Dossier
Recepción: 21 Septiembre 2021
Aprobación: 04 Noviembre 2021
Resumen: Estas consideraciones presentan una exégesis de la predicación del Mesías crucificado de Pablo de Tarso como locus theologicus donde se produce el «trastrocamiento del Dios humanado», lo que le permite al cristiano vivir una libertad más radical que cualquiera que se alcance por la suspensión de las pasiones al modo neoplatónico. Esto hace que la libertad en Pablo contenga e implique todo proceso liberacionista aun en su escatología que (aunque los trascienda en tanto experiencia numínica) debe comprenderse como un desarrollo «esperanzado» en el marco del tiempo histórico de matriz judía. Esta exégesis se ajusta a la hermenéutica histórico-crítica, tiene en cuenta sus dispositivos y parte de un acercamiento liberacionista a la Escritura, lo que ha sido reconocido por la Comisión Bíblica Internacional.
Palabras clave: Trastrocamiento, Resurrección, Libertad, Dignidad, Pablo de Tarso.
Abstract: These paper presents an exegesis of the preaching of the crucified Messiah by Paul of Tarsus as a locus theologicus where the “trans-traversal of the humanized God” takes place, which allows the Christian to live a more radical freedom tan any achieved by the suspension of the passions in the neo-Platonic manner. This means that freedom in Paul contains and implies every liberationist process even in his eschatology, which (even if it transcends it as a numinic experience) must be understood as a “hopeful” development in the framework of historical time of Jewish matrix. This exegesis conforms to historical-critical hermeneutics, takes into account its devices and starts from a liberationist approach to Scripture, which has been recognised by the International Biblical Commission.
Keywords: Trans-traversal, Resurrection, Freedom, Dignity, Paul of Tarsus.
La creación, entera abriga la esperanza de compartir la gloriosa libertad de los hijos de Dios
Rom. 8, 19-21
La Hermenéutica de los Textos Bíblicos
Se vuelve necesario hacer un acercamiento preliminar a la hermenéutica de la Biblia cristiana para dar marco crítico a la lectura propuesta de los textos aquí interpretados.
El documento de 1993 de la Comisión Bíblica Internacional hizo un aporte preciso al distinguir los métodos de abordaje de la lectura de la Biblia. Allí deja claro que su lectura científica no solo es posible, sino necesaria para la mejor comprensión del texto, e incluso, para la comprensión de lo que los cristianos asumen por la fe como Revelación divina: «[los] exégetas deben servirse del método histórico-crítico, sin atribuirle, sin embargo, exclusividad. Todos los métodos pertinentes de interpretación de los textos están capacitados para contribuir a la exégesis de la Biblia» (CBI, 1993, p. 30).
Todos los métodos de análisis son reconocidos en su valor propio, clasificados y explicados en un amplio desarrollo, señalando alcance y límites. Se trata de «una tarea científica, que pone al exégeta católico en relación con sus colegas no católicos y con diversos sectores de la investigación científica. Esta tarea comprende a la vez el trabajo de investigación y el de enseñanza» (CBI, 1993, p. 30). Pues como se aclara, «quienes han adquirido una seria formación en este campo, consideran ya imposible volver a un estado de interpretación precientífico, que juzgan, no sin razón, claramente insuficiente» (CBI, 1993, p. 4).
Tomo aquí la distinción que el mismo documento aporta en la clasificación de las múltiples formas de abordaje hermenéutico: «Por “método” exegético comprendemos un conjunto de procedimientos científicos puestos en acción para explicar los textos. Hablamos de “acercamiento” cuando se trata de una búsqueda orientada según un punto de vista particular» (CBI, 1993, p. 40).
De este modo, el documento hace una precisa descripción de los métodos y de los acercamientos que aquí enumero sin detenerme en descripciones, solo en la medida en que lo requieran los textos bíblicos, en particular, los paulinos, a analizar.
Primero describe el universo de la hermenéutica histórico-crítica en clara perspectiva diacrónica:
La Comisión, al mismo tiempo que considera necesario un abordaje de este tipo, reconoce que, en una perspectiva eminentemente diacrónica, el establecimiento del sentido del texto depende unilateralmente de las intenciones de los autores y los redactores en la reconstrucción posible de su Sitz im Leben (contexto cultural). Hay otras corrientes que se desinteresan de la forma de composición y abren así el universo de otros métodos hermenéuticos y su aplicación a la lectura bíblica:
Es imposible aquí abundar en más detalles sobre los diversos métodos citados (Cfr. Schöckel. 1986). Asimismo, se reconocen los llamados acercamientos. Estos tienen que ver con la necesidad de actualizar la lectura de la Biblia puesto que «textos antiguos son releídos a la luz de circunstancias nuevas y aplicados a la situación presente del Pueblo de Dios. Basada sobre estas mismas convicciones, la actualización continúa siendo practicada necesariamente en las comunidades creyentes» (CBI, 1993, p. 34).
El documento menciona los siguientes acercamientos:
El acercamiento sociológico, que parte del hecho de que los textos religiosos están ligados con relaciones recíprocas a las sociedades en las cuales nacen.
El acercamiento antropológico, que se interesa por un vasto conjunto de aspectos que se reflejan en el lenguaje, el arte y la religión, pero también en los vestidos, los ornamentos, las fiestas, las danzas, los mitos, las leyendas y todo lo que concierne la etnografía.
Los acercamientos psicológicos y psicoanalíticos, que han aportado, en particular, una nueva comprensión del símbolo, lo que permite expresar zonas de experiencia religiosa no accesibles al razonamiento puramente conceptual. «La realidad “numinosa”[2] de Dios entra allí en contacto con el ser humano» (CBI, 1993, p. 18).
El acercamiento contextual, que les permite a los exégetas ingresar en la Biblia desde puntos de vista nuevos correspondientes a las corrientes de pensamiento contemporáneo que no han obtenido hasta aquí un lugar suficiente. Así, por ejemplo, se busca, en el (a) acercamiento liberacionista, una lectura que «nace de la situación vivida por el pueblo. Si este vive en circunstancias de opresión, es necesario recurrir a la Biblia para buscar allí el alimento capaz de sostenerlo en sus luchas y esperanzas» (CBI, 1993, p. 16). Recurre a la Biblia «gracias sobre todo a la capacidad que poseen los “acontecimientos fundantes” (la salida de Egipto, la pasión y la resurrección de Jesús) de suscitar nuevas realizaciones en el curso de la historia» (CBI, 1993, p. 17). El documento menciona también un (b) acercamiento feminista, nacido «del contexto socio-cultural de lucha por los derechos de la mujer, con el comité de revisión de la Biblia. Este produjo The Woman's Bible en dos volúmenes (New York 1885, 1898)» (CBI, 1993, p. 17). Esto, como es evidente, tiene mucha más vigencia hoy que en los años del inicio del movimiento feminista, en el siglo xix, y en el año de composición del documento de la Comisión Bíblica (1993).
Utiliza una «hermenéutica de la sospecha»: la historia ha sido escrita regularmente por los vencedores. Para llegar a la verdad es necesario no fiarse de los textos, sino buscar los indicios que revelan otra cosa distinta. El segundo criterio aplicado es sociológico: se apoya sobre el estudio de las sociedades de los tiempos bíblicos, de su estratificación social, y de la posición que ocupaba en ellas la mujer (CBI, 1993, p. 18).
Tengo la convicción de que este valioso «manual» de hermenéutica bíblica, compuesto en 1993 (CBI), hubiese reconocido hoy un acercamiento desde la perspectiva de género, que ocupa un lugar importante en la agenda pública contemporánea.
La encíclica «Laudato Si» (LS, 2015) constituye, en parte, un acercamiento a la Biblia desde el cuidado del ambiente. Y «Fratelli tutti», un acercamiento desde la preocupación por la fraternidad universal. La exégesis de la parábola del Buen Samaritano que vertebra la reflexión da muestras de lo dicho. Allí Francisco asume la tríada de la Revolución francesa como hito político-cultural moderno y muestra la imbricación mutua de los fines propuestos, con la certeza de que si no se educa para la fraternidad, lo que implica la superación de los nacionalismos o la xenofobia resurgentes, no se pueden sostener auténticamente la igualdad y la libertad (FT, 2020, § 103-104). Una hermenéutica del universalismo paulino se impone como fundante de esta visión cristiana.
Saulo, Pablo de Tarso y San Pablo
Con la mención de los nombres de Pablo no pretendo disociar la persona histórica del Apóstol, en el modo en que se hace en la hermenéutica bultmanniana, que extrema el hiato entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe. No cabe duda de que se distinguen, pero la afirmación de la necesaria distinción no conduce de por sí a la negación de uno de los polos del binomio. El Cristo de la fe no elimina la historicidad de Jesús de Nazaret. El desarrollo posterior de la hermenéutica científica bíblica permite poner en tela de juicio la taxativa y automática negación de la historicidad de Jesús de Nazaret, al distinguir la «precomprensión» que toda hermenéutica presupone, que no es intrínseca a la herramienta hermenéutica aplicada, sino una mirada a priori con la que se llega al texto (CBI, 1993, p. 33). Es decir, la crítica de las fuentes como método, por ejemplo, es, en principio, independiente de la precomprensión que la aplique[3]. Que una hermenéutica se desentienda totalmente de la cuestión del Jesús histórico, a partir de la precomprensión de la «historia de la salvación» (Heilsgeschichte, en alemán) como puro acontecimiento subjetivo en el acto de fe singular (Heilgeschehen, en alemán: ‘acontecer de la fe’, lo que conforma un juego de palabras con el término anterior), no implica como necesaria la inexistencia de Jesús de Nazaret o su mera reducción a una leyenda sin sustento histórico.
La «precomprensión» de la que parte inevitablemente toda hermenéutica pone en función herramientas hermenéuticas en la procura de sostener aquello desde donde se parte.
La hermenéutica de la Iglesia católica hoy tiene su propia precomprensión. Ella se ajusta —en tanto considerada ortodoxa por el sensus fidelium del pueblo de Dios, expresado en la comunión de los Obispos y el Obispo de Roma— a un dogma y a un Magisterio que comprende la salvación en la perspectiva católica con ojos en la tradición y en la perspectiva contemporánea. Las demás iglesias cristianas también parten de su propia precomprensión. «La Sagrada Escritura está en diálogo con las comunidades creyentes, porque ha surgido de sus tradiciones de fe» (CBI, p. 28).
Aún más, hay una precomprensión tras cualquier método o acercamiento hermenéutico no-cristiano aplicado a la Biblia.
Asimismo, «la Biblia es ella misma, desde los comienzos, una interpretación» (CBI, 1993, p. 26). Tanto en el judaísmo como en el cristianismo los textos se imbrican en interpretaciones diversas.
Puesto que los textos de la Sagrada Escritura tienen a veces tensiones entre ellos, la interpretación debe necesariamente ser plural. Ninguna interpretación particular puede agotar el sentido del conjunto, que es una sinfonía a varias voces. La interpretación de un texto particular debe pues evitar la exclusividad (CBI, 1993, p. 26).
Resulta difícil la lectura interpretativa de Pablo porque sus escritos son, en principio, «situados»; «el género epistolar al que apela busca ser supletorio y provisional […] con respecto a las posibilidades que ofrece el encuentro cara a cara» (Bornkamm, 1978, p. 24). Pero a esta situación fortuita se debe justamente el hecho de que hoy podamos establecer una lectura, aunque distante, de su universo teológico que aflora en el tratamiento de situaciones: problemas y personas de su entorno epocal. Pablo no gusta de esconderse tras clichés y figuras retóricas convencionales. Las cartas llevan impreso el sello inconfundible de ese hombre (Bornkamm, 1978, p. 25). «Percibimos en cierto modo su respiración», juzga Bornkamm (1978, p. 25). Se sirve de los formularios epistolares helenístico y judío-oriental, pero los matiza con su propia personalidad, resignificando fórmulas hechas. Los subgéneros son abundantes.
Además, ya desde el cristianismo primitivo, Pablo era una figura tan venerada como temida y odiada (Bornkamm, 1978, p. 29). Pero también es verdad que el cristianismo ha vivido sus mejores momentos cuando reaparece Pablo, que «como un volcán extinguido ha entrado de nuevo en actividad» (Bornkamm, 1978, p. 29).
La lectura del Apóstol que aquí se propone implica un acercamiento liberacionista, en tanto que concentra la atención en un Pablo que fundamenta la dignidad y la libertad total derivada de esa dignidad, de todo individuo humano en el Dios que se solidariza con lo humano, hasta el extremo de convertirse en el «Dios muerto», como el peor de los malhechores, inocente víctima de un entorno de opresión, corrupción y mediocridad. En ese sentido, la muerte de Dios es anunciada por Pablo mucho antes que por Nietzsche, mal que a este le pese. Y no en un sentido tan divergente como el que uno puede imaginar. La ruptura tajante entre el evangelio de Jesús y la predicación de Pablo que perfila el filósofo, como cerrándole paso la segunda a la primera, no cesa hasta hoy de resonar en la crítica (Bornkamm, 1978, p. 30). Pero el Dios muerto de Nietzsche no trae un «hombre endiosado», como puede pensarse del Übermensch[4]. Es, antes, mucho más que eso; se trata de un «Dios humanado»[5]: lo divino en el misterio de la fugacidad del instante creador de todos los significados. Si el concepto de Dios puede sostenerse, solo puede entenderse como epojé —tal es la idea del filósofo— un estado máximo que da sentido a todo desarrollo (Cfr. Nietzsche, 1980, t. xii, p. 535) y, por tanto, como kairós.
El concepto de Dios de Pablo es a-teo de theos[6] o de lo θείας (theias, «lo divino») comprendido como una voluntad que sostiene el universo desigual, injusto y en estado de colisión:
La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto (Rom. 8, 20-22).
La escatología en Pablo es salirse del huso de la necesidad, pues no es más que la vanidad del hombre la que condujo a ese estado, del cual puede salirse desde el presente, en tanto kairós en que se obra la transformación que es gracia y glorificación (una acepción de la epojé).
Por último, más allá de la aproximación, debe leerse a Pablo en el marco histórico-crítico que implica la investigación sobre las cartas auténticas y no-auténticas, y las llamadas «deuteropaulinas», en la tradición del Apóstol, pero escritas, por lo general, con posterioridad a su muerte. Refiero la cuestión a Bornkamm (1978, p. 303).
El Trastrocamiento Inicial como Hecho Fundante
El tropiezo final (o inicial) de los discípulos de Jesús, esto es el ajusticiamiento del Mesías, en quien habían puesto toda su esperanza (Lc. 24, 21) —trocado esto en la experiencia de la presencia del Resucitado en la comunidad de fe— le propicia al cristianismo su fuerza inusitada, le imprime su dinamismo propio. Es fuerza de resurrección. Esta experiencia fundante del cristianismo a la que aquí aludo con la palabra «trastrocamiento»: la muerte ignominiosa en experiencia de la presencia de Jesús en medio de la comunidad no es una alucinación colectiva de sus discípulos, trastornados por la violencia de los hechos, ni tampoco un pase de magia como los que le reclamaba Antipas a Jesús —que de ganarse con ello su simpatía podría haber prolongado un poco más sus días a merced de los caprichos de aquel rey monigote—; tampoco se agota (aunque la incluye) en la pura memoria histórica del Crucificado que actuó como estímulo para su imitación moral.
Aquel impulso inesperado, nacido del tropiezo inicial, es aquello a lo que alude Pablo en la Primera Carta a los Corintios, cuando dice que el Cristo crucificado «es para nosotros fuerza de Dios» (1Cor. 1, 23).
Si se intenta, desde las herramientas de una fenomenología de la religión, desentrañar algo de lo que puede ser aquel trocamiento (apenas aquí esbozado), que constituirá el contenido del evangelio (kerigma) y que se resume en el anuncio de que Cristo vive, a partir de la experiencia de la presencia del Resucitado en la comunidad de los discípulos, se observa que, por un lado, los evangelios sinópticos, acentuadamente el más antiguo de ellos en la forma como hoy los conservamos, Marcos, propone como lugar teológico, o sea, como lugar de la manifestación de lo divino, como Mesías, la humanidad en su máxima expresión de fragilidad, es decir, la muerte ignominiosa infringida en el cuerpo de un inocente pobre en un país expoliado. Con ello abarca todo lo humano desde su mínima expresión. Dios se revela en lo humano frágil finito. Es la finitud humana como tal, en última instancia, el lugar de la manifestación de lo divino. Por eso, el cuerpo de un Cristo crucificado es el lugar por antonomasia de la manifestación de lo divino.
A su vez, la misma tradición cristiana señala como lugar de la manifestación de lo divino la fracción del pan, es decir, la comunión fraterna.
El Cristo crucificado predicado por Pablo constituye el lugar de máxima fragilidad humana en donde se revela lo divino. Es el abajamiento máximo de Dios hacia el hombre, movido por misericordia: la kénosis.
La kénosis es comprendida en dos sentidos que se implican. El primero, en términos más rituales y judiciales, valiéndose de conceptos rituales de la tradición sacerdotal judía: el Cristo es un cordero ofrecido en sacrificio, la cruz es entendida como el altar de un sacrificio agradable a Dios, por ser la víctima, el mismo Mesías. En un segundo sentido, en términos más místicos, el Cristo crucificado expresa la comunión de Dios con lo humano hasta lo más íntimo y profundo, hasta lo finito, en tanto asume la condición humana. La teología de los primeros concilios ecuménicos terminará por clarificar bien que se trata de un Dios, no solo de un hombre el que muere en la cruz. Lo mismo que se trata de un Dios que es hijo de mujer: María es invocada como la Madre de Dios, no solo la Madre de Jesús.
Ambos, lugares teológicos: lo divino develado en la humanidad, en su máxima fragilidad, y lo divino manifestado en la comunión fraterna aparecen plasmados en el rito cristiano, la Misa. La Misa es el sacrificio de Cristo en la cruz y es la comunión de los cristianos. Puede dar la impresión de que se trata de dos aspectos paralelos inconexos. Pero, en realidad, no es así. La expresión «fracción del pan», con la que el Nuevo Testamento refiere al rito cristiano, es muy elocuente. La «fracción del pan» expresa la ruptura de un cuerpo que va implicada en la entrega. No hay ninguna posibilidad de compartir el pan si no se lo parte. Esa ruptura es la kénosis, el abajamiento de Dios que conlleva la comunión de Dios con el hombre hasta el extremo. Por eso, la fracción del pan es la expresión ritual de la manifestación de lo divino en la donación total al hombre, esto es, en el Dios muerto en la cruz.
Sin embargo, el movimiento de aproximación total de Dios al hombre en la kénosis implica una solidaridad, una «projimidad» total de lo humano y de los hombres entre sí. Es decir, no hay nada humano (ni la muerte injusta ni la muerte de un reo) ni ninguna cosa humana que quede afuera de este movimiento de aproximación total de lo divino. Por eso la fracción del pan es, al mismo tiempo que la manifestación de lo divino en lo humano más entrañable —lo que implica asumir la condición finita—, también, la manifestación de lo divino en la projimidad de los hombres, es decir, una solidaridad humana, en tanto todo lo humano queda sellado por lo divino. Esto encuentra expresión en el universalismo del amor, entendido como agápe, amor fraterno. De aquí la expresión cabal de Pablo: «porque comemos del mismo pan, somos el mismo cuerpo» (1Cor. 10, 17).
Pablo de Tarso experimentó la presencia del Resucitado en el trocamiento del traspié inicial. Es el comienzo de la historia que lo hace quien fue. El Apóstol, según su mismo relato, se tropieza literalmente con Jesús en el camino de Damasco. Y él reclama para sí el haber visto al Resucitado, así, del mismo modo como se apareció a las mujeres de Jerusalén, a los Apóstoles, a Pedro (1Cor. 15, 5-8). Saulo perseguía a los cristianos y, yendo tras de estos, se le revela Jesús como aquel a quien él persigue. Más allá de la elíptica referencia a la búsqueda implícita de Jesucristo en la que pudo hallarse sin saberlo —cosa que parece ser aludida en el texto—, es elocuente la voz: «Yo soy Jesús a quien tú persigues» (He. 9, 5; He. 26, 15). Saulo persigue a los discípulos, y la voz del camino de Damasco le dice que es Jesús a quien persigue. El vínculo íntimo entre la experiencia de la presencia de la persona de Jesús en la comunidad «agápica» de los discípulos despertará y sostendrá la fe de Pablo en todo su camino. Ello dará lugar a su teología de la Iglesia —comunidad de los discípulos abierta en agápe a toda la humanidad— como cuerpo de Cristo[7].
Es el cuerpo de Cristo, la Iglesia, la que se le cruza a Pablo en el camino de Damasco. Desde allí comprende y elabora, en la reflexión, el misterio del Dios hecho carne en la carne de los hombres. «Ustedes son la carne de Cristo», les dice el papa Francisco a los sobrevivientes, desechos humanos del Mediterráneo recogidos en Lampedusa.
Pero cuando Pablo habla de Cristo, confiesa: «nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor. 1, 23-24). El Apóstol encuentra fuerza de Dios (Θεοῦδύναμιν) y sabiduría de Dios (Θεοῦσοφίαν) en el Cristo crucificado.
Se establece así un juego de oposiciones entre aquello que es escándalo (σκάνδαλον) para los judíos, y que Pablo experimenta como fuerza de Dios, y aquello que es locura, necedad (μωρίαν), para los griegos, y que Pablo experimenta, contrariamente, como sabiduría de Dios.
«Escándalo/fuerza», «locura/sabiduría»: estos son los dos binomios que expresan la paradoja de la predicación del Cristo crucificado[8]. El escándalo para Pablo es fuerza, locura, sabiduría. No obstante, Pablo, antes, en el versículo 18, ha opuesto locura a fuerza: «La predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios». Por tanto, no debería leerse restrictivamente, como que a la locura se le opone solo la sabiduría de Dios, y al escándalo solo la fuerza de Dios, sino comprender fuerza y sabiduría juntas, como propiedades de la predicación del Crucificado, y opuestas ambas a la vez a la locura y al escándalo.
¿Por qué el Mesías crucificado es escándalo para los judíos? ¿Por qué es locura para los griegos? Estas preguntas son más fáciles de responder que si nos preguntamos ¿por qué, para Pablo, el Cristo colgado en la cruz es fuerza y sabiduría de Dios?
Comencemos por las primeras: σκάνδαλον significa literalmente ‘piedra con la que se tropieza’ y se aplica, de manera amplia, a un hecho cualquiera, vergonzante, contrario a la moral y de impacto público. Que aquel que alguna vez había pretendido ser Mesías resulte ser, a vistas de la multitud, un farsante, un bandido que termina sus días colgado en una cruz, ejecutado en la forma más humillante de la época, reservada para los peores criminales sin ningún rango social —como los esclavos—, condenado por los mismos jefes del Sanedrín en Jerusalén, la máxima autoridad en la religión judía, no puede ser menos que un escándalo. Alguien que pretendiese llamarse Mesías debería legitimar sus títulos en batalla, derramando su sangre al estilo de los Macabeos o, al menos, ser reconocido entre los sacerdotes. Pero, en el caso de Jesús, nada de esto es así. Se trata de un galileo, un judío de segundo rango, negado y condenado por los sacerdotes por blasfemia (dice ser Mesías) y muerto como un criminal. No es nadie, no libró ninguna batalla, no liberó a nadie y ha sido ejecutado: he ahí el escándalo. Sería un tropiezo para la fe del pueblo judío seguir a un farsante. Incluso podría resultar un elemento de perturbación en una zona de orden político frágil dentro del Imperio, y peligroso para todos. Roma puede cansarse del continuo clima de sedición generado por los grupos radicalizados. No es más que lo que efectivamente pasó unos años más tarde de la crucifixión de Jesús de Galilea. En ese sentido, vale la pena ponerse en el lugar de Caifás, al que no le falta sensatez, más allá de la reinterpretación «profética» que da el evangelista a sus palabras.
La cuestión de por qué el Cristo crucificado es locura para los griegos es la materia directa de la intervención de Pablo en la primera parte de la carta a los corintios, por la que busca neutralizar una tendencia creciente, sobre todo en los jóvenes, en el seno de la comunidad por él fundada, tendencia que lleva a convertir el seguimiento de Jesús en una especie de «escuela de sabiduría», un «club de ideas superiores», como era moda de la época.
Pablo se refiere ante todo a la sabiduría verbal de todos estos enamorados de la inflación retórica. Pero la crítica de Pablo va más allá todavía de esta sabiduría para esnobs. Él descubre un trasfondo ideológico más grave todavía: en el fondo le reprochan insistir demasiado en la cruz de Cristo y que él no quiera saber más que eso. Pero aquello no acababa de entrar, no resultaba muy simpático; por eso ¿no convendría presentar el mensaje cristiano bajo un ropaje más artístico y atractivo, ofrecerlo según los gustos de la moda? (Brunot, 1982, pp. 55-56).
Es evidente que el escándalo y la locura del Cristo crucificado lo es al mismo tiempo para judíos y griegos, porque ni unos ni otros permitirían considerar divino a un bandido. En los griegos suena a algo ridículo. Es verdad que había deidades menores ridículas en la religión del mito. Pero Platón tiene al mito como un cuento popular. La trascendencia que adquiere el Bien después de Platón no permite mezclar esto, que es lo verdaderamente divino —que es filosofía no religión—, con algo demasiado humano. Asimismo, tradicionalmente, los griegos consideraban «bárbaros» a los semitas de Medio Oriente, tal como los judíos consideraban idólatras a cualquiera que no formara parte del pueblo judío. Cierta desconfianza producía, en los griegos, el hecho de que el Cristo de alguna divinidad pudiera ser un galileo ajusticiado —la reacción al discurso de Pablo en el Areópago pinta la dificultad con la que se topa— como en los judíos que un griego de la diáspora, es decir, el mismo Pablo, pudiera predicar un Mesías a los Judíosjudíos de Palestina —lo que refleja la actitud inicial de la comunidad hacia Saulo y sus conflictos permanentes con los judaizantes—.
Pablo opone a la vanidosa sabiduría de los jóvenes griegos la locura de la cruz. Pero, ¿por qué, para Pablo, esta locura, este escándalo es fuerza y sabiduría de Dios?
Aquí el Apóstol introduce un término para referirse a aquellos —entre los que se incluye—, para los que el Crucificado es fuerza y sabiduría de Dios: dice «para los que se salvan - para nosotros» en el versículo 18. Y más abajo, agrega: «para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (24).
El escándalo del Crucificado es la fuerza de «los salvados». ¿Quiénes son los «que se salvan»?
Las ideas de «salvación» (σωτηρία) y de «redención» (ἀπολύτρωσις) vertebran la teología paulina. Con ello, Pablo se refiere a la transformación total —trastrocamiento— que se opera en la humanidad por la llegada de este Mesías.
Ambos conceptos requieren un ineludible Sitz im Leben para la comprensión de su alcance. Cuando Pablo usa las palabras «salvación» y «redención», no solo reverbera en ellas la expectativa de la llegada de un Mesías, propia del judaísmo, que reposicionaría el lugar de Sión entre las naciones, con lo cual «la salvación no tarda», al decir de Isaías (Is. 46, 13). Como bien lo subraya Juan Luis Segundo (1990, pp. 379 y ss.), ambos términos aluden a un estamento social del cual alguien puede ser rescatado. «Redimir», «salvar» es, en este sentido, «rescatar» de la esclavitud, lo cual se efectuaba pagando un «rescate», en definitiva, comprando la libertad. Cosa que podía efectuar, en determinadas circunstancias, el mismo esclavo si contaba con los medios. La redención, la salvación, es inequívocamente un pasaje a la libertad. La cruz de Cristo es expresamente pensada por Pablo como el pago del rescate de la humanidad: «Por medio de su sangre conseguimos la redención, el perdón de los pecados» (Ef. 1, 7) y «El que recibió la llamada del Señor siendo esclavo, es un liberto del Señor. ¡Han sido bien comprados!» (Co. 7, 22-23).
Juan L. Segundo compara la categoría «salvación» y «redención» con «liberación». Ambas aparecen en los evangelios sinópticos. Pero, en el desarrollo de la espiritualidad, los vocablos «salvación» y «redención» fueron edulcorándose y perdiendo la referencia a su Sitz im Leben, tendiendo a convertirse en algo puramente interior y privado.
La «salvación» ya no resuena en los oídos cristianos como una convocatoria de Dios a participar con él en una tarea histórica común. «Salvarse», «salvar el alma», «la salvación eterna», suena hoy como un llamado de atención hacia algo que el hombre debe procurar para sí mismo apartando su atención de lo que ocurre con su historia y con la suerte del hermano, para ponerla en Dios y en una vida ultraterrena. «Liberación» ha preservado mejor, en el lenguaje usual, la vocación del hombre a construir con Dios el reino (cfr. Mt 6, 33; 25, 24-26), de tal manera que esa voluntad de Dios de crear un mundo y una sociedad nuevas para todos los que sufren en la actualidad se realice «en la tierra como ya se realiza en los cielos» (Mt 6, 10) (Segundo, 1990, pp. 380-381).
ar aquí la cita que el teólogo latinoamericano hace del Diccionario teológico del Nuevo Testamento:
La categoría «liberación» no pudo sustraerse a su inmediato contexto, es decir, el pasaje a una efectiva libertad en la vida sociopolítica, no sin esfuerzo, no sin costo. Vale recordar aquí la cita que el teólogo latinoamericano hace del Diccionario teológico del Nuevo Testamento:
No se apunta a distinción alguna entre el contenido de los conceptos de «liberación» y «redención». Ambos términos significan (en el contexto de una sociedad esclavista) la libertad adquirida (por sí o por don ajeno) por el antes esclavo, mediante el pago del «rescate» debido. Ambas palabras son, así, en su origen, de uso profano. De él pasan, por extensión figurativa, al religioso. Ocurre, sin embargo, que «redención» ha perdido su significado profano primitivo y solo conserva, en el uso corriente, un particular sentido religioso o teológico (con derivaciones cosistas y jurídicas que no siempre responden al sentido fuerte del término profano original). Véase, no obstante, y por ejemplo, en los documentos de Medellín, la sinonimia fundamental: «Toda liberación es ya un anuncio de la plena redención de Cristo» (Segundo, 1990, p. 378).
El plan de Dios (Ef. 1, 9), en la visión paulina, comprende este rescate como una kénosis, un «abajamiento» de Dios al hombre efectuado al enviar a su Hijo al mundo: «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley, para rescatar a los que se hallaban sometidos a ella y para que recibiéramos la condición de hijos» (Gal. 4, 4-5). Pero «aquel que siendo de condición divina no reivindicó su derecho a ser tratado igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo»; aquel que «asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp. 2, 6-8) compromete lo divino en lo humano, de tal modo y en tal grado, que no resulta posible encontrar lo divino plenamente sin tocar lo humano. Esto es, en términos del Apóstol, la «locura divina». La radicalidad del amor de Dios por el hombre se manifiesta en la kénosis, en la identificación con lo humano hasta el extremo: el Mesías crucificado. La extensión del Cristo hombre en la humanidad solidaria de los que se agremian por la fe y el amor fraterno, acercando su presencia, alcanza el rescate a todos.
El Apóstol refiere claramente al rescate del pecado y, para ello, introduce la analogía del antiguo Adán con el nuevo Adán, Cristo (Rom. 15, 18-19). Pero la idea del rescate del pecado no puede leerse en forma restrictiva, remitiéndolo solo a la liberación de una culpa personal. Por eso la referencia al «pecado de Adán» que no remite a dicha culpa personal en cada ser humano, sino a un «estado de caída» propio de la condición humana. No se trata de negar la posibilidad que cada individuo humano tiene de realizar positivamente algo moralmente malo. La acción moralmente mala es fruto no solo de una voluntad débil o de una conciencia errónea, sino, frecuentemente, de una mala conciencia[9]. Sin embargo, el rescate del pecado es más que esto. La teología latinoamericana, en congruencia con la del Concilio Vaticano ii, para completar la noción de pecado, supo señalar, con precisión, que «las barreras para el desarrollo no eran circunstanciales o» puramente «efectos de malas intenciones» (Segundo, 1990, p. 377). Se dio así con quela injusticia social tiene un carácter de «estructura de pecado».
Si, según el concilio, la fe orientaba «la mente hacia soluciones más humanas» (GS 11), estas debían consistir en un cambio de esas estructuras. En efecto, ellas conseguían oprimir o continuar la opresión del hombre por el hombre, aun sin que existiera intención clara y voluntaria de ejercerla (Segundo, p. 377).
La referencia al «rescate» del pecado quedaría incompleta sin la inclusión de la superación de estas «estructuras de pecado». Se trata del
… descubrimiento de que no eran, por lo menos de modo directo, voluntades individuales, sino estructuras creadas y aceptadas por la sociedad global, las causantes de las mayores injusticias. Y que la liberación requerida por el evangelio requería remedios no sólo privados, sino políticos (en el más amplio sentido de la palabra), a esta «situación de pecado (Segundo, 1990, p. 389).
El esfuerzo por la superación de las «estructuras de pecado» es inherente al anuncio cristiano de la salvación. Esta dimensión estructural del pecado es la que permite a Pablo afirmar que Dios «a Cristo, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (Cor., 5, 21).
En Pablo, la salvación/liberación del pecado implica el pasaje a un novedoso estado de libertad que comprende implicancias estructurales en la vida social. «Para ser libres nos ha liberado Cristo» (Gal. 5, 1), exclama el Apóstol. A este estado de libertad se refiere el Apóstol cuando habla de la condición de «hijos adoptivos» ganada al hombre por Cristo. Se trata del reclamo para cada ser humano de una dignidad única, inusitada. El «hijo» se iguala en dignidad al padre. Es su estirpe.
Jesús, el hijo por naturaleza de Dios, ha constituido a sus «hermanos», es decir, a la totalidad de los hombres (cfr. Rom. 8, 29), asimismo en «hijos de Dios» por adopción. Ahora bien, esta afirmación, que ha perdido también en el curso del tiempo su profundidad y agudeza, la interpretamos como una mera actitud de afecto y amor de Dios hacia nosotros. En la antigüedad, el fenómeno de la generación, en que los progenitores daban a la progenie no una naturaleza inferior, sino la misma que ya poseían, constituía algo altamente significativo. Y no solo un lazo afectivo familiar. Cuando Pablo dice que «hemos recibido la filiación» (Gal. 4,5; Rom. 8,16) quiere decir que Dios nos ha constituido en, algo así como pequeños dioses, creadores, en un universo a medio construir, y colocados allí como «dueños de casa»[10], es decir, «herederos del mundo» (cfr. ibíd. y Gal. 4, 1; 1 Cor. 3, 21-23) (Segundo, 1990, p. 385).
Para el Apóstol, la libertad es un estado de dignidad adquirido por Cristo para el cristiano, que lo hace capaz de ser, ante todas las cosas, soberano. Su estado no requiere de ningún otorgamiento por parte del estado político, ni de ninguna pertenencia de sangre, ni de tradición religiosa. Mucho menos, de prácticas cultuales o de enmarcamiento en alguna legislación positiva. El estado de libertad es adquirido a priori por Cristo para el hombre abrazando todo el pasado y el futuro de las generaciones. Es gracia, Don. La libertad traspasa en Pablo todos los límites: «todo te es lícito». Cuando el «hijo»…
[…] entra en posesión de su herencia, el universo, debe cambiar sus preguntas morales. En lugar de inquirir sobre la licitud, debe interrogarse sobre la conveniencia de actuar de una u otra manera. Porque «todo (le) es lícito, pero no todo (le) es conveniente. Todo es lícito, pero no todo construye» (Cor. 6, 12; 10, 23). Ya no se prescriben cosas de manera absoluta, desde fuera de él mismo. Debe, en cambio, consultar las leyes del universo para saber lo que conviene en relación con lo que proyecta (Segundo, 1990, p. 385).
Abstenerse de comer carne consagrada a los ídolos no tiene sentido porque los ídolos no existen. ¿Estás circuncidado?, pues, déjalo ahí. ¿No estás circuncidado? No te circuncides, porque la circuncisión no es nada. La condición de esclavo tampoco es nada porque eres un liberto en Cristo, la condición de libre no significa nada porque eres un esclavo de Cristo (Co. 7, 21-24). Es decir, hay una progresiva tendencia desacralizante de las instituciones sociales y políticas en esa libertad otorgada por Cristo. No hay límites a los requerimientos de un estado de soberanía para el ser humano, no hay límites a los requerimientos de plena satisfacción de las demandas de todo lo necesario para el buen vivir de todos y de cada uno de los hombres dignificados en Cristo. Todos los «hombres nuevos» (Ef., 2, 16) en Cristo son seres humanos libres. Todos son con-ciudadanos (Ef. 2, 19). Esto no solo habla de fraternidad «Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Ef. 2, 14), sino también de igualdad. Es algo así como si Pablo, de pronto, declarara la abolición de la esclavitud y la igualación de los derechos de todos los hombres elevándolos a la categoría de señores. Esto colisiona con la naturalización de los estados sociales sostenida por el andamiaje de la filosofía antigua y, tarde o temprano, desafía al orden político. Un minucioso examen de la pequeña carta a Filemón puede dar cuenta de lo profundo que esto cala en el orden antiguo. De aquí que el escándalo de la cruz se trastrueque en el escándalo de la libertad.
Crítica a una Exégesis Liberacionista
Es abundante la exégesis crítica que juzga insuficiente la intervención expresa de Pablo en la cuestión de la esclavitud: «¿Fuiste llamado siendo esclavo? No te dejes inquietar. Pero si tú puedes ser libre, haz uso más bien de ello […]. Hermanos, donde uno fue llamado, allí permanezca ante Dios» (1Cor., 7, 21-24). Aquí vale la pena escuchar a Eichholz:
Pienso que Pablo toma en serio el duro entramado de la esclavitud antigua y no cree que el problema que aquí le sale al encuentro pueda convertirse en una quantité négligeable. Pero el reproche es precisamente este: Pablo no deja entender que ha comprendido el evangelio como la misión de cambiar el mundo (Eichholz, 1976, p. 388).
Pero la frase del capítulo 7 de 1Cor. es muy breve, demasiado como para convertir a Pablo en un abogado de la inmutabilidad de las estructuras vigentes (Eichholz, 1976, p. 390). Sin embargo, no debe concluirse, tal como dice Eichholz criticando a otros autores, que «la exigencia escatológica de la cruz de Cristo y de su resurrección da muerte también a los deseos burgueses del hombre y le hace “olvidar su estado”» (Eichholz, 1976, p. 388). En realidad, la llamada a «permanecer» de 1Cor. es la llamada a permanecer en el nuevo «estado» de «hijos», trascendiendo el clasismo antiguo justificado por el estoicismo como en Epícteto (Eichholz, 1976, p. 387). Ese estado nuevo ha de respetarse en su rango trascendente más allá de una estructura social que, en consecuencia, consecuentemente se desacraliza completamente (cfr. Eichholz, 1976, p. 392).
Asimismo, hay autores que recuperan más recientemente el significado político de la doctrina paulina (cfr. Taubes, 2007)[11].
Pablo es particularmente sensible frente a la defensa de su propia libertad y de su dignidad: libra un combate heroico frente a los judaizantes que intentan disminuir sus títulos de Apóstol; se enfrenta a Cefas con autoridad y firmeza (Gal. 2, 11), cuando queda enredado en un conflicto con aristas políticas, se vale de su condición de ciudadano romano usándola como artimaña política, pero consciente de que su dignidad humana no proviene de ello (He. 25, 10). Se somete a un juicio que culmina en Roma y lo gana. Solo un hombre con alto grado de consideración de su dignidad sostiene la lucha de Pablo hasta el final. Esta nota biográfica se traduce en su antropología cristológica.
Se necesita de un hombre así, con ese grado de conciencia de su dignidad, que no le ha sido prestada por ninguna institución humana, para sostener y llevar adelante el proyecto que, en los evangelios, recibe el nombre de «reino de Dios».
Es por eso que «libertad» y «liberación» no se excluyen, sino que se pertenecen mutuamente.
Segundo reconoce que, en la teología de la liberación, ha primado justamente la categoría «liberación» sobre la de «libertad». Como esta última está presente preferentemente en Pablo y, la primera, en los evangelios sinópticos, dicha teología parece haber desatendido, en cierta medida, la teología paulina. Pero Segundo sitúa ambos conceptos en su implicancia mutua y atribuye a Pablo la lucidez de definir el sujeto portador del proyecto del reino. Por eso, el Apóstol no debería meramente ser «considerado como apolítico a causa de la clave antropológica con la que interpreta la significación de Jesús» (Segundo, 1990, p. 390). Son estos «hombres libres» de Pablo, conscientes de su dignidad (de hijos), «los que pueden colaborar (ser cooperadores) en “la agricultura de Dios, la construcción de Dios”» (1Cor. 3, 9). «Pablo se apresura a acentuar precisamente, en el mismo versículo, que en esa obra somos cooperadores (synergountes en griego) de Dios. Solo que no es posible, según Pablo, esa cooperación en la obra liberadora de Dios si no somos “libres”» (Segundo, 1990, p. 384).
Es verdad también, como en el caso de «salvación», que, en el término «libertad», también se ha operado…
[…] un deslizamiento lingüístico. La interpretación corriente de los valores evangélicos ha sufrido el peso de una mentalidad clasista liberal. Para esta la «libertad» es un valor tan central como abstracto. La privatización y espiritualidad exageradas impuestas a la exégesis hicieron que la libertad para concebir, expresar y vivir ideas (tanto religiosas como profanas) fuera contrapuesta y preferida al empeño por liberar a la gran mayoría de los hombres del continente de deshumanizaciones mucho más radicales: el hambre, la enfermedad, la falta de instrucción, de oportunidades de trabajo, etc. (Segundo, 1990, p. 390).
Pablo, ante los ojos del hombre moderno, parece tener una cierta bonhomía complaciente frente al orden imperante.
Pero, en realidad, sienta la base de todo esfuerzo por la transformación de la realidad social, pues establece la libertad como el estado del hombre en Cristo: «han sido revestidos de Cristo, de modo que ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni varón ni mujer, ya que todos ustedes son uno en Cristo Jesús» (Gal. 3, 28-29). El proyecto de poner a Cristo por cabeza, la «recapitulación» en Cristo (Ef. 1, 9-10), es una regeneración en Cristo, una «reconciliación» (Rom. 5, 10; Ef. 2, 16), un gran reencuentro. Pero la «reconciliación» no debe ser entendida como una amnistía universal, sino como una re-unión y una inclusión en la justicia, una igualación de todos los hombres, y el desarrollo de una «sabiduría de Dios» capaz de reconocerlo, sobre todo, en los crucificados de nuestros días.
Que «tierra, techo, trabajo» (por usar la consigna de los movimientos populares convocados por el papa Francisco), tanto como la libre expresión, sean contenidos efectivos de la «libertad» anunciada por Pablo, depende de ese ejercicio de la cooperación en el plan aludida por el Apóstol.
Ahora bien, el ejercicio de esta libertad está siempre en riesgo. Existe la tentación de volver a hacerse una «ley» como la antigua, con cualquier rito (cfr. Brunot, 1982, p.144) para negociar con Dios una salvación trasmundana y abdicar de la tarea de ser libres, exorcizando así la angustia que genera, muchas veces, la libertad (Segundo, p. 386). «No se dejen oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (Gal. 5, 1) advierte Pablo a los Gálatas, consciente de ese riesgo y de la influencia de los judaizantes que los provocan, lo que lo hace estallar en cólera: «Ojalá se mutilasen del todo esos que los soliviantan» (Gal. 5, 12), dice, refiriéndose a los que predicaban entre ellos, la circuncisión.
Existe también el peligro de que el hombre libre use de esa libertad para volverse esclavo de los caprichos de sus propias pasiones (Gal 5, 13). Claramente no es la libertad a la que invita el Apóstol (cfr. Segundo, p. 386).
Todas las exhortaciones de Pablo a lo Gálatas se dirigen a sostenerse en ese estado de libertad adquirido por Cristo. «No tomen de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, sírvanse unos a otros por amor» (Gal. 5, 13). La carne significa aquí las mezquindades y egoísmos que dividen la comunidad y llevan al descuido de la dignidad de todos y de cada uno. Le sigue a la exhortación un listado de formas muy concretas de apetencias personales que conspiran contra el sostenimiento de la verdadera libertad, la libertad del «espíritu», aquel que une y cohesiona la comunidad en Cristo. «No nos cansemos de obrar el bien […] mientras tengamos oportunidad hagamos el bien a todos» (Gal. 6, 9-10).
En la misma línea, se expresa Pablo a los colosenses: en definitiva, se trata de hacer justicia al estado de dignidad en que han sido puestos todos y cada uno de los hombres: «Si han pues resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba» (Col. 3, 1-2), lo cual no significa enajenarse del orden en que vivimos, sino hacer la voluntad de Dios en la tierra, así como en el cielo (Mt. 6, 10).
***
La libertad y la dignidad reclamadas por Pablo para todos los hombres es un escándalo para cualquier sociedad, para cualquier sistema político que busque legitimar los privilegios de unos sobre otros y la brecha entre la acumulación sin medida de bienes en las minorías y la carencia absoluta de las mayorías.
El Cristo crucificado es fuerza de Dios para el cristiano, toda vez que aquel encuentra, en lo recóndito de lo humano, en la fragilidad y en la carencia, en la pequeñez y en la carne mutilada, la marca del Dios humanado hasta el despojo por amor al hombre: «porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor. 12, 10).
Referencias Bibliográficas
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Francisco, S. S. Papa (s. f.). Fratelli tutti. Consultada el 30 de abril de 2022, desde https://www.vatican.va/content/francesco/de/encyclicals/documents/papa-francesco_20201003_enciclica-fratelli-tutti.html
Brunot, A. (1982). Los escritos de san Pablo. Navarra: Verbo Divino.
Nietzsche, F. (1980). Sämtliche Werke (vols. 4, 5, 6, 12). Múnich: de Gruyter.
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Taubes, J. (2007). La teología política de Pablo. Madrid: Trotta.
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Notas