DOSSIER: «TIERRA Y TERROR. LOS HORRORES DE LA LITERATURA ARGENTINA»

EPIDEMIA DE HORROR: CRUELDAD E «INHUMANIDAD» EN «EL INTERCESOR», DE LAS ESFERAS INVISIBLES, DE DIEGO MUZZIO

Horror Epidemic: Cruelty and “Inhumanity" in "the Intercessor” of The Invisible Spheres by Diego Muzzio

Cristina Andrea Featherston Haugh
Universidad Nacional de La Plata (UNLP), Argentina

Gramma

Universidad del Salvador, Argentina

ISSN: 1850-0153

ISSN-e: 1850-0161

Periodicidad: Bianual

vol. 34, núm. 71, 2023

revista.gramma@usal.edu.ar

Recepción: 11 Julio 2023

Aprobación: 08 Agosto 2023



Resumen: El horror se presenta como un elemento constitutivo de la narrativa de Diego Muzzio. Lo inexplicable, lo uncanny, se entreteje en los relatos incluidos en Las esferas invisibles (2015) con una sociedad asolada por la epidemia de 1871 y la finalización de la guerra del Paraguay. El artículo se propone indagar las estrategias de las que se sirve el autor para representar el horror surgido de la confrontación del hombre con lo desconocido e irracional, con la amenaza diaria de la muerte. Asimismo, se enfocarán los recursos discursivos que le permiten al autor relacionar y hacer interactuar los horrores físicos con los psíquicos: los primeros, estrechamente vinculados con el contexto político y social en que se desenvuelven los hechos, y los segundos, relacionados con el gusto del espectáculo que produce la muerte. En ambos casos, las profusas relaciones intertextuales multiplican las voces que intentan expresar el horror. El artículo se focalizará, especialmente, en la nouvelle «El intercesor».

Palabras clave: Horror, Uncanny, Violencia Política, Violencia Psíquica, Gótico.

Abstract: Horror looks like a constitutive element in Diego Muzzio’s narrative. Uncanny interweaves in Las esferas invisibles’snouvelles with a stressed society, devastated by 1871 plague and the Paraguayan War. Our presentation proposes itself as a quest of Muzzio’s narrative strategies in order to represent horror which originates from the confrontation of human beings with unknown and irrationality, with daily death fear. We will investigate the rhetorical instruments through which the author settles close relationship between physical horror and psychic one. The first come, generally, from a political and social context where the characters and the facts take place: second ones are related with death seen as spectacle. To this complex representation of horror, it must be added, as a discourse strategy, many intertextualities which many times deal with horror. Our approach will put focus on “El intercesor”.

Keywords: Horror, Uncanny, Political Violence, Psychic Violence, Gothic.

Si, de acuerdo con las expresiones de Eudora Welty (Lovecraft, 1999, p. 4), los cuentos de horror tienen, al menos, un pie en la tumba, podríamos afirmar que los relatos de Diego Muzzio incluidos en Las esferas invisibles (2015) hunden sus dos pies en ella. La muerte, la guerra, la peste permean los ámbitos en que transcurren las tres nouvelles incluidas en el volumen publicado en 2015, que confirma una tendencia ya perceptible en un libro de cuentos anterior, Mockba (2007), y anticipa problemáticas que encuentran una acabada manifestación en la novela publicada con posterioridad, El ojo de Goliat (2022).

El contario Las esferas invisibles presenta como marco histórico, que actúa como hilván de las tres nouvelles, la peste de fiebre amarilla que asoló a Buenos Aires a principios de 1871 y sembró el pánico entre sus habitantes. Si bien el efecto de la epidemia sirve de marco a los tres relatos, en el primero de ellos, actúa como mero entorno del acto narrativo central representado por la confesión impenitente de Francisco Vidal; en el caso de «El ataúd de ébano», las muertes provocadas por la fiebre constituyen el nudo de los sucesos narrados, íntimamente relacionados con la multiplicación de muertes y la consiguiente dificultad de hallar féretros. En «La ruta de la mangosta», los tambores del carnaval unidos al agravamiento de la epidemia señalan el punto de partida de la iniciación del narrador en una técnica y en un consumo que determinan, muchos años después, la certeza de su muerte, en 1917, como «último apestado de la epidemia de fiebre amarilla de 1871» (Muzzio, 2015, p. 216).

Diego Muzzio, considerado por José Agustín Conde de Boeck (2018) un representante del Gothic revival en la literatura argentina contemporánea, se sirve de este marco para explorar las profundas relaciones entre el mal (cuya naturaleza indaga) y el marco social y político en que se manifiesta.

En «El intercesor», la nouvelle que abre Las esferas invisibles, la experiencia ciudadana de la epidemia convoca, en el relato enmarcado, otro espacio, el desierto, la zona fronteriza entre la civilización y la indiada, representada como el espacio en el que convergen fuerzas ancestrales y elementos ominosos que torturan al narrador de segundo grado, cuyo relato es recogido por el sacerdote innominado que, en medio del proceso histórico de la epidemia, recibió el testimonio de Vidal. Cabe aclarar que el moribundo padece una enfermedad que no es «el vómito negro» (Muzzio, 2015, p. 14); tampoco quiere repetir el rito de la confesión sacramental que el sacerdote viene escuchando de los apestados, sino que solo «quiere que escuche [su] historia» (p. 16) y, tras escucharla, aventure una explicación.

El paratexto elegido como epígrafe de la nouvelle da cuenta del contacto de Marlow, el narrador de El corazón de las tinieblas (2015), con el mundo en el que habita Kurtz. Más allá de la ineludible recurrencia a la legitimidad «de modelos autorizados dentro de la alta cultura», que Conde de Boeck considera una constante de la literatura de Muzzio (Conde de Boeck, 2018, p. 64), la cita elegida sugiere al lector informado una diáfana clave interpretativa al condensar una de las claves del tipo de horror, a nuestro juicio el más significativo, al que refiere. Kurtz, el personaje conradiano, se asoma al abismo; cuál sea el origen del horror, del «pavoroso terror, de una intensa e irredimible desesperación» (Conrad, 1985, p. 121) a los que se asoma, sigue siendo motivo de discusión crítica. Marlow, que, además de narrador, ha realizado el viaje hacia la «estación interior», no duda en relacionar el horror de la experiencia imperial con el horror diabólico. Cuando rememora el momento del contrato, el marino no puede omitir que «aquellas dos mujeres tejiendo sus lanas negras guardaban las puertas de la Oscuridad» (Conrad, 1985, p. 25). Qué valor tiene para él dicha «oscuridad» es siempre trabajado con una ambigüedad que, en todo momento, amplía la significación. Pese a una generalizada lectura crítica que trata de descartar la dimensión metafísica de la obra de Conrad, el propio Edward Said, líder de la lectura que sensibiliza acerca del horror que supuso el imperialismo, en una de las últimas entrevistas que concedió, reflexiona sobre la posibilidad de tales lecturas y descarta la unívoca interpretación política de ese horror:

Las preocupaciones de Conrad fueron siempre más amplias que las de muchos de sus críticos partisanos […]. En realidad, Conrad no creía en la acción política de ninguna naturaleza y era un pesimista a la manera de Nietzsche… La gran diferencia entre Conrad y yo mismo, al final, y esto es verdadero para Nostromo como para Elcorazónde lastinieblas, es que, políticamente, para Conrad no había ninguna alternativa. Disiento con él, para mí siempre hay una alternativa pero Conrad resultó incapaz de esa esperanza constitutiva, y considero que sería frívolo adscribírsela (Said, en Ambakisye-Okang Dukuzumurenyi, 2003, mins. 1.25.32 ).

Para Conrad, los problemas políticos eran, fundamentalmente, problemas de índole moral y, en esa misma tónica, el narrador de «El intercesor», como Marlow en la novela conradiana, recibe la confesión de un personaje paralizado por la angustia y el miedo de lo vivido, semejante a la confesión «llena de angustia y miedo, llena de aborrecimiento y condenación» (Conrad, 1985, p. 121) con que Kurtz pronuncia sus palabras finales. De un modo parangonable con la actitud de Kurtz, Francisco Vidal solicita la comparecencia del sacerdote narrador, no para arrepentirse o salvarse, pues considera que no hay misericordia divina capaz de redimirlo, sino para dar testimonio de la tempestuosa angustia de su alma atormentada y posiblemente también con el fin de trasladar su inquietud al alma del joven sacerdote. El epígrafe, al traer a juego el texto de Conrad, nos hace presente a Kurtz, quien no solo se deteriora y degrada a través de meses de soledad, sino que también narrativiza la reversión hacia «la bestia», hacia lo diabólico, de modo que su recorrido, mucho más que un desplazamiento por el Congo belga, representa un derrotero más profundo y menos distinguible y material: se trata del viaje nocturno hacia el inconsciente, hacia «la confrontación con el sí mismo» (Guerard, 2009, p. 43). De algún modo, la confesión de Kurtz, como la de Vidal, da cuenta de un hombre atrapado por el mal circundante que muere (bien que no en paz) en su cama. El texto de Conrad explora las complejas relaciones del ser humano con situaciones problemáticas de violencia, y es utilizado por Muzzio para anticipar, desde el paratexto, indagaciones semejantes en su relato, que confirma su reiterado interés por la problemática acerca de la naturaleza del mal. El intertexto conradiano, por lo tanto, interpela al lector con la pregunta acerca de si el horror al que se enfrenta Kurtz (y, por traslación, Vidal) es el horror de Occidente, como han sostenido las interpretaciones de corte político, o, si como lamenta J. Hillis Miller, se reviste de una entidad suedometafísica (Hillis Miller, 2012, p. 36; ver Lawtoo, 2012), de una condición presente en lo profundo de cada hombre y mujer, en cualquier lugar y en las más diversas latitudes. El intertexto elegido por el autor resulta productivo a la hora de instaurar la ambigüedad no solo en el plano de la historia, sino también en el plano de las corrientes interpretativas que ha generado.

La acción de «El intercesor» comienza en abril de 1871 y su narrador principal, un sacerdote que, cuando recibió el testimonio que nos transmite, era joven y lleno de fe, admite, a la hora de transmitirnos el relato, que, posiblemente, debido a las múltiples muertes a las que ha asistido, al discurrir de la vida y a los sucesos que nos va a relatar, su fe se ha debilitado «como la hoja de un cuchillo muy usado» (Muzzio, 2018, p. 17)[1].

El sacerdote relata (omite las razones para hacerlo) la transcripción fiel que, finalizada la epidemia de 1871, realizó de lo que le contara Francisco Vidal, quien lo había convocado en su lecho de muerte tres días antes de morir. Tanto Vidal como el sacerdote evitan explicitar (en esto el texto sigue el modelo conradiano) cuál es el pecado que cada uno, a su turno, considera que no obtendrá la misericordia divina:

A menudo en la soledad de mi cuarto o en la celebración de la misa, mientras repito las palabras y los gestos de un rito ancestral y hoy vacío de significado para mí, vuelvo a escuchar su voz: ¿lo perdonará su Dios, llegado el momento, cuando el gallo cante para usted? Y también su sarcástica y postrera absolución (Muzzio, 2018, p. 17; cursiva del original).

El motivo por el cual se relata la historia, como anticipamos, se omite. Contrariamente al viaje de Jonás a la ballena y al viaje de Marlow en El corazón de las tinieblas, ninguno de los protagonistas retorna a una zona iluminada ni en el sentido literal, ni en el sentido simbólico. Ninguno de los dos narradores logra recuperar las promesas y anhelos de su vida juvenil: Vidal no alcanza el título de médico y ve amputada su ambición de paliar los dolores corporales de los hombres; el narrador no recupera la convicción juvenil que la peste o el relato de Vidal han indefectiblemente resquebrajado. Una vez más, el texto se enriquece mediante el diálogo con Conrad, pues Marlow tampoco vuelve a ser, luego de su viaje al Congo, de su contacto con el corazón de las tinieblas, el Marlow que habíamos conocido en un relato anterior titulado «Juventud».

La historia articula el horror en un modo que podríamos representar como círculos concéntricos. El primero, de acuerdo con la teorización de Patrice Gueniffrey en Dictionnaire de la violence, se relaciona con el contexto amplio de crisis general que amenaza a una comunidad (Gueniffrey, 2011, p. 1272), en este caso, la peste de fiebre amarilla de 1871, en Buenos Aires. Este tipo de crisis suele buscar la cohesión de la comunidad a través del sacrificio terrorífico de un chivo expiatorio, que recurre a la violencia en un intento, en oportunidades desesperado, de reestablecer el orden perdido. En el relato, este primer círculo violento queda representado por la reacción popular frente al aumento de las muertes: «A causa de la precipitación y el miedo, se enterraban personas vivas. En el sur, una muchedumbre vindicativa incendiaba conventillos y orfelinatos señalados como focos de infección. No había autoridad alguna» (Muzzio, 2015, p. 12).

En medio de esa violencia desatada que se presenta como un fin en sí misma y como un anhelo de restauración del orden perdido a través de la identificación de un culpable, la confesión impenitente de Francisco Vidal nos contacta con el terror de naturaleza política, que se reviste de características muy diversas. En esos casos, la violencia es instrumentalizada y se emplea de modo estratégico y calculado. Se trata de una violencia teleológica en cuanto supone una premeditación deliberada que genere temor y posibilite el control sobre la sociedad. El relato de Vidal nos traslada al año 1838. La elección no es aleatoria (sello recurrente en muchos relatos de Muzzio), sino que se focaliza en el período rosista entre los años 1838 y 1851, caracterizados por los historiadores como los más sintomáticos del terror mazorquero, brazo armado del régimen que no dudó en instrumentar políticas represivas destinadas a amedrentar e intimidar. La violencia ejercida desde el gobierno durante este período se encuadraría dentro de lo que Gueniffrey (2011, p. 1267) categoriza como «violencia medio», que, muy distante en cuanto a objetivos de aquella que estalla en las catástrofes, supone siempre un «empleo premeditado y calculado en su intensidad y en sus fines políticos» (Baechler, 1999, p. 588). Se plasma, en estos casos, como estrategia necesaria para el cumplimiento de cierto objetivo del poder. El padre de Vidal, de acuerdo con la confesión, trabajaba como escriba de Rosas y comete el «delito» de avisar a tres jóvenes amigos de su hijo que integraban una lista de personas «señaladas por las redes de espionaje y delación del Restaurador» (Muzzio, 2015, p. 18). Tras la poco prudente advertencia del padre, el joven Vidal resuelve, con una decisión al tiempo ética y peligrosa, avisar a sus compañeros y, de este modo, incita la animadversión del Régimen. Los amigos logran exiliarse en Montevideo, y el tirano parece no acusar recibo de lo ocurrido, hasta que, con un manejo pavoroso del timing del terror, un par de meses después, desliza en el escritorio del escribiente una lista de las futuras víctimas encabezada por los nombres del propio escribiente Vidal y su hijo Francisco. La sutileza perversa en el manejo del terror apabulla:

Creyó que lo detendrían en el acto y que lo arrastrarían a las caballerizas o a la galería y lo degollarían allí mismo de pie, como era la costumbre para que bailara los últimos estertores sobre un charco de su propia sangre[2]. Pero mi padre había subestimado la crueldad de aquel patrón de estancia (Muzzio, 2015, p. 19).

De esta manera, en esta instancia, se adueña del escenario el terror político que, a juicio de Julliard, persigue prioritariamente el objetivo de ejercer «una acción psicológica sobre una parte de la población indócil, rebelde u hostil al poder de turno» (Julliard, 1987, p. 3). La magnitud del terror es tal que nadie le dirige la palabra a Vidal, y aún su jefe, el capitán Andrade, que apreciaba al teniente, se ve impelido a prohibirle la despedida de su familia. La autoridad omnímoda al mismo tiempo que invisible de Rosas se sobrepone a cualquier otro sentimiento.

Vidal es trasladado al Fortín, cuyo nombre ha cambiado de «Federación» a «Desolación». Durante el camino hacia el impuesto ostracismo, el paisaje se presenta brumoso, con una neblina que parece querer «engullirnos como si fuésemos algo irreal o provisorio» (Muzzio, 2015, p. 21). Las escasas líneas de luz se extinguen a causa de una tormenta; los viajeros se detienen en un rancho habitado por una vieja (uno podría pensar en una suerte de cita de «El Sur»[3]), que no cesa de dibujar sobre la cabeza de los viajeros la señal de la cruz como signo preanunciatorio del inminente encuentro con el mal, ya no meramente político, sino de contornos metafísicos. ¿Intención de exorcizar a los viajeros?

Se abre un tercer círculo de un horror diverso y atemorizante. Los indicios que recoge Vidal sobre el fortín hacia el que se dirige, unidos a los rasgos del camino transitado, acentúan los temores y las ansiedades del estudiante de Medicina, al tiempo que alimentan, con creciente intensidad, el sentimiento de terror del lector. Los espacios del gótico tradicional (monasterios, castillos, ruinas) se metamorfosean en un fortín en el que todo parece destartalado:

El fortín era un cuadrado imperfecto y se encontraba enclavado sobre una ondulación del terreno que no podía ser calificada ni de meseta ni de loma. Al norte, la empalizada estaba formada por troncos de diferentes espesores y alturas, que la impericia o desidia de los constructores había dispuesto en espacios irregulares, muy separados unos de los otros. Hacia el sur, la única defensa consistía en una muralla de tres varas de alto, hecha de adobe y tosca. Un mangrullo torcido, sin techo ni vigía, se elevaba por sobre el cerco. A un lado los corrales, un puñado de caballos raquíticos (Muzzio, 2015, p. 27).

Si, en el gótico tradicional, «el agente pasivo del terror es el castillo o la ruina» (Varma, 1923, p. 19), en el relato de Muzzio, el fortín imperfecto, con su mangrullo torcido, se presenta como la expresión del poder natural frente a las creaciones humanas. El relato se detiene a presentar otra zona de la realidad que se construye a partir de los comentarios de la vieja y las imágenes visuales: el muro permeable y poroso, desvencijado, anticipa, desde lo meramente espacial, tan significativo para los relatos de terror, la imposibilidad de discernir claramente los límites. La empalizada, que se reviste de valor simbólico más adelante, resulta incapaz de afirmar la frontera entre la «civilización» del fortín y la circundante amenaza indígena.

El arribo de Vidal al fortín supone su incorporación a un mundo caótico, en el que toda jerarquía aparece fracturada. Su supuesta autoridad en el fortín se torna imposible debido a su incapacidad para desentrañar los motivos de la misteriosa desaparición del capitán Sánder, posiblemente condenado a causa de sus amores prohibidos con un tal JLT, abogado unitario. Vidal intenta ejercer su autoridad, pero fracasa. A través de los escritos de Sánder, guardados en un baúl junto a una Biblia[4], Vidal accede a una primera caracterización de los escasos soldados que defienden el fortín. Se trata de un conjunto de malhechores de diferente calaña, entre los que convendría particularizar a Luis Villafañe, antiguo seminarista acusado de «haber incendiado una iglesia atestada de feligreses» (Muzzio, 2015, p. 34), y el negro Tumba, de quien los escritos de Sánder cuentan que huyó de la casa de una familia cordobesa tras degollar a dos sirvientes y robar alhajas. Había vivido en las tolderías y, aprehendido por la autoridad, había sido condenado y sobrevivido a un fusilamiento. Sánder anticipa que practicaba la magia negra (recordemos el cerco de sangre y el cerco monstruoso de cabezas bestiales que rodea al salitral[5]). María, una de las dos mujeres que habitan el fortín, confirma la naturaleza diabólica del Negro, organizador de orgías, en las cuales orquestaba los turnos de revolcarse con las cuarteleras y se reservaba la «prerrogativa de proponer acoplamientos estrambóticos» (Muzzio, 2015, p. 41). El Negro, representante de un «orden irracional primitivo» (Muzzio, 2015, p. 38), somete a todos los habitantes del fortín, y el lector es trasladado a un tercer círculo del horror, que se concentra en subrayar la irracionalidad de las experiencias, la imposibilidad del discernimiento desapasionado de lo que se experimenta; la dificultad para discernir los límites entre lo vivido y lo soñado, entre lo diurno y lo nocturno, entre el bien y el mal. Cabe señalar que, mientras difumina estos límites, el discurso de la nouvelle recupera algunas constantes de la narrativa del terror: el Negro, en su abyección, se acerca a las figuras satánicas, a lo monstruoso, a lo inefable. Asimismo, no deberíamos soslayar que el personaje no solo hunde sus raíces en la categoría de lo gótico, asociado, desde sus comienzos, a la barbarie, sino que, también, cristaliza, en el marco de la literatura argentina, las oposiciones decimonónicas consagradas por Sarmiento. Sin embargo, la figura resulta más ambivalente de lo que podría esperarse, pues queda vinculada, en adición, a la idea de vigor y fuego, de fuerza atrayente que imanta las imaginaciones del propio Vidal y de los habitantes del fortín, que permanecen, inicialmente, fieles al teniente. Tumba cumple el papel de villano fascinante, que, como resulta consuetudinario en el gótico tradicional, «es el personaje más interesante de la novela» (Punter, 1996, p. 10). Podríamos agregar, también, el personaje más inasible. La noche en que se presenta «antiguo como un ídolo de piedra» (Muzzio, 2015, p. 50) en el dormitorio del deportado que ya ha sucumbido a la codicia despertada por el proveedor Inchauspe, el personaje sugiere que ha venido del mundo de los muertos:

Dijo: «Cuando estuve muerto he visto al ángel del Señor. Era tuerto el ángel porque dos ojos se distraen más que uno […] y también: Yo soy como esa empalizada de troncos que deja pasar el viento y nada más. El viento es el espíritu del desierto, las almas de los dijuntos que andan buscando una escalera como el alma de Sánder, que anda ciega y tanteando y no encuentra. Yo le alvertí [sic.] que no anduviera alejándose de mi protección» (Muzzio, 2015, p. 51).

Y, sin embargo, el lector queda autorizado a dudar acerca de la maldad absoluta del Negro, ya que esa noche en que se presenta frente al dormitorio de Vidal, lo exhorta a este a dejar la salina en paz, pues el cerco protector que ha tejido alrededor es precario. Francisco lidera la expedición y, en el transcurso, cruza varios límites: el cerco bestial cuya destrucción comienza él mismo, las borracheras nocturnas causantes directas de la ceguera de los expedicionarios, las relaciones promiscuas que se entablan entre todos. No obstante la intención de Vidal de identificar el mal con el Negro y su relación con lo animal y lo bestial, el horror de lo que hemos denominado el tercer círculo del terror se amplía hacia otras zonas. El misterioso y fantasmal proveedor, Abel Inchauspe, queda homologado, por la mención final a la tentación de Jesús en el desierto (confróntese con Mateo 4, 1-11), con una figura diabólica. Es él, y no Tumba, quien tienta a Vidal, cuya buena voluntad ha ganado a través de sutiles estrategias, como la de recordar todos los huesos del cuerpo humano. El arriero despierta la codicia de Vidal y de sus compañeros de aventura. Las palabras en latín que Vidal escucha durante la matanza, cuyos ejecutores está impedido de individualizar, hacen alusión a la trayectoria del ser humano en medio de las tinieblas. El lector, así como ignora la procedencia de Inchauspe, ignora si el mal proviene de él o del Negro Tumba o del propio Vidal, quien había ostentado, en el pasado, los atributos del héroe convencional (juventud, inteligencia, decisión), pero que, en las horas previas a su muerte, transmite la historia de horror al joven sacerdote como una pesadilla de la que no puede despertar y a la cual condena, a través de su confesión, a su paciente interlocutor. Vidal asegura que no hay misericordia divina capaz de interceder por él. Los motivos de esta aseveración nunca son explicitados. Las palabras en latín que rumió durante sus años de ceguera, escuchadas en medio de la matanza, pueden haber sido pronunciadas por Villafañe, lugarteniente del Negro, pero también pueden ser producto de los miedos del personaje. El texto presenta un claroscuro psíquico, en el que la mirada queda continuamente nublada por los reflejos de otros mundos evanescentes. La oscuridad física en la que deambula Vidal no es sino símbolo de la noche existencial que lo amenaza.

La historia da cuenta de un mundo carente de claridad, habitado por los temores que nos hacen oscilar entre lo ignorado y lo familiar; un terror mucho más profundo que el generado por las catástrofes o el políticamente implementado se ha adueñado del relato. En este tercer círculo del terror, el texto trabaja con la representación del mal, del temor frente a la muerte y lo ignoto. «Un sentimiento de pavor jadeante e inexplicable frente a desconocidas fuerzas malignas» del que hablaba Lovecraft (1967, p. 121). Da cuenta de un hombre asediado por poderes que no pueden ser explicados por el racionalismo inhumano. Nos enfrenta, finalmente, con la oscuridad que rodea al hombre, que, como el matrimonio perdido en el cementerio en el relato «Mapas», incluido en Mockba (2007), advierte que la condición humana nunca podrá salir del cementerio, porque la muerte y el horror la asedian y se extienden «alrededor de ellos en todas direcciones» (Muzzio, 2007, p. 63).

Referencias Bibliográficas

Ambakisye-Okang Dukuzumurenyi (2003, abr. 20). Edward Said: The Last Interview [Video]. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=CxW0uJBWVIY

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Borges, J. L. (1956). Ficciones. Buenos Aires: Emecé.

Conde de Boeck, J. A. (2018). «La simbólica del mal: lo siniestro en la obra de Diego Muzzio». Estudios de Teoría Literaria. Revista Digital: artes, letras y humanidades, 7 (13), 61-72.

Conrad, J. (1985). El corazón de las tinieblas. Buenos Aires: Hyspamérica.

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Guerard, A. J. (2009). «On Marlow as Central Character». Bloom, H. Joseph Conrad´s Heart of Darkness (41-46). Nueva York: Infobase.

Hillis Miller, J. (2012). «Heart of Darkness revisited». Lawtoo, N. (ed.). Revisiting the Horror with Lacoue-Labarthe (39-54). Londres: Bloomsbury.

Julliard, J. (1987). «De la Terreur comme moyen de gouvernement». Le Mouvement Social, 138, 3-4.

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Lovecraft, H. P. (1967). Dagon and other Macabre Texts. Londres: Victor Gollancz.

Lovecraft, H. P. (1999). El horror sobrenatural en la literatura. Buenos Aires: El Aleph.

Muzzio, D. (2007). Mockba. Buenos Aires: Entropía.

Muzzio, D. (2015). Las esferas invisibles. Buenos Aires: Entropía.

Muzzio, D. (2022). El ojo de Goliat. Buenos Aires: Entropía.

Punter, D. (1996). The literature of Terror. The Gothic Tradition. i. Londres: Routledge.

Schvartzman, J. (1996). Microcrítica. Lecturas argentinas (Cuestiones de detalle). Buenos Aires: Biblos.

Varma, D. (1923). The Gothic Flame. Londres: Arthur Baker.

Notas

* Profesora y doctora en Letras e investigadora de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Profesora Titular de Problemáticas de Literatura Inglesa y profesora adjunta ordinaria de Literatura Inglesa y de Literatura Argentina «A» en la UNLP. Correo electrónico: cfeatherstonhaugh@yahoo.com
[1] Una situación muy semejante se presenta en el cuento «El correo del zar», incluido en Mockba (2007).
[2] El relato dialoga intertextualmente con textos decimonónicos entre los que podríamos considerar «La refalosa», de Hilario Ascasubi, escrito desde la óptica contraria, pero que deja «a la víctima la tarea de la recreación imaginaria del tormento» (Schvartzman, 1996, p. 86). Como apunta Schvartzman y como les ocurre a los personajes de Muzzio, la amenaza, apoyada en una práctica consuetudinaria, se constituye en una «obstinada pedagogía del terror» (Schvartzman, 1996, p. 96).
[3] Se puede distinguir un eco de «El Sur» en la presentación de la vieja del poncho que habita en el rancho: «En el suelo, apoyado en el mostrador se acurrucaba inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia» (Borges, 1956, p. 183). La vieja es presentada, en el texto de Muzzio, de la siguiente manera: «Adentro, arrimada al rescoldo del fogón, descubrí a una vieja que llevaba un ponchito muy corto, del color del humo, y que revolvía las cenizas con una vara» (Muzzio, 2015, p. 23).
[4] Resulta interesante destacar la asociación, por proximidad, entre las memorias descriptivas de Sánder escritas en una libreta de tapas negras y la Biblia. La borradura de límites, presente en la desvencijada empalizada y el inservible mangrullo, se multiplica en simbólicos planos del relato.
[5] El corazón de las tinieblas.
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