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APOSTILLAS SOBRE EL POLICIAL ARGENTINO ACTUAL: ENTREVISTA A HORACIO CONVERTINI
Gramma, vol. 33, núm. 69, 2022
Universidad del Salvador

ENTREVISTA

Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 33, núm. 69, 2022

Apostillas sobre el Policial Argentino Actual: Entrevista a Horacio Convertini[1]

                    1. ¿Cómo atajás ese mundo diferente que se te va a venir encima?

                      Horacio Convertini

La literatura policial contemporánea está signada por la ambigüedad, es decir, por la imposibilidad de establecer distinciones radicales y fijas de índole diversa, como pueden ser las éticas y las identitarias de acuerdo con los personajes que la transitan, el tratamiento que de ellos se realiza, los posicionamientos narrativos y los temas trabajados.

Ya no existe, como se proponía para el policial de enigma, un «cosmos» que debe ser restituido luego del «caos» al que conduce el crimen, y mucho menos existe la lucha dialéctica entre el «bien» y el «mal» que se desprende de la dicotomía primaria. Así, la ambigüedad también abarca este aspecto y torna absurda la pregunta por quién es víctima y quién es victimario, ya que ambos polos se entrecruzan mediante una membrana permeable.

Quizá la pregunta «Who has done it?» ahora se traslade al interior del protagonista, que, en ocasiones, se cuestiona qué ha hecho, pero, sobre todo, quién es. Un tema que se hace extensivo al lector: como tal, probablemente cualquiera de nosotros podría sentirse tentado de dudar sobre la identidad de aquel personaje; de hecho, el propio narrador lo aborda con trazos contradictorios en vistas a elaborar un retrato realmente complejo.

Pienso en obras como Oscura monótona sangre, de Sergio Olguín; en Ciudad Santa, de Guillermo Orsi; en 77, de Guillermo Saccomanno; en Degüello, de Gabriela Massuh; en Chamamé, de Leonardo Oyola, por solo citar algunas. Ellas están nutridas por la ambigüedad mentada, pero también por la imbricación genérica, que no nos permite hablar de «policial» a secas o incluso de «policial negro», como Todorov (2021) entendía esta vertiente (fusión de los dos momentos constitutivos del policial de enigma: el de la consumación de un crimen y el del descubrimiento de quien cometió ese crimen, que confluyen en un tiempo único). Estamos, en el mejor de los casos, ante «literatura criminal», que no le teme a la hibridación genérica.

Otro elemento que caracteriza estas obras, al igual que a Los que duermen en el polvo (2017), de Horacio Convertini, es su vinculación dialéctica con el contexto de producción: la literatura criminal habilita una lectura que tiende a problematizar el entramado social y el estado de cosas mediante al rastreo de datos extratextuales (hitos históricos, muchas veces, como ha señalado Elsa Drucaroff en Los Prisioneros de la torre [2011] en relación con lo que ella denomina «Nueva Narrativa Argentina»).

Ahora bien, ¿es legítimo hablar de «realismo»? Arduo debate siquiera para pretender acá. Lo que podemos sostener con certeza es que entran en juego acontecimientos históricos de índole nacional, tales como la crisis socioeconómica y representacional del 2001. Dicho con pocas palabras, estos textos vehiculizan datos extradiegéticos, en especial, a través de referencias sociohistóricas, espaciales y culturales, que son puestas en tela de juicio en términos éticos y políticos.

Esto se vincula con la característica temática del policial negro, tal como entiende Todorov. «La novela negra moderna se constituyó ya no alrededor de un procedimiento de presentación [de los hechos], sino, más bien, alrededor de un ambiente presentado, de personajes y de costumbres particulares; dicho de otro modo, su característica constitutiva es temática» (2021, pp. 4-5).

¿Cuáles son esos elementos temáticos que identificamos en gran parte del corpus apenas acá esbozado? La violencia, el crimen, la (a)moralidad de los personajes, la impunidad, el miedo, el abuso de poder, la hipocresía, la corrupción, el narcotráfico, la trata de blancas, el femicidio/feminicidio, la soledad, la cultura de masas y sus productos, el desmembramiento de los lazos sociales y, sobre todo, el abordaje ambivalente de estos fenómenos. Incluso se llega a problematizar la noción misma de humanidad y su eventual derrumbamiento.

Un aspecto distintivo más: la frontera. En la actualidad, la mayoría de los textos policiales hecha en la Argentina apela a la espacialización de la violencia. De hecho, podemos afirmar que hay una búsqueda constante de tratar espacios urbanos, con sus hipotéticos centros y periferias, ambos, por lo general, en estado de degradación: aquello que queda «del otro lado» suele invadir los barrios más encumbrados de la Capital; mientras que, en simultáneo, el centro suele invadir «ese otro lado» y, en ambos movimientos, no se detecta una valoración ni positiva ni negativa (tal como ahora sucede también con la relación entre lo culto y lo popular).

La frontera es tópico fundante de nuestra literatura, cuya fertilidad llega hasta el presente. Esto lo identificamos de manera particular en la narrativa policial contemporánea, al igual que lo hacen otros investigadores e investigadoras, como María Laura Pérez Gras (2020) en lo que respecta a la «narrativa especulativa»[2].

Por su parte, Marcela Crespo realiza una observación iluminadora: «Escapando constantemente a […] generalizaciones y afanes definitorios homogeneizantes, la literatura argentina ha ido desplazando, reelaborando y resementizando permanentemente la noción de frontera» (2014, p. 14). Sin embargo, dentro del grupo de Sur, clave para comprender la evolución del género policíaco, esta tendencia fue, en el mejor de los casos, mero color local y, más puntualmente, tergiversación abstracta. La poética del grupo Sur exigía evitar cuestiones de índole social. En «Emma Zunz», de Borges, por ejemplo, la presencia de alusiones a un contexto social fabril y portuario —con frecuencia trabajado por el grupo de Boedo desde otra perspectiva— es estrictamente necesaria para que la anécdota funcione, pero no se profundiza en ese espacio. Similar es el escenario descripto en «La muerte y la brújula», del mismo autor, una abstracción idealizada de la Ciudad de Buenos Aires a través de un proceso de extrañamiento de las coordenadas espaciotemporales, tal como sucede con la película Invasión, de Hugo Santiago Muchnik, con guion también de Borges y de Bioy Casares.

En cambio, las ficciones de algunos autores argentinos de las últimas décadas del siglo xx y del xxi, más o menos próximas al género policial (Sergio Bizzio, Sergio Cheifec, Sergio Olguín, César Aira, Gabriela Cabezón Cámara, Guillermo Orsi, Álvaro Abós, Federico Jeanmaire, Juan Martini, Cristian Alarcón, Leonardo Oyola, Alicia Plante, Dolores Reyes, Ricardo Strafacce, el mismo Horacio Convertini, etc.) reelaboran las nociones de frontera y configuran un modo diferente de representar la marginalidad, frecuentemente encarnada en la figura de la villa, ya no tan ligada a la estética realista tradicional de aquellos escritores «... que sostenían una función social para la literatura» (Saítta, 2006, p. 90). Estamos ante algo nuevo.

Estos escritores discuten, una y otra vez, las posturas tradicionales con respecto a la frontera, sus límites e (im)posibles definiciones que, en última instancia, no son más —ni menos— que un cuestionamiento a las definiciones positivistas heredadas de la década de 1880, que tienden a la homogeneización de la identidad personal, cultural y nacional de los colectivos sociales. El tratamiento ahora ya no es de la frontera, sino de las fronteras, y, sobre todo, de los intersticios, esos espacios que no son ni un «acá» ni un «allá», ni un «centro» ni un «margen».

Los narradores suelen posicionarse como traductores que no se asientan del lado de un «nosotros» o del lado de un «ellos», como sucedía en la literatura de los dos siglos anteriores, pensando, por ejemplo, en Sarmiento, en Echeverría y contando. Por eso no es azarosa la elección espacial. Entre otros lugares, por ejemplo, es regular la aparición del llamado Puente Alsina (en Los que duermen en el polvo, ese puente aparece destruido), tradicionalmente concebido como uno de los límites entre el centro y el margen.

Como en la precursora Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, lo que hallamos son descripciones de espacios y de sus habitantes a partir de las cuales se nos señala que la violencia reside en todos y que, dadas las condiciones que impone el sistema socioeconómico actual —poscapitalismo en términos de Jameson (2015) y Mark Fisher (2016)—, todos podemos ser víctimas y victimarios.

En este planteamiento, apalancados en observaciones de Crespo (2014), subyace un cuestionamiento radical de la previa visión antinómica y racionalizadora de la frontera. Esto lo detectamos, por ejemplo, en el hecho de que el poder económico, en los textos contemporáneos, se administra en la ciudad, pero se digita desde el suburbio; la delincuencia —en su forma más violenta o solapada— opera en «ambos» espacios: prostitutas, ladrones y asesinos surgen de la villa, del basural o de los estudios contables de las torres de Puerto Madero, el barrio de los nuevos ricos porteños, como sucede en Oscura monótona sangre (2010), de Sergio Olguín. Lo peculiar de esta «espacialización» es que, con frecuencia, al momento de hacer anotaciones sobre estos emplazamientos, aplica el sintagma «y viceversa», ya que las líneas divisorias se desdibujan, y ahí los personajes actúan como sujetos complejos, a quienes no podemos analizar taxonómicamente en términos morales. Justamente, ellos tienen una característica recurrente: el ser sujetos fronterizos, cuya singularidad más llamativa es la de condensar la frontera dentro de sí mismos, al igual que, como anoté arriba, el Who has done it? clásico se interpreta, en estos días, según la pregunta «cómo es esta persona (que ha hecho aquello)», con el énfasis puesto en la persona, no en lo que hizo.

Con esta premisa de rechazo generalizado de las reglas fundamentales del policial de enigma, en abril del 2022, conversé con Horacio Convertini. Quería saber qué piensa al respecto y qué opina sobre la apertura genérica, sobre la vinculación con la literatura especulativa distópica, sobre la ambigüedad, sobre la(s) frontera(s). Así me dispuse para el encuentro con el autor de Los que duermen en el polvo (2017), obra ganadora del Premio Celsius a la mejor novela de ciencia ficción y fantasía, nada más ni nada menos que de la Semana Negra de Gijón.

Horacio Convertini [en adelante, H. C.]—Cuando comienzo una novela, en lo que menos pienso es en el género. Parto de una idea que a veces no es más que una visión, una anécdota, una ocurrencia.

Matías Lemo [en adelante, M. L.]—¿Cómo fue en el caso de Los que duermen en el polvo?

H. C.—En Los que duermen en el polvo, el punto inicial fue el cumpleaños de cincuenta de un amigo en Pompeya y una advertencia: «Ojo, que a la madrugada empiezan a salir los zombies». Era de noche en una callecita que yo había transitado miles de veces. La escenografía no había cambiado casi nada desde mi adolescencia, pero bastó el aviso del dueño de casa, que había contratado a un policía para que cuidara los autos, para que todo se reconfigurara: ese lugar, hasta entonces amigable, se volvió automáticamente hostil. Ahí, en algún momento, iba a suceder algo que podía ser peligroso.

El primer dispositivo de Los que duermen en el polvo fue el de la literatura apocalíptica. Un relato de supervivencia en un entorno conocido, pero agónico. Lo que está en juego es la humanidad. Un virus transforma a las personas en criaturas antropófagas, y las que no se han infectado intentan sostener la sociedad tal como la conocen, con su sistema de gobierno, sus instituciones, sus relaciones. Es decir, procuran conservar la normalidad. Hay muros. De un lado, los que no se han convertido. Del otro, los bichos, entes que hay que exterminar (o al menos mantener a raya) porque amenazan nuestra vida y nuestra condición de seres civilizados.

Sobre este esquema, se monta el dispositivo policial con la recreación de una forma clásica: el misterio del cuarto cerrado. Tenemos a una Pompeya amurallada y rodeada de bichos, habitada mayormente por soldados armados hasta los dientes. Es una fortaleza de la que nadie puede entrar y salir como quiere porque es imposible. Y, sin embargo, empiezan a cometerse crímenes. ¿Es un bicho que ingresa a la ciudadela por algún resquicio descuidado? ¿Es uno de los soldados que se volvió loco?

En el remedo de normalidad que se ha conseguido pese a la catástrofe (pero inmerso en ella), surge la nota disruptiva de un crimen. Y luego otro. Y más tarde otro.

El esclarecimiento de esta serie de asesinatos no podía, a mi juicio, resolverse como en los clásicos policiales de enigma, con una mente inquieta y esclarecida atando cabos, es decir, a través del razonamiento, la observación, la prueba científica o la vigilancia. La resolución debía tener un vínculo directo con la «normalidad» remedada, con el «hacer como si» en medio del aislamiento y la brutalidad. De ahí, los muertos plantados para favorecer una revuelta militar de coroneles «puros» y mesiánicos. Es el dispositivo apocalíptico el que finalmente impuso sus reglas.

M. L.—Permitime que insista, ¿y si te preguntara exclusivamente por el género policial?

H. C.—Hoy, el policial es un género condicionado por la tecnología. Vivimos una sociedad llena de cámaras, con geolocalización satelital, con celulares que dejan huellas todo el tiempo, con análisis genéticos que pueden identificar a un asesino por una partícula de caspa. Aun con la astucia de Dupin o la violencia controlada de Marlowe, pareciera complicado dilucidar un enigma en tiempos modernos sin caer en resoluciones poco verosímiles o exageradamente enroscadas, favorecidas por casualidades oportunas. La corrupción abre una brecha. El sistema siempre tiene algún lado ciego, pero hay que encontrarlo, y eso requiere conocimiento, investigación y talento.

M. L.—¿A qué referís concretamente con ese «algún lado ciego»?

H. C.—Hace un par de años, un hombre que iba a trabajar apareció muerto en una parada de metrobús. Madrugada, calles vacías. El domo de la zona lo toma llegando. Luego, de pie en la parada. El domo gira. Tres minutos después, lo capta tirado en el piso. Cuando el colectivo llega, el tipo está muerto. Acá tenés el disparador de una novela policial. ¿Alguien se le acercó, lo mató y huyó en los tres minutos que demoró el domo en dar toda la vuelta? El policial necesita del enigma, y el enigma es un vacío insalvable de información que alguien debe resolver de alguna manera. Crear un vacío de información era muy sencillo en el siglo xx. Bastaba con ponerse guantes para matar a una persona sin dejar rastros, pero hoy dejamos un río de rastros de manera permanente: nuestro ADN, nuestro celular encendido, nuestras búsquedas en Google, nuestros pasos registrados por cámaras callejeras...

John Wayne Gacy fue un asesino serial norteamericano de los años setenta. Mataba a muchachos y los enterraba en el subsuelo de su casa de Chicago. Muchas de sus víctimas eran jóvenes que trabajaban para él. Había cumplido condena por sodomía, pero, en otro Estado del país, por eso nunca lo relacionaban con los casos de Chicago. La desaparición del dependiente de una farmacia lo puso en la mira de la policía porque una testigo aportó una prueba contra él, que era clave, pero a la vez fortuita. Gacy pudo matar a treinta y tres muchachos porque, por ese entonces, no existía el cruce informático de datos. Hoy, quizás, no hubiera llegado a tanto.

Yo creo que es un enorme desafío escribir un policial «realista y contemporáneo», como lo entiende el ensayista español Javier Coma, que se sostenga solo en la develación del enigma, que resulte verosímil y que no dependa de golpes de suerte que favorezcan el esclarecimiento. Hay una novela de Mankell en la que su héroe, Wallander, llega a la resolución del caso por una sucesión de casualidades que lo favorecen. Al final, el asesino le cuenta todo, como los villanos de la serie de Batman de los sesenta. Para colmo, al tipo le explota al revólver cuando lo va a matar. Demasiado para mí.

M. L.—¿Vos cómo te posicionás frente a este cambio de rumbo?

H. C.—Yo enfrento el desafío como puedo. Por lo general, evito el tópico del investigador/periodista/ héroe que esclarece un enigma/crimen por su inteligencia o su coraje. En Lo oscuro que hay en mí (2021), la historia es la de un hijo capturado por la sospecha de que su padre ha tenido una vida invisible (y es negra). Pero además la sitúo a fines de los noventa, una era mayormente analógica. En Los que duermen en el polvo (2017), lo apocalíptico me presta sus reglas para que el peso no esté puesto en el esclarecimiento, sino en sus consecuencias.

Un camino alternativo puede ser volver al pasado (¿no lo suele hacer Pablo De Santis?). O crear un presente distinto (La ciudad y la ciudad, de China Mieville). O apostar a las historias de violencia (marginales, tumberas) al estilo de Leo Oyola o Nico Ferraro. O elegir un contexto actual, pero sin las reglas de las grandes ciudades (los infiernos chicos de Antonio Dal Masetto o Gustavo Abrevaya). Kike Ferrari entiende que el futuro de la novela negra pasa por la hibridación con otros géneros. Y tal vez haya algo de eso.

M. L.—En este sentido, ¿qué lugar tiene el realismo en la narrativa policial actual?

H. C.—Hegemónico, hasta donde sé; de la misma manera que la fórmula «investigador/detective/periodista que resuelve un asesinato» se mantiene intacta desde 1841, cuando Poe publicó «Los crímenes de la calle Morgue». Es lo que requiere el público mayoritario y el mercado. Coma define al género negro por su enfoque realista para abordar la temática contemporánea del crimen. Y esto nos lleva a otra cosa: los temas y la coyuntura. Si en los diarios se habla de femicidios, es probable que alguien escriba una novela al respecto. Si se habla de la quiebra de un banco, lo mismo. ¿Cuándo tardará en aparecer un relato sobre la estafa de Cositorto y Generación Zoe? Esa relación mecánica entre realidad y ficción (la ficción pegándose exageradamente a la realidad) es también un eficaz argumento de marketing. Los libros de Petro Márkaris se promocionaban como una manera de entender la crisis griega a partir de las peripecias de su personaje, un comisario. Hay una oportunidad, ahí, sobre todo comercial. También un problema: terminar siendo el furgón de cola del periodismo.

M. L.—Me quedó dando vueltas algo que mencionaste en una respuesta anterior: «Lo que está en juego es la humanidad». Mark Fisher, en El realismo capitalista (2016), dice que no podemos acceder a una suerte de «afuera constitutivo» desde donde pensar nuestro presente y contexto de enunciación sin que ya no estén previstos (concedidos) por ese fantasma anónimo que conformaría «el sistema». Asimismo, también me comentás que el «disparador» de Los que duermen en el polvo fue una situación real… ¿Cómo ves esta cuestión?

H. C.—Yo tomo escenarios, personajes y fragmentos de la vida cotidiana (retazos que he visto y por alguna razón me intrigan) y, con ellos, convenientemente deformados, construyo una ficción. En Los que duermen en el polvo, los zombies que salen a vagar a la medianoche por Pompeya, pibes podridos por el paco que deambulan por una avenida Sáenz nocturna, que parece un escenario de The Walking Dead. Pompeya es el barrio donde nací, me críe, tengo amigos. Hay zonas que son posapocalípticas. Las fábricas abandonadas de Bunge y Born, por ejemplo. Frente a eso, yo puedo escribir la novela de un muchacho que cae en el delito para comprar droga barata, hijo de un hombre que no consigue trabajo formal desde que cerraron las grandes industrias de los años sesenta. O puedo delirarme y escribir Los que duermen en el polvo. Un barrio amurallado. De un lado, las personas «normales». Del otro, los bichos. ¿Cuál es el dilema moral de los personajes? ¿Qué son capaces de hacer para no convertirse en lo «anormal»? ¿Hasta dónde ponen en tensión su «humanidad» para no dejar de ser humanos?

M. L.—Planteado este escenario, ¿cómo imaginás que tus lectores reciben esta obra?, ¿qué opinás sobre la eventualidad de que genere una sensación de complacencia el ver ese escenario apocalíptico, donde está en juego la idea de humanidad, como hemos conversado, con tranquilidad al pensarlo como algo «lejano»?, ¿cuál es la relación entre la noción de «supervivencia» plasmada en la obra, la intra y la extratextual?

H. C.—Hacerme cargo de lo que puedan pensar los lectores es un peso aplastante. Solo conjeturar al respecto paraliza. La lectura es una experiencia absolutamente individual y subjetiva. Una obviedad, lo sé, pero hay que remarcarlo. Depende del background de cada uno, que no solo es literario, sino también social, político y emocional. El sentido de la obra se completa con la lectura. Yo, que conozco Pompeya, que finalmente vi a los zombies saliendo a la madrugada por el pasaje Lebensohn (o Ponsomby, como sigue llamándose en mi recuerdo), que vi en qué se convirtió aquel barrio fabril de la Argentina del pleno empleo, probablemente interprete el texto de una manera diferente a la tuya. La pretensión de que la lectura de una novela cause a todos el mismo efecto es megalómana. Si la Coca-Cola no tiene el mismo gusto para todos, mucho menos un libro. Habrá quien se sienta ajeno y tranquilo porque narro una historia improbable en un futuro improbable. Habrá quien se vea inquietado por otras (o las mismas) razones.

M. L.—En relación con lo anterior, Jameson propone que el «programa» de la literatura especulativa está unido a la crítica de la idea de progreso. Y, a su vez, este concepto se asocia invariablemente al de modernidad. Al respecto, este pensador determina que la modernidad está «acabada»: «…somos posmodernos[3]. […] la ciudad posmoderna, al este o al oeste, al norte o al sur, no alienta pensamientos de progreso ni de mejoría, mucho menos visiones utópicas del viejo tipo; y esto por la muy buena razón de que la ciudad posmoderna parece estar en permanente crisis, y porque se la piensa, si se la piensa, como una catástrofe antes que como una oportunidad». ¿Qué opinás sobre este tema y cómo podrías vincularlo con tu obra?

H. C.—No tengo conocimientos académicos. No he leído a Jameson ni a Fischer. Por lo tanto, esta respuesta es solo una especie de balbuceo de cortesía. La novela policial, si tomamos lo que dicen Borges y Piglia, nace con «Los crímenes de la calle Morgue», en 1841. La sociedad occidental y blanca está lanzada al progreso de la mano de la revolución industrial. La inteligencia del hombre es capaz de producir sorprendentes progresos tecnológicos. Es la era del positivismo. El crimen, al menos en la literatura, es una aberración que se resuelve con el método científico, con la deducción, con el análisis de evidencias. La novela negra, según Piglia, nace en 1926, con la publicación del cuento «Los asesinos», de Hemingway. Giardinelli dice que la novela fundante es Cosecha roja, de Hammett, de 1929. Lo mismo da. El mundo de los años veinte del siglo pasado es el inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial. La humanidad ha salido de una matanza jamás vista. Los ejércitos usaron gases venenosos producidos en los mismos laboratorios que, a fines del siglo xix, eran el pináculo de la inteligencia humana. Y lo que viene será peor: el crack de 1929, la quiebra de bancos, las corrupciones política y financiera, el desempleo, el hambre. Es lógico pensar que en la literatura policial haya dejado de lado a los Dupin para entrar en el universo más brutal de Marlowe o del agente de la Continental.

¿Qué ha pasado cien años después? Fin del Estado de bienestar. El capitalismo no deja de mostrar sus límites como sistema económico y social, pero ha triunfado porque el sistema alternativo colapsó. La tecnología crece a una velocidad nunca vista y crea nuevas desigualdades, todo lo que imaginaba la ciencia ficción de los años sesenta ya está con nosotros y de una manera mucho más sofisticada... ¡Hasta vivimos una pandemia que paralizó el planeta durante casi dos años! ¡Vimos el apocalipsis cara a cara!

La idea de la ciencia como camino inexorable a una utopía de felicidad e igualdad hace agua por todos lados. La ciencia es capaz de producir, en tiempo récord, una vacuna que salva millones de vidas, es cierto, pero no resuelve todos los problemas e, incluso, crea otros. Y eso es terreno fértil en términos literarios.

Te referías a la ciudad posmoderna. ¿Qué es un country sino un sistema de aislamiento, una prisión al revés? Acá nosotros. Allá, del otro lado de los muros y las barreras, ellos (acaso los bichos). El fin definitivo de la urbe como un espacio de cooperación, igualdad y convivencia en paz.

M. L.—Muchas gracias, Horacio. Para ir cerrando, quisiera volver otra vez a algo que dijiste y también me quedó resonando: «El esclarecimiento de esta serie de asesinatos no podía, a mi juicio, resolverse como en los clásicos policiales de enigma, con una mente inquieta y esclarecida atando cabos». ¿Cómo ves la posibilidad de continuación del policial clásico hoy en día?

H. C.—Va a continuar porque es un dispositivo atractivo y fascinante. Se renovará, se adaptará. El público quiere que le sigan contando el mismo cuento. Ayer vi los primeros capítulos de una serie policial argentina que no resiste ni el menor test de verosimilitud. Abren el celular de la víctima de un crimen a horas de ocurrido. El guionista lo necesitaba para girar rápidamente la perilla de la tensión dramática en un interrogatorio policial. La realidad es muy distinta. Ejemplo: el iPad de Natacha Jaitt todavía no pudo ser abierto, y eso que ya pasaron tres años de su muerte. Según el diario La Nación, los peritos de Gendarmería realizaron cien mil intentos por desbloquearlo y nada. Lo que yo digo es que siempre aparecerá una forma de narrar el enigma policial. Lo hibridaremos con otros géneros. Apostaremos más a la forma que a la trama. Volveremos a situarlo en el pasado. Estudiaremos del derecho y del revés las estructuras de vigilancia y de control de la sociedad actual para encontrar el resquicio donde colocar el misterio. O nos resignaremos y haremos como Mankell en aquella novela o como el guionista en la serie argentina. Si algo tiene de maravilloso la literatura es que resulta inagotable y podemos crear nuestra propia realidad.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Convertini, H. (2017). Los que duermen en el polvo. Buenos Aires: Alfaguara.

Costa, F. (2000, ago.). «Ciencia ficción en la Argentina. La máquina de inventar sueños». Revista Ñ, s. d.

Crespo, M. (2014). «La frontera: un espacio complejo en la problemática de la marginalidad del siglo xxi. Apostillas a dos Novelas Argentinas». Gramma (25), 52, 12-25.

Dellepiane, Á. (1989). «Narrativa argentina de ciencia-ficción. Tentativas liminares y desarrollo posterior». Actas del ix Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. Francfort, 75-87.

Drucaroff, E. (2011). Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura. Buenos Aires: Emecé.

Fisher, M. (2016). Realismo capitalista: ¿no hay alternativa? Buenos Aires: Caja Negra.

Jameson, F. (2009). Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción. Madrid: Akal.

Olguín, S. (2016). Oscura monótona sangre. Buenos Aires: Tusquets.

Pérez Gras, M. L. (2020). «Retornos a la frontera interior decimonónica en la narrativa especulativa Contemporánea». Estudios de Teoría Literaria (9), 19, 122-133.

Reati, F. (2006). Postales del porvenir. La literatura de anticipación en la Argentina neoliberal (1985-1999). Buenos Aires: Biblos.

Saítta, S. (2006, ago.-dic.). «La narración de la pobreza en la narrativa argentina del siglo xx». Nuestra América (2), 89-102.

Todorov (2021). «Tipología de la novela policial». Consultado el 19 de sep., de 2022, desde: https://qdoc.tips/todorov-tipologia-de-la-novela-policial-pdf-free.html

Notas

* Profesor de Metodología de la Investigación y de Literaturas Argentina i y ii en la Universidad del Salvador. En esa institución también se desenvuelve como investigador. Correo electrónico: matiaslemo@hotmail.com
[1] Esta entrevista la realicé en el marco del grupo de investigación «Nueva narrativa argentina especulativa», dirigido por la doctora María Laura Pérez Gras, anclado en el Instituto de Investigación de Filosofía, Letras y Estudios Orientales de la Universidad del Salvador (Buenos Aires, Argentina).
[2] Ángela Dellepiane («Narrativa argentina de ciencia-ficción. Tentativas liminares y desarrollo posterior», 75-87) introduce el término «especulación» en la crítica literaria local. Ella llama «especulativa» a la ciencia ficción que «deja de lado la tecnología como fin en sí mismo, subordinando consecuentemente la imaginación científica a un interés focal en las emociones y actitudes humanas personales así como también en problemas sociales», por lo que, más que una narrativa cientificista, es una «narrativa de crítica social». Esta propuesta la sostienen Fernando Reati (2006) y Angélica Gorodischer (Costa, 2000). Esta última, una de las cultoras destacadas del género, ha dicho: «No nos imagino escribiendo sobre imperios galácticos: los autores [argentinos] han hecho algo más cerca de lo metafísico que de lo épico». Por su parte, María Laura Pérez Gras, comenta lo siguiente: «Observamos que tanto el “resonar de múltiples posibilidades” como la pregunta abierta —“¿Qué pasaría si…?”— caracterizan lo que denominamos narrativa especulativa» (2020, p. 42). Y agrega: «En esta línea de pensamiento, el retroceso social y tecnológico característico de la especulación regresiva de la NNAE [Nueva Narrativa Argentina Especulativa], inclinada a una cierta involución, aparece en resonancia con las ideas de cambio necesario y deseable de Žižek, quien interpreta este primitivismo como una salida utópica de la cultura contemporánea para alcanzar determinados anhelos que parecen imposibles en el mundo de hoy; tales como igualar a los seres humanos con los animales para dejar de usarlos como mercancías o lograr una convivencia armónica entre las especies y el entorno» (p. 42).
[3] Recordemos acá que el grupo Colonialidad y modernidad / racionalidad entiende que la Edad Moderna no ha finalizado, puesto que los patrones epistemológicos que la determinaron continúan operativos.


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