Creación

DONDE HABITE EL OLVIDO

Daniel Herrera Cepero

Gramma

Universidad del Salvador, Argentina

ISSN: 1850-0153

ISSN-e: 1850-0161

Periodicidad: Bianual

vol. 32, núm. 65, 2020

revista.gramma@usal.edu.ar



A Pablo y a Karla

1

Beltrán se encuentra en los vastos jardines sin aurora, donde penas y dichas no son más que nombres. No hace ni un mes tenía una discusión estéril con sus tíos en un merendero de la sierra baja del Guadarrama al lado de un embalse enjuto. La jarana volvía una y otra vez, como para tomar aire, a frases formularias como «a los muertos hay que dejarlos tranquilos» o «para qué reabrir viejas heridas». Beltrán saboreaba en su boca el queroseno de una verdad desnuda, pero no se atrevió a lanzarla a la fosa. Entre tanto, unos tíos gritaban embrutecidos y otros se asimiaban dando golpes en la mesa sin advertir la espuma de manual en sus bocas. Beltrán empezó a sentirse mareado y ansioso. Se excusó para ir al baño y dio un paseíllo para airear la angustia por una senda oscura bordeada de zarzales y de muros graníticos. De pronto sintió una punzada en el pecho. Respiró hondo. Aliviado, se detuvo a divisar, consumido, el embalse. Entonces se dio cuenta de que no era la soflama lo que le había inquietado, sino el recuerdo —tan reciente y tan distante— del disparo.

2

Un día antes, un tren surca la piel de toro como una bala. Dentro está ese Beltrán de mirada infantil y cuarenta años despeinados, labios aún con carne de juventud y una inseguridad algo engañosa que le encoge los hombros. Vuelve de pasar unos días en Barcelona en su primer AVE.

Beltrán recuerda ese 1992, el quinto centenario, la exposición universal, las olimpiadas, la primera línea de alta velocidad que parecía dejar atrás, definitivamente, la sordidez del pasado cainita. El toro seducía a Europa, que saneaba los muros de la patria con una mano de cal.

Ahora, Beltrán mira alrededor: los ojos pasajeros tienen, la mayoría, ordenadores portátiles finos como alas de langosta en las bandejas reclinables. Hablan por el móvil o miran con desdén las pantallas. Los que van acompañados fingen interés en una conversación que planea sobre las cabezas.

A Beltrán siempre le indignó que quitaran el tren lento y barato y que solo dejaran la opción del AVE, un tren hecho a medida de los de siempre. Así lo pensaba él: para los de siempre. Se siente un intruso en ese vagón. Como si él no debiera estar ahí, como si fuera un actor que empezara de pronto a interpretar el papel de otro personaje. Le inquieta que los demás adviertan la farsa y decide escapar de la incomodidad mirando por la ventana. Las colinas parecen, por efecto de la velocidad, el apéndice frenético de un espermatozoide ilusorio detenido en su afán.

Poco después, va a la cafetería donde desentona, entre el tedioso panorama de yuppies, un grupo de jóvenes intrépidas que celebran un desposorio vestidas de indias Sioux. Se le ve triste a la camarera atrapada detrás de la barra, cuyo origen estimula la curiosidad de Beltrán. (Desde que salió de España, suele fijarse en estas extrañas simetrías que gustan tanto a la realidad). Después de unos minutos de plática, Beltrán celebra una simetría perfecta: la camarera —Itzel, de origen mexicano—, nació en la ciudad de California en la que vive él, y aquella vive en el mismo barrio de Madrid en el que creció este. Las Sioux ululan levantando paletas eróticas. Su éxtasis fingido asombra el ceño de la mesera.

Beltrán vuelve a su sitio cuando el tren está a punto de cruzar la raya de Castilla. Quiere tomar nota en su diario del juego de espejos con Itzel. En un instante, mientras se acomoda, cree ver algo por la ventanilla que le desconcierta. Una imagen borrosa queda en su retina: a lo lejos, en una depresión cultivada con una choza ruinosa en el borde, a unos doscientos o trescientos metros de las vías, no puede estar seguro, pero le ha parecido distinguir a un hombre que disparaba a otro que caía fulminado.

¿Qué ha sido eso?, murmura. Las gafas de sol de una ejecutiva le atisban con aire interrogante. Él se la queda mirando un tiempo siempre excesivo hasta que el desconcierto logra romper una especie de cáscara. Qué..., dice la mujer con aire molesto, inclinando la cabeza para dejar derramar su mirada por encima de las gafas. No; nada, nada, será..., es que no lo he visto bien..., se ha ido en seguida... ¿El qué?, dice ella impaciente. Nada, nada; habrán sido imaginaciones mías, yo qué sé.

La ejecutiva devuelve a su sitio un mechón negro, brillante y duro como una uña que le había caído sobre la frente alterando su look profesional; se coloca las gafas con las dos pinzas de sus manos y vuelve al resplandor reconfortante de su tablet. En la pantalla del fondo, un mapa muestra la trayectoria del tren que ahora trepana la frontera entre Aragón y Castilla, en esa zona de barbacanas que cruza también el Jalón, donde el paisaje de encinas, robles y abedules se vuelve más amarillo y ya no recuerda tanto a Italia.

3

En el aeropuerto Adolfo Suárez, una Zaratustra de tacón alto baja de un avión con la buena nueva: «Españoles y españolas: España, ha muerto». Después, el reloj pesa una tonelada y mantiene a Beltrán anclado al suelo. Es una bodega gélida y desahuciada en la que él, tiritando, no puede mirar las cosas, pero ellas sí pueden mirarlo. Hay niños muertos y sin rostro que le espían.

Alguien golpea la puerta.

—¡Niño! ¡Despierta ya! ¡Que hay que irse!

La habitación está inundada de esa tiniebla fúnebre y rotunda que Beltrán solo ha visto en España. Esas persianas diseñadas para no dejar pasar el más mínimo rayo de luz se le antojan sintomáticas en un país obsesionado con la muerte. O quizás sea él el que está obsesionado con la muerte de España. Claro. Todo es relativo, igual que la paz de la Avenida de la Paz.

La conciencia de Beltrán le da a luz en lo oscuro. Poco a poco, recompone los añicos de la noche. Su mejor amigo del instituto había ido a recogerle a la estación de Atocha. Luego, recuerda los bares. Uno, dos, tres... todos semivacíos. Cervezas primero y, después, copas. Esa forma extraña de pasárselo bien por protocolo. La música en inglés. Una mirada furtiva. El kebab. Los adoquines que siempre son escamas del lomo de una serpiente con las plumas arrancadas cuando la noche no da más treguas. Fumar. El taxi. Las luces de la ciudad como latigazos a través de una lágrima. Mirar la aurora con sus columnas de cieno antes de dejarse morir. La resaca es como un ente cruel que le martillea la cabeza y le inunda el pecho de una angustia generacional.

—¡Niño! ¡Vamos ya!

Se incorpora en la cama y se siente como un preso liberado del mito de la caverna obligado a volver al muro y, además, por una ridícula compasión, obligado también a fingir que está encadenado sin estarlo. Él ya no lo ve todo normal. No le apetecía fingir ser el de antes del exilio, ni emborracharse como siempre se considera «normal» y, por supuesto, no le apetece ir atrás en el coche escuchando el eco de gritos de sus padres que consideran «normal» el maltrato que dura ya cuarenta años y, después, fingir cordialidad con sus tíos y juventud con sus primos quince años menores. No le apetece divisar el Valle de Cuelgamuros desde una mente que alberga decenas de epifanías imposibles de explicar a los celtíberos invidentes y cavernícolas sobre la historia de esa tierra que pisan y que aún llaman España. No le apetece aguantar los diagnósticos políticos de sus tíos, enunciados desde una altivez cuya condescendencia y ánimo de humillar solo son comparables en dimensión a su profunda ignorancia. Beltrán, el Doctor, no vivió el franquismo:

—¡Tú qué vas a saber!—, le dicen sus tíos.

Así es como Beltrán se levanta de la mesa del merendero para airear su angustia. El resto de la tarde, la pasa fingiendo juventud con sus primos, cordialidad con sus tías, arrepentimiento con sus tíos e indiferencia con sus padres que vuelven a encender la máquina del barro y el incendio en el coche de vuelta a casa. En el momento en el que pasan el Valle de Cuelgamuros, Beltrán toma la decisión de salir de aventura al día siguiente. Aún le quedan unos días en España, pero no le apetece pasarlos en esa ciudad maravillosa que desde las cuestas cercanas a Galapagar se divisa en el horizonte atardeciente como una criatura incomprensible en la palma de un dios gigante y confundido.

Mañana, alquilará un coche y se perderá por los pueblos. Hablará con la gente humilde y, quizás así, logrará desintoxicarse de lo que empieza a identificar con un odio sin paliativos.

4

Das vueltas a medio día, indeciso y sin ganas, por la Avenida de la Paz. Querías partir de madrugada. Tenías esa visión y esa esperanza, pero el desayuno con tu madre se alargó, el metro tardó mucho, las colas en la oficina de alquiler no se movían. En la radio parecen hablar animosamente tus tíos. Cambias a la cadena de música clásica, pero la tercera de Brahms no casa con los cuarenta grados de gris bullente que ves por la ventanilla, ni con la película de tu propia tragedia. Apagas. Quizá después, cuando por fin te hayas dado un sentido y estés en la nacional dos (porque al final tomas la nacional dos), tenga también sentido la música.

Claro. Tomas la de Barcelona. Había que ir hacia el disparo.

Manejas sin música un par de horas y paras en la gasolinera de Arcos del Jalón a comprar agua y un bocadillo. Te das una vuelta primero para estirar las piernas y ves, justo detrás del edificio, la vía del tren y, al otro lado, el río. Después entras en la tienda:

—Eso de ahí atrás es el AVE, ¿no?

—¡Sí señor!

—Oiga... aquí... por aquí cerca, ¿ha pasado algo últimamente?

El cajero te mira de abajo arriba y dice jocundo:

—¿Algo? Hombre, la vida, ¿no? ¿O a qué se refiere?

Has salido. El sol te vulnera la coronilla mientras fumas. Piensas en desviarte hacia el mar y, sin embargo, poco después, llegas solitario al pueblo tristísimo: apenas una vía principal, muros desmoronados, contenedores de obra, algunas callejuelas sin pavimentar y una maleza salvaje que ha invadido las casas en ruinas... Te sorprende encontrar en un lugar tan desolado una hospedería llamada La Barca. Cuando bajas del coche, solo se escucha el ladrido de los perros. La luna parece un beso de sombras en la frente del cielo blanco. En la posada, adviertes un griterío que te llega rebotado por el pasillo de las paredes del patio. Te alegra ver asando carne a un grupo de obreros.

—¿Viene a estar o a quedarse?—, inquiere una anciana sentada en una silla de mimbre.

—Pues... no sé aún...—, titubeas intentando ver algo de luz en el enigma de la pregunta.

Sin saber por qué, te interesas por el precio de la habitación.

—Espere—, contesta la anciana, que se incorpora con agilidad sorprendente para desaparecer después flotando por el pasillo.

Esperas unos diez minutos. Te sientes impacientado. Son otros ritmos. Gente humilde; otras historias. Tú no eres como el resto de tu familia, que desprecia a esta gente por el simple hecho de ser de pueblo. Te armas de paciencia mirando las cabezas de ciervos disecados y la del toro que preside la sala justo encima de la televisión que oculta el hogar.

Llega un hombre de unos sesenta años; pequeño pero fuerte, con el pelo erizado y gris y los ojos inescrutables.

—Está lleno—, dice tajante con voz oscura y granulosa, casi sin mover los labios.

—Vaya. ¡Qué lástima!—, dices tú con exagerada cortesía.

—De todas maneras, ¿qué hace aquí? ¿Viaja solo?

—E-eso e-es a-asunto mío—, tartamudeas mientras el ritmo cardiaco se te dispara. —Con permiso—, añades.

Tu debilidad dibuja una leve sonrisa de piedra en los labios del mesero.

5

En el mapa del móvil ves el trazado del AVE. Tomas un camino de grava. En un par de kilómetros, una bifurcación conduce a unos terrenos de cultivo. Ves la vía al fondo y, a la izquierda, la choza.

Dejas el coche en el camino. Con las manos en los bolsillos, merodeas por el sembrado intentando pisar en los terrones más grandes para no hundir los zapatos en la tierra blanda. Llegas a la choza, con medio tejado derruido y algunos útiles de labranza: palas, rastrillos, azadón, horca y guadaña. No sabes qué has venido a buscar. Te sientas sobre una caja de plástico a la sombra de una encina y decides pasar allí un rato.

Oyes ladrar los perros.

6

Unos minutos después, pasa el AVE a trescientos kilómetros por hora. Alguien cree ver algo por la ventanilla. Un hombre, quizás, abatido por un disparo.

Notas

* Escritor y profesor de Literatura Española en la Universidad Estatal de California, en Long Beach. Correo electrónico: Daniel.HerreraCepero@csulb.edu
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