DOSSIER: «TIERRA Y TERROR. LOS HORRORES DE LA LITERATURA ARGENTINA»
MUJERES QUE NARRAN VIOLENCIA(S): MARIANA ENRÍQUEZ Y LA POSIBILIDAD EN LA INTEMPERIE
Women who narrate violence: Mariana Enríquez and the possibility in the outdoors
Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 34, núm. 71, 2023
Recepción: 21 Julio 2023
Aprobación: 18 Agosto 2023
Resumen: Durante décadas, se ha excluido a las escritoras mujeres del canon de los estudios literarios en la Argentina. Pero, en los últimos veinte años, la situación comienza a cambiar a partir de la masividad que cobran las luchas de género. Las reivindicaciones de los diversos colectivos feministas han visibilizado la violencia machista, lo que tuvo su correlato en la literatura, que ha construido su propia lucha. En esta investigación, proponemos pensarlo como una apropiación de la palabra: las escritoras mujeres repiensan las representaciones canónicas y heterocentradas de la violencia de género desde una «mirada femenina» (Drucaroff, 2011), permitiendo la entrada de nuevas voces que construyan nuevos sentidos e interviniendo en las disputas por la visibilidad. En particular, nos interesa analizar la obra Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez (2016). Sarlo (2012) se ha referido a su literatura como un juego con los miedos sociales, con aquello que se sale de la norma e impacta con lo común; afirma que, en el juego con los miedos sociales que la autora despliega, hay una novedad que consiste en construir personajes mujeres que se violentan a ellas mismas. En 2020, la autora brinda una entrevista a La Nación, donde dialoga sobre la visibilización de la literatura escrita por mujeres. Al respecto, afirma: «La puerta se cayó después de tanto patear». Nos centraremos, entonces, en la ficcionalización de la violencia a través del terror y en las posibilidades de acción frente a esa realidad social.
Palabras clave: Narración de la Violencia, Apropiación de la Palabra, Mariana Enríquez, Terror, Violencia de Género.
Abstract: For decades, women writers have been excluded from Argentina’s canon literature studies. However, in the last twenty years time the situation has begun to change due to the massive nature of gender struggles. The claims of various feminist groups have made sexist violence visible, which also had its counterpart in literature where it puts up its own struggle. In this research, we think of it as an appropriation of the word: women writers rethink the canonical and heterocentric representations of gender violence from a “female gaze” (Drucaroff, 2011), allowing new voices to come and build new meanings that intercede in disputes about visibility. Our interest relapses in the analysis of Las cosas que perdimos en el fuego, written by Mariana Enríquez (2016). Sarlo (2012) has referred to her literature as a game with social fears, with what stands out of the norm and impacts in everyday matters; she claims that, in this game with social fears displayed by the author there is a novelty that consists in constructing female characters that abuse themselves. In 2020, the author gave an interview to La Nación where she talks about the visibility of women-written literature. In this regard, she states: «The door fell after so much kicking». As for this, we will focus on the fictional essence of violence through terror and the possibilities of acting in the face of this social reality.
Keywords: Violence's Narration, Word Appropiation, Horror, Mariana Enríquez, Gender based Violence.
Introducción
Durante décadas, se ha excluido a las escritoras mujeres del canon de los estudios literarios en la Argentina. Y esto se ha dado a partir de diversos mecanismos: el cierre del campo hacia autores masculinos que legitiman lo que es la buena literatura, la literatura que vale la pena estudiarse, a la que debe prestar atención la crítica, pero también, y es lo que nos interesa particularmente, a través de la puesta en práctica de un narrador masculino, hegemónico, cisheterosexual, que pretendió indagar en lo «femenino» y construyó sentidos universales sobre las experiencias de las mujeres, sin lugar a la ficcionalización de estas temáticas por parte de las propias mujeres.
Sin embargo, en los últimos años, asistimos a una proliferación de relatos sobre violencia de género, con la particularidad de que están escritos por mujeres, lesbianas y trans. El siguiente trabajo se propone indagar en la ficcionalización de las violencias por parte de autoras que se apropian de la palabra, a nivel autoral, en el seno de lo social, cuestión que se materializa en procedimientos concretos en el texto, y, por ende, también a nivel del relato, en lo particular de cada ficción y las formas del decir que aborda.
Para ello, comenzamos nuestra investigación atendiendo al concepto de «mirada femenina» desarrollado por Drucaroff (2011), esto es, una posición ideológica y discursiva que se desprende de la condición de marginalidad a la que un canon hegemónicamente masculino ha relegado las obras de otros sujetos. Así, entonces, podemos reformular ese concepto y pensarlo, desde el análisis crítico, en clave feminista, más que femenina, puesto que se trata de una postura que revisa las jerarquías del género en ciertos relatos. En este sentido, Nora Domínguez denomina a estos textos «escrituras de la urgencia», «porque siguen el curso de las demandas políticas del feminismo, las absorben, asimilan y procesan y nunca las detienen. Se despliegan al pie del acontecimiento político, lo documentan y hacen de su opacidad un nuevo borde disparador» (2019, p. 2).
Nuestra hipótesis es que la escritora que aquí nos ocupa ha alzado la voz para intervenir en el modo en el que la literatura canónica —dominada por puntos de vista heteropatriarcales— venía narrando la violencia de género. De esta forma, podemos ver cómo un reclamo que es transversal a toda la sociedad tiene su correlato en la literatura, donde vemos un claro florecimiento y reivindicación de autoras que buscan salir del lugar marginal en el que el canon las ponía para proponer relatos desde una nueva voz narrativa que confronte estereotipos reproductores de violencia y construya imaginarios de emancipación. Exploraremos, entonces, cómo se está desarrollando este nuevo entramado estético.
Podemos pensar, de esta forma, los cuentos de Las cosas que perdimos en el fuego (2016), de Mariana Enríquez, en relación con lo enunciado por Cano: «El exilio no es solo vacío y silencio, es también la ocasión de reinventar mundos, lenguas, ficciones. Puede ser la oportunidad de celebrar nuevas voces» (2015, p. 36). Nos interesa pensar de qué formas la autora resignifica la violencia, ya que, en los relatos, se ve una acción concreta en contra de esta, en defensa de los cuerpos femeninos, aunque no parece entenderse demasiado el porqué, sino que se trata de una reacción desesperada frente a la violencia cotidiana. Sin embargo, lo comprendemos como una respuesta que entiende e identifica lo patriarcal en sus facetas más oscuras, y ensaya algún tipo de alternativa desde la ficción. Esto, además, narrado desde el género del terror, potencia los sentidos y expone, de manera directa, la forma en que esa violencia recibida sobre el cuerpo afecta a la subjetividad. En los cuentos de Enríquez, vemos una «resolución» al problema de la violencia, aunque sin la intervención de la justicia; una resolución que pareciera ser individual, temporal, que no se aplica a todos los sujetos. No obstante, la toma de la palabra aquí tiene una visión colectiva, porque la voz de cada mujer permite el armado de redes y de estrategias con otras para salir de esas situaciones violentas, aunque sea de forma temporal.
El Género: los Miedos Sociales Latentes
La escritura de Mariana Enríquez se centra en el terror, con matices extraños, cuasifantásticos. Gallego Cuiñas (2020) se refiere a la obra de Enríquez y la sintetiza «en el uso militante del gótico, atravesado por el feminismo y la necropolítica» (p. 3). En este sentido, la autora se detiene en la obra de Enríquez, y plantea que esta última toma el gótico norteamericano para resignificarlo hacia lo argentino y su historia, pero desde la resemantización de una mirada feminista. Allí, Gallego Cuiñas recupera el término «gótico femenino» de Ellen Moers, de 1976, que refiere a la cultivación de este género como estrategia para visibilizar la opresión social y política de la mujer. Pero, para la autora, Enríquez «va más allá, y desarrolla lo que podríamos denominar un “feminismo gótico” que proclama el empoderamiento de las mujeres a partir de lo siniestro como proceso de subjetivación» (2020, p. 4). Entonces, entendemos que la toma de la palabra de parte de esta autora se relaciona directamente con la escritura de lo vedado, con la exploración de sentidos asociados a los escritores varones, a su narrativa, con el trabajo de géneros donde no hay lugar para las mujeres.
Los Cuentos: la Marginalidad y lo Extraño de Ser Mujer
El Terror en Primera Persona: «Tela de Araña»
Encontramos que, en «Tela de araña», el narrar en primera persona es la posibilidad que nos permite espectar ese proceso interno que va gestando la toma de la palabra. Conocer lo que la protagonista se halla analizando, sin necesidad de acceder a los pensamientos de su marido, es también una toma de posición sobre las posibilidades. Porque, en el caso de las mujeres oprimidas de la obra de Enríquez, los hombres juegan un papel cristalizado, sin posibilidad de cambio, no porque así lo plantee el contexto, sino porque no es de su interés que sea diferente. Entonces, la acción queda enteramente en manos de las mujeres que, llegado el punto de no soportar más la violencia, accionan.
En este relato, accedemos a la historia de una mujer que afirma haberse casado casi por mandato. Incluso, cuando su tía lo conoce, luego de un largo tiempo sin presentarlo, intenta consolarla: «Bueno, nena, podría ser peor —me dijo cuando yo empecé a llorar—. Podría ser como Walter, que me levantaba la mano» (2016, p. 94). Es decir, es evidente que hay un registro de la violencia vivida en la familia, en especial, en la memoria de las mujeres, que son quienes hablan, quienes ponen en palabras esas impresiones y tensiones. El comienzo del conflicto, entonces, es el reconocimiento de la violencia. Lo interesante es que, en este cuento de Enríquez, las mujeres no están solas: han tejido las redes necesarias para acompañarse en estas situaciones violentas. Es factible el diálogo entre ellas, y no necesariamente deberá suceder en un encuentro revelador, sino que es parte de la cotidianeidad. Y la toma de la palabra, aquí, inicia con el poder hablar de lo que está ocurriendo: superar el silencio que estanca y asumir lo propio a través del lenguaje. Esto implica no solo poder decir lo que sucede, lo que soporta el cuerpo, sino también reconsiderar qué es lo que se merece o bien, más certero, qué es lo que no se merece soportar. Y, a partir de todas estas reflexiones, comienza un determinado proceso. En cuanto a los límites de esta operación, encontramos, por ejemplo, que la protagonista no tiene nombre. Lo que conlleva dejar de lado parte importante de su identidad, aunque pueda verbalizar lo que sucede y utilizar la palabra para generar un cambio; pero, en simultáneo, nos incita a pensar que es una situación tan común entre las mujeres que podría ser cualquier persona la que atraviese toda esa violencia. Entonces, el foco no está puesto en la protagonista como individualidad única, sino que va más allá y plantea todo un entramado social de base que afecta a la población femenina en general.
Relacionado a esto, algo importante que vemos en este relato es la necesidad de hablar:
Yo quería contarle más cosas de mi matrimonio [a Natalia]. Cómo Juan Martín me corregía constantemente: si yo tardaba en servir la mesa era una inútil, alguien que «estaba ahí parada haciendo nada, como siempre». Si tardaba en elegir algo, lo estaba haciendo perder tiempo a él (2016, p. 99).
La protagonista reconoce la violencia psicológica que su marido ejerce sobre ella, aunque no la nombra como tal; sin embargo, siente la necesidad de hablar de todo aquello. No obstante, no se da el debate sobre una solución posible: no se habla de separación ni de recurrir a algún profesional, por ejemplo. Sí, en cambio, se materializa una imperiosa necesidad de salir de la situación, a como dé lugar, incluso contemplando la posibilidad de la muerte. Comenzamos a ver un recurso frecuente en esta obra de Enríquez: al no encontrar salida posible, solo queda la autodestrucción. Ampliaremos esto en el siguiente cuento por analizar.
Respecto del contexto del relato, se trata de los años ochenta. Aunque no se especifica con exactitud en qué año transcurre el relato, sí encontramos referencias al Estado de Paraguay. Lo interesante de esta referencia, creemos, es que se inserta la sistematicidad de la violencia hacia las mujeres: es desde el Estado que se perpetúa. Por ejemplo, cuando están entrando a Paraguay, se hallan con controles militares: uno de ellos estaba borracho y se cuenta que los dejaron pasar, pero no sin «mirarles el culo» y realizar comentarios en voz baja. Juan Martín, esposo de la protagonista, ya lejos del puesto de control, les dice que hay que denunciarlos. La respuesta de Natalia, prima de la protagonista, es: «¿Y a quién vas a denunciar si ellos son el gobierno, chamigo?» (2016, pp. 99-100). Vemos cómo es recurrente el tópico del reconocimiento de la violencia, pero llevando consigo la impotencia de no poder actuar frente a ella. Se identifica, pero se vive con resignación.
Volviendo al proceso que atraviesa la protagonista, una segunda etapa, luego del poder decir, es el reconocimiento de los mecanismos de manipulación y de violencia que ejerce su marido sobre ella. Con esto, comienzan los cuestionamientos a la propia identidad, preguntándose por qué no sabe realizar actividades como manejar, incluso se plantea haberse casado porque no sabía qué hacer ni de qué trabajar. Sin embargo, en la desesperación de la intemperie, las posibles soluciones que va imaginando se relacionan siempre con la violencia: «Y pensé que sería fácil matarlo ahí, podría buscar un destornillador en el baúl y clavárselo en el cuello, él a mí no quería matarme, nada más quería tratarme mal y quebrarme para que odiara mi vida y no me quedaran ni ganas de cambiarla» (2016, p. 108).
En este punto, traemos a colación las reflexiones de Sánchez (2019) sobre el universo narrativo de la autora:
Resulta interesante observar también que la solución al problema de la violencia contra las mujeres en el universo narrativo de Mariana Enríquez recae en las propias mujeres: son ellas las que deben organizarse y buscar la forma de contrarrestar la situación, mientras que el colectivo masculino no asume ninguna responsabilidad, no se espera nada de él y hasta continúa con sus hábitos, dado que las mujeres victimizadas por sus parejas siguen apareciendo (p. 118).
Esto se explica en lo que desarrollamos hasta el momento, puesto que la protagonista del relato no concibe la posibilidad de que su esposo se comporte diferente, no está interesada en «reconstruir» el matrimonio, sino que parte de la base de que siempre será igual. Por ese motivo, busca escapar de la situación de cualquier manera. Y lo hará en complicidad con su prima.
La última noche de ese viaje, nuestros personajes descansan en un hotel de Clorinda, Formosa. En determinado momento, avanzada ya la noche, la protagonista va a buscar a su esposo a su habitación, pero no lo encuentra. La cama no estaba desarmada, la ducha estaba seca, no encontró ni su bolso ni su cepillo de dientes. Al contarle la situación a Natalia, le advierte que deben llamar a la policía: «Y me dijo que no. No seas tonta. Si se fue, se fue» (p. 114). Y dejan el lugar sin contarle a nadie sobre lo sucedido. En este punto, entendemos que la toma de la palabra también contempla el no decir, el elegir qué es lo que se problematiza y qué no. Nuestra protagonista decide que ya no es un problema que le concierna. Y se alejan, vislumbrando las nubes negras que advierten la tormenta.
«Las Cosas que Perdimos en el Fuego»
Pasemos ahora al segundo cuento que nos ocupa, homónimo al libro. El argumento versa sobre mujeres que comienzan a realizar una suerte de ritual, «las hogueras». Comienza cuando se relata la llegada de una mujer a un vagón del subte; esta mujer cuenta que su marido la prendió fuego: lo engañaba y estaba por abandonarlo; frente a esto, la prendió fuego, la «arruinó», «que no fuera de nadie más, entonces». Su marido cuenta que se había quemado sola: en medio de una pelea, ella se derrama alcohol encima y, aún mojada, se prende un cigarrillo. «Y le creyeron ―sonreía la chica del subte con su boca sin labios, su boca de reptil―. Hasta mi papá le creyó» (2016, p. 186). En este relato, se siguen cuestionando, como en el cuento anterior, las estructuras de poder patriarcales que establecen impunidad sobre algunas personas e impotencia e inacción sobre quienes las reconocen, pero no pueden intervenir. Y, aquí, como la toma de la palabra no es posible, porque no es un relato verosímil, creíble para la sociedad, se resignifica esa palabra y se utiliza para crear redes de acción frente a la violencia: en este caso, las hogueras.
Es interesante la narración en este relato porque inicia con una mirada retrospectiva que analiza un contexto (de violencia) como explicación de un fenómeno social: la quema de las propias mujeres. En este punto, creemos importante recuperar un hecho que sucedió en la Argentina, en 2010: el femicidio de Wanda Taddei. Eduardo Vázquez, su esposo, exbaterista de la banda de rock Callejeros, la prendió fuego durante una discusión. Lo que nos interesa traer a colación es lo que desató este femicidio: «el efecto Wanda», denominado por teóricos y periodistas. Con la muerte de Taddei, se desató una ola de asesinatos a mujeres signados por el odio hacia el género: cada 18 horas, una mujer era asesinada con esta modalidad, era prendida fuego por algún hombre de su entorno, generalmente, por una pareja sexoafectiva. Entonces, aquí, Enríquez está utilizando un hecho de la vida real para construir sus ficciones y a sus personajes mujeres, y ver cómo, dentro del imaginario social, se pensaban y configuraban las resoluciones o salidas a problemáticas de género. Toma lo sistemático de la violencia y ficcionaliza, ensaya imaginarios de lucha. En este cuento, se trata la automutilación. Una forma de protegerse ante el desamparo, llevada a cabo desde el dolor y la esperanza, en ese contexto particular, de ser dueñas de sus subjetividades.
Interesante de Enríquez es que, en sus textos, se cuenta desde la perspectiva femenina, esto es, encontramos la palabra de las mujeres violentadas que, de a poco, logran tejer redes para escapar a esas violencias. Sin embargo, no hay relatos en los que hable un varón, donde se cuente por qué o se intente problematizar las acciones que surgen desde la violencia de género. Podemos teorizar, entonces, que, en el momento histórico-social del relato en el que se producen los hechos, no hay esperanzas de que sea distinto, de educar a quienes creen tienen superioridad sobre el género femenino, sino que el panorama es de completo desamparo y, frente a la intemperie, se toman acciones para escapar.
Sin embargo, siguiendo a Drucaroff (2016), entendemos que «[n]o es un modo de “salvarse” de la violación y el femicidio, es un modo de gritar de rabia, de inmolar el cuerpo para ofrecerlo como bandera contra la violación y el femicidio» (p. 37). Es decir, podríamos pensarlo en términos de apropiación cultural, puesto que se ficcionalizan los mecanismos de control y poder ejercidos históricamente sobre ellas para revolucionar los vínculos y la identidad de la mujer: «Las quemas las hacen los hombres, chiquita. Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras. Pero no nos vamos a morir: vamos a mostrar nuestras cicatrices» (2016, p. 192).
Con las hogueras en boga, comienza a modificarse el entramado social, incluso se plantea que ya no hay trata de mujeres «porque nadie quiere un monstruo quemado» (2016, p. 195). Las mujeres, de alguna manera, se «empoderan» y comienzan a mostrarse. Podemos pensarlo como una solución que las quita de la sociedad, que las deja por fuera de la violencia que han recibido a lo largo de la historia porque ya no son funcionales a ese sistema que las utilizaba a placer y las abandonaba cuando ya no eran redituables… si es que es posible esta operación, y qué costos tiene. Escribe Gallego Cuiñas:
Ya no desaparece el cuerpo femenino, sino que se (sobre)expone su materialidad a-normal como prueba de las distintas «pedagogías de la crueldad» (Segato) sufridas. La resistencia por lo tanto es corpopolítica y tiene como objetivo el empoderamiento a través del control del cuerpo, que deviene sujeto político disidente (alegoría de movimientos como NiUnaMenos o las Madres de Plaza de Mayo) para articular una soberanía de la mujer: una nueva ideología, una nueva forma de tasar el valor del cuerpo, la vida y la muerte (2020, p. 4).
Pero todo este proceso de organización de las quemas y las posteriores grabaciones de cada una de ellas para que deje de cuestionarse que eran las mismas mujeres quienes organizaban las hogueras no estaba exento de contradicciones; piensa Silvina: «En si debía traicionarlas ella misma, desbaratar la locura desde adentro. ¿Desde cuándo era un derecho quemarse viva? ¿Por qué tenía que respetarlas?» (2016, p. 193). Sobre el final del cuento, entonces, vemos que se problematiza esa forma de autodestrucción, pero la protagonista no lo comparte con el resto del grupo, sino que se mantiene en su pensamiento. La palabra propia, en ese momento, se pospone en pos de los acuerdos colectivos entre mujeres.
Conclusión
Para finalizar, entonces, entendemos que la literatura es (se convierte en) un espacio para narrar la violencia, donde la palabra es necesaria para que se conforme como parte de las identidades de las protagonistas de los relatos, de sus historias. Quizá más cercano a un interrogante que a una respuesta, surge una cuestión: ¿por qué les interesa, a esta y tantas autoras, ocupar su literatura en esto y no, por ejemplo, limitarlo a la presencia en marchas o a su militancia desde otros espacios sociales? Como primer acercamiento, pensamos, por una parte, que es imprescindible plantear un cambio desde dentro de ese circuito que excluye. ¿Dónde más transformar la literatura y sus modos de leerse e investigarse si no es desde ella misma? Pero, asimismo, porque son trabajadoras que están buscando su lugar, que intentan cultivar la reflexión. No obstante, no queremos dejar de decir que podrían, todas estas autoras, problematizar, en sus ficciones, otras temáticas, que nada tengan que ver con el feminismo y, aún así, analizaríamos sus obras con esta mirada porque también estarían rompiendo con un orden patriarcal: no hace mucho tiempo, las mujeres utilizaban seudónimos masculinos para poder publicar. No nos resultan relevantes sus escrituras por sus temáticas necesariamente, sino por el gesto de apropiarse de la palabra, ficcionalizarla y proponer otras voces, otros personajes, un modo de narrar diferente. Un mundo diferente.
Visto desde esta perspectiva, tiene sentido que el gesto sea doble, como mujeres y como escritoras que ficcionalizan la violencia: el hecho de tejer redes y comentar, difundir y recomendar los trabajos de sus colegas; las revalorizaciones de aquellas escritoras pioneras en la materia que han quedado vedadas por ese narrador neutro del que hablamos, por esa sociedad que no permitía la porosidad de sus fronteras; sin embargo, entendemos todo esto sin perder de vista el objeto final: ser parte de la literatura, no de «mujeres que escriben», no de «escritoras y violencias» o cualquier otra subcategoría. Tomar el lugar, apropiarse de la palabra y poner en cuestión la sistematicidad del machismo en el campo literario. Y, por supuesto, a nivel ficción: proponer nuevos personajes en escena, nuevos diálogos, problemáticas vistas desde una perspectiva otra: la voz que irrumpe. También, creemos, ficcionalizar las vivencias de la violencia porque la literatura recoge, pero también conforma imaginarios sociales y representaciones. Al decir de Mariana Enríquez: «La puerta se cayó de tanto patear» (La Nación, 2020). Ese narrador cristalizado está en vías de transformación por la labor incansable de escritoras que militan el espacio, pero que también lo vuelven ficción.
Referencias Bibliográficas
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Domínguez, N. (2019). «Escrituras de la urgencia. Otra vuelta sobre arte, política y feminismo». Gualichos, (1), 7-18.
Drucaroff, E. (2011). Los prisioneros de la torre: política, relatos y jóvenes en la postdictadura. Buenos Aires: Emecé.
Drucaroff, E. (2016). ¿Qué cambió y qué continuó en la narrativa argentina desde Los prisioneros de la torre? El matadero, (10), 23-40.
Enríquez, M. (2016). Las cosas que perdimos en el fuego. Editorial Anagrama.
Enríquez, M. (2020, ene. 19). Scherer, F. «Mariana Enríquez, la reina del realismo gótico». [Entrevista]. La Nación. Disponible en línea: https://www.lanacion.com.ar/cultura/mariana-enriquez-reina-del-realismo-gotico-nid2324952/
Sánchez, L. A. (2019). «Resistencia y libertad: una lectura de “Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enríquez desde las perspectivas de Foucault y de Beauvoir». Acta Literaria, (59), 107-119.
Sarlo, B. (2012). Ficciones argentinas: 33 ensayos. Buenos Aires: Mardulce.
Notas