Creación
ANIMALES DEL CAMPO
Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 32, núm. 65, 2020
Un conejo. Con las orejas largas, la cola esponjada, su mirada inocente. Eso quería yo de niño. En ese entonces vivíamos en un departamento muy estrecho; mamá solo me permitía tener un par de peces que, aburridos, se arrancaban pedacitos de carne entre ellos mientras flotaban en un tazón. Tratar de que ella cambie de opinión es algo que, hasta hoy, me resulta imposible, así que intenté ablandar a mi papá. En un balcón minúsculo, él se había dado modos de plantar tomates, mandarinas y algunas otras semillas que no recuerdo llegaran a germinar nunca. «Me voy a trabajar al campo», decía siempre a manera de broma cada vez que se retiraba a cuidar de sus pocas matas. Se encontraba en esas labores cuando fui a rogarle que convenciera a mamá de que me permitiera tener un conejo.
Papá, que había dejado secando unas semillas al sol envueltas en una servilleta un, ahora las observaba con detenimiento. Sin embargo, al escucharme las dejó a un lado y, una vez que se aseguró de que mamá se encontrara bien distraída, me sentó en su regazo —a pesar de que ya estaba bastante grande para eso— y me contó una historia de su niñez; no puedo dar fe de que sea verdadera.
Sin que mi padre se lo hubiese pedido, un día de verano mi abuela había puesto en sus manos un pequeño becerro. «Un regalo, hijo», era lo único que había dicho —era mujer de pocas palabras— antes de regresar a las labores del árido campo donde vivían. Papá había atinado a atar un cordel rojo alrededor del cuello del animal como adorno. Durante unos pocos meses crecieron y jugaron juntos y, a pesar de que los becerros no son famosos por su inteligencia, este se había acostumbrado tanto al trato con papá que lo seguía a todo lugar e incluso respondía a su nombre (que mi padre se negó a revelar).
Un día llegaron de visita, de forma imprevista, unos familiares de tierras lejanas. Esa misma noche, la abuela mandó a dormir a mi padre más temprano. Él aseguraba recordar el tono de voz impasible de su madre mientras le daba las buenas noches. Mi papá se había quedado despierto, intranquilo, con la luz encendida, aunque metido debajo de una única sábana blanca. Lo siguiente que él recordaba era un alarido atroz y algo cayendo al piso como un fardo. Luego, los sonidos de la puerta de la casa al abrirse, un desesperado trote por el corredor que se hizo cada vez más vívido hasta que el becerro, a medio degollar, finalmente apareció en la entrada de su cuarto. En un último esfuerzo, se abalanzó sobre la cama de mi padre para morir en sus brazos mientras lo cubría todo con su sangre. «Los animales del campo no son mascotas», concluyó y no dio más explicación.
Mi padre nunca se cansaba de contar este tipo de historias, eso sí, a escondidas de mi mamá. A pesar de eso, más de una vez nos atrapó a la mitad de una, y cuando eso sucedía se burlaba de ambos: de él, por inventar tanta estupidez, esas eran literalmente sus palabras, y de mí, por prestarme a ser el pasivo receptor de lo que catalogaba como las mentiras y las falsedades de mi padre. Es que mi madre es y será una amante de la verdad. Yo solía reírme de ella con papá y, cuando él me preguntaba si es que creía que me decía mentiras, siempre le decía que no, y eso era cierto.
El tiempo se ocupó de darle la razón a mi madre. Quizá por eso me costó trabajo creerle a papá cuando, varios años después, me contó que se estaba muriendo.
La gente aseguraba que era por culpa de la minera que se encontraba cerca del pueblo, por eso y por la falta de lluvia. Siete años habían pasado desde la última llovizna. Esa era la razón por la que cada inhalación era un pequeño infierno para la nariz. En cuanto puse un pie en el lugar, las ternillas, que se habían mantenido relativamente despejadas desde mi traslado a la ciudad donde vivía desde hace un par de años, se congestionaron gracias a la arena que jugueteaba en todo el ambiente.
El camino que conducía hasta la casa pasaba por tres diferentes puentes de concreto arruinados; permitían el tránsito por unos canales angostos que tiempo atrás habían sido ríos, nunca demasiado caudalosos, me supieron explicar. Las montañas que rodeaban el valle me hicieron añorar mi verdadero hogar con cierta tibieza, aunque no eran ni la mitad de imponentes; la frondosidad algo artificiosa de los eucaliptos a la que yo estaba acostumbrado, en este caso, había sido reemplazada por una colección de matorrales, cactus y una especie de pastizal similar a pelusilla que ayudaba a disimular las rajaduras de la tierra erosionada.
La parcela destinada para la crianza de animales y el cultivo, que se encontraba en la parte posterior de la casa, se debatía entre el descuido y la deshidratación. Amplios sectores del terreno habían sido abandonados a la maleza y eran el refugio preferido de las aves y los corderos que intentaban escapar del calor. Los viñedos, aunque escuálidos, eran los únicos a los que se les dedicaba suficiente atención; las uvas ostentaban su verdor, que destacaba aún más en esa atmósfera dominada por lo pardo. Avanzar por el terreno era difícil, la tierra se desmigajaba como si estuviera hecha de galletas, y el calor lograba atravesar la suela de los zapatos. A diferencia de lo que ingenuamente se espera del campo, el silencio no reinaba en el lugar. Los chirridos de insectos y de aves, el crujir de los pisos de madera o los balidos de las ovejas saturaban con facilidad los oídos inexpertos. Y por sobre esa constante sinfonía natural, que dominaba el espectro auditivo, destacaba esa agonía seca e implacable, ese sonido alarmante que anunciaba el crepúsculo de un cuerpo: la tos de mi padre.
Después de la quinta o sexta ilustración, esa especie de juego se había puesto aburrido. «¿Qué ves aquí?». «Una mariposa». «¿Algo más?». «No sé, un pájaro». «¿Y en esta?». «Ah, pff, una orquídea». «¿Nada más?». «Una vagina», respondí a la cansada. El hombre anotó lo que le había respondido con naturalidad. «Vamos con esta». El diseño de lo que él tenía en la mano me pareció un conjunto de imágenes que formaban una silueta vasta. «Esta es distinta. Unas nubes…, unas nubes que forman el contorno de un cuerpo. Un gigante». «¿Problemas con tu madre?», preguntó entonces el hombre. Los dos últimos años anteriores a mi partida al extranjero, ella y yo nos habíamos distanciado bastante. A duras penas nos hablábamos a pesar de vivir juntos. Mucho tiempo después, cuando le mencioné algo de ese período, ella simuló haberlo olvidado. «Algo así», respondí. «¡Ah!, ¿ves que las tarjetas nunca mienten?».
La sesión se empezaba a parecer cada vez más a una lectura de cartas de tarot. Por un momento, me quedé con la mirada fija en una vieja fotografía de Pavlov, o de Jung, qué sé yo. «Una última». «Otra mariposa», repetí nuevamente. «Imagina un poco más», insistió. Entonces pude ver cómo una parte de la acuarela se alargaba en forma de cuello para terminar en una cabeza algo abultada. Hacia el otro lado, el cuerpo era una masa oscura, desde donde se extendían dos pliegues informes. «Es un dragón», me aventuré a decir, «un dragón con el cuerpo enorme y las alas destrozadas». El hombre me miró y esbozó una media sonrisa. «Bien». No añadió más. Yo tampoco. Poco después me levanté y me fui, dando fin a esa charada.
La pregunta llegó después de uno de los masajes que durante varios días le di a mi padre en el pecho y la espalda. La caja torácica entera ardía como un motor a punto de estallar. Mis dedos resbalaban inseguros desde sus omóplatos, aunque dudo que tales fricciones hayan proporcionado algún alivio a su deshecha figura, apenas la sombra del cuerpo macizo de quien, con razón, se había vanagloriado de una fortaleza inusitada, capaz de alzar sin esfuerzo a su hijo insolado de diez años, que, en cambio, siempre ha tenido que lidiar con una anatomía inadecuada para el deporte, el baile o el amor. Quizás, pienso ahora, lo que le agradaba realmente era esa simulación de abrazo en la que nos veíamos enredados él y yo mientras intentaba aliviar en algo su dolor.
Su voz había quedado reducida a un gemido débil y sibilante. «Me hubiese gustado conocer a tu novia… ¿por qué no ha venido contigo?». Hacía varios años, había preferido ahorrarme el disgusto de anunciarle a mi padre que me había enamorado y que existía la posibilidad de un casamiento. Su ausencia en aquella ceremonia era una cosa segura, y preferí no escuchar esa emoción telefónica algo impostada que parecía inundarlo cada vez que compartía con él ese tipo de novedades, de seguro sazonada con promesas falsas de su presencia. Al final, una persona desconocida —quién sabe si mi propia madre— se lo había terminado contando. Sin embargo, todo parecía indicar que nadie se había encargado de comentarle acerca de nuestra separación definitiva, que ya para entonces no era una noticia reciente. Naturalmente, deseó conocer razones; se las proporcioné de manera escueta. Preguntó, ya en los linderos del agotamiento, acerca de las posibilidades de reconciliación. Yo le respondí que, considerando que ella en esos momentos disfrutaba de la inmensidad de Nueva York con su nueva pareja, estas resultaban nulas. «Mejor así», fue su único comentario antes de entregarse a un nuevo ataque de tos.
Preferí no añadir nada, aunque recordé que, mientras preparaba la maleta para el viaje, por coincidencia había encontrado un objeto más bien nefasto: una caja de preservativos sin abrir. Me fijé en lo que decía el empaque y noté que la fecha de expiración se encontraba peligrosamente cerca. Dejé reposar el objeto en mi mano y lo observé por un momento como quien examina un fósil. Luego, lo deposité con delicadeza en la basura.
Durante mi niñez, la fuerza de mi padre fue uno de mis mayores orgullos, motivo de alarde frente a mis amigos y algo de lo que yo, con ingenuidad, me consideraba heredero. Ignoraba que esa fuerza había sido concebida en el campo; su cuerpo macizo y rugoso —sus dedos me resultaban extraños al tacto, a veces me parecía poder sentir cada una de las líneas que formaban sus huellas digitales cuando me dejaba acariciarlos— estaba lejos de asemejarse al de un fisicoculturista, y sin embargo ostentaba una potencia y una resistencia difíciles de igualar para otro adulto. Un día se me ocurrió preguntarle si es que llegaría a ser tan fuerte como él. «Claro, eres mi hijo», aseguró con celeridad. Tiempo después compró un pequeño gimnasio de medio uso en el que prometió que practicaríamos juntos. A pesar de tratarse de una actividad que me producía tanto sudor como aburrimiento, me dediqué a ella con ahínco, pues me obsesionaba la idea de que todas esas barras y pesas acelerarían el afloramiento de la fuerza de mi padre en mí.
En mi adolescencia, y ya sin él, para esa época de nuevo dedicado a las arduas tareas del campo, comprobé que me había mentido. Ese cuerpo insectoide que se reflejaba en el espejo jamás iba a albergar ningún músculo prominente, y el esfuerzo de levantar las pesas me producía ampollas y sangrados. Un día, un antiguo amigo de la familia se interesó por el armatoste de barras y poleas. «Lléveselo, no lo quiero ver más». «Se nota que no lo estás usando», me dijo, antes de soltar una carcajada.
En un intento por disimular su estado, tal era el tamaño de su orgullo, en sus días postreros mi padre insistió en deambular por toda la casa, de aquí para allá, sin la ayuda de nadie, como tratando de buscar otra actividad además de agonizar. Quizás también deseaba hallar un rincón de frescura inexistente: el calor se originaba en sus entrañas. Durante esas caminatas extenuantes, la tos se combinaba con quejidos y una que otra imprecación. Cuando lo iba a buscar o nos encontrábamos en algún pasillo, él intentaba sonreír sin éxito. Yo entonces lo conducía de nuevo hasta su cuarto, donde a veces, antes de quedarse dormido, apoyaba un poco la cabeza sobre mí y murmuraba: «No doy más, no doy más».
Al enterarse de lo que estaba por ocurrir, otros parientes y amigos llegaron a saludar/despedirse de mi papá. Varios se atrevían a preguntarle: «¿Cómo estás?». Una de mis tías, al igual que yo, no era una mujer de campo, o no lo había sido durante muchos años, por lo que se sorprendía infantilmente ante situaciones que eran parte del día a día del resto de mi familia. La tercera tarde, mientras yo contemplaba a mi padre dormir, ella interrumpió el silencio del cuarto trayendo consigo un pajarito entre sus manos. La mitad de su cuerpo aún se mantenía dentro del cascarón, de donde ella lo había ayudado a salir. «Mira, mira. No lo logró solo y su mamá lo dejó por allí tirado». Me explicó que era un pavito bebé. Emitía un gorjeo constante y desesperado que terminó por despertar a mi padre. Él lo miró por un instante para luego reconcentrarse en su dolor. «Lo voy a cuidar, necesito mantenerlo caliente. ¿Qué se le puede dar de comer?», le preguntó a mi tío que pasaba por allí. «Nada. Si la pava no lo quiso es porque algo tiene mal. Se va a morir de todas formas». Antes de marcharse sentenció con hartazgo: «Los animales del campo no son mascotas, pues».
Sin embargo, ella insistió en cuidarlo. Lo metió en una gorra de lana y le empezó a dar de comer semillas y bichos que el pavo no tardaba en devorar. Por la noche, se retiró a la habitación de al lado, separada de la que yo compartía con mi padre por una pared algo fina. A la tos de mi papá se sumó entonces ese piar que tampoco cesó durante la noche; asistí involuntariamente a ese concierto. Ya cuando amanecía, uno de los integrantes de ese desacompasado dúo cesó su intervención. A pesar del caluroso clima, cuando mi tía hizo que tocara el cadáver del pájaro, este estaba frío y duro como una baldosa.
Cuando yo era aún pequeño, mi padre —previendo quizás su temprana primera desaparición— gustaba de hablarme de lo que él consideraba la mejor manera de conquistar a una mujer. Con gran seriedad, y con una combinación de malicia y de cursilería de telenovela que solo lograría percibir después de años, me decía de vez en cuando en el balcón: «Es exactamente igual que con estas plantas, hay que tratarlas con gran cuidado, no descuidarlas ni un solo día. La clave está en los detalles y en la perseverancia. Parece una tarea fácil, pero en realidad es difícil y requiere de todo tu corazón. Solo cuando lo haces bien verás cómo te ofrecen finalmente sus flores y sus frutos».
Mientras mi padre vivió conmigo nunca llegué a ver un solo tomate cultivado por él que tuviera un tamaño o coloración normal, y mi madre parecía utilizarlos en las ensaladas con el firme propósito de humillarlo.
Años después, cuando la hora de su segunda desaparición, la definitiva, se aproximaba, recordé su torpe símil. Mi padre entonces descansaba, parecía dormir plácidamente, así de engañosa era su agonía. Me acerqué a la ventana de su cuarto desde donde se podía observar el terreno sobre el que había intentado cultivar diferentes frutas y hortalizas. Unas malas imitaciones de naranjos pugnaban por mantenerse en pie hacia el fondo. Una variedad de matitas se secaban sin remedio. Sus hojas calcinadas en ocasiones se desprendían con el viento para acabar dando vueltas por la casa, se colaban por las rendijas y terminaban por ensuciar el suelo.
Durante un tiempo trabajé corrigiendo textos para una editorial muy grande. Se producían libros con tanta facilidad como se fabrican salchichas. Las largas horas frente al computador solo eran interrumpidas por intervalos para comer o fumar. Después me he puesto a pensar que mientras mi padre se destrozaba los pulmones en lo profundo de una mina y mi madre jamás tenía un momento de paz en la superficie, yo me quejaba por permanecer con el culo quieto, los ojos cansados y una que otra reprimenda. Y me hundo en la vergüenza.
También lo hago cuando recuerdo el día en que escuché el tono desolador de la voz de una compañera, una buena amiga, que trabajaba en un cubil vecino. Alguien se había comunicado con ella, algo había sucedido con su madre, había fallecido. Me quedé muy quieto en mi lugar, paralizado por el miedo, mientras las palabras que salían de su boca se desarticulaban más y más. Finalmente, colgó el teléfono y salió dando traspiés de la oficina. Recobré algo de compostura, me di cuenta de que podía matarse manejando y corrí con torpeza tras ella. En la calle, vi cómo subía por la cuesta e intenté llamarla por su nombre; sin embargo, mi voz no tuvo suficiente fuerza como para alcanzarla. Traté de acelerar el paso, pero la enormidad de la idea de tener que presenciar su desmoronamiento ante lo sucedido e intentarla consolar por lo inconsolable me empezó a invadir por completo. Me dejé inundar por la cobardía y dejé de correr. Regresé con lentitud a la oficina, donde mentí. «No la logré alcanzar».
Varios años más tardé, volvería a huir de otro acontecimiento ominoso. Con cada ataque de tos, cada desgarradura sangrienta, la vida de mi padre se escabullía con rapidez. Podía haberme quedado hasta el final con él, pero no lo hice. Obligaciones, estudios impostergables me esperaban, ya no me podía quedar más tiempo. Mis parientes aceptaron mi ficción con pasividad ovina. Él murió dos días después.
El cuarto de mi padre había sido decorado con austeridad. En una mesita, una gorda biblia se perdía entre la blancura artificial de los medicamentos. En una pared, alguien, de seguro no él, había colgado una suerte de collage que forzadamente lograba unir los rostros de mi padre, de mi madre y el mío. Se trataba de un trabajo artesanal, tosco, producto de la impericia del fotógrafo del pueblo, a quien únicamente se le habían proporcionado unos retratos tamaño carnet, que yo bien conocía, para que los ampliara y uniera, creando así la ficción de una familia. Encima de la cabecera de la cama, en cambio, se encontraba una foto de mí, en blanco y negro. Debía tener tres o cuatro años cuando me la tomaron. En ella ostentaba una seriedad algo impropia para la edad. Durante sus últimas noches de delirio, mi padre enfurecía; agitado, se levantaba con gran esfuerzo de la cama, observaba mi retrato, lo descolgaba y lo sostenía entre sus brazos. Finalmente, se volvía hacia donde yo me encontraba y, mientras me enseñaba la foto, explicaba con voz cascada y ojos perlados: «Este es mi hijo».
Mamá ha pulido y modificado durante años su definición de maldad. Hoy por hoy, este resulta ser un concepto tan amplio que es capaz de desparramarse por cada resquicio de nuestras vidas. La maldad de la sociedad, de las parejas, de las familias, de los hijos, de su hijo. La mala racha. La mala estrella. La mala vida. A veces, la mala vida de mierda que no se acaba. «Cómo me gustaría que se acabe», esa es una de sus frases de cabecera. Cada vez que la dice es inevitable que yo me proyecte hacia el futuro y me la imagine nonagenaria, repitiendo esa misma frase.
Para mí, durante años, la maldad fue mi padre. Pero curiosamente, según mamá, él se encontraba incontaminado por el miasma de la malicia. Tal aseveración no constituye una defensa. Para mi madre, la profunda estupidez que aquejaba a mi padre lo mantenía impoluto frente a la maldad. Hoy pienso que lo más probable es que, a sus ojos, él apareciera como un ser infantil, digno de lástima.
Sin embargo, fue ese mismo ser infantil quien me obsequió el ejemplo más claro de la maldad. En el pueblo de mi padre, cuando él era niño —aunque en honor a la verdad, poco o nada había variado con los años, lo pude comprobar—, nadie escapaba de la pobreza. Pero entre los pobres siempre hay quienes se acercan más a la miseria que otros y, a diferencia de lo que se suele pensar, la necesidad extrema no siempre dulcifica y une a la gente; quiero decir que quien tenga un par de medias agujereadas no se privará de burlarse de aquel que no tiene ni una. Es por eso que X (me resulta imposible recordar su nombre), quien muchas veces no tenía qué comer, era el blanco favorito de las bromas crueles de aquellos que se hacían llamar sus amigos. Entre ellos estaba mi padre. En alguna ocasión, X había llegado a la escuela sin desayunar, mientras que otro había tenido la fortuna no solamente de hacerlo, sino de poder llevar un pedazo de pan consigo para presumirlo. Lo comía con lentitud, desmigajándolo de a poco. X se aventuró a pedírselo, sin éxito. En un descuido, el jefe del grupo le susurró: «Dale el pan». El niño lo miró asombrado, pues ese tipo de gestos era raro en el otro. «Pero antes, deja que me lo pase por el culo», añadió.
Hasta ahora me ha resultado difícil encontrar una historia que refleje tan vívidamente la miseria humana como la que me contaba en ocasiones mi padre. La primera vez que me la relató, yo era pequeño. Me reí. Sin embargo, cada cierto tiempo, y con infinita paciencia, mi padre se daba el trabajo de contármela de nuevo, y con el pasar de los años la narración, que variaba muy poco en los detalles, se volvió para mí cada vez más amarga. Pero con los años también empecé a sospechar que él, lejos de ser un simple testigo de los hechos, había sido partícipe de ellos. Me resulta imposible imaginar a mi padre como el chico ostentoso, y mucho menos como aquel al que se le ocurrió la ruindad, pero un escalofrío me recorre la espalda cada vez que pienso que él pudo haber sido quien se terminó por comer el pan.
Los brazos bien extendidos a la altura de los hombros, prácticamente desnudo, el calor del ambiente y el que emanaba de su propio cuerpo lo estaban cocinando, las piernas de musculatura consumida bien rígidas, la cabeza torcida en dirección a la ventana, de tal forma que los ojos podían ver cómo el sol se empecinaba en quedarse clavado en el cielo en una tarde que parecía no acabar nunca. Escuché que susurraba algo y me acerqué a él. «¿Por qué me has abandonado?».
Papá siempre había sido una persona religiosa, por lo que esas palabras no me asombraron. Lo que sí me sorprendió es que en esos momentos rondara la misma pregunta por nuestras cabezas.
Las manos de mi padre, manos de campesino, toscas y grandes, se solían acoplar milagrosamente a los controles de la consola de videojuegos. Hasta hoy varios amigos se sorprenden al saber que él jugaba conmigo con cierta emoción infantil. Ambos competíamos por ver quién era más torpe. Ya sea estrellando nuestros autos contra escenarios pixelados, partiéndonos la cara con luchadores fantásticos o gritando cuando Pedro Picapiedra caía cascada abajo, pasábamos varias tardes frente a un televisor de catorce pulgadas mientras mi madre dormía, muchas veces enferma, o pasaba por ahí pidiéndonos que no nos acercáramos tanto a la pantalla.
Un juego especialmente antiguo nos frustraba cada vez que intentábamos superar apenas los primeros niveles. Una navecita espacial trataba de abrirse paso entre platillos voladores alienígenas que disparaban en todas las direcciones. A pesar de nuestros mejores esfuerzos, con el más ligero roce nuestro jet espacial terminaba siendo un rombo brillante en medio de la negrura de la galaxia. Después de varios intentos, nos rendíamos y pasábamos a otro juego.
Durante una larga temporada de desempleo, mi padre tomó la costumbre de jugar solo para matar el tiempo. Al llegar del colegio me sorprendía al encontrarlo bien pegado a la pantalla con el control entre las manos. En una ocasión, me recibió muy alterado. «¿Adivina qué? ¡Encontré un dragón en el juego de las naves! Un dragón dorado me mató». No tenía sentido. El videojuego transcurría en el espacio, y mi padre me quería hacer creer que había aparecido un dragón enorme. No tenía pruebas de lo sucedido. «Tu mamá también lo vio», dijo buscando su apoyo. «Lo que veo es un hombre sin trabajo», fue lo único que respondió ella. Intentamos jugar de nuevo, pero solamente llegamos a la parte de siempre, donde nos destruyeron. «Qué mentiroso», lo acusé decepcionado. «¡Te juro que es verdad!». Hasta poco antes de que se marchara ambos intentamos varias veces llegar a la parte del videojuego donde se suponía que el dragón aparecía, pero nunca volvió a suceder. «Otro de los inventos de tu padre», me decía mi madre cuando, tiempo después, ya solo, intentaba conducir la nave por el interminable espacio.
Me hubiese gustado poderle mentir a mi padre y decirle que era escritor. No porque en algún momento él hubiera dicho que quería que yo me convirtiera en uno, sino porque habría sido mucho más sencillo contestar a una pregunta tan simple como «¿A qué te dedicas, mijo?». Me resultó complicado explicarle que durante años había corregido todo lo que producían quienes sí eran o sí se creían escritores. Una labor que requiere de técnica y rigor, pero de poca imaginación, que es de lo que más carezco. No han faltado quienes, después de haber leído unas hojas redactadas a partir de ciertas experiencias sin importancia, han elucubrado acerca de un mal llamado potencial creativo que necesitaría explotar. Pero la fuente de mis experiencias es tan árida como las tierras desérticas donde agonizó mi padre y recurrir a parcharlas con ficción me resulta imposible.
No obstante, he intentado imaginar algunos relatos, y el único que logro esbozar compulsivamente y que tiene varias versiones es uno que consta de dos personajes a los que siempre se les suma un tercero, más tarde. En un inicio, es la historia de una mujer sola, corta de vista y cabello negro, largo y muy oscuro. Muchos la consideran bella, a pesar del velo de tristeza que cubre su rostro de manera permanente. Su familia alguna vez fue pobre, pero los esfuerzos obsesivos de los padres hicieron que las necesidades quedaran atrás, aunque las costumbres austeras permanecieron siempre.
El azar quiere que esta mujer se encuentre con un hombre humilde y tímido, un migrante de facciones toscas, ojos claros, sonrisa inmotivada. Las razones de su llegada a ese país tan poco atractivo no se especifican en ninguna versión. El romance en ningún momento es tórrido. Sin embargo, cada noche el hombre, cansado, hunde su cabeza en la cabellera negra de la mujer y aspira con alegría su olor. Ella entonces hunde su cabeza en el pecho ancho del hombre e intenta consolar sus penas con el bum-bum del corazón. El hombre y la mujer tienen bien poco, por eso les gusta imaginar futuros mejores durante muchas horas, muchas tardes.
El producto de este cariño tan frágil es un niño de cristal. Casi muerto al nacer, se dedica a sobrevivir nutrido únicamente del amor de sus padres que, en su desesperación por salvarlo, olvidan amarse entre los dos. El niño crece, egoísta, y demanda tantas atenciones que la idea de otro hijo se vuelve inviable. La relación se torna agria. El velo de tristeza cada vez es más tupido; la sonrisa, cada vez más inmotivada. En ocasiones, el hombre y la mujer todavía se juntan para soñar en los futuros, más como amigos o como aliados que como pareja. Una rara enfermedad envejece prematura y dolorosamente a la mujer, mientras el hombre se deja ganar por la desidia y la abulia. A pesar de todo ello, el hijo se convence a sí mismo de que son una familia feliz.
Cuando por fin él parece volverse un poco más saludable, hombre y mujer, aliviados, deciden terminar su relación de forma definitiva. Él desea regresar a su tierra y a sus campos, por unos pocos años, asegura. La mujer sabe que el hombre miente y que si se va ya nunca lo verá de nuevo. Pero no le importa.
Lo que quizás en otras circunstancias, a pesar de todo, podría haber terminado con un corto abrazo, se complica con la presencia del hijo. En su imperturbable afán de protegerlo, deciden elaborar una mentira blanca como un copo de nieve, y que con el tiempo se convertirá en avalancha. A pesar de que la mujer odia la falsedad, en esta única ocasión colabora con el hombre, que se confiesa demasiado débil como para hacerlo solo. Entonces el plazo que establecen a viva voz para el retorno del hombre es seis meses. El hijo se queda tranquilo mientras ve el bus partir.
Los días pasan y, luego, también un año, y después otro más. El tiempo se va acumulando en las espaldas del hijo, cada vez más encorvadas. Al darse cuenta del engaño, crece resentido con el hombre y la mujer, reparte pequeñas dosis de rencor entre ellos hasta que él también se hace hombre. Para entonces, la cabellera de la mujer ya no es negra ni larga. De la sonrisa del hombre casi nada se sabe. El segundo hombre escribe acerca de ellos, las más de las veces de forma injusta, olvidando el cariño de ambos, del que se cebó en su niñez hasta dejarlos raquíticos. Un día, él también decide marcharse lejos. A pesar de las distancias, no deja de escuchar las voces del hombre y de la mujer en su cabeza. A veces lo consuelan, a veces lo atormentan, pero nunca lo dejan.
A partir de este punto, con los tres personajes bien alejados uno del otro, la narración tiene distintas variantes. En ocasiones muere la mujer, dejándose ganar por la tristeza, la soledad o la enfermedad. He pensado en versiones en las que es el hombre el que muere, a pesar de parecer tan sano durante el resto de la narración, forzando así el viaje del hijo para un incómodo y último reencuentro. En unas pocas, muere el hijo, propiciando así la reunión de sus padres, a veces fundidos en un abrazo angustiado y furibundo, a veces buscando inútilmente el refugio de la cabellera y el pecho envejecidos.
Entonces me detengo y me pongo a pensar, ¿a quién puede interesar semejante melodrama? Recojo los papeles donde he anotado todo y los coloco debajo de las jaulas donde pasan la noche mis conejos. Y sin embargo, después de un tiempo, siempre vuelvo a intentar escribir la misma historia.
Los últimos días que pasé con mi papá se alargaron dolorosamente. Cada minuto avanzaba arrastrándose por el pantano del tiempo donde el silencio y la tos se disputaban el protagonismo. Ahora, años después de la segunda partida de mi padre, tengo un par de historias que me hubiese gustado contarle, aunque a veces también me pongo a conjeturar largamente acerca de si le habría agradado escucharlas o no. ¿Lo hubiesen asombrado de verdad, por lo menos entretenido, o se habría visto forzado a fingir interés, como es la labor de todo buen padre? Son preguntas que quedarán sin respuesta.
La primera historia tiene que ver con haber desoído uno de sus consejos. Durante el último año que pasé fuera de mi país, aproveché la amplitud del terreno perteneciente a la casita donde vivía un tío que me acogió; él se había asentado discretamente en las afueras de la ciudad durante décadas, huyendo del campo estéril donde ahora se desmigajan los huesos de mi padre. Un día me rendí ante un capricho infantil, fui al mercado y compré varios conejos para criarlos como mascotas. A pesar de su apariencia tierna, para mi sorpresa no me demostraban mayor afecto. Crecieron y en poco tiempo se entregaron a constantes cópulas tan enardecidas como efímeras. Desde la ventana, mientras estudiaba o regaba los zapallitos del huerto, observaba sus frenéticos encuentros y me ponía a reír, como si de un juego se tratase; esa era la única gracia que me ofrecían.
Para la mitad del año, a pesar de las incursiones de gatos y de perros vagabundos, el terreno estaba sobrepoblado de pelotitas multicolor. Mi tío, hombre de pocas palabras, me ordenó que me deshiciera de ellos. Agarramos a todos, los metimos en cajas y fuimos al mercado a venderlos nuevamente. A pesar de eso, conservé dos, a los que hice esterilizar. Los bauticé con nombres cándidos, sin significados profundos, como lo hubiera hecho cuando niño. Liberados del yugo sexual, se volvieron tan dóciles y amigables como se puede pedir a un roedor. Cuando mi tío me veía consentirlos me decía: «Los animales de campo no son mascotas», y movía la cabeza en señal de desaprobación.
La segunda historia tiene que ver con la mujer con quien viví, antes de que ella también se marchara. Me imagino que, de haber empezado con estas palabras, los ojos de mi padre, donde se reflejaba el salvajismo de su enfermedad, habrían empezado a brillar por el interés. Sin embargo, supongo que al escuchar que no se trataba de una historia de pareja, lo más seguro es que hubiese ladeado la cabeza, entrecerrado los ojos, reconcentrado nuevamente en su agonía.
El azar hizo que nos conociéramos y así también dictaminó que nos separásemos. Para cuando llegó ese momento, me había convertido en una suerte de lánguido satélite que orbitaba a su alrededor, fatigosa e incansablemente. La anterior es una frase más bien floja, pero como es bien sabido, los sentimientos son mudos ―ágrafos, dijo un verdadero escritor―, indescriptibles; por ello muchas veces intentar hablar de ellos resulta un ejercicio tan inútil como a los que me dedicaba de adolescente.
Este caso en particular presenta la complicación de que, ya sea por inseguridad o miedo, desarrollé por ella un sentimiento limbo, que oscilaba entre el amor y la amistad, sin llegar a ser ninguno de los dos. Y es que entre estos dos términos existen innumerables abismos de emociones innominadas e innominables. Palabrejas como afecto y apego resultan insuficientes para estos casos. Quizás sea por ello que tendemos a cobijarnos en la cobardía de la verborragia sexual. A fin de cuentas, incluso en los círculos más conservadores, departir con gran detalle acerca de nuestros fetiches, hendiduras y fluidos, lo que hacemos o dejamos de hacer con ellos, nos distrae del estrepitoso fracaso que constituye esbozar una idea lejanamente clara acerca de lo que sentimos. Los resultados de estas tentativas muchas veces son patéticos, como demuestro con las frases de más arriba. Me hubiese gustado preguntarle a ella si es que cuando pensaba en los lazos que se formaron gracias a nuestra convivencia se sorprendió a sí misma alguna vez pensando acerca de estas complicaciones. Intuyo la respuesta con amargura.
En todo esto cavilaba la última vez que la vi, y al no poder sacar nada en claro me limité a hablar poco y sentir mucho, visceralmente. Ella entonces me sorprendió al pronunciar las palabras que yo relacionaba con las despedidas definitivas, parafraseando un poco a mi padre: «Nos volveremos a ver, en tu país». Bien sé, gracias a él, que, más que reencuentros, estas reuniones, si se llegan a dar, son epílogos melancólicos de relaciones que se han ido desmenuzando de a poco y de las que muchas veces no queda más que una fina corteza. Mientras ella bajaba por las gradas para dejarse tragar por la boca del subterráneo, esperé con candidez cinematográfica a que se diera la vuelta y me hiciera un último gesto. Pero al igual que mi padre cuando subió al transporte que nos alejaría para siempre, ella tampoco volvió a mirar atrás.
―Últimamente, me he puesto a pensar… ¿Hasta qué edad uno puede decir: «Soy huérfano»? Lo busqué en el diccionario. Allí dice que solo los menores de edad pueden ser huérfanos. Tengo un par de amigos que perdieron a sus padres cuando aún éramos adolescentes, pero a nadie se le ocurrió decir que eran huérfanos... Y si uno pierde a los papás de adulto, ¿entonces qué es?
―¿Qué te ha hecho pensar de nuevo en estos temas?
Dudo un poco antes de confesar. El hombre me mira inquisidor.
―Es que hace unos días soñé con él.
Un suspiro levísimo.
―¿Y qué soñaste?
―Yo caminaba por un campo muy verde. Entonces encontraba un grupo de ovejas que pastaban al lado de leones, que también comían hierba. Y en medio de ese grupo, había un pastor, y ese pastor era mi padre. Él se aproximaba muy tranquilo y sonreía, yo caía de rodillas ante él, igual que en esa película un poco antigua, Solaris, no sé si usted la ha visto, pero... la verdad es que desperté llorando y mis conejos...
―Para, por favor. Recordemos una vez más. ¿Hace cuánto falleció?
―Seis años casi.
―Necesito que te des cuenta de que es mucho tiempo de duelo.
―Mucho tiempo.
―Demasiado. Vamos a trabajar nuevamente en el tema, es importante que tú...
El hombre habla, es gentil, es severo. Mientras lo hace, anota más y más palabras en su libreta llena de secretos ajenos.
Lo que estoy por contar ahora va en contra de la voluntad de una persona, un amigo, quien quizás después de esto ya no lo sea más. Hay gente que ansía ser retratada en la ficción, porque en ocasiones mejora lo real, pero puede que este no sea el caso. «Odio que escriban sobre mí, no se te ocurra hacerlo, me enojaré para siempre», sentenció alguna vez, sospechando acerca de mis intentos de escritura. De eso ya han pasado algunos años. Hoy la distancia geográfica nos separa y, posiblemente, lo haga para siempre. De todas las personas que conocí en ese extendido viaje, ya solo me queda un puñado; la mayoría se ha despedido sin palabras, se ha escurrido entre mis dedos en contra de mi voluntad, quizás también contra la de ellas. «No existen los amigos, solo los momentos de amistad», leí alguna vez en un libro, que a su vez citaba a otro. Compartí la frase con una amiga y le pareció una ridiculez. Hace años que no sé de ella. En todo caso, me gusta regresar a varios momentos de amistad que fabriqué con mi amigo, manipularlos con melancolía, esa que tanto parecía odiar él. Ahora podrá tener una razón de peso para odiarme de verdad, profundamente; no sería la primera vez que un intento de homenaje se convierte en una ofensa grave. Sin embargo, de esta forma quizás esté acelerando lo inevitable, solo caeré un poco antes de tiempo en el hoyo negro de su resentimiento y de su olvido.
El sol era un ojo de dragón que posaba su pupila directamente sobre la cabeza de mi amigo, sentado en la banca de una plaza, cerveza en mano. Se lo veía empequeñecido. Lloraba con ganas, como mi padre me había dicho años atrás que había que llorar, para sacarlo todo. En una coincidencia funesta, su padre había muerto exactamente un mes después que el mío.
La diferencia era que yo sí me había podido despedir de mi papá, aunque de una manera farsante. «Ven a visitarme el próximo año. Te espero», me había dicho esa bolsa de huesos y de dolor en la que se había convertido intentando, con una candidez escandalosa, negar la realidad. «Claro, ¡nos veremos, volveré!», respondí con una sonrisa; así fue como sellamos nuestro adiós, con una mentira bipartita. Mi amigo, en cambio, desde su exilio, se había despedido de su padre de la forma más casual, en una videollamada, sin saber que ya no lo volvería a ver. Tampoco lo podría velar, enterrar, visitar su tumba de vez en cuando. Solo pudo llorar a mi lado, mientras nos cocinábamos vivos durante el inicio de un verano homicida, hermanados por nuestra orfandad casi gemela.
Las cervezas tibias amortiguaron en algo el sentimiento desbordado, más amigos empezaron a llegar a cuentagotas y con ellos se comenzaron a multiplicar los recuerdos del fallecido —varios de ellos, exiliados también, lo habían conocido—, las botellas de alcohol, los incómodos abrazos. Hasta que alguien propuso que fuésemos a su casa para descansar y escapar del calor. Mi amigo se dejó conducir dócilmente junto con el resto del velorio improvisado. Una vez allí se comió y se bebió y, a pesar de la situación, también se empezaron a escuchar unas cuantas bromas, seguidas por risas, tímidas sugerencias de música y unas pocas parejas de baile. A la medianoche la noticia del difunto en apariencia había pasado a segundo plano —aunque subsistía rastreramente en la atmósfera—, como si todo lo ocurrido en la mañana no se hubiese tratado más que de una oscurísima broma, y comenzó a reinar un remedo de alegría que nos tomó por sorpresa. Nuestro velorio tradicional se convirtió entonces en uno de esos antiguos rituales, donde lejos de lamentarse por el muerto se festejaba por su partida a un plano superior. Durante unas horas, tomé, bailé y olvidé a mi padre, tendido en su cama de mármol y madera para siempre. Esa extraña ceremonia duró hasta el amanecer, cuando decidí retirarme. Al despedirme de mi amigo, noté que su rostro, hasta hace no mucho sonriente, se empezaba a desencajar de nuevo y de forma definitiva. Esa noche fue la única tregua que le dio el dolor.
Pocos días después de la muerte de mi padre me llegaron unas fotografías de parte de una pariente lejana. En ellas se podía apreciar el velorio y el entierro, a los cuales yo no había asistido. Preferí huir antes de que falleciera, lo dejé con la enfermedad hirviéndole por dentro con la procaz promesa de que nos volveríamos a ver pronto. «Me has hecho sentir aliviado», fue quizás su última mentira.
En el pueblo, él había sido muy querido, o por lo menos eso era lo que dejaban ver las fotos. Hasta un equipo de fútbol completo había asistido a despedirse de él. Habían conseguido que les hicieran un adorno floral gigante con una pelota dibujada en el centro. Yo continué viendo las fotografías casi mecánicamente. Si no hubiera sabido acerca de la inocencia de mi pariente habría tomado esa larga exposición de imágenes como algo morboso. «No tomé ninguna de tu papi dentro del ataúd, pero quiero que sepas que quedó muy guapo», decía en el correo. La última foto era ya en el cementerio, se podía apreciar la lápida que cubría el nicho; a sus alrededores, mis parientes se habían preocupado por poner una serie de adornos diversos: flores, peluches, un recuerdo del equipo favorito de mi padre. Lo que en otro contexto quizá me hubiera avergonzado, esta vez me enterneció.
Había también algo inscrito en la lápida, con temblorosa letra cursiva: «Querido hermano, padre y amigo, te llevaste la alegría. Descanza en paz». En ese momento, todo el enternecimiento se borró de golpe. «¿Quién habrá sido el idiota al que se le pasó por alto esa z?», me pregunté enfurecido en voz alta. Sin poderme contener, llamé a mi madre y le empecé a vociferar sin ofrecerle mayor contexto: «Ahora resulta que mi padre, que nunca llegó a saber que yo me dedico a corregir justamente ese tipo de cosas, va a permanecer allí encerrado junto a una errata de mierda. Un «descanza» grabado en piedra que va a durar más que sus huesos. ¡Que va a durar más que yo inclusive! ¡Pero cómo han podido dejarlo pasar por alto! ¿Te parece lógico? ¿Te parece justo?».
Y entonces, por fin, pude llorar.
«¿Así planeas vivir ahora?, ¿cómo un mendigo?», me reclamó mi madre al ver que no me había preocupado mucho por terminar de desempacar las cosas en el lugar donde vivía después de haber regresado de mi viaje. Mi pareja de conejos se había ocupado ya de ensuciar los pisos con sus cagaditas y de vez en cuando tenía que alejarlos de las puertas para que no masticaran la madera y terminaran de destruirlo todo tan prematuramente. Mi madre agarró al más oscuro con delicadeza —a pesar de todo los animales le causaban ternura—, se sentó con el conejo en las faldas y continuó hablando un poco más tranquila. «Hijo, podrías mandarlos a otro lugar. El apartamento ya empieza a oler a granja. Por lo menos tenlos encerrados, no son muy grandes. Son bonitos, pero no son mascotas…». «Sí, sí, son animales del campo. Ya veré qué hago con ellos», mentí, mientras abría una caja de cartón de la mudanza. Debajo de unos trastos encontré mi vieja consola de video y los cartuchos de los juegos. Después de tantos años, dudaba de que aún sirvieran. «Ah, es esa tontería con la que jugabas con tu padre. Deberías tirarla», me ordenó mi madre.
Solamente para que no cupiera duda, conecté la consola a la televisión, la enchufé y presioné el botón de encendido. Una lucecita roja se prendió. Aún funcionaba. Casi como un autómata empecé a buscar el cartucho del juego de las naves que le gustaba a mi padre, soplé por la ranura para quitarle el polvo como cuando era niño y me quedé mirando la pantalla hasta que sucedió el milagro y comenzó a funcionar. Curiosamente, mi madre recordó el juego y también comprendió lo que estaba por suceder. Su rostro endurecido por los años se suavizó de repente, puso al conejo en el suelo con una palmadita, me dio un beso ligero en la cabeza y se marchó diciéndome: «Te dejo en lo tuyo».
En mi memoria la nave, los platillos voladores enemigos, las armas láser eran espectaculares, pero desde mi mirada adulta todo aparecía deslucido, lento y lleno de píxeles. Las primeras veces, los primeros días, fui derrotado con facilidad casi al inicio. Cada momento libre piloteaba con torpeza la navecita a través del espacio. Luchaba contra mi incompetencia, el cansancio de mis ojos y ese dolor de cuello que no me dejaba de acosar desde la muerte de mi padre. Parecía que esa aparición nocturna de la que él me solía contar cuando era chico, el Aplastado, ahora anidaba encima de mi nuca y, con su peso, me exigía mirar siempre para abajo. He pensado que también podría tratarse de su propio espíritu que, al igual que en esa película coreana de terror, permanece a horcajadas sobre mis hombros obligándome a llevarlo a todos lados conmigo. Si es así, y algún día mi madre también se marcha, estoy seguro de que no podré con el peso de ambos a mis espaldas.
Pasaron los meses y mis ampollas de jugador ávido, pero incompetente, despertaron de su hibernación de años. Una madrugada, mientras los conejitos dormían muy pegados para cobijarse del frío, llegué a un nivel desconocido para mí: un desierto de arena apareció súbitamente en la pantalla, sin duda producto de la pereza o la falta de imaginación de los programadores que con ello irr espetaban cualquier tipo de ley astronómica. Esquivé algunas bases enemigas y terribles naves acosaban a la mía, pero logré destruirlas. Por un momento, todo quedó en silencio. Fue entonces cuando apareció entre las dunas un dragón dorado y con ojos de esmeralda, sin alas y con las fauces abiertas. Al inicio, en medio de mi perplejidad, pensé que solamente iba a arremeter contra mí, pero en lugar de eso me rodeó con su gigantesco cuerpo formando un círculo a mi alrededor del que me fue imposible salir. Sin saber qué hacer, me terminé estrellando contra sus escamas. Mientras la nave se convertía en una lucecita en medio de la nada, solté el control y me tapé la cara con las manos para amortiguar el grito que se escapaba de mi boca, para evitar que mi mirada también fuera consumida por el gélido abrazo del espacio.
Notas