TRABAJO DE CÁTEDRA
EL RELATO DE ENIGMA Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA VERDAD
Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 33, núm. 68, 2022
Recepción: 08 Diciembre 2021
Aprobación: 23 Febrero 2022
Resumen: La narrativa de enigma fue considerada un producto menor. Con un concepto canónico de literatura reformulado, los nuevos abordajes críticos abren la mirada a cuestiones antes no advertidas. Las lecturas contemporáneas encuentran recursos discursivos presentes en estos textos policiales, que no habían sido tenidos en cuenta y que ponen en duda el supuesto realismo declarado por sus autores, así como la aparente ingenuidad de sus fábulas. Analistas y filósofos señalan que, en ellos —desde los clásicos hasta los más recientes—, puede verse cómo operan determinados mecanismos sociales y distintos aspectos vinculados con la condición humana. Numerosos estudios destacan que estos relatos, aun cuando incluyen cierto sentido lúdico, le muestran a la sociedad un rostro más real que el que podría ver de otro modo. El detective, percibido como un ser excepcional por su lucidez en el afán de encontrar «la verdad», es depositario de valores sociales. Cuando el tema es la muerte, esta desencadena la memoria entre los que han rodeado a la víctima. Mediante la confrontación de sus testimonios, queda al desnudo la inestable condición de una verdad que se construye y se deconstruye mientras se está a la espera del «monstruo» —el asesino— que siempre acecha en algún lugar del laberinto. Esa confrontación suele desenmascarar también la red de relaciones de poder que cursan solapadas en todo grupo humano hasta que irrumpe un hecho trágico que lo interpela. Además, en el policial clásico, el enemigo está adentro. A partir de ese descubrimiento, más allá de la explicación final del misterio, el orden perturbado no se recompone. Actualmente, es esa la visión predominante. En las últimas producciones hay un reaprovechamiento del canon que no solo no apunta a la restauración del orden, sino que, por el contrario, las técnicas del género son utilizadas para probar de qué modo todas las seguridades se han desmoronado.
Palabras clave: Enigma, Mecanismos, Verdad, Relaciones de Poder.
Abstract: The enigma narrative was considered a minor product. With a canonical concept of literature reformulated, new critical approaches open the gaze to matters not previously noticed. Contemporary readings find numerous discursive resources present in these detective narratives, which had not been taken into account and which call into question the supposed realism declared by their authors, as well as the apparent naivety of their fables. Analysts and philosophers point out that in them —from the classics to the most recent— we can see how certain social mechanisms and different aspects related to the human condition operate. Numerous studies highlight that these stories, even if they include a certain playful sense, show society a more real face than it might see otherwise. The detective, perceived as an exceptional being for his lucidity in the eagerness to find “the truth”, is a repository of social values. When the theme is death, it triggers memory among those who have surrounded the victim. By confronting their testimonies, the unstable condition of a truth that is built and deconstructed while waiting for the “monster”—the murderer— that always lurks somewhere in the labyrinth is exposed. This confrontation also tends to unmask the network of power relations that overlap in every human group until a tragic event breaks out and challenges it. Also, in classic detective narrative, the enemy is inside. From that discovery, beyond the final explanation of the mystery, the disturbed order is not recomposed. Currently, that is the predominant view. In the latest productions, there is a revision of the canon that not only does not aim at the restoration of order, but on the contrary the techniques of the genre are used to test how all the assurances have crupped.
Keywords: Enigma, Mechanisms, Truth, Power Relations.
Narrativa de enigma, novela problema, relato detectivesco o de cuarto cerrado son denominaciones que corresponden, en primer lugar, a la literatura anglosajona de mediados del siglo xix y principios del xx, considerada analítica o intelectual (detective fiction). También reciben esos nombres los policiales franceses de la misma época y los que actualmente se escriben —en nuestro país y en el mundo— siguiendo esa línea narrativa. El género fue considerado, durante mucho tiempo, un producto menor, marginal, propio de la cultura de masas. Descendiente directo del folletín, nacido en el siglo xix sobre los márgenes de la literatura (Gramsci, 1966), prendió fuertemente en sectores medios y populares de la sociedad. Sin embargo, hacia fines del siglo xx, el policial pasó de entretenimiento literario a ser visto como una forma popular que podía considerarse narrativa de calidad (James, 2010). Tanto entre editores, como por parte de escritores prestigiosos, surge un creciente interés por este universo narrativo en el que se descubre la capacidad de contener, dentro de sus atractivas tramas, hondas inquietudes humanas. También en el ámbito académico, el género comienza a ser «tomado en serio»[2].Y no solo por la teoría de la literatura o las literaturas comparadas, sino por diversas disciplinas como el psicoanálisis, la semiología, la historia y la filosofía, cuyo abordaje abre la mirada crítica a cuestiones antes no percibidas. En la década del sesenta, la escritora Margery Allingham sostenía que la novela policíaca podía ser «una especie de reflexión sobre la conciencia de la sociedad» (James, 2010, p. 53). Ya en la actualidad, opina el crítico Héctor Vizcarra (2013):
El interés por realizar acercamientos críticos y teóricos a la narrativa policial de América Latina ha experimentado, en los dos últimos decenios, un aumento relativamente importante en el ámbito académico. Es evidente que dicha tendencia no es el resultado de un factor único, sino de una serie de circunstancias literarias y extraliterarias, como la revaloración de los discursos no hegemónicos (p. 23).
Analizar hoy un subgénero como el policial significa, entonces, moverse en una suerte de ampliación de horizontes, en el sentido de que constituye una reformulación de los criterios que separan y distinguen la cultura alta o «elevada» de la cultura popular y masiva. «No existen géneros mayores o menores —dice el escritor Javier Cercas (2021)—, sino formas mayores o menores de usar los géneros»[3]. Por esta razón, ingresar en esta problemática significa, de alguna manera, poner en cuestión el concepto canónico de literatura y observar los modos no tradicionales del tránsito cultural. Asimismo, permite ver el uso particular que cada cultura hace del mismo registro (Berg, 2008).
La permanencia de este género, que atraviesa ya más de dos siglos, indica su versatilidad y la multiplicidad de lecturas que puede hacerse. El interés que despierta en nuestros días, tanto en lo que respecta a los textos clásicos que hoy se siguen reeditando, como en cuanto a aquellas obras de autores actuales en las que predominan las características de esta narrativa, ha llevado a postular razones más profundas y multifacéticas de que las que se han venido considerando hasta el presente para explicarlo.
En la Argentina, los primeros policiales son de Luis Varela —Raúl Waleis—, autor de La huella del crimen (1877); Eduardo Holmberg, un científico, autor de La bolsa de huesos (1896); y Paul Groussac—«La pesquisa» (1897)—. En la década del cuarenta, con Borges, Bioy y otros representantes del grupo Sur, el género alcanza un gran auge, y la proliferación de valiosos aportes no cesa. Luego, autores como Roberto Arlt, Rodolfo Walsh y, más recientemente, Ricardo Piglia, Guillermo Martínez, Pablo De Santis, Claudia Piñeiro, Solange Camauer, entre muchos otros y otras, además de numerosos críticos[4], atestiguan la resistencia de esta narrativa que, a pesar de tantos finales anunciados, sobrevive y renace en los más diversos soportes, como el cine, el streaming, las series televisivas, los cómics y, con gran vigor, en la literatura infantil y juvenil. En un estudio realizado sobre las novelas más vendidas en el período 2002-2013[5], Ezequiel De Rosso (2014) hace notar los modos en los que el relato policial ha cambiado su forma y cómo ha redefinido sus límites y fronteras, manteniendo, no obstante, los elementos clásicos.
Las lecturas contemporáneas encuentran que, analizado desde nuevas perspectivas, el policial, más allá de cierto aspecto lúdico, puede pensarse ligado a temas fundamentales, tales como la verdad, la justicia, la ley, las relaciones de poder y también el tiempo, la identidad, la creación literaria. La investigación detectivesca aparece, así, como un procedimiento para explorar mecanismos sociales y distintos aspectos vinculados con la condición humana, si bien no mediante largos análisis —como lo hacían las grandes novelas decimonónicas—, sino con apuntes rápidos y certeros. «Nunca se pierde el tiempo cuando se tiene ocasión de estudiar la naturaleza humana», dice Hércules Poirot (Christie, 2017, p. 98).
Se encuentran también, en estas obras, recursos discursivos —como la autorreferencialidad, la intertextualidad, la metaficción— que no habían sido tenidos en cuenta y que ponen en duda el supuesto realismo de los textos, así como la aparente ingenuidad de sus fábulas.
Es posible que el gran atractivo que, desde su aparición, ejercieron las clásicas estructuras de enigma-develamiento haya impedido —tal como sucede en la relación figura y fondo (Teoría de la Gestalt)— ver, «detrás de bambalinas», el entramado que las sostiene; es probable que eso haya opacado la potencia del juego de pasiones humanas que constituye la carnadura de este tipo de policiales.
Se sostiene que, en esta narrativa, se produce una lucha por restaurar el orden que un hecho criminal destruye o perturba. Suele hablarse del investigador que restablece la paz comunitaria imponiendo las leyes de la razón. Sin embargo, en el policial clásico, el enemigo está adentro, es decir, entre el círculo de sospechosos, lo cual es uno de sus elementos característicos. En la mayoría de las historias de enigma, sucede que personas consideradas «más allá de toda sospecha» —padres de familia, damas, hombres «probos»— resultan ser los culpables, lo cual muestra un rostro temible para el imaginario social. (Por buscar solo unas muestras al azar, podemos recorrer algunos textos policiales de Rodolfo Walsh: en Variaciones en rojo, el asesino es el artista, el dueño de la casa, que mata a su amante; en «La aventura de las pruebas de imprenta», la mujer es cómplice del asesino de su marido). Por lo tanto, si el asesino es habitualmente alguien tan cercano —el dueño de la casa, el padrastro, el hermano, el amante, un amigo, el secretario, y los ejemplos de cualquier época y autor serían innumerables—, eso causa un trastorno de tal magnitud que no basta con la explicación final del misterio para que semejante quiebre pueda recomponerse. Si lo familiar se vuelve extraño, nos encontramos propiamente en el corazón de lo siniestro, y la posibilidad de restauración del orden se vuelve, al menos, relativa.
Es indudable que existe, en esta literatura, un intento de develar ciertas hipocresías aceptadas socialmente; un tono de parodia con respecto a algunos ritos, incluidos los políticos y los religiosos; una mirada irónica hacia determinadas costumbres, hacia las jerarquías. El mismo Sherlock Holmes cuenta, entre sus especialidades, la de desmoronar apariencias fatuas, como sucede —por poner el ejemplo de un solo gesto que lo sugiere— en Escándalo en Bohemia (1998) «…y volviéndose sin observar la mano que el rey le tendía, partió en mi compañía hacia su despacho» (p. 47). Y Arsenio Lupin sobre el barón Repstein: «¡Oh, que inmundo personaje! ¡Cómo debe uno desconfiar a veces de las apariencias! ¡Le aseguro que ese tenía el aire de una verdadera persona decente!» (Leblanc, 2019, p. 27). Detrás de lo que se presenta como verdadero, el detective advierte una proliferación de errores y falsedades. Si bien no se realiza una reflexión teórica, se exhiben situaciones en las que juegan el poder y las pequeñas o grandes luchas que se despliegan a su alrededor. Quien recibe la misión de recuperar el orden perturbado —el detective— trabaja por fuera de las instituciones y no pierde oportunidad de expresar su escepticismo hacia ellas. Para reconstruir la historia del crimen, sus esfuerzos son individuales, de razonador aficionado que espera lograr la verdad y la justicia por otros caminos. Paradojalmente, en esta literatura llamada «policial», a la policía siempre se le atribuye su inepcia (la trilogía de Poe es emblemática al respecto).
Tal como lo plantea la Estética de la Recepción[6], cada época desarrolla una lectura diferente, formula a los textos preguntas distintas y obtiene respuestas antes no escuchadas. Según Jauss (1967), nadie puede leer lo que su época o su inserción social no le permiten.
Sobre las Condiciones de Producción del Género Policial
Con respecto a las condiciones socioeconómicas, políticas y culturales que contribuyeron a que el policial naciera y se desarrollara en la forma en que lo hizo, filósofos y críticos derivan el género de los cambios sociales ocurridos a comienzos del siglo xix a partir de la Revolución Industrial. Esos cambios se afianzan en el positivismo —el Catecismo positivista, de A. Comte, es de 1852—, en los avances de la ciencia, la fe en el progreso, la razón, la lógica y el método analítico. Para el positivismo, la sociedad funciona como el mundo físico, no hay otra forma de conocerla que no sea a través de procedimientos científicos. En 1834, se celebraban los éxitos de la nueva ciencia de la paleontología; en 1859, los descubrimientos de C. Darwin (1809-1882). En este contexto, no es casual que la novela de enigma se caracterice por una particular puesta en escena del proceso racional de deducción.
Con la formación de las grandes ciudades, el hacinamiento y el anonimato que conlleva, se crean los cuerpos policiales organizados y surgen las modernas técnicas criminalísticas. Así, ven la luz la dactiloscopía, la antropometría, la toxicología, la medicina forense y la balística, entre otras disciplinas que ayudan a los flamantes policías a resolver los casos que se les presentan. La prensa recoge y difunde las narraciones de los delitos más espeluznantes. Hacen su aparición los primeros folletines.
A comienzos del siglo xx, filósofos como Siegfried Kracauer, Walter Benjamin, Ernst Bloch y otros pensadores de ese momento se interrogan sobre cómo la obra literaria hace manifiesta la realidad del mundo de donde surge (Setton, 2011). A propósito de la literatura policial, indagan acerca de los nuevos modos de vida, las nuevas relaciones sociales que, según ellos, estas obras estarían exhibiendo. Desde esa perspectiva, muestran cómo esta literatura da cuenta de conflictos existentes vinculados a la representación de las relaciones entre la ley y la aplicación de esta sobre los cuerpos. Focalizan en cuestiones vinculadas con la vida moderna que hacen posible la aparición del género. En su libro La novela policial: un tratado filosófico (1922-1925), Siegfried Kracauer estudia el desarrollo de este tipo de obras. Al analizarlo, Román Setton señala que la palabra alemana que utiliza para titular su texto es Detektivroman, que se podría entender como ‘novela con un enigma’ o ‘novela con un problema’. Algunos de los escritores que analiza son Poe; Conan Doyle; Gaboriau; Leroux; Chesterton, entre otros. Para Kracauer, en la novela policial, el detective saca su ser, su existencia, literalmente, de su cogito; representa el predominio de la razón científica en el mundo burgués de principios del siglo xx. Es la clase de crítica que nace con la modernidad: las formas literarias son interpretadas como maneras que usa la sociedad para autodescribirse. Lo que se pretende explicar es cuál es el género en el que se expresa el mundo burgués. El filósofo hace analogías entre la sociedad religiosa del Antiguo Régimen y la sociedad desacralizada del mundo capitalista. Eso surge de una teoría de lo estético y, en particular, de la importancia de la estética de masas para entender el flujo de la modernidad. Dice Kracauer (2006):
… Si la iglesia era el lugar en que los creyentes reunidos se comunicaban con Dios y se dirigían a Él, el vestíbulo del hotel [Hotelhalle], escenario privilegiado de la acción en las novelas policiales, se presenta como aquel espacio en que cada uno se encuentra de paso, no se dirige a nadie ni se comunica con nadie (t. 1, pp. 103-209).
En el hall del hotel, estamos en el anonimato absoluto. Somos nadie o nada en el mundo regido por las leyes del dinero y el consumo[7]. Dentro de este marco de incomunicación en que cada uno es un extranjero para su prójimo, el detective —dice Kracauer— es capaz de ver las relaciones y las conexiones reales y verdaderas que se esconden bajo la superficie opaca que la novela policial propone para ser descifrada. Solo alguien externo a esta sociedad es capaz de descubrir esas relaciones ocultas.
Además del crimen y la verdad, la otra variable que define al relato policial es la Ley (Link, 2003). Sin embargo, el detective permanece al margen de las instituciones del Estado. El detective opone su práctica, sujeta únicamente a los valores de su conciencia. «Verdad, Ley, detective. Conflicto y enigma. He ahí todo lo que el policial muestra», dice Daniel Link (2003, p. 13).
Para continuar con el análisis de las condiciones de producción del género, nos referimos a un autor como Walter Benjamin, quien decía que la literatura detectivesca sacaba provecho de «los lados inquietantes y amenazadores de la vida urbana» (Setton, 2011, p. 4). Desde su perspectiva, la gran ciudad era, sin duda, la condición necesaria: «[e]l nuevo modo de vida de la metrópolis constituye la posibilidad del surgimiento de la masa anónima, que se constituye en el asilo del criminal» (p. 4). La aparición de las policías secretas, la prensa masiva y la fotografía, que perfeccionó el control social de la criminalidad, hacen ingresar a la literatura nuevos personajes y ambientes netamente urbanos. Entre las multitudes de la ciudad, se pierden las huellas del criminal. Como contrapartida, el policial analiza el interior de la vivienda burguesa, que «se convierte en funda y exhibe las huellas de su inquilino» (Benjamin, 2007, p. 239). Y el policial es visto como registro de hechos vitales de su época.
Otro filósofo, Ernst Bloch (1985), se refiere al contraste que caracteriza la lectura de novelas policiales en cuanto a la dualidad entre la vida pública y la privada (Setton, 2011, p. 200). Las vincula, asimismo, con fenómenos jurídicos, más específicamente, con modificaciones históricas que se produjeron en los procedimientos de imputación del derecho penal. Bloch destaca de qué modo se relaciona la investigación detectivesca con el conocimiento y la ciencia en un momento específico de la burguesía:
Holmes, fin de siècle, procede de la manera inductiva que es propia de las ciencias naturales. […]. Hércules Poirot […] que no proviene de un tiempo tan racional, ya no apuesta […] a la carta inductiva, sino que intuye la totalidad del caso, en consonancia con el impulso de pensamiento de la burguesía tardía, que se ha vuelto irracional (Setton, 2011, p. 255).
También Michel Foucault se refiere al nacimiento de la novela policial. Ante el surgimiento de este tipo de narración a mediados del siglo xix, en los Estados Unidos, Inglaterra y Francia, señala que un contexto de profunda urbanización e industrialización en las sociedades genera la necesidad de proteger los beneficios obtenidos por la burguesía. Esto se traduce, en términos de Foucault, en un proceso de moralización que opera sobre las capas populares del siglo xix. En Microfísica del poder (1992 [1979]), sostiene lo siguiente:
La sociedad industrial exige que la riqueza esté directamente en las manos no de quienes la poseen, sino de aquellos que permitirán obtener beneficios de ella trabajándola. ¿Cómo proteger esta riqueza? [...]. Ha sido absolutamente necesario […] separar claramente el grupo de los delincuentes, mostrarlos como peligrosos […]. De aquí el nacimiento de la literatura policíaca y la importancia de periódicos de sucesos, de los relatos horribles de crímenes (p. 91; el subrayado es mío).
Foucault relaciona la aparición del género policial con el sistema global de control y sujeción de los cuerpos (Link, 2003). Asimismo, señala que hasta el siglo xviii, la historia del crimen y su representación literaria estaba dada por paladines de la justicia en manos del pueblo que se enfrentaban a malvados príncipes o por caballeros del rey que defendían la corona por mandato divino. El paso de las narraciones de aventuras a un género propiamente policial se produce en la esquematización del crimen enigmático y su resolución por parte de un investigador a través del ejercicio netamente racional. El autor se refiere también al interés estético, a la «heroización estética del crimen». Menciona a Lacenaire —nuevo tipo de criminal— respecto del interés literario que se comienza a dar al crimen, como «una de las bellas artes»[8]. Y nombra también a Émile Gaboriau (1832-1873), en cuyas novelas el criminal pertenece, como Lacenaire, a la burguesía; es siempre inteligente y juega con la policía casi de igual a igual. El héroe criminal que no es ni aristócrata ni popular aparece hacia 1840 (conviene recordar que los cuentos de Poe fundantes del género policial son precisamente de esa década). En relación con la confesión y el supuesto arrepentimiento de los condenados, explica que, en el momento previo a la ejecución, se les daba la oportunidad de tomar la palabra. Esos discursos circulaban en hojas sueltas, una suerte de género «Últimas palabras de un condenado». Se publicaban también relatos de crímenes. Esas hojas fueron desapareciendo a medida que se desarrollaba una literatura completamente distinta, de la que se esperaba un efecto de control ideológico. «Hay toda una reescritura estética del crimen, que es también la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles» (Foucault, 1975, p. 74). Esta caracterización puede aplicarse a la narrativa que analizamos en este trabajo. Y agrega «[…] la lucha entre dos puras inteligencias —la del asesino y la del detective— constituirá la forma esencial del enfrentamiento» (p. 74). «[...] se ha pasado de la exposición de los hechos y de la confesión al lento proceso del descubrimiento; del momento del suplicio a la fase de la investigación; del enfrentamiento físico con el poder, a la lucha intelectual entre el criminal y el investigador» (p. 74). En el siglo xix, se produce un reordenamiento de la justicia penal. Según este pensador, al reemplazar los patíbulos, al hacer desaparecer el suplicio, «el siglo xix se maravillaba de no castigar ya los cuerpos y de saber corregir en adelante las almas» (Foucault, 1975, p. 4). Lo esencial de la transformación se logra, entonces, hacia 1840. Pero —dice el autor— «la muerte penal sigue siendo en su fondo, todavía hoy, un espectáculo, que es necesario, precisamente, prohibir» (1975, p. 17). Al referirse a esa nueva era de la justicia penal que tuvo lugar en el siglo xviii, cuando el castigo se transforma, afirma:
Bajo el nombre de crímenes y de delitos, se siguen juzgando efectivamente objetos jurídicos definidos por el Código, pero se juzga a la vez pasiones, instintos, anomalías, achaques, inadaptaciones, efectos de medio o de herencia; se castigan las agresiones, pero a través de ellas las agresividades; las violaciones, pero a la vez, las perversiones; los asesinatos que son también pulsiones y deseos (Foucault, 1975, p. 25).
Podríamos pensar que esa enumeración corresponde también a los temas que hace suyos la narrativa policial.
La locura, la enfermedad y el crimen han sido problemáticas que tradicionalmente interesaron a Foucault. La verdad fue para él un eje rector en sus reflexiones, ya fuera la de los enunciados y las prácticas en las formas jurídicas y políticas o en el orden de lo científico y lo médico, graficado, particularmente, por la práctica clínica sobre la conciencia (por ejemplo, mediante el psicoanálisis) o sobre los cuerpos y las voluntades (mediante la práctica médica). El abordaje foucaultiano de la verdad se encuentra íntimamente ligado al análisis del poder, de los dispositivos utilizados y su materialización práctica en el gobierno de los otros. En la visión de Foucault, el poder es una relación de fuerza en sí mismo. No se da ni se intercambia, se ejerce y solo existe en acto. Se trata de un poder que se aplica sobre los que no lo tienen, pero que también estos manifiestan. Son relaciones que atraviesan todas las estructuras sociales y que, a la vez, descienden hasta lo más hondo del entramado social. No se trata solo de las relaciones del Estado con los ciudadanos, sino también de las que hay en la familia entre padres e hijos; en los vínculos laborales entre jefes y subalternos; entre profesores y alumnos; entre amigos; entre adversarios y entre enemigos. En este sentido, el policial, por la índole de sus tramas, ofrece óptimas condiciones para mostrar cómo se desenvuelven en ellas los personajes que ejercen el poder y los que lo sufren. El análisis de esas relaciones constituye una matriz a partir de la cual surgen interesantes conclusiones incluso en las obras más clásicas. Los textos exhiben estrategias, maniobras, tácticas, funcionamientos, una red de relaciones en esa batalla perpetua —tal como lo señalaba Foucault— que, por momentos, cursa solapada y que se destapa en toda su ferocidad cuando ocurre el hecho trágico.
Para demostrarlo, abordamos «El inferior», de Agatha Christie (2017 [1951]), arquetipo del policial clásico inglés. El relato presenta un crimen de los llamados de «cuarto cerrado», ocurrido en una mansión ubicada en las afueras de Londres, a la que llegará el inefable Hércules Poirot tras ser convocado para resolver el caso. El elenco de personajes se compone del dueño de la casa, poderoso, irascible y autoritario, que aparece muerto; su mujer, exactriz y, por lo tanto, excluida de la nobleza, que tiene a una chica como dama de compañía; un secretario, manso y dócil, sobre el que han recaído durante años las órdenes, los caprichos y los retos desconsiderados del amo; un sobrino; un cuñado; el personal de servicio entre el que se cuenta el mayordomo, sumiso y eficaz, además de varias mucamas, entre otros que acompañan y complementan a los principales, sin olvidar al inspector de Scotland Yard, quien, como siempre en estos textos, desempeña una muy deslucida actuación. El detective desarrolla una pesquisa, a lo largo de la cual, todos los personajes se convierten en sospechosos. Mientras algunos caen en trampas que les tiende Poirot para inducirlos a confesar, el lector advierte que cada uno de ellos, verosímilmente, podría haber sido el culpable y se desconcierta. En el final, es claro que el asesino es el menos previsible, a pesar de que todos los indicios se presentaban a la vista desde el comienzo. Una vez llegada la conclusión, el cuadro que se configura muestra de qué manera dramática han influido las relaciones de poder en esa familia y sus allegados como para impulsar al más débil, al que aparentaba mayor mansedumbre, a matar al amo con el fin de terminar con una dominación cruel y prolongada («¡Me volví loco —gimió [el secretario]—, loco Dios mío! Ya no podía más. Hace años que odiaba y despreciaba a Sir Rubén» (2017, p. 132). Máximo acto de resistencia que los carentes de poder ejecutan contra los que los oprimen. Cuando, en el final, Poirot los reúne, en la clásica escena de develamiento, genera, en el auditorio, las más diversas reacciones, que van desde el asombro y la admiración hasta el odio y los sentimientos de culpa en quien y quienes han sido descubiertos.
El detective es visto, así, como el develador de la verdad. Tiene el poder porque tiene el saber. Un halo un tanto mítico rodea a este héroe de los relatos de enigma. En él se encuentran, en pequeña escala, algunas similitudes con el parresiasta que aparece en la obra de Foucault (1983)[9], quien revela lo que la ceguera de los hombres no puede percibir. Aunque tiene algunas características en común con ellos, el parresiasta no es como el profeta, porque no dice el porvenir; tampoco como el sabio, ya que este mantiene su sabiduría en reserva, no está forzado a hablar, es silencioso. El parresiasta levanta el velo de lo que es, dice las cosas claras, y los que escuchan deben tener el coraje de aceptar la verdad que les revela. La misión del parresiasta consiste en hablar. Es el interpelador incesante, insoportable. Dice lo que sabe, interviene en la singularidad de los individuos, las situaciones, las coyunturas.
La Verdad como Construcción
La narrativa de enigma constituye un caso paradigmático de sistema epifánico —algo propio de la literatura clásica—, ya que se caracteriza por la pesquisa que el detective debe realizar hasta dilucidar la identidad del autor del crimen, lo cual equivale a afirmar que este tipo de relatos se organiza alrededor de una «verdad» que se revela al final. Pero ¿de qué naturaleza es esa verdad?
El detective, percibido como un ser excepcional, depositario de valores sociales, a quien las víctimas de una sociedad le otorgan poderes (Cerezo, 2005), es también el que, mediante la sucesiva construcción y deconstrucción de «verdades» que va realizando a medida que da forma a sus hipótesis o cuando confronta los distintos discursos, socava las bases de una Verdad que nunca pierde un resto inestable y precario.
Si, como suele decirse, la historia del crimen es la historia de una ausencia, en la reconstrucción de los hechos, la verdad sería una producción que el descifrador de signos iría elaborando con testimonios y pruebas, mediados por una interpretación. Pero cuando se llega a la explicación final del misterio, aunque muchas cuestiones se esclarecen, en los intersticios, se filtran otras que generan ambigüedad. Surge entonces palpablemente que, frente al enigma, no es posible evitar cierta fuga del sentido. Además, si el enemigo estaba adentro, es improbable recomponer un quiebre tan profundo, y la única seguridad es que no hay certeza posible.
El motivo de la búsqueda de la verdad es lo que da comienzo a la pesquisa, encargada de explorar cómo se configuran las vinculaciones entre los que han rodeado a la víctima, en relación con el hecho trágico. Es una búsqueda que horada hasta lo más íntimo, desenmascara fracasos, amarguras, vacío y frustración, incluso en los seres que más envidia producen en el mundo de las apariencias. El detective se abre camino a través de un laberinto de relaciones humanas, y se ponen en escena múltiples redes de significación. De este modo, el lector asiste a un espectáculo constituido por los secretos que, bajo presión, se van «desocultando». Con cada uno de los sospechosos, se desarrolla una lucha, metafórica o no, a fin de descubrir, entre otras cosas, qué los mueve, qué ambicionan, cuál es su visión del mundo, hasta dónde podrían llegar.
Según algunas teorías, los orígenes del género —siquiera en germen— podrían rastrearse entre los relatos más antiguos que incorporaron la presencia del enigma. Así, el oráculo constituiría una forma arcaica de la novela policial, y Edipo sería el primer detective de la historia, un detective que es, además, el asesino y la víctima. Para Michel Foucault (1973), la de Edipo es una tragedia representativa de un tipo de relación entre saber y poder, entre el poder político y el conocimiento. Es la historia de una investigación de la verdad, y Edipo es el hombre que sabía demasiado. En su interpretación, lo que está en cuestión en la obra es el poder de Edipo, quien, con su saber, pudo resolver el enigma que planteaba la Esfinge y que, luego, tuvo un exceso de poder y de saber. Pero el que todo lo tenía, todo lo perdió. Frente a un poder que se quedó ciego como Edipo, estaban los pastores que recordaban —los testigos— y los adivinos que decían la verdad. Los crímenes cometidos —muerte de Layo, rey y padre, y el casamiento con la madre— permanecen ocultos hasta que son revelados por la indagación que se realiza.
Como es sabido, para Foucault la verdad es una ficción, una perspectiva, una forma de interpretación. El concepto de verdad se modifica según la episteme de cada época. Por detrás de todo saber, hay una lucha de poder. Dice Esther Díaz (2001, p. 3): «El descubrimiento de la verdad en el Edipo de Sófocles sigue el mecanismo del símbolo. Se trata de una búsqueda de mitades que se van acoplando hasta constituir un todo en el que surgirá la verdad y se revelará su relación con el poder».
La investigación del detective trabaja con tres tipos de razonamientos: el deductivo, el inductivo y el abductivo. Este último, que es conjetural, por la integración de asociaciones, lleva a una hipótesis que orientará la búsqueda[10]. Para desarticular el delito, la pesquisa debe reconstruir los hechos y la lógica con la que fueron realizados. El investigador suele partir de las argumentaciones anteriores a su llegada (a la llamada de quienes se sienten impotentes ya para resolver lo que ha ocurrido) a fin de señalar las limitaciones de las que se le ofrecen y, a continuación, formula las suyas. Una de estas, la más verosímil, va conduciendo al descubrimiento de la verdad, con la que se resuelve el caso y se concluye el relato. Como observa Daniel Link (2003, pp. 9-10), el policial es apenas una ficción, pero «una ficción que, parecería, desnuda el carácter ficcional de la verdad», una ficción que «preserva la ambigüedad de lo racional y de lo irracional, de lo inteligible y lo insondable a partir del juego de los signos y de sus significados».
En psicoanálisis se señala la importancia de apelar a las ficciones que constituyen la realidad histórica del sujeto. Del mismo modo, en el policial, sucede que, una vez acontecido el hecho trágico, se hace necesaria la búsqueda de fragmentos de realidad perdidos a fin de rearmar la historia que dio origen a tal hecho. El detective, tal como el analista, debe deducir y, de alguna manera, producir eso real que se encaminará hacia el logro de una explicación.
En El honor de Israel Gow (1998 [1911]), de G.K. Chesterton, ocurre que, cuando el conde de Glengyle desaparece, tres hombres que investigan el caso —el padre Brown, Flambeau y el inspector Craven— encuentran una serie de objetos. Para Craven y Flambeau, son «objetos tan inexplicables como indiferentes» (p. 52). Brown, en cambio, afirma que puede ver una conexión y despliega una teoría que los relaciona.
—¡Qué suposición más extraordinaria y perfecta! —exclamó Flambeau—. ¿Y cree usted realmente que es verdadera? —Estoy perfectamente seguro de que no lo es —contestó el Padre Brown—. Solo que ustedes aseguran que no hay medio de conectar el rapé, los diamantes, las relojerías y las velas, y yo les propongo la primera conexión que se me ocurre para demostrarles lo contrario. Pero estoy seguro de que la verdad es más profunda, está más allá (pp. 55-56).
Luego el cura propone otra explicación, pero, cuando se lo preguntan, afirma que él no la juzga tampoco verdadera. Y dice: «Pero ustedes aseguraban que era imposible establecer la menor relación entre esos cuatro objetos… La verdad tiene que ser mucho más precisa» (p. 56). Brown ofrece aun otra explicación de apariencia sólida. Sus interlocutores vuelven a interrogarlo, y él responde: «Fácil es construir diez falsas filosofías sobre los datos del Universo, o diez falsas teorías sobre los datos del castillo de Glengyle. Pero lo que necesitamos es la explicación verdadera del castillo y del Universo» (p. 57).
Ahora bien, si —como venimos viendo— la historia del crimen es la historia de una ausencia que solo puede ser conocida mediante la historia de la investigación, y esta se basa en la recolección de testimonios, en el desciframiento de pistas, huellas e indicios por parte de alguien que los interpreta, lo que el policial enuncia es el problema de acceso a la verdad, dado que esta aparece como una producción, más que como un descubrimiento (Boccardi, 2008). Cada personaje interpelado por el investigador va ocupando, sucesivamente, el lugar del culpable y, gracias a la habilidad del autor del texto, cada una de las versiones que el detective logra construir aparece como verosímil por un momento ante el lector («Todos ustedes han podido asesinar a Sir Rubén», les dice Poirot a los que han resultado sospechosos a lo largo del relato»; Christie, 2017, p. 128). Es el detective el que confiere sentido a los hechos, es su discurso el que construye lo real —podría haber otros discursos igualmente verdaderos o igualmente falsos—, y esa revelación final conserva siempre, entre sus pliegues, un temblor de incertidumbre. Así sucede incluso en los policiales más clásicos, en especial en los mejores exponentes del género. Hay siempre un resto que insiste en la duda.
Contemporáneamente, casi no existe un policial que dé por sentada una «verdad» final. El estudio realizado por Ezequiel De Rosso (2014) durante 2002-2013, al que hemos aludido, establece que las novelas policiales más vendidas en el período relevado corresponden todas a las de enigma. Sus autores son Guillermo Martínez, Claudia Piñeiro, Betina González, Pablo De Santis y Gabriel Rolón. Los analistas afirman que, si a partir de la década del setenta, la vertiente negra pasó a ser dominante, y hasta 1990 el policial de enigma fue relegado al lugar de la parodia, en el siglo xxi, esta narrativa vuelve a ser una opción para la práctica del género (Gamerro, 2005). Entrarían en una definición más amplia del término, la que da cuenta de la investigación de un hecho criminal, independientemente de su método, objetivo o resultado (Colmeiro, 1989), en la cual podrían incluirse relatos más variados sobre un crimen, real o presunto, que incita a los protagonistas a investigar su misterio. Si bien estas novelas mantienen los elementos clásicos (círculo de sospechosos, revelación final, investigadores que son profesionales del discurso —periodistas, psicólogos, escritores—, así como las técnicas de intriga, de suspenso), lo hacen en una suerte de reaprovechamiento del canon del policial. La noción de crimen supera el caso aislado, la anécdota individual, para metaforizarse y complicar su significado con recursos discursivos que se utilizan para explorar diversos modos de percibir la naturaleza humana y la realidad social. En su retorno, no son paródicas, tampoco inocentes, y poseen un gran poder interpelativo. En general, tienen dos finales: dos revelaciones o dos versiones de la verdad, es decir que se presenta una solución al enigma y luego otra que viene a deshacerla y «probar la verdad de los hechos»[11]. Estas novelas —dice De Rosso— proponen como ideología la falta de certeza sobre el orden del mundo. Si existen dos verdades, nada impide que haya otras en un juego de recursividad virtualmente infinito. La mayoría de estos relatos contiene rasgos metatextuales y no evita declarar sus sospechas acerca de sus propias tramas. Un texto breve de Guillermo Martínez (2019 [1989]) puede servir de ejemplo.
El cuento «Infierno grande» desarrolla el motivo de una desaparición, desde el punto de vista de un narrador «que no sabe», con lo cual tematiza la manera en que los prejuicios sociales van armando distintas imágenes de la realidad. De acuerdo con la teoría pigliana (1990) de las dos historias, acá un relato visible —conformado por situaciones supuestas acerca de un crimen que no existió— esconde otro relato secreto, narrado de un modo elíptico, en el que determinados hechos, cuando al final emergen, aunque no llegan a ser explicados, sugieren y actúan como potente metonimia de la trágica circunstancia histórica vivida en la Argentina de los años setenta. La primera escena se ubica en el almacén, cronotopo de la época por ser un centro de circulación de discursos, espacio en el que confluyen distintos relatos que se cruzan frente al mostrador. En el recuerdo del narrador, llega a Puente Viejo un muchacho con ropa polvorienta, melena y barba crecidas, que le pregunta por una peluquería. Aquel supone que es un mochilero que va de paso y le recomienda una de las dos que hay en el pueblo. Cuando el viajero va, se encuentra con la Francesa, y ahí empieza «el maldito asunto». «Todos pensamos lo mismo: que se quedaba por ella», dice el narrador (2019, p. 10). Y reitera: «[e]ra poco lo que sabíamos», «nunca supe muy bien y tampoco quise averiguarlo» (2019, p. 11). Esa autorrestricción produce que el relato avance según los rumores que van circulando, y estos, de acuerdo con el punto de vista de los hombres y las mujeres de Puente Viejo.
Una mención a la «otra peluquería» permite hacer las primeras alusiones al tiempo en el que transcurre la acción: había revistas pornográficas prohibidas por los militares, se había jugado el Mundial, había llegado el primer televisor color. Podría ser 1978, el Mundial ya había terminado, y ellos estaban «sin escándalos de qué hablar». Se percibe así que hay otra historia que corre por debajo de la que se presenta en la superficie, y que la expresión «el maldito asunto» podría corresponder a las dos.
Si la Francesa es configurada en la fantasía popular como mujer fatal, atractiva y «devoradora» de hombres, su marido es imaginado, al principio, como víctima tímida e inocente. Las habladurías se centran en ellos. Cada habitante va agregando ingredientes que, a pesar de su vaguedad, hacen funcionar el imaginario colectivo, cada vez con más intensidad, sobre una probable relación erótica entre el viajero y la mujer. Un día se dan cuenta de que los dos han desaparecido. Esa palabra cargada de connotaciones en la política argentina reciente actúa como certero disparador de la otra historia. Nadie ve más a la mujer ni tampoco al muchacho. Fantasean nuevamente, la posibilidad de una huida conjunta desencadena toda clase de conjeturas. Otro personaje, la viuda de Espinoza, insinúa que puede haber ocurrido algo peor, señala que el viajero no se ha llevado su carpa, hay que avisar al comisario. Las sospechas recaen sobre el peluquero, él pudo haberlos matado. Cuando lo interrogan, dice que su mujer viajó a la ciudad a cuidar a su padre enfermo, pero la desconfianza popular lo va convirtiendo en un «ser monstruoso». La viuda se dedica a buscar los cadáveres con una palita. Y el texto afirma: «Y un día los encontró» (2019, p. 14). Ella asegura haber visto un perro que comía una mano humana. Dado el clima que el cuento ha ido creando a partir de tener como base tantas murmuraciones confusas frente a un narrador «que no sabe», el lector conjetura que la tremenda imagen del perro es una fantasía más. El comisario manda a buscar palas y voluntarios para cavar. Después de un tiempo, entre ladridos, aparece por fin un cadáver. Como si fuera una pesadilla, comienzan luego a brotar trozos de cuerpos mutilados, hasta que el narrador encuentra un cuerpo acribillado y, más allá, una cabeza con vendas en los ojos. La segunda historia ha irrumpido con imágenes que transmiten horror. El comisario decide ir al pueblo a pedir instrucciones y, a su regreso, ordena que los cadáveres se vuelvan a enterrar. El narrador se pregunta entonces si el muchacho viajero no estaría también ahí. El comisario saca un arma, dispara y mata al perro. Luego registra los nombres de los presentes y ordena que nadie hable de eso. En el párrafo final, se relata que la Francesa regresó pocos días después, una vez recuperado su padre. Del muchacho no se supo nunca nada más.
Un narrador autodiegético con focalización interna se presenta como alguien poco confiable, ya que, si bien cuenta la historia desde un presente en el que ya han sucedido los acontecimientos, a medida que lo hace, va reiterando que se guiaba, en su momento, por lo que oía, por los rumores que le llegaban al almacén («nunca supimos», «razón que no alcanzo a explicar»). El recurso utilizado consiste en que se relata con una voz representativa del pensamiento general (Cremonte, 2015), pero la insistencia en el «no saber» del narrador desorienta al lector acerca de qué es lo que de verdad ocurre y qué es lo construido por la murmuración popular. Se utilizan elementos de la narrativa policial: hay un supuesto crimen, un sospechoso, presuntos testigos, un desaparecido cuyo destino solo queda en una pregunta enunciada por el narrador. Esa historia se desvía y, en su lugar, avanza otra, atroz. De este modo, queda perturbado el esquema del policial, desplazado su objeto, pero vigentes sus procedimientos que permiten otorgar al texto una dimensión más amplia, capaz de desenterrar una tragedia colectiva.
Conclusiones
En su núcleo —dice Daniel Link (2003)—, esta literatura trata de la violación de la ley y su castigo. Lo que el género permite observar son las relaciones entre el sujeto, la ley y la verdad. Y dado que, como es sabido, existe una dificultad particular para pensar la relación entre el cuerpo y la ley, entre el cuerpo y el ethos individual y el comunitario en la sociedad moderna, las aproximaciones de tipo filosófico resultan relevantes. «El género policial […] desborda los límites de la literatura y desencadena reflexiones y problemas teóricos que exceden el campo de la crítica literaria» (Boccardi, 2008).
La búsqueda de una verdad articulada como enigma (Pignatiello, 2015, p. 3), que está en la literatura de todos los tiempos y que acá toma la forma de investigación, se relaciona con la necesidad de que haya alguien que conjeture, que descifre, un hombre o una mujer capaces de leer los signos que posibilitan revelar «la verdad» del crimen en una ciudad que se percibe como caótica y amenazante. Son esos los principales elementos que, en líneas generales, constituyen el género. Leídas al sesgo, por lo que dicen, también por lo que omiten o eluden, por lo que construyen y lo que deconstruyen en cuanto a los discursos que se erigen como verdaderos para desmoronarse después, las historias policiales de calidad dejan más resquicios que superficies lisas, más dudas que certezas en lo que pretenden restaurar.
La muerte, que es el final de todo y de todos, aparece generalmente al principio en el texto de enigma. Punto de llegada de la historia que se cuenta y punto de partida de la pesquisa que se inicia, ese final trágico que suele llevar al olvido, en esta literatura, desencadena la memoria. Esos relatos cargados de contradicciones que la memoria produce y que la investigación detectivesca obtiene, aun cuando conduzcan a una revelación final, no hacen más que poner al desnudo la eterna fuga del sentido, la imposibilidad de atrapar la significación que el enigma oculta.
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Notas