiva y del matadero. Por último, también se imbrica la lectura actual de la literatura decimonónica, al incluir un fragmento de El guacho Martín Fierro (2011), de Oscar Fariña, sin contar que la nouvelle misma es un acto más de esa experiencia de relectura. Aquí, Le viste la cara a Dios parecería serializar la imaginación literaria argentina respecto de la alteridad y la violencia. Al mismo tiempo, la nouvelle se abisma a la experiencia de la Shoá y de los centros clandestinos de detención de nuestra historia. En la compleja conjunción de todos estos elementos, se reconoce un intento de entender la trata de mujeres para la prostitución forzada como un fenómeno que excede la particularidad y que tiende puentes hacia hechos históricos de violencias sistemáticas y deshumanizadoras contra ciertas comunidades o ciertos colectivos de personas. El proyecto de Le viste la cara a Dios se manifiesta, así, como verdaderamente ambicioso. Para nosotros es destacable el posicionamiento de la trata no como mero motivo narrativo, sino como verdadera clave de lectura tanto del texto como de la configuración cultural desde la cual el texto tiene origen.

No hemos hecho más que una aproximación a la nouvelle de Gabriela Cabezón Cámara, pero creemos que es suficiente para nuestro propósito. Como podemos observar, el tema de la mujer prostituida en redes de trata es más que tangencial en el texto de Cabezón Cámara: es central y, lo más importante, provocador de significaciones: organiza campos semánticos, ofrece marcos de comprensión de otros elementos y encolumna las conclusiones imaginarias en el debate político.

«Buenos Aires, Ciudad Crecida con la Trata y el Contrabando...»

El subtítulo anterior es una cita de la novela Territorios vigilados (1991), del escritor hispanoargentino Horacio Vázquez Rial (1947-2012)[2]. Tres años más tarde, Vázquez Rial publicó la novela que acá nos interesa: Frontera Sur. Esta obra forma parte de un proyecto literario vasto, en el que más de una decena de novelas teje una urdimbre de biografías e itinerarios concatenados y desparramados en este y en aquel lado del océano Atlántico. Frontera Sur condensa, en centenares de páginas, la historia de la migración al Río de la Plata y la formación moderna de Buenos Aires durante el período que comienza con la primera presidencia de Roca y se cierra con el golpe militar de 1930. A lo largo de este medio siglo, se sigue el derrotero de varias generaciones de una familia de migrantes españoles. De los noventa capítulos de la novela, unos veinte, dispersos, son un diálogo entre Clara y Vero Reyles, descendiente este de la familia recién aludida y supuesto autor de los capítulos restantes que conforman Frontera Sur. Este diálogo tiene lugar a fines del siglo xx y es una mirada e interpretación reflexiva en que la novela se abisma en sí misma. Las últimas páginas, que narran episodios de la segunda mitad de los treinta, se proponen como puente que lleva a la siguiente novela de la serie, El soldado de porcelana (1997).

Entre la infinidad de personajes de Frontera Sur, están muy presentes la esclava blanca, la prostituta, el rufián criollo y el caftén europeo, tan presentes que pueden llegar a imponerse. Sin embargo, una lectura cabal afirmaría que, a pesar de lo dicho, Frontera Sur no habla, en lo principal, de la trata. Antes que nada, desestimar que Frontera Sur sea una novela de captura y de trata no es hacer un juicio de valor. Además, no solo aceptamos que se puede leer esta novela, por supuesto, como si la violencia contra las mujeres y las relaciones de género fuesen el foco privilegiado que de la lectura se reintegra al texto, sino que es justamente lo que haremos en estas páginas, pero sin la atribución de esta jerarquía al entramado de funciones dominantes de la obra (Mukařovský, 2000, pp. 424-425). Esta diversificación de las instancias y sus lecturas es, ni más ni menos, parte del trabajo de la crítica, y se basa en el hecho de que «una cosa no está inevitablemente asociada con una sola función» (Mukařovský, 2000, p. 205).

Adentrémonos a esta ilusión que nombramos arriba, al hecho de que, a pesar de que la novela abunde en escenas, narraciones y personajes prostibularios y de la trata, no nos parece esto un dato crucial a la hora de pensar la obra según el sistema que conforma y en correlación con la serie de ficciones que intentamos componer. Puesta Frontera Sur en diálogo con la serie de novelas de trata, creemos que aquí nos enfrentamos a cierto fenómeno de encuadre, y como ejemplo para explicarlo, tomaremos la tapa de la edición de la editorial Alfaguara de 1994, puesto que sospechamos que justamente allí nos hallamos con esa mirada de la que nos distanciamos. En la tapa se observa parte de la pintura Le Congrés (1941), del artista belga Paul Delvaux. El cuadro presenta una escena surrealista, en la que encontramos tres grupos humanos (y algunos personajes sueltos) dentro de una habitación adornada con objetos científicos (un globo terráqueo, un par de esqueletos, frascos y tubos de vidrio, mapas y planisferios): el grupo de la izquierda y el del fondo están compuestos exclusivamente por hombres, trajeados o de guardapolvo, y todos están discutiendo entre sí, ensimismados en sus palabras. A la derecha se encuentra el tercer grupo: mujeres desnudas, excepto por algún sombrero y ciertas telas. Las mujeres parecen estar posando y esperando. No queda claro si esperan la atención de los hombres o que la sesión de lo que sea que se está llevando a cabo termine de una vez. Pero lo cierto es que los hombres, salvo uno, ni las observan ni se interesan por ellas. En su totalidad, el cuadro parece ser, en parte, una humorada que se basa sobre la distracción de los hombres que se apasionan por sus discusiones (¿acerca de lo femenino?) y no por la desnudez de las muchas mujeres que allí se encuentran. En la tapa de Frontera Sur se muestra, ante todo y de modo recortado, el grupo de mujeres —aunque también aparecen algunos hombres sentados—. El título de la novela, el nombre del autor y el nombre de la editorial sirven como guardas que encuadran perfectamente a las mujeres, lo que crea un efecto de enmarcado. Es casi inevitable, así, interpretar esta imagen en términos prostitucionales; quien conozca un poco de historia sobre la trata rioplatense verá allí una subasta de mujeres para la prostitución, interpretación que se refuerza en la lectura misma, ya que hay dos remates criminales, uno aludido y semirrecreado en el capítulo 16 y otro realmente narrado en el capítulo 59. Pero, en definitiva, Le Congrés, de Paul Delvaux, no trata de eso, sino que es el punto de vista y el encuadre los que proponen tal interpretación.

Esto sucede con la novela. Si uno se dedica a seleccionar y privilegiar las escenas y los elementos narrativos que tienen que ver con la prostitución y la trata de personas, que son muchos, el cuadro emergente parecería indicar que Frontera Sur gira en torno de eso. Pero, vistos estos elementos en el conjunto, en el sistema de la obra, se puede comprender que la trata no es el factor dominante, sino que, a pesar de su importancia, depende y se adecua a otros elementos más vertebrales. Las ficciones de captura y trata son, por el contrario, aquellas cuya lectura privilegiada y modélica sostiene la hipótesis de que la función primera del texto tiende a ser la explicitud de la jerarquización de los géneros según la trama culturalmente establecida de la esclava blanca o sus figuras homólogas. No hay aquí jerarquización ni valoración de las obras, o sea, no hay a priori razón por la que una ficción de trata sea superior en su reflexión sobre los roles de géneros a una que no lo es. Una consecuencia de esto es que un texto como Frontera Sur, que habla del género de una manera subordinada, está, a pesar de todo, hablando del género, y quizá lo haga de modos tan o más interesantes que una ficción plenamente explícita respecto de su intención en el debate público sobre el patriarcado y el sexismo.

Si el título de una novela, en cuanto primer elemento crítico, suele «indicar algo crucial respecto de la historia» (Fludernik, 2009, p. 24), hay una diferencia perceptible entre esta obra de Vázquez Rial y, por caso, Le viste la cara a Dios, en cuyo título el factor sexual surge sin demasiados velos, o La polaca, ya nombrada, o también Esclava blanca (2015), de Carola Ferrari, novelas en las que lo explícito le gana a lo conjetural. Frontera Sur es una novela sobre inmigrantes y sobre un territorio, el rioplatense, que se vive como un destino a cumplir y a completar. En este caso, el título aleja del centro de atención la discusión posible sobre los estereotipos y las relaciones de los géneros en los imaginarios de la historia y en los contemporáneos.

En esta historia de fronteras, es decir, de la posibilidad de una vida en una frontera que se expande no hacia alguna parte, sino hacia dentro de los personajes y de las configuraciones culturales, tenemos la historia de una familia y sus amistades; esta familia de cuatro generaciones está, ante todo, formada por sus varones, en una línea de memoria y herencia cuyo tutor puede resumirse en el concepto de patriarcado: Roque Díaz Ouro, Ramón Díaz, Antonio Reyles y el narrador Vero Reyles. Otros personajes de mayor o menor importancia, pero que configuran el avance de la trama y del sentido del texto, son Manuel Posse, Germán Frisch, Juan Ruggiero e incluso Carlos Gardel. Hay muchos personajes femeninos, aunque en su mayoría son dependientes narrativamente de los personajes masculinos, ya que o son sus madres o sus amantes o sus hijas. En la casi exacta mitad de la novela, nos encontramos con la muerte de la esposa de Ramón, hijo de Roque. Estamos en 1897, a casi veinte años de que padre e hijo llegaran despojados de todo a la flamante capital de la Argentina. En esas dos décadas, Roque hizo fortuna y ganó fama de hombre bravo y de ley. Durante el entierro de la nuera, «se vio que Roque había adquirido una estatura patriarcal comparable a la de don Manuel Posse, quien visitó la casa aquella misma noche y abrazó a Ramón a la vista de todo el mundo en un alarde de igualdad» (Vázquez Rial, 1994, p. 200). Más allá de que «patriarcado» signifique diversas cosas, y que el adjetivo utilizado en la novela no se haga eco de las discusiones propias de los diversos feminismos de hace medio siglo, tampoco podemos obviar el valor positivo, aunque por demás incidental, con que la voz narradora usa tal idea para erguir heroica, digna y estoicamente a su personaje Roque, junto con los otros personajes masculinos. La narrativa de trata, sea lo que fuere, tendría que tener como principal interés la discusión misma del género (gender), y en ella primaría un posicionamiento crítico ante el patriarcado, sea nombrado así o entendido y concebido sui generis.

Hay en esta novela, como dijimos, una presencia evidente del mundo de la prostitución. Enmarcada en las tres décadas anteriores al Centenario argentino y, menos detenidamente, en las tres posteriores, la narración se ve cruzada y, en buena medida, sostenida por prostitutas criollas y prostitutas europeas (algunas de ellas, captadas por redes de traficantes), madamas y rufianes de toda laya. Son escenarios frecuentes los prostíbulos o edificios, como el casino o el bar, que también tienen anexadas funciones prostitucionales más o menos formalizadas. La infame asociación Zwi Migdal se ve caracterizada a su vez: en el capítulo 58 nos encontramos con la historia, narrada por él mismo, de Isaac Levy, exmiembro ficcional de esta asociación, y, en el último cuarto de la novela, se recrean hechos históricos relacionados con tal grupo: la mujer secuestrada que logra liberarse arrojando por la ventana de su habitación un mensaje escrito en yidis o la denuncia de Raquel Liberman (Avni, 2014, pp. 133-141), el apresamiento y la liberación de muchos de los integrantes de la asociación, etc. Además, la novela muestra una atenta lectura de la crónica El camino de Buenos Aires, de Albert Londres, no solo porque aparece citada como epígrafe en el capítulo 75, sino también porque varios momentos narrativos de Frontera Sur explícitamente remiten al texto del periodista francés, en buena medida como elemento de anclaje referencial propio de la novela histórica. Lo dicho nos lleva a reconocer que el mundo narrativo de Frontera Sur no puede configurarse ficcionalmente sin el elemento de la trata y de la prostitución. Incluso sería importante evaluar por qué la gran mayoría de los personajes femeninos de Frontera Sur son prostitutas o esclavas blancas.

Con todo, la función estructural de esta presencia parece ser doble, y ninguna de las dos responde a la axialidad de los géneros (genders): primero, en términos compositivos, tenemos la escenificación de los márgenes de la sociedad y de la ciudad, y, además, la apuesta moral de sus personajes que, en pleno mundo prostitucional y de trata, se mantienen voluntariamente ajenos a la criminalidad. Por ejemplo, respecto de los múltiples trabajos que llevaron a Roque Díaz a volverse rico en la Buenos Aires de entre siglo, su bisnieto, al repasar la biografía de aquel, descarta en principio que se haya involucrado en el mundo del tráfico de mujeres: «No lo creo probable, aunque en la época [...] le ha de haber sido difícil mantenerse al margen» (Vázquez Rial, 1994, p. 58; cursivas del original). En el capítulo 24, cuando un recién conocido le pregunta a Roque acerca de en cuál rubro trabaja, responde: «Varios. Mujeres, no» (Vázquez Rial, 1994, p. 145).

No vender mujeres en el mercado de la explotación sexual es un signo de integridad, pero este no remite en última instancia a la integridad de la mujer, sino del hombre que se enorgullece de no ser un criminal. Además, las varias compras de mujeres que realizan los «hombres rectos» de la novela no solo se validan en la diégesis por la bondad que lleva a liberar a dichas mujeres, sino también por enamoramiento o para darle a un pariente una esposa. Es rescatable la ambigüedad y la complejidad en la composición de los personajes, pero ni el amor ni la bondad parecen ser suficientes para elevar estas escenas de remate a núcleos estructurantes del complejo ideológico de la obra. Lo que habría hecho de Frontera Sur una novela de trata sería, justamente, la penetración crítica en aquella complejidad de los personajes, y no su mera exposición, puesto que la novela de trata es consciente de dicha búsqueda crítica, donde la bondad o el amor, y también el odio y la maldad, planteados en términos individuales, no son elementos lo suficientemente cohesivos para formar el tipo de discurso ideológico que se pretende. El amor o la bondad como experiencias individuales son, también, construcciones imaginarias e ideológicas, pero justamente aquí encontramos lo que diferencia una ficción sentimental, donde la balanza se inclina hacia lo particular, de una ficción de exacción, donde la balanza se inclina hacia lo general.

La segunda función de la representación del mundo de los tratantes y de la prostitución es que refuerza el principal interés de la novela, que es la reflexión sobre las historias que forman la posibilidad de un mundo y una vida en la periferia, en ósmosis con la llamada «mala vida»; es en esa periferia, y no en el centro, donde se yergue la verdadera historia de los pueblos, parece proponer la novela. La periferia es un terreno donde material e ideológicamente todo está por construirse, donde hallamos las biografías de hombres y mujeres, donde la Historia, con sus procesos y estadísticas, se doblega ante la vida de carne y hueso.

La relación entre los géneros (genders) en la narración, en este caso, casi no se conmueve a lo largo de la obra, por lo que entendemos que aquí la sexualidad, en términos amplios y con todo su despliegue en instituciones legales o ilegales, funciona acríticamente. Sin embargo, una construcción acrítica no deja de enunciar: el género siempre dice algo o, según la expresión del antropólogo francés Maurice Godelier, la sexualidad siempre se manifiesta como «máquina ventrílocua», o sea, metafóricamente «como esas muñecas que se ponen de repente a hablar de todo y de nada, sostenidas por el brazo de un hombre que [...] parece no decir nada [...] mientras en realidad es él quien hace las preguntas y da las respuestas» (Godelier, 2011, pp. 273-274). Tal imagen nos remite, aquí, no solo a los modos de pensar y crear realidad a partir de las relaciones sexuales y afectivas, sino también a la jerarquía propia de Frontera Sur, que explota la capacidad del sexo de convertirse en un «gancho» (según el símbolo que ofrece Marilyn Strathern en 2016, p. 34), donde se cuelgan no solo elementos narrativos respecto del género, sino aquellos que conforman el eje principal de la novela. Reforzando lo ya dicho hasta ahora, agreguemos que las ficciones de trata y de captura deberían no solo representar, sino también poner en cuestión esta ventriloquía, ya que este cuestionamiento rejerarquizaría el sistema de la obra, haciendo de las relaciones de los géneros tematizadas en la trata uno de los elementos dominantes del texto.

Según lo expuesto, el sexo (como término antropológico paraguas hoy en día abandonado por el de «género» (Marty, 2022), en cuanto máquina ventrílocua, puede aprovechar, en las ficciones de trata, la eterna tensión en la literatura entre lo particular y lo universal (Compagnon, 2008, p. 38; Mukařovský, 2000, pp. 80-81), y recurrir así a esta tensión para exponer, posiblemente a través de eventos concretos, reflexiones que atañen a lo colectivo, a la experiencia de lo social y cultural como marco de prácticas y experiencias. En Frontera Sur tenemos una escena que viene al caso: en 1894, junto con la adquisición de un terreno en Uruguay, el socialista Germán Frisch exige que, en el documento de compra, se incluya el traspaso de propiedad de una prostituta y su hijo. Una vez firmado el documento, Frisch libera a la mujer. En el capítulo siguiente, Vero Reyles, autor ficcional del texto que acabamos de resumir, comenta acerca de esta escena: «Él [Germán Frisch] actuaba así porque era un hombre bondadoso y de sólida moral cristiana, como toda la gente de izquierdas de este mundo. Imagino que la vio desesperada [a la mujer que compró y liberó] y eso le bastó». A este comentario, su interlocutor le responde: «Pero podía haberlo hecho con otras muchas mujeres...»; Reyles concluye: «Frisch no era Mishkin. Se conmovía ante el dolor ajeno, pero no se engañaba respecto del alma humana. Si sacó a Berta de allí, fue porque percibió algo en ella. A las otras dos [prostitutas], ni se molestó en mirarlas. No era un redentor de putas, sino un tío solidario» (Vázquez Rial, 1994, p. 171; cursivas del original). Esta cita da cuenta de mucho más de lo que podemos precisar aquí, pero basta con ver el acento puesto en biografías individuales y no en experiencias colectivas. Frisch, interpretado por Reyles, vería cierta ingenuidad en ofrecer una línea determinista que va de las condiciones estructurales a las experiencias individuales, aunque no solo lo segundo inevitablemente se asiente sobre lo primero, sino que también se puede plantear que hay condiciones estructurales cuya mera participación en lo social impone una discusión. Es claro que aceptar todo esto no exige que Frisch fuese «un redentor de putas» (concepto que en sí mismo bloquea la matización respecto de las prácticas y experiencias prostitucionales), ni que tampoco se resolviese su postura en términos de acciones concretas, pero la construcción del personaje y la lectura que hace Vero Reyles de él demuestran que la violencia de género, al menos la histórica trata de mujeres en el Río de la Plata, no ofrece en Frontera Sur el chispazo para una discusión ideológica general más allá de las anécdotas narrativas particulares.

Para finalizar, destaquemos la estructura de la novela: cada cuatro o cinco capítulos que transcurren a fines del siglo xix o a comienzos del siglo xx, tenemos un capítulo en el que el autor ficcional de Frontera Sur, Vero Reyles, reflexiona, dialogando, sobre su tarea de escritor y sobre el producto de su escritura. Estos capítulos son esenciales en términos de dirigir la intención de la obra. De haber sido una narrativa en la que el género (gender) fuese determinante, bien podríamos haber previsto que estos capítulos de Vero Reyles se manifestasen en tal registro. Sin embargo, estos capítulos, a grandes rasgos, se detienen, entre varios temas, en la relación entre Historia y literatura, el carácter narrativo de la Historia y el valor heurístico y verídico, aunque no verificable, de lo literario (todos estos temas propios de la novela histórica de las últimas décadas (Pons, 2000, pp. 97-113]. La trata, la prostitución y las relaciones violentas entre los géneros se conforman como elementos formales en los capítulos narrativos y como temas de exposición en los capítulos metatextuales, pero siempre como vigas y tensores que sostienen la viga maestra, que, en este caso, es la posibilidad de escribir «la historia de una ciudad» (Vázquez Rial, 1994, p. 17) según la escala de las muchas biografías de una familia de inmigrantes en la periferia.

En conclusión, reconozcamos que nuestro intento de leer Frontera Sur llevando al frente la discusión de la trata tal como se presenta en la obra parecería habernos exigido no desestimar su subordinación a otros elementos del texto. Cualquier discusión sobre los roles de género y el sistema sexo-género que surgiera en alguna lectura crítica de la obra podría autonomizarse en la interpretación, pero una interpretación cabal de la novela, una que busque polémicamente pensar en su intencionalidad propia (con todos los escollos que esto supone [Compagnon, 2015, pp. 74-112; Schaeffer, 2013, pp. 83-101]), no vería ganancia en trabajar en torno de lo que arriba estuvimos considerando como ficciones de trata.

El Rufián Moldavo como Articulación

Tierra de Rufianes

El rufián moldavo, de Edgardo Cozarinsky, se publicó en 2004. Tres años antes se había publicado su libro de cuentos La novia de Odessa, cuyo último texto, «Hotel de emigrantes», parecería ser una versión precursora de esa novela. El rufián moldavo presenta tres partes y un epílogo. Dejemos de lado, por el momento, la segunda parte, puesto que se separa narrativamente del resto. La novela nos ofrece el relato autodiegético de un joven que, mientras estudia periodismo, decide investigar, como proyecto académico, el mundo porteño del teatro yidis de las primeras décadas del siglo xx. Entre los documentos que pesquisa, encuentra, en los archivos del Teatro Cervantes, el libreto de una obrita en yidis que, traducida, se llama El rufián moldavo. Se trata de una pieza en tres actos estrenada, con mucha polémica por el tema que trataba, en 1927: en el primer acto, Mendel, un rufián seduce a medias y a medias captura a un grupo de mujeres en la ciudad de Chisináu, Moldavia, para trasladarlas al Río de la Plata. En el segundo acto, se sigue el derrotero de Taube, una de las entonces llamadas «esclavas blancas», que pasa por varios prostíbulos y, como venganza, intenta asesinar a una de las madamas. En el tercer acto, el rufián, enamorado de la mujer, la encubre y denuncia la trama mafiosa. Encarcelado, se consuela con la visita de Taube y de las mujeres prostituidas que él salvó mediante su denuncia.

La lectura de este libreto es para el joven investigador el primer contacto con la historia argentina de comienzos del siglo xx sobre la trata de mujeres europeas. Al buscar más información sobre esta pieza teatral, un anciano le recomienda que se entreviste con la hija del autor de la obra, y ella, además de reprocharle su desconocimiento sobre la historia de los judíos en Europa y de las judías europeas en Argentina, le termina contando la historia de su propia familia: acerca de sus padres anarquistas, de la huida de ellos de Polonia y de su arraigo en Argentina, del involucramiento de la madre en la lucha contra la trata de mujeres, y, finalmente, de cómo la madre mató por convicción a un rabino que fraguaba casamientos con los que engañaban a las mujeres traficadas. El esposo, autor de El rufián moldavo, asumió la responsabilidad del crimen y cumplió la condena. El estudiante reconoce inmediatamente las semejanzas entre la vida del libretista y la historia que la obra de teatro expone, aunque no logra desenredar qué es ficción y qué es realidad.

Al mismo tiempo, el joven estudiante de periodismo sigue otra línea de investigación: luego que muriera un viejo músico y artista de la escena yidis porteña, con quien se había entrevistado en un par de ocasiones, el investigador obtiene como legado una caja de zapatos que contiene una serie de documentos y papeles. Tal vez, el más importante de estos documentos es un manuscrito de 1949, en el que el cantante cuenta su encuentro con el autor de la obra teatral El rufián moldavo. El investigador quiere enviarle este documento al hijo del muerto, que vive en Europa. Con el tiempo, se entera de que el emigrado se había relacionado con una menor de edad que se prostituía en las autopistas de París y a quien había intentado ayudar a salir de la red que la obligaba a prostituirse. En una sucesión de hechos confusamente expuestos, se sabe que el hombre fue sentenciado a prisión por ser considerado parte de una red de trata de personas y, según su propia confesión, por haber matado al proxeneta de la muchacha a quien había intentado ayudar. Ya en prisión, la joven lo visita regularmente. Ante tanta confusión de nombres, historias, verdades y ficciones, el estudiante de periodismo da por cerrada la trunca investigación.

La segunda parte de la novela presenta, como adelantamos, un quiebre. La voz narradora puede ser sencillamente caracterizada como heterodiegética, aunque con breves intervenciones de extrema subjetividad, las cuales, dada su infrecuencia en esta parte, resaltan con fuerza. Por ejemplo, estas son las primeras líneas del primer capítulo de esta parte: «Hay noches de primavera en el que el olor de mar llega hasta Tres Arroyos. Algunos dicen que el viento también lleva el ruido del oleaje, pero esto me parece pura fantasía» (Cozarinsky, 2015, p. 51; cursiva agregada). La historia de esta segunda parte comienza en la década del treinta del siglo xx (alejado del presente de la enunciación), por lo que, de ser esta voz narradora la misma de las partes restantes, aquí vemos cómo se reconfigura en sus funciones. Las intervenciones explícitas del narrador mediante la primera persona del singular solo aluden a la calidad de testigo imaginario. Por ejemplo: «En la niebla fría de junio, [...] veo aparecer la figura vacilante de una mujer» (Cozarinsky, 2015, p. 66; cursiva agregada). Este tipo de participación extraordinaria permite crear un ambiente de ensueño y de imaginación, que luego consideraremos propicio para esta parte de El rufián moldavo.

En esta sección de la novela, se narra la vida de Samuel Warschauer, un bandoneonista que solía tocar en prostíbulos y tugurios. Se trata del músico cuyo hijo, a comienzos del xxi, termina preso en Francia por ser considerado partícipe de una red de mujeres para la explotación sexual. En esta segunda parte, se narra cómo el bandoneonista se enamora, en los años treinta, de una mujer húngara que es prostituida en un local de Tres Arroyos, provincia de Buenos Aires, donde él toca todos los fines de semana. Una noche, Samuel Warschauer la rescata del prostíbulo y se fugan a Bahía Blanca, donde ella muere pronto de tuberculosis. Allí Warschauer comienza una relación con la cantante Perl Rust. Tentados por un director de orquesta porteño, la pareja decide probar suerte en los teatros de Buenos Aires. Se asientan en la ciudad y, durante años, actúan en los escenarios de los teatros yidis. En 1980, Maxi Warschauer, el hijo de la pareja, se encuentra viviendo en París y allí trabaja como presentador de cantantes y músicos de tango en un café al que le sienta el calificativo de «de mala muerte». El tiempo pasa, y, en el año 2000, la narración reencuentra a Warschauer en una autopista que va a París. Allí, de modo un tanto azaroso, tiene una relación sexual con una muchacha que se prostituye por la zona. Warschauer pasa los siguientes meses intentando ubicar a la muchacha, lo que finalmente sucede: en el último párrafo del último capítulo de esta segunda parte, Maxi Warschauer entra en el café donde logró hallarla, y se dirige a ella.

La dificultad que se advierte casi de inmediato es cómo empalmar esta segunda parte con el resto de la novela. Lo menos esforzado es considerar que no hay un cambio de narrador, pero, de ser así, es difícil o imposible fiarse plenamente de la historia que se narra en la segunda parte, puesto que no queda opción, sino suponer que, más allá de algunos datos dispersos, todo es pura invención del narrador y no la narración de hechos sucedidos en el universo ficcional del siglo xx y comienzos del siglo xxi. Por el contrario, si quisiésemos darle credibilidad, habría que postular una segunda voz narradora, autónoma de la primera, que viniera a completar las lagunas que la primera voz no logró llenar. Este callejón sin salida de la narración no deja de ser significativo, según veremos más adelante.

Historias Inventadas y Heredadas

Nuestro propósito ahora es presentar razones por las que la novela El rufián moldavo pueda ser ubicada como articuladora entre aquellas ficciones del siglo xxi que consideramos de captura y trata, y aquellas ficciones contemporáneas o de fines del siglo xx que, por más que abunden en «polacas» y «franchutas», deban ser leídas desde otros marcos. En otras palabras, lo que decimos es que El rufián moldavo se destaca entre las novelas que no son de trata, y lo hace justamente porque muestra, en su composición, ciertas reestructuraciones que dan cuenta, en la tensión que se establece con la literatura contemporánea y posterior (Mukařovský, 2000, p. 410), de la serie de textos en los que la trata se arrogaría una función estructurante y dominante más allá de lo meramente temático o eventual.

Ateniéndonos al título, sin el adensamiento que provendría de su interacción interpretativa con la obra misma, reconocemos que el problema de la trata se adelanta hasta el proscenio del texto; es más, la palabra «rufián» permite datar la historia a grandes rasgos, ya que hoy día no se la usa principalmente con esta acepción. El gentilicio remite directamente a aquellos territorios de Europa del este, cuyas muchas mujeres emigradas incrementaron los números de la trata a comienzos del siglo xx (Avni, 2014, pp. 86-90). Con todo, vemos que el foco está puesto en el personaje masculino prototípico de la historia de la trata en nuestro país, y no en las mujeres traficadas y prostituidas. De este modo el título pretende inclinar la balanza de nuestra atención hacia el submundo de las esclavas blancas, pero desde una parcialidad de género que no busca focalizar en las mujeres. Esto es una conjetura inconcluyente, pero las narrativas de trata, sobre todo, privilegian las experiencias de lo femenino, por más que no haya ningún impedimento en que una ficción de trata buscase abordar otros ángulos del fenómeno. La famosa crónica El camino de Buenos Aires, de Albert Londres, se destaca justamente por esto: el cronista accede al mundo de la prostitución francesa en el Río de la Plata a través de sus contactos propios de la camaradería de género. Son los macrós los primeros personajes de la crónica de Londres, aunque no se desatiende jamás a todo el resto del conjunto de la prostitución forzada en Buenos Aires: las prostitutas, por supuesto, pero también las madamas, los clientes, etc.; es ese conjunto con el centro inevitablemente puesto en la mujer traficada lo que compone el factor ideológico de la obra.

Ahora bien, como se comentó en la sección anterior, El rufián moldavo no solo es el título de la novela, sino que también es el título de la olvidada obra de teatro que el personaje narrador encuentra en los archivos del Teatro Cervantes. Este nudo narrativo se desprende de un hecho histórico: la polémica suscitada por la obra Regeneración (1926; en yidis, Ibergus; títulos alternativos: Rameras y Corazones en venta), del dramaturgo Leib Malaj (1894-1936), que trataba sobre la prostitución y el tráfico de mujeres en Brasil, y sobre el conflicto interno de la comunidad de inmigrantes judíos entre las personas decentes y las personas indecentes (tanto tratantes como prostitutas). Cuando se discutió si estrenarla en Buenos Aires o no, el planteo giró en torno de si tal planteo se debía a que el teatro yidis estaba financiado por los mismos rufianes y, además, ellos eran quienes en parte engrosaban las filas del público (Glickman, 1984, pp. 47-61; Ansaldo, 2020, pp. 87-88).

Al cruzar en el título mismo de la novela la referencia inmediata y más o menos evidente de un momento histórico de nuestro país y —de modo mucho más velado y mediado por el texto— una referencia al mundo de la creación y el teatro, podemos elaborar la idea de que la novela de Cozarinsky busca reflexionar, aunque sea en parte, acerca de la relación entre la vida (lo histórico) y el arte (la creación) (Tiniánov, 1978, p. 85). En el horizonte ficcional de la novela, la historia de las esclavas blancas ocupa el universo real al que los personajes acceden como hechos del pasado, mientras que la obra de teatro es, en ese horizonte, un objeto puramente literario, pero fechada (la década de los veinte) en una época en la que la trata de mujeres judías no era solo un motivo literario. Esta conjunción y distinción entre lo real y lo ficticio, junto con sus interacciones y sus legitimaciones, tiene una función predominante en la novela El rufián moldavo. Dos ejemplos breves y claros: el enigma central de la novela de Cozarinsky gira en torno de cuán autobiográfica es la pieza teatral El rufián moldavo, de Theo Auer. Esto en cuanto la presión dirigida de lo real hacia la narración. De modo inverso, el caso más simple sería el que se presenta en el epílogo. El narrador se recuerda a sí mismo en un bar de Avellaneda, en frente del cementerio judío. La particularidad de ese bar es que tenía mesas de mármol. En un rapto de ingenio, el personaje recuerda «un episodio de una novela española leída mucho antes» (Cozarinsky, 2015, p. 149). Lo que enigmáticamente se nombra es la obra La colmena (1951), de Camilo José Cela. En el tercer parágrafo del primer capítulo de esta novela, se describe el café de doña Rosa:

Acodados sobre el viejo, sobre el costroso mármol de los veladores, los clientes ven pasar a la dueña [...]. Mucho de los mármoles de los veladores han sido antes lápidas en las sacramentales; en algunos, que todavía guardan las letras, un ciego podría leer, pasando las yemas de los dedos por debajo de la mesa: Aquí yacen los restos mortales de la señorita Esperanza Redondo...» (Cela, 1986, pp. 122-123).

En el epílogo de El rufián moldavo, el personaje narrador decide volcar las mesas de mármol del bar y descubre que, justamente, eran antiguas lápidas del cementerio de enfrente. En estos dos casos, vemos que o bien la verdad de la vida se vuelve ficción en las narraciones, o bien lo ficticio permite comprender lo real. Aquí se toca un elemento fundamental de la novela, tal como iremos desarrollando en las siguientes páginas: la articulación de doble mano que funciona como mediadora al plantear la eterna discusión del valor referencial de la literatura, y al proponer que la imaginación narrativa es pivote de la construcción de una biografía, tal como «el imaginario es una condición esencial y un pivote de la construcción de lo real social» (Godelier, 1998, p. 192). Esta doble mediación hace que la posibilidad misma del reconocimiento de la historia entre en un callejón sin salida, y este es fulcro gracias al cual podemos leer toda la novela El rufián moldavo.

Así, esta tensión entre vida y literatura, entre verdad y ficción, recorre el texto y produce no solo la imposibilidad de reconstruir una biografía (algo así como una verdad) a partir de los materiales testimoniales y literarios, sino que, además, incide en la pregunta acerca de qué es la verdad y qué es la historia. La sospecha que mueve la última parte de la novela de Cozarinsky es que la pieza teatral El rufián moldavo esconde muchísimos elementos biográficos de su autor, aunque pistas contradictorias y versiones disímiles acerca de la vida del autor impiden realmente cotejar vida y obra, ya que todo dato es, dentro de la complejidad de la historia narrada, incierto. Ante esta imposibilidad, el narrador concluye que ya no le importa si Theo Auer «había creído exorcizar su vida oprobiosa por medio de una obra de teatro [...]; si la hija sin historia de estos padres con tanta historia vivida había decidido reescribir aquel pasado oscuro que nunca iba a ser Historia» (Cozarinsky, 2015, p. 142). Este fragmento citado condensa en la ortografía de «historia» e «Historia», la compleja relación entre lo privado y narrable (al menos para uno), y lo público y las narraciones oficiales.

El rufián moldavo persigue, como se ve, las mismas preocupaciones que indagan varias novelas históricas o posmodernas de las décadas anteriores para concluir que «no hay “Historia”, sino discurso, versiones» (Néspolo, 2018, p. 281). Podemos recordar el famoso comienzo de Respiración artificial (1980), de Ricardo Piglia, que, aunque Juan Villoro no la comprenda como verdadera novela histórica (Villoro, 2009), se puede pensar en relación con este género; este comienzo se pregunta: «¿Hay una historia?» (Piglia, 1994, p. 13). También en la primera página de Frontera Sur, el autor ficticio Vero Reyles afirma que «no hay nada más cierto que los nombres. [...] Las historias, en cambio, son irremediablemente dudosas. En todo caso, [...] serán solo literatura» (Vázquez Rial, 1994, p. 17; cursiva del original). Las primeras palabras de la novela El rufián moldavo son, dichas por el anciano artista Samuel Warschauer, las siguientes:

Los cuentos no se inventan, se heredan. [...]. Es peligroso inventar cuentos. Si resultan buenos terminan por hacerse realidad, después de un tiempo se transmiten, y entonces ya no importan si fueron inventados, porque siempre habrá alguien que después los haya vivido (Cozarinsky, 2015, p. 11).

Con todo esto, parece que ya estamos lejos de los intereses de las novelas que ponen el foco en la violencia de género a través del tamiz narrativo de la trata de mujeres. No obstante, consideramos que El rufián moldavo tiene elementos estructurales que hacen pensar en que la trata, aquí, ya no es una instancia compositiva menor, sino que, por el contrario, comienza a reposicionarse y adquirir en sí una fuerza estructurante.

Empecemos por el hecho de que vemos, en El rufián moldavo, las posibles lecturas que configuran intertextualmente su magma creativo. Más allá de las suposiciones, recordemos, además de la ya mencionada Regeneración de 1926, dos obras de la década de los noventa: Frontera Sur y, tal vez más conjeturalmente, El anatomista (1997), de Federico Andahazi, que se puede considerar, junto con la novela de Vázquez Rial, también precursora de las ficciones de trata del siglo xxi.

Regeneración, de Leib Malaj, se centra en el intento de una prostituta polaca de salir del burdel e integrarse en la sociedad alejada de la mala vida. Finalmente fracasa, y esta tensión concentra el choque, dentro de la misma comunidad judía inmigrante, entre los vitishe (en yidis, ‘gente decente’) y los blate (en yidis, ‘gente indecente’). El acto tercero de esta pieza teatral sucede en un teatro cuyo público es considerado vitishe. Durante los minutos previos al comienzo de la función, uno de los actores manifiesta que suele actuar, cuando es necesario, para los rufianes:

[Las personas decentes] se avergüenzan de mí. Soy un actor de los blate. [...]. Y aquí [en el teatro] se avergüenzan de mí. Tengo entre los vitishe más admiradores que entre los blate. [...]. Ojalá tenga yo tantos miles de ganancia [...] como los que tendrán hoy de los blate. Me vienen con quejas, porque yo canto en casamientos y circuncisiones. ¿Acaso los vitishe no les vende a los blate? (Malaj, 1984, pp. 107-109).

El público decide expulsar al actor y reemplazarlo por un novato. Acá encontramos un recurso en abismo en que una representación teatral propone en sí una representación teatral, tal como el texto literario El rufián moldavo propone intradiegéticamente otro texto literario llamado El rufián moldavo. Cuando se intentó subir a escena la obra de Malaj, «los empresarios no se atrevieron a producir[la]», debido a la transparencia con que la obra asociaba a la comunidad judía con la prostitución y, además, a la frecuente «sumisión de las salas al arbitrio de los tratantes de blancas» (Avni, 2014, p. 165). Finalmente se presentó en el teatro Politeama, «el teatro más grande de la capital, ante más de dos mil espectadores» (Glickman, 1984, p. 50), y tuvo éxito aquí y luego en teatros del exterior. La lucha entre los decentes e indecentes en la obra misma se vio así duplicada en las discusiones públicas que rodearon al estreno de Regeneración. La consecuencia de este debate fue la prohibición de los rufianes en el teatro; de allí, el mil veces citado fragmento del artículo de Roberto Arlt: «En el teatro israelita había un letrero en ídish que decía así: “Se prohíbe la entrada a los tratantes de blancas”. Vale decir que todo el mundo los conocía, incluso los porteros» (El Mundo, 6 de abril de 1930).

En la novela El rufián moldavo, se cuenta, en dos ocasiones, la polémica en torno del estreno de la obra de teatro El rufián moldavo en 1927. En el capítulo 3 de la primera parte, un viejo recuerda que

… a pesar del éxito del público, la obra fue mal recibida entre los paisanos, usted sabe que estaban muy alzados contra los rufianes y todo eso, los nacionalistas aprovechaban la existencia de la Zwi Migdal y las «polacas» para hacer propaganda antisemita. [...]. A los pocos días del estreno en el Ombú, hicieron presión para que bajara de cartel. Pero siguió dándose, y en la calle Corrientes, en dos teatros del Laucha Gutman, que no le tenía asco al tema (Cozarinsky, 2015, p. 35).

En el primer capítulo de la parte tercera, el autor mismo de la obra de teatro afirma que su obra logró mantenerse en cartel «doscientas representaciones... [... U]n éxito sin precedentes para el teatro idish» (Cozarinsky, 2015, p. 107). Como se puede observar, El rufián moldavo no solo ficcionaliza el recorrido de Regeneración en los teatros yidis de Buenos Aires, sino que también incorpora ciertos elementos formales y temáticos, como la estructuración del arte dentro del arte y, en el diálogo entre texto y sociedad, el vínculo dual entre arte y realidad.

Respecto de Frontera Sur, no solo la novela de Cozarinsky y la de Vázquez Rial trabajan tradicionalmente el universo del tango, de su relación con la mala vida, el valor simbólico del bandoneón, la prostitución y el color local de los arrabales, sino que hay ciertos momentos de El rufián moldavo que pueden leerse directamente como citas de la otra novela. El primer caso es mínimo, pero evidente: en el primer capítulo de la segunda parte de El rufián moldavo, leemos: «Meses más tarde, ya como Carmen, nombre que Leille había estimado más apropiado para “la frontera Sur”, Feigele salió del Buen Pastor y tuvo que aceptar la mudanza a Tres Arroyos» (Cozarinsky, 2015, p. 55). Aquí el sintagma en discusión bien puede hacer una laxa referencia al vasto territorio de la provincia de Buenos Aires, área donde solía marcarse la tensión entre las comunidades nativas y la población criolla e inmigrante (Quijada, 2002), como, por ejemplo, lo encontramos en la película así titulada de Belisario García Villar, de 1943. Pero parecería más claro que el sintagma remitiese a la novela de Vázquez Rial y a su película homónima (también conocida como América mía) del año 1998, dirigida por Gerardo Herrero, donde la frontera sur es la tierra toda del Río de la Plata, franja fértil en la que las diferentes capas de migrantes de fin de siglo lidian con las poblaciones locales en la conformación de una vida posible y, lúcidamente o no, de un pueblo posible. Así lo propone el mismo Vázquez Rial en una entrevista televisiva de 1994:

En aquellos tiempos, Buenos Aires era una ciudad de frontera. Para el conjunto de Occidente, era una ciudad de frontera, era un lugar hasta el cual se había llegado. Era un límite. Era un límite, no se había trascendido hacia el sur de Buenos Aires, realmente. [...]. Realmente no estaba incorporado al mundo el resto de la Argentina. Es decir, lo que el mundo reconocía como existente y que además formaba parte del imaginario europeo como una ciudad propia era Buenos Aires[3].

El segundo momento en que El rufián moldavo cita a Frontera Sur también es menor, pero evidente. En los últimos capítulos de Frontera Sur, tenemos un personaje, la Srta. Foucault, quien, al preguntársele por su nombre, responde: «Suzanne. [...]. En Buenos Aires, Susana» (Vázquez Rial, 1994, p. 385). En la novela de Cozarinsky, se presenta así a una joven prostituida: «La muchacha sabe escribir una sola palabra: Zsuzsa, su nombre. (En el pueblo lo pronunciaban Yuya; cuando llegó a Buenos Aires le enseñaron que se decía Susana)» (Cozarinsky, 2015, pp. 52-53).

El tercer momento que recordaremos es el siguiente. En el capítulo 77 de Frontera Sur, un grupo de hombres espera, en un tugurio del Bajo, a que se presente un rufián. El plan es matarlo, no solo como acto de venganza contra la trata, sino también, y tal vez principalmente, para que uno de ellos pueda vivir tranquilo y en pareja con una mujer traficada por aquel. Cuando Ramón Díaz se apresta a cometer el crimen, ese

… fue el momento en que, desde el salón, empezaron a llegar las notas de una composición vieja, muy vieja, no exactamente un tango, sino algo más hondo, grave, solemne, diáfanamente fúnebre. Ramón Díaz [...] la había oído por primera vez cuarenta y cinco años atrás, [...] cuando el hombre que abrazaba el bandoneón aún no tenía nombre (Vázquez Rial, 1994, pp. 394-395).

Algo semejante ocurre en El rufián moldavo. En un café de las afueras de París, un hombre se encuentra con una menor prostituida, de quien él está enamorado. Al entrar, «lo sorprendió una música apenas audible. En el medio del ruido [...], una radio dejaba oír las cadencias quejosas de un bandoneón, y en medio de ellas una voz vieja, alcoholizada» (Cozarinsky, 2015, p. 101). Este recurso narrativo ya aparece, con alteraciones, en el cuento «Budapest», de Cozarinsky (incluido en La novia de Odessa, 2001), y, a decir verdad, también, de cierto modo, en el primer relato de su libro Vudú urbano, de 1985 (Cozarinsky, 1985, p. 27, y 2001, p. 111).

El anatomista (1997), de Federico Andahazi, fue un éxito en el campo editorial, en la carrera del autor y en el mundo de los debates. Descontado el alcance de su verdadero valor literario, es una novela que marcó las lecturas masivas de fines de la década de los noventa. A nosotros nos interesa, primero, porque en ella hay personajes afines a nuestra reflexión: en la ficticia Venecia del siglo xvi de El anatomista, hay personajes femeninos esclavizados y prostituidos. Si leemos en tándem esta obra y la novela de Cozarinsky, encontramos una tenue correspondencia. Como tal vez se puede recordar, en la novela de Andahazi, se ficcionaliza lo que sucintamente se conoce como el descubrimiento anatómico y fisiológico del clítoris por parte del científico Mateo Colombo. En la narración, Colombo descubre el «poder», según él, al que accede al provocar el orgasmo femenino mediante la masturbación, y con tal técnica tiene pensado enloquecer y enamorar a la prostituta Sofía. El problema es que ella está muriendo de sífilis, y cuando Colombo, entre desesperado y compasivo, logra llevar a cabo su plan in extremis y le acaricia el clítoris, la joven enferma casi no reacciona.

En El rufián moldavo, tenemos la relación entre Zsuzsa, una mujer traficada y prostituida, y el músico Samuel Warschauer. Citamos de corrido:

Las primeras noches [Samuel Warschauer] solía usarla como cualquier otro cliente [...]; luego empezó a tomarse su tiempo, a acariciarla, a descubrirle lo que la mano de un hombre sin prisa puede despertar en los pezones y entre las piernas de una mujer, por más gastada que esté.

[…].

[Zsuzsa] se había dejado usar [por Samuel Warschauer] como por cualquier otro cliente antes de que una mañana la hiciera gozar por primera vez en su vida, le descubriera un instante de ausencia, o de plenitud, para el que no conoce la palabra «orgasmo», algo que no imaginaba que un hombre pudiese darle a una mujer.

[…].

[Samuel Warschauer] le lleva [a la agonizante Zsuzsa] frasquitos de agua florida [...], y cuando no pasa la enfermera [...], la acariciará, allí donde a ella tanto le gustaba, aunque ahora ya casi no lo sienta (Cozarinsky, 2015, pp. 56-57, 61 y 69).

¿Qué podemos rescatar de todo esto? No hay, en principio, ningún valor extra en una práctica —las lecturas que conforman una escritura intertextual— que es más una constitución primaria y menos un rasgo peculiar. No obstante, la explicitud con que estamos lidiando permite evaluar esta hechura con mayor justeza. Ante todo, la fuente de donde se abrevan materiales narrativos puede ser un indicio de las tensiones que dirigen el movimiento de fuerzas en el campo literario. Pero en el caso de El rufián moldavo, podemos sospechar un interés en centralizar una narración sobre trata y violencia de género según lo que, al menos, pero no exclusivamente, la tradición reciente de las ficciones argentinas venía formando como imaginario literario. Nuestra propuesta es que esta lectura busca reconsiderar la disposición del tema de la trata y la prostitución forzada en el texto, con lo que habría efectos en el orden de lo que ampliamente llamamos la función ideológica (diferencia y roles de género, exacción de lo femenino, violencia de género, etc.).

Llama la atención que las citas relacionadas con Vázquez Rial y Andahazi pertenezcan a la segunda parte de El rufián moldavo, mientras que las citas relacionadas con Regeneración pertenecen a la primera y a la tercera. Recordemos que, aparte del epílogo, la novela está compuesta por tres partes. La primera y la tercera exponen, mediante una inequívoca voz narradora homodiegética, los diferentes pasos en el rastreo e investigación sobre el teatro yidis y la vida de un artista que, en los últimos años del siglo xx (o bien al principio del siglo xxi), lleva a cabo un estudiante de periodismo en el área metropolitana de Buenos Aires. Esta investigación contiene testimonios variados y contradictorios (testigos reticentes, errores en los archivos, lagunas quizá intencionadas, sobre todo cuando el objeto de estudio roza la acción criminal de la trata de blancas de ciertos grupos judíos a comienzos del siglo xx). Desgastado, desganado y ya incrédulo, el estudiante de periodismo decide archivar la documentación que había reunido y dejar incompleta la pesquisa. Se podrían leer la primera y la tercera parte de El rufián moldavo de modo seguido casi sin impedimento, y el salteo en la lectura, al dejar de lado la segunda parte, no generaría casi ningún inconveniente, excepto alguna posible confusión en la sucesión de eventos que, verdaderamente, no se resolvería del todo con la incorporación de esta segunda parte.

Dicha segunda parte está a continuación del capítulo i, 5, en el que el narrador personaje deja asentados sus primeros descubrimientos respecto de la bibliografía leída sobre la Zwi Migdal, tema que no era pertinente en su investigación original acerca del teatro yidis en Buenos Aires, pero del que ahora no puede desprenderse. El último párrafo del capítulo dice:

No era demasiado diferente la imaginación con que, a partir de retazos que la realidad me entregaba, empezaba a novelar la existencia de personajes sin más base que algunos nombres y fechas, a inventar historias a partir de situaciones apenas vislumbradas... (Cozarinsky, 2015, pp. 47-48).

Luego de los puntos suspensivos, comienza la segunda parte; en esta, encontramos la biografía del músico Samuel Werschauer y su familia, en el mundo del arte popular de los prostíbulos y los cafés y los teatros yidis, en los que la trata de esclavas está más que presente. Aquellos puntos suspensivos, especie de fade out, son el tobogán que nos lleva a esta historia del pasado, pero del pasado casi seguramente imaginado por la voz narradora que, en esta segunda parte, mira desde la posición de testigo fantasmal (como ya fue citado: «En la niebla fría de junio, [...] veo aparecer la figura vacilante de una mujer» [Cozarinsky, 2015, p. 66; cursivas agregadas]).

El comienzo, el medio y el fin de todo texto narrativo son, hablando sin rigor, momentos paradigmáticos de la narración (Branigan, 1992, p. 3), aunque el valor puntual en cada texto es posible componerlo de modo idiosincrásico. En El rufián moldavo, la segunda parte funciona como pivote no solo por la forma simétrica del texto, que lo ubica en el centro de la obra, sino por el cambio en los elementos de la historia entre esta segunda parte y las que la rodean, y, sobre todo, por el cambio en el estatus de veracidad. El narrador afirma al final de la primera parte:

Estas siluetas y anécdotas [de la Zwi Migdal, reales en el plano extradiegético] me daban el sustento real para otras siluetas y anécdotas, las de esa provincia del show business [el mundo del teatro, de cuyos protagonistas el narrador desconoce casi todo y del que, creemos, va a inventar una historia] que me había llevado a ellas (Cozarinsky, 2015, p. 47).

Esta segunda parte conjuga, dentro de la ficción, un poco de episteme con otro poco de fantasía, y la narración lograda es verosímil, pero exige del lector una doble compenetración (Maurette, 2021, p. 28):[4] aceptamos, en el plano del mundo ficcional, la historia narrada y debemos aceptar también el acto ficcional de imaginación que crea esa narración. Así, mientras la primera parte y la tercera abrevan en la historia verídica de producción y representación de Regeneración, es decir, en lo histórico, la segunda parte se construye con elementos literarios e imaginarios, ya que toma inspiración en las memorias ficcionales sobre la prostitución y la trata (de nuestro país, de la historia occidental) que la literatura argentina propone. De este modo, también encontramos aquí la tensión irresoluble entre vida y ficción, o entre verdad y creación, o entre historia y literatura.

Este estatus a medias equívoco de la segunda parte no va en desmedro de ella, sino que acaso acrecienta su valor relativo. Recordemos el comienzo de la novela, citado en páginas anteriores: «Los cuentos no se inventan, se heredan» (Cozarinsky, 2015, p. 11). Esta frase y las restantes de este inicio quedan en suspenso hasta que la segunda parte, de alguna manera, materializa la serie de afirmaciones realizadas. Esta segunda parte es, en definitiva, un cuento. La imaginación nunca es silvestre, y la capacidad suya de crear no implica que no se encuentre infusionada por el mundo ya creado, imaginado, percibido o comprendido. Por lo tanto, este cuento no es inventado, o no lo es al menos en su totalidad, sino que se compone en parte de lo sabido, o sea, de lo heredado. Y una vez que se haya contado el cuento, puede ser que no haya ya diferencia entre este y la historia, porque la verdad se transfunde de uno a otra.

La imaginación tematizada en la segunda parte acentúa el hecho de que ese acto de imaginación inventa según modos y parámetros de lo que ya se conoce. En este caso, se privilegia el submundo de las prostitutas y los rufianes, y se lo posiciona como explicación de las biografías que se narran y como la causa del silenciamiento de dichas biografías. Encontramos, así, que las historias de mujeres traficadas toman un rol central, y la presentación del mundo semiopaco de la prostitución y la trata se ve promocionada. Al mismo tiempo, no encontramos, en esta segunda parte (ni en las restantes), una subterránea naturalización de los roles de género en los que la prostitución y lo femenino caen en comprensiones de sentido común. Hay en esta novela una sensibilidad que acude contra la aceptación acrítica de los roles tradicionales de lo femenino y lo masculino. Incluso es un fuerte eje de reflexión en la novela el amor redentor, mediante el cual la mujer esclavizada y prostituida «perdona» a su rufián convertido, tal vez, en buena persona, tal como se presenta en las múltiples narraciones en las que aparece el dúo del rufián y la mujer vendida: «No es que la obra [de teatro El rufián moldavo] fuera un elogio de la prostitución, lejos de eso, pero mostraba un rufián sentimental, arrepentido, y chicas de buen corazón» (Cozarinsky, 2015, p. 35), resume un judío anciano que recordaba el teatro yidis del siglo xx.

Para concluir con este último argumento, así es como vemos que la trata de blancas en la novela de Cozarinsky se logra acercar al eje estructurante de la novela, y dicha posición no repite estereotipos de género, e incluso se atreve a problematizar y a cuestionar ciertas posturas del arte mismo que, adrede o no, puedan entenderse, en sus formas más exageradas, como una especie de apología (Cozarinsky, 2015, p. 36).

Si bien la simetría de las tres partes tiene su interés, la novela de Cozarinsky presenta un desarrollo prospectivo y acumulativo que no hay que desdeñar (Mukařovský, 2000, p. 109). Este desarrollo coincide con las ideas recién propuestas, ya que refuerza la centralización del tema de la trata en la obra. En la historia que se lee, encontramos a un estudiante de periodismo que de estar interesado en el teatro yidis en Buenos Aires pronto se ve enfrentado a otro tema histórico, el de la trata de mujeres judías en el Río de la Plata. Este nuevo tema de investigación le gana a aquel, y, por eso, afirma el narrador al final de la primera parte: «Me arrojé sin prudencia en este desvío no buscado, que se me había ofrecido en el curso de una investigación al principio ligada a mis estudios y que muy pronto se independizó de ellos» (Cozarinsky, 2015, p. 45). En el segundo capítulo de la tercera parte, la hija del autor de la obra teatro El rufián moldavo le expresa su opinión al estudiante de periodismo: «Quiero decirle que una cosa era el teatro idish [...], y otra esa siniestra organización de proxenetas de la que usted oyó hablar pero, me parece, no la ve en el marco de la época» (Cozarinsky, 2015, p. 113). Última cita, del penúltimo capítulo de la tercera parte: «La misma curiosidad ociosa», afirma el narrador, «me había llevado tras las huellas de una olvidada comedia musical en idish y, sin que yo la buscase, a otra historia, la de la Zwi Migdal con su leyenda de vergüenza y novelería» (Cozarinsky, 2015, p. 136). El mundo de los rufianes rioplatenses, relacionado con el teatro yidis, pero distinguible de este, termina obteniendo el grueso del interés del personaje narrador y, por ende, la mayor extensión en el desarrollo del relato. Incluso es así como surge la motivación por parte del personaje narrador de hacer un viaje a la provincia de Santa Fe, donde recorrerá antiguos escenarios de la prostitución forzada; este viaje ocupa los capítulos cuarto y quinto de la tercera parte, es decir, un tercio completo de la última sección de la novela.

No obstante, este interés por el nuevo tema no deja de relacionarse, en parte, con la investigación sobre el teatro. La cuestión es que ahora al estudiante de periodismo le interesa desentrañar cuán veraz es la trama de la pieza El rufián moldavo: ¿su autor realmente fue un rufián?, ¿su esposa era prostituta?, ¿escribió la obra para recontar su vida de modo más favorable? Ante la difiultad de llegar a una conclusión, desiste de redactar, en sus palabras, «la historia, ni siquiera una crónica de la imposibilidad de conocer la historia» (Cozarinsky, 2015, p. 147), cosa extraña, ya que la novela El rufián moldavo es ficcionalmente esa crónica que el narrador afirmó que, en cuanto autor ficticio, no pensaba escribir.

De este modo, vemos que el imaginario de la trata de mujeres para la explotación sexual gana terreno, pero cede en el último momento en pos del eje posmoderno que se entusiasma ante las complicaciones de la historicidad de la existencia. Hay una escena crucial en El rufián moldavo, que equilibra el sobrepeso recién expuesto. En el capítulo 4 de la parte primera, el estudiante de periodismo se entrevista con Natalia Auerbach, la hija de Theo Auer. En esta conversación, la mujer le reprocha al estudiante desconocer hasta ese momento la historia de la emigración judía de Europa, tema inevitablemente unido a la historia local de la prostitución forzada. La mujer comenta sobre Bertha Pappenheim (1859-1936), una feminista judía históricamente asociada al surgimiento del psicoanálisis freudiano. Los dos principales intereses de esta activista feminista fueron la crítica al sexismo en el judaísmo y la lucha contra el tráfico de mujeres judías para la prostitución (Edinger, 1958). En palabras de Natalia Auerbach:

Bertha Pappenheim denunció, con un coraje que ningún hombre había tenido, ni tuvo después, que si tantas muchachas judías pobres, caídas en la prostitución, eran explotadas sin escrúpulos por rufianes también judíos, había que buscar la causa de la opresión de las mujeres dentro de nuestra tradición. [...]. La mujer ya era algo impuro, unsauber, de entrada; una vez «caída», pasaba a ser una mercadería... (Cozarinsky, 2015, pp. 41-42).

Valdría la pena pensar esta idea, con todos sus matices pertinentes, según las palabras de Kate Millett: «El patriarcado tiene a Dios de su parte» (Millett, 2016, p. 51). Con este diálogo de la novela, vemos cómo se da un paso hacia lo que nosotros llamamos novelas de trata, puesto que, más allá de la poco sorprendente caracterización individual de los personajes (las prostitutas, como víctimas, y los rufianes, como victimarios), caracterización que puede complejizarse muchísimo, las narraciones más o menos estereotipadas del tráfico y prostitución forzada se presentan como cargadas en sí de un mundo imaginario y simbólico que excede la mera atención de los eventos. Cada acto y rasgo narrado se presenta como soporte de un mundo más amplio donde los géneros y sus roles no se agotan en el mero movimiento. Por eso, Natalia Auerbach recupera críticamente una idea que intenta ubicar la prostitución forzada por fuera de la simple maldad o inmoralidad o ingenuidad o victimización pasiva; por el contrario, es el juego mayor de las culturas y sus prácticas y experiencias sociales las que permiten, obligan, dificultan o impiden ciertas biografías. Así de explícito o no, las novelas de trata se deben arriesgar a nombrar el todo, sea conocido con el nombre de patriarcado o con otro término. El rufián moldavo se detiene bien pronto, no avanza mucho más por esta senda, y no integra plenamente esta reflexión dentro de la vertebración de la novela, pero resuena, al menos, como un eco en una habitación amplia y vacía.

Aunque no avance por esta senda, la novela presenta personajes femeninos que tienen instancias de comprensión acerca de las justicias y las injusticias del mundo, y actúan en consecuencia. El enigma central tanto de la novela El rufián moldavo como de la ficcional obra de teatro El rufián moldavo es la causa de por qué ciertos personajes (tanto reales en el plano diegético de la novela como propios de la pieza teatral) terminaron en la cárcel. En todos los casos, puede tratarse de un encubrimiento realizado por parte del personaje masculino: la esposa o la novia o la prostituta traficada con quien tenía una relación comete un asesinato, y el hombre, en cada caso, asume la culpa. Por ejemplo, Natalia Auerbach narra (sea verdad o mentira) la vida de su madre, quien, en los años veinte, mata, como acto de venganza y reivindicación, a un rabino asociado al tráfico de mujeres (Cozarinsky, 2015, p. 120). Esta estructura repetitiva de eventos llega hasta el siglo xxi: Maxi Warschauer se encuentra preso en Francia por haber matado a un proxeneta. Sin embargo, hay sospechas de que, tal vez, las cosas no habrían sucedido así: «No había habido testigos del hecho, solo la confesión de Maxi, que el experto psiquiatra de la Préfecture de Police había puesto en duda» (Cozarinsky, 2015, p. 145). Las conjeturas del narrador y del lector coinciden en que aquí también Maxi estaría encubriendo a una prostituta menor de edad en la que él estaba interesado. Descontada la incertidumbre, tenemos acá el hecho de que las mujeres acometen actos de rescate, de venganza, de reparación, incluso de justicia. En Frontera Sur, hay un acto similar, puesto que al final de la novela, se mata a un rufián; pero el hecho lo realiza un grupo de hombres, y el objetivo es, en buena medida, el desagravio y, no menor, la reparación de una hombría herida por el tráfico de mujeres. En Le viste la cara a Dios, también tenemos una escena de crimen: la mujer prostituida lucha por su vida y consigue huir del prostíbulo en un raid de sangre, en el que se mezclan la venganza y la escapatoria de la prisión (Bianchi, 2019, pp. 239-243).

El rufián moldavo, entonces, presenta estos personajes femeninos (ficcionales o «reales», encubiertos o no) con la fortaleza suficiente para actuar, para tomar en sus manos las riendas de ciertas decisiones radicales en torno a la prostitución forzada. No hay un amplio desarrollo, y, en todo caso, estas narraciones, relegada la duda de qué sucedió fehacientemente en cada caso, quedan subsumidas en la incertidumbre en términos de motivación:

¿Cómo saber si el crimen de Rebeca Durán había sido un gesto consciente de rebelión contra un comercio al que había estado condenada? ¿De repudio a quienes usurpaban los ritos de su religión? ¿No podía ser acaso una ráfaga de rencor, puramente personal, ante el falso matrimonio que la había unido a un hombre que la explotaba? (Cozarinsky, 2015, p. 142).

Cerraremos esta sección de nuestro artículo con una última reflexión acerca del valor estructurante, aunque relativo, de la trata en El rufián moldavo. La novela de Cozarinsky presenta una construcción en dos planos temporales: por un lado, el pasado inmediato al tiempo de la enunciación (la investigación) y, por el otro, el pasado lejano, ya sea real (las diferentes historias y biografías acerca del teatro yidis y de la prostitución), ya sea posiblemente pura o fuertemente imaginada (toda la segunda parte). En pocas palabras, hablemos del plano del presente y del pasado. Como vimos, Frontera Sur también trabaja en estos dos planos, aunque el del presente (la conversación en la que participa el «autor» del relato del pasado) está muy poco desarrollado en comparación con el plano del pasado. En El rufián moldavo, por el contrario, el «diálogo» entre pasado y presente es determinante. En términos generales, la novela trabaja el problema de la herencia; por eso, recordamos que la primera oración de la obra afirma que los cuentos se heredan más que se inventan. Pero la herencia, aquí, no es simple ni directa. Por ejemplo, el personaje narrador hereda de Samuel Warschauer, un antiguo animador de la escena yidis de quien el narrador no es pariente, una caja de zapatos con viejos anuncios y afiches, con memorias manuscritas, con alguna imagen. Esta caja de zapatos contiene codificados los cuentos diversos y tergiversados de un mundo ajeno, lejano y desconocido, infinitamente irrecuperable.

Conjeturalmente, esta caja de zapatos nos hace recordar, en una asociación libre, al baúl y las carpetas de Respiración artificial, y a la cita siguiente: “Alguien, un crítico ruso, el crítico ruso Iuri Tiniánov, afirma que la literatura evoluciona de tío a sobrino (y no de padres a hijos)” (Piglia, 1996, p. 19). Como Sarmiento, la cita adjudica equivocadamente la referencia; se trata, en realidad, de una idea de otro crítico ruso, Viktor Shklovski, afirmada en varios escritos[5]. En el caso de El rufián moldavo, tenemos, además de la caja de zapatos, una segunda herencia indirecta. Toda la novela gira en torno a la repetición incierta de unos motivos narrativos: la trata, la prostitución, el crimen, el encubrimiento, el amor entre el rufián preso y la exesclava. Más allá de que sean estos motivos históricos o ficticios, reaparecen con gran insistencia. Incluso el hijo de Samuel Warschauer, ajeno a todos estos episodios, repite la misma historia, en Europa y a comienzos del siglo xxi. El narrador reflexiona así:

Maxi no podía saber, cómo hubiese podido saber que al embarcarse en esa historia se estaba reuniendo con otra, la que sus padres le habían callado, que en otro continente y en otro siglo estaba encontrando, adornada por la falaz seducción de lo novelesco, la misma miseria y el mismo comercio que, muy lejos, habían marcado sus propios orígenes (Cozarinsky, 2015, p. 146).

Lo que los padres habían callado no es, no puede ser la historia de crimen, autoinculpación y redención, puesto que les era ajena, sino, tal vez, la posible vinculación de la madre con el mundo de la prostitución, aunque, esto es, en definitiva, una de las historias imaginadas de la segunda parte de la novela. Pero, dentro de la lógica de El rufián moldavo, las historias no surgen de la invención, sino de la herencia. Entonces lo que se delinea aquí es la figura del destino, y, si lo aceptáramos, ¿qué es el destino, sino un futuro heredado?

Seamos explícitos y abramos la idea anterior. Por un lado, Maxi Warschauer repite los pasos o eventos narrativos del rufián moldavo (quizá basados en la vida misma del autor de la pieza de teatro), y esta repetición es una herencia indirecta, puesto que Maxi no tiene ninguna relación con Theo Auer. Por el otro lado, el narrador reconoce, en la inmersión de Maxi en el mundo de la prostitución y la trata, un regreso inconsciente e involuntario al mundo de sus padres. Pero la idea de que sus padres habían participado de una manera u otra del bajo mundo y de la prostitución muchas veces forzada surge en la segunda parte de la novela, parte que muy probablemente sea producto de la imaginación del narrador y no enteramente la narración de vidas reales. En otras palabras, aquí tampoco habría una herencia directa. En este punto es donde se cierra la estructura, porque tenemos personajes que viven vidas que otros crearon, tal como se anunciaba al inicio de la novela, en el que se declaraba, primero, que los cuentos, más que inventarlos, se heredaban, y, segundo, que los cuentos inventados y transmitidos, tarde o temprano, se volvían realidad.

La narración de Maxi Warschauer cobra importancia por otro factor, que es más interesante. Como dijimos al comienzo de este artículo, las novelas de trata del siglo xxi pueden clasificarse según la temporalidad de su historia: o bien son narraciones históricas, principalmente centradas en la prostitución forzada de comienzos de siglo xx, o bien son sobre la trata contemporánea. El rufián moldavo tiene la virtud de estructurar narrativamente este pasaje, al proponer ambos planos temporales y, sobre todo, la idea de que el presente está, de alguna manera, directamente marcado por la intangibilidad del pasado.

La idea de invención y de herencia, la relación e interacción entre ficción y realidad, los modos en que el presente contiene el pasado: estas son líneas centrales en la novela de Cozarinsky, y la violencia de género se posiciona allí fuertemente. Podemos tomar cada uno de estas instancias y pensarlas desde una perspectiva de género, pero la novela no invita plenamente a ello. Podemos retomar la idea de herencia indirecta y apuntar a los marcos amplios y semitransparentes que regulan las prácticas y las experiencias; podemos reflexionar sobre el imaginario que se hunde en el magma de lo que otros pensaron y vivieron, para encarnarse luego en historias virtuales y posibles; podemos hacer esto desde una mirada que privilegia las marcas de exacción y opresión de lo femenino. Esto, por caso, es lo que sucede, muy cómodamente, con novelas como Le viste la cara a Dios, de Gabriela Cabezón Cámara, y Sangre kosher, de María Inés Krimer, pero, si nos atenemos a nuestro análisis de El rufián moldavo, creemos que el motivo de la trata condiciona estructuralmente la novela con fuerza, por más que no le dé la forma última.

Hacia una Novela de Trata

La trata y la prostitución forzada son motivos presentes, aunque no de modo exclusivo, de esta época, en algunas novelas históricas de fines del siglo xx y comienzos del xxi. Ya nombramos y trabajamos Frontera Sur, pero también se podría nombrar, por caso, Mireya (1997), de Alicia Dujovne Ortiz, y Errante en la sombra (2004), de Federico Andahazi. La trata como mero elemento obligado por las intenciones narrativas no excede, en las ficciones, la esperable condena moral que este tipo de violencia provoca. La prostitución forzada y la trata no parecen alimentar funcionalmente la disposición ideológica primaria del texto, y la discusión sobre los roles de género o sobre el sistema sexo-género o bien es un modo de lectura crítica, que habilita interpretaciones incisivas por parte del lector, o bien se despliega y se ve argumentada desde la conformación de un corpus y el trabajo seriado con este. Un caso especial es La fábula de la virgen y el bombero (1993), de Angélica Gorodischer. Aquí estamos ante una novela lúdicamente policial, ambientada en una inventada Rosario de principios de siglo xx (Aletta de Sylvas, 2009, pp. 199-200), que ficcionaliza principalmente el mundo de la mafia y de ciertos robos de guante blanco. La ambientación en la novela se completa con el mundo de los prostíbulos y del tráfico de mujeres. La escritura y las ideas de Gorodischer asumen una crítica activa al incluir tales elementos, más allá de la censura del sentido común. Sin embargo, la complejidad y la abundancia de temas y de rasgos genéricos presentes en La fábula de la virgen y el bombero impiden ubicar el planteo de la prostitución forzada como dominante y como motor ideológico del texto. Otra novela que debería considerarse es Un piano en Bahía Desolación (1994), de Libertad Demitrópulos, cuya complejidad formal y estética impide una comprensión y una categorización superficiales.

La presencia de la prostitución y la trata en la literatura de los noventa se asocia inevitablemente a la novela histórica. Jimena Néspolo, al reflexionar sobre la ficción histórica posmoderna, diferencia novelas «que estuvieron en situación de diálogo [...] con la novela histórica» (La revolución es un sueño eterno, La novela de Perón, La tierra del fuego, etc.) de «la novela histórica corriente», que es aquella en la que todos pensamos al recordar el boom editorial de los años noventa. A esta última categoría deberíamos emparentarla con la novela sentimental (Néspolo, 2018, p. 271). La crítica literaria generalmente advierte esta posible, pero polémica, distinción. Por ejemplo, María Cristina Pons reflexionaba, en 1999, acerca del bestsellerismo como estrategia de producción de la novela histórica de aquella década, producción que dejaba «que ciertos valores éticos o estéticos pas[aran] a un segundo plano» (Pons, 1999, p. 162). Estas novelas, para Pons, tendían a la homogeneidad y al simplismo tanto en su técnica literaria como en sus usos de la Historia, y se apoyaban, sobre todo, en «las pasiones y amoríos de sus protagonistas» (Pons, 1999, p. 163). Por su parte, María Rosa Lojo matiza tales generalizaciones y propone entender que a las ficciones del corpus se les debe dar, ante todo, un tratamiento singularizador, ya que la calidad de cada uno de los textos «es tan variada como los autores y sus propuestas individuales» (Lojo, 2013, p. 54). Por más que muchas de estas ficciones sean de corte amoroso, sostiene Lojo, no por ello se podría catalogar al conjunto como novelas histórico-sentimentales (Lojo, 2013, pp. 55-56). Si mencionamos estas tensiones críticas, se debe, por demás, a que lo que aquí pensamos como novelas de trata y exacción ofrece las mismas discusiones y posicionamientos.

Nuestra lectura crítica propone que las novelas de trata alinean, como eje dominante, un motivo temático, el tráfico de mujeres para la explotación sexual y la prostitución forzada, y lo que podemos considerar la función ideológica, específicamente la discusión sobre los valores socioculturales del género, lo que podemos, también, categorizar como una reflexión del concepto antropológico de «intercambio de mujeres» en clave de crítica del patriarcado. Obviamente, esta estructuración no va en contra de los géneros históricamente formados. Bien puede pensarse como una especie que abre posibilidades de exploración en dichos géneros.

La prostitución y la trata como elemento compositivo participa de la conformación del efecto de realidad de las novelas históricas corrientes y de las novelas erótico-sentimentales. En el corpus de los años noventa y la primera década del nuevo siglo, Jimena Néspolo encuentra una tensión propia de estas novelas entre, por un lado, la reivindicación de lo femenino político y lo femenino erótico y, por el otro, el mayor o menor sostenimiento, probablemente por omisión, del statu quo del patriarcado. Esta tensión, continúa reflexionando Néspolo, es indicativa de la complejidad «que atraviesa el presente de enunciación» (Néspolo, 2018, p. 274). Por caso, tomemos al pasar la novela Marlene (2000), de Florencia Bonelli. En ella, seguimos la biografía amorosa de una joven cantante lírica de comienzos del siglo xx. Su mejor amiga, supuestamente liberal para la época, la educa erótica y sentimentalmente, mediante escasas lecciones como la siguiente: «Estoy segura de que conocer tu propio cuerpo, sus partes, sus secretos, los lugares que te provocan placer, no, definitivamente no es pecado» (Bonelli, 2010, p. 30). Poco después, le da a la cantante el mandato de gozar: «Prométeme», le dice la joven amiga, ahora moribunda, «que no te olvidarás de amar. Que buscarás a un hombre a quien quieras profundamente y que te casarás con él. [...]. No hay otro modo de ser feliz que amando» (Bonelli, 2010, p. 36). El grueso de la novela girará en torno a cómo la cantante se enamora de un rufián, criollo y amante del tango. Aunque buena parte transcurre en un prostíbulo y la cantante se ve forzada no a prostituirse realmente, aunque sí simbólicamente (se la obliga a vestirse y maquillarse «de puta» [Bonelli, 2010, p. 102] y cantar tangos para satisfacer una deuda de su hermano), nada, en su historia ni en su estructura, invita a conmover, en lo más mínimo, el andamiaje y la jerarquía de los géneros (gender), ni a problematizar la figura estereotipada de la prostitución (bien presente en la doxa porteña y en las reflexiones teóricas de fin de siglo, por ejemplo, debido a las discusiones sobre las contravenciones en la ciudad de Buenos Aires durante los años noventa [Tarantino, 2021, p. 109]).

El arribo a este punto muerto ideológico-narrativo es el que permite el reacomodamiento dinámico de sus elementos; cuando al motivo narrativo de la trata se le permite funcionar como elemento imaginario y simbólico en el corazón de las discusiones acerca de la exacción de lo femenino, allí es donde nosotros vemos una ficción como la que estamos intentando perfilar. Así, la misma Florencia Bonelli, conocida principalmente por sus novelas sentimentales de corte epigonal, presenta una dedicatoria reveladora en su novela de 2018 Aquí hay dragones —ya arraigado entonces el fenómeno social y cultural de la expresión y puja pública del movimiento de mujeres—, novela que propone como telón de fondo los crímenes sexuales en la guerra en Bosnia. En su dedicatoria, demasiado larga para citarla por completo, se enumeran etnicidades y colectivos, y comienza así: «A las mujeres bosnias. A las mujeres servias. También a las croatas. A las Kosovares. A las afganas. A las iraquíes. A las palestinas. A las israelíes. A las árabes. A las indias. A las chinas. A las japonesas. A las vietnamitas. A las argentinas...» (Bonelli, 2018, p. 7). La lista continúa, y la dedicatoria finaliza con estas palabras: «A todas y a cada una de mis congéneres que a lo largo de la historia han sufrido la violencia en sus cuerpos, sus corazones y sus mentes. Y a las que siguen sufriéndola» (Bonelli, 2018, p. 7). Las casi dos décadas que median entre Marlene y Aquí hay dragones repercuten, evidentemente, en esta forma de presentar paratextualmente la novela, en la que se busca redefinir, aunque sea un poco, las historias ramplonas de amor, ya no como simples insistencias de género, sino como portadoras conscientes de lecturas políticas.

Para verlo desde otro ángulo, se puede decir que la multiplicación de las novelas de trata en el siglo xxi operó una calibración en el espacio «imaginario e imaginado» de «la diferencia de los sexos» (Zemon Davis y Farge, 2018, p. 23). Así, desde una tensión que, de modo muy tradicional, podemos nombrar culturalmente como la «batalla de los sexos» (tal como encuentra Jimena Néspolo en algunas novelas históricas vulgares [Néspolo, 2018, p. 275]), hemos pasado a una reflexión sobre la «guerra contra las mujeres», término hoy en día recurrente en los debates públicos locales, en parte, debido a la adopción que hizo de él la antropóloga Rita Segato (2016; ver también Federici, 2021, pp. 69-86, y Gago, 2019, pp. 61-118), pero que tiene una larga genealogía en algunas líneas dentro de los debates del feminismo (por ejemplo, Dworkin, 1997; ver también Mies, 2019, p. 76). La ficción de trata, alineada a esta metáfora estructurante, se abre, pues, a una marcada concentración en torno a trazos ideológicos respecto de la vulnerabilidad, la victimización y la resistencia, entre los cuales no es menor la atención, la crítica y la resolución propia en cada texto del «estereotipo habitual según el cual, en todas las épocas, las mujeres habrían estado dominadas y los hombres habrían sido sus opresores», o sea, la presentación tópica de «la mujer como eterna esclava y al hombre como eterno dominador» (Zemon Davis y Farge, 2018, pp. 22-23).

Si narrativamente la trata se despliega desde una historia referida a la Buenos Aires de fines del siglo xix y comienzos del xx, la especie novelística pertenecerá al género de las novelas históricas o de las novelas histórico-sentimentales. Tenemos, por caso, La polaca (2003), de Myrtha Schalom; El infierno prometido (2006), de Elsa Drucaroff; La más agraciada (2015), de Alicia Dujovne Ortiz; En la Varsovia (2019), de Patricia Suárez. Si la trata que se trabaja narrativamente se relaciona con el fenómeno criminal de fines del siglo xx y comienzos del siglo xxi, es normal que dichas ficciones busquen un molde genérico como el policial: Sangre kosher (2010), de María Inés Krimer; Cornelia (2016), de Florencia Etcheves, o Pistoleros (2021), de Paula Castiglioni. También, la trata contemporánea se amolda, en el caso de Le viste la cara a Dios (2011), de Gabriela Cabezón Cámara, Beya (2013), de Cabezón Cámara e Iñaki Echeverría, y La sombra del altiplano (2018), de Sukermercado, a las historias de superhéroes y superheroínas; en el caso de Beya y La sombra del altiplano, no tenemos obras narrativas, sino novelas gráficas, textos propicios, por tradición, a presentar este tipo de personajes.

Si bien las novelas históricas de trata están más o menos distribuidas homogéneamente a lo largo de estas dos décadas, podemos notar cierta leve presencia mayor al comienzo de la serie. Al mismo tiempo, podemos encontrar que las novelas policiales de trata se concentran en la segunda década del siglo xxi, con una fuerte presencia popular de la telenovela diaria Vidas robadas, de Marcelo Camaño y Guillermo Salmerón, que se emitió en la televisión abierta durante ocho meses, en 2008. Como ya dijimos, El rufián moldavo funciona como pivote genérico y no cronológico entre una y otra, no solo porque propone, en su historia, el doble plano del pasado y el futuro, sino también porque juega con los dos géneros que estamos pensando: el histórico y el policial. Esta articulación genérica también podría plantearse en la novela Complot, de Perla Suez, publicada el mismo año que El rufián moldavo.

Según Tiniánov, «el estudio de la evolución literaria no excluye la significación dominante de los principales factores sociales» (Tiniánov, 1978, p. 101). A su vez, Mukařovský adujo que la referencia, ni ingenua ni directa, de la obra literaria (y de arte en general) es «el contexto total de los fenómenos llamados sociales» (Mukařovský, 2000, p. 90); además afirmó que este entendimiento de la obra como la complejidad que conjuga lo material, lo significativo y lo referencial sui generis permite «comprender el desarrollo del arte [...] en relación dialéctica constante con la evolución de los demás dominios de la cultura» (Mukařovský, 2000, p. 93). Por todo esto, no podemos dejar de reconocer cómo ciertos procesos históricos y sociales modificaron (según la terminología de Tiniánov) mediatamente la serie literaria que estamos pensando. Si quisiéramos nombrar algunos momentos clave, aunque no profundicemos en ellos, podríamos considerar, como ya se dijo, la discusión sobre las contravenciones en la ciudad de Buenos Aires respecto de la oferta de prostitución en el espacio público, pero también agregaríamos el afianzamiento de las secuelas surgidas de las guerras sobre la sexualidad de los años setenta y ochenta (Lamas, 2016), el resurgimiento de las discusiones antitrata en el campo internacional enmarcado por el neoliberalismo y por «una nueva construcción del pánico moral» (Tarantino, 2021, p. 124), la desaparición de María de los Ángeles Verón en abril de 2002 (junto con todo el complejo proceso policial y judicial posterior), la puja legislativa y la sanción de leyes en nuestro país sobre la trata de personas y de la violencia contra la mujer, y la explosión, en la esfera y el debate públicos, de viejas y, sobre todo, nuevas voces feministas (Peker, 2017 y 2019).

El corpus de obras literarias que podemos congregar en torno de estos lineamientos es relativamente vasto si obviamos cualquier rasero valorativo. Una aproximación no segregacionista de los estudios literarios (Schaeffer, 2013, pp. 15-17) permite dar cuenta de un campo imaginario y político que se diseminó naturalmente en el discurso literario, aunque no siempre lo hizo, ni lo hace, con una conciencia estética legitimada por críticos y académicos, ni con una conciencia ideológica madura. Además, este tipo de novelas no escapa de los efectos de homeostasis propio de los géneros. Por un lado, la innovación no puede ser demasiado radical como para perder de vista la norma misma que conforma ese texto (en su producción y recepción) en cuanto tal o cual tipo de texto. Por otro lado —y este es el peligro que vemos más presente en el amplio espectro de las ficciones de trata—, un respeto o, mucho menos, una repetición tanto de las propiedades del género como de los lugares comunes históricamente establecidos lleva a que una novela de trata en toda su mejor expresión no sea más que un texto que pase desapercibido en el espacio altamente competitivo de discursos masivos, estéticos o políticos (Todorov, 1974, p. 13). Quizá hay una salida posible a este clásico impasse si vemos potencial en el hecho de que las novelas de trata pueden confiar en el amplio espectro de las ficciones de captura y exacción, sobre y contra las cuales podría articular nuevas estrategias poéticas, y, gracias a ello, tantear formas literarias homólogas a la trata ficcionalizada de mujeres. No es claro si así las novelas de trata mantendrían su identidad o cambiarían a otra cosa, pero, en uno o en otro caso, no dejaría de haber interés en el crítico de emprender el estudio de tal desarrollo, puesto que su trabajo es, al menos en parte, el de comprender cómo nuestra «sociedad elige y codifica los actos [de lenguaje] que corresponden más o menos a su ideología» (Todorov, 1996, p. 54).

En conclusión, en las páginas anteriores hemos buscado, por un lado, categorizar sincrónica y diacrónicamente cierto tipo de narración que, durante las últimas dos décadas, ha tenido una gran presencia en el mundo literario argentino. Por el otro, intentamos reconocer, en la novela El rufián moldavo, una instancia articulatoria entre tales narraciones de trata y aquellas que, por más que se presenten afines a tal categoría, no logran, según nuestra interpretación, satisfacer ciertos valores y patrones para ser incluidas en ella. Para exponer y expandir la reflexión, incorporamos al análisis dos novelas, una prototípicamente de trata y la otra, aunque gira alrededor de la prostitución y la Zwi Migdal, fuera de tal corpus. El contrapunto establecido entre las tres novelas permitió profundizar en nuestro primer propósito. Hemos recurrido a un aparato teórico (el del último formalismo ruso y el estructuralismo checo) evidentemente bien simple y, por supuesto, nada original ni para nada de vanguardia, pero nuestro objetivo fue no sobrecargar de parafernalia retórica y conceptual un trabajo en el que se prefirió la exposición crítica sobre los textos mismos.

Esta caracterización de las novelas de exacción y trata solo modelizó y abstrajo: no fue nuestro interés abordar la literatura ni desde la prescripción ni desde la rigidez de categorías elaboradas como dicotómicas. La fuerza del abordaje, si la hay, se basa sobre la lectura atenta de los textos en sí y la adecuación de los planteos a cada caso. Si bien hemos pensado a la novela El rufián moldavo como una novela de transición entre la tradición histórica de fines del siglo xx y la novela de trata de estas primeras décadas de nuestro siglo (sin que este tipo de ficciones sea exclusivo de esta época), también se podría pensar que estamos ante una novela de trata de baja intensidad. No nos preocupa la denominación, más bien nos interesa mostrar cómo ciertos elementos propios de la evolución literaria se fueron reestructurando en sí y en el complejo diálogo entre las fuerzas propias de la literatura y el gran espacio de la sociedad (Mukařovský, 2000, pp. 400-401). El trabajo crítico sobre el corpus de las novelas de exacción y trata del siglo xxi, unido a la crítica de la vastísima tradición anterior, inevitablemente tiene que ir más allá de esta acartonada caracterización, en su búsqueda de resaltar los valores estético-ideológicos de una producción que, por el momento, no cesa.

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Viveiros de Castro, E. (2013). La mirada del jaguar. Introducción al perspectivismo amerindio. Entrevistas. Buenos Aires: Tinta Limón.

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Zemon Davis, N. y Farge, A. (2018). «Introducción». Farge, A. y Zemon Davis, N. (dirs.). Historia de las mujeres. iii. Del Renacimiento a la Edad Moderna. Barcelona: Taurus, pp. 19-27.

Notas

* Licenciado y profesor en Letras por la Universidad del Salvador (USAL, Argentina). Magíster en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural (IDAES-UNSAM, Argentina). Correo electrónico: leonardo.grana@usal.edu.ar.
[1] Para otra mirada respecto de esta problemática conceptual y léxica, ver Bianchi, 2020, pp. 221-222, nota.
[2] Para algunas editoriales españolas, más que hispanoargentino, Vázquez Rial es un escritor español nacido en Argentina.
[4] Pablo Maurette describe así la compenetración: «Si bien implica creer en algo, o creerse algo, no se trata de suspender ninguna facultad. [...]. Cuando [la compenetración] sucede, de pronto y como por arte de magia [...] se abre una nueva dimensión de la realidad. Una dimensión efectivamente existente, una dimensión que funciona. [...]. Nos compenetramos con una obra de arte cuando, de un momento a otro, se nos impone el hecho de que ese otro, la obra, es una entidad autosuficiente, un integrante más del mundo y no una mera fantasía impalpable, un artificio contingente, o el simple apéndice de una voluntad creadora» (Maurette, 2021, pp. 26-28; cursivas del original).
[5] Por ejemplo: «El legado que pasa de una generación literaria a otra no se mueve del padre al hijo, sino del tío al sobrino» (Shklovski, 1991, p. 190; traducción propia); o también: «La historia del arte tiene una característica importante: no es el hijo mayor el que hereda del padre el derecho a la primogenitura [inherit seniority], sino que es el sobrino quien lo recibe de su tío» (Shklovski, 2017, p. 352; traducción propia).
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