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DE SITIOS Y NOMBRES: LA CUBANIDAD NEOBARROCA Y ENREVESADA DE JOSÉ KOZER
Gramma, vol. 32, núm. 66, 2021
Universidad del Salvador

Dossier: Nuevas Lecturas sobre Poesía Neobarroca de Nuestra América

Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 32, núm. 66, 2021

Recepción: 19 Mayo 2021

Aprobación: 28 Junio 2021

Resumen: Este artículo pretende una aproximación a la poesía neobarroca latinoamericana tomando en cuenta la propuesta del grupo de poetas transnacionales surgidos a partir de la publicación en México, en 1996, de la antología (o muestra) Medusario. En concreto, el artículo aborda la poesía del poeta cubano exiliado José Kozer (La Habana, 1940) a partir de dos aspectos: la presencia de rasgos y elementos neobarrocos en su escritura poética y su singular y enrevesada construcción de la cubanidad; para ello, este texto se centra fundamentalmente en dos poemas de Kozer, «La exteriorización de sus sitios» (en Carece de causa, 1988) y «De los nombres» (en et mutabile, 1995).

Palabras clave: José Kozer, Poesía Neobarroca Latinoamericana, Cubanidad, Artificio, Exilio, Lenguaje.

Abstract: This article seeks an approach to Latin American neo-baroque poetry taking into account the proposal of the group of transnational poets that emerged from the publication in Mexico in 1996 of the anthology (or sample) Medusario. Specifically, the article addresses the poetry of the exiled Cuban poet José Kozer (Havana, 1940) from two aspects: the presence of neo-baroque features and elements in his poetic writing and his singular and enrevesada construction of Cubanity. The article focuses on two poems by Jose Kozer: “La exteriorización de sus sitios” (in Carece de causa, 1988) y “De los nombres”(in et mutabile, 1995).

Keywords: José Kozer; Latin American Neo-Baroque Poetry, Cubanity; Artifice, Exile, Language.

Dos escritores cubanos, Lezama y Severo Sarduy, aparecen en el centro de todas las teorizaciones, elaboraciones, debates, en torno al neobarroco latinoamericano. Ambos son, sin duda, escritores a los que puede aplicárseles la denominación de neobarrocos. Sin embargo, la llamada poesía neobarroca como proyecto grupal (no sería apropiado llamarle escuela o movimiento), que devino centro de atención hacia finales de los años noventa del siglo xx, no es una creación cubana, sino, fundamentalmente, rioplatense. Más exactamente, esta poesía neobarroca latinoamericana es una invención, sobre todo, del poeta uruguayo Roberto Echavarren, que adquirió forma en la antología, o muestra, como la denominaron sus autores, Medusario, publicada en 1996, en México, por el Fondo de Cultura Económica. Junto al poeta cubano José Kozer y al estudioso mexicano Jacobo Sefamí, y apoyándose en las elaboraciones del argentino Néstor Perlongher, construyeron ese libro[1] que ha tenido un peso e influencia muy notables en la poesía latinoamericana posterior.

Medusario no es una muestra que apele a lo nacional; todo lo contrario; es un libro trasnacional, de escritores desterritorializados, como los propios autores de la muestra: Echavarren, uruguayo en Estados Unidos, que ha estudiado en Francia y en Alemania; José Kozer, cubano de padres judíos, exiliado en Nueva York, y Jacobo Sefamí, mexicano de origen judío y residente en Nueva York; los tres en compañía (simbólica) de un argentino que había sido un exiliado en Brasil, desterritorializado: Néstor Perlongher. Perlongher, quien se llama a sí mismo, sin embargo, neobarroso, ocupa un lugar central en la muestra, y es él quien coloca a Lezama en el centro de esta nueva poesía neobarroca. Perlongher, como diría Borges, es el escritor que crea a sus precursores: Góngora y Lezama, pero leídos por Severo Sarduy.

Medusario no recoge una escuela ni un movimiento poético, sino, más bien, un «agrupamiento», como lo intenta definir Tamara Kamenszain diez años después, en 2006 (Sol negro), y tampoco es la obra de unos escritores que den sus primeros pasos; al contrario, se trata de un «balance», como sigue diciendo Kamenszain (Sol Negro, 2006). No se trataba así de una poesía que estaba empezando, sino que ya era. Incluso, en algunos casos, podríamos decir, que ya había sido, hasta cierto punto, en la medida en que Medusario incluía a poetas que habían muerto, como el propio Perlongher (a cuya memoria se dedica el libro) o el venezolano Marco Antonio Ettedgui. Además, en esa muestra se establecían los presuntos vínculos literarios entre determinados poetas, todos reunidos bajo la etiqueta de «neobarrocos». Una idea similar con respecto al «agrupamiento» está implícita en el prólogo de Echavarren a la tercera edición de Medusario en 2016, en Chile (la segunda apareció en Buenos Aires, en 2010), donde escribe: «Al combinar la obra de varios creadores se obtiene cierta densidad o intensidad, un efecto cualitativo nuevo, una impresión de conjunto por yuxtaposición» (2016, p. 9). Es decir, el conjunto no existe antes de la antología, o de la muestra; es esta la que lo crea con sus yuxtaposiciones de autores y de poemas. Medusario es una suma de autores que se constituye apelando a la misma estrategia neobarroca que reivindica como seña para los poetas: el artificio, la proliferación. Medusario reúne así a poetas disímiles; algunos de ellos han declarado incluso, años después, no sentirse identificados con la etiqueta de neobarrocos[2]. La disimilitud no supone, sin embargo, que no haya «formas comunes», así, las de «diversas poéticas de una materialidad textual abierta y en fuga» (Calomarde, 2018, p. 209). Al decir de Nancy Calomarde, Medusario

[…] designa la experiencia de lo comunitario desde una subjetividad que ha extraviado los pactos modernos que la enlazaban a lo común, a su inmanencia y a su trascendencia. En otros términos, expresan la falta en tanto que pérdida de valores compartidos, del telos y de la fijación territorial (2018, p. 209).

En Medusario aparecen como «Liminar» tres poemas de Lezama. Sin embargo, dentro de la muestra propiamente dicha, solo hallamos a un poeta cubano, José Kozer, coautor del libro; cabe señalar que, paradójicamente, aun los poemas de Sarduy, referente fundamental del neobarroco, y a cuya obra narrativa se refiere Perlongher en su prólogo, quedan fuera de Medusario, según declara Echavarren en su «Razón de esta obra», porque «hemos preferido no incluir ejemplos de verso métrico tradicional» (Echavarren, 1996, p. 9)[3].

José Kozer (La Habana, 1940) emerge así, a partir de esos años, y en los posteriores, como el único poeta cubano identificado con esta nueva poesía neobarroca latinoamericana, unido, por supuesto, al maestro incuestionable y ya reivindicado por Sarduy, Lezama. El carácter neobarroco de su poesía ha sido, sin embargo, cuestionado. En ese sentido, parece significativo aludir a la recepción de Kozer en la isla. En la antología que da a conocer su obra en Cuba, No buscan reflejarse, publicada en 2001, el poeta y crítico Jorge Luis Arcos, al tiempo que reivindica la obra de Kozer como «una de las más significativas del imaginario poético insular» (2001, p. v), e intenta reinsertar al exiliado dentro de la literatura cubana, hallándole parentescos con Julián del Casal y con José Martí, escribe:

En su poesía —como en la de Lezama, por ejemplo— el lenguaje quiere potenciar los sentidos al uso como reclamando unos hipotéticos pero esenciales sentidos perdidos (o futuros). Efecto engañosamente barroco, que ha conducido a calificar de neobarroca su poesía (2001, p. vii).

Por su parte, Gustavo Pérez Firmat, desde Estados Unidos, establece la existencia de dos etapas en la poesía de Kozer (Pérez Firmat, 2000); la segunda, a partir de finales de los años ochenta, y en concreto a partir del libro El carrillón de los muertos (1987), es la que estaría caracterizada por «un denso hermetismo» (2000, p. 185)[4]. Para Rafael Rojas, hay un cambio en la poesía de Kozer, que estaría marcado precisamente por su inclusión en Medusario (Rojas, 2013). Es decir, y esto me parece significativo, sería como si el carácter neobarroco de su poesía se potenciara a partir de ese momento y de esa Muestra.

Aunque pueda cuestionarse la adscripción de Kozer al neobarroco y, sobre todo, la exclusividad de esta etiqueta para definir completamente su obra, no cabe duda de que numerosos rasgos atribuidos a la literatura neobarroca están presentes en su poesía[5]: el artificio barroco, la proliferación y la perífrasis en lugar del término exacto, la intertextualidad y la parodia, la pérdida del objeto en su escritura, la presencia del erotismo y el trabajo con el desperdicio[6]; también, el rizoma y el pliegue descritos por Deleuze (1989), y que Perlongher reivindica: «pliegue —esplendor claroscuro— de la forma», decía Perlongher (1996, p. 20), o la «disposición excéntrica», la «desterritorialización fabulosa», que también destacara el argentino (1996, p. 20).

Jacobo Sefamí ha ofrecido claves importantes para acercarse a la poesía de Kozer, entre otros trabajos, en su artículo «Llenar la máscara con las ropas del lenguaje: José Kozer». Destaco dos de ellas: «[…] la poesía de Kozer puede partir de un vacío, una ausencia, pero para aglomerar imágenes y ofrecer un lleno. En él hay un deslizamiento en la cadena sintagmática que acumula, profusamente, muchos sentidos en el poema» (2000, p. 349); de este modo, Sefamí describe el verso de Kozer, en esa segunda etapa sugerida por Pérez Firmat, como «una especie de monstruo oceánico con multitud de excrecencias y extremidades» (349). Y también apuntará otra característica:

En Kozer perviven simultáneamente dos modos de proceder que parecen antagónicos: por un lado, lo profuso, lo complejo, lo incomunicable, lo que se despliega en multitud de formas; y, por otro lado, lo fácil en cuanto se deja permear una circunstancia anecdótica, una materia física aledaña, un rastreo familiar o una circunlocución literaria o cultural (2000, pp. 348-349).

Se ha llamado además la atención sobre la frecuencia en el uso del paréntesis en la poesía de Kozer[7], y el propio escritor toma como una de las señas de su escritura (y también de la poesía neobarroca) el anacoluto, signo de la violentación de la sintaxis: «El anacoluto reemplaza en el Neobarroco, como estrategia retórica, a la metonimia» (Kozer, 2015, p. 305). Kozer llega a elaborar una defensa y una poética en torno al anacoluto:

La poética del anacoluto tiende a lo abrupto, a la brusquedad de expresión dentro de lo proliferante: una captación de la rapidez de todo lo actual, actualidad que se vuelve en poco tiempo obsoleta, postergando así de continuo lo inmediato. Abarcar lo inmediato y más allá de lo inmediato, es la función del Neobarroco, vía el recurso estilístico del anacoluto (2015, p. 305).

Ese anacoluto, que también había observado Sefamí, hace que aflore en su poesía «la noción del fragmento, ya que a pesar de inclinarse hacia la prosa, la sintaxis se ve continuamente sometida a giros que la cortan o la bifurcan y multiplican» (Sefamí, 2000, p. 350).

No debe dejar de señalarse la vinculación que existe entre la escritura de Kozer y su condición de exiliado (de tierra y de lengua), circunstancia que el propio poeta subraya; en este sentido, escribe:

Al irme de Cuba, 1960, con veinte años de edad, y radicarme de inmediato en Nueva York, ciudad donde viví treinta y siete años, me desnaturalicé a muchos niveles. El fundamental, la relación con mi idioma (y no solo este sino asimismo con el habla, mi habla habanera natural): así, mi sentido del lenguaje cambió por completo; se volvió alejandrino y diaspórico; es decir, que se volvió en cierta medida bizantino y artificial; ópera en vivo. Y en lugar de mi natural cubano, ese vasallaje de lo unívoco, se disparó dentro de mí una proliferación lingüística que hasta el día de hoy sigue en pie: la mezcla del inglés con el español amplió mi modo de percibir, y de recibir la gracia del idioma materno, el idioma natural. De ahí que unos versos míos digan en un poema titulado Babel que «mi idioma / natural y materno / es el enrevesado». Un enrevesado que aquí en parte alude a ese artificio que de algún modo caracteriza al arte. Y dada esta experiencia vital de exiliado, el idioma que hablo y escribo es, en cierta medida, un artificio, si lo comparamos con el hecho normal de mamar, crecer y vivir en un idioma natural y único del que nunca nos ausentamos ni del que jamás nos vemos circunstancialmente desarraigados (2012, pp. 14-15).

En este artículo, se intenta bordear algunos de estos rasgos en la escritura de Kozer, mientras propongo, asimismo, explorar un aspecto concreto en su poesía: la presencia de lo cubano. Debo aclarar que, si bien el trabajo crítico, el análisis literario, supone a menudo una mutilación, un cortar, delimitar, y con ello, dejar fuera parte de los elementos de la obra de un escritor, en el caso de Kozer, esta circunstancia se nos impone con mucha mayor fuerza, pues, como el propio autor señala, la poesía neobarroca, y particularmente su poesía, se caracteriza también por ese rasgo que él denomina la «proliferación simultánea» (2015, p. 306), y que describe, a través de una imagen muy plástica y, sin duda, vanguardista: «la de un auto que llega, en carretera, a un punto de pago de peaje y tiene once carriles por los que entrar: el auto, en vez de entrar al peaje por un carril, decide entrar, al mismo tiempo, por los once carriles» (2015, p. 307)[8]. Es decir, de los once carriles (quizás más) que encontramos en la poesía de Kozer, solo voy a tomar uno. Si a esto le añadimos que vamos a analizar apenas dos poemas entre los más de trece mil de Kozer[9], podemos asumir que solo observamos, en realidad, un pequeño tramo de este carril[10].

En Medusario se lee la siguiente frase sobre J. K.: «“The Cuba of The Mind” es el título de un poema de Wallace Stevens apropiado para el exilio de Kozer» (1996, p. 314). Asimismo, en su ensayo sobre la cultura cubanoamericana, Vidas en vilo, Gustavo Pérez Firmat dedica a Kozer un capítulo titulado «Monólogo de la lengua»; a diferencia del resto de escritores y de artistas cubanoamericanos a los que alude el ensayo, Kozer es el único, según Pérez Firmat, que ha permanecido absolutamente fiel a la lengua española, aunque con una fidelidad singular. Pérez Firmat dice así que J. K. «ha elaborado un español-esperanto, un idioma que impresiona tanto por su riqueza como por su artificialidad» (2000, p. 173), pues es un español con un acento muy peculiar, donde el habla cubana se mezcla con modismos mexicanos, peruanos, y con el yiddish de su abuelo y de su padre (2000); dice también Pérez Firmat que Kozer escribe para «no tener que decirle adiós» a la cultura cubana (2000, p. 170). Y apunta:

Para Kozer, Cuba y lo cubano no constituyen primordialmente un punto de partida histórico y literario, sino una referencia constante. Muchos de sus poemas son ejercicios mnemónicos, esfuerzos por rescatar y preservar mediante la escritura, un mundo que ha dejado de existir (2000, p. 172).

Por su parte, Jacobo Sefamí señala: «Desde sus inicios como escritor, [Kozer] ha mantenido el ámbito cubano como uno de los temas que le dan unidad a su vastísima obra» (2005, p. 36). Y añade: «Estoy convencido de que el análisis de lo cubano en Kozer (édito e inédito) daría suficiente material para escribir una tesis» (2005, p. 36).

Pérez Firmat rastrea diversas presencias de lo cubano en Kozer, así, el argot en el poema «Gaudemus» (incluido en Bajo este cien, 1983), donde aparece el término «postalita» (el que busca aparentar y se siente superior a los demás), o las calles cubanas en el poema «Uno de los modos de resarcir las formas» (de Carece de causa, 1988), donde «las calzadas cubanas reemplazan a las avenidas neoyorkinas y la tormenta de nieve se metamorfosea en un ciclón tropical» (2000, p. 181), y donde también hallamos modismos, «descuajeringo» (2000, p. 181), o la expresión exclamatoria «Solavaya el viento», que «cifra, en cubano, el deseo de conjurar el hostil medio anglosajón» (2000, p. 182).

En estas páginas, vamos a centrarnos en dos poemas de Kozer donde la presencia de lo cubano y de Cuba constituyen el «carril» principal, poemas en los que, sin dejar de entrar por otros carriles, J. K. parece manejar sobre todo por este. Me refiero a la «La exteriorización de sus sitios» (en Carece de causa, 1988) y «De los nombres» (en et mutabile, 1995), ambos incluidos por Jorge Luis Arcos en su antología No buscan reflejarse[11]. Por supuesto, hay muchos poemas de Kozer que podrían incluirse en esta selección; además de los analizados por Pérez Firmat, «Oda al país», «De la nación», «Bonancible» varias «Ánima», entre otros.

La isla va a ser, como decíamos, el carril central de estos dos poemas, y me refiero a la isla en su fisicidad, aunque, como indica Sefamí, que también ha explorado la presencia de lo cubano en Kozer, Cuba sea, además, en estos poemas y en la poesía de Kozer en general, debido a su modo operatorio, «siempre en función del lenguaje» (Sefamí, 2005, p. 37), una «disquisición lingüística» (2005, p. 37).

Estos dos poemas se caracterizan por ese verso-párrafo, con «extremidades y excrecencias», que marca la segunda etapa de la obra de Kozer, al decir de Sefamí. Pero para nuestra perspectiva, lo más llamativo es el contrapunto que establecen estos dos poemas con respecto a la cubanidad, la relación dialógica que podemos hallar entre ellos.

El primero, que fue incluido en Medusario, es un poema sobre la muerte (segundo carril por el que maneja aquí Kozer), donde la isla es el sitio de reposo elegido por los muertos de la familia (la familia, el tercer carril del poema, y recordemos que, en Medusario, se dice también: «Kozer es ante todo un poeta doméstico», 1996, p. 314), y por el sujeto lírico; asimismo, como ha visto Nancy Calomarde, el poema «escenifica el fluir caótico de la experiencia migrante» (cuarto carril) (2018, p. 219). Pero, volviendo a nuestro centro de atención, digamos que se trata de un poema laudatorio sobre la isla, un poema-fusión del poeta con su isla, donde se manifiesta, a plenitud, ese rasgo de la poesía de Kozer que apunta Jorge Luis Arcos, el de «[…] nombrar las cosas como un modo de apropiarse de la realidad, de con-fundirse con ella» (Kozer, 2001, p. xiii). El poema comienza con una oración gramatical que imita el habla infantil: «En mi país que se llama Cuba hay un pez que se llama manjuarí» (Kozer, 2001, p. 95). Se trata de un verso construido como si fuera un manual de lectura de un niño que estuviera aprendiendo sus primeras letras; el uso de la primera persona y la reiteración de ese verbo que apela al nombre, «llamar», aplicado al país y al pez, produce el efecto de un lenguaje infantil. El poema continúa con los versos-párrafos, que se van alternando en párrafos más breves, líneas de tres versos o más extensos. Tras esta primera oración, sin embargo, el poema cambia radicalmente en su vocabulario, y también en su tono, como si el niño que hablara al comienzo, ese niño que estaba aprendiendo las palabras, aprendiendo a decir, hubiera crecido de repente, abruptamente, a la par que el propio verso, y con él su voz y su lenguaje, y leemos así, casi sin transición alguna, con la mediación apenas de un punto y aparte: «Y los muertos de mi familia regresan sobre el lomo de las vacas regresan / a su segundo lugar que es mi país / a morirse de veras sobre el lomo manso del manatí» (2001, p. 95).

En esos dos versos o estrofas (de algún modo hay que llamarlos), el poema proyecta, sugiere, «pliega» un amplísimo período en el transcurrir de la vida del sujeto lírico: de la infancia a la adultez, del comienzo de la vida y el conocimiento de sus primeras letras al final de la vida familiar y el conocimiento de la muerte; lo que va del manjuarí al manatí. Es decir, del pez endémico de Cuba, reliquia biológica, que el niño recuerda, que el niño identificaba con la isla, al mamífero al que el adulto acude, ese que se ha identificado con las sirenas y aun con las mujeres por su forma de dar de mamar a sus crías, y que es el que eligen los muertos de su familia para morirse, o, más bien, para morirse de veras. El vacío que crea el punto y aparte entre los dos versos contiene entonces gran parte de la vida del sujeto, es un blanco que habla, donde proliferan sentidos, acontecimientos, que se omiten, que no están dichos. Asimismo, en estos versos está también el anacoluto con el que Kozer se identifica, en el tipo de anantapódoton, con esa reiteración del «regresan», que intensifica el verbo, da la medida de la intensidad del regreso. El adverbio, «de veras», es también muy significativo: los muertos no están muertos de verdad hasta que no regresan a la isla. Y se halla también aquí esa pérdida del objeto, propia del barroco y del neobarroco, y que está en esa sustitución sintagmática de manjuarí por manatí; una sustitución que produce como primera reacción en el lector la sensación de una errata en el verso o de una equivocación. Sobre todo quien no conoce estas especies puede pensar que allí donde aparece «manjuarí» debería aparecer «manatí», y viceversa; pero no es así, ambos términos (y animales), los dos típicos de Cuba, se suman, no se excluyen, se yuxtaponen en el poema; manjuarí, manatí…, como si el término (y animal) exacto para nombrar y definir la isla no existiera o se constituyera por la suma de muchos.

Ese segundo verso, segunda estrofa, es todo un rizoma, un gran pliegue, por la gran cantidad de sentidos que proyecta, que abre y esconde, por sus radiaciones: «muertos que regresan» (¿de dónde?); «muertos que regresan sobre el lomo de las vacas» (¿vacas?); «su segundo lugar que es mi país» (¿el país del sujeto lírico es el segundo lugar de los muertos de su familia?); «regresan a morirse de veras» (¿son muertos o todavía no lo son?); «sobre el lomo manso del manatí» (¿del manatí, del manjuarí?).

Por último, en este espléndido comienzo del poema, está también ya, en todo su esplendor, la «desterritorialización fabulosa» de la que habla Perlongher: unos muertos extraños que no son del país, que no habitan en él, pero que regresan a él, tienen que regresar a él, sin embargo, desde su muerte o desde su premuerte, en el lomo de unas vacas, para morir de verdad en el lomo de un animal que se ha emparentado, en nuestro imaginario, con las sirenas.

El trayecto del poema sigue narrando, a la manera kozeriana, a modo de fragmentos, rizomas, pliegues, la fusión de los muertos de la familia del sujeto lírico y de él mismo con la isla. En este pliegue, no se excluye el lenguaje coloquial, que, en este caso, pretende dibujar la naturalidad de ese viaje; así se describe, por ejemplo —en unos versos con lenguaje casi telegráfico, pero denso, con giros y yuxtaposiciones que recuerdan el Diario de campaña, de Martí[12]—, la repentina muerte y la «vuelta» a la isla de la primera mujer de la familia, cuya identidad permanece en la sombra: «Allá va y le apetece hoy mismo a una de las mujeres de mi familia: rauda, tentada por un aroma casi carnívoro y casi todavía feraz, luego es la tierra: unas pencas sencillas, unos chubascos […]» (2001, p. 95). En esta estrofa, de una gran riqueza lingüística, donde el registro coloquial convive con la escritura automática ([…] «y luego las terrazas vivas o mueras / sur es sur la primavera corresponde al lado oeste» [2001, p. 95]), se traza un paralelismo entre la familia y la isla: «la conversación casi en silencio entre los miembros de una familia» (2001, p. 95) se hace equivalente al «invierno parco» (2001, p. 95) de la isla, como si la isla transmitiera su propia identidad a sus habitantes, como si ella condicionara incluso sus rasgos: «[…] unas pencas sencillas, unos / chubascos, que llevan de manera natural a la conversación casi en silencio de sus habitantes» (2001, p. 95). La escasa presencia de signos de puntuación potencia diversos sentidos en los versos; abre carriles por donde se van filtrando distintos significados. También se iluminan, en esta estrofa, sentidos anteriormente enunciados, como por qué la isla es el «segundo lugar» de los familiares del sujeto poético, y es que «Cuba es una nación a la que vinieron mis familiares de su dispersión a la continuidad de su dispersión» (2001, p. 95).

La isla es, sin embargo, el sitio donde esos muertos de la familia, seres de la dispersión, «seres de aire migratorio», y el mismo sujeto poético, «no proliferan, sino se ubican» (2001, p. 95); el lugar donde los muertos de la familia «encajan» (2001, p. 95), tal como se dice en la siguiente estrofa. Para decir este «encaje», Kozer construye un verso con numerosas cláusulas, que se van sumando metonímicamente, con escasos signos de puntuación, sin respiración apenas; un verso que parece interminable, y que clausura el vacío; en este caso, el vacío por excelencia, el de la muerte; un vacío que es clausurado también por los elementos de la cubanidad, elementos amados, y, más concretamente, por la suma de estos amores («El afecto», dice Nancy Calomarde, en su análisis de este poema, «funciona como articulador de la comunidad migrante», 2018, p. 219): «amo la tierra colorada como / amo la hoja de los vegueros la flor que en / mi país llaman guajana» (Kozer, 2001, p. 95-96). Al final de esta serie aparece un elemento extraño, ajeno, extravagante: «amo el carbón vegetal / que en el brasero calentó a mis antepasados / mis seres de aire migratorio» (2001, p. 96). El carbón vegetal que calienta en el brasero, no utilizado en un país tropical como Cuba, por supuesto, se suma así, artificiosamente, pero con naturalidad, a los elementos anteriores, identificados, estos sí, con la cubanidad. Y aquí parece oportuno recordar ciertas palabras de Kozer, que muestran que su español, y cubano, enrevesados, motivados, según el poeta, por su condición exiliada y migrante, no abarcan solamente la lengua, como podríamos pensar, sino también las cosas, los objetos. Escribe Kozer:

[…] con el paso de unas décadas todo se volverá natural y el trasvase lingüístico nos traerá un mayor acercamiento a todos. Así, la artificialidad a la que nos obliga la diáspora se volverá natural. Y para un cubano dicharachero y tropical la experiencia del frío y del silencio de los bosques se hará natural: el exilio me ha enseñado a amar, con toda naturalidad, el enebro (con cuya baya, dicho sea de paso, se aromatiza la ginebra) y ese deslumbrante árbol que es el sanguiñuelo, sin dejar de relacionarme con la uva caleta y el hicaco (Kozer, 2012, pp. 15-16).

El fenómeno que Kozer describe en su experiencia ciudadana como exiliado es exactamente el mismo que encontramos en estos versos. Es decir, el carbón vegetal del frío se yuxtapone con familiaridad a los elementos del trópico, la tierra colorada, la hoja del veguero, para decir la cubanidad, igual que como el individuo Kozer yuxtapone en su vida cotidiana el enebro a la uva caleta o al hicaco para decir lo cubano y lo hispano. Asimismo, resulta también llamativo, en esta estrofa, cómo el propio sujeto poético se inserta entre estos muertos familiares que van en busca de la isla para poder morir de veras; lo hace como sin querer, mediante una proliferación de formas verbales del verbo ser en varios tiempos, en las que, de pronto, cambia la persona del verbo, de una tercera del singular a una primera, y es como una especie de acto fallido que se aprovechara para colarse, él también, junto a esos familiares muertos o premuertos, en la isla. Y aquí se ve cómo el neobarroco trabaja con el desperdicio, con ese resto que es el acto fallido y que se desecha en la comunicación convencional; todo lo contrario, entonces, al lenguaje «reducido a su funcionalidad» (Sarduy, 1971, p. 182); así, leemos que la tierra de la isla «recibe, encaja el cuerpo de cualquiera / de mis seres queridos sea quien sea o quien fue / o será o seré» (Kozer, 2001, p. 95).

La tautología parece asimismo servir para continuar anulando este vacío y para proporcionar calma, serenidad: «Qué más da de dónde: la isla en su forma es una isla» (2001, p. 96). El artificio tautológico naturaliza la isla, la hace ser.

Y después, otra vez con apenas signos de puntuación, encontramos una reflexión sobre la muerte, y sobre la vida, y sobre la dispersión y sobre la migración y el exilio; una reivindicación de la dispersión, del movimiento y del aire: «poseo la prerrogativa del aire», se dice (2001, p. 96), tal como antes se había dicho: «En principio, la idea del aire la somera idea del movimiento por encima / del acontecimiento elimina la torpe idea de una / historia: esto, mis muertos lo confirman» (2001, p. 95). Y es que el aire es metonimia, el aire es proliferación; el aire es el signo de los seres migrantes o migratorios; el acontecimiento, por el contrario, es estático. Y aparece también la isla y sus elementos como disquisiciones lingüísticas: «la forma de una isla es / de configuración tautológica como el que dice aquí / nací sobre el lomo de una palabra como yagua / manjuarí» (2001, p. 96). Pero, a pesar de todo, el sujeto poético insiste en su propósito de morir en esa isla: «regreso a morir», aunque esta sea eso, lenguaje o, quizás, precisamente porque es eso:

  1. Nos vamos o regresamos no sabemos exactamente que es mucho todo

  2. esto no hay para qué alterarse: la forma de una isla es

  3. de configuración tautológica como el que dice aquí

  4. nací sobre el lomo de alguna palabra como yagua

  5. manjuarí vengo del norte me disperso regreso a morir

  6. con o sin norte pues poseo la prerrogativa del aire en

  7. ausencia de cualquier otro tipo de movimiento (Kozer, 2001, p. 96).

El poema concluye con unos versos donde el anacoluto de Kozer vuelve a hacerse presente; se trata de una escena con resonancias bíblicas, de gozo: una cena, la mesa de los muertos de la familia puesta en la isla; una mesa donde la isla sirve el pan, un pan que sabe a Cuba, y al paraíso; aunque, curiosamente, se trata de un pan polisémico, de una cubanidad mestiza, un pan sonoro a caramillos (flauta griega, bíblica), y con aroma a cinamomo (árbol de origen asiático, también llamado paraíso, por cierto, y muy presente en la Biblia); es decir, una vez más, el elemento extraño y extranjero, otro carbón vegetal que, en este caso, contribuye a mitificar la cubanidad, una cubanidad atravesada por los sentidos, sonora, aromática. Leemos: «Vamos a abrir la mesa ella va a servir: quince deudos observamos de pie / una hogaza algo deteriorada de forma andrógina / sonoro pan a caramillos aroma a cinamomos» (2001, p. 96).

Si «La exteriorización de sus sitios» es un poema que muestra la armonía del sujeto lírico con la isla, su deseo de fusión con ella, «De los nombres», por el contrario, es un poema airado, furioso, donde se establece una distancia, un corte, entre el sujeto poético y la isla de Cuba. En este poema, la voz poética mira y habla desde fuera, hacia un interior que le resulta extraño, ajeno, y del que no desea formar parte.

Como «La exteriorización de sus sitios», este poema comienza con un verso breve que es, también, una oración gramatical que remite a la infancia, aunque no por su sintaxis o por su vocabulario, sino por su contenido; en este caso, se trata de la infancia de la isla, o de la Isla, con mayúscula, como subraya Sefamí (2005, p. 38), cuya historia es construida como si fuera la de una niña; de ella se habla así como de una niña acabada de nacer, pero por cuyo futuro ya se va inquiriendo; el verso es una interrogación, un pregunta, o varias: «Qué nombre le va a poner, o Juana, o Fernandina, o la dejamos quieta: ¿y tiene o tendrá pareja?» (2001, p. 136).

El comienzo del poema nos hace recordar otro singular de Fina García Marruz, el poema en prosa «Ay, Cuba, Cuba», incluido en Visitaciones (1970), donde Cuba también es vista, pensada, construida como una niña, o como una adolescente un poco alocada, a la que la voz poética le habla como una madre; un poema donde también, como ocurre en el de Kozer, se acumulan elementos de la cubanidad, que son dichas como arrullos de madre a una niña[13]. Pero resulta llamativo que, mientras el sujeto poético de García Marruz le habla directamente, de tú, a la isla-niña[14], la voz poética, en «De los nombres», no se dirige a la isla de modo directo, sino indirecto, como si Cuba fuera la hija de otro, de un extraño, al que se le habla incluso de usted: «Qué nombre le va a poner».

La siguiente estrofa es un verso-párrafo, predominante en este poema, como en el anterior, y, con sus largas cláusulas, describe la geografía de Cuba al modo de quien describe los rasgos y movimientos de una niña, o casi de un (o una) bebé; lo hace, asimismo, en tercera persona, acentuando la distancia. En estos versos, gran pliegue, gran rizoma, se yuxtaponen numerosos elementos que remiten a la cubanidad, y resulta sorprendente todo lo cubano que se acumula en la estrofa: nombres geográficos, pájaros, frutas, expresiones coloquiales, refranes… Pero ahora estos elementos de lo cubano no son, como en «La exteriorización de sus sitios», gozosos, sino que se mezclan los elementos positivos (el mango, el semillón —el aumentativo remite a un rasgo del habla cubana—), con los negativos, que se van apoderando de la estrofa en su proliferación y convirtiéndose en dominantes. Esos elementos negativos empiezan a sugerirse desde el comienzo de la estrofa: «la Isla vuela a su garza y de la garza a su aura tiñosa» (aura tiñosa, ave carroñera en Cuba), y producen una amplia serie sintagmática, que vuelve a resurgir, más intensamente, hacia la mitad de la estrofa, con una expresión extemporánea, insólita, ajena por completo a la flora cubana y a la cubanidad: «el centeno averiado por / el cornezuelo» (el hongo ergot —también su nombre se incluye en la estrofa— que parasita el centeno), un grano que no existe en la isla, y que, sin embargo, a ella remite («regresamos a nuestro sitio», hemos leído antes) y que da pie, por si no fuera suficiente, a una interjección en alemán, «ergot, ergot Gott in Himmel» (‘Dios en el cielo’). Luego se van sumando, ahora sí, expresiones y elementos cubanos; como el «vacío de tomeguines» (tomeguín, hermoso pajarito endémico de Cuba); y una expresión cubana campesina, rural, «nos cayó gorgojo» (el insecto que destruye los granos, y en Cuba, particularmente, el arroz, que siempre hay que limpiar de gorgojos; es decir, la expresión significa que caímos en desgracia, algo salió mal), junto a otra llena de connotaciones: «la ceiba del patio infectada de totíes»; o sea, no cualquier árbol está infestado de estos pájaros, sino la ceiba, «el árbol sagrado por excelencia» en la isla (Cabrera, 1993, p. 149); así, es la ceiba la que está llena de esos pájaros casi tan rechazados en la isla como el aura tiñosa —el totí, «pájaro de plumaje muy negro» (Santiesteban, 1997, p. 407)[15]—. El totí es un pájaro que se come el azúcar y el arroz, y al que suele culpársele de todo; de ahí, el refrán cubano: «la culpa de todo la tiene el totí», que se utiliza para indicar que alguien está evadiendo su responsabilidad. Al final de la estrofa leemos esos últimos versos, «... pobre / pobre pobre pájaro bienhechor, culpable de la / culpa inmemorial de haber nacido, la Isla». La yuxtaposición, al final de la estrofa, acerca al totí y a la isla, los iguala y los confunde: totí igual a la Isla; la Isla igual al totí o, allí donde aparece «totí», podemos escribir también, y acertaremos, «la Isla». (¿Será el totí, finalmente, la pareja de la Isla?)[16]. La Isla y el totí, el totí y la Isla, culpables de haber nacido, culpa inmemorial. Pero merece la pena volver al elemento extraño que antes mencionamos, a la expresión insólita. Este elemento extraño sería equivalente al «carbón vegetal» que hallábamos en «La exteriorización de sus sitios», y al cinamomo, aunque ahora la expresión es aun más extraña, y extranjerizante; estridente, incluso; no consigue, de ningún modo, pasar inadvertida, no es como el carbón vegetal que se colaba con naturalidad (como el sujeto poético con sus familiares en la isla) entre la tierra colorada y la guajana, ni como el cinamomo, que no solo entraba perfectamente en el verso, sino que incluso contribuía a mitificar, a dulcificar la cubanidad. Esto no sucede con el centeno y el cornezuelo, el ergot, ni con la interjección en alemán. ¿Qué hacen ellos en esta estrofa, nos preguntamos, junto al aura tiñosa, la ceiba, el tomeguín, el totí…? ¿Y ese Gott in Himmel? ¿Pintan algo aquí? Comenta Jacobo Sefamí un fragmento de este poema, y escribe: «la Isla es renombrada con un cúmulo de vocablos, que se van conectando más por afinidades aparentemente sonoras […] que por vínculos semánticos» (2005, p. 38). Ya sabemos, también, que el barroco reivindica el juego del lenguaje, el juego de palabras, el continuo desplazarse del significante, sin funcionalidad, y aquí está, sin duda, ese juego, ergot-Got: «la repetición obsesiva de una cosa inútil» (Sarduy, 1971, p. 182); pero los significantes, incluso los más inútiles, producen también efectos de sentido o, más bien, de sentidos. En este caso, introducir el centeno averiado por el cornezuelo, el ergot, rompe, por un lado, con el «vasallaje» de la cubanidad «unívoca», tal como lo hacían también el carbón vegetal y el cinamomo, aunque ahora de modo más contundente, más radical. Son, como diría Sarduy, «el acompañamiento musical contradictorio», que «perturba» (1971, p. 182) la cubanidad. Estas expresiones producen, para decirlo con Freud y el psicoanálisis, un efecto de siniestro en la estrofa, de siniestro de la cubanidad. Porque lo siniestro es esa aparición de lo extraño en lo familiar; o sea, la aparición de estas expresiones, términos, floras y enfermedades, que son extrañas, y extranjeras, entre lo común, entre los términos y expresiones familiares. Y son esas expresiones extrañas las que nos permiten percatarnos de la intensidad que tiene aquí lo negativo, lo enfermo de la cubanidad. Porque lo negativo o enfermo se percibe, se advierte con mucha mayor fuerza fuera de los términos familiares: por muy negativos que resulten los gorgojos, los tomeguines que no están, la ceiba infestada de totíes, son, en definitiva, negatividades cubanas y, por lo tanto, esperables. El centeno averiado por el cornezuelo es la negatividad inesperada, desfamiliarizada y, por lo tanto, una negatividad mayor, mucho más extrema. Tan extrema que nos puede llevar a gritar «Got in himmel», así, en alemán.

La estrofa siguiente, de un intenso vallejianismo muy kozeriano[17], supone un salto temporal y también metonímico: de la Isla a sus habitantes. Aquí, la Isla parece haber crecido, haber alcanzado su adultez, y en nada se parece a la de «La exterioridad de sus sitios». La negatividad de la isla es intensa desde el comienzo; es presentada como una enferma: «Sujeta a una flora y fauna expectorantes», «Isla asmática». Está también «varada» y podrá ser, después, «defenestrada». Y surgen de nuevo, en la estrofa, términos y expresiones coloquiales del habla popular cubana, que recuerdan de qué Isla se está hablando: «A otra cosa, mariposa», «Solavaya(n)», «apaga y vamos» y localismos como «subuso» (interjección, chitón, cubanismo «para imponer silencio», Santiesteban, 1997, p. 384) o «cotorrrera» (de cotorra, que habla mucho). Dentro de estos términos, resulta llamativo el uso del solavaya (interjección, se usa en Cuba como conjuro, Santiesteban, p. 183), convertido en «solavayan, / váyanse ya», que da cuenta, una vez más, del juego neobarroco, pero que, nuevamente, no es solamente juego o, en todo caso, es juego que habla. Este término pone de manifiesto «un procedimiento típico en la obra de Kozer», señalado por Sefamí, que «consiste en usar expresiones populares, pero para desarticularlas, darles la vuelta, recomponerlas de modo que alteren su significado original» (2005, p. 39). Así, el solavaya se convierte en «solavayan». Además, es también curiosa la variación que ha experimentado la función de «solavaya», que en el poema «Uno de los modos de resarcir las formas», como observaba agudamente Pérez Firmat, servía para conjurar, desde la cubanía, el viento y, metonímicamente, el «hostil medio anglosajón»; y en «De los nombres», sin embargo, es precisamente la expresión que parece emplear la propia Isla, de flora y fauna «expectorante», para excluir y expulsar a los propios cubanos: «fuera y fuera, solavayan, / váyanse ya, y a otra cosa, mariposa, somos tres / sobran dos, y quien queda (apaga y vamos)». Los versos remiten a esa expresión de carácter político (y totalitario) usada desde el comienzo de la Revolución, en los años sesenta, por Fidel Castro, ese «¡Que se vayan!», empleado sistemática, insistentemente, para deshacerse, en cada momento, de la otredad incómoda, de los cubanos considerados enemigos, mercenarios, escoria, etc.[18]. Ante estos versos, puede ser oportuno recordar, además, unas palabras escritas por Kozer en sus diarios sobre las «personas adustas»; de las que decía: «Te dan los buenos días pero para expulsarte, exclaman “Vaya con Dios” para que no vayas con ellos» (Kozer, 2014, p. 48), y más adelante: «[…] si en eso consiste ser adusto, solavaya» (2014, p. 49). Así, de esta estrofa, va surgiendo una Isla adulta («adusta»), muy distinta a la de «La exterioridad de sus sitios»; una Isla enferma, sin pareja (hay que «respirar todos parejo en nombre / de la Isla asmática»). Mientras la de «La exterioridad de sus sitios» acogía a sus muertos, esta Isla segrega, expulsa a sus vivos. A esta Isla hay que «cogerla por el cuello, arrojarla al Mar». Pero no deja de imaginarse, sin embargo, una nueva fundación de la Isla, con otra Mesa puesta, como en «La exterioridad de sus sitios», pero ahora la Mesa es parodia, carnaval, desterritorialización fabulosa en clave carnavalesca: «Volveremos a tu bautismo, Cuba: tres narras [‘chinos’, en el habla cubana; Santiesteban, 1997, p. 287], tres polacos [‘judíos’], tres niches [‘negros’, en el habla popular cubana; Santiesteban, 1997, p. 288], tres cubiches [‘cubanos’; término festivo, familiar, Santiesteban, p. 126[19]] a la Mesa». Y en el centro, el Redentor, que es una especie de carbón vegetal, una especie de cinamomo, pero que, en este caso, no se suma sin más, sino que se contrapone a la cubanidad «unívoca»: irradia «silencio, ausencia de palabras», frente a la cubanidad «cotorrera». Y luego, al final de la estrofa, el cierre vallejiano-kozeriano, ese verso que es anuncio, augurio y también especie de consigna lingüístico-existencial-política: «calla lengua, y volveremos», parodia de esa que en él resuena, la consigna política por excelencia de la Revolución cubana: «Patria o muerte. Venceremos». Ambas, octosílabos, con los mismos acentos impares y los dos verbos de la segunda conjugación en tiempo futuro. Después de la expulsión, el regreso, el nuevo bautismo, contados, sin embargo, en clave paródica, con efecto, sin duda, burlón, desacralizador. Pero la consigna kozeriana entraña, a pesar de su dimensión paródica, cierta positividad en su formulación promisoria y festiva, cierta confianza, o fe, en el futuro. Veamos la estrofa al completo:

  1. Sujeta a su flora y fauna expectorantes, fuera y fuera, solavayan,

  2. váyanse ya, a otra cosa, mariposa, somos tres

  3. sobran dos, y quien queda (apaga y vamos)

  4. aguarda su Anunciación, murió marzo, murió

  5. el día 25, a respirar todos parejo en nombre de

  6. de la Isla asmática, cogerla por el cuello,

  7. arrojarla al Mar: varada Isla, Isla defenestrada,

  8. el manatí lame la costra de tus orillas

  9. por Maisí, volveremos a tu bautismo: Cuba; tres

  10. narras tres polacos tres niches tres cubiches

  11. a la Mesa, y el Redentor en su centro irradiará

  12. silencio, ausencia de palabras, buena señal

  13. para esta gente cotorrera, subuso y calla,

  14. calla lengua, y volveremos (Kozer, 2001, p. 136).

La penúltima estrofa se desplaza, nuevamente, de manera metonímica, de la Isla a sus «héroes», reforzando ese sentido o resonancia políticos, que advertíamos en la estrofa anterior. ¿Son, acaso, estos héroes los que han determinado esa adultez «adusta» de la Isla? Leemos: «Quitando a dos o tres, y bien sabemos quiénes, todos los héroes (solavaya) / de esta Patria son unos hígados: del marabú, / descendientes…» (2001, p. 136). En un doble juego, el «solavayan» vuelve aquí a ser «solavaya», y es devuelto (desde su paréntesis) a la cubanidad original, una cubanidad, sin embargo, no unívoca, con que la voz poética conjura y aleja a la cubanidad «adusta», la de esos héroes cubanos que son unos hígados (ser unhígado, en Cuba «se aplica a la gente antipática»; Santiesteban, 1997, p. 218). La voz poética sermonea a estos héroes, también con cierto tono vallejiano y aun parreano («Falta que hace, verracos: abran paso», [Kozer, 2001, p. 137]), instándolos al silencio (el mismo del Redentor) y a una cubanidad otra, casi una anti-cubanidad: «mejor se atuvieran todos a guapear menos [guapería, ‘bravuconería’, Santiesteban, 1997, p. 201], guachinear más [guachinear, cubanismo, según la RAE, ‘estar entre dos aguas’], y sentarse en el / muro [¿del Malecón?] de espaldas a la ciudad a fumar a solas», y los increpa: «un poco de soledad, caballeros, hace falta» (Kozer, 2001, p. 137). Y observemos cómo el «usted» (omitido) del comienzo del poema se ha deslizado también hasta este «caballeros», un cubanismo «de distancia», pero «con matiz tuteante» (Laurencio, 2015, p. 272), empleado en el sentido de «regañar o llamar la atención» (2015, p. 272). La cubanidad, a pesar de todo, se acerca, se vuelve más familiar; la Isla ya no parece tanto la hija de un extraño. Y entonces, vuelve a anunciarse otra buena nueva para el futuro, que parece traerla otro pajarito cubano: «por un desfiladero / llegará volando, pajarito pajarero, el zunzún» (Kozer, 2001, p. 137). La llegada del zunzún, esa pequeña y admirada ave de Cuba, ese «pajarillo de la familia del colibrí, frecuente en los jardines, donde busca insectos en las flores y liba en ellas» (Ortiz, 1924, p. 506), que es «auténtica joya con alas» (Santiesteban, 1997, p. 385), cuyo nombre proviene «del zumbido que produce el rápido aleteo del animalito» (1997, p. 385), termina de redondear la cubanidad positiva, y libre, voladora, cubanidad por-venir. El significante «zunzún» acaba así desplazando al término «totí». Con su pico hiperbólico y fabuloso, sus colores abigarrados, «su plumaje verde metálico con reflejos dorados por encima, alas y cola negruzcas, garganta verde dorada, vientre gris claro» (Ortiz, 1924, p. 505), el zunzún parece el pájaro ideal del barroco cubano: su pico, su color, su alegría, su vuelo (todo junto), para conjurar la cubanidad negra y unívoca del totí. El zunzún, anuncia el poema, será así (después, eso sí, de atravesar el desfiladero, y de que abran paso los verracos) una especie de espanta-totí[20], y entonces, la Isla encontrará, por fin, se sugiere, su pareja.

La última estrofa comienza con el verso «Ola y ola. Aguas lustrales, salió el sol» (2001, p. 137), que evoca los sacrificios paganos, gentiles. Pero sale finalmente el sol, un sol que es rizoma-pliegue, porque irradia su luz, a la vez, hacia el futuro, el presente y el pasado. Porque alude, simultáneamente, a la era del zunzún, por-venir; al presente del sujeto poético, que ahora se nombra a sí mismo, adquiere nombre en la escritura de manera gozosa; también, al pasado, a la niñez de ese sujeto; y aun al propio poema, donde sale también el sol. Al nombrarse a sí mismo («Yo me llamo José»), la voz poética se inserta, como dijera Tamara Kamenszain, en un hermoso artículo sobre el cubano, en ese grupo de «poetas que se hacen cargo de su identidad en forma literaria» (2000, p. 71), aunque, como sigue diciendo Kamenszain, «la “firma de la firma” desaloja del primer plano al firmante para permitir que en su lugar aparezca la escritura» (2000, p. 71), y cita a Derrida: «Una escritura que, según Derrida, se firma a sí misma como acto y en esa operación afirma y borra al mismo tiempo al sujeto que escribe» (2000, p. 71). Sujeto, entonces, a la vez, (a)firmado y borrado, lleno y vacío; lleno de su nombre, vacío de identidad; aunque, en este caso, solo aparece media firma (José). Ese sujeto poético describe su exterioridad, sus acciones (no sus cualidades): «fumo, bebo / tiemplo, escribo no me meto con nadie» (se ha metido con toda la cubanidad en el poema). Entre esta suma de verbos enumerados en primera persona, encontramos el «tiemplo», de ese cubanismo templar, que es ‘fornicar’ (Laurencio, 2015, p. 82), pero más radiante en cubano, con connotaciones musicales y marineras. Término que nos recuerda la dimensión placentera, gozosa y erótica del barroco y del neobarroco, en la que insistía Sarduy («Juego, pérdida, desperdicio y placer, es decir, erotismo en tanto actividad que es puramente lúdica», 1971, p. 182), y cómo el tabú se incorpora, se suma, a la escritura[21].

Después de estos actos gozosos, y con la música de la guitarra, que es, también, tres (instrumento musical cubano y nueva resonancia bíblica, trinitaria: tres narras, tres niches, etc.), el sujeto poético imagina su infancia y regresa a ella (ambas cosas a la vez), vuelve al paraíso que esta fue, y es: «y por rieles empíreos oigo el tres de una guitarra, / por su esfera vuelvo a la cúpula de una casa de / mampostería, observatorio y lucerna (oriundo / paraíso de rascabucheadores) soy pequeño» (Kozer, 2001, p. 137). Así, el sujeto poético se convierte en niño y se iguala con la Isla del comienzo del poema. Otra vez, así, el niño, como en «La exterioridad de sus sitios», pero ahora al final, no al principio; estado al que se llega, no del que se parte (pasado retroactivo, construido desde el presente). Llega a la infancia-paraíso a través de la esfera, forma perfecta; recordemos las palabras de Orígenes (el teólogo cristiano) que Lezama menciona: «El día de la Resurrección acudiremos en la forma perfecta, es decir, como esferas» (2010, p. 119). Pero si en aquel poema el niño estaba aprendiendo las palabras, aquí será-era un mirón o un rascabucheador (cubanismo, ‘el que furtivamente observa desnudeces femeninas’, Santiesteban, 1997, p. 355) de la Isla, que la mira desde lejos, y desde su pequeñez: «soy pequeño» (¿como el zunzún?); con la eficacia del anacoluto yuxtapuesto, sin ningún signo de puntuación, al final del verso. Y la infancia como «paraíso de rascabucheadores» es, otra vez, carnaval, parodia, desacralización; que desacraliza y carnavaliza la infancia y, también, la cubanidad. Y, luego, la alusión a la historia y a la no-historia, a lo que no pasó (pero que pasa, mientras se tacha):

  1. No hubo nada, nada pasó, fue todo un error pequeño

  2. de la percepción de quien vive, quien anda, se

  3. traspapela y ofusca, elucubra que si la acción

  4. del tiempo que el diablo son las cosas o que

  5. por si las moscas, vaya vaya, tanta cosa (Kozer, 2001, p. 137).

Y en esos versos, donde conviven los términos más cultos («ofusca», «elucubra») con las expresiones más coloquiales («por si las moscas»; «vaya, vaya»), se igualan el niño y el escritor en sus acciones (no cualidades): el error pequeño de quien anda, pero también se traspapela y ofusca. La historia de la Isla como la percepción claro-oscura de un niño y de un escritor. Y al final, resulta que José se llama (también) Juan, con resonancias bíblicas; tiene varios nombres (como la Isla, Juana, Fernandina…), y es la isla el espejo donde se lee, leyendo su hibridez (José, Juan, niño / adulto…), y donde lee (y relee) la propia Isla, en una especie de juego de espejos, que va más allá de ese referente intertextual (Huidobro), que también está en estos versos (espejo de agua[s]), y en todo el poema, con su impulso altazoriano fundador. Pero el espejo del poema, el espejo de Kozer, es un espejo que es elipse, como en el barroco: algo en ese universo-Isla que se describe «le resiste, le opone su opacidad, le niega su imagen» (Sarduy, 1999, p. 1252). El poema se cierra con nuevos nombres de (o para) la Isla que se yuxptaponen: es Yagua (‘tejido de la palma real’), pero es también Aglaye (una de las tres Gracias), e incluso Alecto (una de las furias); todo junto, lo positivo y lo negativo, todo a la vez. Y esos nombres yuxpuestos son también apodos, motes, sobrenombres de la Isla, que nos recuerdan lo dicho por Sarduy:

El apodo es, en Cuba, la costumbre más entrañada y alevosa. El pueblo sobrenombra sistemáticamente, con acierto socarrón, todo lo que lo representa; rompe con el mote toda intención de gravedad y grandilocuencia, con el nombre hipertrofiado cuartea todo aparato, se burla de la pompa, tira la realidad al «choteo» (1999, p. 1174).

El último verso del poema deja, sin embargo, en evidencia la imposibilidad de los nombres para nombrar la Isla y lo inasible de la cubanidad: «pongámosle de una vez por todas Aglaye, / Alecto o qué por falta de mejor palabra» (Kozer, 2001, p. 137).

Escribe Pablo de Cuba: «El pensar la forma deviene elemento fundamental en la poética de Kozer» (2013, p. 85). «De los nombres» no solo piensa la forma del poema o del lenguaje, piensa también la forma de la isla, piensa la forma de la cubanidad. La cubanidad se convierte, dicha por el neobarroco, dicha por Kozer, en objeto perdido, donde los nombres que se le sobreponen devienen, finalmente, el trayecto, el deslizamiento de «un deseo que no encuentra su objeto» (Sarduy, 1999, p. 1252): «o qué», pronombre interrogativo, pregunta por la identidad, será el último nombre de la Isla, y de la cubanidad, en el poema; nombre-pregunta, nombre tachado, nombre-incertidumbre, nombre que desnombra, nombre-vacío; nombre que revela los otros nombres como «pantalla[s] que esconde[n] la carencia» (Sarduy, 1999, p. 1252). En última instancia, el artificio poético de Kozer sobre la cubanidad escenifica y enrevesa en su poema lo dicho por Lezama: «Todo lo hemos perdido, desconocemos qué es lo esencial cubano y vemos lo pasado como quien posee un diente, no de un monstruo o de un animal acariciado, sino de un fantasma para el que todavía no hemos invencionado la guadaña que le corte las piernas» (2010, p. 115). Parafraseando a Sarduy y su definición del neobarroco, la cubanidad en Kozer podría ser, es: «reflejo necesariamente pulverizado de un saber que sabe que ya no está apaciblemente cerrado sobre sí mismo. Arte del destronamiento y la discusión»[22] (1999, p. 1252).

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Notas

* Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Granada. Profesora Titular de Literatura Hispanoamericana en esa institución. Correo electrónico: milena@ugr.es
[1] Echavarren establece una relación de continuidad con dos antologías anteriores, una suya, y otra, de Perlongher, cuyos prólogos se incorporan, además, a la nueva muestra poética:

Medusario es una tercera entrega, una ampliación considerable de otras dos: Caribe trasplatino, una selección bilingüe, español-portugués, que compuso Néstor Perlongher con traducciones de Josely Viana Baptista (Iluminarias, Sao Paulo, 1991), y Transplatinos, una muestra de poetas rioplatenses compaginada por Roberto Echevarren (El Tucán de Virginia, México, 1990). En Medusario se han incorporado los prólogos de los anteriores volúmenes (Echavarren, 1996, p. 9).

[2] Es el caso, por ejemplo, del chileno Raúl Zurita (Sol Negro, 2006).
[3] En el breve texto «Razón de esta obra», con que se abre Medusario, Echavarren menciona otros dos poetas cubanos que «podrían» incluirse en «otra muestra concebida en una línea similar»: Reinaldo Arenas y Lorenzo García Vega (Echavarren, 1996, p. 9).
[4] Aunque hay un crecimiento evidente de la densidad en la poesía de Kozer a partir de sus poemarios de finales de los ochenta, no comparto la idea de Pérez Firmat de que su poesía anterior se caracterice por un «estilo conversacional» (Pérez Firmat, 2000, p. 185); ese registro aparece, sin duda, en esos poemas con mayor fuerza, pero no creo que pueda considerarse dominante ni exclusivo ni siquiera en esa primera etapa. Tampoco desaparece completamente en la segunda.
[5] Algunos estudiosos sostienen su total adscripción al neobarroco, como Pablo de Cuba, quien escribe sobre J. K. «[…] sus poemas pertenecen por derecho y expresión propios al neobarroco» (2013, p. 83).
[6] Rasgos tomados del texto de Sarduy (1971) sobre el barroco y el neobarroco.
[7] Se lee sobre Kozer en Medusario: «Los paréntesis no pecan contra la sintaxis, pero injertan algo en principio prescindible, que está y no está, una palabra o un periodo complejo, a veces de extensión extravagante […], ventilan escrupulosos, protocolares, una conjetura. Abren una trastienda, una entretela, bambalinas, insertan al que mira en lo que observa, ad hoc y al margen (1996, p. 314).
[8] Otra imagen similar, empleada por el poeta, es la siguiente: «No puedes ver al mismo tiempo ocho canales de televisión; sin embargo, eso es lo que intenta el poema» (Sefamí, 2000, p. 266).
[9] En 2020, con motivo del 80.° aniversario del escritor, Rialta Magazine preparó un Dossier de homenaje a J. K. , donde se dice sobre el poeta: «Cercana hoy al centenar de libros publicados, con más de trece mil poemas escritos […]» (Dossier, 2020). La revista no precisa siquiera el número de libros y esto no parece ser un descuido, sino un síntoma; casi nadie sabe cuántos libros ha publicado Kozer; quizás ni siquiera él lo sepa, pues, como él mismo suele declarar, no escribe libros, sino poemas.
[10] Se pregunta Jacobo Sefamí: «¿Cómo definir una poesía tan amplia, tan abierta?, ¿cómo acercarse a una obra que intenta todo? Me parece que la aproximación solo tiene una posibilidad: limitarse a trazar rasgos tangenciales» (2000, p. 348).
[11] Citaremos los poemas en esta edición de Arcos, en la que, según indica el antologador, «el autor cotejó con la editora todos los textos y fijó sus versiones definitivas, por lo que realizó cambios, algunos sustanciales, en muchos poemas […]» (2001, p. v).
[12] Escribe J. L. Arcos: «No se si se ha reparado en la afinidad que existe entre ciertas denotaciones lingüísticas de lo cubano en la poesía de Kozer con otras que aparecen en el Diario de campaña de Martí» (2001, p. 13).
[13] Puede encontrarse un análisis de este poema en el volumen de Milena Rodríguez Entre el cacharro doméstico y la Vía Láctea: poetas cubanas e hispanoamericanas (Renacimiento, 2012), en el capítulo titulado «Entre el cacharro doméstico y la Vía Láctea: el compromiso poético de Fina García Marruz».
[14] «[…] tú que eres porque no te has conocido nunca, óyeme, no te vayas detrás de esos extraños…, Ay, no serás nunca madre nuestra sino hija, Cuba, Cuba, loca mía, desvarío suave! Ay, pudiera yo protegerte cantándote tus propios sones de conocimiento “color de arcano”, pudiera protegerte con tu propia rapidez tu honda lentitud! […]» (García Marruz, 2010, p. 163).
[15] Escribe Ortiz: «[totí] Se le dice despectivamente al negro, sin duda por la negrura del pájaro así llamado» (1923, p. 186).
[16] Parece existir una cierta recurrencia en Kozer en relación con el totí. Sefamí alude a una de las «Ánima» de J. K. , donde se lee: «mi nación es el totí» (Sefamí, 2005, p. 39).
[17] Escribe Kozer, en sus diarios: «Si me viera obligado a escoger entre Neruda y Huidobro escogería a Vallejo» (2014, p. 119).
[18] Uno de los momentos fundadores del «¡Que se vayan!» se encuentra en el discurso de Fidel Castro del 2 de enero de 1961 al referirse a los funcionarios de los Estados Unidos y a su Embajada en Cuba. La expresión se irá, sin embargo, deslizando, extendiéndose a cualquier disidente y a cualquier cubano que cuestionara el régimen: «Y estos señores tienen aquí más de 300 funcionarios, de los cuales el 80 % son espías... [EXCLAMACIONES DE “¡Que se vayan!”]. Si ellos quieren irse todos [EXCLAMACIONES DE “¡Que se vayan!”]. Si ellos quieren irse todos, entonces, ¡que se vayan! [EXCLAMACIONES DE: “¡Que se vayan!”, “¡Cuba sí, yankis no!”, “¡Pin, pon, fuera, abajo Caimanera!”)» (Castro, 1961, pp. 8-9).
[19] «[Fernando] Ortiz llamó cubicherías a los términos que acopió» (Santiesteban, 1997, p. 126).
[20] Fernando Ortiz recoge la existencia de un «espanta-totíes»: «Viejo esclavo que en los ingenios solía ocuparse de ahuyentar los totíes, para que estos pájaros no picotearan el azúcar» (1923, p. 165).
[21] Leemos en Oppiano Licario: Pero templar es la coincidencia adecuada de los acordes, es, como dice Cervantes, música de entre sueños. Así el acto sexual para el cubano es como comer en sueños […] (Lezama, 1977, p. 94). (Este fragmento lo utiliza Tacaronte como ejemplo del uso del verbo templar).
[22] Escribe Gustavo Guerrero: «Aunque haya podido pasar inadvertido, el neobarroco latinoamericano supone incontestablemente, para Sarduy, una revolución de los saberes que pone término al monopolio de un pensamiento único y hace posible otras formas de conocimiento que han sido hasta entonces ignoradas o reprimidas» (2012, p. 27).


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