Resumen: Este artículo analiza la novela Rumble, de Maitena Burundarena, en tanto novela de deformación. Esto es, en tanto instrumento de crítica narrativa y deconstrucción de los discursos dominantes de formación del sujeto moderno en el contexto histórico y político de la Argentina entre 1974 y 1978. Utiliza la noción de picaresca para enfatizar las condiciones de la experiencia infantil en el marco de una resistencia a los valores, los saberes y la autoridad adultos de su momento. El método combina teorías de la subjetividad de Benjamin y Agamben, el análisis del discurso y la narratología.
Palabras clave: Novela de Deformación, Bildungsroman, Argentina, Pícaro,Pircaresca, Subjetividad, Maitena Burundarena.
Abstract: This article analyzes the novel Rumble by Maitena Burundarena as a novel of deformation. That is, as an instrument of narrative critique and deconstruction of the dominant discourses of formation of the modern subject in Argentina, from 1974 to 1978. It incorporates the notion of picaresque to emphasize the conditions of the experience of childhood as a way of resisting adult values, knowledge and authority. The method combines theories of the self by Benjamin and Agamben, discourse analysis and narratology.
Keywords: Novel of Deformation, Bildungsroman, Argentina, Picaro, Picaresque, Subjectivity, Maitena Burundarena.
Artículos
DEFORMACIÓN, PICARESCA Y ESCRITURA EN RUMBLE, DE MAITENA BURUNDARENA
Recepción: 14 Abril 2020
Aprobación: 27 Mayo 2020
Rumble es la primera novela de la conocida historietista argentina Maitena Burundarena, autora de las aclamadas tiras Mujeres alteradas. Publicada en 2011 e identificada como una novela de iniciación o de formación por algunos reseñistas (Montero, 2011) o por la propia autora (Burundarena, 2013), la novela cuenta la historia de una niña que transita de los doce a los quince años como miembro de una familia de derechas y acomodada en el convulso Buenos Aires de los años setenta. La trama, de hecho, transcurre entre la muerte de Perón en 1974, el golpe militar de 1976, y el triunfo, en casa propia, de la selección argentina en el Mundial de 1978.
La historia, en principio, parece no ser más que la sucesión de peripecias de la protagonista: una chica no sometida, no sometible, con una curiosidad por el mundo y por la vida que desbordan los restringidos modelos para las señoritas de su medio: represivo, religioso, acomodado y conservador. «A mí que una chica de mi edad me diga que su aspiración en la vida es servir a dios me da rumble», asegura la protagonista (2011, p. 162), en donde «rumble» es la onomatopeya en inglés utilizada en los cómics de superhéroes cuando hay una catástrofe que hace temblar la tierra o los edificios. Para evitar que le dé rumble, la chica tiene en marcha una elaborada estrategia de resistencia: se hace constantemente la rata (se escapa del colegio) con dos amigos hombres que la esperan siempre a la vuelta del colegio; pertenece decididamente a la calle, en donde alterna con personajes urbanos y marginales en un entramado social complejo y arriesgado que ella sabe manejar con pericia, y más que al melifluo amor de los afiches de «Amor es…» que decoran los cuartos de sus amigas (esos cartones moralizantes de los años setenta iniciados por la historietista neozelandesa Kim Casali que exaltan el amor en función de la vida doméstica), ella duerme al cobijo del póster de Mark Spitz. En ese póster, el nadador olímpico lleva «un slip a rayas verticales con los colores de Estados Unidos y sobre la barra azul del medio hay tres estrellitas blancas que le caen justo donde quiero soñarlo» (2011, p. 47). Es, pues, una niña con agencia, con iniciativa, con curiosidad, con deseo, que desde los doce años aprende a sortear tanto los peligros de la calle como los de la casa. Pero también es una chica con un natural sentido estético de la existencia cuyos agudos instintos de supervivencia, paradójicamente, la enrollan cada vez más en complejas tramas de mentiras, ocultamientos y fugas. Todo esto, en el seno de una familia conservadora, colegios religiosos y más tarde una dictadura militar, la embrollará en acciones cada vez más complejas, más arriesgadas y de consecuencias devastadoras. Pero la chica, intuitivamente, tiene un deber de vida consigo misma y un mundo mucho más interesante que el que le ofrecen las estructuras y los valores adultos con los que por fuerza debe transigir y finalmente aceptar.
Esto parece ser una estructura común del Bildungsroman, tal como lo han advertido los teóricos clásicos del subgénero: la historia de un muchacho, todavía dotado de una curiosidad esencial y un sentido estético de la vida, en un punto de su desarrollo en el que choca conscientemente con valores decadentes, alienantes y degradantes del mundo adulto, al que debe inevitablemente ingresar (Moretti, 2000, pp. 2-14). La formación, entonces, se entiende como un doloroso (y a veces trágico) proceso de implementación de la norma adulta en el joven que inevitablemente transita hacia ella, un doloroso proceso de interiorización de criterios de normalidad adultos (normalmente aburridos, serios, poco imaginativos, bastante violentos) que presuponen la adultez como una norma inescapable. Así pues, la teleología desarrollista nos dice muy claramente: el niño se hace adulto. El camino es unidireccional; el destino, inevitable.
Sin duda Rumble es una novela que permite esta lectura, adaptada a su tiempo y sus contextos —por ejemplo, como una adaptación caracterizada por una crítica a los planteamientos hegemónicos y unitarios del sujeto, del género y de la nación, según lo ha enmarcado la crítica contemporánea del subgénero (Gélinas, 2019, pp. 139-141)—. Pero lo que yo quiero plantear aquí es que esta novela, más que ser de formación (Bildung), es una novela de deformación. Es decir, es una novela, sí, de la inevitable formación del sujeto adulto moderno (la niña se hace adulta en el transcurrir de las páginas), pero también, y por lo menos en la misma medida, es una resistencia a la formación de ese mismo sujeto en su sentido más amplio (sujeto individual, sujeto ciudadano, sujeto político); es su deconstrucción vía la escritura de la infancia.
Una novela de deformación lo es en al menos dos sentidos: por un lado, es la novela en la que la escritura de la infancia configura una resistencia a la formación del sujeto adulto modélico: estable, definido; con un género, una ciudadanía, un lenguaje y un saber debidamente delimitados y vigilados por las distintas tecnologías del sujeto (familia, iglesia, gobierno, escuela, clínica). Es, pues, la novela de su desmontaje, de su deconstrucción. A la vez, y también mediante la escritura de la infancia, es la novela de la exploración de experiencias de vida al margen de esa subjetividad adulta modélica, de sus valores, sus saberes y su lenguaje (Zamora, 2019, pp. 13-28).
Deconstrucción del sujeto adulto (formado); exploración de posibilidades de dignificación de la vida imposibles o limitadas bajo la forma de dicho sujeto. Rumble lleva a cabo ambas funciones novelísticas en dos niveles: uno es narratológico, relativo a la voz y la composición, y otro es diegético, relativo a la representación.
En cuanto al primer nivel, la novela tiene un narrador homodiegético en primera persona. Es la propia chica la que nos cuenta, en tiempo presente, una historia que abarca tres años. Esto nos hace lectores contemporáneos del presente enunciativo de la obra: el momento mismo en que a la vez se enuncian y se viven las acciones. Esta característica está constantemente enfatizada a lo largo del libro en frases como: «Todavía siento náuseas pero ya dejé de vomitar» (2011, p. 265; énfasis añadido), o «Yo la sigo unos pasos más atrás arrastrando una valija vieja de lona verde a la que le puse muchas más cosas de las que necesito y que ahora están empezando a abochornarme» (2011, p. 156; énfasis añadido), o bien: «Desde que Isabelita confirmó oficialmente la muerte del general, papá está parado frente a la pantalla del televisor» (2011, p. 84; énfasis añadido).
Si bien, por un lado, la insistencia en la simultaneidad entre la experiencia y la narración («todavía», «ahora», «desde que») enfatiza la sensación de que es una niña la que narra (y no un adulto el que recuerda), de que nuestra narradora es niña, por otro lado, tenemos un fenómeno disonante: en muchas ocasiones, esta «niña» está mejor informada que los adultos; es capaz de maniobras intelectuales decididamente adultas, y a veces emplea referencias que requieren cierta perspectiva histórica. La niña, por ejemplo, es capaz de hacer análisis cultural de narrativas al observar cómo la mucama interioriza los gustos y deseos de las telenovelas que ve (2011, p. 63). También es capaz de hacer hermenéutica bíblica desde una perspectiva de los estudios culturales al emparejar figuras del antiguo testamento a su realidad cotidiana, concluyendo, luego de considerar varias figuras, lo siguiente: «Agradezco que a papá nunca se le haya aparecido un ángel que le ordene matarme, bastantes ganas debe tener ya sin que lo obliguen» (2011, p. 88). Y también es capaz de hacer análisis psicológicos apoyados en figuras como Antígona (2011, p. 238) o como Edipo (2011, p. 212), y en citas textuales, en alemán, de Tomás de Kempis. De todo ello es capaz una niña, recordemos, que se hace la rata todo el tiempo y que no se la ve leyendo nunca.
Lejos de ser esto una incongruencia en la composición de la obra, constituye un minucioso trabajo narrativo, en tanto que, a pesar de esas aptitudes y referencias claramente de madurez, nunca se pierde ni la subjetividad, ni la voz, ni la simultaneidad de la experiencia (acción-narración) de esta particular infancia narrativa. Más bien, lo que observamos es una inversión de la jerarquía tradicional a nivel del discurso: es más bien el saber del adulto el que se somete o adapta a la experiencia y a la interpretación del personaje infantil. De manera que aquí, más que una disonancia entre la voz de una niña y la perspectiva y los recursos de una adulta, lo que vemos es una suerte de devenir niña en la narración misma. Son la voz, los saberes y la autoridad de la adulta los que están transitando hacia una infancia en donde la transmisión de la experiencia y la recreación de la subjetividad de dicha infancia sean posibles. Devenir, digo, en un sentido claramente deleuzeano: un proceso de «encuentro entre dos reinos» distintos, aparentemente opuestos; una «doble captación de código», una unión entre aparentes oposiciones. El devenir, según el filósofo francés, establece una cierta recomposición (o agencement) de elementos dispares que implican una necesidad y una tentativa de salir de un sistema de clasificación dicotómica, de romper la «máquina binaria», para ir más allá de las experiencias y significados que los binarismos imponen: «Las máquinas binarias son aparatos de poder para romper los devenires: tú eres hombre o mujer, blanco o negro, burgués o proletario» (1996, p. 42). Y yo agrego: adulto o niño. Hay un devenir mujer en El amante de Lady Chatterly; hay un devenir animal en Moby Dick, asegura Deleuze (1996, pp. 40-43). En ese mismo sentido, hay un devenir niño en esta aparente disonancia de un discurso en el que los saberes y la perspectiva adultos se alían a una voz de niña en el presente enunciativo de su experiencia misma.
Esta coincidencia entre infancia y experiencia presente es crucial. El filósofo italiano Giorgio Agamben define la infancia no como una edad ni como un estadio en el desarrollo, sino como «un silencio del sujeto» (2002, p. 88). Un silencio del sujeto moderno, racional, cartesiano, que ha erradicado la experiencia en favor del conocimiento. Para este filósofo, el «yo» de la modernidad, ese «yo» cartesiano que piensa, luego existe, no es más que el sujeto del verbo: una pura función lingüística a la que le sobra el cuerpo y la materia, y, en consecuencia, le falta la capacidad de la experiencia (Agamben, 2002, pp. 22, 88). Los adultos de esta novela (las maestras, el cura, el padre, los militares) son un claro ejemplo de este saber que ha desplazado a la experiencia. Pero particularmente lo es el papá de la protagonista: académico, doctor en filosofía y en matemáticas, dedicado a la educación y a la pedagogía: un ser «puramente lingüístico y funcional», como define Agamben a la condición subjetiva adulta de la modernidad (2002, p. 41).
La voz, pues, que construye y desarrolla esta novela, implica un silencio de dicha subjetividad adulta: de sus saberes y de sus lenguajes. Un silencio y una transmutación en experiencia infantil, pues la narración, siempre en tiempo presente, está desbordada por la experiencia, por el rumble existencial del vivir cotidiano. Hablar de una infancia producida por el lenguaje en oposición a una subjetividad adulta hecha de lenguaje no es realmente la paradoja que parece (a pesar, incluso, de que «infante», por su etimología, quiere decir el que no habla). Agamben, de hecho, acepta la posibilidad de «substantivar» una infancia, un silencio del sujeto, mediante el lenguaje si recurrimos a «un flujo de conciencia inasible, ininterrumpido», que equivaldría a una «condición psíquica originaria», y que, asegura, no podría existir más que como «monólogo interior» (2002, p. 88). Rumble es, a su manera, un monólogo interior que presenta justamente ese flujo de conciencia tan inasible y desbocado como la chica misma, con la que se confunde: el personaje es su voz. Y esta es la substantivación, la materialidad de la experiencia de la que habla Agamben. Más aún: se trata de un flujo inasible de consciencia de la experiencia vivida en el momento mismo de su enunciación. Así, la forma tradicional del sujeto moderno —un adulto autoconsciente, centro articulador de su discurso y de sus saberes organizados—, se deforma aquí en una narración que no busca recrear un saber, sino el flujo de una experiencia, siempre cambiante e inasible, y de una condición psíquica originaria (la «niña»). A final de cuentas, mediante esas citas en alemán de Tomás de Kempis, esas figuras de Antígona y Edipo, esos análisis psicológicos y esas críticas culturales, podemos deducir que esta narradora tiene algo de adulto formado que se deshace, se deforma, se silencia, en la voz de una niña capaz de recuperar, así sea discursivamente, una experiencia, y en ese acto, de resistir el modelo adulto que se le impone: «De todas las teorías acerca de la educación con las que trabaja papá yo debo ser el error que confirma la regla de varias» (2011, p. 233). Ningún saber adulto, pues, es capaz de explicarla. Pero ella tampoco: solo tenemos el flujo de su experiencia en tiempo presente, su infancia, pues.
El otro nivel de deformación del sujeto adulto ocurre, como dijimos, en la diégesis. Consiste en las acciones concretas de resistencia a la norma adulta y a las narrativas de formación que se presentan, unas y otras, a lo largo de la trama. En principio, estas acciones de la chica se articulan como una constante picaresca cuya cadena de peripecias resulta en una resistencia, desde la acción, a la norma que le imponen las distintas instituciones sociales, políticas y religiosas (familia, escuela, iglesia, gobierno) a las que se halla particularmente expuesta debido a su condición social. Así, el «privilegio» de pertenecer a una familia «de buena clase» es decididamente incompatible con el potencial vital que esta adolescente (se) descubre día a día, entre los doce y los quince años, al escaparse de la escuela; al fingirse asaltada para pedir dinero en las paradas del colectivo e irse a tomar chocolate y fumar con sus amigos; al pretenderse huésped del Sheraton de su barrio y pedir servicio a la piscina con cargo a habitaciones aleatorias; en su amistad con un colectivero adulto al que acompaña en sus recorridos de ruta a través de Buenos Aires y con quien conocerá, con dudas, pero también con agencia, las sombras y las luces de la sexualidad; al explorar otras dimensiones de sí misma en un impetuoso romance con Hernán; al improvisar estratagemas para librarse de los controles militares cuando vuelve, pasado el toque de queda, de sus escapadas con este chico… y un largo etcétera.
Pero a diferencia del pícaro tradicional, definido como un «escapista» de las condiciones de otredad y marginalidad que le imponen la pobreza y el desamparo (Cruz, 1999, p. 178), las aventuras de esta chica no sirven para escapar de la pobreza y el desamparo, sino de la afluencia y el privilegio de clase, que vienen con un precio considerable para una muchacha cuya curiosidad vital, instinto, astucia, valentía y sentido estético de la existencia desbordan los márgenes de lo permisible de su propia clase social y política. De esta manera, sus peripecias son una respuesta, cada vez más extrema, a condiciones cada vez más extremas de imposición de valores, de saberes y de autoridad que la chica instintivamente rechaza con acciones (y con narrativas, según veremos después) mucho más creativas, mucho más inteligentes y de un mayor sentido estético que las de los demás personajes —ya decididamente formados en dicho sistema (con la excepción, quizá, de Rafael, el colectivero).
La radicalización de la formación de la chica por su familia o por la escuela, y la radicalización consecuente de sus peripecias de resistencia, cobran un nuevo aliento cuando, a partir de los catorce años, empieza su relación con Hernán (ese muchacho que le provoca un «rumble en cámara lenta» [2011, p. 177]). A su vez, esta situación coincide con el giro político del país a partir del golpe de 1976 y la instauración de la Junta Militar. En su agravada picaresca cotidiana, la protagonista debe ahora enfrentar toques de queda y controles militares, lo que también se refleja a nivel de la narración en nuevos símiles y comparaciones que dan cuenta de una conciencia acechada por un Estado militar o policial: «Salgo corriendo como si me siguiera la policía» (2011, p. 177) o «[…] burlar la guardia es fácil» (refiriéndose a la familia) (2011, p. 280) son ahora nuevas expresiones de la chica que surgen del contexto político en que vive. Así pues, a un poder formativo de escala doméstica, se suma una maniobra general de formación ciudadana por parte del régimen, cuyas nefandas estrategias de docilización y sometimiento establecen ahora una correlación implícita con la educación previa de la chica (conservadora, disciplinaria y punitiva). En este sentido, podemos aplicar aquí lo que observara Jed Esty sobre la formación del joven héroe del Bildungsroman como una alegoría de la formación de una nación bajo valores e ideales dominantes específicos (2012, pp. 3-5). Para ilustrar esta correlación entre la formación de la niña y la formación ciudadana, baste mirar un fragmento del trágicamente famoso «Comunicado n.° 1» de la Junta Militar, cuya instauración coincide con una radicalización de la picaresca de la protagonista:
Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones (Junta de Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas, 2016; énfasis añadido).
Claro que este comunicado no aparece explícitamente en la novela (su diálogo con la historia es sutil y sofisticado), pero coincidentemente describe también, en presente y en retrospectiva, las condiciones de vigilancia y sometimiento en que transcurre su vida cotidiana; describe cómo las «acciones y actitudes» de la chica estaban «intervenidas» por «personal en operaciones» (las maestras, el padre, el hermano, el cura, los militares), y en consecuencia, cómo desde entonces debía «extremar el cuidado» en el día a día de una infancia que puede definirse como una natural disidencia a los valores y los saberes de su clase, de su familia, de su religión y, en este punto de la novela, también de su régimen político.
Pero a pesar de su clase y su familia, estos valores, estas formas de saber y de autoridad que la chica resiste, constituyen también una forma de pobreza —de aquí que no tengamos que forzar realmente el símil del pícaro—. ¿En qué consiste esta pobreza? En 1913, un joven Walter Benjamin articulaba, en la víspera de la Primera Guerra Mundial, una de las más vivenciales críticas de su producción ensayística: el horror de volverse adulto y de sacrificar la riqueza de la juventud en favor de una madurez, un saber y una forma de autoridad que empobrecían definitivamente su experiencia (2005, pp. 3-5). Veinte años más tarde, en una nueva vigilia de una más atroz guerra, un ya adulto Benjamin vuelve al tema para preguntarse: «¿Acaso ha pasado inadvertido cuánta gente volvió en silencio de los frentes de batalla? ¿No más rica sino más pobre en experiencia?» (2005, p. 731; énfasis añadido). Este nuevo tipo de pobreza que declara Benjamin es el resultado de los saberes, valores y autoridad de los mayores que ya denostaba veinte años antes en su desencanto de hacerse adulto. Su ensayo, de hecho, comienza refiriéndose a un cuento tradicional en el que un viejo reúne a sus hijos ante su lecho de muerte para contarles una historia ejemplar con la que les dejaría una lección de vida antes de morir. Sin embargo, Benjamin no enfoca su crítica en el contenido de dicha lección, sino en el acto mismo de transmitir valores y saberes a los jóvenes, estableciendo en él una clara jerarquía de esos saberes y valores adultos sobre los atributos de la juventud. Como si los niños, sostiene en otro ensayo, necesitaran más de los adultos que estos de aquellos (2005, p. 273). No hay nada rescatable en el caudal de ideas recibidas por los mayores, sentencia Benjamin en 1933, dado que «[n]unca el saber ha sido contradicho con mayor fuerza: el saber estratégico se ha convertido en tácticas de guerra; el saber económico en inflación; el saber físico en hambre; el saber moral en poder de Estado» (2005, p. 732)[1].
Quizá el contexto político de Argentina entre 1974 y 1978, y su réplica en la vida familiar de la protagonista (con un padre conservador, académico, pedagogo y «promilico»), tengan una relación con la situación de la que habla Benjamin: los grandes saberes y la autoridad de estos mayores no están conduciendo más que a una pobreza de experiencia que la chica resiste con su arriesgada picaresca. Benjamin, de hecho, observa que el hombre no podrá salir de esta pobreza de experiencia cambiando de saberes y de autoridades (buscando otros mejores, «progresando» en lo científico o en lo político, etc.). No: enriquecer la experiencia individual, para él, requiere «volver atrás», a una «tabula rasa» de saberes y autoridad, a una suerte de «barbarismo positivo», a las «materias primas», a la «desnudez», a la «deformidad» del hombre (2005, p. 733).
Y esto es justamente lo que encarna la protagonista de Rumble: el «barbarismo positivo» de lo que arriba llamé un «sujeto en bruto», un sujeto que desde la acción resiste la formación de sus mayores; un sujeto constituido no por sus saberes y su autoridad sino por sus actos y desde sus «materias primas», desde su «desnudez», desde su «deformidad». A la luz de estas imágenes de Benjamin, podemos decir que la novela es una sucesión de peripecias de resistencia y de emancipación desde una «tabula rasa», desde una «vuelta atrás» del sujeto materializadas en la protagonista. Y esta es también la dimensión verdaderamente política de la novela. Maitena Burundarena expresaba en la presentación de esta obra en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (en 2013) que en principio ella pensaba simplemente hacer una novela de aventuras y de «sexito» (sexo entre muchachos), pero que se le politizó bastante durante el trabajo de escritura. La autora lo decía en alusión a eventos como la muerte de Perón, la ampliación de la avenida 9 de julio, los operativos militares a partir de 1976 y el Mundial de 1978, que, implícita o explícitamente, aparecen en la novela con un efecto bastante directo en sus personajes. Para mí, la verdadera dimensión política está más bien en la resistencia que supone la picaresca de la chica a esta pobreza de experiencia denunciada por Benjamin, pobreza generada por la autoridad formativa, los saberes y los valores de los mayores: la escuela, la iglesia, la familia, el gobierno.
Pero esta picaresca, esta resistencia desde las «materias primas», desde una «tabula rasa» de saberes y discursos, no solo desafía las limitaciones impuestas por los adultos, sino también sus narrativas de formación. Estas narrativas son formas discursivas concretas, entendidas en el sentido que le diera Michel Foucault a la noción de discurso: un sistema de producción de sentido y de «verdad» mediante el lenguaje, desde el que se define tanto al sujeto como a la sociedad, y desde el que se legitima el control y la regulación de ambos a través de instituciones. El discurso es, pues, un sitio privilegiado del ejercicio del poder; un lugar (lieu) de control en el que se interrelacionan lenguaje, subjetividad, saberes especializados e instituciones sociales (Foucault, 2014, pp. 11-12). Hay varios ejemplos de estas narrativas de formación a lo largo de la novela. Uno de ellos: «De los diez mandamientos ya taché cinco y la Biblia me suena cada vez más delirante, como cuentos de hadas llenos de hechizos. Vírgenes que tienen hijos y muertos que resucitan. No hay mucha diferencia entre la historia de la mujer de Lot convirtiéndose en estatua de sal por darse la vuelta a mirar el incendio y los siete pulóveres de ortigas sobre los cisnes que se convierten en príncipes» (2011, p. 89). De un mismo tajo, pues, la chica desecha dos grandes narrativas ejemplares (la Biblia y los cuentos de hadas), piezas fundamentales del saber, de la autoridad y del aparato discursivo de formación de los adultos. No obstante, esta resistencia al aparato formativo de su medio no se da en función de una ideología nueva o de un saber más confiable, sino de sus acciones mismas: «Lo de la masturbación también influyó [en tachar cinco de diez mandamientos]. Yo ni loca cuento a un cura que me gusta apoyarme cosas frías y que a veces dejo unas monedas un rato en el congelador» (2011, p. 90).
Hay otro buen ejemplo de resistencia a las narrativas dominantes de formación desde la acción y la experiencia. Mientras su amiga Sumi abraza a su Snoopy de felpa y coloca pósteres de «Amor es…» (los ya mencionados afiches de exaltación del amor doméstico y conyugal), ella y Hernán practicaban ya con pericia el «submarinismo sexual en las profundidades de las sábanas» (2011, p. 241), y para ello, la chica sabía de anticonceptivos, o de cómo despistar a los militares, al padre y al hermano en sus respectivos y complementarios operativos de vigilancia cuando su Romeo venía de madrugada a saltar por la ventana de su cuarto.
Como es claro, ninguna de sus experiencias tiene reconocimiento alguno en el marco de las narrativas dominantes de formación (infantil y ciudadana), ni bajo los distintos niveles de dictadura que la chica enfrenta. Sobre todo, la del padre, para quien «soy un fracaso, un tiro al aire, una persona sin futuro, un desperdicio» (2011, p. 231). No hay, pues, ninguna narrativa dominante en la Argentina de su época que la valore o al menos que la explique en algo que cuatro décadas más tarde nos parece un torbellino de inteligencia en bruto, de agudísima sensibilidad y de creatividad aplicada.
Para valorarla y explicarla, hacía falta su propia narrativa: personal, subjetiva, en tiempo presente. No me detengo aquí en la confesa dimensión autoficcional de la novela (Burundarena, 2013). Menciono solamente que esta se escribe casi cuarenta años después de la época que narra, y en este sentido, evoca la imagen benjamineana a la que aludimos arriba: la del recluta que al final de la Primera Guerra Mundial vuelve del frente de batalla no más rico sino más pobre en saber, en autoridad, y, en consecuencia, vuelve silente: no a dar lecciones a partir de su experiencia, a partir de mejores saberes o narrativas que superaran a los de su educación, sino a buscar las «materias primas» de sí mismo, su «desnudez», su «barbarismo positivo» (Benjamin, 2005, p. 733). En este caso: la voz y la criatura que protagonizan esta novela. Esta es la deformación que se lleva a cabo: la de un sujeto ya formado, con saberes, con valores, con autoridad, que vuelve para narrar(se), para reescribir(se), para ficcionalizar(se), no desde la autoridad y el saber, sino desde una «tabula rasa» de sí mismo buscada en la narración misma.
Ese sujeto ya formado que se deforma en la voz y las peripecias de la protagonista, de hecho, se empieza a percibir al final de la novela, cuando la muchacha empieza a valorar, a discernir y, en suma, a saber, a partir de una serie de revelaciones dramáticas. «Me doy cuenta de todo. De que no lo odio a Hernán pero que ya dejé de amarlo», de que «lo quiero como es y no como yo necesito que sea porque ya no estoy enamorada de él» (2011, p. 267), de que «[y]a no somos los mismos», y de que «estoy decepcionada» (2011, p. 271). Madurar, formarse, adquirir la forma adulta, es adquirir los saberes y la autoridad del mundo adulto; es empezar a ejercerlos. Pero es también, como vimos, una pobreza de experiencia que empieza a imponerse en la protagonista como una capitulación de su picaresca.
La obra, pues, es sofisticada no solo en la construcción de una voz narrativa, en el desarrollo del personaje y en su diálogo sutil con la historia argentina reciente, sino también en su estructura temporal, pues lo que parece un relato lineal y progresivo resulta en una suerte de circularidad: el final de la novela nos lleva al comienzo de ese adulto formado que casi cuarenta años después volverá a narrarse para deshacer esa forma. La completa dimensión, pues, de esta deformación del sujeto adulto se aprecia en tanto acto de escritura que crea un sujeto de experiencia (una niña) sin constituirlo desde los saberes, los valores y la autoridad de un sujeto de conocimiento, de un sujeto formado (un adulto), sino, por el contrario, subvirtiéndolo, deformándolo. En este sentido, el acto adulto de escribir la infancia de la manera analizada es tanto una búsqueda literaria de esa «tabula rasa» del sujeto emblemático de la modernidad, su «vuelta atrás» benjamineana, la deconstrucción de su teleología desarrollista unidireccional, como la búsqueda de aquel silencio agambeneano del adulto privado de experiencia. Es, pues, su deformación por la escritura.