Reseñas
CONTRACONQUISTA DEL LENGUAJE Y DE LA IMAGEN: POLIFONÍA Y CONTRAPUNTO BARROCOS
Recepción: 13 Julio 2020
Aprobación: 28 Agosto 2020
María José Rossi (coord.) (2020). Polifonía y contrapunto barrocos. Marosa di Giorgio, José Lezama Lima, Wilson Bueno. Buenos Aires: Editorial Teseo. ISBN: 978-987-723-239-4.
«La resistencia a la sociedad es la resistencia a su lenguaje» escribió Adorno (1962, p. 149) diez años después del final de la Segunda Guerra. Esa afirmación arrebatada, en cierto modo, al esteticismo había tomado una dirección diferente en las vanguardias y en el arte crítico del siglo pasado. Para no quedar asimilado a las formas de la mercancía y del mundo administrado, en la Europa de posguerra, el lenguaje poético resiste «empobrecido» en la prosa de Beckett (a quien Adorno quiso dedicar su último gran libro) o en los versos de Celan (tantas veces asociado a ese otro dictum adorniano acerca de la poesía después de Auschwitz). Esta «política de la forma resistente», como la llamó Rancière, se resumiría en la siguiente consigna: «… salvar lo sensible heterogéneo que es el corazón de la autonomía del arte, y por ende de su potencia emancipadora, salvarlo de una doble amenaza: la transformación en acto metapolítico o la asimilación a las formas de la vida estetizada» (Rancière, 2011, p. 54). La propuesta estético-política adorniana —que Rancière inscribe dentro del régimen estético del arte inaugurado en el umbral del Romanticismo— requiere de la obra de arte un modo negativo de mímesis para dar testimonio de un mundo no reconciliado.
Pero el Barroco, al que Rancière acaso incluiría dentro del régimen representacional del arte, que antecede al estético, viene a entrometerse, y tal vez más ostensiblemente en América, con un comportamiento (quizás aún hoy) extraño ante la disyuntiva esteticismo versus arte político. O al menos eso es lo que parecen haber puesto de manifiesto autores como Lezama Lima, Sarduy, Perlongher e incluso Carpentier en textos que no se refugian en la mera autonomía de un purismo literario (aunque abunden las afinidades con Góngora, Mallarmé o Valéry) ni tomen la dinámica de los manifiestos (a pesar de que muchas de sus exploraciones guarden cierto aire de familia con las que practicaban los románticos o los surrealistas); sino que transitan, metamórficamente, lo poético, lo teórico, lo histórico y lo político.
Con sus claroscuros, sus pliegues, sus alegorías, sus anamorfosis y demás artificios, el Barroco introduce, acentúa o ilumina una serie de dificultades, perplejidades y quiebres que atentan contra los órdenes establecidos de la representación y el sentido. Pero ¿en qué consiste la singularidad que adquiere el Barroco revisitado una vez más por/desde América? ¿De qué modo se resignifica la contrafórmula lezamiana del Barroco como arte de la contraconquista? Este libro apunta algunas directrices para diagramar la singularidad polifónica y metamórfica de una posible constelación (neo)barroca en clave estético-política apoyada en suelo americano, como ese señor barroco lezamiano, que, al igual que el mítico Anteo, toma su fuerza del contacto con la tierra, como recuerda Marcela Croce en su trabajo sobre Lezama. María José Rossi lo anuncia así en el prólogo:
El (neo)barroco latinoamericano puede ser concebido como un dispositivo estético-político, no solo de resistencia, sino también de osadía creadora, que antagoniza con esa modalidad del capital que hoy llamamos, quizá en fórmula ya algo gastada —pero que aún sirve para designar, grosso modo, la reducción de la política a simple gestión de la vida humana— neoliberal (2020, pp. 10-11).
En Barroco (1974), Severo Sarduy propuso como figura cosmológico-simbólica barroca la elipse kepleriana, que perturba y desplaza la autoridad icónica del círculo; contra esta forma adoptada como natural y perfecta, el modelo elíptico da cuenta del movimiento descentrado de las órbitas en tanto ya no dependen de un centro único, sino de uno doble. Presentadas en conjunto como una polifonía dedicada fundamentalmente a la voz profunda de la obra ensayística de Lezama Lima, las variaciones tímbricas de los textos de la primera parte del libro acaso puedan organizarse en torno también a un doble centro: lenguaje e imagen.
Hay en Lezama una teoría de la metáfora, teoría que se despliega con las formas sinuosas de su modelo: la metáfora gongorina. Como observa Croce, Lezama expone allí la metáfora como sierpe en la medida en que se caracteriza más por la desaparición del referente que por ser el tropo de la sustitución (con la que, por ejemplo, Jakobson identificaba los procesos metafóricos para distinguirlos de los metonímicos, que operan por contigüidad). Si resulta hermética, lo es porque el sentido se oculta y esquiva la insistente voluntad hermenéutica que provoca el resplandor sobrecargado del significante en el discurso gongorino.
La «sierpe» —señala Croce— describe un recorrido sinuoso, se agazapa para sorprender con un salto aturdidor, simula la calma previa al chisporroteo y augura un relámpago en cuyo destello instantáneo se delinea la verdadera dualidad metafórica: no la que pretende oponer el fulgor del significante a la precisión del significado, sino la que desafía la multiplicidad de sentidos que será el emblema del estructuralismo para arrebatársela mediante el alzamiento de un sentido único pero oculto, inasible, insobornable (p. 50).
El comportamiento sinuoso del sentido, movimiento guiado por la desaparición o el ocultamiento, se somete a la vez a una iluminación sorpresiva y paralizante, una especie de epifanía, como un rayo incandescente que rebasa el sentido y obliga a «torcer el rostro». De ahí que para Lezama la poesía gongorina muestre un carácter oracular, y Góngora aparezca como un juglar esotérico, que reaviva la tradición hermética, poética del sentido oculto cuyas raíces se hunden tanto en el oráculo de Delfos como en el trovar clus provenzal. Además de exponer el frecuente cruce de la mitología y la religión en la estética barroca, así como en este y otros ensayos de Lezama, como nota Croce, el cruce de la Sibila de Delfos con el juglar medieval da cuenta de cierta dimensión política cuando se evoca que el hermetismo poético del trovar clus deriva de la herejía cátara:
Los albigenses, que fueron la causa eficiente del inicio de la Inquisición, estimaban que la circunstancia de que un dios se convirtiera en un hombre no podía ser sino una degradación, contracara descastada del prodigio de que un hombre se elevara a la condición divina. Negar la encarnación con un argumento tan certero motivó las reacciones furibundas del Santo Oficio; como ambigua protección, los cátaros obliteraron sus proposiciones en un ejercicio expresivo que dejaba el sentido flotando menos en la indeterminación que en el misterio (p. 52).
Este carácter esquivo de la metáfora gongorina, amparado en el despilfarro y el goce del significante, su resistencia a la instrumentalidad comunicativa, a lo que un joven Benjamin había denominado la concepción burguesa del lenguaje, se anuda con la proclama de la contraconquista barroca americana. En Lezama, Góngora se americaniza. Croce muestra que el Barroco, que no constituye para Lezama un gótico degenerado (Worringer), sino un estilo plenario, pone en movimiento un lenguaje transculturado en virtud de la riqueza americana, pero no a la manera de la proliferación de lo real maravilloso carpenteriano, ni en tanto sola derivación de la tesis de Ángel Rama del Barroco como invento americano (en la medida en que, sin el oro y la plata expoliados a América, no hubiera sido posible el desenfreno material plasmado en sus obras). El Barroco americano se presenta, en cambio, como «fulguración de la riqueza natural contra un fondo de heroica pobreza», gesta heroica que encarnaron las figuras del Indio Kondori y el Aleijadinho.
Desde su concepción del lenguaje y su propuesta epistemológico-poética, la obra ensayística de Lezama arroja varios puntos afines con la de Benjamin; incluso, como observa Irlemar Chiampi, la convergencia en el interés por el Barroco en tanto contrapunto de la modernidad de cuño ilustrado, que permite aproximar su abordaje de la alegoría barroca como expresión de la disrupción, lo irreconciliado y lo oprimido a la tesis lezamiana del Barroco americano como arte de la contraconquista. Lezama y Benjamin se inscriben además en la línea de pensadores que denunciaron el problema de la espacialización del tiempo, cuyo principal precursor seguramente fue Bergson, quien cuestionaba el modo de operar de la inteligencia y las ciencias, que precisan fijar lo móvil, espacializar el tiempo, geometrizar lo vital, a diferencia de lo que ocurre con la experiencia poética o con la intuición filosófica. «El lenguaje burgués abusa de la analogía, se complace en la comodidad del símil, que apresa el mundo con su red de lo inerte» (p. 59).
Así lo observa Shirly Catz en su trabajo sobre «El ángel barroco», pero allí también presenta las divergencias del barroco americano de Lezama y la temporalidad luctuosa del barroco benjaminiano, a partir de contraponer el Angelus Novus de las tesis sobre el concepto de historia del pensador alemán al Ángel de La Jiribilla del cubano. El ángel que Benjamin ve en el cuadro de Paul Klee tiene la boca abierta y los ojos desencajados ante la acumulación de las ruinas del pasado que quiere redimir mientras el huracán del progreso lo arrastra hacia el futuro, que está a su espalda, y contrasta con el cubano, que muestra otra forma de la perplejidad y el asombro. Del ángel cubano surge la posibilidad de apertura y una nueva comprensión del tiempo, que se aparece como frenesí profundo frente a la muerte, que la secuestra o la engaña con su picardía, y se mueve en sentido contrario al tiempo cronológico, al que el ángel de la historia parecería no poder ofrecer resistencia (sino solo a través de la interrupción del continuum que se concentra como posibilidad en las astillas mesiánicas del Jetztzeit benjaminiano, podríamos agregar).
Pero Catz entiende que no se trata de negar la catástrofe, sino de detenerse en el «tiempo poemático de las cenizas de ese fuego eterno». La mirada de frente del ángel benjaminiano, que queda paralizado ante la ruina, contrasta con la mirada de reojo del de La Jiribilla americano, que, con atención disimulada, se vuelve redentora. La vivencia oblicua lezamiana se sumerge en la noche móvil y escapa al despertar de la luz racional moderna que detiene el devenir.
Toda la cultura —escribe Catz— nos ha entregado esta enseñanza mágica y terrible: mirar de frente equivale a la muerte. Debemos ser como Eros, que se le presenta a Psyché siempre de noche. Solo en las noches pueden encontrarse los amantes, porque el amor es una actividad hecha en las sombras. Las hermanas de Psyché la convencen para que en mitad de la noche encienda una lámpara: no es la lámpara del cocuyo que exorciza, es la Luz de la racionalidad amenazante, que pretende «despertar» de la noche, que deja caer una gota de aceite sobre el rostro del hombre que ama, lo despierta y lo disuelve en el momento mismo en que creía que se lo podía ver de frente (p. 63).
En el sistema poético del mundo de Lezama, la metáfora parece ser el lugar privilegiado en que la imagen despliega o condensa su acción. El lenguaje poético enseña su potencia epistemológica, pero la penetración del conocimiento se presenta de modo oblicuo, como Orestes reconoce a Ifigenia leyendo la red de metáforas en que encarna sus metamorfosis, asociando la progresión de semejanzas entre los rasgos parciales que delinean esos simulacros. Se trata de un alejamiento de la anagnórisis así como de la noción de mímesis aristotélicas: metáfora e imagen abren un terreno de relaciones entre lo distante, que se diferencia de la zona homogénea de transparencia en que adquieren sentido las sustituciones, como se muestra en el planteo del estagirita. La mímesis, de acuerdo con este proceder de la metáfora lezamiana, no consiste en la simple puesta en relación de dos elementos sensibles, sino que se aproxima al modo de la semejanza no sensible de las correspondencias baudelairianas que evocaba Benjamin. Pero Lezama da un salto hacia el impulso primordial de la poesía de la era imaginaria mítico-helenística, anterior a la socrática-dialéctica en la que surgen tanto la teoría mimética del arte como la filosofía del ser. La imagen como revelación encarnada tiene su primer momento en el Prometeo, de Esquilo, la imagen primordial del que entrega el conocimiento poético como saber total, el héroe que revela el poder para interpretar los signos oscuros de los fenómenos del mundo, a leer a través de imágenes. La imagen se convierte en el modo privilegiado del conocimiento en tanto el mundo se ha vuelto imagen. De allí parte Samuel Cabanchik para sondear, en las eras imaginarias lezamianas, la posibilidad de una renovación filosófica a través de figuras y de conceptos que resultan de un entramado poético, «pero cuyo horizonte sobrepasa la intelección del acto poético para generalizarse como razón poética y, a fortiori, como filosofía» (p. 25). La aproximación que realiza de su obra se apoya en el desarrollo de una crítica del problema filosófico a partir de las figuraciones conceptuales generadas en su concepción de la poesía. La separación de filosofía y de poesía se presenta ya en sus orígenes, pero también aparece en el inicio el elemento común que permitiría tender los puentes entre ambas: la aspiración hacia lo incondicionado. La poesía nace como respuesta a una pregunta que no puede formularse, y la filosofía, como pregunta a una respuesta informulable, indica Cabanchik retomando a Zambrano, aunque «mientras la filosofía se define por la renovación inagotable de la distancia entre condicionado e incondicionado, distancia en la que cabe y crece su eterna pregunta, la poesía instaura un anudamiento creador entre ambas instancias» (p. 27).
La noción de sobrenaturaleza que Lezama elabora a partir de un pasaje de Pascal («Como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza») presenta acaso uno de los nudos que explican su preferencia por el Barroco: la artificialidad barroca como vía para recuperar la naturaleza perdida. La sobrenaturaleza surge de la penetración de la imagen en la naturaleza. Lezama encuentra en la frase pascaliana una fuerza afirmativa que lo lleva a colocar la imagen en el lugar de la naturaleza perdida: «frente al determinismo de la naturaleza, el hombre responde con el total arbitrio de la imagen. Y frente al pesimismo de la naturaleza perdida, la invencible alegría en el hombre de la imagen reconstruida» (Lima, 2014, p. 199). Dice Cabanchik: «La poesía como acto es una respuesta ante la oportunidad de una resurrección desde esta pérdida originaria. Es la conquista de una potencia en lo incondicionado» (p. 28). En esa búsqueda de lo incondicionado poético, Lezama destituye el dominio de la causalidad aristotélica para hacer surgir una nueva forma de causalidad. La confluencia de la arbitrariedad de la metáfora y la imposición de la imagen dan lugar al poema y a un modo nuevo de relación: la poesía abre así un camino que Lezama denomina hipertélico, en la medida en que va más allá del finalismo determinista. Para Lezama, sin embargo, la sobrenaturaleza no pierde la primordialidad de donde procede; Cabanchik vuelve aquí sobre la pertenencia de la poesía al orden de la respuesta, «pues en algún sentido la imagen ya está allí, pero si la buscamos a partir de la pregunta, que es filosofía, no la encontramos sino en hipóstasis abstractas, como toda entificación del ser, diríamos en vena heideggeriana» (p. 29). Si bien puede resonar ese olvido del ser planteado por el filósofo alemán en la pérdida de la memoria de algo primordial, que hace imposible captar lo incondicionado en el mundo físico, Lezama rescata la preeminencia de la imagen como objeto de conocimiento y como absoluto (en la medida en que se sabe imagen), y enfatiza lo que Heidegger rechaza: el parecer ser. Al ser para la muerte, Lezama le opone el ser para la resurrección y abre, en palabras de Cabanchik, «una expectativa y una tarea por realizar: el pensamiento de un ser-en-común político, pero no derivado de las matrices ontológicas heredadas mayoritariamente de la tradición filosófica de origen europeo, sino de una reinterpretación para la cual la obra de Lezama Lima se constituye en una fuente imprescindible» (p. 39).
En «José Lezama Lima, vitalista goloso», Gerardo Oviedo aborda la transculturación que opera en el tratamiento lezamiano del lenguaje y la imagen en torno a la idea de una gnoseología culinaria —que nos recuerda, con una pizca de ironía, la definición de la estética como gnoselogía inferior en Baumgarten, su racionalista fundador—. El carácter prelógico de la poesía que destaca Lezama se muestra esta vez asociado también a la abundancia que se despliega en la hibridez de las formas, pero bajo la máscara antropofágica lezamiana. En la línea de Julio Ortega, Oviedo deja ver la posibilidad de que la transculturación barroca lezamiana constituya una metamorfosis cultural, que crea lo nuevo desconocido con los materiales de la tradición, fuera de la consideración del Barroco como estilo, aunque lo hace a la manera de lo que Haroldo de Campos llama la «transenciclopedia carnavalizada de los nuevos bárbaros», que reúne a Lezama con Oswald de Andrade, Paz y Borges, y que devora con ímpetu marginal la herencia cultural globalizada, fagocitación en la que «todo puede coexistir con todo» (De Campos, 2000, p. 20). De ahí surgiría su potencial de resistencia a los dispositivos hegemónicos de dominación y de cosificación, potencial que es, a la vez, el de «una poética de la autonomía intelectual en la inmanencia de una originalidad cultural primera, que sin embargo trasciende en la originalidad epistemológica de su natalidad segunda» (p. 94). No obstante, la americanidad proliferante del sistema lezamiano, que llena «todo a priori categorial a la mano, en un juego metafísico inagotable, o que simula serlo», no equivale al tipo de codigofagia mestizante al que tienden ciertas líneas poscoloniales que abundan en sustancialismos, sino que Oviedo lo identifica, más bien, con un organicismo figurativo que, «al consumarse en el mito inaugural de la lengua desaforada, arrebata el programa del autonomismo latinoamericanista con una refiguración mística y a la vez socarrona». Y completa:
Así vemos reengendrarse América ante nuestros ojos, entre el follaje de higuera de la imaginación ecológico-lingüística que siembra y cultiva Lezama a lo largo de la trilla obsesiva de sus páginas germinativas, pícaramente distribuida en una cartografía lúdicamente culterana. Invención de naciones y tradiciones, sí, claro. Pero a la vez energía redentora sin esencias y organicismo vitalista sin sustratos; deidades plurales, paganismo multiplicador, de Zeus a Viracocha. De su mano, atravesamos la confluencia de los peñones cordilleranos y las estepas castellanas cernidas a la salvación terrenal y humana, demasiado humana. Lezama es el lenguaraz poético que habilita las zonas culturales del contacto gnóstico, abriendo las porosidades que mixturan pedregales norteños y pampas sureñas, reingresando a los tinglados incaicos sagrados que protegen de la lluvia a arcaicas muchedumbres promesantes. Templos de arquitecturas oblicuas sacramentales y llanuras inclinadas geofísicamente al Atlántico, donde ninguna cruz permanece vertical sobre el barro. Aquí los conquistadores se extravían sedientos y famélicos ante las indiadas astutas y cercadas (pronto asediadas por las tropas estatales no escasamente derrotadas), antes de que cruja la opulencia obscenamente asimétrica y asincrónica del ganado y las mieses en sus verdores descampados (pp. 94-95).
En sintonía con lo señalado por Rossi en el prólogo del libro, el Barroco o neobarroco latinoamericano no responde así a sincretismos o «hibridismos festivos», en tanto que, en el origen del crisol, «hubo violación y penuria»; «si una mujer forzada y una tierra arrasada gimen aún su encono y su hambre, ¿cómo no volver sobre esa violencia que, originaria, reúne en cuencos mestizos ingredientes extranjeros?», se pregunta Rossi, apelando a la idea lezamiana de origen, más afín a la de un Benjamin o de un Nietzsche que a la de la historiografía clásica.
Las derivas neobarrocas en los primeros años de este siglo llegan a la Cuenca del Plata en el contrapunto de la última parte del libro entre los textos de Marcela Croce y Antonio Esteves acerca de la narrativa de Marosadi Giorgio y de Wilson Bueno, respectivamente. En la prosa desaforada de la escritora uruguaya, Croce observa el arrasamiento de todo código y el esparcimiento de una hibridez genérica que se manifiesta tanto en los rasgos de heterodoxia textual como en el orden natural. Según Croce, ya no se trataría aquí de la sobrenaturaleza lezamiana, sino de una naturaleza en trance, que muestra su propia metamorfosis, en figuras que intersecan los sexos masculino y femenino o que combinan lo animal, lo vegetal y lo mineral. Y la apelación en la prosa marosiana a la aliteración, la homofonía, la sinestesia, contribuyen a la aparición del nonsense y dan cuenta del fracaso del lenguaje en el tránsito interespecie que la domina. Sin embargo, ese lenguaje que excede la voluntad del hablante (cuyo carácter autoritario, fascista, resaltóBarthes, mientras Novalis atendía a su costado mágico) queda desbaratado en Marosadi Giorgio por el despliegue de una lengua privada estetizada, observa Croce. Hay un despliegue en ella de la oscuridad metafórica, pero se distingue de la inmaterialidad gongorina:
La metáfora oscura anida en los pliegues del lenguaje y exige un cincelado de la lengua que procura desterrar la inmaterialidad y otorgarle volumen. No es la metáfora gongorina de fulgor instantáneo, lanzada como relámpago cegador, sino la que aspira al escándalo de la fijación pétrea de una circunstancia: es así como el «pecado esculpido» participa de la misma condición asombrosa de los pliegues volátiles impuestos a la materia marmórea, como en la Santa Teresa en éxtasis de Bernini, o de la pulida transfiguración de Dafne en laurel bajo el acoso empedernido de Apolo (p. 141).
Así como los seres híbridos y ambiguos abundan en Mar paraguayo, la novela de Wilson Bueno lleva la hibridez a la lengua de sus personajes, constituida por la combinación del español, el portugués y el guaraní. Esteves destaca así que la novela del escritor paraguayo muestra no solo la libertad creativa en el plano de la construcción ficcional, que opera por el entramado de máscaras, enigmas, simulacros, los tejidos dobles y ambiguos, sino en el de la lengua misma. Bueno se suma al ritual antropófago que exhibe el entrelugar donde habita el intelectual latinoamericano frente al canon occidental, situado entre el sacrificio y el juego, entre la obediencia y la rebeldía, entre la sumisión y la agresión a los códigos, en los términos de Silviano Santiago, aunque Mar paraguayo parece inclinarse, más bien, hacia el despliegue del segundo lado de esos pares. Pero ese entrelugar, observa Esteves, se presenta, en la novela, en la producción de textos impuros y plurisignificativos que destrozan los conceptos de unidad y pureza:
El concepto es fecundo para recodificar los difusos límites entre el centro y la periferia; entre la copia y el simulacro; autoría y procesos de textualización; literatura y una infinidad de vertientes culturales que circulan en la contemporaneidad y ultrapasan fronteras, corroyendo viejos conceptos y antiguos límites, que acaban por transformar el mundo en una formación de entrelugares. Eso parece corroborar la novela de Wilson Bueno que señala hacia una realidad necesaria en que desaparecen los intentos de homogenización y los discursos que tratan de imponer verdades absolutas con el objetivo de perpetuar grupos hegemónicos, sean económicos, políticos o culturales (p. 150).
El tránsito por estos entrelugares y entrelenguajes, por estas fronteras barrosas, da pie a que el libro cierre con una conversación que Marcela Crespo mantiene con Croce y Esteves acerca de la vigencia deleurocentrismo en la academia latinoamericana (o, como lo llama Crespo, «colonialismo epistemológico»). Así se retoma la cuestión del lenguaje enclave estético-política, esta vez pensada particularmente respecto del ámbito de la crítica literaria, aunque con fuertes reverberaciones en los claustros de otras disciplinas, en la medida en que este lenguaje o —mejor—lenguajes barrocos desafían u ofrecen resistencia a los discursos identitarios y homogeneizadores,y abren la posibilidad de crear nuevas categorías,alejadas de aquella lógica que, como recuerda Esteves parafraseando a Martí, busca en Danzig las soluciones a los problemas de Cojímar.