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BORGES Y MANZI: EL DIÁLOGO ENTRE LA ALTA Y LA BAJA CULTURA EN LA POÉTICA DE BUENOS AIRES

Daniel Antoniotti
Universidad CAECE, Argentina

Gramma

Universidad del Salvador, Argentina

ISSN: 1850-0153

ISSN-e: 1850-0161

Periodicidad: Bianual

núm. Esp.10, 2020

revista.gramma@usal.edu.ar

Recepción: 20 Marzo 2020

Aprobación: 23 Abril 2020



Resumen: Al tomar como tema de sus respectivas poéticas al Buenos Aires que se extinguía con las profundas transformaciones sociales y de modos de producción de la ciudad a principios del XX, Jorge Luis Borges, en su literatura, y Homero Manzi, en su letrística tanguera, son pasibles de ser cotejados en sus afinidades y divergencias. El diálogo ciudad/campo, ese momento que idealizarán ambos, se está terminando. En ese ámbito, a Manzi le importará sobremanera el elemento humano, es decir, no solo el lugar, sino también los lugareños, con hábitos y características que se extinguirán. En este aspecto se diferenciará de Borges quien, cuando eche su mirada sobre los pobladores, tendrá una clara predilección por la mitología de puñales que simbolizaron los guapos, reales o ficticios, que se reflejaron en una parte de su poesía y también de su prosa. Mientras Borges, desde la vanguardia, en su juventud y hasta la consagración en su madurez, consolida su construcción mítica; desde otro estrato cultural, el del margen, y por otros canales de circulación, simultáneamente, se constituye una mitología análoga. Se confirman, entonces, los límites difusos y permeables entre la «alta» y la «baja cultura», su interacción dialéctica y la presencia en la sociedad porteña (por lo menos desde los años veinte) de un significativo corpus común en el que se entreveran lo erudito y lo popular, como así también lo tradicional y lo moderno en líneas convergentes que conformaron, y tal vez sigan conformando, nuestra memoria y nuestra identidad.

Palabras clave: Tango, Literatura, Borges, Manzi, Cultura popular.

Abstract: By picking the Buenos Aires that was dying off due to the deep changes in society and in the city’s means of production on the early 20th as theme for their respective poetics, Jorge Luis Borges, with his literature, and Homero Manzi, with his tango lyrics, can be contrasted in their affinities and divergences. The city/country dialogue that time that both authors would idealize, is coming to an end. Within this field, Manzi would put the accent on the human element, i.e., not only on the place but also on the locals, with habits and characteristics that will fade away. Here is where he would differ from Borges who, after focusing on the residents, would develop an obvious preference for the dagger mythology symbolized by the guapos, real or fictional, that got portrayed within part of his poetry and also his prose. While Borges, from an avant-garde position, during his youth and up to his recognition in his adulthood consolidates his mythical setup; on a different social stratum, that of the margins, and by other means of circulation an analogous mythology comes to life simultaneously. So this confirms the fuzzy and permeable limits between «high» and «low culture», their dialectical interaction and the presence within Buenos Aires society (at least since the twenties) of a significant common corpus in which the erudite and the popular intermingle, as well as the traditional and the modern in convergent paths that shaped, and would probably continue to shape, our memory and our identity.

Keywords: Tango, Literature, Borges, Manzi, Popular culture.

Al tomar como tema de sus respectivas poéticas al Buenos Aires que se extinguía con las profundas transformaciones sociales y de modos de producción de la ciudad a principios del xx, Jorge Luis Borges, en su literatura (lírica y narrativa), y Homero Manzi, en su letrística tanguera, son pasibles de ser cotejados en sus afinidades y divergencias. El diálogo ciudad/campo, ese momento que idealizarán ambos, se está terminando. En ese ámbito, a Manzi le importará sobre manera el elemento humano, es decir, no solo el lugar, sino también los lugareños, con hábitos y características que se extinguirán con la progresiva modernización de la ciudad. En este aspecto se diferenciará de Borges quien, cuando eche su mirada sobre los pobladores, tendrá una clara predilección por la mitología de puñales que simbolizaron los guapos, reales o ficticios, que se reflejaron en una parte de su poesía y también de su prosa. Mientras Borges, desde la vanguardia, en su juventud y hasta la consagración en su madurez, consolida su construcción mítica desde otro estrato cultural: el del margen, y por otros canales de circulación, simultáneamente, se constituye una mitología análoga. Se confirman, entonces, los límites difusos y permeables entre la «alta» y la «baja cultura», su interacción dialéctica y la presencia en la sociedad porteña (por lo menos desde los años veinte) de un significativo corpus común en el que se entreveran lo erudito y lo popular, como así también lo tradicional y lo moderno en líneas convergentes que conformaron, y tal vez lo sigan haciendo, nuestra memoria y nuestra identidad.

En el discurso de Borges, como tal vez en el de Sarmiento, latía en forma simultánea, y a veces contradictoria, una permeabilidad recurrente entre lo erudito y lo popular. Es este el Jorge Luis Borges escritor en las orillas, como lo caracterizó Beatriz Sarlo. Su visión mítica de Buenos Aires coincide muchas veces con otras mitologizaciones procedentes de estratos culturales que no gozaron del lustre y del prestigio borgeano. En este trabajo procuraremos delinear, en un primer momento, dos modos de aproximarse a la urbe porteña que se hallan en su poesía, para luego determinar cómo esta tuvo llamativas coincidencias con la letrística de cierta corriente de la canción popular.

En su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1967), el yo lírico de Borges se asemeja a un flaneur, pero que, curiosamente, no parece transitar por esa ciudad de multitudes hostiles, propia de la novela decimonónica, sino por un locus amoenus clásico. Es esta una visión mítica de una ciudad abstraída, despojada de multitudes. Por momentos, el mito se reviste de contemporaneidad, como en el poema «Calle desconocida», en el que leemos: «En esa hora de fina luz arenosa / mis pasos dieron con una calle ignorada, / abierta en noble anchura de terraza, / mostrando en las cornisas y en las paredes / colores blandos como el mismo cielo / que conmovía el fondo» (1967, p. 21). Verbos en presente o con marcas de un pasado inmediato dan la idea de una edad dorada casi presente. El oxímoron «lejanamente cercana» del poema citado connota, si se quiere, una nostalgia amable y sin desgarramientos. El poeta transita sin angustia, a lo sumo con una tibia melancolía, ese espacio idealizado. Su ubicación es estática, como en los locus ubi (lugar en donde) o en los locus unde (lugar desde donde) de la sintaxis latina.

Borges recorre el centro porteño y los suburbios formalizando un anclaje descriptivo en el que nos presenta los objetos con detalles de su aspecto y sus relaciones con el entorno. El referido yo lírico, a veces, se manifiesta explícitamente, pero siempre lo hace con modestia, sin ganar el centro de la escena.

Los recursos retóricos son los ortodoxos de la descripción: predominio de léxico nominal, austeridad verbal en algunos poemas, como en «Las calles», en los que, al desgranarse veintidós versos, solo se aprecian siete verbos, y por último, pero no menos importante, la enumeración. Será este, el de la enumeración, un recurso capital en la retórica borgeana. Sobre la repetición de la palabra «calles» en dicho poema, señala con agudeza Horacio Salas que allí se «reitera en más de veinte oportunidades ese sustantivo acompañado de muerte, patios, horizontes, atardeceres y declives. Pero ninguna palabra se repite de manera tan obsesiva como calles» (1994, p. 99).

Cuarenta años después de este más que promisorio inicio literario, Borges se ocupa de Buenos Aires con otra perspectiva en su obra Para las seis cuerdas (1967). En el análisis de las milongas de este libro, hallamos nuevamente descripciones, pero de individuos, y esta vez también, y de modo más explícito que en su primer libro, decididamente ubicados en un plano mítico. Es decir, ahistórico. Es sabido que la circularidad del mito se opone a la linealidad de la Historia. Jacinto Chiclana, Nicanor Paredes o los Iberra son personajes sin tiempo, repetidos cíclicamente como los bravos guerreros escandinavos o los combatientes de las luchas independentistas o los de los sangrientos enfrentamientos civiles de la historia argentina, de los que tan persistentemente se ocupó Borges.

En las milongas, aflora algún mínimo elemento narrativo que ejemplifica la valentía del personaje, en medio de una escenografía austera y simbólica: esquinas, patios, huertas, las torres de Balvanera, el Maldonado, el Sur.

Los escenarios de Fervor... (1967) contenían a un yo lírico contemporáneo de ellos, en la otra obra, publicada a mediados de la década de los 60, los ámbitos someramente descriptos contienen a individuos solitarios, definidos y definibles con un denominador común: la indiferencia con la que se enfrentan a la muerte (tanto la muerte propia como la ajena).

Es factible contextualizar históricamente estos dos trabajos, con la lógica prevención de no establecer una ingenua relación mecánica entre literatura y sociedad. En Fervor de Buenos Aires había un espacio metonímico que servía de correa de transmisión al sentimiento lírico del joven poeta, en aquellos tiempos en los que la ciudad vivía bajo la pax alvearista. El de las milongas es otro espacio, habitado por la violencia en la convulsionada Argentina posterior a la caída del primer peronismo, frente al que Borges mantuvo, como se sabe, una intransigente oposición. Claro que, al margen de la lectura articulada con la situación histórica, también la condición personal del propio Borges puede jugar un papel importante en esta evolución. El joven de los años veinte todavía goza de la plenitud de todos sus sentidos. El panorama de la ciudad amada se le presenta a ojos vista. El avance progresivo e ineluctable de la ceguera, tal vez lo haya llevado a rastrear los motivos de su obra —en la otra etapa, la de su limitación sensorial— en la memoria. Memoria vicaria como se denomina a la de acontecimientos referidos, más que presenciados y que se plasman en la evolución de una literatura que se transforma manteniendo estática e inmóvil la imagen de la ciudad que busca reflejar.

El del coraje es un tópico que, progresivamente, se incorpora a la temática borgeana. Podemos destacar algunos momentos iniciales de este tránsito. En los dos libros posteriores a Fervor..., y afines a este en su temática, Luna de enfrente (1967) y Cuaderno San Martín (1967), se insinuaba en poemas como «El General Quiroga va en coche al muere» o «Dulcia linquimus arvua» (dejamos atrás agradables sembradíos) (Luna...); o «Isidoro Acevedo» (Cuaderno...). Esta temática, entonces, se ubicará en un plano inclinado sobre el que se deslizará buena parte de su literatura posterior.

En la Argentina de los 30, ya ganada por la violencia política y social, comienza a inclinarse la tópica borgeana hacia el culto del coraje, que se irá consolidando con la convulsionada historia que le tocaría vivir al país.

Subyace como denominador común una visión mítica en lo que va de Fervor... a las milongas. En el primer poemario, los topoi de la edad dorada y del locus amoenus y en Para las seis cuerdas el del coraje, visto casi como una valentía «porque sí no más» (1967).

Definidos algunos de los muchos costados del Buenos Aires mítico de Borges, nos interesa confrontarlo —como ya adelantamos— con los tópicos y la retórica que, desde la otra literatura de la ciudad, la de la canción popular, ha trazado un recorrido con llamativas convergencias. En este sentido, nos detenemos en Homero Manzi, autor que tuvo trato en su juventud con el poeta de Fervor de Buenos Aires.

Jorge Ricardo Solares (1967), un crítico uruguayo, en los años 60 señaló la coincidencia entre los versos del poema de Borges El truco con los que Manzi escribió para Monte criollo (1934). Leemos en el poema de Borges: «Cuarenta naipes han desplazado a la vida / amuletos de cartón pintado / conjuran con placentero exorcismo / la maciza realidad primordial / de goce y sufrimientos carnales» (p. 6); y en la letra del tango de Manzi: «Cuarenta cartones pintados / con palos de ensueño, de engaño y amor, / la vida es un mazo marcado / baraja los naipes la mano de Dios» (p. 6). En este último verso se patentiza la idea tan borgeana de la reiteración especular del ser superior sobre su subordinado, como en el poema del «Golem» o en «Ajedrez». Noemí Ulla lo define con claridad: «De algún modo [Manzi] realiza en la letra de tango lo que Borges en poesía: vuelve los ojos al contorno del suburbio para juzgarlo con perspectiva literaria» (1982, p. 121).

Ya distanciado en el tiempo y en los afectos de aquel Jorge Luis Borges afín al yirigoyenismo, durante sus últimos meses de vida en 1951, Homero Manzi dejó inconcluso un extenso poema dedicado a Facundo Quiroga, repitiendo otro tema del joven poeta de Florida, más precisamente de su segundo libro, Cuaderno San Martín. Coincidió además en la métrica al emplear versos alejandrinos (versos de catorce, como los llamaba el autor de El Aleph).

Como señaló el crítico de tango José Gobello (1981), la retórica enumerativa está presente tanto en Borges como en Manzi: La progresión dramática de algunas estrofas de Manzi en temas como Barrio de tango (1942) o en Sur (1948) se construyen a partir de enumeraciones, acumulaciones de objetos, sentimientos y sensaciones en torno de un paisaje.

Así como es innegable la influencia de Borges en Manzi, debe hacerse notar que algunos tramos fundamentales en la obra de Borges son análogos pero posteriores a la producción del letrista. Me remito a la milonga. Recordemos que, como género poético musical, la milonga fue resucitada por Homero Manzi y el músico Sebastián Piana en la década del treinta. Por distintas fuentes, sabemos que Borges conoció esta tarea de ambos artistas populares. En una entrevista realizada por el periodista Luis Alberto Murray en 1965, Borges elogió la Milonga del 900 (1932), una de las primeras compuestas por el binomio Manzi-Piana. Y algo más: la partitura impresa original de la milonga Juan Manuel (1934) está dedicada por Piana y Manzi a Jorge Luis Borges y a Juan de Dios Filiberto, casi un oxímoron del imaginario cultural argentino. Es más que probable que dicha partitura haya llegado a manos del escritor.

En la citada Milonga del 900 y en la Milonga sentimental (1931), Manzi describe guapos orilleros semejantes a los de Borges, aunque diferenciándose de estos en que los de Manzi están más preocupados por el amor que por la guerra.

Un tango de 1946, Eufemio Pizarro, con música de Cátulo Castillo, es motivo para que Manzi refleje a un personaje similar a alguno de los descriptos por Borges en sus milongas; como Jacinto Chiclana, Alejo Albornoz y, en particular, Nicanor Paredes. Este último y Eufemio Pizarro se inspiraron en individuos de existencia real a quienes conocieron los autores. Borges a Paredes, claro, y Manzi y Cátulo Castillo, a Pizarro.

Un notable crítico, Aníbal Ford (1971), ha resaltado el «borgismo» del tango de Manzi, pero conviene reparar, una vez más, en que las milongas de Borges fueron escritas en los años sesenta, es decir varias décadas después de compuestos estos temas manzianos. Así como hicimos notar que el Borges inicial, fascinado por Buenos Aires, está más atento al paisaje que a los personajes, Manzi, tributario en muchos sentidos de esta poética, reparó, sin embargo, más temprano en los sujetos de esa geografía.

Este es el malevo de Manzi descrito en «Eufemio Pizarro»: «Morocho como el barro era Pizarro, / señor del arrabal; / entraba en los disturbios del suburbio / con frío puñal. / Su brazo era ligero al entrevero / y oscura era su voz. / Derecho como amigo o enemigo / no supo de traición. / Cargado de romances y de lances / la gente lo admiró» (2000, p. 214). El final cruento de Eufemio Pizarro puede asociarse con otros que después se forjarían en la mitología borgeana: «La muerte entró derecho por su pecho, / buscando el corazón» (2000, p. 214). En la Milonga de Albornoz, Borges dirá: «Un acero entró en el pecho. / Ni se le movió la cara. / Alejo Albornoz murió / como si no le importara» (1967, p. 322).

Los últimos versos de Eufemio Pizarro con dedicatoria del cantor también tienen afinidad con una obra posterior de Borges. En Manzi: «Con sombra que se entona en la bordona / lo nombra mi canción» (2000, p. 214). Y en Borges: «Vaya pues esta milonga / para Jacinto Chiclana» (1967, p. 303).

La de Evaristo Carriego fue también una figura que supo conmover a ambos. Jorge Luis Borges le dedicó en 1930 un ensayo, el primero de este género concebido integralmente como libro, que no contó con el visto bueno de sus padres, quienes, si bien estimaron y trataron en vida al poeta de Palermo, lo consideraban un literato francamente menor para dedicarle un trabajo crítico. Manzi, muy tempranamente, en 1926, en el primero de sus tangos con cierta repercusión, Viejo ciego, poetiza evocando al escritor muerto en plena juventud y hará lo propio en uno de sus últimos tangos compuestos a fines de los cuarenta, El último organito (1948), convocando en los dos casos a la rima «Carriego» con «ciego». Otro tanto hará Borges cuando en los sesenta escriba la milonga Un cuchillo en el norte: «Allá por el Maldonado / que hoy corre escondido y ciego, / allá por el barrio gris / que cantó el pobre Carriego» (1967, p. 309).

Concluyo el trabajo, recordando con Beatriz Sarlo que en la Buenos Aires de

los años veinte se inicia una doble experiencia literaria: el ingreso al campo intelectual de escritores que vienen del margen, y la tematización del margen en las obras que ellos producen. La literatura entra en un proceso de expansión tópica que se traducirá también en un sistema nuevo de cruces formales entre diferentes niveles de lengua y diferentes estéticas (1996, p. 179).

Mientras Borges, desde la vanguardia, en su juventud y hasta la consagración en su madurez, consolida su construcción mítica; desde otro estrato cultural, el del margen, y por otros canales de circulación, simultáneamente, se constituye una mitología análoga.

Se confirman, entonces, los límites difusos y permeables entre la «alta» y la «baja cultura», su interacción dialéctica y la presencia en la sociedad porteña (por lo menos desde los años veinte) de un significativo corpus común en el que se entreveran lo erudito y lo popular, como así también lo tradicional y lo moderno en líneas convergentes que conformaron, y tal vez sigan conformando, nuestra memoria y nuestra identidad.

Referencias Bibliográficas

Borges, J. L. (1967). Fervor de Buenos Aires, en Obra poética. Buenos Aires: Emecé.

Borges, J. L. (1967). Cuaderno San Martín, en Obra poética. Buenos Aires: Emecé.

Borges, J. L. (1967). Luna de enfrente, en Obra poética. Buenos Aires: Emecé.

Borges, J. L. (1967). Para las seis cuerdas, en Obra poética. Buenos Aires: Emecé.

Ford. A. (1971). Homero Manzi. Buenos Aires: CEAL.

Gobello, J. (1980). Crónica general del tango. Buenos Aires: Fraterna.

Gobello, J. (1981). La poética de Homero Manzi, en Cuadernos de tango y lunfardo. Buenos Aires, s/d.

Manzi, H. (2000). «Sur», «Barrio de tango», «Monte criollo», «Milonga del 900», «Juan Manuel», «Milonga sentimental», «Eufemio Pizarro», «El último organito», en Sur. Barrio de tango. Buenos Aires: Corregidor.

Salas, H. (1994). Borges, una biografía. Buenos Aires: Planeta.

Sarlo, B. (1996). Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930. Buenos Aires: Nueva Visión.

Ulla, N. (1982). Tango, rebelión y nostalgia. Buenos Aires: CEAL.

Notas

* Licenciado en enseñanza de la Lengua y la Comunicación. (Universidad CAECE) Doctorando en Letras por la Universidad del Salvador. Académico de número de la Academia Porteña del Lunfardo. Correo electrónico: jordantonio@hotmail.com
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