Investigación

El SOCIALISMO Y LOS SENDEROS QUE SE BIFURCAN: HISTORIA DEL LLANTO, DE ALAN PAULS

Greg Dawes
Universidad Estatal de Carolina del Norte , Estados Unidos

Gramma

Universidad del Salvador, Argentina

ISSN: 1850-0153

ISSN-e: 1850-0161

Periodicidad: Bianual

vol. 32, núm. 65, 2020

revista.gramma@usal.edu.ar

Recepción: 01 Julio 2020

Aprobación: 25 Agosto 2020



Resumen: En este ensayo sobre Historia del llanto, de Alan Pauls, se sostiene que, si es cierto que la novela pretende cuestionar el testimonio como punto de vista privilegiado desde el cual se pueda entender la militancia de izquierda de los años setenta en la Argentina —siguiendo así la lógica del argumento de Beatriz Sarlo con respecto al «giro subjetivo»—, también es cierto que sugiere una «unidad fragmentaria» que se compagina con las ideas de Brecht. Fuertemente influido por las propuestas estéticas y políticas del escritor alemán, Pauls indaga en la experiencia de la izquierda argentina de aquellos años y elabora así, desde una distancia, una crítica de la «política de la cercanía» desde la izquierda. Y esto lo contrasta clara y provechosamente con el modelo chileno en esos años, vale decir, con el socialismo democrático de la Unidad Popular.

Palabras clave: Alan Pauls, Historia del Llanto, Salvador Allende, Guerrilla, Onganía, Pinochet, Brecht.

Abstract: This essay on Historia del llanto by Alan Pauls maintains that while it is true that this novel aims at questioning the testimonio as a priviledged point of view for understanding left-wing militancy in the 70s in Argentina —following the logic of Beatriz Sarlo’s argument regarding the “subjective turn”— it is also true that it suggests a “fragmentary unity” which resembles Brecht’s ideas. Heavily influenced by the aesthetic and political ideas of the German writer, Pauls probes the experience of the Argentine left in those years, elaborating as he does so and from a distance a critique of the “politics of proximity” from a left-wing vantage point. And he contrasts it clearly and profitably with the Chilean model of socialism in those years, that is, with the democratic socialism of the Popular Unity government.

Keywords: Alan Pauls, Historia del llanto, Salvador Allende, Guerrilla Activity, Onganía, Pinochet, Brecht.

En novelas tales como El camino de Ida (2013), de Ricardo Piglia; Museo de la Revolución (2006), de Martín Kohan; y la trilogía de Alan Pauls —Historia del pelo (2007), Historia del llanto: un testimonio (2010) e Historia del dinero (2013)—; así como en La casa de los conejos (2008) y Los pasajeros de Anna C. (2013), de Laura Alcoba, se explora el tumulto político de los sesenta y los setenta en la Argentina y, muy en particular, la cuestión de la lucha armada. Salvo en el caso de Piglia, los autores presencian el terrorismo de Estado y el accionar de la guerrilla, de jóvenes o de niños, cosa que hace que su referente sea toda una gama de emociones vinculadas con la época, por un lado, y, por otro, les permite, paradójicamente, distanciarse del momento histórico y político. A estas obras se agregan las muchas escritas por la pujante segunda generación o por autores que la tematizan[2]. A diferencia de los militantes y/o intelectuales que escribieron sus testimonios u obras de ficción, cuyas narrativas querían rendirles homenaje o sencillamente un lugar a los desaparecidos —tanto antes como después de la Guerra Sucia— y enarbolar la causa revolucionaria, estos escritores más jóvenes nos presentan obras que cuestionan los principios y hasta las estrategias políticas asumidas por la guerrilla y por aquellos nucleados en torno a la revista Controversia que se unían a la causa[3]. En dichas novelas del siglo xxi, los escritores se proponen reconsiderar y cuestionar de una forma sana las posturas que asumió la izquierda en los sesenta y setenta sin caer, desde luego, en «la teoría de los dos demonios». Sin embargo, su replanteamiento de la necesidad y de la viabilidad de la lucha armada ha sido objeto de crítica por parte de varios estudiosos de la narrativa argentina. Si bien es cierto que el discurso del gobierno de Alfonsín y el informe Nunca más solían, en un principio, defender una interpretación del terrorismo como tal —sea estatal o de la guerrilla— como algo «bipolar», al decir de Emilio Crenzel (2015), equiparándolo así la violencia a la que fue sometida la sociedad —percibida como víctima— en esa época, la narrativa alfonsinista daba a entender, a su vez, que el Estado respondía a la violencia de la guerrilla. «La guerrilla se proponía —sostiene Crenzel— como antecedente y causa de la represión estatal y, de hecho, sería el único actor acusado por la violencia previa al golpe, pero también sus acciones tras él serían juzgadas» (Crenzel, 2015, p. l 9). «De ese modo», agrega:

… su presentación de la secuencia de la violencia política invertía la proposición del imaginario revolucionario que, una década antes, justificó la violencia popular como respuesta a la ‘violencia del sistema’ y validaba la interpretación dictatorial que proponía que la represión estatal tuvo por objeto exclusivo combatir a la guerrilla pero se enfrentaba a esa perspectiva al establecer que vulneró, en miles de casos, los derechos de la persona humana (2015, p. l 9).

Como apunta Marina Franco (2014), lo que comienza como un balance entre la violencia desatada por la guerrilla y la desplegada por el Estado sugiere desde ya que el Estado reaccionó ante la violencia iniciada por la guerrilla, cosa que aclara una cita de Alfonsín: «... la violencia se instaló en nuestro país a través de grupos terroristas y originó lamentablemente una reacción del gobierno que estuvo vinculada directamente a los mismos métodos utilizándose el accionar más deleznable tanto de uno como de otro lado» (Franco, 2014, p. 30).

En el contexto de la «teoría de los dos demonios», que es, en realidad, por un lado, una manera de desprender la sociedad del «terrorismo» como tal y retratarla como víctima inocente de lo acontecido, y, por otro lado, una forma de echarle la culpa a la guerrilla por haber iniciado la violencia, no sorprende que, por ejemplo, mi amigo Luis Martín-Cabrera haya acusado a Kohan y a Pauls de «demonizar» el pasado guerrillero y de «despreciar» el testimonio como tal (Martín Cabrera, 2009, p. 306). No niega, desde luego, los errores en el terreno político de los militantes ni tampoco las flaquezas en el testimonio, pero considera que la crítica le quita méritos significativos a la guerrilla y su causa (Martín Cabrera, 2009, pp. 315-317). Así el foquismo, unido a una guerra de liberación nacional o no, parecería ser la única vía al socialismo de acuerdo con críticos como Martín Cabrera. Tampoco asombra que, por el otro extremo, haya críticos que se enfoquen en la manera en que las novelas de Pauls desmontan el «proceso de subjetivación de la militancia revolucionaria» (Sánchez Idiart, 2018, p. 84) o desestabilizan el «archivo» canónico de las memorias sobre estos años y, en particular, la verosimilitud y la vigencia del testimonio (Sabo, 2015, p. 277). Para mi gusto, pese a las virtudes de estos últimos estudios —los de Sánchez Idiart y Sabo—, estos críticos optan por la cuestión epistemológica percibida desde el punto de vista del escepticismo posestructuralista y por las «resistencias» de la biopolítica que se encontrarían en las novelas de Pauls. Al estudiar una novela como Historia del llanto[4], ya sea en el caso de la biopolítica de Foucault o de Agamben o desde el ángulo de la irrepresentabilidad del trauma y de la comunicación —a la Derrida— se señalan aspectos de la estética de Pauls y de sus objetivos como escritor, pero se pasa por alto el peso que tiene el pensamiento de Brecht en el novelista argentino. Y al hacerlo se pierde de vista cómo la postura de Pauls en esta novela pretende explorar y escudriñar las decisiones que la izquierda argentina, por su lado, y la izquierda chilena, por el otro, tomaron en cuanto a la vía al socialismo.

Si bien es cierto que Pauls propone, como él mismo lo ha dicho, una crítica a «lo cercano», «lo directo», el desahogo y el exhibicionismo emocional, y emplea el distanciamiento para narrar en Historia del llanto —como lo han señalado Cecilia González, entre otros—, también es cierto que, como lo confiesa en una entrevista, se considera a sí mismo «una especie de brechtiano militante» (citado en Cecilia González, 2017, p. 3). Por ende, tiene que haber una visión global —una «unidad fragmentada» si se quiere— que forme parte íntegra de su estética. En su ensayo «Contra Lukács», Brecht sostenía lo siguiente:

Ante la gente que lucha y transforma la realidad ante nuestros ojos, no deberíamos aferrarnos a las recurrentes reglas de la narrativa, venerables modelos literarios, eternas leyes estéticas. No deberíamos sonsacar de determinadas obras escritas el realismo, sino usar cualquier medio, antiguo o nuevo, ensayado o no, derivado de las artes o de otras fuentes, para retratar la realidad al [ser humano] de tal manera que lo pueda dominar (1987, p. 81; traducción mía).

Pero claro, se sabe que la meta de Brecht es emplear estas técnicas novedosas para provocar al lector, animarlo a pensar desde la perspectiva del metateatro para apuntar más allá de los límites del teatro, allí donde el pensamiento crítico y el cambio social se hacen factibles. No es difícil ver en estos comentarios el armazón de la estética de Pauls. Como lo han apuntado varios críticos y el propio autor, se vale del «efecto de distanciamiento» (o extrañamiento) de Brecht para crear una narrativa que descansa en lagunas que existen en el texto y en los apartados con corchetes, aparte de la narración en tercera persona, y así cuestiona los preceptos fundamentales del testimonio y algunas de las ideas centrales de la izquierda en los setenta. Por ello, el/la lector/a está plenamente consciente de la identidad del texto como obra de ficción. En rigor, se trata de dos operaciones del distanciamiento: la lectura que nos separa —nos distancia— del protagonista, y la novela que produce una brecha entre el acto de narrar y la época que retrata. Y esto es primordial porque, como comenta Pauls, «… dar cuenta de todo lo que pasó entre los setenta y el presente implica “interponer la distancia”. Sin esa distancia no se puede pensar nada bien; puede haber reivindicaciones arrebatadas, nostalgia, recuperación, pero todas estas operaciones siempre van a tener algo de vencido, de descompuesto, de tóxico» (citado por Friera, 2007, p. 3). Sin embargo, ello no quiere decir que no haya un hilo conductor a lo largo de la novela que nos proporcione una noción de unidad, una idea de la coherencia de una propuesta política crítica desde la izquierda. A mi modo de ver, ese hilo conductor que atraviesa Historia del llanto consiste en el llorar como performance; no llorar a partir de 1966; hacer llorar para vengarse simbólicamente; y llorar ante la sorprendente revelación de la muerte de Silvia, la comandante que era su «vecino». Y estos cuatro momentos en la narrativa se vinculan estrechamente con los senderos que se bifurcan: por un lado, la vía democrática y pacífica de la Unidad Popular en Chile, y, por otro lado, y a partir de la dictadura de Onganía, la lucha armada en la Argentina.

Llorar

Aunque no podemos decir que el narrador arme una historia que obedezca una cronología rigurosa, sí se puede trazar una línea que arranca con el chico a los cuatro años y el comienzo de su «educación sentimental», y llega al adulto, tal vez cuarentón. Naturalmente, a diferencia de la novela de Flaubert, no existe una tal Madame Arnoux ni la pasión prohibida que se entrelaza con los acontecimientos de la revolución de 1848 o algo parecido en el siglo xxi, en la Argentina. Si hay pasión, es la que sentirá el protagonista anónimo por la imagen y los escritos de la izquierda y, en particular, la guerrilla en los setenta. Pero esa pasión se revela en su adolescencia; de niño cultiva el acto de llorar como performance y como valor de intercambio con su padre. Este afecto inicial no canalizado se liga a la política de la cercanía y al exhibicionismo emocional que Pauls critica en varias entrevistas, y se da a entender en la novela. El narrador comenta que si «la historia que su hijo le ofrenda es indicio de su sensibilidad, del grado de cercanía que es capaz de establecer con cualquier adulto, el llanto es la prueba, la obra maestra, el monumento, que él alienta y celebra y protege como si fuera una llama única, inapreciable, que si se apaga no volverá a encenderse jamás» (Pauls, 2007, p. 30). Si así lo ve su padre, el niño «considera las lágrimas como una especie de moneda, un instrumento de intercambio con el que compra o paga cosas». Y se agrega: «Con el llorar, por lo pronto, compra la admiración de su padre» (Pauls, 2007, p. 32). En cambio, en los dominos de la madre, los abuelos o el colegio, «hay que infligirle un dolor inhumano para arrancarle una lágrima» (Pauls, 2007, p. 30). No llora con ella porque es como una madre ausente que, después del divorcio del padre, «se siente vieja, usada, vacía, en una palabra: muerta, una muerta en vida...» (Pauls, 2007, p. 25). Y por ello deja al niño —al protagonista—, sin saberlo, con «el vecino militar», quien es, en realidad, la Comandante Silvia, y hace las veces de madre del niño. En el caso del padre, el acto de llorar como performance o como postura sentimental de izquierda (del padre), más tarde, resultará ser objeto de rechazo del hijo. La política de la cercanía, si podemos llamarla así, representa las ideas y el accionar socialistas en los setenta, que la novela quiere examinar desde una óptica más objetiva que el de los que participaron como militantes en esa época. Pauls pretende hacerle una crítica frontal a la política de la izquierda que tiene como fuente principal la subjetividad y el desahogo emocional como manera exclusiva de representar aquellos años de militancia. Al distanciarse de esa pasión, el novelista busca revisar esa alternativa política desde un punto de vista más crítico desde la izquierda. Como veremos, no por ello representa un repudio tajante de la cercanía pese al rechazo inicial.

Amigo del padre del protagonista, un cantautor (anónimo) ha vuelto del exilio a la Argentina para seguir cantando las mismas canciones que antes de partir, solo que, en el momento en que vuelve al país, el contenido de sus canciones ya no encuentra el eco que había tenido antes de la última dictadura militar:

No es más que un concierto, pero para él, formado como tantos en la dialéctica de la masa y la célula, la plaza y el sótano, el puñado de hombres y mujeres al que se reduce la audiencia con la que se reencuentra esa noche el cantautor de protesta, el mismo que apenas siete u ocho años atrás colma estadios y cede complacido sus melodías a los redactores de consignas militantes, no puede no ser una señal y una señal no de las mejores... (Pauls, 2007, p. 38).

En lugar del amplio público y del fervor del compromiso político inmediato, urgente, se halla la nostalgia: «... es precisamente la suerte trágica que corren esos valores perdidos la que les da a las canciones el eco melancólico que les permitirá conmover, extorsionar, seguir cosechando adeptos» (Pauls, 2007, p. 40). Así, aunque el cantautor se refiera a «desalambrar la tierra o a expropiar los medios de producción con el mismo tono próximo, cómplice, confidencial...», no encuentra su lugar en la Argentina de esta nueva época (Pauls, 2007, 41). Y esta yuxtaposición o malajuste hace que el protagonista —ya años más tarde, aunque no se sabe a ciencia cierta cuántos más tarde—descienda de lo abstracto, del goce de la lectura sobre la cultura política de la izquierda a la cruda realidad. Lo entiende todo. «Es quizás el gran acontecimiento político de su vida: eso que le revela la verdad de la causa por la que siempre ha militado es al mismo tiempo y para siempre lo que más le revuelve el estómago. De ahí en más lo llama la náusea» (Pauls, 2007, p. 46). Difícil no asociar la náusea, en este contexto, con la de Sartre. La repulsión que siente por el cantautor y que le produce náusea pareciera relacionarse con el sinsentido de la vida, el haber presentido la muerte y el haberse enfrentado con lo concreto precisamente por la brecha que se abre entre el discurso del cantautor y la época en la que viven ahora. La sentimentalidad que, en algún momento, dejó de ser mero valor de intercambio o performance con el padre se vuelve convicción emotiva, no descrita por cierto, en que las letras del cantautor lo convencen y lo conmueven, y llegan a ser algo así como la materia prima de su compromiso político. Y, sin embargo, esta experiencia y estos años de militancia —al menos como lector— no lo llevan al protagonista a llorar, y menos en el momento en el cual el cantautor retorna del exilio, bien sea porque la cosmovisión del cantautor ya no encaja en la Argentina de ese momento o bien porque el cantautor viene a ser símbolo de la política de la cercanía de la izquierda que debería someterse a una revisión crítica.

Cabe señalar, por último, que la negación de lo que simboliza el cantautor y la política de su padre también representan un componente de la ecuación. Por un lado, sin duda, subraya la crítica por parte de Pauls de lo cercano y de la política que arranca de la sensibilidad, pero, por otro lado, y esta es la clave, dicha desaprobación no resulta ser definitiva. En rigor, hace falta un distanciamiento en relación con lo cercano para reconsiderar y replantear las posturas de la izquierda. Pauls trabaja el lazo entre la política y la intimidad, sin descartar ni lo uno ni lo otro. Se trata de «pensar lo político y lo íntimo juntos» y de explorar «qué quiere decir querer, estar cerca del otro, pelearse o aliarse con otro» (citado por Friera, 2007, p. 3).

No Llorar

Según el narrador, el protagonista deja de llorar siete años antes del golpe militar en Chile en 1973, es decir, en 1966. La elección de esa fecha, desde luego, no es fortuita (Pauls, 2007, p. 87). El golpe militar ese año, según varios estudiosos del tema, fundamentalmente cierra las puertas a la democracia y, alentado por la revolución cubana, las abre a la lucha armada. Según Hugo Vezzetti, «el escenario, las figuras y cierto utillaje imaginario estaban preformadas antes de la era Onganía» incluso, pero el golpe galvanizó a aquellos que creían que la lucha armada era la única salida.

Había ingredientes de la configuración guerrillera que dibujaban, a partir de la revolución cubana, un camino de radicalización armada, una decisión que no era solo la reacción a eventos decididos por otros, sino que se proponía forjar un mundo a su medida. Sobre esta constelación ideológica y política impactaba la dictadura de 1966; para algunos venía a confirmar inmediatamente que no había otro camino que las armas (Vezzetti, 2009. p. 62).

Era de esperarse, entonces, que la condena a la dictadura de Onganía tomara otros rumbos que incluirían movilizaciones de trabajadores y de estudiantes que desembocaron, en los próximos años, en el cordobazo, el rosariazo, el tucumanazo y el vivorazo. Según Pablo Ponza, estos movimientos buscaban «expresar sin mediaciones su descontento contra el gobierno dictatorial», sin, habría que agregar, empuñar las armas (Ponza, 2010, p. 205). «El lento desgranamiento del gobierno militar y la profunda división dentro de las Fuerzas Armadas se combinaron con la cancelación de todos los canales legales de mediación política, instalando y generalizando una sensación de acefalía que alimentó la lucha directa por el control del Estado» (Ponza, 2010, p. 217). Claramente, estos paros generales fueron respuestas muy claras a las medidas políticas y económicas que había tomado la dictadura. En efecto, el régimen militar había declarado a los partidos políticos ilegales y prohibido actividades políticas, a lo que se sumaban los problemas con la economía y la desigualdad social (Rock, 1987, pp. 347-348). No fue sino hasta 1970 aproximadamente que se empezaron a formar grupos guerrilleros tales como Montoneros y el ERP y se empezó a gestar la opción armada, estableciendo así una sola vía para llegar al poder.

En Historia del llanto es notorio entonces que esa sea la fecha (1966) en que el protagonista deja de llorar. No llorar, entonces, demuestra, por un lado, que el paso a la vía democrática ha sido vedado y, por otro lado, que, en este momento, le es imposible al protagonista identificarse desde una perspectiva anímica (de la cercanía) con la causa progresista porque no existe salida política. De esa manera, no llorar también implica tener que perderse en la abstracción de la lectura sobre la guerrilla en el momento en que no parece haber referente concreto (no parece haber cercanía). Imposible, pues, que el protagonista llore porque no se ha producido una convergencia de la abstracción y de lo concreto.

La escena más significativa en relación con el no llorar es, sin lugar a dudas, el momento en el cual su amigo y él ven en la televisión el golpe de estado en Chile, en 1973. En este contexto crítico en que sabe más de lo que sabe su amigo sobre la vía chilena al socialismo democrático y golpismo, no es capaz de verter una sola lágrima (Pauls, 2007, p. 85). Las convicciones políticas de su amigo son «tanto más convincentes» mientras llora [el amigo] ante las horrorosas imágenes del bombardeo de La Moneda y las noticias de que el presidente Salvador Allende se habría suicidado antes de entregarse a los militares (Pauls, 2007, p. 83). En efecto, el desahogo de su amigo evidencia «hasta qué punto sus convicciones políticas acaban de sufrir una herida de muerte». En cambio, el protagonista «… también quisiera llorar. Daría todo lo que tiene por llorar, pero no puede» (Pauls, 2007, p. 84). Así las cosas, a pesar de su formación marxista variopinta, no puede llorar ante la pesadilla del golpe militar en Chile y la trágica caída del gobierno de la Unidad Popular. En un principio, esto pareciera indicar que ese acontecimiento nefasto, por muy trágico que sea, conmueve a su amigo porque se entrega a lo cercano, mientras que el protagonista, al jurar que no va a llorar más, se ha ido por el otro extremo. Es decir, el personaje principal se ha distanciado tanto de la fuente emocional detrás del progresismo y de la izquierda —representado por lo cercano— que no halla la manera de tomar contacto con ese lado de sí mismo. No es, entonces, que Pauls esté descartando el socialismo democrático chileno por ser manifestación de lo cercano ni mucho menos. Se trata más bien de la confusión en la vida del protagonista que no le posibilita comprender que el rechazo de lo cercano no puede ser unilateral, sino que debe ser, según la lógica que se presenta en la novela, parte íntegra de lo distante. A esta dialéctica se refiere Pauls en una entrevista, al poner como ejemplo «Bondad Humana» del cantautor: «Esa canción es un paradigma del pensamiento psicobolche, una palabra que no se usa mucho, pero que designa esa mixtura con un pensamiento de izquierda muy lavado, muy abuenado, el costado más humanista del marxismo con un procesamiento completamente banal y mediocre de cierto pensamiento psicoanalítico» (citado por Freira, 2007, p. 2). El punto es distanciarse de lo cercano para facilitar la crítica, pero no para tirarlo todo por la borda, sino para hacer una autocrítica saludable, renovadora desde la izquierda. No poder llorar ante un desastre como la derrota del socialismo democrático y pacífico de Allende a manos de los golpistas demuestra, entonces, la ceguera ideológica del personaje.

La prueba está en que, contrariamente a lo que sostiene Martín-Cabrera, para Pauls la revolución chilena representa algo insólito y prácticamente, como lo sostiene en una entrevista, una «ilusión pura» (citado por Libertella, 2007, p. 3). De hecho, afirma que

… quería que esa fuera [1973] la única fecha que hubiera en el libro. Es el único acontecimiento que para mí tiene un valor real de acontecimiento, de hecho histórico. Todo lo demás tiene una forma tan afantasmada, tan procesada por una cierta imaginación que prácticamente para mí no tiene valor histórico, en el sentido que se entiende valor histórico en relación a documentos o referencias (citado por Libertella, 2007, p. 2).

De ese modo, 1973 cobra un valor simbólico y primordial en la novela y en el imaginario de la izquierda como tal. Esto se confirma en otras observaciones que hace Pauls al respecto en la misma entrevista:

Me parece que el golpe de Pinochet fue para mí un acontecimiento muy extraordinario porque tuve por primera vez la sensación de una injusticia a un nivel histórico. Sobre todo en la desproporción bestial que me parece que había entre la masacre en la que estaba terminando la experiencia del socialismo en Chile y el modo pacífico, electoral, civilizado, en el que el socialismo había accedido al poder. La experiencia chilena en ese sentido era muy distinta a la argentina. Yo no podía creer. Y el hecho de que Allende se hubiera suicidado adentro del Palacio de La Moneda, con un fusil, la idea de que el tipo en vez de matar se matara, y que solo tomara las armas en el momento en que ya no tenía más remedio, era tan diferente a lo que estaba pasando y a lo que iba a pasar al año siguiente en la Argentina. En Chile algo casi perfecto se caía a pedazos. No había en la experiencia chilena algunas de las cosas oscuras, perversas, que ya se agitaban en la política argentina. Esos dobles juegos, esas ambivalencias de la política argentina. Lo que yo veía en la caída de Allende era la catástrofe de una especie de ilusión pura (citado por Libertella, p. 3).

Volveré a las diferencias entre el caso argentino y el chileno más adelante, pero basta reflexionar sobre el peso que tiene el experimento chileno en el pensamiento político de Pauls, lo cual deja pocas dudas que su compromiso quedaba y queda con el socialismo pacífico y democrático. Por ello, solo podemos leer, en la reacción del protagonista ante el golpe, la impotencia que siente por haberse alejado tanto de lo cercano. Así, no se trata de descartar lo cercano —como pareciera hacerlo el personaje principal—, sino de someterlo a una crítica, y al realizarlo, no dejar que se estanque la ideología de izquierda que lo sostiene.

Hacer Llorar

De ahí en adelante, se va alejando más de lo cercano, de sí mismo, cosa que se plasma en las relaciones con sus novias. Mientras más se aleja de lo cercano, más se distancia de parte de sí mismo, la constatación de sí mismo como ser social, y de los demás. Así, siguiendo al Marx de los Manuscritos económicos y filosóficos, se encuentra doblemente enajenado. En un acto simbólico de venganza, que solo tiene la función de hundirlo más en la alienación, termina con su novia chilena, de familia acomodada y de derecha, y la hace llorar. Como si ella fuera la responsable tanto del golpe y de la imposición brutal de la dictadura de Pinochet como de su impotencia anímica, la hace llorar, la hace sufrir: «Durante una semana, mientras los militares golpistas limpian las calles de Chile de todo brote opositor, reacondicionan los estadios deportivos como cárceles e imponen el aferramiento de manos como escarmiento para cantantes populares, él casi no hace otra cosa que ver a su ex novia llorar» (Pauls, 2007, pp. 92-93). Incapaz incluso en esa circunstancia de responder de forma afectiva ante el terror que se desata en Chile, reacciona de una manera simbólica al rechazar a una joven de la cual sigue enamorado, como se constata en una escena, en que se ven por casualidad: «Ella señala la turba que forcejaba a sus espaldas en la cola y se disculpa, irresistible como el día en que la vio por primera vez, “bella”, piensa él, “como una mañana de sol después de una noche de tormenta”, y luego saluda con una magnanimidad de diosa o de muerta, y a él se le caen las monedas» (Pauls, 2007, p. 95). Más adelante, hace llorar a su novia que perteneció al ERP, encarcelada en Córdoba y deportada porque tiene «la suerte o los medios de salir, y en la que la mayoría envejecerá...» (Pauls, 2007, p. 100). «Ahora él no es el que llora», comenta el narrador, «es el que hace llorar» (Pauls, 2007, p. 97). Y, trabando un vínculo con su identificación con Superman y con la figura de los superhéroes en general que tanto lo obsesionan de niño, piensa que «[h]acerse uno con el dolor es volverse indestructible» (Pauls, 2007, p. 100). En este momento de la novela (y de la vida del protagonista), él reafirma su postura inicial, en las primeras páginas, de que el «… dolor es su educación y su fe. El dolor lo vuelve creyente. Cree solo o sobre todo en aquello que sufre» (Pauls, 2007, p. 16). Solo que ahora el sufrimiento que percibe es producto de sus propias acciones, su acto de hacer sufrir. Y, naturalmente, desde el punto de vista político, hacer sufrir a la novia chilena de derecha es una cosa, y otra es provocar el llanto a la exmilitante del ERP, que no sirve siquiera como revancha simbólica, a no ser que sea una forma de distanciarse, ahora y para siempre, de la figura heroica que antes adoraba. Pero fundirse con el dolor —y con la figura del héroe— es exactamente lo que anhelaba de niño, por lo tanto, no parece haber habido mucho cambio en ese sentido. Por ende, hacer llorar y unirse al dolor no parecieran representar una simbólica postura política, sino, más bien, su rendición ante el enajenamiento. A estas alturas, su único don es negativo; es hacer llorar/sufrir a alguien. Sin querer se entrega a su propia alienación, y, por ende, no puede llorar. Por su parte, la descripción de la conducta del protagonista hace que se produzca el efecto del distanciamiento brechtiano, que se ha llevado al extremo, imposibilitando la identificación del lector con el protagonista.

Volver a Llorar

El concepto del doble (del döppelganger), en cambio, parece abocarse a la posibilidad de una ruptura con la alienación porque abarca la cercanía y el distanciamiento a su vez. «El fetichismo de lo cercano, que hay que estar cerca de las cosas para entenderlas, compartirlas, contarlas. La ideología de lo cercano», comenta Pauls en una entrevista,

… es nefasta y está muy ligada a lo sentimental, en el sentido de que cuanto más cerca estás de un fenómeno, se produce una idea de comunión. Todo lo que hace el héroe de la novela para intervenir en su propia formación es tratar de alejarse de la cultura de la cercanía a una cultura de la distancia, de lo indirecto, de lo oblicuo, de lo sesgado... para llegar a una «distancia intermedia» (citado por Friera, 2007, p. 2).

Se trata de distanciarse de la cercanía, pero no del todo; es, más bien, alejarse lo suficiente para mantener una postura autocrítica. Lo sugestivo de los setenta, sostiene Pauls, «… es la extraña relación a la vez de cercanía y de distancia total que hay entre los cuadros de guerrilla y el pueblo. Eso es algo que el libro trabaja mucho. ¿Qué clase de cercanía existe entre una vanguardia política y el pueblo al que dice representar?» (citado por Friera, 2007, p. 2). Y esta idea se liga al concepto del doble (o del alter ego) representado, claro, primero por la figura de Clark Kent, que hace las veces del superhéroe Superman, pero también en el caso de la guerrilla, concretamente, en el caso de su vecino militar que resulta ser Silvia, una comandante de Revolución Libertadora. Esto último aparece como vislumbramiento a la mitad de la novela:

No es tanto el costado comunista, de igualdad y reconocimiento a simple vista de la igualdad, que más bien le gusta y hasta desearía ver usado más a menudo en la vida cotidiana, sino justamente el costado disfraz, el costado máscara, la promesa o más bien la evidencia de doble vida que encierran, ya sean uniformes de curas, policías, militares, cajeras de supermercado, alumnos de escuela (Pauls, 2007, p. 65; énfasis mío).

A lo que se agrega lo siguiente:

En todo uniformado no ve una persona sino dos, al menos dos y que se oponen, una que promete seguridad y otra que roba y viola a punta de pistola, una que vigila las fronteras de la patria y otra que saquea y extermina con la escarapela en el pecho, una que bendice y reconforta y otra que se hace pajear por monaguillos en el confesionario, una que sonríe y opera la caja registradora con profesionalismo y otra que suma productos que nadie ha comprado, y de esas dos hay una, la secreta, la que agazapada detrás del verde olvida, la insignia de grado... (Pauls, 2007, pp. 65-66).

Y es aquí que vale la pena volver a la cita [ver supra] en que Pauls se refiere a Allende, el 11 de septiembre y el contexto político en la Argentina en los setenta. Después de comentar que Allende, al final, durante el golpe, prefiere suicidarse en vez de empuñar las armas «… era tan diferente a lo que estaba pasando y a lo que iba a pasar al año siguiente en la Argentina. En Chile algo casi perfecto se caía a pedazos. No había en la experiencia chilena algunas de las cosas oscuras, perversas, que ya se agitaban en la política argentina. Esos doble juegos, esas ambivalencias de la política argentina» (Libertella, 2007, p. 3). No añade nada más a lo comentado, y por ello no es fácil glosar lo que quiere decir el escritor con las «cosas oscuras, perversas» o con los «doble juegos» o «esas ambivalencias», pero se puede conjeturar que se trata de la existencia, por ejemplo, de la AAA o bien de la vida clandestina de la guerrilla. Como señalaba arriba, a Pauls le interesan mucho esos doble juegos porque se vinculan con la relación entre la cercanía y la distancia. En el caso concreto de la guerrilla, como advierte el novelista, se trata de considerar la correlación entre la guerrilla como tal —siguiendo el modelo foquista— y el pueblo. Se sugiere, con el ejemplo de la comandante Silvia, que hay un enlace más ambiguo justamente porque al seguir el modelo guevariano y al no haber podido incidir de forma global en la conciencia del pueblo y haber sabido aprender del pueblo, se sabe que ese movimiento revolucionario —no, diría de paso, como las guerras de liberación nacional en Nicaragua, El Salvador y Guatemala en los ochenta— está ahí, que lleva a cabo secuestros, pide rescates, roba bancos y demás, pero no está en la calle desfilando o manifestando con los obreros y los estudiantes. De ahí que el clímax, en que el protagonista se entera de que

… el departamento de Ortega y Gasset en el que vive [la comandante Silva], por ejemplo, alquilado bajo un nombre que resulta falso, del que un buen día se hace humo, llevándose solo lo que traía al llegar y dejando meses de servicios impagos, o su condición de militar, que él ha puesto en duda desde el principio, desde que bajan juntos en el ascensor y el detecta la falla en el uniforme, o incluso su bigote, que la tarde del sueño, mientras duerme y sueña en su presencia, se le suelta y va deslizándose por la piel suave hasta quedar encallado sobre los labios, tachadura fraudulenta que se estremece como una pluma con cada ronquido (Pauls, 2007, pp. 113-114).

Así como descubrirá, en lo que viene a ser el desenlace de la novela, la identidad real de la comandante Silvia cuando lee un artículo en La causa peronista que revela esa información:

... reconoce en ella al vecino de Ortega y Gasset, el militar, el abusador que le ha cantado al oído, le ha dado asilo, ha leído en los hollejos de sus dedos el secreto de su dolor, ha soplado dormido su propio bigote, el bigote falso que eligió llevar durante meses para, como dice la crónica de La causa peronista, entrenarse, prófuga de la justicia, en el arte de vivir clandestina en campo enemigo, el más difícil y elevado en el que puede aventurarse el combatiente revolucionario. Descubre al mismo tiempo quién es y que se ha muerto (Pauls, 2007, p. 123).

Como asevera Cecilia González

Esta doble figura materna reúne a los adultos en una sola mirada que acerca y contrapone al mismo tiempo. No hay adultos fiables en el relato de recuerdo de este niño, pero no todos reciben el mismo tratamiento: si el vecino militar engaña con su uniforme y su bigote postizo, sabe en cambio intervenir en el accidente del ventanal, entender el dolor, consolar o cuidar. [...]. Por el contrario —continúa González— los padres están demasiado lejos o demasiado cerca, nunca a una distancia apropiada (González, 2017, p. 14).

El hallazgo de la identidad del vecino militar que es, en realidad, una guerrillera que ha hecho el papel de madre es el que lo llevará a llorar por fin: «¿Llueve? No: llora. Llora en la ciudad como llueve en su corazón» (Pauls, 2007, p. 123). Y es justo en la coyuntura en que se reconectan la distancia y la cercanía, y vuelve a cobrar una parte vital de su humanidad, y se larga a llorar. Así, volver a llorar ya de adulto transforma el acto de una performance ligada a la izquierda de los sesenta y setenta para complacer a su padre a una profunda comprensión de ese momento trágico representado, claro está, por la comandante Silvia, que ayudó a formar al protagonista mediante el rol maternal y que representó todo aquello que se asoció con la vía armada. Vale decir, la comandante Silvia, sinécdoque de la opción guerrillera en la Argentina en esa época, le permitió al protagonista pasar del nivel abstracto de la lectura a la situación concreta, creando así lo que Marx llama una «abstracción concreta» que impulsa al personaje, en términos emocionales y racionales, a llorar. Por fin se fusionan el yo y el alter ego, el lector que se entusiasma con las actividades de la guerrilla en las páginas de La causa peronista y el que cae en la cuenta de que esa historia política lo tocó de cerca.

Como comenta Pauls [más arriba], la noción del döppelganger en Historia del llanto viene a formar parte íntegra de la experiencia argentina en esta época. A diferencia del periodo chileno de la Unidad Popular, en el contexto argentino, abundan los «dobles juegos» y las «ambivalencias», que señalan, más bien, el camino sinuoso y trágico de la izquierda en los setenta que desembocaría en la última dictadura militar.

Consideraciones Finales

Que el protagonista llore al final de la novela no quiere decir, naturalmente, que todo se haya solucionado. Quedan preguntas que se asocian con el contexto político argentino. Al elegir la imagen de la comandante Silvia que hace las veces del vecino militar, ¿estará Pauls aludiendo al camino de las armas que eligieron la izquierda y la derecha? Y sí es así, ¿por qué hay que condenar dicha postura como si fuera la teoría de los dos demonios? ¿Le quedaban otros caminos a la izquierda o se habían cerrado para siempre con el golpe de 1966? O, por el contrario, ¿será sencillamente un «doble juego» (militar-guerrillera) fortuito? A mi modo de ver, se trata de la primera postura: Pauls elige este döppelganger para recalcar las elecciones que se hicieron en los setenta y para subrayar quizás las pocas alternativas que le quedaban a la izquierda. No se puede no sentir ciertas simpatía y ternura hacia la comandante Silvia después de enterarnos de su identidad. Su rol materno marcó al protagonista, niño con imaginación e interés en el altruismo, de tal suerte que lo conmovió profundamente y lo salvó de la alienación a la que se veía (auto)sometido.

Pensando ahora en la postura política de Pauls sobre la base de esto, queda claro que Allende y la Unidad Popular encarnaron el ideal del socialismo democrático para el autor, mientras que el caso argentino en los setenta resulta ser mucho más enredado. Si bien la lectura sobre los hechos de esos años en La causa peronista y otros diarios de izquierda «… pueden resultarme completamente escandalosos, disparatados, insensatos y criminales. Lo que queda es uno de los últimos restos de pasión de la cultura argentina» (citado por Friera, 2007, p. 3). En ese sentido, la comandante Silvia encierra el drama de ese período: por un lado, le proporciona un cariño maternal —un calor humano— al protagonista que le hacía falta; por otro lado, su propia pasión se volcó hacia la lucha armada, modelo que, para bien y para mal, llevó a la tragedia, tanto personal como nacional.

Referencias Bibliográficas

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Friera, S. (2007, dic. 18). «Me interesa el llanto como logotipo de la sensibilidad». Página 12, 1-3.

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Libertella, M. (2007, dic. 9). Del ’73. Página 12, 1-4.

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Vezzetti, H. (2009). Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos. Buenos Aires: Siglo xxi Editores.

Notas

* Profesor Distinguido de Literatura Latinoamericana en la Universidad Estatal de Carolina del Norte (Estados Unidos) y editor de la revista A Contracorriente y de la Editorial A Contracorriente. Correo electrónico: gadfll@ncsu.edu
[1] Les agradezco mucho las atentas lecturas de este ensayo a Pedro Salas Camus y muy en particular a Marcela Crespo Buiturón.
[2] Ver, por ejemplo, Leopoldo Brizuela (2012), Una misma noche (Madrid: Alfaguara); María Rosa Lojo (2014), Todos éramos hijos (Buenos Aires: Sudamericana); Beatriz Vignoli (2014), DAF (Deficiente Aptitud Física) (Buenos Aires: Bajo la luna); Gabriel Lerman (2016), Al sur (Buenos Aires: Astier Libros); Elsa Osorio (2015), A veinte años luz (Madrid: Siruela); Marta Dillon (2015), Aparecida (Buenos Aires: Sudamericana); Ernesto Semán (2011), Soy un bravo piloto de la Nueva China (Buenos Aires: Mondadori); Raquel Robles (2013), Pequeños combatientes (Buenos Aires: Alfaguara; Félix Bruzzone (2008), Los topos (Buenos Aires: Mondadori); Patricio Pron (2013), El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (Buenos Aires: Mondadori); y Julián López (2013), Una muchacha muy bella (Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora).
[3] Véanse los catorce números de la revista Controversia en este enlace: http://americalee.cedinci.org/portfolio-items/controversia/
[4] Me he enfocado en esta novela de la trilogía en particular porque rastrea el tema de la opción pacífica al socialismo en el caso chileno (Allende) y la vía armada en el caso argentino. Al hacerlo, nos obliga como lectores a indagar los factores sociohistóricos que complejizan e impiden el paso a la democracia y al socialismo en ese momento dado en la Argentina, como son el golpe militar de 1966, la falta de derechos civiles, la ocupación militar de las ciudades, la represión feroz del Cordobazo en 1969, la existencia del terrorismo de la Alianza Anticomunista Argentina (la AAA) a partir de 1973, la volte face de Perón con respecto de la izquierda, entre otras cosas.
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