DOSSIER: «NUEVAS LECTURAS SOBRE EL NEOBARROCO DE NUESTRA AMÉRICA»

ENTREVISTA A CARLOS BATTILANA

Pablo Valle
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Universidad Nacional de Avellaneda, Argentina

Gramma

Universidad del Salvador, Argentina

ISSN: 1850-0153

ISSN-e: 1850-0161

Periodicidad: Bianual

vol. 34, núm. 70, 2023

revista.gramma@usal.edu.ar



Carlos Battilana nació en Paso de los Libres (provincia de Corrientes, República Argentina), el 19 de septiembre de 1964. Vive en la provincia de Buenos Aires.

Es profesor de Semiología y de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires y también en la Universidad de Hurlingham. Ha publicado Unos días (1992); El fin del verano (1999); Una historia oscura (antología, 1999); La demora (2003); El lado ciego (2005); Materia (2010); Narración (2013); Velocidad crucero (2014); Un western del frío (2015); Una mañana boreal (2018). En este mismo año, se publicó su poesía reunida, Ramitas. Su libro más reciente es La lengua de la llanura (Caleta Olivia, 2021). Varios poemas suyos han aparecido en numerosas antologías, suplementos culturales y revistas especializadas.

En 2017, seleccionó y prologó Una experiencia del mundo, artículos de César Vallejo. Su tesis doctoral se llama Crítica y poética en las revistas de poesía argentinas (1979-1996), y está centrada en las revistas Último Reino, Xul, La danza del ratón y Diario de Poesía, sus debates y confluencias, y la traumática transición dictadura-democracia.

(Una acotación personal: creo que es uno de los mayores especialistas en poesía argentina y latinoamericana, uno de los mejores poetas argentinos contemporáneos y —privilegio para mí— un gran amigo).

La idea de la entrevista es rondar el tema del barroco y neobarroco, cómo lo ve él, sobre todo, en relación con las revistas que ha estudiado; y, en segundo lugar (aunque siempre imbricadamente), conocer cuál es su posición frente al (neo)barroco en particular y si su poesía ha procesado, de alguna manera, la influencia de esa estética.

Pablo Valle [en adelante, P. V.]—Una de las cuestiones más habituales que se plantean respecto del barroco es la distinción entre un período concreto (posterior al clasicismo, ligado a la Contrarreforma, etcétera) y un estilo que puede rastrearse en distintas épocas y autores[1]. La postulación del neobarroco (y del neobarroso, etcétera) parece más a favor de esta última teoría. Me gustaría saber tu opinión.

Carlos Battilana [en adelante, C. B.]—La pregunta está situada entre la experiencia histórica y el estilo como conjunto de rasgos que van más allá de la época. Recuerdo que José Maravall planteaba, en su libro La cultura del barroco (1975), que el Barroco se circunscribía a un periodo histórico particular. Indicaba que había factores puntuales (la inestabilidad económica europea, la creciente migración de los habitantes del campo a las urbes, etcétera) que configuraron una visión de mundo y una sensibilidad vital determinada. La moral relativa provenía de un sujeto en cautela adaptado a cada circunstancia. En este sentido, el Barroco se situaría en el siglo xvii, y sus manifestaciones literarias y artísticas provendrían de un ambiente y de un clima de época y espacio específicos. No obstante, habría otra perspectiva, otro pliegue. Recuerdo la noción de «barroco de Indias», acuñada por Mariano Picón Salas, que percibe una diferencia o, al menos, se aleja de la idea de un trasplante cultural liso. La producción colonial americana no habilita hablar de un mero trasplante de la cultura peninsular a América.

Por un lado, la fusión de elementos europeos e indígenas fue clave para construir una producción artística con rasgos particulares y una genealogía americana, como notablemente lo hace sor Juana Inés de la Cruz en su poema inconcluso «¿Cuándo, númenes divinos? ...», donde rechaza la lisonja y el elogio de las luminarias europeas en favor de un linaje americano:


Por otro lado, lo que se llamó el neobarroco, con autores como José Lezama Lima y Severo Sarduy, cada uno, a su modo, aparece como una manera de reformular la experiencia de la modernidad desde América Latina y verificar un «hilado» implícito de la americanidad. La resignificación del barroco del siglo xvii en el siglo xx procura dar cuenta de una Imago a lo largo de la historia. En el Río de la Plata, entre nosotros, en la década del ochenta, Emeterio Cerro, Tamara Kamenszain y Arturo Carrera, entre otros, llamaron la atención sobre este fenómeno artístico y poético. La intervención de Néstor Perlongher reformuló el nombre como «neobarroso», que obedecería a un cincelado estilístico que recoge ecos y voces en un contexto particular, el del barro, el del limo del Río de la Plata, como materia poética. Su famoso poema «Cadáveres» registra esos cuerpos asesinados durante la última dictadura «flotando en el pantano». Desde mi punto de vista, es imposible que los contextos de enunciación no graviten en la producción artística, pero eso no significa que un fenómeno estilístico no se proyecte con nuevos pliegues históricos más allá de su tiempo de emergencia. Ese modo de ver, leer y escribir atraviesa la experiencia cultural latinoamericana a través del tiempo.

P. V.—Otro tema recurrente, claro, es la caracterización del barroco. Algo parecido a lo que pasa con el modernismo (una de tus especialidades). Pero la teoría literaria no puede basarse en la relación lógica comprensión/extensión[2].

Propongamos una serie de rasgos (frecuentes en la bibliografía):

Parece difícil que un poeta no tenga algunas de estas características y, por lo tanto, no sea asociado al barroco...

C. B.—El barroco representa una visión del mundo. Un tipo de sensibilidad que se vincula con la mirada sobre las cosas. Es una nueva percepción sobre lo real donde se reformula la idea de lo «bello». En el barroco se postuló la noción de poetización y figuración pictórica fuera de los cánones vinculados a la proporción y la armonía. Es cierto que, en el caso de la poesía, hay procedimientos retóricos característicos en el barroco que aparecen de manera reiterada: el hipérbaton, la antítesis, el oxímoron, el retruécano, etcétera. No obstante, por un lado, algunos de esos recursos son utilizados en diversos movimientos y épocas (por ejemplo, ya que mencionaste el modernismo, José Martí, en sus Versos libres, utiliza el hipérbaton de manera recurrente), y, por lo tanto, no son procedimientos exclusivos del barroco. Por otro lado, las figuras retóricas y la composición poética derivan de una experiencia discursiva y una perspectiva del mundo. El hermetismo y la distorsión óptica son consecuencia de una sensibilidad y una visión de mundo.

P. V.—Eduardo Espina[3], por ejemplo, habla de neo-no-barroco o de barrococó. Apuesta a una incomunicabilidad radical, a la ausencia de sentido y de referente..., un «lenguaje equipado únicamente de lenguaje». Sin embargo, en uno de los poemas emblemáticos del neobarroco, se dice cincuenta y seis veces «Hay cadáveres». ¿No puede interpretarse esto como una afirmación del referente a pesar de todo (y también a pesar de que termine, dialécticamente, con «No hay cadáveres»)?

C. B.—En el poema de Néstor Perlongher se repite la palabra «cadáveres» más de cincuenta veces («Hay cadáveres»): cincuenta y cuatro de manera afirmativa, una de forma interrogativa y la última, de manera negativa. El enunciado final de Perlongher («No hay cadáveres»), más que la ausencia de muerte, inscribe el efecto reprimido, omitido por el Estado, y denuncia una negación de la evidencia: los cadáveres que empezaban a emerger desde el fondo de la tierra se volvían inocultables. En este texto, lo referencial resulta visible. En otra línea, recuerdo el poema en prosa «Muda desaparición», de Víctor Redondo (del libro Circe, cuaderno de trabajo 1979-1984), que es también referencial: «Estamos velando un rostro que partió de una foto que se supone a esta altura ha de formar parte de la tierra, o de la arena, o del Río de la Plata […]. Se vieron muertos volando sobre el río: ¿realidad o imaginación?» (1985, p. 59). El poema de Perlongher supuestamente debería responder a la estética neobarroca, y el segundo, el de Redondo, a la estética neorromántica, de acuerdo con los consensos críticos. Pero ¿responden a ellas o las exceden? La referencia, en ambos poemas, juega un papel crucial.

P. V.—Vos hiciste tu tesis sobre revistas de poesía en la transición democracia-dictadura. ¿Cómo jugó, entonces, la contraposición neobarrocos/objetivistas? ¿La diferencia era radical o había vasos comunicantes (como, de alguna manera, opina Martín Prieto; por ejemplo, influencias comunes: Juanele[4])?

C. B.—Realicé una tesis de doctorado en la Universidad de Buenos Aires sobre revistas de poesía en el período que mencionás. Las revistas de la época tenían posiciones estéticas distintas: Ultimo Reino, Xul, La danza del ratón. La revista Diario de Poesía, cuando sale por primera vez, en 1986, reformula el campo poético: por un lado, cambia la agenda de problemas y reconfigura el modo de hacer revistas de poesía (por ejemplo, la venta en los quioscos como hecho cultural no fue menor, ya que la relación con los lectores se vio mediada por una dimensión mercantil distinta a la de la cofradía minúscula y la limitada distribución). Diario de Poesía se distribuyó en el espacio público de manera profesional. Ese hecho, al menos como intención, estableció una diferencia con el resto. La revista trabajó con una marca que se erige como específica, e incluso como ajena a la poesía: la marca del periodismo. Realidad y simulacro. Era un gesto que implicaba una tensión. La retórica de esta publicación, al presentarse como «diario», proyectó cierta masividad y una intención de apertura, aun imaginariamente. Al estudiar cada una de las revistas, me percaté de que, en verdad, en ese período temporal, hubo un conjunto de disputas por el propio sentido de la poesía en la esfera social. Como siempre ocurre en el campo intelectual. La aparición de Diario de Poesía fue determinante, puesto que no solo fue un acontecimiento en términos editoriales, por la tirada de ejemplares significativamente mayor a las demás entregas, sino que articuló una agenda que incluía la introducción de poetas nuevos en la escena literaria, en algunos casos, y la resignificación de otros autores ya canonizados, a partir de abordajes realizados en sus famosos dossiers. Además realizó una amplia tarea de traducción de poetas de diversas lenguas, en la que Mirta Rosenberg tuvo una intervención decisiva. Podemos leer, en las traducciones elegidas, también una mirada indirecta acerca de la poética de la revista. Diario de Poesía se diferenció del neorromanticismo propuesto por Último Reino (esta revista articuló una propuesta neorromántica en sus primeros números; luego, esta perspectiva varió), cuya noción de la poesía se relacionaba con una visión órfica. También se diferenció del neobarroco que, con sus juegos con el significante, construía un sentido desviado de la función referencial. Dos artículos programáticos polemizaron con las estéticas neobarroca y neorromántica: «El neobarroco en la Argentina», de Daniel García Helder, publicado en el número 4, y «Un romanticismo sin sujeto», de Ricardo Ibarlucía, publicado en el número 9. En su mirada sobre el neobarroco, Helder critica la suntuosidad léxica, amagar «misterio en todo», armar «simulacros de revelación donde no se dice nada» y ostentar «el derroche» superficial en la expresión. Propone, en cambio, «conseguir el sustantivo más adecuado y el adjetivo menos accesorio», e imagina una poesía «sin heroísmos del lenguaje», pero arriesgada «en su tarea de lograr un tipo de belleza mediante la precisión». El texto de Helder criticaba el neobarroco poético por su carácter exuberante de superficialidad lujosa y por lo que consideraba la exaltación del sinsentido. Ya antes, en la propia revista, se perciben, desde su número inicial, indicios de reserva y distanciamiento respecto de aquellas estéticas, tanto las del neobarroco como la del neorromanticismo. No obstante, hay que remarcar que no fue por generación espontánea como se fue consolidando el espacio poético en la década del ochenta, en los albores de la democracia. Obviamente el nuevo contexto político había habilitado una mayor diversidad, pero fue en un momento de clausura cuando se tejió paulatinamente una red de actividades y discursos poéticos que tuvieron como protagonistas a las otras revistas de poesía. Diario de Poesía propuso una estética a la que se denominó «objetivista», cercana a ciertos referentes que obraron como base de un imaginario: William Carlos Williams, Francis Ponge, Juan José Saer, Joaquín Giannuzzi. La obra de Juan L. Ortiz también fue una presencia fundamental. Pero es una producción que anega distintos grupos y estéticas, y, en ese sentido, hay un uso de Juanele en función de los propios intereses poéticos de cada movimiento. Por ejemplo, la percepción del paisaje como marco poético es una posibilidad de uso, aun cuando uno de los rasgos distintivos de Juanele sea el extremado lirismo, aspecto distante del ideal poético del Diario de Poesía. El dossier dedicado a Juan L. Ortiz, en el número 1, constituye una operación crítica en la que, más que el aspecto lírico predominante, se destaca la referencia paisajística, e incluso la alusión social. La mirada del paisaje, tópico frecuente del poeta entrerriano, es un hecho estético decisivo. Observar los objetos sin sobredimensionarlos se constituye en una de las operaciones preferidas de los escritores que conforman el equipo editorial de Diario de Poesía, articulada bajo la forma de cierta impersonalidad retórica: «no ideas, salvo en las cosas». La famosa frase de William Carlos Williams condensaba esta concepción.

Respecto de las revistas Xul y Diario de Poesía, estas fueron atravesadas por sensibilidades poéticas distintas. Es cierto. No obstante, si bien fueron significativas las estéticas neobarroca y objetivista, respectivamente, no ocuparon todo el espacio de la revista. No hubo un programa previo que las proyectara, sino que esas estéticas impregnaron aquellas publicaciones en determinado momento. Este acercamiento se verificó a través de poemas, ensayos, reseñas y columnas de opinión. Pero las cosas no fueron tan irreductibles. Xul tuvo cierto interés en el neobarroco. También, por el concretismo brasileño, por la poética de Vigo, por la obra de Juan L. Ortiz, por las vanguardias, por la poesía de Oliverio Girondo, etcétera. Fue una revista muy atractiva, que tenía un espíritu de exploración. Pero es cierto que Xul establece fundamentalmente filiaciones con la poesía concreta, por un lado, y con el neobarroco, por el otro, cuyo punto estético de encuentro podría sintetizarse en torno a la postulación de un código diferencial de lectura que se desmarcaba de las poéticas existentes en ese momento. La publicación se inició en octubre de 1980, todavía en época de dictadura. La revista reformulaba la noción de legibilidad, ya que el hermetismo propuesto en sus textos era legible con otro código comunicativo que se oponía a lo ilegible de la lengua oficial, entendiendo por esto último una zona de ocultamiento que tenía su manifestación en la censura. La tradición concretista y la tradición neobarroca le permitieron a Xul recuperar y formular una reflexión acerca del significante, la dimensión fónica y la disposición espacial del poema, que cumplieron un rol preponderante en su poética experimental[5].

En el caso del Diario de Poesía, cuando la publicación consolidó una identidad, se observa una aproximación de sus integrantes (Samoilovich, Freidemberg, Aulicino, Helder, Prieto) a la estética que se llamó «objetivista», que, de todos modos, está lejos de articularse como un movimiento sostenido en el tiempo. Hubo también numerosos textos heterogéneos distantes de la estética objetivista en Diario de Poesía. Publicar un poema en las revistas Xul y Diario de Poesía no dejó de ser un acto crítico que dialogaba y pugnaba con otros textos.

P. V.—Al respecto, es notorio el artículo de García Helder en el número 4 de Diario de poesía, «El neobarroco en la Argentina», una suerte de manifiesto donde contrapone, a la suntuosidad léxica de los neobarrocos, un diccionario restringido, y a la indeterminación del sentido posmoderno —presente sobre todo en la obra de Carrera—, una máxima de Ezra Pound: «La literatura es el lenguaje cargado de sentido». Es decir que ese artículo es simultáneamente opositivo y propositivo, en tanto no solo impugna total o parcialmente el movimiento neobarroco, sino que instala, simultáneamente, los principios de lo que un tiempo después, en la misma revista, se llamó «objetivismo» (Prieto, 2007, p. 28).

A su vez, Edgardo Dobry dice: «Debemos establecer aún otra diferencia entre objetivismo y neobarroco. Este fue un movimiento que abarcó a toda Hispanoamérica y que incluyó a muchos poetas radicados fuera de su ámbito nacional y aun lingüístico» (1999, p. 50). ¿Te parece una diferencia pertinente?

C. B.—Sí.

P. V.—¿Cómo te situarías en esa «polémica»? En tanto crítico y, sobre todo, poeta. ¿Te parece superada? ¿Hay un «camino del medio»? Por ejemplo, encontré que Emiliano Bustos, en una reseña de El fin del verano, afirma lo siguiente: «Battilana es decididamente lírico en una plaza gobernada por la antilírica» (Prieto, 2007, p. 39).

C. B.—Mis intereses sobre este tema en el campo de la crítica se manifestaron en esa investigación que te mencioné, y que cristalizó en una tesis. Publiqué varios artículos sobre el asunto en distintos ámbitos, uno de los cuales sintetiza la tesis, en el tomo último de la Historia crítica de la literatura argentina. El escrito se llama «Revistas de poesía: proyectos estéticos y controversias críticas». Con el tiempo, pensé que, como todo acto crítico, no deja de tener una dimensión autobiográfica, de acuerdo con lo que predicó Oscar Wilde, y, entre nosotros, Enrique Pezzoni. Investigar ese período fue también un poco investigar mi propia posibilidad de enunciación poética. Te confieso que esos debates, si bien me interpelaban por muchos motivos interesantes que se ponían en juego, también me confirmaban la idea de lo lejos que está en mi espíritu la noción de facción a la hora de escribir.

P. V.—La cualidad lírica de tu poesía me parece evidente, casi una redundancia. Ahora bien, en algunos textos tuyos, sobre todo tempranos, veo rasgos que podrían ser barrocos: cierto hermetismo, preeminencia del significante, autocuestionamiento del poema y del lenguaje... Me gustaría analizarlos más de cerca (aunque sé que es muy difícil hablar de la propia obra...).

Por ejemplo, de Unos días.


El tema de la muerte, extendido a través de cierto hermetismo y una disposición espacial particular. ¿Estarías de acuerdo?

C. B.—Sí, estoy de acuerdo. Son algunos poemas que pertenecen a mi primer libro, Unos días (1992). Ese título, que es una especie de sinécdoque de lo que nos toca temporalmente, estar «unos días» en la vida, y cuyo enunciado proviene de un sintagma habitual de la oralidad, contiene algunos poemas en los que gravita ese susurro neobarroco. Un amigo de entonces, ná Kharellif-ce, me acercó ese susurro, la época y la lectura de Néstor Perlongher. No obstante, mi temperamento fue claramente por otro lado. El descubrimiento de César Vallejo, la poesía norteamericana, la irrupción de Raymond Carver, más el humus de la poesía italiana (Ungaretti, Quasimodo, Montale) y los aires de Pavese, sumados al lirismo de Fijman, Viel Temperley y Pizarnik, y los poetas coetáneos, toda esa mezcla seguramente gravitó. De modo lateral, yo frecuentaba un grupo de poesía que hacía una revista llamada La Mineta, armada con hojas mecanografiadas sueltas. La dirigía Rodolfo Edwards. Allí publiqué algunos poemas, y las conversaciones y lecturas en ese sitio me interesaron mucho. Desgarrado entre voces de la época y entre mi carrera en la facultad, de la que obtenía un aprendizaje duro, precioso y desconocido, y las lecturas de poesía que hacía por fuera del ámbito académico, que me fascinaban, me fui formando de una manera casi esteparia. Deambulaba por la ciudad: iba a lecturas y «recitales» de poesía (según el término de aquel momento). Fui conociendo a poetas y publicaciones. Fui explorando un mundo increíblemente estimulante. En esa época, conocí a Osvaldo Bossi, por ejemplo, entre otros escritores. Ambos éramos del conurbano y frecuentábamos sitios similares. Éramos (aún somos) amigos.

Esos poemas que vos leíste de manera detallada, y con un criterio crítico de cuidado y atención, no los incluí en Ramitas, la poesía reunida que editó Caleta Olivia, en 2018. Saqué algunos poquísimos poemas, justamente los que mencionás. Creo que leer el conjunto de los otros poemas nos lleva a un territorio lírico de otra índole.

P. V.—O este caso, donde «el procedimiento tenso» parece aludir al conflicto con el referente, y se expresa además con el encabalgamiento y el espacio forzado.


C. B.—Sí. Esos poemas pertenecen a una etapa en la que la cuestión de la reflexión sobre el poema la hacía en el propio texto. Hay algunos en mi primer libro, y alguno más en otras publicaciones posteriores. De algún modo, un poema no deja de ser un metapoema, no porque refiera explícitamente a una reflexión sobre los procedimientos o sobre las palabras, sino porque, como dice Octavio Paz en Corriente alterna, «el poeta nombra a las palabras más que a los objetos que éstas designan». Los poemas de cualquier índole no dejan de trabajar a contracorriente del statu quo de la lengua, de su inercia instrumental. Juan Gelman hablaba del «lenguaje calcinado» al referirse a la poesía. La dimensión social de la poesía consiste en su crítica al lenguaje, a la escucha rítmica del habla oral, a la atención de su desvío cuando está a punto de envejecer. Respecto del poema que mencionás, sí, en ese poema el espacio en blanco, en tanto significante del poema, parece tener un valor crucial.

P. V.—En El Lado ciego, hay un breve poema en prosa que se llama «Signos».


Otra vez la cuestión de las palabras y del referente. Pero también de los «signos del mundo» que se ofrecen, reticentes, a la percepción.

C. B.—Es posible que la opacidad se filtre en lo que escribo. El paisaje, por un lado, aparece como referente (el mar, la llanura, el jardín como condensación de la naturaleza, la ciudad); pero, por otro, también se filtra ese hueco de misterio, digamos así, que, en ocasiones, se vincula con lo inescrutable, y, en otras, con la perplejidad de lo existente.

P. V.—No te quiero abrumar citando más de tus poemas, pero este, de El fin del verano, me parece particularmente significativo.


C. B.—Como sos, evidentemente, un lector atento y sutil, ese poema se articula con esos poemas que mencionaste anteriormente. Forman parte de ese clima. Y se publicó en Ramitas. Hay palabritas allí («brillosa») o versos («Deja de representar lo real») que están en esa estela. Hay un poema que releí hace poco, llamado «Las vísperas», de El fin del verano, donde aparece la palabra «látex», tan cara a Perlongher, y reaparece la palabra «brillo», ahora en forma de verbo. Ecos.

P. V.—En cambio, tenés muchos poemas, sobre todo de los más recientes, que tienden —quizás engañosamente— a una narratividad cuasi objetivista.


¿Es esto un cambio de perspectiva, una «evolución»?, ¿o simplemente una posibilidad más, dada en una alternancia? ¿Te parece que tu poesía seguirá este camino a partir de ahora?

C. B.—La narratividad es una forma de la poesía. Se usufructúa lo narrativo en favor de un ritmo poético. Por un lado, lo narrativo puede estar en el poema en prosa que siempre me interesó como forma. Incluso desde el principio hay ese tipo de poemas en mis libros. Pero, por otro lado, es cierto que, a partir de Materia (2010), los poemas se extienden, y se ve más claramente la presencia de una historia. ¿Cuál sería la cualidad poética de la narración? Pienso en el título El arte de narrar, de Juan José Saer, que forma parte del género poético. Entre mis libros de poesía, hay uno que se llama Narración, que editó Vox, de Bahía Blanca, que piloteaba Gustavo López. El título está en singular. Son pequeños cuadros narrativos en el invierno de Mar del Sur. Tal vez lo poético de esos textos provenga del ritmo y de la mirada sobre el instante y lo efímero. Ese tesoro del instante.

En el caso de los poemas narrativos en verso, creo que el despliegue del poema consiste en contar una historia, breve o extensa, pero, de pronto, la lengua, por efecto textual, se concentra de tal modo que interrumpe la temporalidad sucesiva en favor de lo discontinuo. Como si la temporalidad narrativa se viera atravesada por una imagen que absorbe todo el conjunto, y eso promoviera nuestra atención. La atención a un detalle del texto que, más que dar cuenta del conjunto, lo ilumina.

P. V.—En definitiva, y para concluir-resumir, te pregunto cómo te situás vos, en tanto crítico y poeta, frente al barroco/neobarroco.

C. B.—Yo me sitúo más bien como lector, pero no creo que mi experiencia poética haya tenido que ver con eso. Leí con placer a sor Juana Inés de la Cruz, una de las grandes poetas latinoamericanas. Leí a los poetas modernistas con fascinación, el lujo y el exotismo modernista latinoamericano (que se vincula con la experiencia del Barroco en más de un punto); leí a Perlongher, tanto su poesía como sus ensayos. Entre mis amigos poetas, está Nakar Ellif-ce, con el que hemos leído en el Centro Cultural Rojas y participado en una antología. Su poesía acontece como impronta expansiva y vibración proliferante de los significantes. Colaboré en revistas cercanas a esa experiencia, como Plebella, que dirigió Romina Freschi.

Pero yo tomé otro rumbo. Ese rumbo se vincula con una lírica de susurro, sin muchas estridencias. Y también se vincula con la dimensión material del mundo y de la propia escritura. Intenté mezclar y fundir experiencias aparentemente antitéticas. De ahí mi interés muy preciso, hacia fines de los ochenta y principios de los noventa, por la poesía norteamericana más cruda, de cierto minimalismo, en la que el humo del capitalismo aparece como paisaje de fondo junto con mi interés por la experiencia hermética de la poesía italiana, más la oscuridad maravillosa de Georg Trakl y el lirismo de Juanele. Todas esas lecturas fueron una ebullición.

                    1. Intenté mezclar y fundir experiencias aparentemente antitéticas.

Para finalizar, y sin intentar hacer un resumen de lo charlado con Carlos, me gustaría señalar un rasgo sobresaliente que fue apareciendo aquí y allá: lo metapoético, que, si bien forma parte de todo poema —de todo texto (me recuerda Roman Jakobson)—, en el Barroco ocupa un lugar preponderante, desde Lope de Vega («Un soneto me manda hacer Violante») y sor Juana (los «Ovillejos») hasta las versiones «neo» o «pos».

No me parece extraña —aventuro—, en este sentido, la coincidencia o retroalimentación entre el neobarroco y el posestructuralismo (explícita en Sarduy, el «amigo americano» de Tel Quel): lo metalingüístico y lo intertextual, intersectados y generalizados.

En cuanto a Carlos Battilana: su propuesta impacta como un intento profundo y auténtico de superar, o más bien de atravesar, esos paradigmas y, efectivamente, abrir un rumbo otro, el suyo: «una lírica de susurro, sin muchas estridencias», pero que no deja de vincularse con «la dimensión material del mundo y de la propia escritura».

Referencias Bibliográficas

Battilana, C. (2009). «Formas de lo ilegible. En torno a la revista Xul». Celina Manzoni (ed.). Errancia y escritura en la literatura latinoamericana contemporánea (pp. 113-126). Alcalá la Real: Alcalá Grupo Editorial.

Dobry, E. (1999). «Poesía argentina actual: del neobarroco al objetivismo». Cuadernos Hispanoamericanos, 588 (junio), pp. 45-57.

Espina, E. (2015). «Neo-no-barroco o barrococó: hacia una perspectiva menos inexacta del neobarroco». Revista Chilena de Literatura, 89 (abril). Santiago, Universidad de Chile, pp. 133-156.

Maravall, J. A. (1975). La cultura del barroco: análisis de una estructura histórica. Barcelona: Ariel.

Prieto, M. (2007). «Neobarrocos, objetivistas, epifánicos y realistas: nuevos apuntes para la historia de la nueva poesía argentina». Cahiers de Lirico. Revista de la red interuniversitaria de estudios sobre las literaturas rioplatenses contemporáneas en Francia, 3, pp. 23-44.

Redondo, V. F. A. (1985). Circe, cuaderno de trabajo 1979-1984. Buenos Aires: Último Reino.

Notas

* Profesor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Docente de dicha universidad y de la Universidad Nacional de Avellaneda. Correo electrónico: pablovalley@gmail.com
[1] La bibliografía sobre barroco es rigurosamente inabarcable. Sintéticamente: aunque puede entenderse como un período artístico específico, estéticamente el término «barroco» también es aplicable a todo estilo artístico contrapuesto al clasicismo. Otra forma de decirlo: el vocablo «barroco» se puede emplear tanto como sustantivo cuanto como adjetivo; y tanto en mayúscula (época) como en minúscula (estilo)... Dos obras de Heinrich Wölfflin son fundamentales: Renacimiento y Barroco (1888) y Conceptos fundamentales de la historia del arte (1915). Y dos síntesis, muy útiles: H. Hatzfeld, (septiembre-diciembre 1948). «Resumen crítico de las teorías barrocas recientes», traducción de Lidia Contreras de Rabanales de «A Critical Survey of the Recent Baroque Theories», BICCiv, 3, pp. 461-491; y R. Wellek. (1962). «El concepto del barroco en la investigación literaria». Anales de la Universidad de Chile 125, pp. 124-154.
[2] Comprensión: ‘conjunto de notas inteligibles o características de un concepto’. Extensión: ‘conjunto de individuos a los que se aplica un concepto’. En la investigación literaria, muchas veces se desliza este subterfugio lógico; inútil, ya que, aunque se pudiera identificar un grupo cerrado de «notas», la aplicación a un conjunto de individuos siempre sería problemática. Pasa con el barroco, el modernismo y cualquier otro movimiento o estilo.
[3] Espina, E. (2015, abril). «Neo-no-barroco o barrococó: hacia una perspectiva menos inexacta del barroco». Revista Chilena de Literatura, 89: «... convendría, hablar de neo-no-barroco o barrococó, en vez de neobarroco para definir el espectro en constante aparición y disolución de una poética multiforme y coral que atraviesa el lenguaje como excavadora y máquina demoledora, convencida de que solo al “otro lado” de las palabras la mente tiene algo para decir y va a decirlo como quiere, sin sentirse responsable de la “comunicabilidad” o no de las palabras elegidas para interpelarla. El emprendimiento de interpretación saca de quicio a cualquier intento por hallar significado donde no es cuestión de que lo haya o no, sino que siempre hay más de uno. [...] lenguaje equipado únicamente de lenguaje. [...]. El poema es un objeto inasible. Es una creación absoluta, carente de ideología y sin relación alguna con la historia. [...]. El desdén por los hechos empíricos, por cualquier tipo de mirada fiel a lo supuestamente cierto de lo real. [...]. Las palabras arremeten contra las evidencias del mundo empírico para dejarlas incumplidas. Pasan al lado de la realidad para mirarla fijamente desde lejos. [...]. Hay un acto de liberación lingüística aconteciendo donde las palabras se reúnen para dar cabida a un habla espástica. Las palabras, precisamente, también ellas, tienen derecho a expresar lo que más tarde solo ellas serán capaces de entender» (passim).
[4] Prieto, M. (2007). «Neobarrocos, objetivistas, epifánicos y realistas: nuevos apuntes para la historia de la nueva poesía argentina». Cuadernos Lirico. Revista de la red interuniversitaria de estudios sobre las literaturas rioplatenses contemporáneas en Francia, 3, pp. 23-44: «Sin embargo, la biblioteca argentina de los objetivistas tuvo notorios puntos de contacto y de reunión con la de los neobarrocos: el primero y más notorio: Juan L. Ortiz». Y en una nota al pie muy significativa: «Es verdad que hoy tal vez no se vean tan tajantes las diferencias entre unos y otros, pero eso se debe menos a la inexistencia de diferencias conceptuales evidentes que al hecho de que los poetas que empiezan a publicar en los años noventa, lectores simultáneos y desprejuiciados de Diario de poesía y de los neobarrocos, construyen una obra tan tributaria de unos como de otros, con lo que es la herencia la que anula, o apacigua, las evidentes diferencias de la tradición».
[5] Véase Carlos Battilana (2009), «Formas de lo ilegible. En torno a la revista Xul». Celina Manzoni (ed.), Errancia y escritura en la literatura latinoamericana contemporánea (pp. 113-126). Alcalá la Real: Alcalá Grupo Editorial. (Nota de C. B.).
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